miércoles, 23 de enero de 2013

KANT GASTRONÓMICO

KANT GASTRONÓMICO
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Resultado de imagen para kant comiendo

Kant presenta en su Crítica del Juicio su división de las bellas artes tomando en cuenta la comunicación de conceptos y sensaciones. Así se tiene: Artes de la Palabra (Oratoria y Poesía). Artes de la forma (Plástica y Pintura). Y Artes del bello juego de las sensaciones (Música y arte de los colores). Pero no tiene presente el arte de los sabores, el arte culinario, es decir, la cocina. Cómo acontece esto en un comensal tan escrupuloso como Kant. Aquí hay un misterio.
Se ha dicho hasta la saciedad que Platón, Aristóteles y Kant se reparten la humanidad. Ya Kuno Fischer ha subrayado que su sistema tiene muy poco en común con los anteriores. A través de sus discípulos Borowski, Jachmann y Wasianski, así como de la biografía más completa presentada por Schubert se conoce que el filósofo era ordenado hasta en los detalles más nimios de su vida, probo, recto, exacto, puntual, económico e independiente. Y entre sus placeres privados tenía un lugar muy importante la comida y la agradable conversación. El Perú gastronómico de los últimos tiempos haría bien en hacer acompañar nuestra deleitosa comida con la agradable tertulia. Pero lamentablemente ello no ocurre porque falta cultura y educación en la mayor parte de su población. Lo cual no es culpa de ésta, sino del Estado que abandonó por décadas la inversión en este sector tan neurálgico
Immanuel Kant (1724-1804), el fundador de la filosofía crítica hizo girar su pensamiento en torno a un solo problema: el del conocimiento. No obstante, disfrutaba de la buena mesa, tenía buenos amigos y se complacía mucho de las gratas e intrascendentes conversaciones mantenidas con el puñado de comensales que congregaba muy a menudo en su propia casa. Lo que recuerda que el Perú en estos últimos años vive un boom gastronómico, que ha prestigiado internacionalmente nuestro variado y contundente puchero. Por todo lo cual, sería interesante explorar qué pensaba Kant de las exquisiteces de la mesa.
La constitución de su propia filosofía se edificó sobre la base del triunfo de la ciencia analítica newtoniana, la polémica Leibniz-Newton, el rechazo de la metafísica deductiva gracias a Crusius y Newton, la influencia escéptica de Rousseau, el influjo de Lambert y Leibniz en su giro epistemológico de la idealidad crítica, las críticas de Mendelssohn, Sulzer y Lambert que le ayudaron a su planteamiento y la demoledora críticos de Hume a la idea de causalidad.
Volvamos a sus comidas. En torno a su mesa, siempre humedecida por bienhechores vinos, que cada invitado podía escanciar individualmente, nunca encontraban asiento menos personas que las gracias (tres) ni más que las musas (nueve), incluyendo al anfitrión, quien nunca consentía que sus contertulios abordaran problemas serios y filosóficos, amenizando esas reuniones charlando con gran conocimiento de causa sobre cualquier otro tema trivial.
Por nuestra parte, en cuestiones de comida el peruano no tiene a priori, sino puro a posteriori. Quintiliano ya había dicho: “No vivo para comer, como para vivir”. Sin embargo, entre los peruanos, como siempre, la ley de la naturaleza y de la historia sigue su propio curso, y en nuestro solar llevamos perpetuamente la garganta seca y el buche vacío. Si hasta se dice que el Santo Oficio criollo, a nadie penitenciaba sin antes haber merendado como Dios manda. Devorar, engullir, consumir, sin abalorios ni pergaminos, es el santo y seña que desde hogaño sermonea nuestra ventral constitución a posteriori.
Kant preocupado por las acusaciones de idealismo emprenderá correcciones en el criticismo teórico. La síntesis, la imaginación y la apercepción queda reemplazada por el principio objetivante del juicio, donde las categorías son funciones del acto judicativo (la primera edición de la Crítica de la Razón Pura fue en 1781, la segunda fue en 1787). En 1787 con la Crítica de la Razón Práctica (CRPr) y en 1790 con la Crítica del Juicio (CJ) se examina la razón pura en todos los órdenes del conocimiento a priori, donde se reconoce el substrato suprasensible del orden fenoménico.
En sus comidas todo se hallaba concienzudamente calculado de antemano para la armonía de los comensales, los platos, las invitaciones, la conversación. Pero es que el pensador del imperativo categórico dejó también escrito que “el acto de vivir bien que mejor parece concordar con la verdadera humanidad es una buena comida en buena compañía” (Antropología, 1798).
No hay duda de que la comida peruana ofrece una variedad de platillos asombrosa, cada una tan propia y deleitosa que el comensal no sabe por dónde iniciar ni por cuál acabar. Con razón ha sido calificada como una de las mejores del mundo por su originalidad, aroma y sabor. Sólo que es indigesta, por ser un petardo de carbohidratos, causa dolores de tripa y resulta poco saludable para el que sufre de gula. Aunque sí creo que el joven escritor Iván Tahys tiene razón en que resulta un grave defecto si nuestra gastronomía es la única manera de identificarnos. No hay que ser muy avisado para darse cuenta de que los intelectuales lejos de convertirse en enemigos anacoretas de la olla y arremeter contra estofados, ceviches y escabeches, cumplen mejor faena que Manolete cuando contribuyen a espiritualizar el sano alimento. No hace falta ser estadístico ni dietista para advertir que poco sentido tiene tanto bombo gastronómico en un país con un 50% de la población mal alimentada y desnutrida, anémica y con déficit vitamínico, por vivir en condiciones de pobreza extrema. Ser grueso y gordo no significa estar bien alimentado y eso está muy generalizado entre los peruanos. Las cifras oficiales están a la vista. Un 50% de escolares y madres gestantes sufren de anemia. De modo que un intelectual tiene mucho que decir, en este sentido, sobre el boom gastronómico en un país con pobreza y desnutrición; en vez de emprendérselas frustradamente contra el divino alimento.
Kant no cede ante el escepticismo humeano ni ante el racionalismo wolffiano, pero los ataques demoledores de los criticistas heterodoxos (Reinhold, Beck, Fichte), así como del naciente idealismo romántico hacen que Kant evolucione hacia una idealización creciente al estilo del idealismo romántico fichteano. Su inacabado y heterogéneo Opus Postumum así lo testimonia. Ya Félix Duque ha insistido que esos textos más desparramados que un rosario, representan una revisión de los pilares de su filosofía trascendental: el estatuto del espacio y el tiempo, la auto-afección y autoposición del sujeto y la consideración de la cosa en sí de dabile a cogitabile. En buena cuenta, lo que Kant reivindica en el OP es que el sujeto sólo conoce lo que ha hecho él mismo, la experiencia es una construcción de la razón. Justo lo que acontece en la cocina: probamos lo que hemos combinado en el bendito platillo.
Vleeschauwer (La evolución del pensamiento kantiano, UNAM, 1962, p. 181) tenía razón al sostener que en esta obra la función cognoscitiva no sólo se extiende a la forma general del objeto, sino también a las formas más particulares y determinadas de los objetos conocidos. Es decir, la razón ahora construye también la esencia material del objeto. Todo un exceso en la línea del idealismo subjetivo. El acceso a lo suprasensible se da por fin pero no a través de un retroceso hacia la metafísica dogmática, sino, por una asunción del idealismo subjetivo, según la cual la materia, las cosas y el mundo son engendradas por el yo. A la luz de esto su última evolución es hacia el idealismo romántico, y no como dice Adickes que sólo en la terminología está unido a los apóstatas. Pues en el OP el yo es espontáneo absolutamente, y desplegando un aparato fichteano dirá Kant que en el acto del yo se genera el espacio-tiempo. El yo pone todo el contenido de la experiencia interna y externa. Si la CRP no tiene una teoría de lo trascendente el OP sí lo tiene, sólo la materia queda fuera del espíritu, es un dato inasimilable o está referida a un mundo trascendente. Una misma cosa son la cosa en sí y el fenómeno. Simplemente son dos maneras de representar el objeto. Fueron las críticas por parte del idealismo romántico las que hacen que Kant se vea impulsado a apartarse de la cosa en sí como noúmeno y asumirla, más bien, como un cogitabile antes que un dabile.
Kant era disciplinado y riguroso, pero conocía que el azar y el desorden eran inevitables, aunque corregibles. Cierta vez en clase no podía concentrarse porque un alumno tenía el botón de su chaqueta por caerse, y no aguantando más le dijo: “Por favor, retírese y vuelva con ese botón bien puesto”. Así era Kant, necesitaba el orden interno y externo para su concentración. Cuentan sus biógrafos que Kant se cambió varias veces de domicilio debido a que no toleraba la perturbación de su meditación por las campanas de la Iglesia, la música del vecino e incluso un molesto árbol que tapaba su ventana. La regularidad no era anecdótica en él sino rasgo esencial de su carácter flemático apegado a la norma y a la costumbre. Norma y costumbre que imponía a sus comensales en todas sus comidas
Se cuenta que en la Batalla de Ayacucho bastaron sesenta minutos para consumar la Independencia de América. Cree Usted, acaso, que deba ser menos el tiempo que el peruano dedica a la comida. De ninguna manera. Ya decía Francisco de Quevedo: el rico come, el pobre se alimenta. Pero en la tierra de los incas sucede al revés: el rico se alimenta y el pobre come. Efectivamente, llevamos un hambre de siglos y una sed de milenios. Jugarse aquí con la comida es peor que quitarle a un can su hueso. En este serio sacerdocio nacional estaría pensando Manuel González Prada cuando escribió en Horas de Lucha su artículo “Come y calla”. “Se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia”, se decía en los tiempos de anarquía de 1835.
Ahora, con la moda de la democracia, andamos más apaciguados y en vez de metáforas necrófilas con la comida, preferimos las metáforas estéticas: hermoso, exquisito, bello, sublime, hasta divino (a lo que ha decaído el Santo Cielo al verse representado por un platillo nacional), y adjetivos por el estilo. La verdad es que la gastronomía peruana se remonta a tiempos precolombinos y, para rabia de indigenistas afiebrados, ha sido enriquecida con el mestizaje cultural (español, morisco, africana, subsahariana, francesa, china, japonesa e italiana). Nos gusta asimilar el acerbo cultural culinario de otros rincones del mundo. Ah sí, en cuestiones de comida nadie aquí critica el anatopismo, al contrario, es bienvenido. Ni el filósofo peruanista y católico Víctor Andrés Belaunde, cuyo buen apetito era bien conocido, se hubiese quejado.                                 
Se puede definir estéticamente a Kant como caracterizado por un entusiasmo sublime, porque su carácter es una tensión de las fuerzas por ideas que dan al espíritu una impulsión que opera mucho más fuerte y duraderamente que el esfuerzo por medio de representaciones sensibles. Si la emoción es ciega en la elección de su fin, en cambio, el espíritu que con entusiasmo sigue enérgicamente sus principios inmutables es sublime. Así era Kant, sublime, de espíritu noble y digno de admiración. Nada más alejado de la verdad que imaginar a un Kant arisco y misántropo. Kant era todo lo contrario: sociable, de finos modales y buen conversador.
En su Crítica del Juicio distingue con precisión el Arte agradable del Arte bello. Arte agradable corresponde al que tiene por fin el goce: conversaciones entretenidas de sobremesa y juegos. Mientras que el Arte bello es la obra con una finalidad sin fin y que fomenta la cultura del espíritu. Kant apreció mucho el Arte agradable, pero se apartó de ello ante la titánica tarea de desarrollar su sistema trascendental. Y lo cumplió. Sólo mantuvo comidas en su casa con un número bien determinado de amigos y todo siempre cuidadosamente organizado.
Su gusto por las charlas intrascendentes, pero nunca vulgares, su exactitud en los paseos, el número de comensales y su elección del buen vino, nos revela armoniosamente cómo hasta en los caracteres más reflexivos, exactos y precisos del hombre de principios, está presente el buen gusto, el carácter animoso y el sentido de humor. Kant como flemático puro, era calmo, reposado, puntual, frío y preciso, con tendencias a las manías, automatismo e inflexibilidad -según algunos testimonios de Borowski, Jachmann y Wasianski- pero felizmente su vida tranquila conservó en él sus mejores características.
Entonces y ante todo lo anterior nos preguntamos: ¿clasificó Kant, como buen comensal, la culinaria como un arte? Cuando Kant presenta en su Crítica del Juicio su división de las bellas artes toma en cuenta la comunicación de conceptos y sensaciones. Así se tiene: Artes de la Palabra (Oratoria y Poesía). Artes de la forma (Plástica y Pintura). Y Artes del bello juego de las sensaciones (Música y arte de los colores o pintura). No toma en cuenta el arte de los sabores, el arte culinario, es decir, la cocina. Aquí hay un misterio. Cómo pudo descuidarlo una mente tan analítica y que tanto gozaba de una buena mesa. ¿No hay espacio, acaso, en Kant para el arte culinario?
Para Kant Arte Bello es aquello que es conforme a la contemplación, brinda placer cultural y dispone el espíritu a las ideas. En cambio, el Arte Agradable es aquello que es conforme al juego de las sensaciones, es materia de la sensación, trata solamente del goce y no deja nada en la idea. Es por ello que Kant no incluye a la culinaria como Arte Bello, pero sí deja espacio para incluirlo como Arte Agradable. En otras palabras, la culinaria corresponde al Arte Agradable y no al Arte Bello porque pertenece al mero goce sensorial, sin contemplación y genio, sino solamente ingenio. Claro, lo que sucede es que ahora, en plena decadencia cultural, las cosas andan mezcladas y confusas. Pero asi no era al principio de la modernidad. No siempre la antropologización del mundo ha significado inmanentismo y declive cultural. Por lo demás, desde que irrumpe el espíritu en la historia con la simple industria lítica y la percepción de lo numinoso, comienza la antropologización en la cultura. Prácticamente, cultura es antropologización del mundo. Pero el Renacimiento del cuatrocientos, a diferencia del trescientos, es una acentuación especial del sentimiento de humanidad en tensión con lo divino. Ese renacimiento del cosmos en torno al hombre se deja apreciar en las obras de un Leonardo, Durero, Miguel Ángel, Tiziano, Rubens, Rembrandt, Petrarca, Shakespeare. El impacto sobre el pensamiento de la revolución científica en el dieciséis y diecisiete será decisivo para la entronización sui generis del antropologismo moderno. Y la revolución copernicana de Kant con su principio “el ser es posición”, cerrará y abrirá la primera y segunda etapa de la modernidad, donde el hombre dicta el ser a las cosas. La Naturaleza, como región del ser que nos obedece, no podía ser nuestro Dios. Ello aunado al triunfo del positivismo materialista y ateo, llevaría a la consolidación del hombre deus o deus in terris. Lo que llevará al paroxismo de la voluntad de poderío con Nietzsche. Lo que vendrá después, con el influjo mucho mayor del progreso científico-técnico, será la deshumanización del hombre y la destrucción de la naturaleza por abusar el mismo hombre de su desmesurado poder. Ahora, en el final de la cultura burguesa, el hombre siente que rige la Creación. Pero lo que todavía no entiende es que su enorme poder sobre la Naturaleza la tiene que compartir con el Creador. De aquí a especular sobre un universo de origen cuántico, sin Dios y autogenerado –como lo hace S. Hawking- no hay más que pequeño paso. En ese desorbitamiento de la razón moderna, que se puede caracterizar como abuso orgiástico de los misterios de la Naturaleza, no es extraño pensar que esa iniquidad descarriada del poder humano se relacione con el otorgamiento de doctorados Honoris Causa a los cocineros del buen puchero nacional.
Esto de que no hay genio en la culinaria sino tan sólo ingenio, quizá pueda molestar a algunos cocineros peruanos que han sido altamente distinguidos por varias universidades peruanas – ¡tenía que ser! - con sendos doctorados Honoris Causa y se han creído el cuento de que hay genio en la culinaria. Ahora se entiende por qué actualmente hay más de ochenta mil jóvenes estudiando gastronomía. No creo que la gastronomía sea una actividad innoble, sino todo lo contrario, pero de ahí a conferirle un doctorado, entonces me hace pensar en los buenos jardineros, zapateros, carpinteros, domadores de fieras, magos, ¡hasta rectores universitarios que saben eternizarse en el cargo!, entre otros. ¡Acaso, no se merecen un doctorado honoris causa! Pues, no. Obviamente que en el mundo de los ciegos el tuerto es rey. Y así acontece en la actualidad, especialmente en el Perú, porque –y en esto, solamente, tiene razón nuestro Nobel Mario Vargas Llosa- ya no hay alta cultura y al chusco espectáculo o al entretenimiento beodo se le denomina cultura. En un mundo frivolizado no es raro, entonces, que esto suceda. El arte bello, dice Kant, es producto del genio. El arte agradable es producto del ingenio. O sea, en un sentido absolutamente objetivo y nada peyorativo, en la cocina no hay genios, sino ingenios. Primero, porque la culinaria es un arte agradable al goce de los sentidos, en este caso los del paladar, y no a la imaginación y contemplación como el arte bello. Segundo, porque actúa sobre el sentido más sensorial y menos intelectivo, el de los sabores. Y tercero, porque está dirigido al goce corporal y no al goce espiritual. Si el genio es un don natural de un sujeto en el libre uso de sus facultades de conocer, el ingenio es un don natural en el libre uso de sus facultades de sentir (sabores y olores, por ejemplo). El genio tiene gusto espiritual, el ingenio gusto sensorial. El genio rompe la norma, el ingenio la sigue.
En este sentido, admito que mi abuelita trujillana tenía mucho ingenio en su proverbial y colorida repostería norteña. Lo que sucede es que actualmente el peruano favorecido por el crecimiento económico tiene más desarrollado el vientre que las comunicaciones neuronales. Hechizados por la fantasía mercadólatra posmoderna y la sociedad de la sensación andamos urgidos de una revolución somatotónica que nos reviva hacia lo cerebrotónico. Lo cual a la vecina le suena siempre a cocinería y a caldo de cabeza de pescado. No, no. Lo que nos hace falta es labrar nuestro espíritu, nuestro ideal, nuestra razón. Y el alimento del alma lo hemos olvidado por el alimento del cuerpo. Se nos engrosa la epidermis, pero se nos enflaquece el bulbo encéfalo raquídeo. No nos hacen falta más platillos culinarios, nos hacen falta ideas, pensadores. Nos sobran ingeniosos chefs y chefsitos, pero tenemos un atroz déficit de genios. Nuestra identidad neurótica ha variado: la fracasofilia y exitofobia ya no es material sino espiritual.
A Kant le repele todo aquello con visos de pompa, no tenía manía de honores. Por eso prefiere las artes que hablan en silencio a los ojos o el arte por la forma (pintura, escultura, arquitectura) o por la palabra (como la Poesía, pero no la Oratoria, porque la ve como arte insidioso que mueve a los hombres como máquinas), porque elevan desde los sentidos hasta las ideas. En cambio, las artes que hablan por el sonido (música) o los olores (perfumería y cocina) tienen cierta falta de urbanidad, son invasivas y perjudican la libertad porque su sonido y olor invaden la libertad ajena contra la voluntad. Entonces ¿cómo sería un restaurante kantiano? con mucha ventilación, para evitar que los comensales se perjudiquen con los olores de los otros platillos. Con hermosas pinturas de los grandes maestros. Nada de televisores, ni música estridente. Y con mucho espacio entre mesa y mesa. ¡Qué gran diferencia con los restoranes incluso de lujo de hoy en día!
Finalmente, Kant era un gran degustador de platillos, y nadie como él reflexionó sobre lo atinado que era decir de una buena comida que era “agradable” en vez de decir “excelente”, “sublime” o “bello”. Lo excelente es una virtud moral, lo sublime es un sentimiento de lo inmensamente poderoso y lo bello es un sentimiento estético. En cambio, lo agradable es un sentimiento asociado al goce de los sentidos que corresponde a la culinaria entendida dentro de las artes agradables. Otras artes agradables son: la música, la buena conversación, el sentido de humor y los juegos. Con mucha gracia Kant llama mentecatos –como aquellos doctorados honoris causa- tanto al genio sin gusto, al gusto sin genio y al que quiere distinguirse sin espíritu. Sin embargo, es muy común exclamar después de degustar una agradable comida: “magnífico”, “soberbio”, “estupendo”, etc. Y es que, según Kant, el Juicio estético enseña a encontrar en lo sensible y en el arte de lo agradable, satisfacciones no sensibles. Y eso lo hace por medio de la analogía. Así que no nos cohibamos para decir que el rocoto relleno, la papa rellena o el lomo saltado, tiene un aspecto alegre y risueño, junto con una fragancia soberbia, amén de un sabor tierno e inocente.
Pero el Juicio estético no es un Juicio determinante, sino un Juicio reflexionante. Esa diferencia entre Juicio determinante y Juicio reflexionante es un nuevo descubrimiento que aporta la Crítica del Juicio. Un juicio determinante es aquella que se formula al juzgar un objeto a partir de algo conocido previamente, conocimiento propio de cada sujeto. Un juicio reflexionante es aquella actividad que consiste en reflexionar ante un fenómeno dado. Ejuicio reflexionante no tiene un conocimiento previo, requiere de presteza mental para precisar el fenómeno, recurriendo a la creación de ideas y expectativas individuales. Ahora dentro del juicio reflexionante Kant realiza otra división: distingue el “juicio teleológico” y el “juicio estético”. Mientras el "juicio teleológico" tienen una finalidad de reflexión sobre la naturaleza, para buscar una ley dentro de la libertad de la propia naturaleza; el “juicio estético” no tiene finalidad específica, simplemente crea en el sujeto sensaciones con sólo su mera presencia, creando nuevas maneras de relacionarse con el objeto. Dentro del “juicio estético aparece “lo bello” y “lo sublime”. Y en definitiva qué sería un juicio gastronómico. Me inclino a pensar que sería un hibrido propio de las artes agradables, o sea un juicio reflexionante estético, porque en la culinaria se busca crear nuevas maneras de relacionarse con el objeto; y un juicio determinante porque se juzga a un objeto a partir de algo conocido. Lo agradable es un sentimiento asociado al goce de los sentidos que corresponde a la culinaria entendida dentro de las artes agradables, las cuales en sus juicios implican un hibrido entre lo determinante y lo reflexionante.
Que la gastronomía contenga una experiencia estética es incuestionable, porque no llegamos a ningún concepto particular, lo único que se persigue es el placer degustativo sensible, la actitud no es dominadora, sino que dejamos al ser del objeto en su singularidad y nos mantenemos en el libre juego de la síntesis imaginativa, dentro de la recreación en un placer donde se contempla el sabor. En la culinaria no hay finalidad objetiva formal, sino finalidad objetiva real o material. Mientras el juicio teleológico pertenece a la parte teórica de la filosofía, el juicio estético es propio de su parte práctico-contemplativa. En la culinaria hay autonomía configuradora, pero se trata de finalidades externas –como en la industria humana- y no de finalidades internas. La causa final de un delicioso platillo ha de provenir de fuera, del chef. Su todo orgánico finito organizado en un cuerpo proviene de una acción teleológica externa. No es como la naturaleza que tiene su realidad a partir  de sí misma (Schelling, Prigogine). O sea, en su preparación hay juicio teleológico, en su degustación hay juicio estético, y en su apreciación hay un juicio determinante.  
Ahora bien, la desmesurada importancia cultural que ha cobrado la gastronomía en el mundo también se relaciona con el hecho de que el hombre actual se ha vuelto más cosmopolita en un mundo globalizado. Al hacerse el mundo más flexible, móvil y dinámico el hombre se volvió más nómade. Con ello la comida cobró una importancia especial. La industria del turismo lo sabe bastante bien, el alimento es un elemento de atracción inevitable en dicha industria sin chimeneas. Y no sólo viajan los ricos, también lo hacen los pobres, como trabajadores inmigrantes en condiciones de subempleo y explotación salarial. Con ellos viajan las comidas de los diversos países por todo el mundo. Pero hay un fenómeno curioso en la gastronomía, mientras las barreras nacionales no se desvanecen, pero se integran al mundo produciendo mezcla cultural, en cambio la gastronomía suele mantener su identidad. Es como si en la comida se cobijara el último reducto más simple de identidad nacional, a pesar de su gran movilidad transfronteriza. Sin la intención de llevar más lejos estos aspectos cabe mencionar que en la comida encuentra el ingenio humano su más sencilla satisfacción. Pero también la desmesurada importancia gastronómica es inversamente proporcional a la decadencia de la alta cultura. La extensa e intensa satisfacción de los sentidos, sin hallar contrapeso espiritual, que encuentra su lugar en el hedonismo de la modernidad tardía, sería para Kant un signo profundo de deterioro cultural. El marxismo solía señalar que los tiempos de la Ilustración representaban el momento heroico de la burguesía en ascenso. En cambio, los tiempos actuales encarnan la hora de una burguesía muelle, decadente y sin ideales. El culto al cuerpo y al estómago es otro indicio del imperio indiscutible del hedonista inmanentismo finisecular. Es como si en momentos de decadencia civilizatoria a la humanidad se le agrandara el vientre y se le achicara el espíritu. De cualquier forma, hay que desear a nuestros comensales un ¡bon appétit!

Bibliografía recomendada:
Inmmanuel Kant, Crítica del Juicio, Librería de Victoriano Suárez, Madrid, 2 volúmenes, 1914.
E. Cassirer, Kant, vida y doctrina, F.C.E., México, 1974.
E. Wasianski y T. de Quincey, Vida íntima de Kant, Ave, Barcelona, 1942.
L. E. Borowski-R.B. Jachmann-E.A., Wasianski, Kant intime, Grasset, Paris, 1985.
Astrid Gutsche, Los guardianes del cacao. Planeta, Lima 2014.
Edith Stein, Ser finito y ser eterno. Ensayo de una ascensión al sentido del ser, FCE, Mexico, 2013.
Gabriel Velardi y Brigitte Velardi, Psicología de la Creación, Ediciones Mensajero, Bilbao, 1984.
Gustavo Flores Quelopana, Los Peruanos ¿por qué somos emprendedores sin ser innovadores?, Iipcial, Lima, 2010.
Gustavo Flores Quelopana, El Hiperimperialismo en llamas, Iipcial, Lima, 2020.
Gustavo Flores Quelopana, El Perú ante el ocaso nihilista de la civilización global, Iipcial, Lima, 2019.
Gustavo Flores Quelopana, (blog personal) El Genio y la Mujer, en: www.gusfilosofar.blogspot.com
Gloria Hinostroza Clausen de Molina, La cocina del Perú, Planeta, Lima, 2018.
Ilia Prigogine, La Nueva alianza, Alianza, Madrid, 1990.
Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Alfaguara, Lima, 2012.
Mariano Valderrama, El Reino del Loche. Los singulares sabores de la comida lambayecana, USMP, Lima, 2013.
Noëlle Chatelet, La aventura de comer, Lluvia editores, Lima 1998.
Rosario Olivas Weston, La cocina de los Incas, USMP, Lima, 2015.
Roxana Belaunde y Marina García Burgos. Peruanos nuevos, grandes chefs, Aguilar, Lima, 2015.
Sara Beatriz Guardia, La quinua. Alimento de las culturas andinas, USMP, Lima, 2013.
Sara Beatriz Guardia, La flor morada de los Andes. Historia y recetas de la papa y otros tubérculos y raíces. Universidad San Martín de Porres, Lima, 2007.
Sara Beatriz Guardia, Cocina Peruana. Historia, cultura y sabores, USMP, Lima, 2016.
Sara Guardia Mayorga, Una fiesta del sabor. El Perú y sus comidas, USMP. Lima, 2002.
Schelling, Sistema del idealismo trascendental, Anthropos, Madrid, Barcelona, 1988.


martes, 22 de enero de 2013

ARGUMENTO ONTOLÓGICO

EN TORNO AL ARGUMENTO ONTOLÓGICO

Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
  

Resumen

San Anselmo sostuvo el argumento ontológico, según el cual, la idea de Dios se identifica con la existencia de Dios en el espíritu humano. El primer ataque al argumento fue el de Gaunilo. La prueba fue rechazada por santo Tomás de Aquino, argumentando que no es legítimo pasar del orden ideal al orden real. Posteriormente Kant también criticó la prueba anselmiana, negando que de una posibilidad lógica (conceptos) no se puede concluir una posibilidad real (cosas). Sin embargo Hegel lo rehabilitó, atribuyendo a la realidad la misma estructura lógica  de la Idea. El rechazo tomista de la prueba anselmiana está basada en una metafísica que objeta tanto la predicación unívoca (panteísmo) como la predicación equívoca (agnosticismo), mediante la predicación analógica. El empirismo lógico rechazó la prueba por considerarla como un conjunto de pseudo proposiciones que no se refieren ni a lo lógico-tautológico ni a lo empíricamente comprobable. Sin embargo, en la medida en que la cuestión del ser siga siendo considerada como central en la meditación filosófica, la prueba ontológica, como problema del principio, será un principio necesario e ineludible.


Introito
En todo lo que sigue demostraré que lo posible no es lo real, pero lo máximamente real es lo máximamente existente y lo máximamente existente es lo máximamente pensable. Por ende, Dios siendo lo máximamente pensable y existente es lo máximamente real.

El argumento anselmiano
San Anselmo (c. 1033-1109), teólogo, filósofo y doctor de la Iglesia, propuso una teoría sobre la existencia de Dios que todavía hoy se sigue debatiendo. Su fama se debe sobre todo a haber sido uno de los primeros en buscar argumentaciones sobre la existencia de Dios.

En el Monologion [Soliloquio] presenta argumentaciones a posteriori, del tipo de prueba cosmológica, que va de lo particular a lo universal y de lo universal a Dios. Demuestra la existencia de Dios como el ser soberanamente real a quien los demás seres deben su existencia.

En cambio el Proslogion desarrolla una argumentación ontológica, que comienza en el simple concepto de Dios para llegar a demostrar su existencia. Su más conocido argumento es el argumento a priori, que luego la tradición, a partir de Kant, llamó argumento ontológico, que propone en el Proslogion (cap. 2) [Discurso]. Dice san Anselmo de Canterbury en el argumento ontológico:

“Ciertamente, aquello mayor de lo cual nada puede pensarse, no puede existir solamente en el entendimiento. Porque si existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar que exista también en la realidad, y por tanto que era mayor. Si aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor. Pero, ciertamente esto es imposible. Por lo tanto existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual nada puede ser pensado”. Proslogion, cap. 2 (en F. Canals Vidal, Textos de los grandes filósofos. Edad Media, Herder, Barcelona 1979, p. 67).

La idea fundamental del argumento es que la noción de «ser perfecto» incluye ya la existencia de un ser perfecto, y a esto no puede oponerse ni siquiera el «insensato», que, según el salmo (Salmo 13) dice en su corazón: «Dios no existe».

Evidentemente, aun el negador de la existencia de Dios debe poseer el concepto de Dios y como tal debe admitir que exista en el entendimiento aunque no exista en la realidad.

El argumento se funda en dos puntos:
1º que lo que existe en la Realidad es mayor que lo que existe sólo en el entendimiento, y
2º negar que existe realmente aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse, significa contradecirse, porque significa  admitir al mismo tiempo que se lo puede pensar mayor, esto es, existente en la realidad.

A la objeción de que no se ve cómo es posible pensar que Dios no existe, san Anselmo responde que la palabra pensar tiene dos significados:
1º se puede pensar la palabra que indica la cosa, y
2º se puede pensar la cosa misma.

En el primer sentido se puede pensar que Dios no existe según “la palabra que indica la cosa”; pero en el segundo sentido, no es posible pensar que Dios no existe, porque se puede pensar la cosa misma, o sea Dios (Pros., 4).

El monje Gaunilón, su opositor, le replicó en su Liber pro insipiente, que un ateo resuelto empezaría por negar que tiene aun el concepto de Dios y que aun admitiendo que se tenga el concepto de Dios como un ser perfectísimo, de este concepto no se deduce la existencia de Dios, como no se puede deducir la realidad de una isla perfectísima del concepto de tal isla.

Dicho de otra forma, no es lógicamente posible pasar de una «existencia pensada» a una «existencia demostrada». Pero San Anselmo en su Liber apologeticus, se queja de que Gaunilón lo haya reprendido injustamente atribuyéndole argumentos que él no dijo. Replica la validez del argumento de Gaunilón sosteniendo que la idea de un ser perfecto no es sólo una idea de la mente sino que contiene su existencia real. La idea de Dios no es una idea cualquiera, es una idea única y su perfección no es aplicable a los seres limitados y finitos. 

Por tanto, en San Anselmo no hay salto de lo lógico a lo ontológico porque la idea de Dios es una esencia real y no mental. De la posibilidad de pensar una isla perfecta no se sigue su realidad, en cambio de la simple posibilidad de pensar a Dios como el ser más perfecto de todos, se sigue su existencia. Dios no es una idea cualquiera que corresponda a algún ser finito y contingente, sino que es la idea arquetípica de un ser infinito y necesario. Dios como idea arquetípica, es decir que no proviene de nuestra facultad de concebir, no es una esencia mental sino real. Dios no es una idea iluminada por nuestro entendimiento, sino, al contrario, nuestro entendimiento es iluminado por Dios a través de la idea de un ser perfecto que pone en nuestra facultad de idear la idea de un ser perfecto. Como idea arquetípica no sólo contiene su existencia conceptual sino también su existencia real. La idea de Dios, como idea perfecta, pone la cosa en sí misma, es decir, fuera del concepto, por tanto es real. Para san Anselmo sería válido decir que no observamos a Dios pero sería inválido afirmar que solamente lo pensamos subjetivamente, porque Dios no es una idea subjetiva, nacida de nuestro intelecto, sino que como idea de un ser perfecto su realidad objetiva no tiene que proceder de la experiencia. En otras palabras, la mente humana participa de la mente divina y por eso puede tener la idea de un ser perfecto. La teoría de la participación y la metafísica de las esencias platónica están en el corazón mismo de la prueba ontológica anselmiana.

No hay que hacer mucho esfuerzo para advertir que el argumento ontológico anselmiano es una prueba típicamente platonizante, esto es, un razonamiento apriorístico donde todo lo imperfecto supone lo perfecto, y si uno es real lo perfecto será más real. En realidad, san Anselmo  se basa en la fusión platónica del orden ideal, en el sentido de la metafísica de las esencias, con la primitiva y verdadera realidad. Por eso considera que no hay salto de lo lógico a lo ontológico. En la idea de Dios hay conexión necesaria entre esencia y existencia. En cambio en la Edad Moderna, que rompe con dicha metafísica esencialista, ser y pensar se consideran disociados, antes no.

Algo más. Para Anselmo la fe es la base del entendimiento, creo para comprender es su divisa, pero él quería convencer por la razón y no por la fe. Por consiguiente su argumento ontológico está enfilado a la razón y no a la fe. La razón debe admitir la existencia de Dios porque la idea de un ser perfecto no procede de la mente humana, sino que es un concepto no finito que procede de Dios mismo. En consecuencia Dios existe. Por eso es que se ubica a distancia tanto de la interpretación empirista, que dice que hay salto de lo lógico a lo ontológico, como de la interpretación fideísta, que considera que la prueba es sólo un recurso didáctico para explicar la fe.

San Anselmo, como pensador formado enteramente en San Agustín, trata de iluminar los enunciados de la fe de un modo racional. Este método racional no busca resolver los misterios de la fe, tan sólo explicar racionalmente los datos revelados. Por ejemplo, sostiene que al que investiga una verdad incomprensible, como es la Trinidad, le debe bastar el llegar con el entendimiento a conocer que existe, aunque no entienda de qué modo es (Mon., 64). En una palabra, el ropaje es teológico pero la problemática es filosófica. De la misma forma cuando el hombre piensa a Dios no piensa la idea de Dios sino a Dios mismo, porque no se trata de una idea cualquiera y finita y sí, más bien, de una idea de un ser perfecto que implica su existencia.

Siguiendo la especulación filosófica de San Agustín afirma en uno de los cuatro diálogos que compuso después del Proslogion, me estoy refiriendo a De veritate, que se debe distinguir la verdad del conocimiento, la verdad del querer y la verdad de la cosa. En todos ellos el fundamento de toda verdad es la verdad de la cosa, la rectitudo rei. Pero esta verdad, a su vez, está fundada en la verdad eterna, que es Dios. Las cosas son verdaderamente aquellas que están en la mente de Dios, en la cual subsisten sus ideas o ejemplares. Entonces, Dios mismo es la absoluta verdad, norma y condición de toda otra verdad (De verit., 2-10).

Entonces la pregunta que cae por su propio peso es: ¿si realmente San Anselmo confundió el orden conceptual con el orden existencial? ¿No fue, más bien, que su punto de partida platónico-agustiniano lo hace presuponer que todo lo universal subsiste independientemente de las cosas particulares y no solamente en ellas, que todo lo que existe, existe por participación de un Ser único y sumo y, por lo tanto, todo lo que tiene verdad y valor, coincide en Dios?

Efectivamente, el argumento de San Anselmo es un desarrollo del argumento de San Agustín para demostrar la existencia de Dios. Para San Agustín la propia idea de Dios en cuanto ser perfecto supone su existencia. Entonces, dirá san Anselmo, si Dios existe es pues aquello que nada mayor en el entendimiento y en la realidad puede pensarse. O sea, la perfección de Dios implica no sólo su existencia sino además es una existencia sobre la cual nada mayor en la realidad y en el entendimiento puede pensarse.


La negación tomista
El argumento ontológico de San Anselmo desde que se formuló suscitó ardorosos debates y es que con su famosa prueba puso en la filosofía una pica en Flandes, según la cual, de la idea del ser que se tenga dependerá asumir una determinada posición metafísica.  Su acogida dentro de la escolástica fue predominantemente adversa debido a la gran autoridad de Santo Tomás de Aquino, quien se pronunció decididamente contra él, negando que fuese posible el tránsito del orden ideal al orden real que la prueba postula:

“Supuesto que todos entiendan que es el ser más perfecto que se pueda pensar, no se sigue necesariamente que sea en la realidad. Debe haber conformidad con el nombre de la cosa y la cosa nombrada. Y de que concibamos intelectualmente el significado del término Dios no se sigue que Dios sea sino en el entendimiento. Y, en consecuencia, el ser más perfecto que se puede pensar no es necesario que se dé fuera del entendimiento. Y de esto no se sigue que sea realidad el ser más perfecto que se puede pensar”. (Suma contra gentiles, libro I, cap. XI, en Clemente Fernández, Los filósofos medievales. Selección de textos, BAC, Madrid 1980, vol. 2, p. 331).

Lo que aquí sostiene Tomás de Aquino son cinco cosas:
1º no basta que sea entendimiento común el ser más perfecto que se pueda pensar, porque nada convierte dicho entendimiento en realidad,
2º para que lo pensado sea real debe haber conformidad entre el nombre de la cosa y la cosa nombrada,
3º concebir el nombre de la cosa no implica que tal cosa exista en la realidad, aunque sí sólo en el entendimiento.
4º una cosa es pensar el ser más perfecto posible y otra que exista efectivamente fuera del entendimiento. Finalmente,
5º no existe necesariamente en la realidad el ser más perfecto que se pueda pensar.

De este modo para el Aquinate el argumento ontológico queda invalidado como paso ilegítimo del orden conceptual al orden existencial. Mientras el argumento anselmiano va dirigido contra la negación resuelta de la existencia de Dios, el argumento tomista va dirigido contra la confusión de lo ideal con lo real. ¿Pero realmente San Anselmo confundió ambos órdenes?
                                                                             
La discrepancia
El argumento ontológico de la existencia de Dios sostenía que incluso quienes dudaban de la existencia de Dios habrían de observar cierta comprensión sobre lo que dudaban: es decir, comprenderían a Dios como un ser del que no se puede pensar algo más grande. Puesto que es más grande existir fuera de la mente que sólo en la mente, un escéptico que negara la existencia de Dios estaría incurriendo en una contradicción, ya que estaría afirmando que es posible pensar en algo más grande que en un ser del que nada más grande se puede pensar. De aquí que, por definición, Dios existe.

La crítica básica al argumento de San Anselmo es que no se puede deducir la existencia fuera de la mente de nada, analizando su definición. Ya en su época, como hemos visto, el monje Gaunilón puso objeciones a su razonamiento, como más tarde lo harían Santo Tomás de Aquino e Immanuel Kant. Sin embargo, los franciscanos San Buenaventura y Duns Scoto lo acogieron, también Descartes, Spinoza, Leibniz y Hegel han emitido razonamientos favorables.

Gaunilón objetó: Entonces si yo pienso una isla perfecta, se seguirá igualmente que esa isla exista. Kant en un tono similar dirá: Si yo me represento 100 escudos, no por eso tengo esas monedas en mi poder. Pero San Anselmo sabe que representarse una idea cualquiera no significa que esa idea exista en la realidad. Pero la idea de Dios es un caso único, se trata de un ser con todas las perfecciones desde la eternidad, esta idea perfecta la hallamos en nosotros, y como perfección implica existencia, entonces Dios existe. En otros términos, el nervio de la demostración anselmiana subyace no solamente en la teoría de la participación y en la metafísica de las esencias sino en el concepto mismo de ser que contiene en sí toda perfección.

Pero Santo Tomás de Aquino no ignoraba esto: el ser más perfecto que se puede pensar no es necesario que se dé fuera del entendimiento. No comete el mismo error de Gaunilón y de Kant al considerar que se trata de una idea finita cualquiera. Pero su consideración le es adversa. ¿Por qué para el Aquinate ni siquiera en la idea de un ser perfectísimo es legítimo saltar del orden lógico al orden ontológico? Sencillamente porque en su metafísica realista aristotélica el concepto de un ser perfectísimo no tiene verificación ni justificación posible en la experiencia. Pues, considera que si Dios es primero en el orden del ser, no lo es en el orden de los conocimientos humanos, que empiezan por los sentidos. Para el genio dominico no son razones de índole metafísica sino de orden gnoseológico las que impiden validar una idea lógica como ontológica.

Por tanto, es necesaria una demostración de la existencia de Dios que debe partir de lo que es primero para nosotros, es decir, de los efectos sensibles, y ha de ser a posteriori. Por ello, aunque tengamos a Dios como “aquello sobre lo cual nada mayor puede pensarse”, no se deduce que El exista en la realidad (in rerum natura) y no sólo en el entendimiento. Es por eso que Sto. Tomás plantea las cinco vías para llegar de los efectos sensibles a la existencia de Dios.

Veamos este asunto más de cerca. Aquí no se está afirmando que el doctor Angélico haya sido un empirista en el sentido moderno de la palabra, esto es, que convierte lo fáctico en lo único válido negando las verdades inmutables, eternas y trascendentes. Más bien, que se trata de un realismo metafísico de raigambre aristotélica que parte de las cosas finitas para llegar racionalmente a Dios. De modo que la existencia de Dios es demostrable por sus efectos, aunque éstos no pueden dárnoslo a conocer en su esencia.

Kant y Hegel
En cambio Kant señala taxativamente que ser no es un predicado real, o sea un concepto de una cosa, sino la posición de la cosa o de ciertas determinaciones en sí mismas (CRP A 598, B 626). Es decir, para que haya realidad debe haber un acto de “posición” de ella sin que baste suponer que el objeto está contenido analíticamente en el concepto. Esto es, el hecho de que el ser no sea un predicado real trastorna radicalmente la posibilidad misma de dar una significación a las proposiciones del argumento ontológico, tanto en Anselmo como en Duns Scoto (si Dios sólo estuviese en el entendimiento que lo piensa, podría a la vez existir y no existir), Descartes (la idea de un ser infinito no puede ser pensada por un ser finito sin que lo infinito sea la causa de la idea en el ser finito), Malebranche (lo finito sólo puede verse a través de lo infinito) y Leibniz (la realidad de la idea del ser infinito es patente porque su posibilidad es demostrada).

Kant como todas las direcciones empiristas rechaza la prueba ontológica. Es más para él la existencia no tiene sentido fuera de la sensibilidad. En este sentido sigue plenamente a Hume, para quien no puede haber separación entre la cosa y la existencia de la cosa, ambas son una misma realidad. De manera que la proposición “algo existe” no es la agregación de un predicado, sino la expresión de la creencia en la cosa (Tratado de la naturaleza humana, I, parte II, sec. Vi).

En realidad Kant refuta a San Anselmo basándose en la moderna teoría empirista del conocimiento, según la cual los conceptos no son más que conceptos, ideas subjetivas que elabora la mente y que reciben su justificación únicamente en la experiencia.

De aquí que el concepto de un ser absolutamente necesario sea, sí, una idea indispensable de la razón, pero un concepto problemático, inasequible para el entendimiento humano” (Crítica del Juicio, parágrafo 76).

Para Kant no observamos a Dios, sólo lo pensamos subjetivamente como causa suprema. Dios es una causa suprema, válido universalmente para el sujeto, para todo uso especulativo y práctico. El fundamento subjetivo del Juicio reflexionante permite suponer un Dios inteligente en la base de los fines de la naturaleza. Pero la distinción entre cosas posibles y reales es tal que, vale sólo subjetivamente para el entendimiento humano, puesto que podemos tener algo en el pensamiento aunque ello no exista, o representarnos algo como dado aun sin tener de ello todavía concepto alguno. Es decir, el principio subjetivo y regulativo de la razón vale para el juicio humano como si fuera un principio objetivo. Allí donde el entendimiento no puede seguirla, la razón se hace trascendente con ideas que son regulativas y no constitutivas, pero no en conceptos de valor objetivo. En suma, en el marco del uso teórico de la razón, Dios nos es dado como un ideal trascendental, es decir, como un concepto de la razón pura teórico-especulativa, como un polo o principio regulativo hacia el cual avanza el conocimiento humano.

En la Crítica de la razón práctica el concepto de Dios es posible cuando no contradice las leyes del entendimiento. Tal es el requisito mínimo posible de una religión. La posibilidad de este conocimiento de Dios está basada en la moralidad. El teísmo moral kantiano sigue siendo crítico, puesto que declara insuficientes las pruebas especulativas de la existencia de Dios. Demostrar la existencia de modo apodícticamente es imposible. No obstante, Kant está convencido de la existencia de Dios y tiene una fe férrea en el fundamento práctico que nunca podrá ser expulsado. En realidad, el pensamiento de Dios es el pensamiento mismo de esta identificación entre posibilidad y existencia, identidad que es realizada por la fe. El argumento práctico moral de Dios es la expresión racional de la fe. Aquí ya no se trata de deducir de la perfección de Dios su existencia, sino de postularlo como una necesidad de la razón práctica. Tampoco se trata del creer para entender, del hecho por el cual el acto de fe se convierte en acto de razón, sino de apartar la razón para dejar lugar a la fe.

Pero Kant no sólo da cabida a Dios a través del argumento práctico moral sino también a través del argumento teleológico. En la Crítica del Juicio queda bien definido la necesidad de pensar una inteligencia arquetípica como fundamento de la causa final del mundo. Si bien el parágrafo 68 es tajante en el sentido de que el concepto de finalidad rompe con toda teología y toda Providencia en la naturaleza, lo cual ha conducido pensar exageradamente a autores como Menzer, Mathieu, Martin, Marcucci y Dotto que Kant defiende una concepción de la naturaleza como estructura material autosostenida. Sin embargo,en los parágrafos 75 y 77 queda bien establecido que el fundamento objetivo del juicio reflexionante permite suponer en la base de los fines de la naturaleza a un Dios inteligente y providente, aun cuando el fundamento objetivo del juicio determinante permite explicar la teleología sin teología. Y en el parágrafo 77 remacha:

“...nos es absolutamente imposible tomar de la naturaleza fundamentos de explicación derivados para los enlaces finales, y es necesario, según la constitución de la humana facultad de conocer, buscar el fundamento superior de los fines  en un entendimiento originario, como causa del mundo"  (Crítica del Juicio, parágrafo 77).
                                               
Ya Franz Brentano (Sobre la existencia de Dios, Rialp) había estimado de muy profundas las consideraciones de Hume, aunque niega que “A” y la “existencia de A” sean el mismo pensamiento, pues éste último sería un pensamiento más complejo de lo que Hume supone. De Kant no admite el carácter puramente sintético del juicio existencial, esto es, es un error estimar que el juicio es una comparatio rei et intellectus. Así, la falla del argumento ontológico sería sostener un paralogismo por equivocación. Es decir, lo que reside en la naturaleza de una cosa (la existencia) sólo puede decirse hipotéticamente y no a priori categóricamente. La aseveración kantiana debe ser transformada diciendo que en la idea de un ser perfecto, su verdad es necesaria, aunque no para nosotros apriórica. En otras palabras, si “Dios es” no es necesariamente falso, es necesariamente verdadero que sea.

En realidad, el argumento ontológico no es una prueba, sino un principio. No es una prueba, porque la existencia que se pretende deducir está ya implícitamente contenida en la definición de Dios como el ser respecto del cual nada mayor puede pensarse y, por esto, en el simple pensamiento de Dios: como prueba es un círculo vicioso.  Como principio, expresa la identidad de posibilidad y realidad en el concepto de Dios. Si se puede pensar a Dios, se debe pensarlo como existente.

En cambio, que Dios no puede ser pensado sino como existente lo subrayó Hegel, que siempre reacciona vigorosamente contra la filosofía crítica que pretendió haber demostrado que nada se podía saber de lo eterno y absoluto, cuando afirmó en su Lógica (CXCIII) sobre la prueba de San Anselmo:

“Se debe esta prueba importantísima a San Anselmo que la formula como si hubiese aquí un contenido que no existiese sino en nuestro pensamiento…considera la representación de Dios como inseparable de su ser en nuestra conciencia…Pero sería ilógico pretender que el pensamiento de Dios estuviese ligado en nuestra conciencia a su existencia, del mismo modo que el pensamiento está ligado a la existencia de las cosas finitas…San Anselmo, pues, ha tenido razón al no tener en cuenta la unión del pensamiento y del objeto, tal como tiene lugar en las cosas finitas y al representarse el ser perfecto como un ser que existe, no sólo subjetiva, sino objetivamente. Las objeciones dirigidas contra la prueba ontológica y la noción del ser perfecto, tal como ha sido determinado por San Anselmo, no tienen valor, porque esta noción está en el espíritu de todo hombre”.
  
Esta apreciación hegeliana está inserta en su profunda convicción de que para lograr el conocimiento de la verdad es preciso superar la identidad abstracta de la metafísica por la identidad concreta, acabar con la doctrina de la impotencia de la razón del criticismo y rechazar que la intuición es el alma de la razón.  La doctrina del ser es la esfera del pensamiento sin pensamiento y de la cosa sin conocimiento.

Al respecto, pienso que la metafísica dialéctica de Hegel tampoco llegó al conocimiento de Dios y lo eterno, sino al conocimiento de la dinámica de su creación. Su método dialéctico expone el derrotero del ser en el ente, pero no del ser en cuanto ser, es decir, de Dios. Por ello, su mérito estriba en denunciar la impotencia de la metafísica abstracta, que no explicaba el mundo, y del criticismo, que negaba la explicación de lo divino. Pero su limitación es que creyó que la dialéctica explicaba a Dios en cuanto Dios, cuando a lo sumo, lo que explicó fue a un dios panteísta que se confunde con su creación.

En Hegel “lo finito es lo no verdadero”. Con ello se da con la convicción profunda de que en la prueba ontológica se afirma el infinito actual como realidad positiva.

La Prueba Tomista
Tomás de Aquino rechaza el argumento ontológico anselmiano pero propone los cinco argumentos a posteriori de la existencia de Dios (Suma de teología, Primera parte, cuestión 2, a. 3, en C. Fernández, Los filósofos medievales. Selección de textos, 2 vols., BAC, Madrid 1980, vol. II, p. 484-489).


Por primera vez en la escolástica utiliza Santo Tomás la prueba por el movimiento (Aristóteles), por la causa eficiente (Aristóteles y Avicena),  por lo contingente (Maimónides), por los grados de perfección (platonismo) y por el orden cósmico (estoicos). Las tres primeras pruebas pertenecen según Jaeger (Aristóteles, FCE, 1946) al tiempo platónico de Aristóteles, de modo que el fondo platónico del tomismo es bastante palmario. Igualmente el Aquinate rechaza la opinión de que el concepto de Dios sea innato en nosotros, que Dios sea contemplado inmediatamente.

Además considera que Dios sobrepasa el entendimiento y el lenguaje humano, de modo que por vía analógica afirmamos lo que él no es y su relación con las criaturas finitas. Dios no será una verdad evidente, su conocimiento es a través de la reflexión de los datos de los sentidos. Con estas reflexiones filosóficas no duda que ha encontrado el Dios de la religión y no el mero Dios-idea de la filosofía.

Consideraciones metafísicas
San Anselmo supuso que la idea de Dios es la idea del ser “del cual no es posible pensar nada mayor”, es decir, es el ser supremamente perfecto. Y concluyó que nadie puede tener la idea de Dios y entenderla y, al mismo tiempo, negar que Dios exista.

Sin embargo, el teólogo del siglo XIII Santo Tomás de Aquino al tratar esta teoría en sus dos Sumas no menciona el nombre de San Anselmo, pero lo tiene en mente todo el tiempo. Comentó que no todos entienden por Dios “la cosa más alta que se puede pensar”, puesto que “muchos de los antiguos afirmaron que el mundo es Dios”. Rechazó el razonamiento ontológico anselmiano; porque no es legítimo pasar del orden conceptual al existencial. De la idea de Dios no se puede concluir su existencia. En ello influyó su metafísica realista que parte de las cosas finitas para llegar racionalmente a Dios.

Propuso en su reemplazo otras cinco pruebas de la existencia de Dios que todavía son aceptadas de forma oficial por la Iglesia católica apostólica romana: 1) la realidad del cambio requiere un agente del cambio; 2) la cadena de la causalidad necesita fundarse en una causa primera que no es causada; 3) los hechos contingentes del mundo (hechos que pueden no haber sido como son) presuponen un ser necesario; 4) se puede observar una gradación de las cosas desde lo más alto a lo más bajo, y esto apunta hacia una realidad perfecta en el punto más alto de la jerarquía; 5) el orden y el diseño de la naturaleza exigen como fuente un ser que posea la más alta sabiduría.

En suma, el rechazo de que la existencia de Dios sea una verdad evidente para el conocimiento humano, está estrechamente asociado con el aspecto empírico de su filosofía. No es que Santo Tomás sea un empirista en sentido moderno, porque admite que el conocimiento espiritual rebasa la experiencia sensible. El entendimiento agente supera la experiencia y es causa del conocimiento espiritual. Este entendimiento agente es el momento apriórico en la teoría del conocimiento tomista.

No obstante, el a priori de Tomás no es funcional como en Kant, sino estructural; porque parte de objetos que tienen su interna verdad, sus razones eternas, las cuales se reflejan en nuestra alma. El intelecto agente participa de la luz divina, la única verdad que contiene en sí todas las verdades y todas las esencias, se trata de una intuición abstractiva, una intuición de esencia. El universal en su forma sólo está en la mente (post rem) pero en la realidad está en la realidad (in rem). El universal ante rem es la propia naturaleza intrínseca de la cosa, porque la materia es lo determinable y la forma es lo determinante.

El Aquinate no duda de la metafísica como Abelardo, sino que vuelve a San Agustín. A diferencia de San Buenaventura se funda en la esencia participada de las formas eternas. La veritas rei es la adecuación entre el pensar y el ser. Por su parte, la mente divina es determinante y no determinada, en cambio la cosa natural es determinante y no determinada. La mente humana es determinada y sólo determinante en cosas artificiales. Las cosas naturales determinan nuestro conocimiento, pero ellas son determinadas por Dios.

Para Santo Tomás no existe el problema de los juicios sintéticos a priori de Kant, porque tras la doctrina de la percepción sensible y de las esencias está el antiguo ideal-realismo, donde las cosas se hacen patentes en su en sí a la mirada sensitiva y espiritual. En el mismo Aristóteles el intelecto agente presenta rasgos de semejanza divina, pero en Santo Tomás Dios no une  y divide sólo conoce. De modo que el verdadero pensamiento de Santo Tomás no es una metafísica puramente aristotélica, porque queda un considerable fondo de ideas neoplatónicas y agustinianas. Es decir, que no sólo toma el concepto aristotélico de “propiedad del ser”, también recurre a la filosofía platónica (participación, analogía, trascendencia) y a la filosofía cristiana (ser creado, categoría, grados del ser).

Entonces  ¿Fueron los elementos empíricos de su filosofía los que influyeron en su modo de tratar el problema de la existencia de Dios? Cualquier conocimiento natural de un ser que trasciende el mundo visible se logra sobre los datos proporcionados por la experiencia. La reflexión sobre estos datos sensoriales descubre la relación existencial de dependencia de las realidades empíricas con respecto a un ser que las trasciende. Pero el objeto de la metafísica son las esencias, formas o universales, es una ciencia teológica, donde los seres participan de Dios. Para la escolástica lo real y objetivo no sólo es la materia sino también la forma pensada por Dios. Por eso Tomás platoniza al sostener que el ser propio de las cosas se encuentra primero en Dios. Pero tomó el modelo platónico de la “forma separada” de forma absoluta.

Aquí es interesante advertir que el matiz platónico de la “forma separada” se perdió en el curso de la historia; el modelo es el corazón de todas las cosas, en él viven y en él son,  no al revés, ahondando el ser creado se conquista la idea, la “semejanza” (Rep. 508ss) es el trascendental ontológico de primer orden. En cambio en el Aquinate junto al concepto de participación está la idea de causa eficiente. Y aquí podemos preguntarnos: ¿qué fue primero, la participación o la causación?

Como es sabido, en Platón está presente la metexis, semejanza y participación, y Aristóteles rechazó la analogía de semejanza platónica por la analogía de igualdad, la analogía platónica la conserva con el nombre de plurisignificación correlativa. Pero esta analogía denominativa no es otra cosa que paronimia. Tomás recibe lo que viene de la tradición, no adopta una posición uniforme sobre la analogía y quizá  no tuvo una doctrina definida, usa varias clases de analogía y quizá la analogía de semejanza sea la fundamental, pero no hizo una síntesis de las diversas posiciones.

Coda
No pocas veces se ha dicho que Santo Tomás no hizo justicia al argumento de San Anselmo y que no consideró el argumento ontológico dentro del contexto del autor. Y es posible que esto sea cierto. Se trata de una cuestión exegética que se sigue discutiendo. Se ha considerado, por ejemplo, que el argumento ontológico no es, a pesar de su aspecto externo, un simple paso de lo lógico a lo ontológico, de toda esencia a su existencia, porque se funda tanto en la propia esencia de Dios como en la noción que de Dios se forma la inteligencia humana, la cual puede ir pensando siempre seres más perfectos cuando cercena de su pensar la existencia real. Así, una variante de la prueba anselmiana es el argumento de Descartes, según el cual, es imposible que un ser finito piense un ser infinito actual sin el auxilio de éste.

Como vemos la prueba anselmiana ha sido empleada con diversas variantes en la historia de la filosofía, porque en el fondo el argumento ontológico se refiere sólo al ser infinito y su relación con el ser finito. Y la refutación tomista de la demostración a priori de la existencia de Dios será parte de las posturas metafísicas que consideran que Dios sobrepasa el entendimiento y el lenguaje humano y su conocimiento analógico es vía reflexión de los datos de los sentidos. En Tomás de Aquino la forma es una esencia al que debe añadirse la existencia para tener realidad, y se puede pensar en las cosas creadas una esencia sin existencia. Dios es ser, pero no coincide con el ser universalísimo. Dios es la plenitud de ser mientras que lo otro es un concepto puramente formal del simple algo. Para el hombre Dios no es primero en el orden del conocer sino del ser; por tanto, sobre él sólo cabe la predicación analógica.

Igualmente, y contra lo sostenido por las corrientes empiristas, que rechazan la prueba por carecer de fundamento existencial y mantener que tiene sólo un fundamento analítico y tautológico o ser un conjunto de pseudo-proposiciones, hay que afirmar que es posible considerar el argumento ontológico como capital, puesto que replantea la cuestión del ser de forma ineludible y original.

Así, considerando que la cuestión del ser es capital y que existen graves problemas lógicos y ontológicos ocultos en la prueba anselmiana, se puede afirmar lo siguiente:

1º si algo existe, existe algo necesariamente;
2º lo que existe necesariamente y no de forma contingente existe como principio;
3º si hay un principio, tiene que existir necesariamente;
4º ese algo que existe necesariamente se llama Dios.

Con esto se evita el infinito actual como realidad positiva de la solución de Hegel (panlogismo), el carácter puramente sintético del juicio existencial de Kant (agnosticismo), la inseparabilidad entre la cosa y la existencia de la cosa de Hume (empirismo) y la exclusiva predicación analógica del Aquinate (realismo metafísico aristotélico).


El argumento anselmiano que se funda en dos puntos (1º que lo que existe en la Realidad es mayor que lo que existe sólo en el entendimiento, y 2º negar que existe realmente aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse, significa contradecirse, porque significa admitir al mismo tiempo que se lo puede pensar mayor, esto es, existente en la realidad) queda conservado, porque no hay nada mayor que pueda ser pensado que aquello que existe necesariamente.



A la objeción de que no se ve cómo es posible pensar que Dios existe, se puede responder como San Anselmo que la palabra pensar tiene dos significados:

1º la dimensión lógica (se puede pensar la palabra que indica la cosa), y

2º la dimensión ontológica (se puede pensar la cosa misma).

En el primer sentido se puede pensar que Dios no existe según “la palabra que indica la cosa” (porque lo posible no es lo real); pero en el segundo sentido, no es posible pensar que Dios no existe, porque se puede pensar la cosa misma, o sea Dios (porque lo máximamente real es lo máximamente posible). 

Post sriptum.- Mi propio argumen
to

De manera que lo posible no es lo real, pero lo máximamente real es lo máximamente existente y lo máximamente existente es lo máximamente pensable. Por ende, Dios siendo lo máximamente pensable y existente es lo máximamente real. 

El argumento de San Anselmo conecta lo máximamente pensable con lo máximamente existente para demostrar la existencia de Dios. Yo voy por otro camino, a saber, el de lo máximamente real. De manera que lo posible no es lo real, pero lo máximamente real es lo máximamente existente y lo máximamente existente es lo máximamente pensable. Por ende, Dios siendo lo máximamente pensable y existente es lo máximamente real. No todo lo pensable ni todo lo posible es real, pero sí todo lo real es pensable y posible. Siendo Dios real es entonces pensable y posible. 


Yo aquí efectúo un giro en el argumento ontológico anselminano, según el cual, existe en el espíritu humano la idea de Dios porque él es la realidad máximamente posible. Mi argumento ontológico va del orden real al orden ideal. La posibilidad real es fundamento de la posibilidad lógica. Con ello eludimos mejor las refutaciones de Gaunilo, santo Tomás de Aquino y Kant. Además, precisamos a Hegel por cuanto lo lógico se acopla a la realidad misma. Entre realidad y lógica hay predicación analógica más no predicación unívoca (panteísmo) ni predicación equívoca (agnosticismo). 


La realidad sobrepasa el pensar (principio del realismo). Por ello la predicación del pensar no es unívoca, porque el logos de lo real excede al logos del pensar (más allá del panlogismo panteísta). Pero también la predicación del pensar no es equívoca, porque subsiste la correspondencia entre ser y pensar (más allá del agnosticismo).Por tanto, siendo Dios lo máximamente real es lo máximamente predicable por analogía (principio del teísmo).

Siendo Dios lo máximamente real entonces es percibido espiritualmente por el hombre de modo necesario y universal. Esto es, la idea de Dios no nace del temor a la muerte sino de la condición neumática del hombre siempre abierto a la condición de lo divino. En otras palabras, el hombre piensa en Dios porque como lo máximamente real y existente es lo máximamente pensable. Por ello, el pensamiento de Dios es indesarraigable a la condición humana. 

Cuanto más humano se es, más se piensa en Dios. Cuanto más espiritual se es, más se desea a Dios. Cuanto más inhumano se es, más rechaza a Dios. Pero Dios siempre está ahí, patente de modo ineludible a la condición humana. Este vínculo entre el hombre y Dios es un signo poderoso de la condición privilegiada de criatura con destino sobrenatural. Pero la condición misma exige de la libre determinación de nuestra voluntad asistida por la Gracia de Dios.

En suma, el argumento ontológico se impone al espíritu humano de modo inevitable porque somos una criatura no sólo para pensar, sino para vivir con Dios.

Lima, Salamanca, 26 de enero 2016