sábado, 14 de julio de 2012

FILOSOFÍA DE LA FE

LA CRISIS DE FE Y EL VALOR DE LO PARTICIPATIVO

Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


No hay que ser muy sagaz para darse cuenta que nuestra época cree en la ciencia hasta límites de la superstición. Una nueva fe se ha instaurado entre nosotros, ya no es la fe en la religión sino la fe en la ciencia. Por consiguiente cuando se trata de la crisis de fe nos estamos refiriendo a la fe en la religión. 

Bien visto, la nueva fe científica no es percibida por ella como fe sino como cetidumbre metodológica que se contrasta por la verificación, predicción o los grandes descubrimientos de la ciencia. En otras palabras lo que ejerce una fascinación casi hipnótica es la metodología científica, reconocida no sólo por los científicos de las ciencias exactas sino que encuentra eco en los científicos sociales que persiguen justificar sus hallazgos en ese modelo.

No obstante, el triunfo del ideal de la ciencia y sus consecuencias práctico-históricas sobre la naturaleza y el hombre han puesto cada vez más en claro no sólo que la estructura monologal del pensamiento científico no da cabida para que el pensamiento filosófico alcance sus propios objetivos, la ciencia se crea poseedora de la verdad, y anteponga cada vez más el método y los instrumentos al ingenio y la capacidad creativa del investigador, sino que se ha hecho patente el carácter metodológico-reductivo de la ciencia.

A la ciencia moderna se le ha olvidado en su arrogancia empirista que la mayoría de los problemas no se resuelven científicamente. Y al decir esto no se está alentando el rechazo del conocimiento o la verdad objetiva que proporciona la ciencia, sino que se trata es de completarla con otro tipo legítimo de conocimiento o verdad diferente que surge de diversas experiencias del ser humano.

El hombre participa del ser y una de sus diversas participaciones es la ciencia, otras son las relaciones humanas, las ciencias sociales, el arte, la música, la poesía, la religión, la ética, etc. Siendo la experiencia humana tan rica y polifacética tiene sentido sostener que la ciencia es sólo un tipo de conocimiento que no agota ni constituye el único soporte de la verdad. A la verdad como adecuación y correspondencia de las ciencias exactas, se viene a sumar la verdad como develamiento o revelación del ser, la cual es una epifanía del ser, epifanía que en su manifestación natural está en el amor filial y conyugal, por ejemplo.

Tan sólo considerando las ciencias humanas la verdad no se resuelve de forma objetiva, sino de manera participativa. Y si esto es así es porque lo verificable no es lo único verdadero, pues las verdades científicas son verificables y objetivables, pero las verdades participativas son inverificables, existenciales y sólo se dejan participar. Lo participativo tiene que ver no con esencias que son objetos iluminados, sino con esencias que son presencias iluminantes. Lo participativo es lo transobjetivo, lo metafísico y misterioso que late en el corazón mismo de la vida, lo concreto y que forma parte del lenguaje del ser.

En cierto modo, es lo que Heidegger se propuso pensar desde su ontología de la facticidad, salvo por su primado de la existencia sobre la esencia, y que Aristóteles desde su Etica piensa la ousía metafísica desde la vida práctica. En otros términos, en ciertas regiones del ser lo metafísico reluce más claramente fusionado con lo fáctico. Siguiendo a Platón y Aristóteles confiar en el orden del ser debería ser suficiente para poner límite a la confusión humana y de sus saberes. Y esto se relaciona profundamente con un mal entendimiento de la metafísica de las esencias, que parte con Aristóteles y se consolida con Heidegger, por lo demás éste último era un mal conocedor de Platón, según testimonio de su alumno Gadamer. Y es que no hay tal divorcio entre las esencias metafísicas y el mundo, su unidad equivale a una luz que permite lo existente. Por consiguiente, tanto el mundo de las esencias y de las existencias tiene una base metafísica.

Heidegger es uno de los que arremete contra la razón científico-objetivista dominante que pretende colocarse como fundamento del ser y de la existencia humana. Para él la ciencia y la técnica dan cuenta de una razón dominadora, funcionalista, calculadora, una época de penuria que ha abandonado y olvidado al ser sustituyéndolo por el ente. Todo lo cual ha proyectado en el hombre sus impulsos ilimitados hacia el dominio de la tierra, como expresión de una incontrolable "voluntad de poder", que aspira al dominio absoluto sobre los procesos de la naturaleza y de la sociedad. Pero esto tiene una expresión antropológica que ha convertido al hombre en lo que llamo un "ser anético". Y tenía que ser así, porque la voluntad de poder colisiona con la esencia misma de la ética que es el respeto al otro.

Bajo el dominio del pensamiento científico-tecnológico moderno tenía que decaer la fuerza creativa de la humanidad, y esperanzada en el último artilugio tecnológico que le ofreciera solución a sus problemas concretos se entregaba a una vorágine decadente de sus fuerzas morales. Por lo demás, el imperio de la voluntad de poder no puede convertirse en la marcha histórica del mundo porque lo único que hace es precipitar las fuerzas humanas hacia su destrucción defintiva sin freno ético que la contenga.

En otras palabras, hay que romper con el hechizo que entiende el ser dentro de la ciencia, para entender la ciencia desde el ser. Pues no es la ciencia ni el hombre quien determina los destinos del ser, sino a la inversa. El haber ido en sentido contrario a esta verdad durante la modernidad, nos ha llevado hacia una ciencia y filosofía sin ética, destructora del hombre y de su entorno. Vivir la verdad del ser sin sentido ético de destruir su propia verdad. Y la verdad del ser no es iluminarla sino dejar que nos ilumine. Es la metafísica de la luz o de la claridad del ser. Logos y ethos, lo teórico y lo práctico van de la mano.

Todo lo cual significa que el lenguaje identitario y unívoco de la ciencia o del pensar logocrático de Occidente, como señalaron Lacan, Foucault, Deleuze y Derrida, no agota el lenguaje del ser porque éste se abre por la senda del pensar poético, metafórico, musical, pictórico, etc, es decir, analógico, que parte del reconocimiento de lo Otro y del Otro. A esta forma de pensar la llamé "mitocrática" porque está unida generalmente a las culturas ancestrales de profundo sentido poético-religioso, que conciliaron la finitud con el Absoluto, y la cual no es obstáculo alguno para el filosofar. Esto muestra, dicho sea de paso, que la filosofía misma no es unívoca sino multívoca y multiforme, porque el logos humano conjuga al mismo tiempo la razón objetivante y la razón participativa.

En una palabra, si las cosas de la ciencia se dominan, las cosas humanas se vivencian y exigen otra lógica. Ya Kant, Nietzsche, Freud, Dilthey, Husserl, Heidegger, Gadamer, Ortega, Marcel, Levinas y Habermas desandaron el tema tan problemático de la concienca, la subjetividad, lo existencial, la intersubjetividad y la otredad, y reclamaron junto a la lógica de las cosas una lógica del pensar del existente. Así, Dilthey reivindica el concepto de "vivencia", Ortega elucubra una "ética raciovitalista", Gadamer propone la hermenéutica dialógica y Habermas pone énfasis en las estructuras linguísticas intersubjetivamente compartidas.

Por todo ello, el pensar no científicio se justifica. Y así es profundamente preocupante que la mentalidad cientificista y descreída de hoy confunda el tener "fe" con el acto de tomar arsénico y "creer" que no le va a hacer daño. Pues aquí subyace una confusión. Una cosa es el "Creer" y otra la "Fe". Lo que sucede es que la mentalidad secularista moderna, cuyo "sentido de lo divino" está atrofiado, atribuye a "creencia" un sentido tan general que la "fe" termina siendo una variante religiosa de la creencia. Fue preocupación de Julián Marías el mostrar la sustancia filosófica del Padre Gratry destacando su ontología de la persona que muestra su religación con Dios y que destaca la existencia del sentido de lo divino..

Otro sentido cobra el término Creer cuando se distingue entre creencia y fe como dos tipos irreductibles del creer. Bien señalaba Gabriel Marcel cuando enfatizaba que mientras la creencia es un simple creer que, la fe es un creer en.

Este creer en se engarza bastante bien con la definición de fe como virtud teologal (junto a la esperanza y a la caridad), porque en ella está involucrada la estructura fundamental de la persona, entendida como estructura personal e interpersonal que se relaciona intersubjetivamente con la otredad finita, que es el prójimo, y la Otredad absoluta, que es Dios. Bien señala Tomás de Aquino cuando menciona que la fe es un hábito de la mente por la cual empieza la vida eterna en el hombre y que hace posible el asentimiento de la mente a las cosas que no aparecen.

Este hábito hace posible partir del ente humano contingente para ascender al ser necesario trascendente, es decir, a Dios. Pero hay un detalle de sumo valor en este proceso y es el siguiente. Que el hábito de la fe no puede aparecer y menos desarrollarse sin un acto moral de sacrificio, que desarraige la soberbia y la sensualidad, sin un profundo deseo de lo infinito y de lo perfecto que es Dios. Luego sigue el proceso lógico inductivo de posterior elevación de la razón. Es por ello que al ateo teórico y práctico le falta el resorte del sentido de lo divino porque su alma ha sido desarraigada por el orgullo intelectual o vital.

En una palabra, la crisis de fe de la actual cultura de la increencia, pragmática, hedonista, nihilista y dominada por el pensamiento científico-técnico tiene como raíz antropológica en que el ente contingente humano se ha erigido en un pequeño diocesillo, en un deus in terris, que neciamente considera innecesario la existencia de la divinidad. Lo cual prueba que la razón natural sólo alcanza a Dios reflejado, el racionalismo lleva al ateísmo y panteñismo, y la razón iluminada por la fe conduce al Dios vivo.

Lima, Salamanca 14 de julio del 2012