domingo, 29 de junio de 2014

SUARISMO DE LOS HERMANOS PEÑAFIEL

SUARISMO DE LOS HERMANOS PEÑAFIEL
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
 
Los hermanos Peñafiel y especialmente Leonardo, representan un avance decisivo de un humanismo moderno, aunque dentro de la concepción teológica del hombre, a través de la recepción del suarismo con el tema culminante del ente de razón, la idea de potencia obediencial activa, el derecho de gentes, el origen social de la autoridad y el derecho a la desobediencia.

Los hermanos Alonso (1593-1652) y Leonardo (1597-1657) de Peñafiel, ambos jesuitas, eran hijos nacidos en Riobamba del Capitán Alonso de Peñafiel y Lorenza de Araujo, por tanto eran criollos. Los dos estudiaron en los colegios jesuitas de Riobamba y Quito, e ingresan al Noviciado de Quito. Y terminan sus estudios, en diferentes fechas, en el Colegio Máximo de San Pablo de Lima. Alonso ya ordenado sacerdote fue profesor durante año y medio de Arte, Latinidad y Teología en el Colegio del Cuzco y luego profesor de las mismas materias en el Colegio Máximo de San Pablo en Lima. Leonardo ordenado como sacerdote es profesor de Artes en el Colegio Máximo de San Pablo, luego pasó al Cuzco donde estuvo veinte años como profesor de teología del Colegio jesuita del Cuzco. Luego retorna a Lima para enseñar teología en el Colegio San Pablo. Leonardo es elegido provincial del Perú el 1 de marzo de 1656 y fallece al año siguiente a los sesenta años cuando visitaba en Chuquisaca, actual Sucre en Bolivia, la hacienda, la iglesia y el colegio de la Compañía de Jesús. La fecha de su elección como provincial corrige el error de la fecha de su fallecimiento que consignan otras fuentes y más bien la fecha de 1652 sería la fecha del deceso de su hermano Alonso.

El mismo Alonso obtuvo el grado de Doctor en teología en la Universidad de San Marcos, donde ocupó la cátedra Prima de Teología. Muere el año 1652, a los cincuenta y nueve años. Resulta bastante extraño que el Archivo Histórico sanmarquino no guarde el nombre de Leonardo ni entre los estudiantes, ni entre los graduados, ni entre los profesores, según las pesquisas del historiador Teodoro Hampe en los registros que cubren los años 1599 hasta 1669. Esta inexplicable ausencia que negaría su pertenencia a dicho claustro no puede ser casual y muy probablemente se deba a una involuntaria omisión o a que efectivamente no estuvo en dicha casa de estudios. Lo  segundo no es improbable, debido a que pudo dedicarse a tiempo completo en el Colegio San Carlos. No obstante, persiste la duda. 

Alonso fue autor de un Cursus philosophicus (Lyon, 1653) en tres volúmenes, una Theología scholastica naturalis (Lyon, 1666) y una Metafísica (1670) que seguramente fue el cuarto volumen del Cursus, el cual agradó tanto que el Cabildo de Lima, con la anuencia del Virrey, recomendó su impresión para las escuelas y la Universidad de San Marcos. Por su parte, Leonardo escribió Diputationum theologicarum (1663) en dos volúmenes, Disputatione scholastica et morale de virtute fidei divinae (1673), un Tratado de la Encarnación del Verbo Divino (1678) y un Comentario a la Metafísica de Aristóteles (1693), donde se muestra muy influido por Suárez. Esto es, Alonso sólo pudo ver en vida una obra suya publicada, mientras que Leonardo no vio ninguna, todos sus libros fueron editados póstumamente gracias al trabajo editorial del Padre Martín de Jáuregui. Pero las obras de Leonardo tuvieron mejor suerte, pues las de Alonso no han sobrevivido siendo destruidas en el incendio de la Biblioteca Nacional durante la infausta guerra con Chile y sólo cabe guardar la esperanza de que tras la expulsión de los jesuitas esté en alguna biblioteca particular del Viejo Mundo[1]. Por esta circunstancia nos limitaremos al análisis del pensamiento de su hermano Leonardo de Peñafiel.

Leonardo era tenido como eminente teólogo, notable jurisconsulto y profundo humanista. Su reputación, elocuencia y sapiencia era comparable con la de Juan Pérez de Menacho. Sin ser un teólogo de primera fila su ilustración y talento lo convirtió en una figura indispensable en la vida académica, como consultor del arzobispo de Lima y como juez calificador del tribunal de la Santa Inquisición. En el colegio de San Pablo participó de los seminarios en torno a las cuestiones morales y teológicas que implicaba la empresa colonizadora y se nutrió de las críticas a la administración colonial. La comunidad jesuita fue formando a sus alumnos, profesores y residentes del colegio en el principio humanístico de que los indios son seres humanos racionales y libres y que el sistema de esclavitud de los negros es totalmente injusto. Y tanto sus Disputaciones teológicas como sus Disputaciones morales están escritas en este sentido. Hasta en sus Comentarios a Aristóteles destaca su reflexión sobre la razón común que poseen todos los seres humanos (Disputación III), la bondad natural de todos los seres (Disputación VIII). Lo que muy acorde con el período de humanismo-teológico que vive la filosofía virreinal, lo convierte a Leonardo de Peñafiel en uno de los filósofos humanistas y criollos que con más aplicación defiende la virtud natural.

Sobre el aristotelismo de Leonardo hay que hacer algunas precisiones. En primer lugar destaca el actualizado manejo de las fuentes de la época. Como Alberto Pincherle señala nuestro filósofo criollo maneja al maestro lusitano de la escuela de Coimbra, Pedro de Fonseca, al intérprete del aquinate Luis de Molina, al metafísico Gabriel Vázquez, al humanista y teólogo bizantino Joannes Cyparisiota, el obispo Anton Bernardo della Mirandola, el fraile predicador Dominico de Flandria, el profundo conocedor salmantino de la filosofía peripatética Pedro hurtado de Mendoza y el francés Pierre d´Auriol. En segundo lugar, la Compañía de Jesús como núcleo intelectual de la Iglesia mantenía una actualizada biblioteca en el Colegio de San Pablo donde Leonardo debió leer la decisiva contribución filosófica del granadino Francisco Suárez (1548-1617), especialmente sus famosísimas Disputationes metaphysicae (1597). En tercer lugar, esto explica que la vida intelectual del Virreinato lejos de caer en el marasmo y la esterilidad era, por el contrario, terreno de competencia entre Universidades, conventos y colegios de las órdenes religiosas por el saber teológico-humanista más actualizado. En cuarto lugar, afirmar que lo común de todas las instituciones de enseñanza regidas por el Estado y las congregaciones religiosas era la filosofía aristotélica resulta un juicio muy sumario y descaminador. En quinto lugar, si los agustinos preferían a San Agustín y a Gregorio Magno, los dominicos se pusieron a la vanguardia con el tomismo renovado de la neoescolástica del barroco, los franciscanos no se quedaron atrás y se apropiaron de Duns Scoto y los jesuitas de Suárez. En sexto lugar, lo más interesante es que aquellas apropiaciones teóricas no buscaban repetir, sino encontrar respuestas nuevas y creativas ante el dilema humano y moral de las instituciones coloniales. Por eso, y en séptimo lugar, no es cierto que el punto de contacto entre todas las órdenes era la filosofía peripatética, primero porque dicha filosofía no era ya la de Aristóteles sino la del cristianismo en lenguaje peripatético, y segundo porque mientras el tomismo neoescolástico persistió en la letra del peripatético, o sea servirse del aristotelismo para explicar la fe católica; los franciscanos tomaron no la letra sino el espíritu, o sea ir por el camino del procedimiento crítico, analítico y dubitativo; mientras los jesuitas optaron por un mejor manejo de la fuentes antiguas combinado con lo más avanzado de la neoescolástica española y portuguesa. Y la elección del suarismo significa la opción por la figura en quien culmina la escolástica española renaciente en sus métodos y en sus doctrinas.

Por eso tratar de hallar puntos en común en la filosofía aristotélica entre el escotista voluntarista Fray Jerónimo de Valera y el suarista enciclopédico Leonardo de Peñafiel significa perder de vista toda la riqueza de la filosofía colonial, la cual no se puede reducir a los textos aristotélicos del bachillerato y la licenciatura, y que queda mejor representada su variedad, complejidad y riqueza con la presencia de un potente movimiento místico con Toribio de Mogrovejo, Francisco Solano, Rosa de Santa María, Martín de Porras, Juan Macías y Antonio Ruíz de Montoya.

Ahora bien, Francisco Suárez, llamado el Doctor Eximio, no es un genio creador sino un genio organizador de todo el saber antiguo, medieval y contemporáneo. Él representa la culminación de la escolástica española en sus métodos y doctrinas. Este gran teólogo desarrolla la más grande obra sistemática de filosofía escolástica en sus Disputationes Metaphysycae, aparecida en 1597 como la primera obra importante del pensamiento filosófico occidental desde la decadencia de la filosofía escolástica. La escribe respondiendo a las exigencias de una exégesis racional a la Suma Teológica tomista. De ahí que su tesis fundamental sea que las propiedades del ente en general son lo mismo que el ente, pero que formalmente son distintas en cuanto que ellas sobreañaden al ente algo de razón. Es decir, tras estudiar el objeto de la metafísica  y definirlo como “ciencia del ser en cuanto ser, o en cuanto abstrae de la materia en el existir”, el concepto de ser, sus propiedades (unidad, verdad, bondad) y causas (material, formal, eficiente, final y ejemplar) culminará en el crucial tema de la época moderna sobre los entes de razón. Suárez no duda que el ente en cuanto ente sea algo real, el contacto con Aristóteles no se pierde, o sea está en la línea clásica de la objetividad del ser, pero en su esfuerzo por afrontar la degeneración del nominalismo vacío en la que cayó la especulación escolástica desde el siglo catorce, enfrenta el problema gnoseológico del primer principio en el orden cognoscitivo. Y para Suárez el primer principio de demostración es el principio de contradicción, el cual es el primero en el orden de la reducción al absurdo y, como todos los demás principios toman su fuerza de éste, es el primero en todas las ciencias. Además, una ciencia del ser exige una teoría de Dios y aquí aporta el concepto de analogía diferencial que penetra el concepto objetivo del ser en su misma abstracta unidad. Explica el acto libre en su encuentro con la acción de Dios con la categoría de potencia obediencial activa. Por su parte, Leonardo Peñafiel emplea el mismo término de Disputatione para intitular sus obras, en su Comentario sigue el mismo nuevo método suarista de comentar los doce libros de la Metafísica aristotélica sistematizando y jerarquizando,  presta la misma atención gnoseológica al papel del entendimiento y al ente de razón, en sus Disputaciones teológicas se hace eco del aporte teológico suarista y en sus Disputaciones morales de su aporte ético-jurídico- político, reflejando la decisiva influencia de Suárez e introduciendo dicho género de libro en la vida académica peruana. Suárez completa su obra filosófica con la problemática jurídica y política abordada en su De legibus y en Defensio Fidei, además de varios escritos sobre lógica y física que se perdieron. En las Disputationes no busca un comentario del texto aristotélico sino la organización sistemática de todo el saber metafísico disponible. Pero Suárez en un hombre de la escolástica de la contrarreforma o del barroco (1550-1650), más vinculado a la filosofía moderna que a la escolástica clásica, debido a que surge en el mismo período y responde a la misma situación histórica. Alienta en los salmanticenses y en los conimbricenses, tras el lenguaje clásico tradicional, un espíritu de renovación, de colocar a la tradición escolástica dentro de los problemas de la filosofía moderna.

En el campo jurídico y político Suárez representa la madurez de las ideas de los anteriores maestros dominicos y jesuitas. El derecho de gentes tiene el sentido moderno de no ser una deducción del derecho natural, sino como usos aceptados, respetados e introducidos por los diversos pueblos. La ley moral es una participación de la ley natural, pero totalmente distinto al orden de las leyes físicas. En la ley el factor racional del aquinate resulta equilibrado con el factor imperativo de la voluntad. Y en esto hay un elemento influyente del escotismo voluntarista. El derecho de gentes está en un estadio intermedio entre el derecho natural y el derecho positivo estricto. El mismo sentido humanista y moderno, aunque dentro de una concepción teológica del hombre, penetran los escritos de Leonardo de Peñafiel. La autoridad no viene directamente de Dios, sino primariamente a la sociedad, la cual por la voluntad general de sus integrantes se da a sí misma la forma de gobierno más conveniente al bien común.  El poder retorna a la sociedad. De manera que sin la asimilación del suarismo por parte de los miembros de la Compañía de Jesús no es posible comprender la filosofía subyacente en la notable utopía de edificar una civilización evangelizadora en las reducciones jesuíticas, donde indígenas organizados y administrados por sacerdotes jesuitas buscaban crear una sociedad cristiana sin vicios ni maldades, no obstante tuvo que enfrentar la oposición enconada de algunos sectores de la misma Iglesia Católica y la poderosa cofradía de traficantes de esclavos. La principal acusación que influyó en su derrumbe definitivo fue que trató de crear un imperio autónomo. Esto no se hallaba lejos de la verdad, dado que si la autoridad no viene de Dios sino de los hombres en sociedad, entonces queda abierto el derecho a la desobediencia y a la creación de un Estado soberano propio. A todo este proceso renovador contribuyó las Disputaciones y Comentarios de Leonardo como los Cursos de su hermano Alonso. En América el influjo suarista es recogido también en los Cursos filosóficos en vez de los anteriores comentarios aristotélicos.

Lima, Salamanca 29 de Junio 2014



[1] Un historiador especialista en los libros de la Colonia como Teodoro Hampe dice al respecto: “Hay que tener en cuenta que los rectores y profesores del Colegio de San Pablo se esforzaron por desarrollar en ese claustro una vida académica de la más alta calidad, para lo cual formaron la mejor biblioteca de Hispanoamérica colonial: cerca de 40.000 volúmenes se alineaban en sus estantes al producirse la orden de expulsión de los jesuitas, en 1767. Ya en la primera mitad del siglo XVII, la época en la cual vivió y escribió Leonardo de Peñafiel, la librería del Colegio era una notable realidad. De acuerdo con la descripción que ofrece el P. Bernabé Cobo en su historia de la ciudad de Lima, sabemos que la sala de estudio de dicha institución «era amplia y amueblada con gusto; tenía hasta 4.000 volúmenes, sin contar los duplicados, y no sólo en obras teológicas y filosóficas, sino de toda clase de materias». Hacia los años 1630, dotado de abundantes consignaciones para textos impresos, San Pablo se había convertido en centro distribuidor de libros para otras casas y colegios jesuitas del virreinato. Los documentos brindan testimonio de los envíos de duplicados que se hacían con destino a Trujillo, Pisco, Arequipa, Huancavelica, Huamanga, Cuzco, La Paz, Chuquisaca, Potosí o las misiones más apartadas.Véase: Teodoro Hampe Martínez, «Sobre la escolástica virreinal peruana: el P. Leonardo de Peñafiel, comentarista de Aristóteles (1632)», en La tradición clásica en el Perú Virreinal, Lima, UNMSM, 1999.

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