martes, 15 de mayo de 2012

FILOSOFÍA DEL SENTIDO DE LA VIDA


EL SENTIDO DE LA VIDA
 Y EL SOÑAR DESPIERTO
REFLEXIÓN FINAL
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


El que conoce el arte de vivir
consigo mismo ignora el aburrimiento.
Erasmo de Rotterdam


No hay duda de que es posible presentar una filosofía moral desde el punto de vista del materialismo filosófico, convirtiéndose, de este modo, en expresión fiel de un mundo alejado del sistema de referencia teológico, metafísico o doxográfico. Este camino de reflexión filosófico no metafísico, recorrido últimamente por Gustavo Bueno, que termina aprobando el aborto, igualdad de género, eutanasia y eugenesia, lo que hace es satisfacer un interés popular, una corriente de opinión imperante, a saber, que el hombre sin fe, sin Dios y sin religión puede tener un sentido de la vida. Concebida aquí la verdad en un sentido inmanente tiene la virtud de potenciar la libertad y el defecto de debilitar la responsabilidad, porque el hombre entregado enteramente a la potencia de su propio ser no encuentra freno a su autonomía. Además, no habrá un sentido de la vida sino que habrá múltiples sentidos de la vida cuantas subjetividades hay. Lo cual termina haciendo colapsar a la verdad misma en el relativismo. Esto tiene que ver con la situación de que el Derecho no sólo absorbe la ética y la moral, sino que ellamisma va delimitando el sentido de la vida. Sin Dios la vida deja de tener un sentido predeterminado y cobra un sentido meramente humano, al compás de los propios actos vivientes.
Lo cual es falso, porque el Bien que Dios revela al hombre no es arbitrio propio, ni limita la libertad humana, sino que más bien la orienta. Al final la elección siempre será nuestra.

El hombre de la modernidad tardía ya no tiene sueños, confunde los sueños con las ambiciones, especialmente con las ambiciones materiales, pero el vivir sin soñar no es vivir, sin sueños la vida carece de sentido, se torna gris, densa y rutinaria. Jamás en la historia el hombre ha vivido como ahora una sociedad más antipoética como la presente. La imaginación es tomada como evasión de una realidad hecha solamente para acumular dinero. Cuando, por el contrario, la imaginación es el alma nutricia del lenguaje, la acción, y la existencia humana. La imaginación no es un estado sino la esencia de la propia existencia humana. Por eso cuando se mutila a la imaginación de su capacidad para viajar hacia realidades ausentes e invisibles se mella la propia vida humana. La vida poética no petrifica el ser en la palabra, sino que vivifica la palabra en el ser. Es un proceso por antonomasia totalmente contrario al reduccionismo mercantil y consumista que reduce las cosas a un precio. Pero la poesía es lo invaluable, inconmensurable que revela la esencia creadora de la vida misma. Se ha olvidado que el objeto no es lo real sino sólo una vía hacia lo real. Imaginar es viajar al mundo de lo infinito y muchas veces innombrable, está lleno de imágenes nuevas, indescriptibles, maravillosas, misteriosas. En la percepción hay imagen sensible, en la imaginación hay imagen intangible. Por ello, el hombre que ha estrechado su mirada sólo a la inmanencia encuentra grandes dificultades para imaginar, porque en la imaginación auténtica toda inmanencia está unida a la trascendencia. El hombre nace dotado para una visión imaginaria y la expresión poética, esto es, trae consigo la inspiración para un ver y un decir maravilloso, poético e imaginario. Hay una inspiración para el ver y hay inspiración para expresar. Pero actualmente ambas capacidades están seriamente afectadas hasta el límite de la atrofia. Imaginar y poetizar es rebasar los límites del pensar unívoco, identitario, lógico, y asumir la fascinación de la armonía de los contrarios, lo mitocrático, es transfigurar, profetizar. Por eso rebasa lo psicológico y se proyecta ontológicamente al ser. La autodestrucción del hombre de hoy se puede medir con su privación de su capacidad para lo irreal. El esquizofrénico tiene alterada su función de lo real, el neurótico la función de lo ideal y el psicópata de lo irreal. Actualmente se configura una sociedad psicopática donde los hombres ya no sueñan, ni imaginan, menos aun vuelan con la función imaginante y en su lugar se refugian en el sucedáneo de la falta de sentido moral. La falta de imaginación afecta la vida moral porque ella es esencialmente una función de apertura, sin lo cual la percepción de lo bueno y lo malo queda afectada. Sin ella el ser humano se vuelve más agresivo y violento, más ambicioso e inescrupuloso, las ciudades se tornan en lugares sitiados por la delincuencia y las mafias, los cuerpos policiales se militarizan y las fuerzas armadas son puestas al servicio del orden público. Un mundo que no sueña despierto es un mundo que se desmorona y el sentido de la vida se extravía. Entonces todos los sueños son degradados y denigrados al ser puestos al servicio del tener sobre el ser, donde el hombre en vez de dignidad tiene un precio.
La importancia de soñar despierto es tan vital como la actividad de soñar dormido, sólo que el soñar despierto exige tener imaginación, ilusión, esperanza por la cual vivir y luchar. Hoy se toma como esperanza e ilusión sólo lo cuantificable y empíricamente comprobable, y esto ha empobrecido la vida.  El empirismo moderno ha terminado por matar la vida, marchitar la utopía y descabezar el suspiro. La imaginación ha perdido de su horizonte lo inefable e indecible y la poesía  se ha desfigurado en declamación procaz y antiestética. El mundo requiere ser reutopizado, repoetizado, pues vivir sin sueños ni poesía no es vivir, dado que es muy humano vivir porque soñamos y soñar porque vivimos. Soñar es atisbar otra realidad, más allá del vigor superficial de los sonidos y de las cosas, desatar la movilidad de un mundo por hacerse y por venir, la propia historia humana está tejida con las alas de los sueños. Y sin soñar alimentamos el sinsentido de la vida. Hay que rescatar la importancia del soñar despierto, de la poesía, donde nos toca al vuelo un soplo de Dios. Dios mismo nos habla poéticamente en la naturaleza y el hombre ancestral era más susceptible a percibir su teofanía, pero el hombre de todos los tiempos es capaz de reavivar su actividad porque, como lo subrayó Kant, es una facultad indesarraigable junto a la sensibilidad y a la razón.

El sinsentido de la vida se profundiza en nuestra dramática época nihilista en que la palabra “ser” y “Dios” están en crisis. La civilización occidental se descristianiza y pierde su savia nutricia religiosa. El hedonismo, el cinismo, el escepticismo campean haciendo estragos en las vidas de millares de seres humanos. Pero a pesar de todo el hombre quiere ser bueno y no se resigna a ser engullido pasivamente por el Moloc de la deshumanización. ¿Pueden la filosofía o la teología ayudarnos a salir del hoyo? En realidad, así como la filosofía no está en condiciones de decir qué es el ser, de modo similar la doctrina de Dios no está en condiciones de decir quién y qué es Dios, no existe un concepto de Dios, ni siquiera un concepto cristiano de Dios. Sólo hay un conjunto de elementos para una concepción remota del ser y una idea de Dios siempre inconclusa, a pesar de la fuerte tendencia de volver al Dios de la revelación bíblica. Esto se agrava porque Dios es indisponible, no es manipulable, tampoco se le puede utilizar como una explicación ni en el mundo de la naturaleza ni en el de la historia. Su ayuda parece escasa y aleatoria, lo que se concilia con las plegarias no escuchadas y pone en ascuas la cuestión de la teodicea, especialmente después de Auschwitz. Y sin embargo, por un lado, la vida humana no cesa de interrogarse por Dios y por el ser para dar un sentido último al mundo y a su existencia; y por otro lado, Dios mismo se acerca al hombre a través de su revelación, muerte y encarnación.

Esto hace pensar que el sentirse religado a Dios y al ser no es de carácter adjetivo, sino que define la sustancia espiritual y ontológica del hombre creyente en lo más íntimo de su ser. Pero así como el hombre puede darle la espalda a su propia esencia del mismo modo puede mirarla de frente y asumirla y para ello se requiere pasar de la escéptica hermenéutica de la sospecha –que no simpatiza con Dios- a la creyente hermenéutica mitizante –que siente el llamado de lo divino-, en la cual juega un papel fundamental la imaginación, función que devuelve al hombre su vuelo por el ámbito de lo ideal y lo irreal en el corazón mismo de lo real. La imaginación deja que la intimidad de lo real –que es ideal o irreal- agite nuestro ser íntimo. Y entonces es cuando junto a la finalidad práctica de las cosas se revela la finalidad poética. La finalidad práctica se corresponde con las cosas de tres dimensiones espaciales y la dimensión temporal, en cambio la finalidad poética es el espacio íntimo sin ninguna dimensión, donde la sublimación interna toca los resquicios de lo eterno. Aquí somos convite de un proceso ascensional desde lo profundo del abismo de nuestra intimidad. Entonces comprenderemos que no se trata solamente de la movilidad psicológica de imágenes sino de la movilidad metafísica de nuestro ser. Es decir, sin retornar a la movilidad de la vida del alma no hay posibilidad de rehacer el sentido de la vida. Sin caída en el hontanar interior no hay posibilidad de atisbar la posibilidad de la elevación ascensional. Será por esto que Cristo vino no por los justos sino por los pecadores. Sin esta experiencia de descenso y ascenso espiritual no hay posibilidad de poesía, moral y religión. El camino de descenso puede ser un camino de hominismo –trayectoria horizontal, cuando no de inclinación hacia abajo- mientras que el de ascenso lo es de humanismo –trayectoria hacia lo alto-. Así, es común que la vida del hombre sea de descenso y ascenso permanente, sólo que en la modernidad nihilista se acentúa más la caída que el ascenso, siendo este proceso algo más allá de lo psicológico o físico y pertenece a lo metafísico.

Tanto la teología filosófica como la cristiana no llevan hacia el silencio sobre Dios sino hacia una filosofía real del ser, hacia una metafísica consecuente que no se diluye en conceptos. El supuesto fundamental de la filosofía y de la teología es el lenguaje analógico, cuyo peligro es rebajarlo a lenguaje equívoco o unívoco. Por eso uno de los elementos esenciales de cualquier discurso sobre el ser y Dios es el carácter analógico del pensar y el hablar. El ateísmo, materialismo y escepticismo se mueven sólo dentro de un pensar y hablar unívoco, por eso Dios no tiene cabida en su visión inmanentista. Aquí el sentido de la vida se despliega dentro del azar o dentro de una estricta determinación de las leyes materiales. Pero el carácter analógico del discurso no significa que Dios sólo se muestra como verdaderamente irrenunciable en el conflicto intradivino trinitario, o sea en una naturaleza con su historia ajena al hombre. Este es el sentido de la vida de los gnósticos, que quieren verse libres de la materia corporal y retornar a la naturaleza del Padre uno. Tampoco es una providencia divina que actúa en el mundo humano sobre objetos menores y sirviéndose del hombre como instrumento. Este es el sentido de la vida de los tradicionalistas, que ansían vivir una libertad negativa entregando su libertad positiva a Dios.


En realidad, la razón sin la imaginación está empobrecida y Dios ha dado al hombre la razón y la fe para dominar el mundo responsable y positivamente y, en este sentido, su lugar es la historia de la libertad humana, donde los hombres no son instrumentos de Dios, sino que ante él todos somos sujetos y fines en sí mismos. Esta es la nueva imagen de Dios que hace falta para que el hombre una su inmanencia con su trascendencia. Por eso Dios es solidario con las situaciones humanas angustiosas y, por consiguiente, el sentido de la vida no es entregar nuestra libertad a él, sino, actuar con amor por el prójimo y recibir e implorar su auxilio, como de esa otra persona que tiernamente nos brinda su apoyo, disipando las tinieblas del sinsentido de la vida.
Lima, Salamanca 15 de Mayo 2012
(Libro:  "Vida sin sentido y el olvido de Dios")