viernes, 6 de enero de 2012

CREPÚSCULO DEL HOMBRE AUTÓNOMO


CREPÚSCULO Y SERVIDUMBRE DEL HOMBRE AUTÓNOMO
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Resumen                                                                                                                              


El Hombre autónomo es el hombre sin absolutos, sin verdades fundantes y firmes. El autocrático hombre autónomo cobra vuelo inusitado con el Racionalismo y el Empirismo, las dos grandes vertientes de la Filosofía Moderna, sin embargo el Empirismo –hija del nominalismo medieval y nieta del relativismo y escepticismo griego- señaló la gran ruptura con la metafísica tradicional. La metafísica de las esencias platónico-aristotélica sostenía en una postura realista y ontológica que las ideas eran “esencias”, muy por el contrario, para el empirismo, en una postura gnoseológica, la idea es “concepto”. El hombre de la modernidad separándose de las esencias se apartó del Ser y de la divinidad. La modernidad colocó a la Subjetividad como fundamento, lo cual implicaba una destrucción de la metafísica de las esencias, porque las esencias ahora dependían del Sujeto. Heidegger intentó recuperar el Ser preconizando una “demolición del Sujeto” que implicaba una destrucción de la metafísica de las esencias, porque consideraba nominalistamente que las esencias dependían del sujeto.
El extravío metafísico es en el fondo un extravío del sentido de lo divino del hombre moderno, porque la pérdida de Dios trajo consigo la pérdida del ser. El hombre antiguo es ontologista, se siente unido a las cosas, al ser; en cambio el hombre moderno es epistémico, se siente enfrentado al mundo y a las cosas. Para el predominante relativismo escéptico de nuestro tiempo es incomprensible que Dios mismo sea ontológicamente la Causa primera del ser.
En síntesis, de poco sirve la “demolición” del Sujeto como fundamento del mundo, si ello no implica una recuperación de Dios como cimiento del corazón humano.

EL AUTOCRÁTICO HOMBRE AUTÓNOMO

El Hombre autónomo es el hombre sin absolutos, sin verdades fundantes y firmes. Encuentra su antecedente en la magna Grecia con la palabra brillante de Protágoras, quien lanza la grave afirmación de que no existen verdades universalmente válidas y objetivas. La verdad no depende del objeto, pues el hombre es la medida de todas las cosas (homo mensura). Sin embargo, el auge del hombre autónomo acontece hace 500 años desde el Renacimiento, su florecimiento sobreviene en la Ilustración y su crepúsculo lo presenciamos con la posmodernidad. El autocrático hombre autónomo cobra vuelo inusitado con el Racionalismo y el Empirismo, las dos grandes vertientes de la Filosofía Moderna, sin embargo el Empirismo –hija del nominalismo medieval y nieta del relativismo y escepticismo griego- señaló la gran ruptura con la metafísica tradicional. La vertiente racionalista si bien disocia sujeto y objeto y hace de lo subjetivo lo único seguro y autónomo, sin embargo prolonga las verdades necesarias de razón de la antigua metafísica. En cambio para el Empirismo no hay trascendencia, ni verdades inmutables ni eternas, sólo es válido lo puramente fáctico, lo humano, temporal, útil, individual, el deseo o el poder. Al respecto se suele asociar con el empirismo a la figura de Aristóteles, pero esto es una verdad a medias, porque fue Leibniz el que refiriéndose a Locke sentó el axioma de que el requisito de la percepción sensible era específicamente aristotélico, mientras enlazaba su mónada sin ventanas con al reminiscencia platónica. Sin embargo, sobre el origen del conocimiento Aristóteles es tan racionalista como Platón, pues el Nous poietikós, creador y agente es  el que encuentra el universal a través de una intuición de la esencia, pero en la organización metódica de la investigación el peripatético es ciertamente empirista.
La metafísica de las esencias platónico-aristotélica sostenía en una postura realista y ontológica que las ideas eran “esencias”, muy por el contrario, para el empirismo, en una postura gnoseológica, la idea es “concepto”. En el realismo de las ideas éstas son realidades, mientras que en la subjetivización idealista de las esencias, propia de la modernidad, las ideas son un producto de la mente humana. A Hume le corresponde el lugar de honor de la ruptura con la metafísica tradicional, para él la filosofía ya no será ciencia de las cosas divinas y humanas, como en la antigüedad, ni ciencia de lo trascendente, como en el medioevo, sino ciencia de lo humano. Así se daba comienzo a la autocratización del hombre autónomo. El hombre de la modernidad separándose de las esencias se apartó del Ser y de la divinidad. La modernidad colocó a la Subjetividad como fundamento, lo cual implicaba una destrucción de la metafísica de las esencias, porque las esencias ahora dependían del Sujeto.
Luego vino una época dominada por la técnica, el capitalismo y la industria, lo cual hizo que la filosofía del siglo XIX y XX se viera avasallada por corrientes que eran secuela del empirismo inglés, el escepticismo francés y el fenomenalismo kantiano, como el materialismo dialéctico de Marx, el materialismo científico de Darwin y Haeckel, el voluntarismo pesimista de Schopenhauer, el fenomenalismo del positivismo de Compte y Guyau, el utilitarismo de J. S. Mill, el evolucionismo de Spencer, el neokantismo alemán y el pragmatismo norteamericano. No obstante subsistieron las corrientes metafísicas. En Hegel el pensamiento metafísico vuelve a cobrar vigor pero se borra en su sistema la distinción entre Dios y el mundo, y con ello naufraga la trascendencia. Luego aparece el realismo de Bolzano, la metafísica inductiva de Fechner, Lotze y E. von Hartmann.
Es cierto que la filosofía del siglo XX comenzó con una vuelta al Ser, a la metafísica y a la existencia, allí tenemos el vitalismo de Bergson, la fenomenología de Husserl,  el existencialismo de Heidegger, Sartre, Merleau Ponty, Berdiaev y Marcel, el ontologismo de N. Hartmann, S. Alexander, Whitehead y la metafísica clásica de la filosofía cristiana. Heidegger intentó recuperar el Ser preconizando una “demolición del Sujeto” que implicaba una destrucción de la metafísica de las esencias, porque consideraba nominalistamente que las esencias dependían del sujeto. Incluso la nueva ontología de N. Hartmann teme que la antigua ontología se quede sin tocar la esencia por confundirla con el concepto. Pero esto no es así, porque tanto para Platón como para Aristóteles la esencia es esencia no por ser universal, sino que es universal porque es esencia, eidos. La esencia aristotélica jamás perdió el fondo platónico, como temía Hartmann.
No obstante persistió la rebeldía a la metafísica tradicional de las esencias, degenerando en el imperio posmoderno del nominalismo y del logos de Hume. El rebrote nominalista principió con el juego de palabras del neopositivismo, la filosofía del lenguaje, el postestructuralismo, la semiótica y culmina en la actual posmodernidad. En una palabra, el hombre autónomo es un hecho propio de la metafísica del conocimiento de la modernidad, la cual procede mediante la subjetivización de las esencias en conceptos. El último hombre liberado de toda fe, razón y verdad ha dejado de entretenerse en juegos lingüísticos para sostener en nombre de la dudosa tolerancia un abierto nihilismo. Lo cual indica que de poco sirve la “demolición” heideggeriana del Sujeto como fundamento si ello no implica la recuperación de lo trascendente como principio del mundo.

AUTOCRATISMO AUTODESTRUCTIVO

¿Cómo salir de este naufragio de la trascendencia? ¿Cómo evitar que sucumban la fe, la razón y la verdad? Obviamente que esta pregunta no tiene un trasfondo historicista, ni neutral, el que la formula cree en la verdad, pero no deja de colocarse en la situación espiritual del hombre actual. Esto supone ver a la historia de la filosofía como una purificación de los conceptos, un mejor encauzamiento de los problemas y un abrir camino a las cosas mismas. Lo cual implica que no se trata de una historia de errores ni de toda la verdad, sino de un acercamiento a la contemplación de la verdad sub specie aeterni. La historia de la filosofía es una lucha honrada por la verdad. Sin embargo, el tema de fondo es la metafísica platónica-aristotélica de las esencias, operante a lo largo de la historia. Esto implica tres cosas: 1° la asunción de la nueva imagen de Aristóteles, que ayuda a entender que el aristotelismo medieval no es simple réplica de Platón sino que recoge una herencia nunca liquidada, lo cual obviamente repercute en las relaciones de la filosofía aristotélico-tomista con el pensamiento platónico-agustiniano. 2° Contra aquellos que no saben justipreciar la significación histórica del pensamiento antiguo hay que recalcar el hecho que la filosofía antigua nos ofrece el fondo espiritual del que vive aun hoy la cultura actual y el pensamiento occidental. Pues no sólo proporcionó conceptos fundamentales (principio, átomo, materia, espíritu, alma, forma, potencia, sustancia, accidente, ser, devenir, razón, ciencia, opinión, hipótesis, teoría, postulado, axioma, idea, categoría, juicio, raciocinio, etc.) sino que 3° abrió camino a disciplinas filosóficas esenciales como la lógica, ética, psicología, metafísica y cosmología. Todo lo cual significa que la filosofía antigua nunca ha envejecido porque no sólo agotó las posibilidades del pensar cosmovisional, reveló problemas que hasta hoy consiguen aplicación y porque abrió las rutas de solución por las que todavía andamos nosotros.
Pero antes de formularnos la pregunta ¿Cómo salir de este naufragio de la trascendencia? Tenemos la obligación de anteceder la interrogante ¿por qué el hombre tendría que recuperar la trascendencia? La filosofía moderna entronizó a la Razón en lugar de Dios, mientras que lo posmoderno destronó a la Razón y a la Ciencia para declarar que el mundo es Voluntad, individual por cierto, o que el mundo es lo que decidimos acerca de él. El mundo deviene en interpretación, de ahí que la nueva reina de las ciencias sea la hermenéutica. El nuevo ideal no es Dios, ni la Razón, sino la Voluntad libre, hasta el extremoso libertinaje. ¿Qué consecuencias trajo esto? El autocratismo moderno del hombre autónomo trascendió en la posmodernidad las fronteras políticas, ideológicas y éticas para declarar la relativización de toda norma moral y proclamar el “todo vale” cínico e individualista. La abolición de todo freno a la voluntad individual es un error moral y pedagógico que corrompe profundamente el alma y carácter y retrata lastimosamente el crepúsculo y servidumbre del hombre autónomo. Servidumbre a una libertad sin control ni freno, sin valor ni verdad.
Convenir en que lo absoluto es un mero postulado subjetivo abre las puertas al potencial autodestructivo de la condición humana, permite que salgan de lo más íntimo de nuestro ser esos oscuros monstruos ávidos de transgresión y exceso, brinda la ocasión propicia para que se manifiesten y desarrollen nuestros vicios, y da carta libre al fondo inusitado de los instintos básicos. Entonces no llama la atención la escalofriante sima alcanzada por la pornografía, pedofilia, homosexualismo, narcotráfico y otras perlas que conforman esos fondos terribles de una voluntad individual aletargada, sin espíritu, robotizada, que sin miras y horizontes consumen su vida en el ocio de una diversión disolvente y enajenada. Predomina entonces un indeterminismo ético en el que cada cual elige su forma de vida, la libertad no es ilusoria pero tampoco es concebida con límites y ello acentúa una libertad sin responsabilidad. Suena la hora de la destrucción del hombre autónomo, es el momento del autocratismo autodestructivo. El mundo orwelliano y kafkiano de la angustia opresiva queda como niño de pecho al lado de las pesadillas orgiásticas del divertido autómata hombre light posmoderno. Se ha instaurado nuevamente una concepción sofística del mundo. Si en el pasado griego se caracterizó por su relativismo escéptico y su doctrina político-moral sobre el poder, en la actualidad posmoderna se distingue por su subjetivismo protagónico, sensismo cínico e individualismo cirenaico. Pero creer que el recurso ad hominem de Protágoras, Antístenes y Aristipo resume el nuevo espíritu es una simplificación didáctica y excesiva.

BÚSQUEDA Y EXTRAVÍO DE LO ABSOLUTO

El primer intento por recuperar lo trascendente estaría a cargo de Platón contestando la negación de las verdades absolutas por parte de sofistas y retóricos señalando que los datos sensibles son inseguros y los datos del espíritu son eternos (Timeo 51bss). Es entonces cuando la dialéctica platónica discurre hacia el mundo inteligible, va de idea en idea hasta ascender a la idea de Bien, o sea a Dios, todo lo cual es más que mera lógica, es metafísica o itinerario de la mente a Dios. Pero fue Aristóteles el que se encargó de difundir la especie de la duplicación del mundo platónico, cuando en realidad la idea no está completamente separada del mundo, más bien hay varias modalidades de plenitud o fuerza del ser. De modo que la idea platónica no está aislada del mundo, porque así como la sombra depende de la luz, del mismo modo el mundo depende de la idea. Sin realidad no habría apariencia y la mejor demostración de ello para Platón es la aprioridad de nuestros contenidos cognoscitivos.
El nuevo concepto de realidad que trae Aristóteles lo identifica sólo con el ser particular del mundo. Mientras para Platón las cosas singulares no tienen realidad propia y por ello no duplica el mundo, para el Estagirita el único ser es el ser de las cosas concretas e individuales. Esta postura de Aristóteles frente a Platón ha fijado el concepto de realidad durante siglos y es responsable de que cuando se hable de realidad se entienda exclusivamente los objetos del mundo natural. Sin embargo, el mismo Aristóteles nos sorprende cuando hace de la “forma” un principio metafísico. La forma es lo que determina la quididad tanto en el orden lógico como ontológico, es el auténtico ser que preside y dirige el devenir y constituye el fundamento del todo, el mundo fenoménico. La forma, que es siempre universal, confiere realidad y actividad en el mundo de las cosas espacio-temporales. La diferencia con el eidos platónico es sólo que su principio de actividad se ejercita en el espacio y en el tiempo. También el Dios de Aristóteles, como la idea del bien de Platón, es trascendente, creador, actualidad pura, pleno, perfecto, necesario y autónomo. Más audaz Aristóteles en la descripción de la naturaleza de Dios afirma que es el ser realísimo, es espíritu pensante y es vida bienaventurada. Llega al conocimiento de la existencia de Dios llevando hasta su ápice el problema del movimiento. Tenía razón N. Hartmann al sostener la sorprendente conformidad de fondo, no advertida por el polémico estagirita, entre Platón (el mundo está en la idea) y Aristóteles (la idea está en el mundo), porque en ambos casos la idea o ousía es lo que en definitiva salva las apariencias. Como se advierte tanto para Platón como Aristóteles la religión, la existencia de Dios o lo trascendente no era asunto del corazón, de pura fe o privado, como supone la filosofía moderna, sino objeto del conocimiento y del saber. Ambos fundaron la teología natural, no en el sentido actual de oposición con la teología sobrenatural sino en su sentido originario de la investigación filosófica de la verdad sobre Dios.
Habíamos dicho que el tema de fondo para encontrar la vía para salir de este naufragio de lo Absoluto es la metafísica platónica-aristotélica de las esencias, operante a lo largo de una herencia nunca liquidada, que repercute en las relaciones de la filosofía aristotélico-tomista con el pensamiento platónico-agustiniano. A tenor de lo dicho, comenzaremos con el punto culminante de la filosofía patrística y acaso de toda la filosofía cristiana, esto es, san Agustín. El propone la prueba noológica –aparte de la teleológica, psicológica y moral- de la existencia de Dios: el hombre descubre en los actos de su vida espiritual, en el sentir y en querer, verdades eternas, inmutables y necesarias. Detrás de todo lo imperfecto tocamos lo perfecto. Al instante comprendemos que Agustín tiene en los ojos el Convivio de Platón (210ss), donde Dios es mirado como lo perfecto sin lo cual es imposible pensar lo imperfecto. Cuando Agustín habla de Dios, se apodera de él, el mismo pudor platónico y sostiene que el Dios infinito es incomprensible para nuestro entendimiento limitado. El otro gran pináculo es el príncipe de la escolástica, como lo llamó Gilson, santo Tomás de Aquino. El problema de la existencia de Dios lo resuelve con sus célebres “cinco vías”, clásicas por su brevedad y claridad, las cuales se resumen: 1. por el movimiento, 2. por la causa eficiente, 3. por la contingencia. Estas tres pruebas constituyen una sola y los dos pensamientos clave son el principio de causalidad y la imposibilidad de un regressus in infinitum. 4. Por los grados de perfección y 5. Por el orden cósmico o prueba teleológica. A esto se agrega su rechazo que la idea sea Dios sea innato en nosotros, que pueda ser contemplado inmediatamente y desecha la prueba anselmiana.
Aunque no me ocuparé de la mística sólo señalaré de paso que en la alta escolástica se da junto a la  espiritualidad del entendimiento la espiritualidad del corazón, la mística y con ello un camino totalmente distinto al método racional de llegar a lo Absoluto, el caso es el maestro Eckhart. Con san Agustín cree que Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, por participar el alma en Dios hay algo divino en ella. En la misma línea un san Juan de la Cruz afirmó que “en silencio ha de ser oída el alma y Dios”, y un William Law expresa: “La salvación no viene de ninguna doctrina, sino de la vida de Dios o el Cristo de Dios renacido en ti”. El supuesto fundamental de la mística es que nuestro entendimiento y sentimiento imperfecto sólo alcanza una configuración muy limitada de la naturaleza perfecta de Dios. Es por esto que san Agustín decía que: “en la oración Dios espera que le pidas cosas espirituales, que pidas a Dios mismo” y san Francisco de Sales expresa la misma limitación humana: “No tengo deseos, ni deberíamos pedir nada, salvo querer que Dios quiera de nosotros”. La perfección superlativa de Dios es lo que hace que no podamos captar lo que Dios es y sí lo que no es. Dentro del mismo espíritu, Sankara, reformador religioso hindú y figura sobresaliente del renacimiento del brahmanismo, escribió que Dios no puede ser definido por palabras ni por ideas, es aquel ante el cual retroceden las palabras.
El advenimiento de la filosofía moderna trajo una innegable partición del tiempo, sin embargo fue sólo relativamente moderna. Mucho de la edad moderna se encuentra ya en la baja escolástica, en Abelardo y en Escoto, en Occam y los nominalistas, en Eckhart y Nicolás de Cusa. Como Heimsoeth lo demostró en un estudio clásico (Seis grandes temas de la metafísica occidental) los problemas fundamentales del filosofar medieval perviven en el pensar moderno. En realidad la filosofía se hace moderna con el advenimiento del empirismo, aquella vertiente que encarna la gran ruptura con la tradición metafísica platónica-aristotélica de las esencias. En el último tercio del siglo XIX aparece junto a la filosofía de la vida la vuelta a la tradición metafísica interrumpida por el empirismo positivista. Se trata de pensadores que son sacerdotes católicos, como Bolzano que afirma el carácter independiente del Ser y de Dios, Rosmini que busca la intuición de un primer principio verdadero, Gioberti quien afirma un apriorismo del Ser y un conocimiento inmediato de Dios, y el Padre Gratry quien sostiene que el problema de Dios y la persona son las fundamentales cuestiones metafísicas, que la raíz del hombre es Dios y su conocimiento dependen del sentido de lo divino.
La filosofía del siglo XX comenzó con una vuelta al Ser, a la metafísica y a la existencia (vitalismo, fenomenología, existencialismo, ontologismo y neotomismo). Pero salvo el existencialismo de Marcel, el neotomismo y el ontologismo las demás corrientes implicaban la destrucción nominalista de la metafísica de las esencias al considerar que las esencias dependían del sujeto. Todo lo cual desembocó en que la filosofía contemporánea ahondara en el rechazo a la metafísica tradicional y al Absoluto. Ferrater Mora señaló (El hombre en la encrucijada) la presencia de cuatro tipos de absolutos a través de la historia: la Naturaleza de los griegos, Dios del medioevo, el Hombre de los modernos y la Sociedad de la contemporaneidad. El filósofo español no llegaría a conocer al hombre sin absolutos de la posmodernidad, y precisamente por ello su pronóstico es más resaltante. Pues, en el nihilismo del filósofo turinés G. Vattimo, al privilegiar la tolerancia y el pluralismo sobre la verdad y la objetividad, no hace sino expresar la ampliación relativista y escéptica de un voluntarismo e individualismo disolvente de las verdades universalmente válidas y objetivas. El filósofo esvoleno Slajov Zizek (Bienvenidos al desierto de lo real) ha negado que la hermenéutica posmoderna carezca de absoluto, en todo caso la posmoderna sociedad pluralista y ubícuamente tolerante liquida todo antagonismo social y consagra el statu quo. Se trata de un nuevo tipo de totalitarismo disfrazado de tolerante y que ejerce la opresión de la multiplicidad. En realidad, la filosofía posmoderna convierte a la “interpretación” en el nuevo deus ex machine.

¿SE PUEDE RECUPERAR EL ABSOLUTO?

A estas alturas hay que volver a la pregunta ¿Se puede recuperar el Absoluto? ¿No implica acaso este esfuerzo volver a concebir el eidos como realidad y no como producto de la mente? ¿Si las esencias no dependen del Sujeto entonces una verdadera “demolición del Sujeto” no implicaría una conservación de la metafísica de las esencias? ¿No debe ser acaso subsanado el hecho más peculiar de la modernidad, a saber, la subjetivización de las esencias en conceptos? ¿No ha resultado demasiado dañoso para la humanidad moderna haberse fundado en el entronizamiento del Sujeto como fundamento del mundo? ¿No es acaso esta antropolatría antropotécnica, derivada del autocratismo del hombre autónomo lo que está llevando a la humanidad actual al borde de su extinción? ¿No ha llegado acaso el momento de contrapesar con la mayor energía el efecto devastador y autodestructivo de la civilización tecnológica con un renovado espiritualismo metafísico? ¿Acaso no es la ciencia misma la que nos confirma el hecho de que las cosas que son primero en el orden del ser no lo son precisamente en el orden de los conocimientos humanos? ¿No ha llegado quizá la hora de corregir aquella ruptura del hombre moderno con la distinción metodológica entre lo que es “por sí” y lo que es “para nosotros”? ¿Las calamidades sociales y naturales que enfrenta nuestra civilización no nos señala que el hombre autónomo no puede por más tiempo constituirse en el creador de la totalidad de la realidad?
¿Qué es lo Absoluto? ¿Si no es una verdad evidente, como supone la filosofía moderna, cómo se puede saber de él? Heidegger coincide con Tomás de Aquino en que el ser no es Dios ni el fundamento del mundo. Dios no es el ser, es la causa de todas las cosas y no puede ser subsumido bajo el ser categorial. Dios no es,  más bien es el principio de todos los modos de ser. Esta teoría modal de la existencia se remonta a la teoría de las ideas de Platón. Dios es impredicable, es Espíritu que sólo puede ser adorado en espíritu. Pero si Dios no es el ser sino su causa, entonces qué sentido tiene conocer primero la consecuencia antes que la causa. Obviamente que la conquista del ser no resuelve su olvido subjetivizante, al contrario lo profundiza, porque en la raíz del olvido del ser está el olvido de Dios, como su verdadera causa y fundamento último.
El extravío metafísico es en el fondo un extravío del sentido de lo divino del hombre moderno, porque la pérdida de Dios trajo consigo la pérdida del ser. El hombre antiguo es ontologista, se siente unido a las cosas, al ser; en cambio el hombre moderno es epistémico, se siente enfrentado al mundo y a las cosas. Sin caer en la cuenta del profundo sentido de este giro cosmovisional no es posible entender el ahondamiento del voluntarismo relativista del hombre autónomo, que cualquier asunción del Absoluto le suena a fideísmo trasnochado. Para el predominante relativismo escéptico de nuestro tiempo es incomprensible que Dios mismo sea ontológicamente la Causa primera del ser. La conciencia moderna es insensible a esta dependencia existencial, ha perdido el sentido de criatura y creador, dependencia existencia que por lo demás hace posible la predicación analógica de la esencia de Dios o de sus atributos, aunque nada positivo se puede decir adecuadamente de su esencia.
El misterio de la trascendencia divina que atraviesa a toda la creación es la condición sine qua non por la cual el hombre sólo puede connotar algún predicado que pueda aplicarse a Dios, sin por ello se pueda afirmar positivamente algo de la sustancia divina. Como se comprende, la recuperación de lo Absoluto requiere ir más lejos que la superación del subjetivismo de las esencias, requiere de algo más esencial que la mera superación de la común negación de toda concepción de Dios. Recuperar lo Absoluto a estas alturas de ebriedad hiperacionalista y hedonista significa una reconversión de nuestro corazón, sin lo cual no habrá posibilidad de recuperación de la “dependencia existencial” como criaturas. Dios será el creador del mundo y del hombre, pero el hombre es el único responsable del acceso de la inmanencia a la trascendencia, su libertad es decisiva en este caso, como en todos los casos, él es el protagonista que lleva lo mundano a lo divino. Somos experiencias de la Eternidad, nuestra finitud es comarca que sólo se hace metrópoli cuando recupera su dependencia con el Absoluto. Se trata de una dependencia que nos libera, porque nos hace recuperar la capacidad de elevarnos hacia las verdades universalmente válidas y permite comprender que Dios no es una doctrina, una idea, ni un libro sino una Persona. Es cierto que la mentalidad indiferentista que favorece el relativismo religioso objetará que no se puede tratar del Dios de cualquier confesión cristiana y no cristiana. A esto sólo podemos responder mediante el paradigma teológico de un cristocentrismo inclusivo, que afirma que todos se salvan, aunque no lo sepan, sólo por la mediación de Cristo y la voluntad salvífica universal de Dios.
En síntesis, de poco sirve la “demolición” del Sujeto como fundamento del mundo, si ello no implica una recuperación de Dios como cimiento del corazón humano. Lo que en lenguaje evangélico equivale a decir que de poco sirve la esperanza y la fe sin la caridad o el amor, porque en el amor está la verdadera voluntad del Padre.
            

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