sábado, 16 de febrero de 2013

LA FILOSOFÍA SIMBÓLICA

LA FILOSOFÍA SIMBÓLICA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
 
Una buena filosofía comienza con la duda
 y nunca termina con la obstinación
Abate Galiani

¿Es posible una filosofía simbólica? ¿Solamente mediante el concepto se ejerce el filosofar? ¿Acaso en toda representación no está presente el símbolo? ¿Se puede filosofar mediante el simbolismo poético y el metaforismo radical? ¿Si lo que asedia a la existencia humana es más grande que lo conocido, no le está más cercano a lo desconocido el símbolo? ¿Nace la filosofía simbólica de la incertidumbre de la existencia humana? ¿Está el símbolo vinculado al comienzo mismo de la filosofía que nace, antes del asombro, de la conciencia desgarrada de la realidad? ¿Nace la filosofía de la necesidad de simbolizar un estado de ánimo de separación respecto a la naturaleza y a lo divino? ¿No es acaso el filosofar mismo un símbolo primordial de una criatura que siente su propia nada ante esencias finitas e infinitas? ¿Acaso no entra en su eclipse más hondo el simbolismo primordial o filosófico cuando la conceptolatría de la razón culmina en un inmanentismo relativista y nihilista? ¿Sin embargo, no es acaso el símbolo y la metáfora el mejor modo de filosofar por cuanto hay que nombrar lo innombrable, y porque la filosofía no puede partir de lo obvio sino que tiene que justificarse? ¿Cómo excluir el símbolo del filosofar cuando la filosofía no es un asunto exclusivo de los conceptos, sino que tiene mucho de empresa personal, dramatismo, novela y angustia existencial?

Estamos acostumbrados a pensar que la filosofía es un ejercicio eminentemente conceptual, haciendo casi una identificación entre la filosofía y el concepto. En la concepción occidental de Filosofía ésta es aquella que nace en Grecia, es racional, metódica y separada de la religión. A esta forma de definición se la ha llamado definición monocultural de filosofía, a saber, la filosofía es la filosofía occidental. En esta concepción queda excluida la filosofía china, hindú y de otros orbes culturales antiguos. En la concepción posmoderna la filosofía es un metarrelato occidental, que perpetua el paradigma del Viejo Mundo al declarar inconmensurables a las culturas. La definición intercultural de la filosofía denuncia como ideológico la universalización de la filosofía occidental, pero la reduce a una experiencia viva, inculturada, propia de la experiencia vital. Es decir, la confunde con la cosmovisión o el impacto psicológico-emotivo del mundo.

Por mi parte a esta forma eurocéntrica de entender la filosofía la he llamado filosofar logocrático, por primar el concepto. Efectivamente, en mi estudio Filosofía mitocrática y mitocratología (FMM) he sostenido que el hombre de todos los tiempos es un ser lógico, sólo varía el orden de los principios lógicos, así la filosofía logocrática –surgida en Grecia- está presidida por el principio lógico de identidad, pero anterior a ésta se dio otra forma de filosofar, propia de las culturas míticas ancestrales, o también mal llamadas pre-filosóficas. Se trató del filosofar mitocrático, que se manifiesta a través del símbolo, la metáfora y la analogía, presidida por una lógica inconsistente o de armonía de contrarios. Y aun cuando el ejercicio del pensar filosófico en el mundo ancestral no se haya conocido por el nombre griego de “filosofía”, sin embargo, se trató del mismo fenómeno de comprender las causas, alcanzar una concepción del mundo y lograr un saber de la vida. En otras palabras, no se trata de descubrir los equivalentes homeomórficos en cada cultura –como cree Panikkar-, ni de darle un valor transcultural al término griego “filosofía”, sino de lo que se trata es de reconocer si la filosofía tiene un carácter multívoco y no unívoco, y en este sentido no siempre es un saber teórico y crítico frente a la religión, y sí, más bien, un saber de salvación y de carácter teológico.

En otros términos, la palabra “filosofía” es de origen griego, esto es, no es un término transcultural, pero existe un sentido intercultural del fenómeno antropológico de la filosofía que atiende al quehacer filosófico mismo y que va más allá del descubrimiento de los equivalentes homeomórficos en cada cultura. A mi modo de ver tal sentido intercultural está relacionado con una situación antropocósmica singular, a saber, el quehacer filosófico está relacionado antes que con el asombro, con la conciencia desgarrada de la realidad, con la conciencia de nuestra situación finita y de separación respecto a la naturaleza y a lo divino. El filosofar sería así un símbolo primordial de una criatura que siente su propia nada ante esencias finitas e infinitas.

Con cuánta razón, entonces, interpreta su santidad Benedicto XVI, en su libro La Infancia de Jesús, a los reyes magos como: “sabios; representaban el dinamismo inherente a las religiones de ir más allá de sí mismas, un dinamismo que es búsqueda de la verdad, la búsqueda del verdadero Dios, y por tanto filosofía en el sentido originario de la palabra” (p.101). Los magos representan el anhelo interior del espíritu humano, la marcha de las religiones y de la razón humana al encuentro con Cristo.

Cuándo comenzó todo esto, yo me atrevo a pensar, según los testimonios de la arqueología y antropología, que el oscuro origen se remonta cuando el homo sapiens honró a sus muertos, es decir vamos hacia a la prehistoria de la humanidad. En otras palabras, el hombre es una criatura filosófica no por un accidente cultural, sino por la constitución misma de su ser, que siente la oquedad desconcertante de su existencia en medio de la oquedad del mundo que lo asedia y no cesa de interrogarlo. De modo que en la noche de los tiempos el origen humano de las preocupaciones religiosas, por ejemplo, estaría la especulación filosófica nacida de la incertidumbre de la existencia misma. En FMM a esta experiencia radical del vivir humano su desgarramiento existencial lo llamó la condición ontológica del filosofare.

Pero cómo puede servir lo simbólico al reflexionar de la filosofía. Cómo operan sus mecanismos gnoseológicos y qué influencia tiene en una teoría epistémica general. En este punto la filosofía crítica de Kant nos brinda reflexiones muy valiosas.

Kant en el parágrafo 59 de la Crítica del Juicio escribe que los conceptos de Razón (Ideas) no tienen realidad objetiva ni intuición que le sea adecuada. Sólo es simbólica, esto es, conforme no a la intuición sino a la reflexión. Lo intuitivo es opuesto a lo discursivo no a lo simbólico. Lo simbólico y lo esquemático son modos de lo intuitivo, no son meras características sino exposiciones. Todas las intuiciones que se ponen bajo conceptos a priori son esquemas (exposiciones directas de conceptos) o símbolos (exposiciones indirectas). El símbolo es una exposición indirecta del concepto por medio de una analogía, también utiliza intuiciones empíricas. Todo el conocimiento de Dios es simbólico y no esquemático. Lo bello es símbolo del bien moral, es lo inteligible hacia donde mira el gusto, no es naturaleza ni libertad pero está enlazado con lo suprasensible. El símbolo sería, pues, una idea como representación del objeto según la analogía.

Las consideraciones kantianas nos permiten afirmar que una filosofía simbólica sería eminentemente intuitiva antes que discursiva, estaría llena de expresiones sin esquema para el concepto, sino sólo opera con símbolos para la reflexión. Es decir, que una ancestral filosofía simbólica sería una exposición indirecta de conceptos por medio de la analogía y de intuiciones empíricas. Todo el conocimiento de la filosofía simbólica en el mundo mítico sería analógico y no esquemático, es decir, intuitivo. Dios, el alma, lo bueno, lo bello, es lo inteligible hacia donde mira la filosofía simbólica, no tiene realidad objetiva conforme a leyes pero está enlazado con la finalidad y el fin final suprasensible. La filosofía simbólica sería, entonces, ideas que representan el objeto según la analogía. Esto es, el mito no precede ni está en el origen del filosofar sino al revés, es la filosofía simbólica la que está en el origen del mito. La mirada simbólica es el originario vistazo filosófico del hombre que da cuenta de lo inefable e incognoscible mediante las reglas de la analogía.

De manera que el símbolo no sólo da que pensar –como afirma Paul Ricoeur- sino que se trata de un pensar legítimamente filosófico tanto por su forma y fondo. Por su forma, porque mediante lo analógico es capaz de comunicar realidades suprasensibles, que son indesarraigables a la condición humana. Y por su fondo, porque es capaz de pensar las cuestiones últimas de la realidad y de su propia existencia. Para comprender la filosofía simbólica es necesario superar la hermenéutica desmitologizante, que empieza con Jenófanes y llega a una de sus cúspides en la Ilustración, y abrazar una hermenéutica remitizante, que no sólo rehaga el mito-símbolo y deshaga el mito-explicación, sino que ilumine el pensar simbólico como el acto originario del pensar filosófico ancestral, que incluso hace posible el mito mismo.

Sin embargo, esta reasunción de la hermenéutica remitizante no un retroceso hacia los dioses astrales del mundo pagano porque reconoce el Plan Pedagógico de Dios en la progresión de la Revelación. Pues el Dios único desmitifica a los dioses del paganismo y revela que venerar lo divino no equivale necesariamente venerar a Dios. En este sentido se comprende de suyo que la hermenéutica remitizante no busca alentar un nuevo sincretismo y pluralismo religioso, lo cual es un peligro serio para la fe, sino que busca subrayar la presencia del misterio en el mundo y que el pensamiento analógico-simbólico responde a ese impulso del hombre hacia lo eterno. El filosofar simbólico tan sólo vislumbra lo divino en el logos participativo o analógico pero ese vislumbre es la recuperación de lo más hondo de la condición humana, ser seres finitos plantados en lo Absoluto. Si el concepto es unívoco y el mito es multívoco, pero el símbolo es la forma más primigenia que tiene la razón de responder al profundo e indefinible entramado entre lo divino y lo profano, lo humano y lo divino, el ser y el devenir. Por tanto la profunda comunidad entre concepto y mito se halla en la naturaleza simbólica de la razón misma. El concepto es verdad por identidad y el mito es verdad por participación, pues la razón incluye a la vez doxa y episteme, se basa en la fe pero necesita de la episteme. La situación de la razón humana es enormemente paradójica: sin la fe es ciega y sin el concepto es cojo. En este sentido lo simbólico es el heraldo indicador de una criatura racional que está requerido de la revelación para su progresión en la verdad. Por el símbolo y a través de él se trasluce que en el hombre hay algo más que el hombre. El hombre es la única criatura natural que percibe lo inconmensurable, y sobre todo lo inconmensurable de Dios que rebasa toda comprensión humana. Por eso el hombre no puede desprenderse de Dios, del símbolo y de la fe. El hominismo naturalista, objetivista, inmanentista y relativista que recorta la dimensión metafísica del hombre siempre termina en dañino cinismo ético y relativismo ontológico.

Esto es, la cuádruple función del mito (universaliza la experiencia, establece una tensión entre el comienzo y el fin, investiga y explora la relación y ruptura entre lo arquetípico ontológico y lo histórico, y prepara la especulación conceptual) no sería posible sin el simbolismo filosófico ancestral. Que no se le haya llamado “filosofía” a este modo de pensar, se le haya confundido con el “mito” y que hoy se pueda ampliar el horizonte del origen mismo del filosofar hacia la penumbra de lo ancestral, no es más que la superación del episodio conceptolátrico dentro la historia de la razón humana.

Esto implica que no es que la función simbólica sea condición de posibilidad del yo, sino todo lo contrario. Es porque el yo está consciente de la condición ontológica de su nihilización permanente en el mundo, por lo que se siente impulsado a simbolizar lo amenazante de su existencia. La pregunta filosófica en tiempos arcaicos no nace de la calmada contemplación, sino de su originaria constitución de su ser en el mundo, como un yo enfrentado y amenazado por lo objetual y subjetual. El lenguaje simbólico cotidiano no es el lenguaje simbólico del filosofar ancestral, porque la función de éste último es promover sentido a una vida desprovista de sentido. El sentido del filosofar ancestral no es un dato ni punto de partida, es más bien un resultado y punto de llegada. Es por eso que el punto de partida del filosofar es tan antiguo como el hombre, y cambia su abordamiento conforme cambia el hombre.

Mientras tanto el núcleo permanente del filosofar está encerrado en la propia condición humana, y por eso mismo no se trata de una cuestión subjetiva, sino que tiene validez universal. Y porque pertenece a la estructura permanente de la existencia humana el filosofar simbólico no es un fenómeno muerto, que pueda ser fácilmente sustituida por el filosofar conceptual, sino, por el contrario, es un portento imborrable y continuo en la historia misma de la humanidad. Su enfoque ya no tiene la hegemonía mental que tuvo en tiempos inmemoriales, y subsiste como un saber subordinado o perteneciente más a la tradición nativa, teúrgica, teosófica o esotérica, pero tomarla en cuenta es importante y crucial para comprender la relación de la filosofía con la ontología de lo finito, donde el símbolo es la clave de la consideración del hombre como criatura filosófica. Lo vivo del símbolo no es tanto la lógica analógica que emplea, sino la aparente o real falta de lógica que presentan las cuestiones cruciales de lo real y del existir.

Por lo demás, el predominio actual de la forma conceptual de la filosofía sobre su forma simbólica no significa necesariamente un progreso (sobretodo por el caos ecológico, las posibilidades perversas de la tecnociencia y lo destructivo de la racionalidad capitalista), porque puede más bien ser el camino dialéctico para alcanzar una nueva síntesis entre el concepto y el símbolo. Pues así como la filosofía no tiene fronteras en sus géneros literarios (poema, discurso, prosa, diálogo, disertación, tratado, comentario, meditación, questa, Summa, autobiografía, ensayo, sistema, aforismo, novela), tampoco conoce límites para expresar su verdad (desde la inferencia cuasimatemática del análisis lógico, dato inmediato de la reflexión fenomenológica hasta el modo cuasisentimental del pensar simbólico y la exhortación moral) y método (análisis conceptual, lógico, lingüístico, trascendental, fenomenológico, histórico-existencial, hermenéutico, intuitivo, inductivo, directriz, etc.). Igualmente la relación entre filosofía y religión no siempre es antagónica, por el contrario, Platón y Aristóteles son considerados sin problemas como los fundadores de la teología natural, en la filosofía helenístico-romana estuvieron presentes las filosofías religiosas (Filón de Alejandría, neoplatonismo, apologética y patrística), la escolástica medieval, la filosofía del romanticismo, el existencialismo creyente, el personalismo.
Pero Kant desde el parágrafo 76 de la CJ nos insiste en que las ideas de Razón son regulativas y no constitutivas, son ideas trascendentes sin valor objetivo, y sin embargo son válidas universalmente para el sujeto. El principio subjetivo y regulativo de la razón vale para el juicio humano como si fuera un principio objetivo. De esta forma el fundamento subjetivo del juicio reflexionante permite suponer un Dios inteligente en la base de los fines de la naturaleza. El parágrafo 77 vuelve a subrayar la importancia de Dios o de la inteligencia arquetípica como causal final del mundo. La razón humana necesita pensar en un fin de la naturaleza cuyo fundamento esté en un entendimiento originario como causa del mundo. Pero Kant añade algo crucial: el entendimiento humano es discursivo, necesita de imágenes, pero la idea de un entendimiento arquetípico no tiene nada de contradictorio. Es decir, el filosofar simbólico extrae ideas que por sí mismas no son contradictorias según las reglas de la analogía. Así puede afirmar: tras lo fenoménico es posible poner una intuición intelectual como fundamento suprasensible de la naturaleza y del hombre.

El famoso Apéndice de la CJ ilumina aun más sobre las posibilidades del filosofar simbólico. La CJ en su parte teleológica culmina con este Apéndice en que con el mayor énfasis sostiene que se tiene que admitir la existencia de un ser creador moral del mundo, de los fines físicos y los fines morales, todo lo cual expone que la realidad objetiva de la idea de Dios y la inmortalidad del alma tienen realidad objetiva en sentido práctico, no teórico (por eso rechaza la prueba ontológica de Dios, que se remonta a San Anselmo, y la prueba cosmológica de santo Tomás de Aquino). Es decir, Dios tiene realidad objetiva por fe, porque la fe es el modo moral de pensar de la razón. En consecuencia, sólo hay prueba moral de la existencia de Dios y así se completa la prueba físico-teleológica de un creador inteligente del mundo. La teología moral conduce a la teleología. Y todo esto significa que sólo por analogía Dios es pensable.

La filosofía simbólica discurre sobre el substrato suprasensible de la humanidad por exposición indirecta de un concepto a través de la analogía. Sus ideas son símbolos para la reflexión con valor objetivo en sentido práctico-moral. No es que la realidad objetiva de la idea de Dios y de la inmortalidad carezca de dimensión ontológica, sino que según Kant, para nuestras capacidades cognoscitivas dicho acceso teórico nos está vedado, y por lo cual nada podemos decir sino tan sólo en sentido moral-práctico. La intuición simbólica para Kant accede al substrato suprasensible de lo real sólo en sentido práctico, por la fe, y la fe resulta tan ser indispensable que es fundamento moral de la prueba físico-teleológica de un creador inteligente del mundo. En otras palabras, para Kant la metafísica tiene una justificación moral, más no teórica, que se explaya por el pensar intuitivo simbólico del pensar analógico.

Esto explica cómo en el parágrafo 80 vuelve a insistir en la necesidad de suponer una sustancia inteligente propia del Creador divino. Sólo suponiendo la sustancia inteligente del creador divino se puede dar cuenta cabalmente de la relación causal. Pero tiene cuidado y aclara que no se trata de la sustancia simple del panteísmo ni del espinosismo. En el parágrafo 81 Kant critica la teoría de la epigénesis de su época porque no explica cómo de lo inanimado puede surgir lo animado. En el 83 ve al hombre como el último fin de la naturaleza, y la cultura es el último fin del hombre, capaz de elevarlo sobre los sentidos, hacia la razón y poner un  fin a la naturaleza. Esto es que la razón tiene fines suprasensibles. Así en parágrafo 84 afirmará que el hombre es el fin final de la creación como ser moral. Sólo la teología moral corrige la teología física. Ella conduce al concepto de seres del mundo bajo leyes morales. El fin final de Dios es el hombre bajo leyes morales (parágrafo 86).

Esta profunda verdad ha estado presente en las milenarias tradiciones religiosas y es resultado de la intuición analógica del filosofar simbólico. Pero Kant es más agudo y señala que la teología física por sí sola sólo conduce a la demonología o al chamanismo. Y cuando enfrenta la necesidad de la idea de Dios afirma: No es por temor sino por la razón que se piensa la causa suprema como divinidad. Por la exigencia moral de la razón pura práctica es posible representar un legislador moral fuera del mundo. El hombre necesita de una inteligencia moral que le proporcione ser para el fin de su existencia. Pues la ley moral se desploma sin suponer la existencia de un creador moral del mundo. Esto es la prueba moral de la existencia de Dios (parágrafo 87).

Con su probidad característica Kant culminará las ultimas páginas de la CJ sosteniendo: 1. La limitación al uso práctico de nuestras ideas suprasensibles nos evitan caer en la teosofía, demonología, teúrgia e idolatría; 2. La idea de libertad es el único concepto suprasensible que demuestra su realidad objetiva en la naturaleza, amplía la razón más allá de los límites teóricos de la naturaleza y da esperanza en lo suprasensible; 3. Dios es impredicable, por eso no se le puede conocer lo que sea en absoluto teóricamente, sólo por analogía es pensable; y 4. Por el fin final que presenta le ética-teológica se demuestra que la ética no puede existir sin teología.

Las disquisiciones kantianas nos permitan sostener que el hombre a través del pensar analógico del filosofar simbólico ha pensado en Dios no por temor sino por la exigencia misma de la razón, y lo ha pensado porque la gran finalidad del mundo obliga a cavilar la causa suprema para ella. Entonces es posible un filosofar simbólico que se plantea el conocimiento de Dios y de lo suprasensible mediante las cualidades de su causalidad, pensadas sólo por analogía.

El filosofar simbólico es posible, ¿pero representa una prueba de la existencia de un filosofar mitocrático ancestral? Todos los hombres sin ser filósofos pueden llegar a pensar la idea de un ser suprasensible cavilando por la causa suprema del mundo, pero no todos los hombres se plantean un conocimiento de Dios y de su existencia (teología), pero el hecho es que no se puede hacer teología sin hacer filosofía simbólica. Es decir, el conocimiento de la causa suprema del mundo obliga a pensar que no puede existir sin filosofía simbólica. En consecuencia, la posibilidad del filosofar simbólico demuestra la posibilidad de un filosofar mitocrático ancestral. Así como es necesario tener una teología para la religión, es decir, para el uso moral o práctico, del mismo modo es necesario tener un filosofar simbólico para la teología, es decir, para el uso especulativo y práctico sobre el ser suprasensible.

Efectivamente, el caso es que en el mundo ancestral mística, magia y religión se mezclan, por tanto el conocimiento teológico de aquellos tiempos se presenta como éxtasis chamánico que se repite por miles y miles de años, pero que tiene de elemento transhistórico el filosofar simbólico. Esto es, que en el filosofar mitocrático la filosofía simbólica no es mera especulación teórica, sino ascensión al mundo de lo místico por técnicas alucinógenas, ejercicios somáticos o facultades paranormales. En realidad, y como lo ilustra Mircea Eliade, el filosofar simbólico en el mundo ancestral se ejerce por reclutamiento, transmisión hereditaria, vocación mística y adquisición de poderes chamánicos. Y esto se da así entre los Tunguses, Manchúes, Ostiacos, Buriatos, araucanos, siberianos, esquimales, amazónicos, budismo, tantrismo, lamaísmo, etc. De ahí el carácter iniciático y secreto del ancestral filosofar simbólico, caracterizado por la radical separación entre lo profano y lo sagrado que pertenecen a los pueblos llamados “sin historia”.

En este sentido la historia de las religiones presta un gran servicio a la indagación del filosofar simbólico, pero no puede reemplazarlo porque, en última instancia, la filosofía mitocrática busca revelarnos la morfología y la historia de este complejo fenómeno filosófico que está detrás de todos los fenómenos religiosos, y que nos revela quizá la verdadera situación del hombre en el cosmos. En realidad, el estudio del fenómeno del filosofar simbólico nos remite a un núcleo de difícil explicación porque está referido a una situación-límite del hombre.

Por eso cuando los hechos religiosos muestran un eterno retorno a un instante intemporal lo que está detrás es la visión simbólica de la “forma divina”. La admiración por la forma divina y la emoción que la acompaña no es por completo asimilable al hecho religioso, pues exige reflexión simbólica e intuición analógica para elaborar su idea. Y en esto consiste precisamente el modus operandi del filosofar mitocrático.

Esta aproximación entre la figura del chamán con la del filósofo simbólico nos recuerda a Pitágoras y a Empédocles, personajes cuasi-místicos y taumatúrgicos entre los presocráticos dentro de la filosofía griega. Pero el filosofar simbólico no pertenece solamente al ámbito de la filosofía mitocrática, sino que también está presente en la filosofía logocrática porque es posible en cualquier grado de civilización y situación religiosa. Paracelso, Weigel, Telesio, Agripa, Boheme y Giordano Bruno son especialmente un buen ejemplo de ello.

En cambio el idealismo alemán, con Fichte, Schelling y Hegel, llevó al idealismo moderno a conciliar ciencia y religión, a armonizar el substancialismo cristiano con el mecanicismo materialista y metafísico de las ciencias naturales, pero dentro de un esquema especulativo y predominantemente logocrático. Así es comprensible encontrar en Hegel, el pináculo de la filosofía idealista, un historicismo donde el logicismo se amalgama con el misticismo. Esto permite decir que el filosofar simbólico es inherente a la situación límite de la condición humana. Es más, es posible admitir sin problemas lo afirmado por Heimsoeth (La metafísica moderna), respecto a que la conciencia científica no va unida a la disolución del pensamiento metafísico. Por el contrario, el espíritu antimetafísico positivista de los siglos XVIII-XIX son simples periodos intermedios en medio de la perduración constante de la metafísica en la modernidad. La metafísica sigue siendo la raíz de novedades y descubrimientos más importantes de la vida cultural y es el punto nodal donde confluye lo simbólico con lo conceptual, la milenaria tradición mitocrática y la ática tradición logocrática.

Por tanto es falso que la metafísica esté en disolución y, por eso, la hermenéutica posmoderna del hombre sin absolutos, es en realidad el predominio de la exacerbación de la metafísica subjetiva, donde el ego único ha derivado hacia una nihilista multiplicación de mónadas relativistas con su propia voluntad de verdad. La hermenéutica de la facticidad desde la ontología fundamental de la finitud, es decir que sólo toma en cuenta lo inmanente y descarta la dimensión trascendente del hombre, o sea caracterizada por la renuncia al ser y el triunfo del para-mí, por parte de Heidegger, Gadamer, Rorty, Vattimo y compañía, es tan sólo un episodio antimetafísico intermedio dentro de la historia misma de la metafísica de la modernidad.

Por tanto aquellas palabras tan descaminadas, estrechamente positivistas y carentes de perspectiva histórica de Sigmund Freud no tienen futuro: “Probablemente no se imagina Usted cuán lejos me siento de todos estos rodeos de los filósofos. La satisfacción que me procuran es el hecho de no participar en este lamentable despilfarro de la capacidad intelectual. No hay duda de que los filósofos creen contribuir al desarrollo del pensamiento humano, pero detrás de todo esto hay siempre un problema psicológico o incluso psicopatológico”. Al contrario, el propio psicoanálisis sería objeto de duros ataques de conductistas y empiristas, que lo acusaban de hacer presuposiciones metafísicas y con lo cual sería desahuciado de su estatuto científico.

Al parecer el propio genio de Freud no llegó a comprender todo el alcance epistemológico de su teoría psicoanalítica, tan necesitada de presupuestos metafísicos. En cambio en el psicoanálisis jungiano los símbolos y los arquetipos cobran un rol protagónico, y en general todo el psicoanálisis será un esfuerzo de desciframiento de símbolos del inconsciente. Así el psicoanálisis lacaniano (artículo de J. Lacan “Ciencia y Verdad”, incluido en Escritos I) se reconoce abiertamente subjetivo, parte de las lógicas inconsistentes que suprimen la contradicción, no impone, sino escucha y capta la subjetividad, no ocupa el lugar de Dios, no es ciencia ni lo no es. Con lo cual la metafísica se vuelve a mostrar fecunda para el propio desarrollo de la ciencia.

Consideraciones epistemológicas y filosófico-religiosas están relacionadas con el auge logrado en los últimos tiempos por el símbolo, hasta el punto de ser vista como la nueva clave de la filosofía.

Del símbolo se han hecho dos tipos de usos: el epistemológico y el filosófico religioso. En el epistemológico el símbolo es el modo como se expresa una realidad a través de notaciones conceptuales, lingüísticas o significativas, que no corresponden a un universo inteligible y substante. Así, el símbolo es una notación útil (criticismo regulativo, operacionalismo, pragmatismo, fenomenismo). En el filosófico-religioso el símbolo es considerado como algo que expresa una realidad inaccesible teóricamente (Schleiermacher, Sabatier, Le Roy, Klages).

La autora S. K. Langer consideró en su libro Philosophy in a New Key, que la concepción de los datos de los sentidos como símbolos y la manipulación simbólica lógico-matemática de lo real, ha permitido que el conocimiento humano se presente como una estructura de hechos que son símbolos y de leyes que son sus significaciones. Así, lo propio del hombre sería su notable poder de simbolización, que empezaría con la palabra y concluiría con una simbolización general en todos los órdenes para tratar con lo real.

Ya Cassirer en su teoría del hombre como animal symbolicum había sentado las bases de esta interpretación, pues el concepto de símbolo permite abarcar la totalidad de los fenómenos en los cuales se presenta un cumplimiento significativo de lo sensible, donde lo sensible se manifiesta como encarnación de lo sentido (Filosofía de las formas simbólicas).

Sin embargo, para Cassirer el símbolo tiene valor metodológico-cognoscitivo más no ontológico, esto es, que no describe las cosas como son sino que es un instrumento del conocimiento, una convención apriórica. En buena cuenta esto lleva hacia un solipsismo cultural, pues el hombre no trata con la realidad sino con sus símbolos. Al reconocerle sólo la función de objetivar pero no de intuir ideas y esencias, lo que hace es encerrar al animal simbólico en sus propias abstracciones. Su mérito estriba en reivindicar junto a la definición clásica del hombre como “animal racional”, la nueva definición de “animal simbólico”. El hombre es superior a las demás especies por su espacio simbólico, pero el símbolo humano no sólo es ideal y relacional-abstracto, sino que son ideas intuitivas que exponen indirectamente un concepto por medio de la analogía.

Es decir, dentro de todas las abstracciones humanas el símbolo es lo más cercano al ser que al conocer, a la existencia que a la esencia. El símbolo es el testimonio más cercano que el conocer no es la causa del ser y que se trata más bien de lo contrario, a saber, que el Ser se antepone al conocer, lo ontológico a lo epistemológico y asume como evidencia primera que las cosas son, se basa en el objeto y la certeza sensible. El símbolo, junto a las emociones, es lo más próximo al realismo, porque intuye que el ser es lo previo e indemostrable a la razón y que el ser no se encuentra en el pensamiento. En el símbolo se reconoce que el ser sobrepasa al pensar, que éste es falible y auto corregible y permite postular desde la existencia de las cosas a un ser supremo, que está más allá de lo temporal, es creador y eterno. En una palabra. El símbolo ayuda al hombre de todas las edades a escapar del cientismo, escepticismo, la increencia y el nihilismo, a superar la metafísica inmanente del hombre posmoderno y dar fundamento concreto a la metafísica trascendente. Pero obviamente el símbolo no lo es todo y el concepto, su contrapartida, es también indispensable.

El pensamiento simbólico es lo que está detrás de la explicación mítica, metafísica y pragmática.Pues, la generalización simbólica de la ciencia con su manipulación lógica y matemática posee funciones metafóricas, porque no vemos en absoluto electrones, corrientes eléctricas, los campos, los bosones y la partícula de Higgs, sino más bien mediciones de entidades inobservables que para su comprensión exige la metáfora de hacer corresponder a la teoría física la existencia ontológica de dicha entidad. En otras palabras la generalización simbólica de la ciencia nos lleva de manera ineliminable hacia la metáfora. Por tanto, la ciencia exige en su análisis e interpretación un modelo heurístico que hace uso de la metáfora para poder dar cuenta del modelo ontológico. Es más, sin el uso metafórico que implica la generalización simbólica no hay posibilidad de manipulación instrumental y aplicativa de la ciencia. En otras palabras, la interpretación comienza donde acaba la percepción. Ser no es percipi.

Pero el pensamiento simbólico contiene en su parte medular una filosofía simbólica, como aquella que lleva al pensar concreto no a cualquier pensar abstracto, sino al pensar abstracto por excelencia, como es el pensar lo divino por analogía. En el pensar concreto las reglas de la analogía sirven para su potenciación máxima, pero en el pensar lo divino las reglas de la analogía demuestran su limitación. Es casi como decir que el hombre es por excelencia un animal analógico antes que simbólico, porque mediante la analogía lleva lo abstracto hacia una visión más amplia del mundo. Pero lo analógico como carácter esencial del símbolo primario muestra una dinámica creadora de índole estética, lo cual es casi como afirmar que el hombre es una criatura estética porque estructura el universo mediante formas. Esto hace del acto estético el acto primario del universo cultural humano, explayación de lo puramente intuitivo, y la primera expresión de lo universal y espiritual o de la subjetividad universal.

La analogía es correlación entre órdenes diversos. La relación entre lógica y realidad no es una relación entre cosas sino entre órdenes distintos de la realidad, relación que puede ser reproductivo, analógico o simbólico. Pero en el carácter esencial del símbolo primario no sólo reluce la unidad oscilante entre lo intuitivo y lo formal, como señala Ogden y Richards en El significado del significado y Wilbur M. Urban en Lenguaje y realidad, sino la pulsión estética del libre juego de las facultades representativas humanas. Por lo tanto, el símbolo no sólo es la coincidencia entre el objeto intuíble y la representación simbólica, o la analogía entis tan bien desarrollada durante la escolástica, sino que contiene a la vez el principio estético de un ente racional cuya dinámica creadora encuentra su principal resorte en la analogía y la simbolización metafórica.

Habría entonces una prehistoria de la analogía del ente antes que Aristóteles la sistematizara en el campo ontológico y que culminara con la analogía de la proporcionalidad en el tomismo. Pero la noción analógica del ser, que como problema capital entre el Creador y los entes creados aspira ser resuelta por la teología escolástica, es en realidad herencia remota de la dialéctica del filosofar simbólico. No obstante, tal herencia es interrumpida durante la filosofía moderna para referirse a la analogía en términos metafóricos, nada metafísicos y sustancialistas, sobretodo en las tendencias fenomenalistas y funcionalistas. Pero como hemos visto la metafísica no sólo perdura durante la modernidad, sino que los ataques contra ella son fases intermedias de su propio avance.

Entonces, y para concluir -en un asunto tan inconcluso-, volvemos a la pregunta del inicio: ¿es posible la filosofía simbólica como filosofar arcaico y precursor del filosofar logocrático? Como acto primario del libre juego de las facultades creadoras de la representación humana todo indica que es posible.

Lima, Salamanca 16 de febrero del 2013

miércoles, 6 de febrero de 2013

¿ARTE SIN BELLEZA ES ARTE?

¿ARTE SIN BELLEZA ES ARTE?
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
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Sin belleza no habría nada que hacer en el mundo
Dostoievski

Patidifusos es como quedamos cuando salimos de una galería de arte moderno o ultramoderno. Y casi siempre después de habernos sentido un pobre pelafustán en aquellas exposiciones incomprensibles, que nos hacen pasar la pena negra, es inevitable que llene nuestro cacumen la pregunta siguiente: ¿Será posible que el arte occidental, heredero directo del arte griego, es decir, del arte clásico, encabezada por los helenos, que logró descubrir la mejor expresión y formas que correspondían a nuestra constitución anatómica, fisiológica, psicológica y cósmica, haya venido a parar en semejantes mamotretos y cachivaches que parecen salidos de seseras extraviadas y que, sin embargo, resultan ser tan valoradas por nuestros escabrosos contemporáneos, que nos hacen pensar que si, más bien, no es a nosotros a quienes se nos ha traspapelado la ruta de Pozosdulces?

Ni Atila ni Gengis Kahn podría haber hecho mejor faena. Se ha echado por la borda cada obra maestra del arte clásico, se ha desechado toda la herencia artística que la conciencia haya apreciado. Con complejo adánico nuestros novísimos artistas alucinan que son libres para comenzar de nuevo como hombres primitivos. Pero como donde hubo fuego siempre quedan cenizas, resulta que su dorada y pseudo-nueva edad de piedra no es más que un bamboleo hacia la barbarie. Entonces, resuenan como campanazos en nuestros oídos las controvertidas páginas de La deshumanización del arte de Ortega y Gasset.

Efectivamente, mientras un Vargas Llosa afirma sin ningún empacho que la pintura de la civilización del espectáculo está podrida a raíz de que ya no existe ningún criterio objetivo de belleza desde el cubismo y la no figuración, por el contrario, piensa Ortega que el arte deshumanizado es la superación del arte figurativo romántico, hecha  para las masas, y, en cambio, el nuevo arte está hecho para los hombres selectos de las elites, que pueden entender cómo se pintan las ideas. Lo que Ortega celebra es un arte alejado del hombre masa, de la experiencia vulgar y corriente. No hay duda de que su teoría estética se da la mano con su teoría de las minorías egregias.

Pero la pregunta que realmente debemos formularnos consiste en: ¿estamos haciendo arte al realzar la forma antes que intencionalidad humana en la obra de arte? Ortega despotrica contra el arte sentimental del romanticismo, tanto en pintura, música y literatura, y elogia el arte de vanguardia por ser deshumanizado, intrascendente, lúdico e irónico. Celebra la desrealización y deformación de la realidad e insta a superar el “asco a la forma viva”.

Es inevitable preguntarse: qué hubiese opinado Ortega de haber tenido la ocasión, por lo demás desagradable, de estar en la exposición coprolítica que tuvo lugar en el renombrado Royal Academy of Arts de Londres, cuando el joven alumno del Royal College of Art, Chris Ofili, montó sus obras sobre bases de heces de elefante y al añadirle la blasfema y pornográfica pieza de la Virgen María. Estamos seguros que nuestro elitista y condiscípulo socrático no hubiera podido salir airoso y evitar el dichoso “asco a la forma viva”. Sin arrumacos pícaros y reveseros, la rebelión de las masas le hubiera retrucado una deserción de las elites.

Como reza el refrán: “De menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete”. Ciertamente, la historia del arte es la historia que ha contribuido a la humanización del hombre, porque la aspiración fundamental de la humanidad a través del arte es la realización más alta de su propia satisfacción a través de la armonía entre forma y fondo, en vez del predominio abstracto de la pura forma. En este sentido, la deshumanización del arte que caracteriza al arte de vanguardia, según Ortega, no es sino la justificación ideológica de una sociedad perturbada por la desigualdad e injustica social y moral. Es una lástima que Ortega haya equiparado humanización con la experiencia vulgar y corriente que caracteriza al hombre-masa. Este lastre ideológico resultó ser un impedimento serio para advertir que el culto a la “forma viva” no era sino la barbarización del propio arte.

Se podría pensar que el cubismo de Picasso y Dalí es aceptado actualmente por las masas y por tanto éstas se han vuelto más cultivadas y refinadas. Pero así como toda voz dulce y argentina no es siempre una lluvia de perlas, del mismo modo se puede sostener que dicha aceptación universal no signifique un avance sino la extensión de la enfermedad de una civilización que declina.

Se podría pensar que quien escribe estas líneas basa sus ideas, prejuicios y aversiones sobre el arte en un canon ya superado, y que tiende a tomar lo artístico por lo sensorialmente bello. No debería defenderme demasiado contra este cargo sin antes comprender lo que es el arte mismo. Por lo demás, una teoría estética no exige del artista que sea un dechado de virtudes. El ejemplo clásico es Perugino, el más arcádico de los artistas, pero habitante de la más sanguinaria ciudad de Italia, Siena, siendo él mismo un asesino. Tampoco tener gusto estético significa tener en sí valores humanos. Los testimonios de los sobrevivientes del holocausto nazi nos dan a conocer cómo el jefe de campo de las SS ordenaba las ejecuciones y maltratos más ignominiosos mientras escuchaba música de Schubert, Liszt o Beethoven. Tener hormiguillo por el arte no representa obligatoriamente poner en práctica los más altos valores humanos.

Qué es el arte. Sin chicoleos capaces de sacar de quicio a una estatua de Fidias, se puede afirmar que las definiciones filosóficas del arte son numerosas. Lo común es que es considerado como una actividad humana cuya función es muy particular. El arte no es salvación ni actividad útil ni conocimiento. Es actividad contemplativa no cognoscitiva, es intuitiva. Fija lo transitorio en algo permanente al reproducirlo en una forma. Expresa no siempre lo bello, sino lo interior. La Naturaleza también puede ser obra de arte para una mente artística. El arte siempre posee una carga emotiva, es pues la expresión de la emoción por la forma. Y en la explicación de su función hay que tomar en cuenta las condiciones dentro de las cuales se da el quehacer artístico.

Sobre esto último se puede acotar que los detractores del arte moderno no sólo han sido sólo de extrema izquierda o de extrema derecha, sino incluso críticos, historiadores y filósofos, que han censurado su condición de arte.

Ya hemos visto que Ortega acuñó la frase “deshumanización del arte” para enfatizar la ruptura del hombre con la realidad, como triunfo de los valores de la ironía y de la juventud sobre lo serio y adulto. Plejánov acusó al arte joven de idealismo subjetivo por entronizar el Yo  como única realidad. Los críticos de los años 20 calificaron a Cezanne, Picasso y compañía como los tartufos del arte. Hitler la condenaba en pro de un arte popular. El conocido crítico E. H. Gombrich señaló que su esencia es el rompimiento con el tema y su reemplazo por el motivo. Otros, como Hans Seldmayr, vieron en el arte joven un arte descentrado, producto de un profundo antihumanismo y desarrollo inarmónico del espíritu humano. En esta línea E. Kahler advirtió la desintegración de la forma, la desintegración de la forma y de la conciencia, en cambio el vanguardismo aprovecha el inconsciente, es el triunfo de la razón funcional sobre la racionalidad humana, es la destrucción total de la coherencia y de la conciencia, no hay plasmación de nueva forma, no hay arte, hay destrucción de la conciencia humana. Para Caturla hay inautenticidad y rigidez. Puro negocio y propaganda para R. Rey y G. A. Dondero.

Por estos angostos desfiladeros donde se nos deshilacha el canastillo, no nos desplazamos como el perro de Juan Molleja, que antes que le caiga palo ya se queja. Al contrario, tenemos que preguntarnos si se trata el arte conceptual de un puro desencuentro o, antes bien, la crítica cultural enumerada arriba es justa. ¿Implica el arte moderno un giro metafísico del par-mí de la subjetividad al para-otro del Ser?

Veamos. ¿El aspecto progresista del arte moderno reside en que canceló la hemorragia de subjetividad de la modernidad? ¿Su ruptura con el hombre, el tema y la realidad puede ser, acaso, una reasunción del ser? Creemos que aquí ocurre todo lo contrario. La susodicha desrealización de la realidad por el arte conceptual o arte de vanguardia es, en realidad, no un encuentro con el ser, sino su desencuentro, porque lo que hace es profundizar el hiato entre el para-mí y el para-otro, entre el hombre y la realidad. Es un arte nominalista, antisubstancialista, antiesencialista, formalista, incapaz de servir de llave ontológica del universo porque ya no es el ser el que interroga al hombre ni el hombre el que interroga al ser, sino el azucarillo amerengado de su propia subjetividad extraviada.

Y antes de que se nos suba la mostaza a las narices hay que decir que en el arte moderno o vanguardista no hay tal supremacía sobre la realidad a través de la idea, al contrario, lo que tenemos es orfandad de ideas. La alegría que se siente por un hallazgo tan bellaco se explica al reparar en que el arte joven se refuta a sí mismo al admitir que el abstraccionismo no contiene nada originalmente real. Por tanto es puro nihilismo del motivo. Es el triunfo de la razón funcional sobre la razón substancial. La incoherencia y la desarmonía marcan el tono. Es un seudo-arte porque destruye la conciencia y el sentido de la expresión artística misma.

En el arte pop y conceptual todo sucede como en aquel avaro hasta el extremo, de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido reloj, por no dar, no da ni las horas. No hay que exagerar para decir que en vez de artistas parecen devotos del aguardiente, pues en ellos ha desaparecido toda búsqueda valorativa humana. Entonces es explicable la simpatía gazmoña que siente hacia ella una sociedad sumida en la alienación hasta límites de la cosificación. Una sociedad anestesiada ante el valor tenía que esculpirse un arte a su medida, esto es, anética y nihilista.

Aquí hay que notar un hecho más grande que el Escorial. Y es que desde la modernidad el arte no surge desde el ser real sino en combate con el ser real. Esta degradación metafísica del arte se debe al predominio del empirismo, que no sólo poco a poco va marchitando el arte humano de soñar despierto, sino, que reduce el ser a lo fáctico y lo bello a la invención más descabellada para oponerlo a lo real. Es por ello que siempre me ha parecido que la saga de Tolkien El Señor de los Anillos o la de Harry Potter de la autora británica J. K. Rowling, en vez de representar una vigorización de nuestra imaginación, es, al contrario, un descenso de la fantasía, porque ha perdido la fe en la razón y en lo trascendente y misterioso. La fantasía sin fe en lo religioso y en la razón se convierte en un hediondo ejercicio onanista que extravía la conciencia desorganizándola.

La formalización empirista de la cultura actual hizo que el arte quede más pelado que roedor de colegio. En la estética contemporánea lo bello no es lo real. Kierkegaard remite lo bello a lo irracional e insignificante. Wittgenstein lo confina a lo no verdadero e incomunicable. Gadamer hace de la verdad y de lo bello cuestión de interpretación. Rorty lo reduce a gusto subjetivo. Y todo empieza cuando la estética moderna separa lo bello del conocimiento. Así, Baumgarten convierte lo bello en producción subjetiva. Kant en experiencia subjetiva opuesta al concepto. Hegel hace de lo bello una verdad del espíritu absoluto, lo cual se hace consciente en el artista.

Pero no siempre la humanidad anduvo desempedrando las calles del arte. Hay autores que resaltan lo bello como origen del conocimiento. Paul Cezanne señala la profundidad ontológica del arte. Von Balthassar distingue en lo bello la forma y el esplendor o gloria del ser. Pierce indica el origen estético y ético de la lógica. San Vitore enfatiza que el origen del conocimiento es la atención frente a lo inesperado. Lejos de ser tontos de capirote no dudaron en sostener que lo bello es el cumplimiento del ser. Dionisio consideró que la belleza es la estructura de fondo de cada cosa, la tomó como causa eficiente, final y ejemplar. Y en Dostoievski sin belleza no habría nada que hacer en el mundo.

Esta recopilación con hábito de lego, nos lleva a preguntarnos: ¿Es la tarea del pensamiento actual recuperar lo bello como cumplimiento ontológico del ser, superando el perspectivismo subjetivista, nihilista y relativista de la modernidad y posmodernidad actual? ¿Es víctima el arte mismo de la conciencia cosificada de la razón moderna que todo lo formaliza y diluye lo ontológico? ¿Es el nominalismo artístico consecuencia de la idolatría de lo dado por la modernidad? ¿La recuperación del arte no transita por un giro metafísico antiempirista?

La verdad es que la susodicha moda de perder “asco a la forma” nos está llevando demasiado lejos en todo orden de cosas. Pero para no salir del tema del arte diremos que a éste se lo ha dejado como un pobrete de solemnidad, mantenido solamente por la ignorancia pública. Hoy se insiste que el arte no implica necesariamente lo bello y que cualquier objeto sin ser bello puede ser arte. Realmente nos da ganas de proferir una negativa profunda ante tanto capricho regio de exprimir la naranja cuando ya no tiene jugo.

Con gran sudor y aliento Danto se la ha emprendido a garrotazos contra Kant, diciendo: “En tiempos de Kant, arte implicaba por necesidad ser bello. Pero desde 1960 cuando aparece el arte pop la óptica kantiana es insuficiente para considerar un objeto como arte. Actualmente ya no existen diferencias formales que distinga una obra de arte de un objeto cualquiera. La pureza formal y la indiferencia del arte respecto al entorno han sido abolidas. Hoy es posible un arte comprometido con los intereses del mundo” (The Transfiguration of the Commonplace, Massachusetts, Harvard University Press, 1981).

Este diluvio contra el bando kantiano parece un juego de carnavales, porque se trata de hacer entrar en los cerebros que están fuera de su caja el artilugio de que cualquier objeto puede ser obra de arte. Así, para Danto el error de Kant fue no considerar el contenido de la obra de arte y basarse solamente en los aspectos formales. Sabio consejo, sobretodo, cuando arrugamos un papel para arrojarlo al tacho hay que tomarle previamente una foto, no vaya a ser que estemos botando una obra de arte.

Para Kant el juicio estético es incondicionado y tiene subjetividad universal. Pero Danto nos dice que existe belleza sin arte y arte sin belleza. ¿Nuestro grandísimo ingenio no será un charlatán embaucador? Para Danto el arte pop y el arte conceptual todavía participan de la belleza del arte, como capacidad para adoptar cualquier forma y medio de representación. En esto estaría pensando seguramente el coprolálico joven Chris Ofili con su deyección de elefante. Para Danto el arte se volvió camaleónico. ¡Pobre arte!

Si Danto tiene razón, entonces, en la época del pluralismo artístico sólo cabe diferenciar entre buen arte y mal arte, pero ya no es posible declarar que una obra de arte no es tal. La libertad del arte sería tal que se suprimen los paradigmas de belleza. De este modo, el arte posmoderno es la era del fin del arte porque lo que prima es la anarquía. Sería posible el arte sin belleza. ¡Viva la evacuación de los paquidermos!

Menos mal que no todo termina en el fondo de una copa. Las grandes obras de arte causan algunas veces escándalo, pero no siempre. Cuando el gran Miguel Ángel, creador de las esculturas de la Pietá y el Moisés, pintó aquellos desnudos en la bóveda de la Capilla Sixtina el Papa quedó escandalizado y ordenó que las cubriera. Su intención fue sólo reflejar cuanto Dios había creado en su infinita sabiduría. Cuando Wagner disminuyó en sus óperas la importancia de la voz y elevó el poder expresivo de la orquesta, causó asombro por romper con los elementos generalizados de la ópera italiana. Y cuando los impresionistas Pissarro, Sisley, Monet, Manet y Renoir adaptaron su manejo del pincel a la representación de todo tipo de texturas produjeron reflejos y pinceladas tan vigorosas que dejaron perplejos a todos por la manera en que empleaban el color.

Kant escribía, con su profundidad característica, que el arte no es bueno, ni útil, ni agradable, sino, que es el juego libre del espíritu. Por eso es finalidad formal subjetiva que excluye todo fin. La obra de arte, decía, es la objetivación del sentimiento estético. Lo estético surge de la combinación genial de la naturaleza con lo moral. Esto es, que para Kant en lo bello hay también moralidad y no sólo naturaleza. Justamente es esto lo que le falta al arte conceptual o, mal llamado, de vanguardia. Es precisamente la presencia de lo moral en lo estético lo que impide que cualquier objeto sea obra de arte. Danto está equivocado. Lo bello se encuentra en la naturaleza, lo sublime en la moralidad. Es cierto que la obra de arte no es necesariamente bella, puede ser terrible, pero incluso lo terrible es un estímulo para que el espíritu piense el ideal de belleza como expresión de lo moral.

Lo bello es símbolo de lo moral, tiene relación con el sentimiento del sujeto contemplativo, pero es un sentimiento que no está desprovisto de contenido moral. Nada grande se ha conseguido en el arte sin la presencia de lo moral en el sentimiento estético. El objeto bello de la naturaleza exige gusto, el arte bello de la representación estética exige genio. Kant admite el genio sin gusto (fealdad, asco) y el gusto sin genio (arte mecánico, útil o ciencia). El genio tiene gusto espiritual, el ingenio tiene gusto sensorial. Pero diremos que hoy pululan por las galerías de arte los ingenios sin inspiración ni arte. Pues la imaginación creadora, escribe Kant en su Crítica del Juicio,  ocasiona tanto pensamiento que extiende estéticamente el concepto de modo ilimitado y hace pensar más de lo que se puede expresar en palabras. La idea estética hace que pensemos en un concepto muchas cosas inefables. Genio es el talento para expresar lo inefable ya sea en la poesía, música, pintura, escultura, arquitectura. Mentecato es el que se distingue sin espíritu (CJ § 49). Y para estar seguros de lo que es arte bello, nos enumera sus cuatro características: imaginación, entendimiento, espíritu y gusto. La combinación perfecta de la que carece el arte conceptual.

En una palabra, para Kant el genio no debe ser ahogado en su libertad, pero la manera de identificarlo es que crea belleza como símbolo analógico de la moralidad. Es por eso, concluye Kant, que en el fondo y por analogía el gusto es el desarrollo de las ideas morales y la cultura del sentimiento moral. He ahí el talón de Aquiles del arte abstracto porque en el fondo está desvinculado de la moralidad como reflejo de una cultura que no desarrolla su sentimiento moral.

Una añeja máxima dice: de qué sirve correr al beaterio para dar a Dios el hueso después de haber regalado la carne al demonio. En este sentido y para concluir, respondemos a la pregunta que da título a las presentes cuartillas, diciendo, a contrapelo de nuestra anética y nihilista época: que el arte sin belleza no es arte bello, a lo sumo podrá ser arte agradable a los sentidos, pero jamás será arte bello porque éste está siempre transido de moralidad plena.

Lima, Salamanca 06 de febrero del 2013

martes, 5 de febrero de 2013

HEGEL Y DIOS

HEGEL Y DIOS
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

El problema de Dios es una de las cuestiones capitales de la metafísica, y Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo.

Ahora bien, este tema tiene importancia para nuestro tiempo descreído, que niega toda validez en la creencia en Dios por ser indemostrable empíricamente, y porque rechazando el argumento metafísico y las verdades de fe, alimenta bajo cuerda el argumento teosófico, que pretende producir un conocimiento teórico de lo divino y de su existencia. Lo cual es pasmoso al suponer fantasiosamente que la inteligencia humana puede ponerse al nivel de la suprema inteligencia. Es más, como la idea de Dios no nace del temor sino que surge de la razón misma, o como bien reza el Evangelio: “No sólo de pan vive el hombre”, el hombre posmoderno de nuestro tiempo, después de la inhibición religiosa de la modernidad, no cesa de hacerse una religión a la carta, que en realidad es el brote anárquico de la indesarraigable fe en Dios que radica en el fondo misterioso de la persona humana. El hombre actual que vive en medio de un superdesarrollo material y dentro de un enanismo moral, confundido en medio de un humanismo sin Dios, vuelve la mirada extraviada hacia toda clase de creencias ocultistas y esotéricas devaluadas que trafican con la credibilidad de las gentes. A este penoso estado del espíritu religioso J. Berger y L. Pauwels le dedicaron su libro El retorno de los brujos.

En este contexto es valioso volver a examinar la idea de Dios que tuvo Hegel, no sólo porque está relacionado con el humanismo sin Dios de nuestro tiempo, sino, también, porque en su planteamiento está encerrado un poderoso impulso hacia la teología de la praxis, que tan especial repercusión sigue teniendo en América Latina.

La filosofía hegeliana ejerció una considerable influencia durante el siglo XIX (en Alemania es fundamental la importancia que tiene para el marxismo, luego retrocede con Herbart, Lotze, el empiriocriticismo y el neokantismo para ser rescatado por la filosofía de lo inconsciente de Eduard von Hartmann; en Francia es recepcionado por Victor Cousin, los positivistas Taine y Renán, Vacherot –que luego lo repudia-, Mignet-que lo tilda de ateísmo disfrazado-, y Hamelin –que adopta su método y se aparta de su doctrina-; en 1840 se difunde en Rusia con Bakunin, Bielinski y Herzen –los cuales luego lo rechazan-, y en Inglaterra a partir de 1850 con Green, Bradley y Bosanquet) y, tras un largo eclipse en el que reina el positivismo de Comte y sus exequias de la religión trascendente, reapareció en el siglo XX asociado a corrientes totalmente opuestas del pensamiento (en el devenir del vitalismo bergsoniano, el esfuerzo por alcanzar el eidos en la fenomenología husserliana, el panteísmo final de Max Scheler, el esfuerzo de Merleau Ponty por demostrar que hay un existencialismo en el Hegel de la Fenomenología, en la distinción jasperiana entre el mundo del ser como universalidad y el mundo del ser como existencia, por el lugar preferencial otorgado en la filosofía heideggeriana al devenir, la temporalidad, la historia, al lenguaje, la libertad como una forma de necesidad y al ateísmo, y en la temática y jerga retomada por Sartre).

Pero la presencia del hegelianismo no se limitó a las filosofías de la esencia y de la existencia, pues también se extendió a las filosofías del ser (el primado ontológico de Nicolai Hartmann, el dinamicismo evolucionista de Whitehead, el emergentismo de Samuel Alexander, la metafísica histórica de Collingwood).

Pero como en la historia no hay nada que dure para siempre, salvo el propio devenir, el hegelianismo vuelve a entrar en eclipse con el auge del tercer neopositivismo llamado positivismo lógico, calificado en ocasiones de empirismo científico (el primer positivismo clásico se asocian a Comte y John Stuart Mill, y el segundo positivismo se vincula al empiriocriticismo de Mach y Avenarius, al ficcionalismo de Vaihinger y al neokantismo). Dicho eclipse hegeliano está asociado no sólo al círculo de Viena, el convencionalismo, operacionalismo y a la filosofía lingüística, sino también al primer y segundo estructuralismo, al postestructuralismo y, finalmente, al posmodernismo. Todos los cuales unen la tendencia antimetafísica, el combate al esencialismo, la reivindicación del relativismo, el auge de las metanarrativas y la posición agnóstica y ecléctica que postula que de la existencia del mundo sólo podemos tener creencias, más nunca un conocimiento objetivo. En el posmodernismo, y a través de Francis Fukuyama, apenas sobrevive débilmente la versión ideologizada del final de la historia hegeliana, esto es, la faz conservadora de su filosofía de la historia.

Pero es más. Podemos preguntarnos si el descubrimiento paralelo de Lukasiewicz y E. Post de que junto a la lógica matemática de dos valores son posibles otras lógicas polivalentes, que se desarrollan sin contradicción y de forma completa, sirven de analogía para describir el propio pensamiento de la divinidad. Una lógica polivalente que se desarrolle de forma completa sin contradicción es una buena analogía para entender a un Dios trascendente y creador que actúa más allá de toda contradicción. Aquí ya no estamos ante el Dios inmanente hegeliano que se despliega por contradicciones, sino que vamos por analogía hacia la mente misma de Dios. Recordemos que para Hegel la Idea sólo existe como proceso, dialéctica y negatividad, pues el ser es la idea más abstracta y universal, la más vacía de contenido, equivale a la nada. En Hegel la Idea pura es el equivalente del pensamiento divino antes de la creación del mundo. Pero lo negativo, la contradicción, es el resorte del desenvolvimiento del ser. Y en la Enciclopedia § 214 nos enfatiza que la Idea es la dialéctica misma. 

La contradicción, el devenir es el álgebra de la filosofía de Hegel y sin ella no es comprensible la misma Idea pura. De esta manera, y quién lo imaginaría, el nuevo eclipse de Hegel sería fecundo en replantear el tema de la mente divina en términos no dialécticos. El sobreser –como dijo Juan Escoto Erígena-, que es el Dios Persona del cristianismo, pensaría las ideas arquetípicas sin contradicción alguna, diferente al proceder lógico del limitado pensamiento humano. La incomprensibilidad de la esencia de Dios, en el cual la esencia y la existencia se identifican, en nada mella la autonomía de la razón tanto humana como divina. El descubrimiento de una lógica sin contradicción, que nos haría pensar en la forma de la mente divina, se daría paradójicamente en medio de una época tan inmanente y descreída como la nuestra, caracterizada por el ocaso de la fe y el avance del materialismo hedonista. En otras palabras, la Idea pura como equivalente del pensamiento divino no se identificaría con la nada, como se afirma en la Teoría del Ser de la Lógica, pues antes de la creación del mundo es posible pensar, por analogía, la mente divina y sus ideas arquetípicas con una lógica completa y sin contradicción.

También la lógica polivalente sin contradicción nos remite a Nicolás de Cusa cuando afirma que lo incomprensible se capta no por la ratio, que es discursivo y conjetural, sino por el intelecto contemplativo, en cuya simplicidad los opuestos coinciden. En el cusano la coincidentia opositorum es el fundamento de la lógica de la razón contemplativa y no del conocimiento discursivo. Dios es la complicatio de la totalidad y la explicatio de todo lo que es. De esta forma se defendía de la acusación de panteísmo, dado que no afirma la coincidencia de Dios con la pluralidad, como sí ocurre en Hegel. Sin embargo, Cusa no prescinde de la negación porque se adscribe a la teología negativa y, en consecuencia, afirma que a Dios sólo se le conoce por medio de la negación, es decir, es lo no otro. Podemos decir que si bien Hegel piensa la explicatio de Dios, hasta límites que lo identifica, Cusa, en cambio, se concentra en la complicatio, se orienta al Uno Absoluto. De este modo, la coincidentia opositorum del cusano nos remite también hacia la lógica polivalente sin contradicción de Lukasiewicz y E. Post, porque enriquece el abordamiento de pensar analógicamente la mente de lo Uno Absoluto.

Por su parte, en medio de la marejada del neopositivismo las teologías de la praxis representan un rayo de vida progresista del influjo del hegelianismo. Recogen de la filosofía hegeliana una idea esencial: Dios no puede prescindir del mundo. Este aserto el padre Gustavo Gutiérrez, en su Teología de la Liberación, lo traduce así: la fe en Dios es inseparable del amor al prójimo, de su lucha revolucionaria por cambiar el mundo en la perspectiva del Reino. Otro teólogo peruano integrante de esta corriente de avanzada fue el padre Hugo Echegaray, quien en sus escritos se esforzó por demostrar que la teología de la liberación era la profundización consecuente del Concilio Vaticano II y Medellín, enfatizando que la Iglesia es el pueblo de Dios, donde la opción preferencial por los pobres es practicar la justicia social y el amor efectivo al prójimo.

En otras palabras, no hay anuncio del Reino sin solidaridad con los pobres, débiles y oprimidos del mundo. En el primer mundo, donde la pobreza no era algo común, donde el rico se olvida de Dios y cunde en las demás clases sociales el ateísmo práctico y el hedonismo, también se hace presente la teología de la esperanza de J. Moltmann, la teología de las revolución de Comblin, la teología del mundo de Metz, la teología de las realidades terrestres de G. Thils, la teología del laicado de Congar, la teología de la renovación de K. Rahner, entre otros. Aun cuando estas corrientes teológicas fueron activamente combatidas por su opción socialista bajo el pontificado de Juan Pablo II, siendo acusadas de marxistas y de predicar el odio entre clases, en la práctica sufrió un repliegue en los años 90 que permitió la implementación del capitalismo salvaje en América Latina, no obstante su presencia es poderosa e innegable.

Si queremos apretar en un puño lo esencial de las teologías de la praxis se tendría que decir lo siguiente. El moderno desarrollo teológico ha demostrado que era necesaria una nueva imagen de Dios, ya no solamente unida a la Naturaleza y a la Historia, sino a la propia libertad humana. Dios trino es amor, por eso la historia de su venida es un estar viniendo. No es posible hablar de Dios sin hablar del hombre, pues la predicación de Jesús no sólo es humanista sino también partidista. Dios de vivos y muertes aboga por una liberación universal. El futuro de Dios y el futuro del hombre quedan enlazados, Dios es futuro absoluto del hombre, de la historia y él mismo es futuro. La autorrealización de Dios es proceso de reconciliación del mundo. La autorrealización de Dios en Jesucristo no garantiza el éxito del proceso, pues es un proceso inconcluso, a pesar de que se acentúa la realidad de Dios. Sólo la consumación de su reino demostrará la realidad de Dios. El futuro de su reino es la realidad de Dios. La historia trinitaria de Dios, dice Moltmann en Trinidad y reino de Dios, está siendo vista como el drama de la enajenación intradivina. El destino humano de Dios, dice Schillebeeckx en Dios futuro del hombre, es la cima de su perfección porque es hacerse menos permaneciendo Dios. La teología procesal de R. Mellert, en su Teología del proceso y ser personal de Dios, propone un Dios creador, activo y dinámico, promotor de la libertad humana, más cerca de Jesucristo.

En una palabra, la teología de la praxis reparó en que hacía falta una nueva imagen de Dios más unida con el destino humano y conforme a la Encarnación y Resurrección de Jesucristo. La doctrina oficial de la Iglesia sobre Dios resultaba demasiado teísta, conservadora, fijada en la trascendencia de las relaciones intradivinas y haciendo falta poner mayor énfasis en la creación de un orden social justo. En el fondo todo ello representaba una exigencia al alto clero romano para deponer su tradicionalismo y conservadurismo, tanto teorético como práctico.

Pues bien, Hegel está presente en la teología de la praxis a través no del panteísmo, por supuesto, sino en la nueva imagen de Dios centrada en su inmanencia, en su conexión y compromiso con el hombre, en lo que Dios es para nosotros, unido a la historia y a la libertad humana. Otra cosa es inquirirse si la actual civilización descreída de occidente será capaz de asimilar la nueva imagen de Dios. Pero no hay duda que el cariz revolucionario de Hegel está presente en la nueva doctrina teológica de Dios.

Ahora bien, y para concluir, nos falta entrar en el debate sobre el Dios de Hegel. Para ello recordaremos lo afirmado al principio. Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo.

Pero antes de ello nos preguntamos qué hubiera pensado Kant de la empresa hegeliana. Y sin duda el genio de Kônigsberg nos hubiera recordado que cuando erróneamente los principios regulativos de la razón pura se toman por principios constitutivos, se genera un uso ilegítimo de la razón especulativa, que crea la ilusión de acceder al conocimiento del nóumeno y de conocimientos trascendentes. Cómo contestó Hegel a tamaño obstáculo, lo dice en su Lógica. “La filosofía crítica tiene en común con el empirismo el considerar la experiencia como único fundamento del conocimiento. Pero, para ella, el conocimiento se detiene en el fenómeno y no alcanza la verdad” (XL). Añade, además, que Kant no ha considerado las categorías en y para sí, sino, solamente como formas subjetivas y determinaciones finitas que no pueden contener la verdad. De esta manera, para el idealismo trascendental es imposible aprehender las cosas en sí, porque la realidad está colocada fuera del concepto, así un concepto y una realidad que no pueden acordarse entre sí son representaciones falsas. No obstante, Hegel reconoce que Kant fue el primero en diferenciar el entendimiento, finito y condicionado, de la razón, infinito e incondicionado (LII), en señalar que la contradicción es la esencia del pensamiento (LVIII), en demostrar que las antinomias indican la unidad de los opuestos y en despertar la conciencia de esta energía interna absoluta de la razón (LX). Y todo ello a pesar de incurrir en el yerro fundamental de reducir la razón a la pura identidad abstracta.

Efectivamente, para Hegel el entendimiento es una forma inferior del conocimiento: la del científico y de los antiguos metafísicos. Hegel mismo no se consideraba un pensador metafísico sino especulativo. Por el contrario, es la razón la que nos permite alcanzar el conocimiento de lo absoluto. Para Hegel los paralogismos de la razón no demuestran su impotencia, como pensaba Kant, sino solamente prueba que los metafísicos dogmáticos sólo razonan sobre conceptos mal determinados. Así, por ejemplo, la idea del alma concebida como sustancia simple opera sobre una idea inadecuada, porque el alma no es simple ni abstracta, sino activa, viva y concreta. En cuanto a las “antinomias” no se encuentran sólo en los cuatro objetos cosmológicos de los que habla Kant, sino se las encuentra en todas las ideas y en todas las cosas. Pues, para Hegel, la contradicción está en el ser mismo, todas las cosas son contradictorias en sí mismas. En una palabra, mientras el entendimiento aísla los diversos aspectos de las cosas, la razón aprehende las cosas en su totalidad.

Ahora bien, Hegel no llegó a estas conclusiones de golpe, porque antes se adhirió al idealismo de los poskantianos Fichte y Schelling. Estos se oponen radicalmente al dualismo de Kant a través de dos conceptos: identidad y totalidad. Mientras el constructivismo kantiano constituye solamente el objeto del conocimiento, el constructivismo de Fichte hace de la cosa en sí un absoluto subjetivo, constituye el objeto en tanto objeto. El constructivismo de Schelling, por su parte, desarrolla un idealismo objetivo, donde un absoluto neutro constituye la oposición entre el yo y el no-yo, la identidad indiferenciada de lo subjetivo y lo objetivo, que cree captar por la intuición intelectual. Pero Hegel a través de sus cursos de Jena es que rompe con la filosofía de la identidad schellingiana al completar en 1806 la Fenomenología del Espíritu. En el prefacio de esta obra rechaza el absoluto de Schelling, el cual surge como “salido de un pistoletazo” y en el que resulta como la noche en que “todos los gatos son pardos”. Acto seguido precisa el punto de partida de su filosofía: el absoluto debe ser considerado como sujeto que como sustancia, no es una entidad misteriosa del que se deduce el mundo real, sino la totalidad viviente que comprende todas sus determinaciones como momentos de su desenvolvimiento. Así quedaba planteado el idealismo absoluto de Hegel.

Este es el momento de abordar el último tema final y central: la idea de Dios en Hegel. Para ello recordaremos lo afirmado al comienzo de este ensayo, a saber, Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo. Y un buen punto de esclarecimiento es referirse a Spinoza, no sin antes olvidar que Hegel había estudiado cinco años la carrera eclesiástica en el seminario de Tubinga, aunque renunció a ser pastor. Hegel se refería a la filosofía de la identidad de Schelling como un “spinozismo kantiano”, pero al rechazar a Schelling rechaza a Spinoza, y lo que repudia es su filosofía de la sustancia, si bien permanece fiel al principio de la inmanencia. Lo que Hegel modifica de Spinoza es que su absoluto no es sustancia sino sujeto que se desenvuelve, deviene y evoluciona. En Spinoza el absoluto es a la vez extensión y pensamiento, en cambio en Hegel el absoluto es sucesivamente materia y espíritu. Así el alma, por ejemplo, resulta de una evolución de la Naturaleza, que es una exteriorización de la Idea absoluta, que se eleva del mecanismo a la vida, y en ella su último término es el pensamiento humano, donde el Espíritu absoluto acaba por tener conciencia de sí mismo. Esto es, la naturaleza evoluciona dialécticamente para hacer aparecer el espíritu.

De esta forma Hegel hace de la Razón la substancia misma del Universo. Pero mientras todas las corrientes anteriores de racionalismo se basaban en una idea trascendente del absoluto, en el panlogismo hegeliano se trata de una Idea en automovimiento o desarrollo dialéctico inmanente. En realidad, la filosofía hegeliana es una concepción del universo como estructura racional autosostenida. Esto hizo decir a Alfredo Weber que el absoluto hegeliano “no excede en nada las cosas, está en ellas enteramente, y en nada excede la capacidad intelectual del hombre”. Es por esto que Hegel supera la trascendencia del absoluto, y por ello es una doctrina apriorista por su método, pero empirista por su contenido efectivo.

Lo absoluto está en la totalidad concreta que evoluciona. Su concepción naturalista del mundo hizo del Espíritu la verdad de la materia misma.

No hay duda que el problema religioso ocupa un lugar de primer plano en el pensamiento hegeliano. Para fines del siglo XVIII el joven Hegel participaba de los ataques a la ortodoxia luterana, así lo demuestran los Escritos teológicos de juventud publicados por Nohl en 1907. Hegel como Hölderlin exaltaba el naturalismo de la Grecia pagana e invocaba las filosofías de la inmanencia. Abrazaba francamente el panteísmo. Pero es en los cursos de Berlín donde expone su concepción religiosa de madurez: Dios o el absoluto es lo común entre religión y filosofía, la unidad de lo infinito y lo finito la filosofía la piensa y la religión lo imagina, la verdadera relación entre lo finito y lo infinito no es el sentimiento (Jacobi, Schleiermacher) ni la metafísica del entendimiento (wolfianos y kantianos) sino por la razón, Dios no prescinde del mundo, está en el mundo.

Hegel se negaba a ser considerado un panteísta ateo, prefería ser visto como panteísta acosmista. Esto es, Dios es la única realidad verdadera y el mundo es su desarrollo o proceso. En cualquier caso la identificación de Dios con un absoluto metafísico es el primer paso a una despersonalización que facilita la identificación de la divinidad con la naturaleza. El panteísmo acosmista sería la antesala del panteísmo ateo.

Esto explica por qué Hegel era violentamente anticatólico. Victor Cousin recuerda que Hegel pensaba que un concordato sincero entre la religión y la filosofía sólo era posible dentro del protestantismo. Se declaraba enemigo del ceremonial de la Iglesia y ridiculizaba el dogma de la transubstanciación en forma que provocó la protesta colectiva del clero católico. Es cierto que otorgaba un elevado valor al cristianismo, sobretodo por la teología de la encarnación. Pero en realidad nos podemos preguntar qué queda de ella, de Dios trascendente, personal y providente, si al final el devenir universal es la encarnación continua de Dios, el cual deja de ser un ser exterior al mundo.

Es por ello que la metafísica dialéctica hegeliana no llega al conocimiento de Dios, sino al conocimiento de su creación. Su método dialéctico expone el derrotero del ser en el ente, pero no del ser en cuanto ser, es decir, de Dios en cuanto Dios. El mérito de la filosofía hegeliana estriba en denunciar la impotencia de la metafísica abstracta, que no explicaba el mundo, y del criticismo que negaba la explicación de lo eterno y divino. Su limitación es que la dialéctica no explica a Dios mismo, al Dios cristiano, trascedente e inmanente a la vez, sino que termina siendo reducido a un cariz panteísta e inmanente.

Esto explica en gran parte el derrotero de la escisión de la escuela hegeliana. Los hegelianos de izquierda (Strauss, Feuerbach, Max Stirner y Carlos Marx), llegaban a las mismas conclusiones que los hegelianos de derecha (Bruno Bauer, quien evolucionó de extrema derecha a extrema izquierda): no hay Dios trascendente, Dios está en el hombre. Mientras que en los hegelianos de centro (Michelet) sostendrán que Dios encarna en los seres finitos. El dilema se concentra en que en la filosofía hegeliana no hay un más allá, sólo existe un mundo dominado por un pensamiento inconsciente, un universal inmanente. De ahí que tenga sentido que Hegel afirme que el alma no tiene una realidad distinta de su relación con el cuerpo (Enciclopedia § 389).

Esto nos da pie a exponer las interpretaciones que hasta el momento se ofrecen de la postura religiosa de Hegel. Empezando por la más clásica, según la cual se trata de un panteísmo que personaliza el absoluto en el espíritu del hombre. Es decir, es en el espíritu del hombre donde Dios toma conciencia de sí. Y si la más alta conciencia de Dios es la filosófica, por tanto Dios es Hegel. No es casual que algunos panfletarios le hayan reprochado a Hegel la divinización de sí mismo. Esto es precisamente lo que escribe su alumno Heine en sus Confesiones. Esta interpretación panteísta se refuerza con lo que Hegel escribió en su Filosofía de la Religión, I: “Dios no sería Dios sin el mundo”. Otra interpretación es la sostenida por Haering, según la cual, el Espíritu absoluto estaría dotada de una conciencia reflexiva, enteramente condicionada por la conciencia que los espíritus finitos adquieren de él. Las elucidaciones de Nicolai Hartmann, Hyppolite y Jean Wahl han sostenido interpretaciones estrictamente panteístas de Hegel, donde la idea absoluta no sólo carece de conciencia propia sino incluso de existencia propia. Una última es la defendida por A. Kojève, que hace de la idea absoluta la esencia posible y necesaria del espíritu, que se realiza bajo los espíritus finitos, especialmente los sabios. Schopenhauer estaría asociado a esta interpretación al afirmar que se trata de un Dios que sólo puede alojarse “en el estúpido cráneo de un hombre”.

No está demás recordar que Cousin quedó profundamente afligido al aprender por boca de Michelet lo que era el Dios hegeliano. Un Dios sin conciencia, sin inteligencia, sin libertad y sin amor. Kierkegaard conserva la idea del devenir dialéctico ligado a la idea de la negatividad, pero se separa enseguida de Hegel al criticar junto a su historicismo la necesidad de la síntesis conciliadora. En Kierkegaard la dialéctica es discontinua, está hecha de saltos y rupturas, es una dialéctica de contrarios sin síntesis, donde el interior y el exterior jamás tienen el mismo contenido, pues eliminar la diferencia entre lo interior y exterior equivale a eliminar lo inefable e inconmensurable y da pábulo a la negación del Dios trascendente. Y Hamelin tuvo que romper con la doctrina hegeliana, aunque conservó el método, para concebir un Dios real, creador y providente. Sólo separando la dialéctica del inmanentismo pudo reencontrar la trascendencia divina.

Sin menoscabo de la importancia que tiene para la historia de la filosofía el pensamiento hegeliano, se puede afirmar que está en la raíz de un humanismo sin Dios que configura los problemas filosóficos, políticos y religiosos de nuestro tiempo.

Lima, Salamanca 05 de febrero 2013