jueves, 16 de mayo de 2013

SER Y DIOS EN HEIDEGGER

SER Y DIOS EN HEIDEGGER
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


LOS TEXTOS
Heidegger (1889-1976) declara abiertamente que “el Ser no es Dios”, sin embargo en Ser y Tiempo expresa que es “el trascendente absoluto”. Pero el Ser es lo más próximo y lo más lejano al hombre que cualquier ente, incluso el mismo Dios. El Ser es, en realidad, el mismo mundo, no hay otro mundo más allá del mundo, es inútil buscar un creador del mundo.

En su tesis de doctorado presentada a los 24 años (1913), año en que se aparta de sus estudios de teología, ya Heidegger llega al pensamiento de la atemporalidad de lo lógico, pensando la diferencia entre el campo lógico y psicológico. Siendo estudiante de teología en Friburgo lee los dos tomos de las Investigaciones Lógicas de Husserl. En 1913 publica Husserl sus Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica,  y es cuando Heidegger decide tomar distancia del camino extremo de la subjetividad y centrar su atención al método fenomenológico. Decide dedicarse a la filosofía. En 1919 se hace asistente de Husserl y es cuando toma su propio camino al percatarse que el mostrarse-por-sí-mismo de los fenómenos de la fenomenología, era el camino de la aletheia de Aristóteles, como el desocultamiento de lo presente. Lo que aparece a la conciencia, el fenómeno, es propiamente desocultamiento, así lo pensaron los griegos, como presencia permanente que se lleva a cabo a partir del desocultar.

Entonces su primer esfuerzo será el desocultamiento del Ser desde el horizonte del existir humano individual; y después de Ser y Tiempo, emprenderá el desocultamiento del Ser desde el horizonte de la historia. En ambas etapas el propósito será pensar la presencia permanente desde el desocultamiento del fenómeno, la realidad o el ente.

Ser y Tiempo (1927) trata de no tomar partido entre el teísmo y el ateísmo, y deja abierta la posibilidad de un nuevo desarrollo de su pensamiento. Su gran obra quedaba interrumpida después del análisis de la temporalidad del existir humano individual. Los años siguientes significan para Heidegger la salida del ámbito individual al ámbito histórico del existir humano a través del pensar la trascendencia del existir humano.
En su conferencia Qué es metafísica (1929), no se pregunta por el Ser sino por la Nada. Al hombre le sobreviene la Nada en la angustia y así se enfrenta a la totalidad de los entes. Ello lo lleva a la pregunta cumbre: ¿Por qué hay ente y no Nada? La nada es el origen de la negación y no al revés. Para la metafísica antigua la nada es materia sin forma. Para el cristianismo la nada es ausencia de todo ente extradivino, contraconcepto de Dios como ente increado. Pero Dios excluye de sí toda nihilidad. La nada pertenece al ser mismo del ente, a la finitud. El ser es por esencia finito y en la trascendencia de la existencia sobrenada en la nada. Sólo en la nada de la existencia sobreviene el ente de un modo finito.

De modo que, como sostiene en El Sendero (1957), sólo el “compromiso por el Ser y para el Ser” puede dar sentido a la palabra “Dios”. Es el pensamiento el que “prepara un retorno posible de Dios”.

Por no preguntar, escribe en Introducción a la Metafísica (1936), por el “Ser del ente” sino solamente por el ente sin más, que el cristianismo convirtió en el “ente creado”, la tradición metafísica occidental ha sido culpable del olvido del ser. Por qué hay ente y no más bien nada, es una interrogante que concierne a la Creación entera.
En su disertación, De la esencia del fundamento (1929), Heidegger se ocupa del problema del fundamento, causa o principio, como horizonte del desocultamiento del ser del ente. Es necesario pensar la “diferencia ontológica” entre el ser y el ente, desde la base de la trascendencia, para comprender el paso en que el ser se desoculta como ente. Y en su escrito, De la esencia de la verdad (1943), complementa la explicación afirmando que la pregunta por el ser del ente no concierne al existir humano individual sino al existir histórico de la humanidad.

En Carta sobre el Humanismo (1947), traza el camino para resolver “la muerte de Dios”, pues sobre lo sagrado reposa toda civilización. Y expresa que sólo a la luz de la esencia de la divinidad se puede pensar y decir lo que la palabra “Dios” debe nombrar.

En su escrito, El origen de la obra de arte, habla de la obra como desocultamiento del Ser en la obra de arte. Es decir, en la obra de arte el ser se muestra como ser. La Belleza es la manera como se presenta la verdad como desocultamiento en la obra de arte.

En El Final de la Filosofía y la tarea del Pensar (1964), se ratifica en su parecer de que no se quiere negar a Dios, sino que “Dios es un ente, el ente supremo de la ontoteología”. Y justamente por ello la filosofía debe trascender su pensar, para interrogarse por “el Ser no del ente sino por el Ser en cuanto ser”. Es decir, por la posibilidad de la presencia en cuanto tal.

En su conferencia La Cosa (1953), Heidegger habla de las cuatro modalidades del ser, a saber, cielo, tierra, mortales y dioses para marcar la diferencia con el pensar cientificista objetivador. Y añade que la muerte como santuario de la nada, es el santuario o refugio del ser. Los mortales son los hombres, que como mortales van siendo desde el escondite del ser. Los inmortales son los dioses, que refleja el modo de reinar escondido del Ser. La unión de los cuatro modos del ser es el mundo. Este desocultar de la cosa es un distinto desocultar de la técnica moderna, la cual busca dominar a la naturaleza y explotarla. En consecuencia, el hombre es el lugar del desocultamiento del ser.

Treinta y cinco años después, en 1962, de la publicación de Ser y Tiempo,  da a conocer Tiempo y Ser. Aquí pone énfasis en el Ser como aquello que se da y retiene, se oculta y desoculta, constituyendo las épocas de la historia de la humanidad y el tiempo, como lo que abre el darse del ser, en una presencia incomprensible. La tarea del pensar es pensar el claro y la presencia.

En suma, para Heidegger “el Ser no es Dios”, a lo sumo Dios es “el ente supremo”, pero el Ser es “lo más lejano y lo más cercano” incluso de este ente supremo. Sólo el pensar sobre el Ser “posibilita el retorno de Dios”. El Ser está sobre Dios, sobre ese ente supremo necesario para instituir lo sagrado en toda civilización. Insistir en el Ente Supremo ha conducido al olvido del Ser y al nihilismo.  Dejar ser la cosa permite presentar al hombre las cuatro modalidades del ser en toda su amplitud. Por eso, para Heidegger, la recuperación de Dios transita por la recuperación del Ser.

Desde entonces, se considera su legado como una nueva forma de pensar al hombre como lugar de desocultamiento del ser, ente y realidad. El Ser no es por el hombre, él sólo participa de la realidad, dejando ser la realidad. 

EL PROBLEMA
Si el Ser es la fuente del ente, incluso del ente supremo, entonces, qué ha de ser aquel Ser iluminador de todos los entes, iluminador incluso de la esencia de Dios. Incluso, en qué ha de consistir aquella divinidad subordinada.

EL DILEMA ETICO
Heidegger mismo admite que lo sagrado es el pilar de la civilización, y por eso se preocupa por el camino de un posible retorno de Dios. Es decir, en el fondo admite una repercusión ética en la superación de la “muerte de Dios”. Con esto metafísica y ética quedan enlazadas.

Para unos Heidegger carece de ética, mientras para otros de su planteamiento se deriva una ética.

En este sentido, Acevedo Guerra sostiene que Heidegger no tuvo filosofía ética, sino un vago ecologismo (Ética originaria y Psiquiatría, http: // personales.ciudad.com.ar/Heidegger (ética-htm). No han faltado quienes han vinculado que nunca haya escrito una ética a su nefasta asociación al nazismo y el no haber sido una persona ética en este punto. Heidegger nunca pronunció una palabra condenando el Holocausto ni se arrepintió de su pertenencia al partido nazi.

En el documental de la BBC sobre Heidegger Pensando lo Impensable, Richard Rorty manifiesta duramente: “Hay muchas casos de hombres malos que escriben obras interesantes, y Heidegger es un ejemplo espectacular de ello. El se encontró en una situación en el que no tuvo carácter para salir. Siempre se le recordará a asociado a esta situación nazi de la que no pudo salir”. Y nosotros añadimos, de la que nunca tuvo voluntad para salir porque compartía muchas de sus convicciones.

Cuando aceptó el rectorado de la Universidad de Friburgo ofrecido por los nazis, sus alumnos de la Universidad de Marburgo, entre ellos Gadamer, se quedaron atónitos y sorprendidos. En el mismo film el erudito Klibanski  manifiesta que él mismo escuchó un discurso del rector en Heidelberg en 1933, instando a la juventud a abandonar sus ideas humanistas y cristianas para mudarse al nacionalsocialismo. Heidegger sucumbió a la ilusión nazi y sufrió de megalomanía. Si en 1920 había roto con las ideas católicas en los años 30 se comportó como un nazi convencido. De igual forma, cuando Husserl recibe la orden nazi prohibiéndosele impartir clases en las instalaciones de la Universidad de Friburgo por su origen judío, Heidegger, pudiéndolo hacer, nunca revocó dicha orden; lo cual hirió profundamente a su maestro, se sintió traicionado por un brillante alumno por quien tanto hizo, ayudó a impulsar su carrera y lo consideró su hijo intelectual. Cuando en 1937 Jaspers fue pensionado por estar casado con una mujer judía, lo cual era también una prohibición para enseñar, Heidegger no dijo ni media palabra y se sumió en el silencio. Y Jaspers nunca más quiso un contacto cercano con él.

En 1934 se retira del rectorado con una sensación de frustración, después de haber jugado al papel de Rey Filósofo del Tercer Reich, por razones de no encontrar eco en los nazis, más que por repelerle dicha asociación política. Con 45 años a cuestas se retira a su querida cabaña, construida por sus propias manos en Selva Negra y donde escribió la mayor parte de sus trabajos, y entonces comienza sus meditaciones sobre el lenguaje, la poesía y la historia. Allí fue donde concibió gran parte de sus ideas, entre ellas sobre la vida inauténtica de las masas urbanas y la vida auténtica del hombre natural. Georg Gadamer, uno de los pocos que lo visitaba en su casa de Selva Negra, dijo que Heidegger nunca perdió la forma de apariencia del trabajador manual rural. Incluso solía vestir trajes campesinos bávaros. Y el nazismo ofrecía la preservación de la vida rural. Por lo demás, compartía el antisemitismo cultural aunque no asumiese el antisemitismo biológico. Es inocultable cierta afinidad entre los nazis y su doctrina.

Cuando concluye la guerra y como había ofendido a mucha gente en su gestión rectoral de Friburgo, la Comisión de desnazificación lo interroga negando Heidegger todos los cargos,  y no pudiendo llegar a ninguna conclusión se le pide al respetado filósofo Karl Jaspers su recomendación, el cual prescribe una suspensión de cinco para enseñar por su pensamiento represivo y dictatorial. Lo que provocaría en Heidegger un colapso nervioso con intento de suicidio, que lo obligaría a recluirse por un tiempo en un sanatorio. Un tiempo después se reencuentra con Hannah Arendt y le confiesa su arrepentimiento, pero ella no lo nota del todo sincero y se lo comenta en su correspondencia a Jaspers diciendo: “Ese es su carácter”. Esas palabras de Arendt revelan que la índole moral de Heidegger no iba de la mano con su genio intelectual. Pero fue gracias a Sartre y otros intelectuales franceses que resurgió su prestigio intelectual.

Por otra parte, Lizbeth Sagols en el Prólogo del libro Heidegger y la pregunta por la ética (UNAM, México 2001) admite que existen principios normativos que orientan la existencia humana, y por ello es posible afirmar que en Heidegger está presente una preocupación ética.

En una línea similar van las consideraciones de mi amigo, el filósofo toluqueño Noé Héctor Esquivel, cuando dice en su excepcional libro Trazos para una ética Hermenéutica en la vida y obra de Hans Georg Gadamer, (IESU, México, 2012) “el estudio de la ética en Heidegger nos remite necesariamente a la crítica de la filosofía moderna centrada en la subjetividad. Los fenómenos, los objetos, las cosas han quedado a expensas de la racionalidad del sujeto. Por eso la propuesta heideggeriana del retorno al ser” (pp. 211-212).

Y no hay duda que le asiste razón. El planteamiento de Heidegger es una rebeldía contra el imperialismo de la racionalidad objetivante de la ciencia. No obstante y al margen de los horrorosos errores éticos de un gran pensador, es dudoso que dicho planteamiento ético esté en lo correcto. En Heidegger estaba presente la “banalidad del mal” de Hannah Arendt. Pero como no hay ethos sin logos el dilema sigue siendo recuperar la unidad perdida entre filosofía teórica y filosofía práctica. Y en este punto el problema de Dios, como fundamento de los valores, es capital.

EL DILEMA EXISTENCIAL
La existencia humana se distingue de todas las demás existencias no por el hecho de tener conciencia de sí misma, como comúnmente se ha afirmando, sino por el atributo axiológico de poder optar por el bien y el mal.

Un hombre malo y perverso, tiene conciencia de sí mismo, pero con ello sólo efectúa una función elemental, lo que lo hace humano es su capacidad de enmienda moral, de dejar de ser un monstruo. Es por ello, que el monstruo humano no nos parece humano, será hombre en sentido biológico pero no en sentido pleno, es decir, moral.

Este  hecho revela que en el hombre lo ontológico y lo axiológico están unidos. Cuando Ortega y Gasset decía que un tigre no puede destigrarse ni una tortuga destortugarse, pero, en cambio, un hombre puede deshumanizarse, estaba aludiendo a esta realidad. Sólo que, por su excesivo influjo heideggeriano, no reparó que en el hombre no todo es proyecto, no todo es historicismo, pues existe la realidad esencial en el hombre.

El pensamiento: “El hombre es y se hace en la historia” es incompleto, hay que añadirle: “El hombre es y se hace a pesar de la historia”. Su propia naturaleza ontológica exige su realización axiológica. La esencia del hombre es la realización del valor, y el valor más alto y completo es el valor espiritual. Es por esto que se puede afirmar que sin lo ético lo ontológico del ser humano está perdido. Se vuelve únicamente una actitud arrogante del pensamiento. El hombre pierde su ser en la medida que pierde la realización de los valores. Y los pierde cuando opta por el mal.

Son nuestros actos los que elevan o hunden nuestra naturaleza humana. No se juzgan las tendencias del alma, sino la fuerza de voluntad asistida por la fe para manejar nuestros actos. Si realizas el bien despliegas la luminosidad de tu ser, y si realizas el mal repliegas tu ser en la oscuridad. El espacio humano es casi un claroscuro, ambivalente y oscilante entre la luz y la oscuridad de su propio ser.

ONTOLOGÍA Y ÉTICA
El horizonte de apertura de la realidad humana posibilita una libertad que requiere de la luz de la razón para decidir su destino. Sólo porque nuestro ente humano necesita de una realidad objetiva, intemporal, trascendente y transhumana –los valores-, es dable afirmar que la realidad particular que somos sólo es posible desde la realidad del ser. Metafísica y antropología, ontología y axiología muestran así su profunda ligazón.

El orden ontológico humano exige el reconocimiento libre de un orden objetivo de realidades y valores. De modo que hacerse hombre es ser libertad comprometida no sólo con la humanidad entera, como supone Sartre, sino, también con Dios, como fuente de todo valor.

El hombre es libertad comprometida con lo inmanente y lo trascendente. La carencia de cualquiera de estos ámbitos lo vuelve en un absurdo, en un ente que ocupa el lugar de Dios, limita sus posibilidades y divorcia lo que tenemos en sí mismos con lo que hay fuera de nosotros. El fin existe objetivamente, y se da tanto dentro como fuera de nosotros. Y es precisamente por ello que la trascendencia no se agota en el proyecto humano, sino que lo abarca omnicomprensivamente.

EL SER PREXISTENTE
Sólo teniendo en cuenta la diferencia ontológica entre el ente y el ser, se puede evitar hacer caer al hombre en la Nada. Pero, de igual manera, abrirse a la trascendencia del ser y convertirse en el pastor del ser, como preconiza Heidegger, tiene poco sentido cuando dicha trascendencia se reduce a un ser supermetafísico, místico y poético, que no tiene nada que ver con la esencia divina, idea o concepto.
En Heidegger no es Dios el que hace posible el ente, ya vimos que proclama inútil buscar a un creador del mundo, más bien, es el Ser lo que posibilita la esencia de todos los entes, incluso el de Dios.

Pero cuando Dios es concebido como un ente emanado por el ser, como el ente supremo de la ontoteología, entonces se falsifica a lo trascendente por excelencia. Cuando en vez de negar a Dios se le rebaja a ente supremo, que recibe su existencia del Ser mismo, que lo sobrepasa, entonces se corrompe a la trascendencia y se orienta al hombre ya no a Dios sino a ese ser panteístico que está presente en todos los seres.

En Heidegger Dios no es la verdadera trascendencia, sino, la trascendencia absoluto recae sobre el Ser. Por lo demás, dicha trascendencia absoluta es inmanente al mundo, está en el mundo, es el mundo. No hay eternidad, solo sobrevive la temporalidad.

En otras palabras, de poco sirve eludir la afirmación sartreana que “la existencia precede a la esencia”, para pasar a sostener heideggerianamente que “el ser precede a la existencia”, cuando dicho ser ha sido adulterado en un supraser del cual emana incluso el ente supremo.

Que el ser preexista a Dios es un contrasentido, sin el cual se derrumba toda la crítica heideggeriana. El ser que precede a la existencia, incluso a la de Dios, es un puro concepto pagano de inspiración neoplatónica, en donde el atributo trascendental del ser se hipostasia incluso a Dios mismo, quedado convertido la divinidad en el ente supremo emanado del ser.

Pero qué clase de Dios heideggeriano es éste, cuyo atributo de Ser se le escapa, más bien depende del Ser para su existencia, y al final su realidad ha de resolverse en una temporalidad inmanente al mundo. Obviamente que el dios que Heidegger tiene en mente no es el Dios omnipotente del cristianismo, no es el Dios creador judeocristiano, sino, más bien el dios pagano del demiurgo griego. Aquella divinidad intermedia que ya encuentra en su camino a la materia y a las ideas a las cuales les dará un ordenamiento conveniente. El Ser de Heidegger tiene más parecido a la divinidad impersonal (Gottheit) de Eckhart, que está por encima del Dios Uno y Trino, aquella unidad indiferenciada e incomprensible de la cual sólo se puede hablar negativamente. En Heidegger el Ser impersonal que está en el mundo, no es evidente para nosotros, es incomprensible e incognoscible, y sólo se le puede evocar.

Si el Ser es previo a Dios, como lo concibe Heidegger, entonces, en realidad no hay dios, sino aquella fuente impersonal o substancia inmanente al mundo que incluso crea a dios o dioses. Si en Hegel Dios coincide con la pluralidad del mundo, en Heidegger  Dios y los entes coinciden en provenir del Ser.  Pero, además, si Dios no es trascendente al mundo sino inmanente a él, entonces lo inmanente del Ser es lo que une a Hegel con Heidegger. Lo que éste modifica de Hegel es que el Ser no es sujeto que se desenvuelve dialécticamente, sino, como Spinoza, es substancia inmanente.

Heidegger como Hegel fueron seminaristas y ambos atacaran a la ortodoxia. Su concepción inmanentista del Ser hace de dios algo inmanente al mundo. Ambos rechazaron ser considerados panteístas ateos, pero en Heidegger el Ser es la única realidad verdadera y el mundo de los entes, incluido, el Ente Supremo, es su manifestación.
Jamás Heidegger pudo comprender el carácter inmanente y trascedente, a la vez, del Dios cristiano; como sí lo hizo Juan Escoto Erígena a pesar de su panteísmo dinámico. De poco le sirvieron a Heidegger sus estudios sobre la mística medieval y San Agustín durante los semestres de 1918 a 1921, porque lejos de comprender la unidad de la naturaleza divina en la trinidad, explicada especialmente por el santo, puso el énfasis en la temporalidad fenomenológica de la existencia. Por eso su identificación de Dios como un Ente, si bien Supremo, fue el paso hacia un inmanentismo de la divinidad en la naturaleza. En Heidegger, del Dios trascendente, personal y providente no queda ni rastro. No tiene sentido pensar en un Dios creador. El único creador de todos los entes es el Ser. Heidegger encarnó tanto la divinidad en el mundo que al final terminó por condensarla en una fuerza más del mundo. El resultado es que termina en una limitante metafísica inmanente del Ser. Un Ser sin conciencia, sin inteligencia, sin libertad y sin amor, que ciegamente es lo más cercano y lo más lejano en todos los entes.  El Ser de Heidegger no sólo carece de conciencia sino de existencia propia. Los que existen son los entes, el Ser es la fuente del existir. El Ser de Heidegger no es el Ser real, es el ser abstracto salido del cráneo de un hombre llamado Heidegger. No hay duda de que sólo rompiendo con este inmanentismo extremo se puede reconducir el Ser a su verdadero seno, esto es, a Dios. Dios está en el mundo pero no es el mundo, de lo contrario nos extraviamos por los oscuros vericuetos del humanismo sin Dios de nuestro tiempo.

Heidegger pretende sustituir la revelación religiosa por su propia revelación filosófica. Pues aun cuando de sus reflexiones se deduzca: "siempre allí donde la teología emerge, Dios ha emprendido ya su partida"; en realidad,  Heidegger ambiciona "salvaguardar la autenticidad de lo religioso", pero en su propio lenguaje filosófico. Cuando promueve reflexiones como ésta: "La relación con los dioses no puede estar mediada por el pensamiento, y, a la inversa, el pensamiento no puede tomar sus puntos de apoyo en la experiencia religiosa", no hace más que para desestimar la asimilación del pensamiento griego por el cristianismo, pero no para inhibirse de hacer lo mismo con su filosofía.

La época de Heidegger se asocia con la hecatombe de la tierra a manos de la técnica, de la preeminencia del cálculo y la organización, en la que el pensamiento se independiza de la dualidad e ingresa en "otro comienzo", que acaba con la mutua exterioridad que caracteriza la relación entre pensamiento y ser en el período de la metafísica. Hombre y ser se aproximan, y a este suceder lo denomina Heidegger Ereignis. El Ereignis admite el redescubrimiento de la esencia del ser como irreductible a toda entidad, y de la esencia del ser-ahí (hombre) como irreductible a toda sustancialidad. Así, hace también imposible la explicación del ser del ente en la fundación operada por un ente supremo. De modo que la forma teológica de pensar llega a su fin, y el cristianismo es superado. Tal es la interpretación heideggeriana de la "muerte de Dios".

¿Esta evaluación heideggeriana de la Ereignis es correcta? En parte sí, pero en lo substancial no. Sí, porque mil años de filosofía ha mostrado en Occidente que el esquema dualista trascendencia-inmanencia, Espíritu-Materia, ha sido reemplazado por el dualismo entre Mente-Mundo meramente inmanente. Pero no, porque dicha substitución no significa necesariamente que el descubrimiento de la esencia del ser tenga que separarse de la esencia de Dios. Podrá separarse de la objetivación de la esencia de Dios, pero no de Dios mismo. Y Heidegger confunde ambas cosas apresurándose a aprobar la muerte de Dios. Y así es imposible la explicación del ser del ente. Heidegger efectúa una interpretación secularizada de la Ereignis, pero esa no es la única explicación posible de la misma. Cabe una explicación teológica perfectamente coherente, en la que se reconoce la dimensión negativa o incognoscible de Dios.

Heidegger nunca meditó suficientemente a la Persona divina, ni las relaciones intradivinas, ni la divinidad de Jesús. De joven ingresa como novicio a la Compañía de Jesús, donde dura sólo unos cuantos meses y aprende la filosofía suarista. Luego ingresa en el seminario, estudia la filosofía de Tomás de Aquino, pero en 1911 acaba esta época. Su formación será neokantiana. En 1915 ingresa a la carrera docente y su tesis de  doctorado trata de Duns Scoto. En 1916 conoce a Husserl y se adhiere a la fenomenología. Ya en 1917-19, a los 28 años, acontece su ruptura con el catolicismo y su aproximación al protestantismo. Esos casi nueve años de aproximación a la teología protestante acentuaron su visión suprapersonal de Dios. Su segundo giro data de 1928, a los 39 años, orientado al voluntarismo nietzscheano y partidario de la muerte de Dios. Y el tercer desplazamiento que pertenece a los años 1936-38, centrado en el pensar y la evocación del ser, y en el cual su ontologismo ateo está en lugar del cristianismo. Hay que tener en cuenta que desde 1919 hasta 1927 Heidegger dedicó gran parte de sus lecciones atendiendo al método fenomenológico. Empero, la fenomenología de la religión de Heidegger no tiene como objetivo la religión en su totalidad, ni tampoco la experiencia de Dios, sino que se centra en la experiencia originaria de la religiosidad. Para Heidegger, y este era su reproche a Troeltsch, antes de hacer filosofía de la religión hay que introducirse en el fenómeno religioso. En sus análisis de las cartas paulinas, Agustín y la mística medieval (Cf.: Heidegger, Estudios sobre la mística Medieval, FCE, 1995; Introducción a la fenomenología de la religión,  México, 2006; M. Berciano, La revolución filosófica de Martín Heidegger, Madrid 2001; J. Adrián, El joven Heidegger. Un estudio interpretativo de su obra temprana al hilo de la pregunta por el ser, Salamanca, 2000; M. Berciano, Esperando su venida. Comentarios heideggerianos de escatología paulina, Naturaleza y gracia 2-3 (2000), 429-459; J. Adrián, Fenomenología de la vida en el joven Heidegger. II. En torno a los cursos sobre religión (1920-1921), Pensamiento 55 (1999), 385-412; P. Redondo, Experiencia de la vida y fenomenología en las lecciones de Friburgo de Martín Heidegger (1919-1923), Salamanca 2001), llega a la constatación de que el fondo del fenómeno religioso es la realidad de Dios, pero luego deja esto de lado. Reconoce que hay que explicar la objetividad de Dios, pero esto no lo hace porque –dice- no quiere caer en explicaciones objetivas y metafísicas de la divinidad. Y aun cuando reconoce que la experiencia religiosa sobrepasa los límites de la fenomenología, evita vincularla con la realidad de Dios, con su trascendencia.

No es casual que su última gran obra de 1961 trate de Nietzsche. "La metafísica, en tanto que metafísica, es auténtico nihilismo... La metafísica de Platón no es menos nihilista que la metafísica de Nietzsche." Heidegger quiere insistir en que la metafísica -desde el "olvido del ser" con el que casi se inicia-, ha anulado el ser, lo ha esenciado, y a ello llama nihilismo. Advierte esta caída, y anuncia el desvelamiento del ser, o sea el fin del nihilismo. Su aspiración es volver a la realidad del ser. Pero, por un lado, el ser queda "en manos" del hombre (el Da-Sein es el único acceso al ser); por otro, el hombre es presentado como “pastor” del ser. Luego, el ser está más allá del Da-Sein. Esta ambigüedad queda irresuelta y parece ser no menos nihilista que la metafísica misma. En cierto modo, Heidegger constata la condición nihilista del hombre mismo. Su propia filosofía inmanentista no deja de ser una visión nihilista del hombre (el hombre está tejido de tiempo). El final es un renovado "olvido del ser" que, puesto que no hay Dios trascendente, no puede saltar sobre la condición humana. Y la lección que deja Heidegger estriba en la imposibilidad de querer salir de la atadura del ser sin renunciar al inmanentismo. Pero, y contra lo afirmado por Heidegger, la situación es que la metafísica de las esencias no siempre anuló el ser, porque las ideas lejos de ser constructos mentales de carácter subjetivo o entidades, se refieren a procesos de la realidad, al ser mismo. Ahora se entiende por qué Platón y Aristóteles entendían la metafísica como “ciencia divina”, lo mismo que la Patrística con su “creer para comprender y comprender para creer”, y Hegel –aunque en forma panteísta-.

El que verdaderamente ha esenciado y conduce al “olvido del ser” del nihilismo, es el empirismo de la modernidad. Aquí acontece la caída en el pensamiento objetivador. De modo, que el verdadero nihilismo no es el esencialismo, sino el empirismo inmanentista que encierra al ser en la finitud, del que Heidegger tampoco se puede sustraer al hacer del hombre el “único acceso” o “el pastor” del ser, y al eliminar la posibilidad de que Dios sea al considerar que el ser es finito en su esencia. Heidegger cree apuntar contra el nihilismo atacando a la metafísica de las esencias, pero en realidad lo único que hace es fortalecerlo, porque al enclaustrar al ser en la finitud resulta que el verdadero olvido del ser es la metafísica de su subjetividad que convierte al hombre en el eje ontológico del ser. Heidegger no rompe con el empirismo subjetivizante de la modernidad, porque la posibilidad de un ser para Dios depende de que pueda pensarlo el hombre a partir de la verdad del ser. En filosofía no entra Dios, sino sólo la simple experiencia humana. Heidegger permanece capturado por el humanismo ateo. Sólo en el hombre puede ocurrir esa desvelación del ser y como ese desvelamiento no tiene término, tampoco tiene fecha el advenimiento del ser para Dios. En otras palabras, hay que luchar contra el nihilismo viviendo siempre bajo su crepúsculo.

Heidegger no trata nunca del Dios divino al que uno puede rezar, el de la liturgia, no se refiere nunca al Dios vivo; y se supone que la destrucción fenomenológica de Dios como principio metafísico debía conducir hasta Él. Por tanto, su análisis fenomenológico del fenómeno religioso cristiano es incompleto e insuficiente. Y no lo hace porque supone superar la misma hermenéutica de la facticidad de la fenomenología, que resulta tan cara para su filosofía. Aquí hacía falta una hermenéutica remitizante, que supere a la hermenéutica de la facticidad y recupere a la trascendencia del Dios vivo y su misterio mismo. Visión Personal católica de Dios, visión suprapersonal protestante de Dios y visión ontológica atea son las tres perspectivas sucesivas que acontecen en Heidegger.

                Visiones del Fundamento en Heidegger
                                           Etapas
    Católica                           Protestante                     Ontológica           
 (antes de 1917)                  (1917-1919)                       (1928)
  Dios Personal                Dios suprapersonal                   El Ser

El hijo de un sacristán católico, que pretendió ser jesuita pero fue rechazado, terminó enfrentándose al primer artículo de la doctrina cristiana que habla del Dios creador. No obstante, cuando Heidegger ingresaba en un templo su talante era invariablemente de un considerado mutismo. Max Müller le preguntó: “si su actitud no tenía algo de inconsecuente, ya que había rechazado los dogmas de la Iglesia”. Heidegger alegó: “Hay que pensar históricamente. Y en un lugar donde se ha rogado tanto, lo divino se hace presente de manera muy particular”. En una época alejada de Dios, Heidegger se convirtió en un filósofo distante a Dios, se convirtió en el heraldo de un tiempo declinante, cumplió ontológicamente el programa nihilista de Nietzsche y se afincó en su roca soledosa de la insondable historia del ser. La verdad de la metafísica, así como la fe en el Dios cristiano, las consideró formas de la verdad agotadas. Repitió en clave ontológica lo afirmado por Nietzsche sobre el carácter metafísico platónico del cristianismo. Y se siente protagonista de un nuevo comienzo en la historia humana donde se juega la verdad del ser. Concluyó en una inmensa tautología, a saber, develar el ser del ser. En una palabra, le faltó coraje para ir a contracorriente de su tiempo.

De este modo, para Heidegger pensar a Dios como fundamento del mundo, como lo hace el cristianismo, lo convierte en una entidad que se extiende a toda forma de manifestación, de modo tal que la explicación de cualquier fenómeno se ve reducida a la posición de un cierto tipo de relaciones entre entes. Sólo hay entes y relaciones entre ellos, no hay ser. Dios mismo se transforma en un ente. Además, el cristianismo antropomorfiza la divinidad y pierde su esencia propia y así la verdadera experiencia de lo divino se pierde. Por tanto, la recuperación de una nueva experiencia de lo divino es posible a partir del pensamiento del ser mismo, y especialmente del 'olvido del ser' en el que consiste la esencia de la época anterior.

Pero esta interpretación del Dios judeo-cristiano es totalmente insostenible y la confunde con la teología natural de la filosofía. El Dios de la Revelación, por esencia, es totalmente incognoscible, nadie sabe como es Dios, no es evidente ni objetivable para nosotros, su demostración es a posteriori, es decir, por sus efectos. Lo cual está expresado enigmáticamente en la frase “Yo soy el que soy”. De modo que no es un ente, sino el sustentador de todos los entes, ser eterno y espiritual. Único y soberano, es el ser por antonomasia. Tiene atributos (simple, uno, verdad, bondad, perfección, eternidad, infinitud), pero en sí es incomprensible. Dios mismo no puede transformarse en un ente, porque su relación como fundamento no agota su propia naturaleza esencial. La Persona divina es una realidad relacionalmente distinta, subsistente en la esencia divina. Por lo demás, su encarnación en Jesucristo no es su antropomorfización, porque el redentor es el Hijo de la tercera Persona de la Trinidad, por ello la divinidad nunca pierde su propia esencia, ni se agota en la historia. Además, sobre Dios sólo hay unas pocas cosas que pueden demostrarse, a saber, que existe. Dios mismo se transforma en un ente. Por tanto, la antropomorfización de la divinidad por el cristianismo no hace que se pierda la esencia de Dios y la verdadera experiencia de lo divino. Al contrario, la verdadera recuperación de una nueva experiencia de lo divino es posible a partir del pensamiento de la Persona divina, y especialmente de Cristo, que es el mayor mentís del 'olvido del ser' en el que consiste la esencia de la época de la metafísica objetivista. En suma, pensar a Dios como fundamento del mundo no lo vuelve en un ente más, ni Dios mismo se vuelve en un mero ente supremo, porque no se tratan de relaciones de un ente actuante sino de un Acto puro. Además, su creación no agota la naturaleza divina.

El más grave yerro de la metafísica ontológica heideggeriana es suponer que Dios es un “ente” y lo más que dice al respecto es que se trata del “Ente Supremo”. Entonces, Dios y los seres finitos se vuelven seres contingentes que deben su existencia al Ser. Pero la objeción inmediata que surge a este razonamiento heideggeriano es que un Dios cuya esencia no se identifique con la existencia no es dios. Dios para ser tal debe ser “necesario” y no “contingente”, por tanto debe ser el origen del ser mismo. En Heidegger, Dios no es un ser necesario sino contingente, porque a pesar de considerarlo como ente supremo debe su existencia al Ser, el cual resulta siendo preexistente incluso a Dios. Se trata de un dios de segunda clase. Si los idealistas griegos supusieron la creación del mundo a partir de una materia preexistente al mundo, Heidegger supone la aparición de todos los entes, incluso Dios, desde el Ser. Heidegger, como los atomistas, niega la “creación” del mundo. Como en el neoplatonismo, en Heidegger hay emanación. Para él el Ser es el horizonte de temporalidad del mundo, es decir, no es eternidad, en consecuencia el Ser es lo más lejano y lo más próximo al mundo y a los entes.

Además, dicho ente supremo es “supremo” en qué. Si Heidegger ya le despojó de su capacidad de “creación” será entonces una especie de “demiurgo ordenador” platónico, pero sin dualismo metafísico (materia-forma). Su retroceso al paganismo es evidente. Pero hay más. El Ser heideggeriano no es trascendente sino inmanente al mundo, es anterior a la materia, al ente supremo y a los entes individuales. Es decir, se instaura un monismo panteísta cuasi espinosista. Se trata de un ser al que no se ama, no se ora, no se ruega, ni nada por el estilo, sólo se le conoce gnósticamente y a cambio sólo se obtendría una especie de iluminación ontológica con imprecisos beneficios antropológico-morales. Pensar en el Ser estaría primero que pensar en algún dios, que por su naturaleza derivada resulta subordinado. Entonces ya no es Dios quien ha actuado de una manera única y decisiva en Jesucristo, sino que es el Ser quien se despliega inmanente en la inmanencia. Y como es el hombre el centro de dicho pensamiento del ser resulta que el Nuevo Ser es el hombre elevado por la contemplación del ser. Un nuevo antropocentrismo inmanentista se destila de un ateísmo en lenguaje ontológico. Parecido intento hizo Paul Tillich al hacer un simple hombre y no Dios a Jesucristo, el cual sería elevado a condición divina. Y Bultmann no se queda atrás al negar lo sobrenatural. Otro protestante como Bonhoffer se suma a la cruzada para decir que se debe llegar a una comprensión no religiosa de Dios. Los acompaña John A. T. Robinson pidiendo una teología secularista. Así, como Dios en la teología protestante se va esfumando, de modo similar en la filosofía heideggeriana se esfuma la divinidad. En Heidegger la evocación toma el lugar de la revelación, como encuentro existencial con el ser suprapersonal en lugar de las proposiciones bíblicas. El Kairos o momento histórico especial todavía no ha llegado, pero llegará con el pensar del ser. Ya no es el pecado lo que impide el verdadero conocimiento natural de Dios, sino que en su lugar es la inautenticidad existencial y el pensar objetivador lo que impide el verdadero conocimiento del ser. De esta forma Heidegger queda convertido en un nuevo profeta de los tiempos secularizados e inmanentistas.

Hagamos un derrotero histórico-filosófico del inmanentismo secularista en la modernidad. Los enciclopedistas destronaron a Dios y en su lugar colocaron a la Humanidad. David Hume pretendió demostrar que la religión natural no es más que un sueño filosófico. Kant pelagianamente consideró a la religión como moralidad. Schleiermacher sabelianamente rechazó la Trinidad. Hegel convirtió la Trinidad en dialéctica del Espíritu Absoluto y disolvió a Dios en la inmanencia. Nietzsche declaró la muerte de Dios por antivital. Kierkegaard rechazó la prueba objetiva de la existencia de Dios, critica el concepto popular de Dios-amor y en el centro de su fe coloca la paradoja de la Encarnación. Entonces viene Heidegger destronando a Dios y colocando en su lugar al Ser, considerando a Dios como un “ente supremo” pero nada creador, pretendiendo demostrar que el ser es inmanente y que no existe lo trascendente al mundo, y concibiendo al hombre como el lugar privilegiado de la evocación del ser inobjetivable.

En suma, lo que comenzó en la época de la razón como una negación del dogma y una conservación de un Dios deísta, termina en Heidegger en un ateísmo ontológico irracionalista, con un Dios que no crea y que recibe su ser del Ser. En Heidegger es Dios el que está sujeto al influjo ontológico del Ser. Existe una total primacía del Ser incognoscible, pero evocable, sobre lo divino. En su pensar el hombre depende completamente de la revelación del ser para hacer advenir el mundo de lo divino. Se trata de una visión ontológica secularizada al extremo que prescinde de Dios. Si en Leibniz su dios plotiniano depende de la esencia divina, en Heidegger su dios no creador depende de la esencia del ser. La lógica inmanentista de la diferencia ontológica heideggeriana deja sin base a la fe al prescindir de la revelación y de la razón natural. El Ser es el mundo, el ser se identifica con el mundo, porque es su causa inmanente y no lo trasciende. El ser no es el creador que produce el mundo ex nihilo, pues como es el mundo no necesita crear el mundo. Más aun, puesto que el ser es el motor del tiempo, el mundo es producido siempre por su necesidad interior. Su producción abarca desde el “ente supremo”, pasando por las leyes del universo, los entes particulares hasta llegar a la existencia humana. La existencia humana es el lugar de la evocación del ser y de su posible des-objetivización. Ya a estas alturas el ser de Heidegger no guarda ningún parecido con el Dios del cristianismo y se asemeja más al Tao de la metafísica china, aquel monismo panteísta cuyo principio único se presenta como vía mundana de salvación.

Si Tomás de Aquino concibe a Dios como Acto Puro, desde el cual el ser empieza por creación a existir; en Heidegger el Ser es identificado con dicho acto puro, pero desde la inmanencia, y desde el cual los entes devienen a la existencia. Si en el cristianismo el ser debe su causa a Dios, en Heidegger Dios y los entes deben su causa al Ser. Si en el primero Dios es increado, creador y con voluntad libre, en el segundo el Ser es increado, emanador y causalidad inconsciente. En este sentido, el Ser de Heidegger es lo más parecido a la Voluntad ciega de Schopenhauer o la Voluntad Inconsciente de E. von Hartmann.

Así, el Ser resulta siendo el horizonte “necesario” de lo “contingente” de los entes, la presencia presente desde el cual la realidad es. Pero una contingencia al infinito es un absurdo, por tanto es necesario admitir que el Ser heideggeriano es “necesario y absoluto”. Como tal, “supratemporal” y “eterno”. Pero aquí Heidegger se resiste a pensar en nada por el estilo, nada más allá de lo inmanente. Un Ser inmanente y temporal a los entes inmanentes y temporales, es una contradicción. Y todo este vicio lógico ocurre por su rechazo no tanto a Dios, sino, a lo eterno, absoluto y supratemporal. El Ser de Heidegger es lo más parecido a la materia que se autocrea y se autosostiene, y que con su actividad produce lo existente. El ser es lo intemporal de lo histórico, lo iluminante en la temporalidad de los entes finitos.

Por su parte la escolástica había establecido con claridad el carácter necesario de Dios. Para Tomás de Aquino todas las cosas que existen son un compuesto de esencia y existencia, y la causa de la existencia sólo puede ser un ser necesario, y éste es Dios. Similarmente ocurre con Aristóteles, salvo que para él la esencia estaba exclusivamente representada por la forma, mientras que para Santo Tomás de Aquino la esencia de los seres contingentes comprende también la materia y sólo la esencia de los seres espirituales se identifica con la forma. En cierta forma, Dios no es el ser porque propiamente es Acto Puro, desde el cual el ser empieza a existir. Dios es el “sobreser”, como decía Juan Escoto Erígena. Si todo ser es bueno, en cambio Dios es el Sumo Bien. Todos los seres son por Dios, incluso la materia prima. En suma, el ser mismo debe su causa a Dios, y no a la inversa, como en Heidegger.

En buena cuenta, Heidegger no supera el horizonte de “la muerte de Dios”, ni brinda un camino real para su superación. Heidegger no es Atenas ni Roma, es, más bien, la modernidad secularizada de Occidente. Queriendo ir más allá de los griegos y del cristianismo se queda enganchado en la caverna de la voluntad inconsciente del Ser. El dios en Heidegger ya no es Dios, es un ente “supremo” que es posibilitado por un ser exterior a él. Esta caricatura de Dios es posible porque Heidegger ya había perdido  la fe. Está más bien atrapado por la garra del iluminismo secularista que lo mantiene prisionero en la jaula de un panteísmo acosmista que constantemente coquetea oscilante con el ateísmo.

GOLPE MORTAL
La consecuencia nefasta de este planteamiento heideggeriano para el hombre de hoy es que la trascendencia, eliminada ya de la acción humana por la teología de la muerte de Dios y el New Age, es falsificada y convertida en la filosofía de Heidegger en un oriental otro mundo imaginario, que alimenta el deseo de éxodo y ascenso de la mente a ese mundo sutil del Ser, el cual está más allá de todo ente, incluso del Ente Supremo, o sea, Dios.

La teología de la muerte de Dios se da la mano con esta heideggeriana ontología preexistente a Dios. Con este quimérico humanismo trascendente, que rompe el vínculo entre lo ontológico y lo axiológico, Heidegger ahonda el malestar de la conciencia moderna, y no hace más que añadir desorientación valorativa al ya aturdido hombre de hoy.

Sin superar este craso error la filosofía contemporánea no tiene oportunidad de contribuir a iluminar una salida a la crisis que alcanza todos los órdenes de la existencia humana.

FE Y PENSAR
Heidegger declara abiertamente que "el Ser no es Dios". Y con este aserto no colisiona la filosofía que admite a Dios como un supraser. Pero con sus afirmaciones de que “no hay otro mundo más allá del mundo”, que “Dios como ente supremo” adviene en la luz del ser y que “es inútil ponerse a buscar un Creador del mundo”, no hay conciliación posible.

Para Heidegger la fe torna inútil al pensamiento. A contrapelo con esto, es, pues, necesario comprender que tanto la fe como el pensamiento dan sentido a la palabra Dios. La fe no suprime el pensamiento sino que lo ilumina y eleva. Tanto la fe como el pensar preparan un retorno del hombre a Dios. Sin la fe el pensar se extravía y sin el pensar la fe es estéril.

Atenerse al pensamiento del Ser, entendido como "compromiso por el Ser y para el Ser", desacreditando a la fe, impide comprender la “Verdad del Ser", porque sólo el pensamiento asistido por la fe puede dar un sentido pleno a la palabra "Dios".

La fe, por la cual Dios viene a nosotros, plenificaría el pensamiento, que se tornaría más fecundo. ¿Qué puede, entonces, hacer dicha unión entre pensar y creer sino "preparar un retorno posible de Dios", que no podrá realizarse jamás sino en la Luz de la fe? Dios dirige su mensaje a nuestro espíritu por la fe y la razón, esperando nuestra humildad de criatura hacia el Creador.

Heidegger mezcla la crítica al Dios de la metafísica con el Dios de la metafísica judeo-cristiana. A este respecto hay que enfatizar que el Dios de la experiencia bíblica no cae en la objetividad.  Y Heidegger al exceptuarlo incurre en un empobrecimiento del Dios divino. Heidegger es un católico que tiene como mentor al protestante Lutero. Y el protestantismo es la exageración entre la finitud del hombre y la infinitud de Dios, al final el hombre se queda solo con su pecado. El protestantismo es la exageración de la providencia y omnipotencia de Dios. Algo de esto hay en Heidegger cuando dice que hay que alcanzar un pensar más allá de la metafísica porque el Dios de la metafísica incurre en objetivación.

En Heidegger, el Dios como causa primera, de la teología y metafísica judeo cristiana, cae en lo innombrable del pensar y de la poesía. Su crítica final deriva hacia la escucha-seguimiento de Hölderlin y la esencia de la poesía (1937), dentro de la experiencia poético-religiosa. Pero no repara en que el Dios innombrable y verdadero de la Alianza no se concilia con la metafísica de la objetividad del ser. Y la teología escolástica siempre fue consciente de los límites de la metafísica hacia el verdadero dios. Por eso, en Heidegger subsiste la confusión entre la metafísica de la objetividad del ser y la metafísica judeo-cristiana.

Es más, el pensar no metafísico que busca Heidegger no es tanto para pensar a Dios sino para hallar al ser. Dios resulta siendo sólo una pequeña provincia de la región del ser. Así, resulta siendo que más inefable e inagotable que Dios es el Ser mismo. El primer Heidegger que preguntaba por las condiciones de posibilidad de la comprensión del ser dio paso al segundo Heidegger, que enfrenta directamente la donación del ser. Pero el dejar ser al ser no es tanto pensar lo divino, porque pensar al ser no se identifica con pensar a Dios. Heidegger no está en búsqueda del lugar para pensar a Dios, sino para pensar el ser. Pensar el ser resulta ser más prodigioso que pensar a Dios, y como es el hombre el que lo puede pensar, entonces la nueva criatura deificada es el hombre.

Si Platón y Aristóteles pensaron el Espíritu puro trascendente y si el cristianismo presenta al encarnado Dios salvífico actuando en la historia, Heidegger pretende pensar al humano pensador puro del ser inmanente. Con esto Dios vuelve al hombre, a su creador y eso lo realiza. Esto es puro nihilismo.

Desde aquella carta del 9 de enero de 1919 a su amigo sacerdote E. Krebs, donde manifiesta su ruptura con el catolicismo y una nueva manera de entender el cristianismo y la metafísica, hasta que pide ser enterrado en el cementerio católico de Messkirch describe un itinerario desde el Dios católico, al Dios protestante y al Dios impersonal que habita en el ser pero no es el Ser. Termina separándose del Dios salvífico y con ello se separa de toda forma de comunicar en lo que consiste dios. Heidegger no estudió específicamente la historia de las religiones, ni atendió a los aportes de Otto y Eliade. Y así el Dios en Heidegger es vaporoso, habita en el ser pero no es el ser, nunca será la realidad absoluta de lo real.

Heidegger no conoce ya la experiencia del Dios vivo porque carece de fe y su concepto de fe tampoco se lo permite. Sin fe en el corazón de poco le sirve conocer bastante bien la tradición cristiana. Estudió a Agustín, Eckhart, Lutero, Pascal, Kierkegaard y Bultmann, sabía que el cristianismo es el acontecimiento salvífico de la cruz, pero sin fe en el alma carecía de la fuerza transformadora para conducir su existencia y pensamiento hacia Dios. Al final, su importante crítica a la tradicional objetivación de Dios se diluye no en un ateísmo existencialista, como decía Sartre, sino en un ateísmo ontológico, que subsume a Dios en el Ser. La posibilidad de ser para Dios se decide a partir de la verdad del ser. Lo cual era contradictorio, pues no es el ser, como quiere Heidegger, lo que posibilita a Dios, al contrario, es Dios quien posibilita al ser. El ser sin Dios es la nada y el ser propiamente dicho es por y en Dios. Terminó vaciando de contenido al ser.

De modo que quien ha experimentado la teología, tanto la de la fe cristiana como la de la filosofía, en vez de preferir callar en el ámbito del pensar de Dios avanza hacia su determinación como causa sui junto a su profunda incognoscibilidad. Pues el carácter onto-teológico de la metafísica no agota el contenido de la metafísica misma, y la metafísica judeo-cristiana es el ejemplo. Por tanto, no ha devenido cuestionable para el pensamiento la metafísica misma, sino tan sólo la metafísica objetivante.

Para que en la onto-teo-logía se muestre la unidad aún impensada de la esencia de la metafísica se requiere, por tanto, la experiencia de la razón unida a la fe. No es necesario pensar sin Dios para estar más próximo al Dios divino. Lo contrario es recorrer las sendas del paganismo. Conforme con ello, el pensar sin Dios no es una necesidad, al contrario, resulta totalmente evitable, no es imperioso abandonar el Dios de la filosofía, el Dios como Causa sui, porque se halla quizás más cercano al Dios divino el no olvidar que éste es innombrable e inobjetivable.

Esto solo quiere decir: que la diferencia ontológica es más explicable desde el amor de Dios. El amor es más grande que la fe, por ello sin amor en el corazón no es posible comprender a Dios ni al ser.

Curioso destino de alguien como Heidegger, cuya vocación por lo religioso nunca se perdió, lo mantuvo hasta el final, pero extrañamente lo trasladó de Dios hacia el Ser. Es aleccionador que empiece el recorrido concibiendo al ser como pensable y termine su camino reconociendo que el ser no puede pensarse, tan sólo puede evocarse. Esto significa que su inicial distinción entre conciencia y cosa y el descubrimiento de la temporalidad no sirve para responder a la cuestión del ser en general. Que el ser es tiempo o el tiempo es el sentido del ser, se revela insuficiente y se pone, también, en cuestión el primado que tiene en su exégesis el ser del hombre. Si la existencia es posibilidad, entonces nunca es situación, hecho, presencialidad, y Heidegger nunca analizó directamente la categoría de “posibilidad”. Abandonada esta vía cree luego que la única filosofía posible es una sin implicaciones éticas ni teológicas, es decir una ontología pura: el ser como totalidad perfecta tiene todas las posibilidades de lo existente.

Por eso, la actualidad de Heidegger en nuestro tiempo no debe sorprender porque nos encontramos en la época del nihilismo y de la increencia, donde cualquier desafío a Dios no desentona y al contrario es retroalimentado por la tecnificación y la industrialización que aumenta en el hombre de hoy una vacua de sensación de poderío y triunfo en el mundo inmanente.

Heidegger ha sido asumido por muchos como el filósofo más grande del siglo XX. Pero para un tiempo en crisis y sin profundidad resulta hipnotizador el abuso etimológico, las tautologías vacías, el retorcimiento en la expresión y el forzamiento retórico. El embrujo de su filosofía se asocia al empeño loable por aprender a pensar, pero a costa de pasar por contrabando extravíos ontológico-metafísicos del fondo oscuro de una doctrina autoritaria y sin Dios.

Lima, Salamanca 22 de Mayo 2013

martes, 14 de mayo de 2013

ABURGUESAMIENTO DE CRISTIANOS

EL ABURGUESAMIENTO DE LOS CRISTIANOS
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

LA NOTICIA

El pasado 11 de febrero el Papa Francisco volvió a sacudir a la feligresía católica al denunciar el aburguesamiento de los cristianos.

Lo hizo cuando proclamó 802 santos, entre ellos la colombiana Laura Montoya y la mexicana Guadalupe García Zavala, en una ceremonia en la que dijo que la indiferencia corroe a las comunidades cristianas y denunció el "aburguesamiento" de muchos cristianos. “¡Cuánto daño hace la vida cómoda!, ¡cuánto daño hace el bienestar!, el aburguesamiento del corazón nos paraliza”.

Con una Plaza de San Pedro al tope de fieles (unas 100.000 personas) el Obispo de Roma destacó la virtud y sacrificio de los santos cristianos, proclamó a la primera santa colombiana, la monja Laura Montoya y Upegui (1874-1949), a la también religiosa mexicana conocida como Madre Lupita (1878-1963) y a 800 mártires italianos asesinados en 1480 a manos de los otomanos por negarse a renegar de la fe católica y abrazar la musulmana. Francisco dijo que Laura Montoya fue instrumento evangelización de los indígenas y que enseña a vencer la indiferencia y el individualismo. De Lupita destacó que renunció a una vida cómoda para seguir la llamada de Jesús.

LA CAUSA DE MONSEÑOR ROMERO

Hay que recordar que más de treinta años después, el Papa Francisco valientemente ha desbloqueado la causa de beatificación del monseñor Oscar Arnulfo Romero, llamado por su pueblo, “la voz de los sin voz”, se caracterizó por defender a los pobres y desprotegidos. Este mártir del cristianismo fue asesinado el 24 de marzo de 1980 por un francotirador gobiernista, miembro de los escuadrones de la muerte de la ultraderecha salvadoreña, al comienzo de la guerra civil de El Salvador, acusado por sus detractores de ser un sacerdote “comunista” o al menos de cercano a las corrientes  izquierdistas de la Teología de la Liberación. Su asesinato ocurrió en plena misa de la capilla de un hospital, por defender a los campesinos masacrados durante la guerra civil de El Salvador.

Ya el Obispo francés Jacques Gaillot y el famoso teólogo suizo Hans Küng deploraban desde hace años que el proceso de beatificación de Romero, abierto en 1996, hubiera sido “bloqueado”. Este crimen marcó el cierre de los pocos espacios de participación política en El Salvador y el recrudecimiento de la guerra civil que finalizó en 1992, tras la firma de acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla salvadoreña. La Comisión de la Verdad determinó que la orden de su asesinato fue dada por Roberto D Aubuisson, fundador del Partido ARENA.

Según afirmó en el 2011 el teólogo italiano Giovanni Franzon, Monseñor Romero, antes de su muerte, no sintió el respaldo del entonces Papa Juan Pablo II, y había sentido que este lo había “abandonado”. Lo que explica, según dice, que si desde 1996 la causa para canonizar a Romero se encuentra en Roma, sólo en 2006 la Congregación de la Doctrina de la Fe acordó iniciar el proceso de beatificación, enviando el expediente a manos de la Congregación para la Causa de los Santos. Acontecimientos que apuntan a que en realidad hubo “bloqueo” a la beatificación, tanto por Juan Pablo II, como por el hasta hace poco Papa, Benedicto VI.

¿LOS PAPAS SE ABURGUESARON?

Al formular esta pregunta no sólo estoy recordando las palabras del Papa Francisco en la Plaza de San Pedro a sus compatriotas argentinos, a los cuales invitó a que en la próxima, en vez de gastar onerosamente sus recursos viniendo a Roma se los repartan a los pobres.

Pues bien, al inquirir sobre el “bloqueo” a la causa de beatificación de monseñor Romero podemos preguntarnos: ¿Llegó incluso a los Papas dicho “aburguesamiento de los católicos” del que habla su santidad Francisco? ¿Fueron indiferentes a defender la causa de los más desfavorecidos?

Resulta difícil esquivar una respuesta afirmativa. Pero la realidad es más compleja. Lo cierto es que Juan Pablo II fue un factor decisivo y desempeñó un rol protagónico, que contribuyo al derrumbe del totalitarismo comunista en Europa. Y el eximio teólogo Benedicto XVI, que vivió los horrores del nazismo, tampoco vería con simpatía cualquier viso que sirva de aliento al comunismo fenecido. Todo lo cual si bien abatió un brazo del monstruo –el comunismo-, al mismo le quedó otro brazo más poderoso aun, a saber, el capitalismo.

En cualquier caso el debate entre igualitarios y conservadores en el seno de la iglesia católica es de antigua data. En nuestra América ya lo vimos encarnado entre los igualitaristas Fray Bartolomé de las Casa y el padre José de Acosta versus el esclavista Ginés de Sepúlveda. En la recomendación para los altos cargos de la curia predominó la nobleza o de alta cuna, pero la corriente igualitaria también se hizo presente. Ya no es un secreto para nadie, que los ochenta años de dominio temporal de los papas del Renacimiento fueron de inmoralidad, nepotismo, crimen y ambición. La pasmosa contradicción entre la gran cultura y las costumbres bárbaras del Renacimiento se concentró en el papado, lo cual provocaría en los pueblos del norte la indignación y rebeldía que desembocó en la reforma luterana (Véase: John Addington Symonds, Los Papas del Renacimiento, FCE, 1999).

En mi opinión, no fue por falta de caridad sino por exceso de celo ideológico, que muchos expedientes de sacerdotes mártires en manos de sangrientas dictaduras esperan hasta hoy el sueño de los justos.

EL MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO

Lo cierto es que la autorización dada por el Papa Francisco, se puede asumir como una señal para todo un sector del clero latinoamericano comprometido con las posiciones de la Teología de la Liberación, que ha actuado en favor de los más pobres y más desfavorecidos de la sociedad.

En la actualidad existen expedientes apoyados por comunidades locales que conciernen a otros sacerdotes u obispos del continente latinoamericano, que fueron desaparecidos durante la represión, en especial en la Argentina y Chile, que también podrían progresar y llegar a ser examinados por los servicios romanos.

Muchos mártires cristianos laicos y de sotana, que fueron asesinados por uniformados por defender a los desposeídos, son ya santos en el corazón del pueblo y en el corazón de Dios; la Iglesia sólo reconoce dicha santidad.

De este modo, el mensaje de proclamación de un número impresionante de santos por Francisco, es el fondo no sólo una llamada de atención, de que la vida cristiana implica un estilo de vida cristiano, similar a aquellos 800 mártires italianos que prefirieron morir antes de renegar ante los otomanos de su fe católica, o a la santa mexicana Lupita, que renuncia a las comodidades de la vida para seguir a Jesús. No sólo es eso, sino que Francisco habla de “el daño que hace la vida cómoda y el bienestar paralizando el corazón”, o sea la piedad, el amor al prójimo.

LA CULTURA DEL BIENESTAR MATERIAL

Lo que sin vacilaciones podemos afirmar es que los cristianos católicos en el mundo occidental no siguen un estilo de vida cristiano, sino, más bien, un estilo de vida burgués, esto es, consumista, acumulativo, egoísta, lucrativo, individualista, competitivo, lleno de ambición material y avaricia. Se sigue un humanismo materialista y de la alienación material.

Ahora, primero es el tener antes que ser. Hoy a pocos les importa ser persona, porque la mayoría se conforma con la apariencia de persona. La persona es la entidad espiritual realizadora de valores, en cambio la apariencia de persona es la entidad espiritual realizadora de deseos artificiales e inauténticos. El hombre de hoy no sólo está siendo esclavizado por las cosas y sus propias creaciones, sino que habiendo olvidado el compromiso consigo mismo y con Dios, carece de virtudes y valores.

Entonces, la esclavitud es doble, externa (por las cosas) e interna (por sus bajas pasiones). Alienación y cosificación son sus presentes males. El hombre anético se prolifera, porque se vive para tener en vez de vivir para realizar nuestro ser. En consecuencia, se ha endurecido nuestro corazón y hemos traicionado a Cristo en la vida y acción, aun cuando nuestros labios repitan capítulos enteros del Evangelio. Nos hemos vuelto “sepulcros blanqueados”. No nos extrañe, por tanto, que el mundo musulmán, taoísta, búdico, hebreo y brahmánico, nos vea con escepticismo y extienda su pulgar hacia abajo, en señal de que estamos en una decadencia profunda.

En este sentido, el Papa Francisco pone el dedo en la llaga y se muestra a la altura de la hora histórica, porque en el supérstite capitalismo globalizado se sigue creyendo engañosamente que solamente basta con el progreso en las condiciones materiales de vida. Todos buscan la riqueza material y relegan al olvido la riqueza espiritual, que es la única verdadera riqueza.

Recordemos la parábola del rico Epulón: “Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre al Reino de los cielos”. Cierto que en el Salmo (112, 1-3), también se dice que tener una gran fortuna puede ser signo de la bendición de Dios. Pero Jesús no deja de recordar que es una maldición cuando una persona deposita en ella su corazón.  En todo caso, el veredicto es incontrovertible cuando se señala que: El bienestar y la riqueza espirituales deben preferirse a las riquezas materiales (Lc. 12.33; 16.11).

Así, se comprende mejor el erróneo camino seguido por la historia occidental en la modernidad. Como el otrora comunismo, el actual capitalismo también demuestra que no son suficientes satisfacer las condiciones materiales de vida para devolver al hombre la dignidad que su naturaleza demanda. El hombre es más que materia y sólo materia, el hombre es criatura hecha a semejanza de Dios. Y cuando esto se olvida, como se olvidó en los regímenes imperantes, entonces el hombre se degrada en un bienestar material vacuo y perverso que lo deshumaniza.

GÉNESIS DEL MATERIALISMO IMPERANTE

La sociedad industrial, que creó seres egoístas, avaros y egotistas, y que fracasó en su gran promesa de satisfacer todos los deseos, hunde sus raíces en la Alta Edad Media, el siglo XIII, cuando la civilización de la máquina apenas comenzaba a desplegarse tímidamente. Pero el hecho es que la tensión entre la cultura milagrosa de los santos y la cultura racionalista de los intelectuales (con ayuda del gobierno centralizado, las matemáticas, el racionalismo filosófico, la idea de ley natural, el comercio y la navegación) se quiebra a favor de la economía dineraria. Por lo demás, la creación de la universidad instaura la superioridad del filósofo sobre el sacerdote y dio prestigio, predominio y orgullo social y nacional a la élite intelectual (Véase: Alexander Murray, Razón y sociedad en la Edad Media, Taurus, 1983).

Florece el comercio, la moneda, surge la banca, el crédito, el interés, el lucro, aparece la ambiciosa y emprendedora burguesía urbana, mientras que la nobleza grande, rica y militar se volvió magnánima, renunciante y mártir (Véase: J. Le Goff, Mercaderes y banqueros de la Edad Media, Eudeba, 1975). No es casual que gran parte de los santos de la época provenga de la nobleza; una excepción notable lo fue San Francisco de Asís, de padres burgueses y el monasticismo ascético. Por lo demás, es providencial que de este prodigioso santo antiburgués tome su nombre el actual papa Francisco, que tiene el desafío de revitalizar la fe en medio del materialismo burgués.

Lo cierto es que el surgimiento temprano de la economía dineraria en pleno desarrollo del mejor momento de la escolástica, con santo Tomás de Aquino, no sólo provocó una reacción filosófica sino incluso artística. Así, el arte gótico fue una reacción espiritual de la cultura religiosa ante el predominio creciente dela economía dineraria (véase Georges Duby, San Bernardo y el arte Cisterciense, Taurus, 1983)

Es decir la visión racionalista se fue abriendo campo desde los siglos XII y XIII porque desde el siglo XI se iba imponiendo la institución dineraria con su carácter estrictamente monetario, y en lo psicológico se fortalecieron los impulsos de avaricia y ambición. Además, creció la comprensión de la importancia de la razón para controlar el entorno. Dinero, ambición y razón fueron las bases del renacimiento intelectual de la Edad Media central.

Sin embargo, la gran separación entre ética y economía se dio en el siglo XVIII, en plena era de la Ilustración. En esta época el capitalismo transformó la conducta económica y efectuó un cambio de los valores humanos. El desarrollo del sistema económico quedó determinado no por lo que era bueno para el hombre, sino, por lo que era bueno para el sistema. Se trataba de un sistema que funcionaba solo y se valía de sus propias leyes. La relación del hombre con la naturaleza se volvió hostil y brutal. Predominaba la era paleotécnica de la máquina (véase: Lewis Mumford, Técnica y civilización, Alianza, 1977), a base de la destrucción del ambiente y del hombre a escala industrial.

Vino la degradación del trabajador y surgió el hombre económico. Se abrió camino la inanición de la vida, con la degradación de la mente y de los sentidos. En nombre del progreso se sometió a la vida a límites de barbarie. Basta recordar las ciudades negras por el hollín del carbón de las fábricas del siglo XIX durante el industrialismo inglés. Las novelas de Charles Dickens retratan bastante bien la falta de respeto a la dignidad del hombre bajo esta sombría época. Las grandes sinfonías de la época fueron la racionalización y la compensación estética ante un mundo enfurecido.

Ante la ominosa situación en 1891 el papa León XIII publica la Carta encíclica “Rerum Novarum”, que condena la lucha de clases proclamada por el marxismo y que reclama ante el capitalismo las condiciones fundamentales de la justicia. Esta línea ha tenido su continuidad en las últimas encíclicas:”Laborem Exercens” (1981) de Juan Pablo II y “Caritas in Veritate” (2009) de Benedicto XVI, las cuales denuncian la globalización actual ante la carencia de una lógica de solidaridad y caridad.

NUEVOS RUMBOS

Entonces, es a estas alturas del análisis que se vislumbra, que la condena del papa Francisco al “aburguesamiento católico”, se dirige hacia la proclamación de una nueva carta encíclica social, que no se limite a condenar la falta de caridad del capitalismo actual, sino que invoque enérgicamente a asumir un estilo de vida no capitalista, verdaderamente cristiano, solidario y reivindicativo. El fin último del hombre es un fin sobrenatural pero que se decide en la lucha por el bien en la tierra.

Pero aun más. Ha llegado el momento de definirse por los pobres de la tierra, los desposeídos, los necesitados de Cristo, proponiendo nuevas instituciones económicas, sociales, políticas y culturales que sean capaces de contrarrestar la ola de secularización, ateísmo práctico, consumismo, hedonismo y nihilismo creciente en nuestra época posmoderna.

No tiene sentido pensar que el fin último es Dios y no el bien común. Ya lo dice el evangelio: “Apartaos de mí, hijos del demonio, cuando tuve sed no me diste de beber, cuando tuve frío no me abrigaste y cuando tuve hambre no me diste de comer”. Pues, no se puede amar a Dios sin amar a su creación, y entre toda su creación, a su criatura hecha a imagen de la divinidad, el hombre. Es un misterio grato que Dios haya abrigado la idea de crear al hombre.

En este sentido, santidad no es retraimiento, quietud, renuncia o huída del mundo, sino, por el contrario, es lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad, como el mejor homenaje que se puede hacer al Creador. Santidad es unión ontológica con Dios a través del amor al prójimo. Es intolerancia ante la injusticia y el pecado. Es amor a lo bueno y a lo justo. Sin dedicar la vida a los otros, escuchando la voz interior de Dios, no existe santidad (Véase: Thomas Merton, Vida y Santidad, Herder).

Una última reflexión para finalizar. Es necesaria una nueva cristiandad, que se comprenda que no se juzga las almas sino el valor moral de los actos, que la política de derecha y de izquierda olvida a Dios y se pone de lado de lo luciferino. No hay sistema político que nos salve si antes no efectuamos la realización interior de nuestros corazones. Y finalmente, hay que oponer un humanismo de la encarnación a los humanismos que desvaloran lo material o sobrevaloran lo humano.

Lima, Salamanca 14 de Mayo 2013