jueves, 26 de julio de 2012

PRUEBAS SOBRE EL ALMA

PRUEBAS SOBRE LA INMORTALIDAD
 DEL ALMA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
 

El intelecto busca, pero el corazón es el que halla.
“George Sand”

Pienso que por lo que hemos expuesto y analizado sobre el alma, la mente, el cerebro y la máquina, se puede afirmar sobre el primero que no sólo es real, sino que además nos inclinamos a aceptar su existencia.
El examen nos sugiere que en la vida del hombre, hay pruebas a favor de la existencia del alma. No hay duda que estos argumentos constituyen una contrariedad para quienes niegan que exista el alma e incluso para quienes conceden que existe el alma a la vez que pretenden que el mundo físico es causalmente completo.
Con los materialistas y evolucionistas no es difícil compartir que los objetos materiales son reales, pero nuestros caminos divergen cuando se afirma que las cosas materiales no son el sentido último de lo real.  La materia no es eterna, ni sustancia última de la realidad. Ni siquiera las leyes físicas son eternas. Hasta las invariantes científicas no son fijas, puesto que describen el estado actual de un universo que no siempre fue así y que algún día dejará de existir.
Con esto se hace trizas el sentido evolutivo del universo, dado  que  evolucionar  significa desarrollar, pero si éste ha de desaparecer entonces otro telos dirige su existencia. Es más, afirmo que si bien la evolución ha producido muchas cosas nuevas, como la maravillosa mente humana, sin embargo, el alma no es uno de sus resultados.
Esto significa que el universo nunca ha dejado de ser creador, sin embargo no todo lo creado es obra del universo. Bien podríamos empezar por la pregunta: ¿Quién creó el universo? Ya hemos visto los imaginativos intentos infructuosos de Stephen Hawking por reemplazar el “diseño providente” por el “diseño cuántico”. Pero también hemos notado lo que opina el Nobel Richard Feynman:"Creo que nadie entiende verdaderamente la mecánica cuántica". Es decir, a nivel cuántico no se resuelve todavía la cuadratura del círculo.
En consecuencia, todo indica que sobre los niveles de lo físico y lo biológico está la realidad más real, superior y dominante del nivel espiritual. O dicho de otra forma. No hay obstáculo en estar de acuerdo con Popper aceptando un Mundo 1 físico, un Mundo 2 psicológico y un Mundo 3 cultural, pero en lo que discrepo y no cejo es en reducir el Mundo espiritual al Mundo 2 y 3. El Mundo 4 o del espíritu no se reduce a lo subjetivo o psicológico ni a lo cultural, más bien forma un mundo aparte, superior y dominante que abarca a todos los Mundos. Y al Mundo 4 o del espíritu pertenece el alma humana y su cúspide es Dios.
Nuestra mente estará en el Mundo 2, nuestro cerebro en el Mundo 1 y nuestras creaciones culturales en el Mundo 3, pero aquella parte nuestra que sobrevive al cuerpo y es inmortal está en el Mundo 4.
Todo esto implica que no sólo existe la causación ascendente (de lo físico a los complejos sistemas sociales) y la causación descendente (de los niveles superiores a los inferiores), sino, que además existe la causación teleológica preternatural (que es causa de todo y de sí mismo). Así, lo superior puede ser visto como un enriquecimiento de lo inferior pero ello no explica totalmente el nivel superior, lo que impide efectuar tanto un reduccionismo de lo superior a lo inferior como de lo inferior a lo superior. Lo cual entraña que el universo no sea determinista, sino que, como lo enfatizó Monod, hay una enorme dosis de imprevisibilidad.
La diferencia con Monod es que el azar tampoco significa que el hombre esté solo en la indiferente inmensidad del cosmos. Pues, el azar a nivel microscópico, genético y humano no significa, necesariamente, que no exista una teleología trascendente en la humanidad y en el cosmos. La causa preternatural no se contrapone al azar y a la necesidad cósmica, sino, que le da un fundamento y sentido que completa lo inmanente con lo trascendente. La causación por necesidad o por azar en el universo siempre será de carácter relativo y no absoluto, por ello no colisiona con la causación teleológica que es naturaleza absoluta.
Einstein nunca reconoció que en las profundidades de la naturaleza no rige la necesidad sino la probabilidad, mientras que la física cuántica parece decirnos que Dios sí juega a los dados. Francisco Miró Quesada Cantuarias (1992) nos dice que este es un lindo tema para la teología. Pero como vemos no se trata sólo de reconocer la causación azarosa junto a la determinista, sino de reconocer la causación teleológica.
Por ello, no hay tal exclusión ni colisión entre lo teleológico, lo necesario y lo azaroso. La omnipotencia y providencia de Dios no el imperio de la irracionalidad, sino de una profunda armonía de causa y sentido, que colmará de contenido ontológico y ético a todo lo viviente. Al final la teleología ética dirige la teleología ontológica. Por eso el hombre no está solo entre las cosas y con su pecado en la inmensidad del universo, sino rodeado de la pletórica misericordia de Dios. La misma que no sustituye la acción humana, sino que la fortalece si se le permite.
A fin de comprender la diversidad del universo es plausible admitir junto a la causación ascendente  y a la causación descendente, tanto necesaria como azarosa, la causación teleológica. Para esta inteligencia nada es incierto, todo lo conoce, incluso el futuro, lo cual no interfiere lo azaroso e indeterminado y los actos libres, sobre todo éstos últimos, de los cuales es causa potencial pero no causa actual.
Es decir, no sustituye la voluntad libre. Si lo hiciese no tendría sentido la existencia del alma ni la inmortalidad, seríamos robots sin responsabilidad moral. Este asunto lo trato con mayor detenimiento en mi libro Signos del Cielo (2011).
De modo, que en este contexto es posible presentar las siguientes pruebas sobre la inmortalidad del alma:

PRIMERA PRUEBA. El hombre ora no con la mente sino con el alma, por tanto el alma existe.
Las Sagradas Escrituras hablan también, con más frecuencia, que el hombre ora con el corazón y el espíritu. El término “corazón” indica el lugar en que se manifiesta Dios, donde echa raíces la vida religiosa y se determina la actitud moral.
Por lo demás, la eucaristía llena de gracia al alma. Es decir, el alma es el centro de la vida interior del hombre. En consecuencia, el alma existe.

SEGUNDA PRUEBA Si el alma fuese una mera forma del cuerpo, entonces no habría la lucha entre el cuerpo y el alma Y como tal lucha existe, por consiguiente, al alma es distinta al cuerpo.
En el hombre existe una cierta tensión en el espíritu y la carne, que hace que se desarrolle una lucha de tendencias contrapuestas. En realidad, dicha tensión es producto del pecado y no de la carne en sí. Pero eso mismo indica que el alma es distinta al cuerpo tanto en su origen y naturaleza.

TERCERA PRUEBA. Las personas que vuelven a la vida después de una muerte clínica prueban la posibilidad de la existencia del alma fuera del cuerpo.
El alma que sale del cuerpo en una persona fallecida y luego regresa a la vida, guarda el recuerdo de una experiencia vívida sobrenatural. Porque si la muerte del cuerpo implica la muerte del alma, entonces no se comprende y sería imposible el cúmulo de experiencias que tiene el alma, de gente fallecida, en los casos que revive.
En otras palabras, el alma subsiste a pesar de que el cuerpo no esté funcionando o deja de existir. El alma no preexiste al cuerpo, pero sí subsiste. El retorno del alma al cuerpo es un símil remoto de lo que ocurrirá en la resurrección de la carne, cuando nuestros cuerpos mortales (Rom. 8,11) volverán a tener vida.

CUARTA PRUEBA. Tanto el deseo natural de sobrevivencia como el ansia racional de inmortalidad no nacen de un capricho ni de un mero temor a la muerte, sino que expresa una condición propia del alma humana puesta por Dios.
Cada ser tiende a lo que es. Y porque el alma es inmortal, tiende a la inmortalidad. Pues, si el alma humana no fuese una sustancia independiente del cuerpo no tendería en él a persistir desde siempre el deseo natural y el ansia racional de sobrevivir. Dicha aspiración a la vida eterna es puesta por Dios, quien creó al hombre a su imagen concediéndole con la libertad poder amarle y conocerle.
Esto quiere decir que sin la libre iniciativa del hombre de acercarse a Dios, dicho deseo humano de sobrevivencia se verá frustrado de alcanzar la dicha eterna, exponiéndose a la perdurable desdicha de su alma lejos de su Creador. Pero el hombre percibe también signos de su alma espiritual en su apertura a la verdad, a la belleza, su sentido del bien moral, la voz de su conciencia, la libertad, aspiración al infinito y su búsqueda de Dios,

QUINTA PRUEBA. La experiencia parapsicológica de aparición de difuntos y otros fenómenos paranormales revelan que existe una sustancia psíquica independiente del cuerpo, y esa sustancia se llama alma.
Porque los difuntos son parte de la comunión con el cuerpo místico de Cristo, sus almas que mueren en gracia y amistad con Dios, después de su muerte sufren una purificación. Esto significa que no andan por allí deambulando, aunque pueden socorrernos.
De modo que el alma humana que sobrevive a la muerte no es en sentido estricto una persona humana, sino una forma pura e inmortal separada del cuerpo, que puede muy ocasionalmente manifestarse parapsicológicamente o en sueños, pero que generalmente es utilizada dicha manifestación por el Demonio para extraviar el espíritu de los vivos. De manera que el hombre no puede dar cuenta de la muerte, pero sí de lo que sobrevive a la muerte.

SEXTA PRUEBA. La expansión acelerada del universo indica que la sustancia material se dirige a una muerte térmica inexorable y junto con ella de toda la materia cósmica existente. En el presente no todo lo real es inmortal.
Se prueba así que no todo lo real es eterno, el universo actual no es inmortal, sino sólo la sustancia espiritual que abarca el alma. De lo contrario, tras la muerte del cuerpo material no habría manifestación alguna de sobrevivencia de la sustancia espiritual.

SEPTIMA PRUEBA. La separación del alma y del cuerpo tras la muerte no significa que ésta sale del tiempo, sino que ingresa a otro momento del tiempo escatológico (eviternidad) en espera del Juicio divino.
Porque la verdad revelada estima la resurrección de los muertos en el Juicio Final de Dios, es que la inmortalidad no significa eternidad, sino eviternidad. De modo que la inmortalidad del alma es un estadio transitorio para volver a unirse al cuerpo y ser plenamente persona, lo cual es la condición natural del hombre. No obstante, es Dios quien puede destruir al alma en el infierno o darle dicha eterna, en la visión beatífica tras la prueba en esta vida.

OCTAVA PRUEBA. El alma es una forma pura que pertenece a la jerarquía ontológica del ser espiritual, que está por encima del ser real, es decir, de lo psíquico, lo biológico y lo físico. Pertenece al ámbito inferior de los seres espirituales.
Porque carece de sentido que el ser real se extienda solamente a través de la sustancia material y viviente sin escalar hacia lo espiritual. De modo que la vida del espíritu tiene una legalidad ontológica autónoma, así como también lo tiene la región del ser real e ideal.

NOVENA PRUEBA. La base anatómica, neuronal, cerebral o material de la mente, yo, conciencia, pensamientos y emociones, es sólo el vehículo en que se expresa el alma que no se reduce a un estado material del cerebro ni a su funcionamiento mental.
Porque no está demostrado cómo de un grupo de moléculas neuronales pueden segregarse ideas, emociones e intencionalidad, y como la mente requiere de la base fisiológica, entonces se puede seguir sosteniendo la autonomía del alma respecto a la mente, al cerebro y al cuerpo. Las “manifestaciones”, ni sus medios físicos son el alma misma.

DECIMA PRUEBA. El alma humana sobrevive no por intención sino por intensión.
El alma no tiene la intencionalidad de sobrevivir, tiene por el contrario la intensionalidad, o sea la propiedad ontológica, de sobrevivir. En otros términos, el alma humana no sobrevive porque desea hacerlo, sino que así fue creada para ponerse a prueba en el cumplimiento de un fin superior.

UNDECIMA PRUEBA. La inmortalidad del alma no decide su sobrevivencia en la eternidad, ni sus actos libres en la vida mortal.
La intensionalidad ontológica del alma sólo la predispone a la  inmortalidad,  pero  su  futuro  destino  no  depende  de  esa condición, ni de la intencionalidad moral y religiosa de sus actos libres efectuados en la vida mortal, porque una condición eterna no puede depender de un ser temporal. Fe y actos cuentan, pero la decisión final no es suya.

DUODECIMA PRUEBA. La inmortalidad del alma en la eternidad es resultado de un acto libre divino.
Lo que finalmente va a decidir la condición inmortal del alma en la eternidad será la gracia y misericordia del juicio divino. La inmortalidad del alma no significa su indestructibilidad. El alma se destruye de dos modos, a saber, para sí y en sí, o humana y por designio de Dios. La destrucción humana es de índole moral. Pero sólo Dios puede suprimir “en sí” la inmortalidad del alma. En cualquiera de los casos la salvación es libre decisión de la misericordia de Dios.

La primera, séptima, undécima y duodécima pruebas son teológicas, la segunda es psicológica, la tercera es clínica, la cuarta es histórica, la quinta es parapsicológica, la sexta es cosmológica, la octava y décima son metafísico-ontológicas y la novena es científica.
Pero la idea del alma exige reconocer los límites de la ciencia, de la razón natural, verdades que sobrepasan absolutamente el orden visible y sensible, y exigen que el hombre renuncie a sí mismo.
No se trata, entonces, de un frío pensamiento, porque involucra el destino de la persona misma. Ir contra los sentidos no es el curso natural de la mente, y sin embargo dichas verdades existen. El alma no es algo transparente por sí misma, ni observable inmediatamente. Por eso es más fácil contradecirla que consentirla.

Si existe un Dios que ha hecho las cosas según un orden, de manera que a todo intelecto le sea razonable que todo ente esté ordenado, de donde se sigue el absurdo en que se incurre cuando se afirma que no hay vida más allá de la muerte, que no hay alma sino mente, cerebro y conciencia, todo es materia-energía, el universo es inmortal y que la existencia del alma no es más que un cuento de hadas. Pero de esta proposición universal “todo está ordenado”, se sigue que la vida no termina con la muerte del cuerpo, sino que encuentra plenitud en la promesa de su Revelación donde refulge la esperanza de la vida eterna. Habiendo llegado a su término la presente obra me viene a la mente las hermosas y venerables palabras del recio filósofo catalán Don Miguel de Unamuno, cuando escribía lleno de espíritu en su consagrado y gigantesco libro, Del sentimiento trágico de la vida:

El hombre bueno no es aquel que cree que Dios existe,
sino aquel que quiere que Dios exista”.

En el mismo tono de nuestro profundo pensador hay que decir que la creencia en el alma y su inmoralidad es necesaria no para pensar la existencia sino para vivirla. La inmortalidad es la justificación final de la existencia, porque no sólo hay verdades lógicas, éticas y estéticas sino también religiosas, metafísicas, ontológicas y la inmortalidad del alma es una de ellas. Sólo son dos caminos: vivir eternamente junto al Creador o morir para siempre y sin esperanza en las tinieblas sin amor. La razón por sí sola se hunde en el escepticismo, requiere del auxilio de la fe y no hay fe sin un corazón anhelante de Dios. En nuestro corazón, más que en la razón, está la solución del conflicto. No basta con creer, hay que querer lo que se cree.
Un amigo me preguntaba si acaso esto no significa caer en las alucinaciones esquizofrénico-paranoicas del Nóbel John Nash, llevado a la pantalla en la película Una mente brillante, el cual dejó de creer en lo que veía para poder llevar una vida normal. Pero aquí la diferencia es notable. Una cosa son las alucinaciones de una mente trastornada y otra cosa es la existencia de dios y del alma. Pues así como Dios no es evidente y sólo por analogía podemos tener una idea de su existencia, de modo similar de la existencia del alma sólo se tienen indicios, cuya verdad va más allá de la lógica formal y sólo es comprensible en las complicadas ecuaciones de la lógica del amor divino.
Finalmente, ratifico que es un profundo error –en el que incurren filósofos como Peter Strawson y David Armstrong - suponer que no hay distinción entre mente y cuerpo. Pues, la mente no es el cerebro, es el yo el que posee un cerebro y no a la inversa. Basta reparar en el hecho de que la identidad y unidad de la mente no se corresponde con una parte definida del cerebro. Por lo visto se trataría otro de los “dogmas del empirismo”, como lo llama W. V. O. Quine. Al mismo tiempo, no es exacto que la propia mente sea inobservable –como piensa Ryle siguiendo a Hume y Kant-. Como piensa Popper, la mente es resultado de disposiciones innatas y de la experiencia social, y su acción revela su existencia. Al mismo tiempo, la computadora es parecida al cerebro y a la mente, pero es descaminador, como acertadamente alega Searle, atribuirle pensamiento y mente –como lo hacen Churchland, Rorty, Feyerabend y compañía-, puesto que sin el programador la inteligencia artificial no es nada. Por su parte, la parapsicología y la meditación trascendental demuestran la inusitada interacción entre la mente, el cuerpo y los objetos, que cuestiona la tesis mentalista y abona a favor de la espiritualista.
En todo esto podemos discrepar, pero discreparemos aun con más gente cuando afirmamos, contra la corriente principal de la filosofía moderna -que reduce el alma a la conciencia o a la mente- que el alma no es anterior al cuerpo, conforma una unidad psicofísica con éste, pero que sobrevive al mismo. Por tanto, no es la mente, ni el cerebro, sino que aun cuando en el orden del tiempo existe junto a ellos, sin embargo, en el orden de lo preternatural los trasciende y sobrepasa. Esa es su naturaleza y su destino. Aquí el orden final se sobrepone sobre al orden causal y al azar.

Lima, Salamanca 26 de Julio 2012

DEBATE SOBRE INMORTALIDAD DE LALMA

UN DEBATE SOBRE LA INMORTALIDAD
 DEL ALMA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
 

Es bastante difícil ser breve en asuntos tan densos, a saber, la prueba de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Por tanto, dando por descontado una actitud benevolente tocaré aquí primero el asunto de la inmortalidad del alma.

Existen dos robustas posiciones filosóficas sobre el tema de la inmortalidad: la dualista (afirma la existencia del alma y el cuerpo como dos sustancias separadas, el alma preexiste, reencarna y subsiste a la muerte), y el monismo (alma no preexiste a la materia, es su subproducto y desaparece con la muerte).

I
En la posición dualista tenemos a Platón, Aristóteles y Plotino que pusieron el acento en el alma humana o en la inteligencia, cuya preexistencia y reencarnación hace que pueda unirse a varios cuerpos. Esta concepción de la reencarnación la tienen en común con las filosofías y religiones orientales y el gnosticismo. En Orígenes, por influencia del neoplatonismo, también aparece la idea de la preexistencia del alma. Y en San Agustín una concepción semejante encuentra expresión cuando sostiene que el hombre tiene una sustancia que participa de la razón y gobierna el cuerpo (De quantitate animae 13, 21). La literatura ascética cristiana conserva este dualismo y en la filosofía pos renacentista la filosofía de Descartes la reproduce.

De otro lado, en la posición monista naturalista están desde los atomistas, epicúreos, se prolonga hasta los materialistas de la Ilustración y el epifenomenismo. Sus argumentos ponen hincapié en la correlación que hay entre los procesos psíquicos y las condiciones físicas, como base material para los fenómenos superiores que se desintegran tras la muerte.

 Ambas posiciones son defendibles pero sus obstáculos son, a su vez, muy serios. Me referiré sólo a las objeciones centrales.

El dualismo tiene la consecuencia inevitable de convertir al alma en la parte más importante, cuando no la única, del hombre. Pero el hombre no sólo es un ser que piensa sino que también siente y sentir es una operación no sólo del alma sino también del cuerpo. Ante esta dificultad el dualismo gnóstico inventó la “materia espiritual”. Pero hay otra dificultad más grave de índole moral y es que la preexistencia del alma supone una degradación ontológica por su unión con el cuerpo, lo que le impide ser todo lo bueno y perfecto que quisiera. Por tanto la inmortalidad del alma se convierte en requisito sine qua non para lograr su purificación.

Pero quien sistematiza desde el dualismo los argumentos a favor de la inmortalidad del alma fue Platón: los opuestos (la vida no puede venir de la muerte, de lo contrario se detendría el movimiento de la naturaleza, por tanto la vida del alma es inmortal), la reminiscencia (tenemos conocimiento que no proceden de lo sensible por tanto vienen del recuerdo que tiene el alma de una vida sin cuerpo, forma pura e inmortal), la simplicidad (lo simple existe para siempre, el alma es simple por tanto inmortal) y la concepción de las ideas como causas verdaderas (hay cosas vivas porque hay la vida, esta vida principio de todo lo vivo reside en el alma, la cual es inmortal).

II
El monismo naturalista, por su parte, tiene el resultado inevitable de trocar el alma en un epifenómeno complejo y superior de la materia, un producto derivado, dependiente y secundario del cuerpo, que se reduce a procesos mecánicos, físico-químicos y neurobiológicos. Tras la muerte desaparece dicha función superior del cerebro en lo que llamamos conciencia. Basándose en los datos de la ciencia natural contemporánea busca refutar científicamente la teoría de la inmortalidad del alma.

Actualmente esta posición es de índole cientificista y como tal la primera objeción que cae por su propio peso es de índole metodológica-epistémica. Todas sus afirmaciones estarán edificadas sobre arenas movedizas mientras no se resuelvan los tres problemas previos de la ciencia: la infradeterminación de las teorías por el dato, el problema de la inferencia y el problema del paradigma. Como se sabe el problema de la inducción, que consiste en cómo sostener proposiciones generales sobre cosas particulares, no está resuelto. Y lo mismo se tiene con el problema de la infradeterminación de las teorías por los datos, el cual consiste en que la fuerza probatoria de una predicción exitosa proporciona respaldo a infinitas teorías. Y el tercer problema procede de lo afirmado por Kuhn y Feyerabend al aseverar que la irracionalidad de los grandes hitos del progreso científico viene de que el contenido y método de la ciencia depende de creencias aceptadas.

Podríamos extender las observaciones a lo filosófico, pero me excuso de ello dado que lo científico tiene preeminencia en esta posición. Filosóficamente, por el momento, sólo añadiré lo observado por Mach al decir que el peligro del empirismo es caer en el sensacionismo solipsista y crear un mundo en el que uno es el único ocupante. Riesgo con el que coquetean la solución pragmatista de Rorty, el ontologismo débil de Vattimo, el narrativismo de Lyotard y todas las filosofías antiesencialistas-antirepresentacionalistas en boga.

Es singular, por último, apreciar cómo el materialismo ha tratado de asimilar todo lo mental o psíquico a dimensiones materiales del organismo humano. Pero ningún programa reduccionista ha resultado satisfactorio. Ryle, por ejemplo, piensa que lo mental no es sustancia interna de la persona sino una disposición externa. Sin embargo, se le puede objetar que si la persona miente o engaña entonces no se entiende que la mente sea sólo una disposición externa de la persona. Por su parte Searle, como Ryle, también rechaza el dualismo cartesiano mente-cuerpo pero su Filosofía de la mente no alza vuelo más allá del fisicalismo y el mentalismo. La línea postanalítica de Sellars tampoco va más lejos de una Filosofía emergentista. Y el rechazo de los sense data por parte de los postanalíticos Quine, Goodman, Davidson, Dummett y Putnam se retrotraen a la teoría antireprentacionalista de la percepción de la conciencia hablante, la cual es una variante del idealismo subjetivo del ser como ser percipi. Como se sabe el resultado de todo esto –que comienza con el libro de Frege Sentido y Referencia- ha sido la negación del conocimiento objetivo y la relativización de la ontología del mundo.

Todo esto tiene su consecuencia en la manera de pensar sobre el destino último de la persona humana. Y es que la tradición occidental está dejando de pensar que el alma es inmaterial y sobrevive a la disolución del cuerpo. En su lugar, más bien, se instala en el tercer milenio la creencia en la supervivencia genética y cultural de la persona, curiosamente más próxima al taoísmo y confucianismo de la filosofía china.

III
Ahora bien, ante las dificultades innegables del dualismo y del monismo naturalista hay que admitir dos cosas: que el alma y el cuerpo conforman una unidad psicofísica y por tanto sus actividades dependen del cuerpo (antidualismo); pero su existencia no se agota en su unión esencial con el cuerpo (antimonismo naturalista). Lo que significa admitir mente sin cuerpo o alma subsistente post mortem en su forma puramente intelectual, individual y simple. Pienso que esta es una interpretación tan legítima e  imposible de desestimar al lado de teorías materialistas y dualistas.

Esto supone que la materia puede corromperse porque la forma puede separarse de ella, en este sentido, el alma como forma pura puede separarse del cuerpo, sobrevivir a la muerte y ser inmortal. La unidad psicofísica entre alma y cuerpo es sólo un aspecto del alma, porque el alma no puede separarse de sí misma y corromperse.

Muchas facultades del alma dependen del cuerpo, como los sentidos corporales, pero hay actividades que en sí mismas trascienden el poder de la materia, como la inteligencia que conoce cosas distintas de las puramente materiales. Esto prueba que el entendimiento no es cuerpo y la autoconciencia es el signo nítido del carácter inmaterial de la inteligencia humana.

Luego las actividades superiores del alma humana prueban la espiritualidad o inmaterialidad del entendimiento, entonces esta inmaterialidad demuestra que el alma trasciende la materia.

No es que sea fácil percatarse de la existencia del alma y menos de su inmortalidad, pues el alma no es algo transparente por sí misma ni observable inmediatamente. Por medio de la introspección uno se da cuenta de que piensa, pero no del entendimiento ni del alma. Todos somos conscientes de nuestras actividades mentales, las cuales contienen implícitamente una noción del carácter del alma.

Pero este análisis del alma no es un salto al vacío de la especulación, porque cuando se afirma que el conocimiento humano es fruto de la experiencia sensible pero que hay actividades psíquicas independientes del cuerpo, lo que está diciendo es que alma es a la vez dependiente e independiente del cuerpo. Esto no lleva al sostenimiento de dos posiciones incompatibles, porque mientras el alma está unida al cuerpo conoce a través de la experiencia sensible, pero existen actividades superiores del alma que no dependen de la sensibilidad, es decir, del cuerpo. Acaecida la muerte el alma ya no depende de sus facultades sensitivas, pero puede conocer a los objetos espirituales.

En esta vida el hombre no puede conocer nada sin la experiencia sensible, ni siquiera sin el uso de imágenes lo que Dios le ha revelado. Pero cuando el alma se separa del cuerpo entonces ya no depende de los sentidos ni de la imaginación. Esto es lo que Santo Tomás llama praeter naturam o más allá de la naturaleza.

Pero en la condición de separación del cuerpo el alma ya no es estrictamente una persona humana, pues persona indica la unión de alma y cuerpo. De modo que las actividades superiores del alma son intrínsecamente independientes del cuerpo, pero extrínsecamente dependientes porque mientras esté unido al cuerpo  depende de la experiencia sensible.

Esto puede conducir a un mal entendido, en el sentido de creer que el hombre está mejor en estado de separación del cuerpo. Pero el estado natural del alma es su unión con el cuerpo. Es más, el estar sin el cuerpo es contraria a la naturaleza del alma, y lo contra natura no puede ser perpetuo, por consiguiente la separación del alma respecto del cuerpo sólo es temporal, siendo preciso que nuevamente se una al cuerpo, es decir, resucite entre los muertos.

De modo que la inmortalidad de las almas exige la resurrección de los cuerpos. Esto quiere decir teológicamente que ni siquiera el hombre que alcanza la salvación muriendo en estado de gracia, está mejor sin esperar la resurrección de la carne. Dicho de otra forma, el alma como forma pura es inmortal pero dicha forma no está destinada a subsistir así siempre, sino que habiéndose separado de un cuerpo corrompible debe esperar la resurrección de la carne para volver a su estado natural y unirse esta vez nuevamente a un cuerpo, pero a un cuerpo glorioso en caso de merecerlo.

La inmortalidad del alma no es un bien en sí mismo, sino una característica intrínseca del alma que tras la muerte terrenal se separa temporalmente del cuerpo corrompible, pero que está destinada a volver a la carne para luego del juicio volver a unirse a un cuerpo. Lo que le espera puede ser el premio o el castigo eterno.

Acontecida la muerte terrenal el estar el alma sin cuerpo sólo es temporal, volverá a ella y será nuevamente persona en la resurrección de la carne, allí se decidirá su suerte en el juicio final. Entonces se conocerá la suerte eterna de cada uno de los hombres y de sus almas nuevamente unidas a su cuerpo. Lo que persiste en el alma separada del cuerpo es la individualidad más no la personalidad, porque el alma intelectiva no se destruye al destruirse el cuerpo.

Para Aristóteles decir que algo es la forma del cuerpo equivale a decir que es inseparable de ese cuerpo. Esta  no  es  la  posición  aquí expuesta, sólo hay un alma en el hombre y toda ella sobrevive a la muerte. El Estagirita pone el acento en diferenciar el alma humana del entendimiento inmortal y considera que la psyche humana no puede existir al margen de las funciones biológicas del cuerpo. No hay inmortalidad ni persistencia en la existencia después de la disolución del ser compuesto. De este modo, esta es la distancia de la interpretación del alma dada por el Aristóteles histórico.

Contra Platón y el dualismo entonces se afirma que el alma es la forma del cuerpo y separada del cuerpo no está en su condición natural. Entre la muerte y la resurrección hay individualidad del alma pero no persona, porque toda persona es sustancia completa o unidad entre alma y cuerpo. El alma como forma pura es inmortal, espiritual e incorpórea, es decir intrínsecamente su existencia no está ligada al cuerpo ni a la materia.

En este punto crucial Occam afirma que la presencia de una forma espiritual y la inmortalidad son verdades de fe, imposibles de obtener por reflexión filosófica. Pero como lo aseveró Tomás de Aquino nosotros no tenemos una intuición directa del alma como sustancia espiritual, sin embargo la interpretación de los datos empíricos permite deducirla por el razonamiento.

La teoría sobre la naturaleza espiritual del alma implica una interpretación incontrastable, como también lo son las del materialismo que afirma que el cerebro secreta pensamientos como el hígado secreta la bilis, o del epifenomenismo que sostiene que la inteligencia adviene cuando el cerebro alcanza un determinado grado de evolución.

Lo cierto es que el argumento central a favor del carácter espiritual del alma humana descansa en el hecho de que el hombre ejercita actividades psíquicas intelectuales que no dependen del órgano corporal, y si no dependen entonces la forma de estas actividades es espiritual. Esto no equivale a decir que exista actividad intelectual que no dependa de los movimientos cerebrales, sino que aun dependiendo en un sentido físico no depende del cerebro en un sentido intelectual.
Con lo dicho pretendo demostrar la inmortalidad del alma.

  IV
Estimado amigo, Fidel Gutiérrez, permíteme añadir una cuarta parte a la respuesta anterior y es la que concierne a la relación entre inmortalidad y principio de conservación que tan agudamente tú has señalado.

En la vida sensible el hombre aprehende la existencia en el presente y rechaza la muerte instintivamente, pero como ser intelectual desea y concibe la existencia perdurable. El hombre alcanza la perpetuidad por el alma, mediante la cual aprehende el ser en absoluto y perdurablemente.
Es decir, en el hombre hay no solamente un deseo natural de sobrevivencia, sino un deseo consciente de inmortalidad, que presupone la idea de una existencia perdurable. El propio Tomás de Aquino afirma que este deseo es la forma en que toma en un ser intelectual el impulso a la conservación de la vida y es una señal de la incorruptibilidad del alma humana.

En otras palabras, en el impulso a la conservación a la vida y en el deseo de inmortalidad, advertido también por Unamuno, reside una señal más de la incorruptibilidad del alma humana y por tanto de su inmortalidad.

Es cierto que los pensadores medievales, como Duns Scoto, mantuvieron la opinión que la existencia de actividades humanas que trascienden el poder de un agente material no demuestra que el alma sobreviva a la disolución del ser compuesto, y que por tanto primero se debe demostrar que el alma humana es capaz de sobrevivir a la muerte.

De modo que el argumento de la inmortalidad por el deseo natural no parece convincente, pero cuando fue formulado por el aquinate estaba dirigido a combatir la teoría de un solo intelecto inmortal en todos los hombres, que era expuesta en la época por un grupo de profesores de la Facultad de Artes de la Universidad de París.

El santo mantenía que el Peripatético había sido malinterpretado, pues la teoría de un solo intelecto en todos los hombres era incapaz de explicar las diferentes ideas y vidas intelectuales en las personas. El argumento que combatía provenía de una interpretación de Averroes que termina negando la inmortalidad personal. Si fuera cierta no tendría sentido atribuir responsabilidad moral a los actos voluntarios (De unitate intellectus contra Averroístas).

En consecuencia, el argumento de la inmortalidad personal por el deseo natural estaba dirigido a refutar las interpretaciones averroístas en boga de un solo intelecto inmortal. No obstante, todavía es totalmente plausible poner énfasis que el “deseo natural” del alma como impulso a la conservación de la vida es un indicio (signum) de inmortalidad de carácter personal y privado.

Lima, Salamanca 21 de Julio 2012

TOMÁS DE AQUINO: VERDAD Y LIBERTAD

TOMÁS DE AQUINO: EL HOMBRE ES LIBRE NORMATIVA Y ONTOLÓGICAMENTE
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
 

La teoría del conocimiento de santo Tomás parte de la experiencia sensible de las cosas concretas. Todo lo que existe está entre el intelecto divino y el intelecto humano. Un juicio de los sentidos puede ser verdadero o falso, según corresponda o no con la realidad,  pero su verdad o falsedad no son aprehendidas reflexivamente en el nivel sensible. La verdad está en el juicio del entendimiento y no en el sentido ni en el entendimiento cuando conoce la esencia de la cosa. Verdaderos son los juicios no las percepciones.

La verdad del conocer como adequatio se funda en la verdad del ser y en la realidad suprema de Dios. La verdad lógica es el sentido principal de la verdad, pero no puede concebirse con entera independencia  de la verdad metafísica u ontológica. La posibilidad de la verdad radica en la anterioridad del propio ser, la causa de las verdades es Dios mismo.

Santo Tomás dio importancia a los aspectos apetitivo, volitivo e intelectual de la vida humana. En el conocimiento el cognoscente y lo conocido son uno por asimilación espiritual, sin que deje ser él mismo. Detrás de toda elección está el deseo o amor al bien. Todos los hombres se orientan por esencia hacia el bien en su universalidad, como objeto trascendental. Pero aun cuando todos los hombres desean la felicidad o buscan lo que perfecciona y satisface los deseos de su naturaleza, es preciso reconocer que el supremo bien para todos los hombres es la posesión subjetiva de Dios. El bien real es objetivo, universal y perfecciona al hombre, en cambio el bien aparente es subjetivo, particular y degrada a la persona.

Si ningún bien se presenta de tal forma que la voluntad se vea obligada a elegirlo, ni siquiera Dios, entonces es posible afirmar que la voluntad es libre en relación con los bienes parciales del mundo. Pero no todo acto humano es libre sino sólo aquel que procede de la razón y de la voluntad. El libre albedrío es un acto de la voluntad que resulta de un acto de razón. La voluntad está presente tanto en la libertad de acción como en la libertad de pensamiento.

Dios conoce todos los actos como presentes, por ello no es posible decir que la inteligencia infinita pueda predecir todos los actos humanos, incluso los libres. A esta independencia de la voluntad respecto de cada objeto deseado Kant la llamó libertad en sentido negativo y reservó el nombre de razón práctica a la capacidad de la voluntad de autolegislarse, siendo su sentido positivo de la libertad.
  1.
LA SÍNTESIS COGNITIVA
La teoría del conocimiento del santo parte de la experiencia sensible de las cosas concretas. Se trata de un proceso a posteriori y receptivo. El a priori o lo previo e independiente de la experiencia es el lumen mentis o lumen naturale, como medio o posibilidad formal de que el ente se pueda comprender en su esencia. No se trata de algún a priori de ideas innatas, sino de la espontaneidad del entendimiento agente para el proceso de abstracción del conocimiento de la esencia de los entes concretos individuales. El intelecto humano es una potencia suprema pero al mismo tiempo una tábula rasa, cuya primera etapa es la adquisición de conocimientos en la percepción sensible. Es decir, que el proceso del conocimiento es una proyección del sujeto cognoscente hacia el objeto y un retorno del principio cognoscente a sí mismo (De ver. I, 9).

Aun en el nivel de la vida sensitiva, por ejemplo de un perro, tiene lugar una síntesis de los datos aportados por los sentidos externos. En Santo Tomás la palabra “sentido” no se refiere, por tanto, tan sólo a los cinco sentidos naturales, sino también al lumen mentis o lumen naturale que hace posible la síntesis cognoscitiva. Pero la síntesis requiere distinción y confrontación de datos aportados por los sentidos externos, esta función es desempeñada por el sentido general o sensus comunis. El poder de aprehender hechos se llama la vis aestimativa y el poder para conservar las aprehensiones se denomina la vis memorativa. Toda esta síntesis ocurre en el nivel de la vida sensitiva.

Pero la verdadera síntesis consciente y deliberada es la tiene lugar en el hombre. Aquí acontece algo que trasciende la instintiva vis aestimativa de los animales para tener lugar la vis cogitativa, que implica tanto los sentidos como la razón. Por un lado tenemos los sentidos receptivos, que aprehenden los objetos particulares, por otro tenemos el entendimiento activo, que tiene conceptos universales y aprehende abstrayendo las formas de las cosas. Los universales no tienen existencia fuera de las cosas, siendo el entendimiento activo quien los forma. Primero ilumina el objeto aprehendido, luego abstrae el elemento universal potencial produciendo en el entendimiento pasivo la species impressa. De la reacción del entendimiento pasivo ante esta determinación del entendimiento activo resulta la species expresa o el concepto universal propiamente dicho. La abstracción no está separada de los sentidos u el concepto universal es modificación del entendimiento que conoce una cosa conforme su forma o esencia.

Para el entendimiento no hay pensamientos sin el uso de imágenes o símbolos. Incluso para conocer las cosas inmateriales el entendimiento activo depende de su relación con las cosas materiales. No hay modo de evitar, por más inadecuadas que sea, las imágenes de la experiencia sensible. A través de la imagen comienza la actividad intelectual, pero no se trata de un estímulo transitorio sino de un fundamento permanente del intelecto. Incluso Dios es conocido a través de imágenes en las criaturas, pues las imágenes acompañan siempre nuestro conocimiento. Las cosas inmateriales, a pesar de conocer su existencia por revelación,  son inconcebibles a no ser por analogía con las cosas visibles (In librum Boethii De trinitate 6, 2 ad 5).

De ahí que la verdad se constituye como concordancia entre el intelecto y la cosa: adequatio rei et intellectus. El conocimiento no es verdadero por sí mismo, sino porque concuerda con la realidad. El intelecto cognoscente recibe su medida de las cosas, pero las cosas creadas las han recibido del intelecto cognoscente de Dios. Todo lo que existe está entre el intelecto divino y el intelecto humano. La fundamental posibilidad  del  conocimiento  radica  en  Dios, que da la medida a toda la creación. En razón de su origen el alma intelectual es capaz de concordar con todo ente, por ello el alma es de algún modo todo, quodammodo omnia (S. th. I, 78, 1).

La verdad y la falsedad se predican en primer lugar de los juicios. Un juicio de los sentidos puede ser verdadero o falso, según corresponda o no con la realidad,  pero su verdad o falsedad no son aprehendidas reflexivamente en el nivel sensible. Por eso lo verdadero está en la razón, en la conformidad entre el entendimiento y las cosas. El sentido no conoce la verdad, es decir la relación entre el objeto y lo que ella percibe.

Sólo el entendimiento conoce el objeto inteligible cuando juzga y no cuando conoce la esencia de las cosas. Sólo se puede hablar de verdad únicamente en el juicio, lugar donde se conoce y se dice lo verdadero (ScG I, 59; S. th. I. 16, 2). La verdad está en el juicio del entendimiento y no en el sentido ni en el entendimiento cuando conoce la esencia de la cosa. Verdaderos son los juicios no las percepciones. En definitiva, la adequatio rei et intellectus se da en el juicio.
O la verdad es la verdad de una proposición o es la verdad de una cosa. La teoría de la verdad de Santo Tomás aparece superando tanto el concepto de verdad en su forma lógica como el concepto de verdad en su forma ontológica.  En el Aquinate la verdad aparece como una relación que liga dicha forma lógica con dicho modo ontológico y, por consiguiente, el conocimiento con las cosas.

Este es un aspecto fundamental en su filosofía para entender el realismo metafísico que representa. El Aquinatense sigue al Aristóteles histórico cuando sostiene que lo verdadero y lo falso no se hallan en las cosas, sino en el entendimiento. Pero esto no significa que esté procediendo a una reducción semántica que procura alcanzar un concepto terminista de verdad que no dependa ni del ente como un trascendental ni de los hechos individuales mismos de los cuales se enuncia que son verdaderos. Todo lo contrario, porque la verdad del conocer como adequatio se funda en la verdad del ser y en la realidad suprema de Dios.

De manera que aun fundando la verdad en el entendimiento no deja por esto de seguir entendiendo la verdad como aquello que expresa la realidad del ser. La verdad lógica es el sentido principal de la verdad, pero no puede concebirse con entera independencia  de la verdad metafísica u ontológica, es decir, que las cosas tienen que ser inteligibles para que puedan ser declaradas verdaderas (S. th. I, q. XV, 1).

La posibilidad de la verdad radica en la anterioridad del propio ser, la causa de las verdades es, según San Agustín, Dios mismo. De modo que en el Aquinate la verdad no deja de aparecer como un trascendental, donde el verum se halla en la misma línea del bonum, del unum, del aliquid y de la res.

Sólo porque la verdad puede hallarse en la cosa misma como verdad ontológica puede encontrarse en el intelecto como verdad gnoseológica y en el enunciado como verdad lógica o adecuación entre el juicio y lo juzgado.

 En cambio, desde el idealismo moderno la verdad será definida primordialmente como verdad lógica; porque toda cosa ha sido reducida a contenido de pensamiento, lo verdadero se hallará fundado en el pensamiento mismo y en la inmanencia.
  2.
LA VOLUNTAD
Santo Tomás dio importancia a los aspectos apetitivo, volitivo e intelectual de la vida humana. Exaltó el conocimiento y la reflexión racional hasta otorgarle el título preeminente, al considerar que la posesión cognitiva es superior a la posesión sensitiva, que es un padecimiento, y a la posesión volitiva, que es una tendencia. En el conocimiento el cognoscente y lo conocido son uno por asimilación espiritual, sin que deje ser él mismo. Por este rasgo ha sido llamado pensador “intelectualista” para contraponerlo al “voluntarismo” de Duns Scoto, pero se tratan de caracterizaciones poco precisas debido a que aun cuando el santo admita la primacía del entendimiento sobre la voluntad sin embargo el conocimiento pleno es fruto del amor pleno.

En la determinación trascendental del ens como bonum resulta que todo aspira por naturaleza al bien. En todas las cosas hay una inclinación natural como constitución teleológica que han recibido las cosas de Dios. Ya en la quinta prueba de la existencia de Dios se deduce que Dios dirige todas las cosas a su fin supremo, que es El mismo, en cuanto Sumo Bien. Detrás de toda elección está el deseo o amor al bien (S. th. Ia, 20, 1). Es la voluntad misma la que está dispuesta por su propia naturaleza hacia el bien, y esta inclinación no está sujeta a libre elección. La voluntad hacia el bien es natural y necesaria, y aun cuando sea lo que sea lo que se busque y se desee se lo hace bajo la apariencia de lo bueno (S. th. Ia, IIae, 1, 7).

Todos los hombres se orientan por esencia hacia el bien en su universalidad, como objeto trascendental (S. th. II/II, 82, 1), la meta última y natural del hombre es la felicidad o beatitud. Pero aun cuando todos los hombres desean la felicidad o buscan lo que perfecciona y satisface los deseos de su naturaleza, es preciso reconocer que el supremo bien para todos los hombres es la posesión subjetiva de Dios. Todos los hombres no buscan conscientemente a Dios, si se revelara como El es la voluntad no tendría opción de ir hacia El y dejaría de haber voluntad. La voluntad exige de suyo cierto ocultamiento de Dios, como fundamento de la posibilidad de su búsqueda y deseo. Incluso Dios puede no ser deseado por quien lo concibe como aquel que limita sus deseos e impulsos. Por ello, en esta vida la voluntad no está ligada por necesidad al Bien Supremo. Es una opción desear esta clase particular de bien, pero la voluntad no está obligada a desear un bien particular cualquiera. Puede no desear nada, como es el caso del abúlico. Muchos factores influyen en el deseo de un determinado bien. De modo que lo que se elige como un bien, real o aparente, es en vistas de una felicidad deseada.

La idea que todos los seres humanos buscan necesariamente la felicidad puede parecer un contrasentido ante la contrastación de los hechos empíricos. Incluso en la mente retorcida del asesino en serie, éste busca lo que a él le parece deseable, bueno y llenará las necesidades de su naturaleza. Pero lo que Santo Tomás quiere decir es que el hombre no desea el mal como tal, aun cuando sepa que su acción es mala, sino algo que le parece deseable y bueno aunque se de cuenta que su acción sea moralmente mala. Esto es que el asesino sabe que su acción es objetivamente mala e inmoral pero subjetivamente es buena y deseable para él. El bien real es objetivo, universal y perfecciona al hombre, en cambio el bien aparente es subjetivo, particular   y   degrada   a  la  persona. 

La  drogadicción, narcotráfico, tráfico de seres humanos, prostitución, pornografía adulta e infantil, corrupción administrativa, delincuencia, guerra, terrorismo y otros males no son directamente elegidos como males en sí sino como medios para satisfacer un impulso o deseo en busca de una felicidad. No buscan el mal moral en cuanto tal, ni siquiera el satanista que rinde culto blasfemo y sacrílego al mal, sino que eligen algo que les parece positivo y deseable. Incluso las personas que con su enorme poder económico ven conveniente producir pobreza y desempleo en el mundo, no buscan este mal como un fin en sí, sino como un medio para satisfacer sus fines aparentemente buenos. En este sentido todas las personas anhelan lo que les es conveniente. Pero en esta búsqueda de la felicidad son por lo general víctimas de un bien engañoso que es causante de mayor mal en el mundo.

El Aquinate no estaba ciego ni era ingenuo para negar que las personas puedan hacer mal y desearlo, pero es irrebatible que aun cuando lo hacen la voluntad lo escoge como algo “bueno”. La voluntad no puede elegir sino lo que es bueno, real o aparentemente. Pero este no es todo el significado de su noción de lo “bueno”, la cual se ve precisada en su teoría moral.

 Allí, bueno es lo que perfecciona la naturaleza humana o aquello cuya posesión hace que las potencias del hombre pasen al acto y perfeccionen su naturaleza. La voluntad como impulso natural al bien, escoge sub specie boni, no lleva consigo una concepción explícita del bien objetivo sólo aparentemente, por cuanto sus desarrollos éticos, que veremos adelante, precisan su significado.

  3.
LA LIBERTAD
Si ningún bien se presenta de tal forma que la voluntad se vea obligada a elegirlo, ni siquiera Dios, entonces es posible afirmar que la voluntad es libre en relación con los bienes parciales del mundo. Pero no todo acto humano es libre sino sólo aquel que procede de la razón y de la voluntad. En realidad el actus humanus solamente es propiamente aquel donde la libertad presupone la razón que aprehende la meta y ordena la conducta conforme a ella.  Esta libertad de elección es liberum arbitrium, como fundamento de la responsabilidad moral del hombre (S. th. Ia, IIae, 1, 1). De manera que no todos los actos humanos son libres, los hay condicionados por la necesidad, el hábito, la obligación, la coerción, entre otros, pero toda persona cuerda tiene ocasiones de obrar libremente.

El Aquinate destaca la función de la razón en la libre elección. Llega decir que la elección es un acto de razón, lo que desconcierta dado que la elección estaba asociada mejor con la voluntad que con la razón.  Ciertamente que el acto de elección es un acto materialmente producido por la voluntad, pero formalmente producido por mandato de la razón. La voluntad es la causa material de la elección, mientras que su causa formal es la razón. Por eso es que el análisis tomista de la libertad es sólo aparentemente intelectualista, porque precisando su significado la causa formal de la elección es la razón, pero ésta forma una unidad con la causa material que es la voluntad.

Por ello, básicamente la elección no es un acto de razón sino de la voluntad, porque sin el movimiento del alma hacia el bien elegido de nada valen los actos de razón. La libertad es acto de la potencia apetitiva y es indistinguible de la voluntad (S. th. Ia, IIae, 13, 1). Por ejemplo, el escribir un libro. Puedo todos los días hacer consideraciones sobre la importancia de escribir sobre determinado tema, incluso me puedo llenar de notas y hojas sueltas tras las reflexiones diarias, pero ese libro nunca será verdaderamente escrito hasta que tome la decisión libre y voluntaria de hacerlo. Lo mismo acontece con una declaración de amor. Puedo encontrarme todos los días con la mujer que me atrae y amo, incluso puedo imaginar miles de declaraciones de amor, pero ninguna declaración ocurrirá hasta que no elija libremente realizar el acto concebido. Por ello, el acto de elección es sólo formalmente un acto de la razón pero sustancialmente es un acto de la voluntad.

La libertad es también la facultad por la que el hombre puede juzgar libremente. Pero esto no significa que el juicio no se asocie a la voluntad, porque la libertad de juicio pertenece a lo volitivo (De veritate 24, 6 ad 1). Pues, la libertad está formalmente en el intelecto pero materialmente en la voluntad. El libre albedrío es un acto de la voluntad que resulta de un acto de razón. Se elige entre este o aquel bien particular porque el hombre puede juzgar libremente. Por ejemplo, un hombre o un pueblo pueden ser atados e impedidos de actuar, pueden ser encarcelados, mutilados y torturados, pero, siempre y cuando no se les prive del uso de la razón, no se les podrá privar de la libertad de pensamiento. La voluntad está presente tanto en la libertad de acción como en la libertad de pensamiento.

Es curioso cómo Santo Tomás, en su aguda observación psicológica, asocia la dependencia de las características psíquicas respecto de las condiciones fisiológicas señalando que un fin aparece apetecible al hombre conforme con la cualidad corpórea de éste (S. th. Ia, 83, 1). Pero considera que las pasiones y hábitos adquiridos son inclinaciones sujetas a juicio de razón, por tanto no destruyen la libertad de la voluntad. El acto libre tiene condicionantes pero no determinantes. La teoría tomista de la relación entre la causalidad eficiente divina y los actos humanos libres considera que no es necesario para que haya libertad, que el hombre sea la primera causa de sí mismo y no lo es porque tal primera causa es Dios. Dios es el legislador de la realidad entera, su razón gobierna el universo entero y la ley eterna es el plan de la sabiduría divina que controla todos los actos y movimientos (S. th. I/II, 93, 1). Pero esta Primera causa no quita nada a la autocausalidad del hombre, porque su conocimiento, lo mismo que su ser, se mide por la eternidad en cambio la nuestra se mide por el tiempo (C. G. II, 48).

Lo que acontece en el tiempo está presente a Dios infaliblemente desde la eternidad. Dios conoce todos los actos como presentes, por ello no es posible decir que la inteligencia infinita pueda predecir todos los actos humanos, incluso los libres. La inteligencia infinita de la Primera causa conoce todos los actos como presentes y no anula la autocausalidad del hombre que acontece en el orden del tiempo. La autocausalidad del hombre es su libre arbitrio, es absoluta, autónoma, incondicionada, pero eso no lo vuelve en primera causa de sí mismo porque su ser depende de Dios.

A esta independencia de la voluntad respecto de cada objeto deseado Kant la llamó libertad en sentido negativo y reservó el nombre de razón práctica a la capacidad de la voluntad de autolegislarse, siendo su sentido positivo de la libertad. Esta noción ha quedado como  concepto  clásico  de  autonomía,  pero  la noción tomista abarca no sólo lo normativo sino la condición ontológica de la voluntad humana.
Lima, Salamanca 26 de Julio 2012