domingo, 30 de septiembre de 2012

INMORTALIDAD Y FENÓMENOS PARANORMALES

INMORTALIDAD Y FENÓMENOS PARANORMALES
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Dejad que los muertos entierren a los muertos.
Jesús

 

Por lo pronto surge de manera constante una interrogante ineludible: ¿Son los fenómenos paranormales una prueba o un indicio sobre la inmortalidad del alma?
Ya conocemos que en los libros de epistemología que se llevan en las universidades se enseña a los estudiantes una clasificación positivista donde la parapsicología queda encasillada como una pseudociencia, junto a la homeopatía, la grafología, la astrología e incluso al lado el psicoanálisis, entre otros conocimientos. Si a esto sumamos el hecho que 6 de cada 10 personas han experimentado fenómenos paranormales inexplicables en alguna etapa de su vida, entonces todo esto nos debe llevar a una seria sospecha sobre las limitaciones implícitas en dichas clasificaciones académicas.
Generalmente las ciencias sociales y humanísticas no se someten a la prueba de la metodología científica. O dicho con más rigor: los fenómenos sociales y humanos no se someten al método científico, son áreas donde la objetividad y la validez universal no se presenta de la misma manera que en las ciencias naturales, e incluso la tendencia general es a negar que ofrezcan tales características. En estos terrenos resbaladizos resulta inviable descubrir leyes “puras”, y en esto le va tan mal a la sociología y peor a la historia. De manera que la línea divisoria entre ciencia y pseudociencia no se establece a partir del criterio de significación de las proposiciones, sino a partir del criterio positivista de verificabilidad o refutabilidad.
Con estos criterios no le falta razón, a mi amigo, el profesor sanmarquino Marino Llanos, para sostener, en su libro Epistemología de las Ciencia Sociales (2009), que existe una epistemología de las ciencias naturales pero no una de las ciencias sociales, porque sus conceptos básicos son vagos, polisémicos, ambiguos y carecen de leyes. Sociología, antropología e historia son todavía cuasiciencias. Y mientras los actuales métodos de las ciencias sociales no son sistemas hipotéticos deductivos, ni permitan hacer predicciones de validez universal, el único modelo completo de ciencia lo seguirá siendo el positivismo lógico.
Sin embargo, en tales precarias circunstancias también estarían la medicina, la psicología, la economía y otras más, y de resultas el sistema universitario mundial estaría enseñando entonces, al decir de nuestro amigo, “cuasiciencias”. Es obvio que algo está pasando con el estatus científico del conocimiento humano. La principal observación es que el defecto de base de tal reduccionismo positivista se deriva de la asunción de presupuestos empiristas y estrechamente antimetafísicos. A todas luces una gran parte del conocimiento humano, entre ellas las ciencias sociales, no tienen que ser forzosamente nomotéticas y formular leyes, sino que son tipológicas y como tal establecen tipos de fenómenos. Este criterio tipológico ya fue formulado por Tatarkiewicz.
Yo creo que éste sería el caso de las llamadas pseudociencias y cuasiciencias. Esto a todas luces ampliaría la definición misma de ciencia. La definición tradicional dice que ésta es un conocimiento de leyes que rigen los fenómenos y que son formulados en lo posible en lenguaje matemático. Una definición ampliada de ciencia podría ser: conocimiento de tipos de fenómenos que pueden o no ser formulados en leyes expresadas o no en lenguaje matemático.
Con mucha razón, otro amigo sanmarquino, el profesor de filosofía Miguel Polo, haciendo referencia a los fundamentos filosóficos de la psicología transpersonal de Ken Wilber (2001), destacaba que el sentido de ciencia cambia si la dejamos de reducir al concepto de “ciencia empírica”, pues la cultura moderna sobrevaloró la metodología de las ciencias naturales y la experiencia sensible, y cometió el error categorial reduccionista de subyugar toda la experiencia a experiencia sensorial. 
Una liberación del concepto de experiencia respecto de la experiencia sensorial nos permitiría admitir junto a la experiencia sensible la experiencia espiritual. La primera valiosa para el estudio de la materia y la vida, y la segunda para el abordamiento del alma, de lo religioso y lo metafísico. Claro que esto implica ir a contracorriente de la filosofía contemporánea y aceptar una ontología de las esencias de base realista, donde el primado del ser sobre el conocer es lo prevalente.
Tras esta discusión metodológica sobre la ciencia nos preguntamos: si la parapsicología entra dentro de la descripción  tipológica  de  las  ciencias  y si tras la ampliación del significado de experiencia, acaso ¿lo paranormal no va más allá de la mera experiencia sensible? Si esto es así, entonces lo que nos brinda la parapsicología y los fenómenos paranormales son ¿indicios o verdades? Al parecer son verdades que conciernen a otro tipo de experiencia y cuyo criterio lo veremos en el siguiente capítulo.
Por el momento nos limitaremos a indagar si el fenómeno paranormal brinda una evidencia más sobre la inmortalidad del alma. Veamos, entonces, lo que nos dice el conocido trabajo de Rudolf Tischner, Introducción a la parapsicología (1977). Para Tischner la parapsicología no es alucinación, fraude, sugestión o truco, sino fenómenos verdaderos (parapsíquicos, parafisiológicos y parafísicos) que toda persona culta puede admitir su realidad.
Su tesis es que no se trata de un fenómeno psicofísico sino que es puramente mental, sin relación con el cerebro, en el sentido de una acción extracorporal del alma. Todo lo cual sugiere preguntas sobre un alma universal, sobrehumana, sobre la inmortalidad, la existencia de Dios y se constituye en ciencia sugestiva para la filosofía. Además, dice Tischner, desmentiría la visión mecanicista del universo demostrando la existencia de lo sobrenatural.
Otro libro muy difundido es el que pertenece a Rene Sudre, Tratado de parapsicología (1978), y en donde sostiene que el fenómeno sobrenatural insinúa una fuerza psíquica de origen desconocido. Sus fenómenos son: Mentales (Prosopopesis o cambio brusco de personalidad, telepatía y Metagnomia o conocimiento de algo normalmente inaccesible a la mente) y Fisiológicos (fluido psíquico, telergia, teleplastia y encantamientos). Añade que filosóficamente el espiritismo no logra demostrar la supervivencia del alma invocada, se plantea la naturaleza psíquica de la vida y la posible existencia de un depósito común de conciencia. En suma, cree Sudre, se requiere una nueva metafísica del universo.
Un trabajo más reciente de Paola Giovetti, Ciencias Ocultas (1994), afirma que la parapsicología desmiente la visión racionalista, materialista, cientificista y atea de la vida y del mundo, mostrando la realidad misteriosa de lo sobrenatural en médiums, místicos y personas comunes, así como sobre objetos o lugares. Todo lo cual es un indicio muy fuerte sobre la vida postmortal, la evolución del alma y la realidad de Dios.
La realidad de lo sobrenatural también es admitida por los Evangelios, pero allí el tono es de advertencia, puesto que señala que el diablo es poderoso y se viste de ángel de luz, por lo que puede leer la mente de los hombres y hacerles creer que se comunican con las almas de sus familiares. La sagrada escritura es clara, por lo demás, en lo que se refiere a la realidad del alma.
Así el apóstol Pablo escribió: “Esto empero digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; ni la corrupción hereda la incorrupción. He aquí, os digo un misterio: Todos ciertamente no dormiremos, mas todos seremos transformados. En un momento, en un abrir de ojo, á la final trompeta; porque será tocada la trompeta, y los muertos serán levantados sin corrupción, y nosotros seremos transformados. Porque es menester que esto corruptible sea vestido de incorrupción, y esto mortal sea vestido de inmortalidad. Y cuando esto corruptible fuere vestido de incorrupción, y esto mortal fuere vestido de inmortalidad, entonces se efectuará la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte con victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y la potencia del pecado, la ley.” (Corintios 13: 50-55). Alma y cuerpo no se distinguen en la Biblia tal como se diferencian en la filosofía griega. El alma es presentada como aquello que los seres humanos no pueden dar muerte: “No temáis a los que matan el cuerpo pero el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt. 10: 28)
Ahora bien, los autores arriba mencionados siguen en realidad los estudios del famoso y reconocido parapsicólogo estadounidense Joseph Banks Rhine, célebre por sus investigaciones y fundador en 1964 de la Foundation for Research into the Nature of Man y del Institute for Parapsychology. Ejemplo que fue seguido por organismos privados y en universidades otros países (Holanda, Alemania, Rusia, Inglaterra, etc.). Rhine admite que los resultados tangibles son muy imprecisos debido a un problema metodológico importante como es su fundamento científico. Pero también en este terreno marcaron la pauta las investigaciones de tres filósofos célebres como William James, Gabriel Marcel y Henry Bergson.
James, cuyo pragmatismo le hacen pensar que las creencias religiosas deben ser tenidas por verdaderas si procuran un beneficio moral, admite un depósito universal de conciencia y no identifica los estados de conciencia con la actividad cerebral (Véase, Los principios de la psicología).
Marcel en su Diario metafísico (1927) profundiza en el tema de la muerte del ser amado dentro del misterio ontológico de la experiencias mística, se pregunta si la muerte es una desencarnación e investiga la experiencia de los espíritus. Y en su Homo Viator (1944) escribirá que la esperanza es esperanza del más allá, o de la salvación.
Bergson en su obra La energía espiritual, cuyas conclusiones últimas van más allá de la evolución creadora y donde la conciencia desborda lo cerebral, hace posible la supervivencia del alma y los fenómenos paranormales.
Al hablar de “Espectros de vivientes y pesquisas psíquicas” afirma que las cosas del espíritu no se prestan a la medida y lo cerebral no es equivalente a lo mental, pues la conciencia o lo mental desborda al organismo hasta tal punto que la supervivencia deviene tan probable que la carga de la prueba recae sobre aquel que la niegue. Todos estos filósofos subrayan que la metapsíquica no puede ser confundida con el espiritismo y que la realidad de los fenómenos del universo no se reduce al encadenamiento riguroso.
La investigación metapsíquica es muy antigua pero sólo desde el siglo XVIII ha habido un estudio atento de estos fenómenos. Según Charles Richet su historia puede dividirse en cuatro periodos: periodo mítico (hasta Mesmer, 1778), periodo magnético (de Mesmer a los hermanos Fox, 1847), periodo espiritista (de los hermanos Fox a William Crookes, 1847-1872). La época de Richet daría comienzo a un quinto periodo, el periodo clásico (1872-1922). Rhine representaría un sexto periodo, el periodo científico (1922-1954). En la actualidad estamos viviendo el sexto periodo, el periodo de las neurociencias.
El neuropsicólogo cubano Rolando Santana desde 1993 viene intentando la explicación de los poderes paranormales a través del estudio del cerebro con el objetivo de dilucidar cómo funciona el cerebro humano en el momento se que se producen  estas  manifestaciones.  La  determinación  de  las diferentes áreas del cerebro en la actividad mental paranormal reveló desórdenes en la actividad cognitiva, alteraciones en la actividad eléctrica cortical y presencia de ondas lentas en zonas posteriores del cerebro. Todo lo cual lleva a concluir que los poderes extrasensoriales se producen por un funcionamiento más lento de la corteza cerebral. El origen es esta aptitudes es aun desconocido, pero científicos rusos afirman que las zonas subcorticales del cerebro reciben constantemente influencia telepática del ambiente de manera inconsciente.
Pero aun falta mucho para explicar la enorme gama de fenómenos paranormales que se presentan, entre ellos la aparición de fantasmas.
Son conocidos muchísimos casos en que personas que acaban de morir son vistas por amigos y familiares a muchos kilómetros de distancia. ¿Es su alma lo que se ha visto, o una proyección postrera de origen desconocido de la conciencia del difunto? La pregunta crucial es si se refiere a posibles comunicaciones con personas desencarnadas o si es el cerebro el que genera o transmite la imagen fantasmal. Los espiritualistas creen en lo primero, los materialistas ortodoxos asumen lo segundo. El debate continúa abierto.
No obstante, ¿no dicen los fenómenos paranormales algo positivo sobre la inmortalidad del alma? En estado de vigilia todos somos conscientes y tenemos la certidumbre de cuatro cosas: 1. Que estamos vivos, 2. Que estamos conscientes de estarlo, 3. Que no viviremos para siempre y 4. Y que la muerte es inevitable. ¿Pero acaso los atributos de conciencia del yo, conciencia del cuerpo y conciencia de la muerte estrechan todo lo que nos dice la conciencia? La experiencia paranormal dice que no, y que más bien existe un quinto ámbito del que podemos ser consciente y tener certidumbre; 5. Que después de la muerte se sobrevive. A esto que sobrevive se le llama “alma”.
Desde esta vida se puede ser consciente de su identidad postmortal, aun cuando el hecho de las comunicaciones desencarnadas no sean frecuentes ni repetibles. Lo cual significa que el alma sobrevive cuando deja de existir la conexión entre la mente y el cerebro. Además, por fuerza habría que suponer que el alma es algo que la teoría evolucionista no puede explicar, puesto que sería directamente creada por Dios para unirse al cuerpo.
Por lo demás, esto no es sorprendente en lo que al evolucionismo se refiere puesto que como teoría explicativa es terriblemente débil y no suministra explicación plena de nada de lo que se genera en el curso de la evolución.
Es muy probable que la mente autoconsciente sea producto del cerebro, pero si sobrevive algo llamado “alma” querría decir, entonces, que la base material sólo hace posible sus manifestaciones más no su existencia misma. Esto nos lleva directamente a suponer un origen sobrenatural del alma, su principio no sería genético y requeriría la conjetura de un inicio independiente, que se asocia al cerebro y maneja mi mente.
Jankélévitch (La muerte, 1966) dice que el “Yo muero” es una aporía porque la persona sólo se lo puede decir en futuro. En esto sigue a la corriente de pensamiento que ha destacado la imposibilidad de «vivir» la propia muerte, tema en el que también se habían destacado las opiniones de los epicúreos («cuando la muerte es, nosotros no somos: cuando nosotros somos, la muerte no es»), de Kant -que en su Antropología señalaba también con plena claridad la imposibilidad de concebir la propia muerte, la opinión de Freud y la de Wittgenstein («la muerte no es un evento de la vida, no se vive la muerte»). Freud considera que, además de la pulsión de vida (Eros), la pulsión de muerte (Tanatos) -que se manifiesta por el carácter repetitivo de los instintos- es un elemento básico de la estructura de la psique humana, y el conflicto entre estos dos principios es un elemento constitutivo de la civilización.
Pero esta corriente que piensa que «no se puede vivir la propia muerte» no toma en cuenta las resurrecciones clínicas, ni los retornos a la vida, menos aun las misteriosas capacidades de la mente para predecir el futuro y el sentido religioso de la misma. Además, si tenemos en cuenta el sentido unamuniano del carácter agónico del vivir, entonces tenemos que admitir que el “Yo muero” no sólo se lo puede decir en futuro, sino también en presente. Para decirlo más claro en lenguaje orteguiano: la vida auténtica implica conocer y asumir nuestra “circunstancia”, en la cual vivir el desvivir se convierte en una agonía permanente que nos acerca a cada instante del presente a la muerte futura.
No obstante, restringir el “Yo muero” al futuro es también olvidar la diferencia que existe entre la muerte carnal y la muerte espiritual. Pablo escribe: “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Col 2:13). Pues se puede estar vivo en esta vida y sin embargo muerto para el espíritu, esto es, se puede estar vivo para la carne y, sin embargo, muerto para el alma. El Evangelio nos dice que en esta vida hay que morir para la carne para estar vivo para el espíritu. Por tanto, el “Yo muero” tiene una más profunda significación en una dimensión religiosa, la cual implica el presente y no el futuro, dado que la conversión de nuestra vida se ha de realizar en este mundo y no en el otro. Y es tan importante esta connotación presente del “Yo muero” para la carne que decide la vida postmortal para toda la eternidad.
Para las doctrinas dualistas y religiosas la muerte no es vista como negación radical de la vida, lo que muere es sólo el cuerpo y por ello la muerte es solamente un «tránsito» hacia otra forma de vida. Es decir, tratan la muerte dentro de la teorización de la resurrección. A su vez, la resurrección también ha sido entendida históricamente de diversas maneras.
Así, algunas creencias sostienen las reencarnaciones sucesivas, la transmigración de las almas o metempsícosis. Generalmente, estas creencias son solidarias de una concepción cíclica del tiempo. Otras doctrinas, en cambio, vinculadas a una concepción lineal del tiempo, como la cristiana, por ejemplo, sostienen una única resurrección.
En cambio, desde el monismo psicofísico idealista de Hegel la muerte es la negación de la no adecuación entre lo universal y lo singular, de manera que lo singular se disuelve en lo universal, asemejándose en esto a posiciones de tipo panteísta que también consideran la muerte como la disolución del individuo en la totalidad, y conciben la vida humana como momento en el continuo latido del cosmos.
Por otra parte, desde el monismo materialista la muerte es concebida como disgregación del organismo, de forma que se niega toda inmortalidad personal. Por su lado, la consideración actual de la muerte como fin de la actividad cerebral parte del supuesto filosófico de considerar que es la actividad cerebral la que determina la característica específicamente humana, razón por la cual, en su ausencia, aunque no haya cesado la actividad cardiorespiratoria, se está en presencia de una vida no humana. Sin vida cerebral no hay vida humana y la eutanasia es posible. No obstante, no hay acuerdo sobre esta cuestión, puesto que parte de presupuestos filosóficos dudosos, por lo que es uno de los debates centrales de la bioética y del cual depende si es lícito o no el derecho a una buena muerte. Pero el tema ético fundamental que plantea la muerte es el del derecho a una«buena muerte»,
Como vemos, la relación del alma con la muerte nos descubre desde la posición agnóstica (no se puede vivir la propia muerte), resurrectiva (muerte como tránsito a otra vida), panteísta (muerte como disolución de lo individual en la totalidad) y materialista (muerte como disolución completa de la persona). De todas ellas, sólo la resurrectiva permite afirmar plenamente la existencia del alma inmortal.
Ahora bien, los fenómenos paranormales son o pretenden ser en gran medida un contacto no sólo con lo extrasensorial, sino con el mundo de los muertos. Es pues, también, una experiencia con los muertos. En templos paganos hindú, confuciano, zulú e indios americanos se practicaba la comunicación con los muertos, práctica espiritista común en el mundo antiguo. Se creía que el espíritu de los antepasados iba al inframundo y la comunicación se hacia a través de ruegos, oráculos, etc.
En este sentido arrojan luz sobre el problema de la inmortalidad del alma, pero sobre todo, aluden a una dimensión que nos trasciende, abarca y sobrepasa, esto es, lo espiritual. Son prodigios que trascienden la mente individual y la vida mortal, y constituyen un testimonio del carácter real de un mundo invisible y paralelo, que es científicamente incomprensible aunque espiritualmente manifiesto.
Lima, 30 de setiembre 2012