jueves, 17 de diciembre de 2015

NICOLÁS DE OLEA Y LA NEOESCOLÁSTICA LIBERADORA

NICOLÁS DE OLEA
Neotomismo moral
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Como filósofo neotomista sintonizó con su tiempo porque buscó una síntesis entre la teología y la filosofía natural, mientras que predominaba la reflexión moral. No obstante, influyó difusamente sobre la ilustración virreinal. Nicolás de Olea (1635-1705) fue un filósofo neoescolástico que consigna en sus obras por primera vez a los filósofos racionalistas, se destaca por la consideración activa de la materia y por intentar una ontología teológica más cercana a la ciencia nueva. No obstante, más que un pensador era un educador y como tal no sintió pasión por la experiencia ni el naturalismo, reservándose la misión conservadora de transmitir la ciencia establecida.

Es filósofo jesuita y reputado maestro de su tiempo. No hay acuerdo sobre el lugar de su nacimiento. Saldamando lo ve limeño, mientras Mendiburu cree que es de Huánuco. Hijo de Domingo de Olea y Constanza de Aguinaga y de la Roca. Hizo estudios de Artes en el Colegio Real de San Martín, y luego de iniciados sus estudios de Teología en la Universidad de San Marcos en 1651, decidió ingresar a la Compañía de Jesús en 1652, por lo cual concluyó sus estudios de sacerdote en el Colegio Máximo de San Pablo de Lima, a cuyo término defendió conclusiones teológicas en una actuación pública dedicada al Virrey Alba de Liste. Formuló sus tres votos de jesuita en 1658.

Fue profesor de Gramática y Humanidades en el Colegio Real de San Martín. Fue trasladado al Colegio San Bernardo del Cuzco, donde fue Prefecto de Estudios y desarrolló la cátedra de Prima de Teología. Allí aprendió la lengua quechua e hizo su segunda profesión en 1659. Volvió a Lima como profesor y Prefecto de Estudios en el Colegio Real de San Martín. De 1682 a 1686 acompañó como Consultor al Provincial jesuita Martín de Jáuregui a los diferentes establecimientos jesuitas de la Provincia del Perú. Rector del Colegio Máximo de San Pablo de Lima de 1692 a 1695, del Colegio de San Bernardo del Cuzco de 1695 a 1698 y del Noviciado de 1698 a 1701. Retornó al Colegio Máximo de San Pablo donde enseñó Gramática; Artes y Teología.
Es un filósofo neoescolástico, porque siendo seguidor de las ideas de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, supo citar a los filósofos del Renacimiento como Campanella, Bruno, Brahe y Descartes. Fue un activo escritor y publicó Manual de Filosofía en 1687, Curso de Artes en 1693 y Resoluciones Morales y Absolución de las Dudas en 1694. La crítica positivista e ilustrada ha prestado atención más a la primera que a la última y con ello ha contribuido a distorsionar el interés moral de su pensamiento. Su neotomismo es de índole moral porque su atención prestada a los filósofos modernos responde a una preocupación normativa antes que netamente  Por lo demás, sus Resoluciones Morales son fruto de su reflexión madura.

Además Saldamando menciona: Panegírico a Diego Benavides de la Cueva, Compedium universi veteris de 1675, Informe sobre la fundación sobre el monasterio de Jesús María, Declaración de las constituciones de la real y militar orden de Nuestra Señora de la Merced, Memorial de la vida del padre Juan de Alloza, cartas de edificación, y de este segundo grupo sólo sobreviven dos: Teología de los Sacramentos y la Suma Teológica. En la primera cita a Campanella y su parecer sobre si los niños no bautizados pueden salvarse; y en la segunda considera a la Física subsumida a la religión, porque en vez de considerarla bajo el método de la experimentación de la naturaleza defiende que ella es contemplación de la naturaleza. Esto significa que habiendo leído a Campanella y a Descartes no asumió el método inductivo, la preocupación moral es notoria y central (cuestión sobre los niños no bautizados), y por ello su explicación del universo es religiosa, no obstante sus disquisiciones sobre la Nada y la Materia prima son interesantes.

Olea como autor del renacimiento se interesa por las cuestiones del macrocosmos. El escolasticismo moderno de la filosofía española y colonial extiende sus preocupaciones desde el ámbito metafísico teológico hasta la especulación natural. Así, le preocupan los temas cosmológicos,  discute el concepto de la Nada y cae en la cuenta que en el principio del mundo la Nada no existió, por tanto siendo Dios acto puro hizo que el mundo antes de la creación existiera en potencia, pero por voluntad divina el Universo existió en acto. La Nada sería entonces el Universo en potencia y no en acto. Lo cual no significa contradicción lógica-ontológica alguna, como le parece a Felipe Barreda Laos, porque lo que es en el orden de la eternidad no lo es en el orden de la finitud. No obstante, si materia es todo lo que está en potencia y forma todo lo que está en acto, cómo puede algo potencial estar en Dios que es acto puro. No hay nada potencial en Dios, en él todo es actualidad, en consecuencia lo potencial aparece con la creación de la materia. Para Olea el Universo en potencia es la Nada y de aquí colige que la Nada es la potencialidad de la materia, el Universo en acto es la actualización de la forma. Pero decir que la Nada es la potencialidad de la Materia es confundir lo no creado con lo creado. Esta identidad entre Nada y Materia prima no es precisamente lo que se deriva de las enseñanzas del tomismo, dentro del cual no hay confusión alguna entre la Nada, lo potencial y la Privación, donde ésta última es el no-ser en acto. Olea confunde el no-ser en acto de la privación con la Nada.

Otra preocupación suya son los problemas del microcosmos. Así emprende la explicación del cambio substancial de los cuerpos que se transforman en nuevos compuestos. Si los cambios sustanciales existen –razona- es porque los átomos sustancialmente son compuestos. El principio universal que explica todas las transformaciones en todos los seres es la Materia prima, donde se da la identidad fundamental de todos los seres. Por su parte, Tomás de Aquino explicaba que lo que está en potencia respecto al ser sustancial es la materia prima, mientras lo que está en potencia respecto al ser accidental se llama materia segunda o sujeto, por cuanto es el sujeto lo que hace existir al accidente. O sea, Materia es todo aquello que está en potencia respecto al ser sustancial o al ser accidental. Materia es todo lo que está en potencia y Forma es todo lo que está en acto, para que algo se genere o cambie se requiere el ente en potencia, que es la materia; el no-ser en acto, que es la privación; y aquello por lo cual algo se hace en acto, que es la forma. La Forma explica aquello por lo que se hace la generación; mientras que la materia y la privación explican aquello de lo que se hace la generación. Materia y privación son lo mismo ontológicamente, aunque difieren conceptualmente.

Con lo cual Olea si bien señala a la materia prima como aquello que explica todas las transformaciones en la sustancia, ello no significa que desconozca el papel de la Forma, porque la materia prima sería aquello de lo que se hacen los cambios sustanciales, mientras que la forma aquello por lo que se hace el cambio sustancial. Pero está claro que Olea nuevamente no repite al aquinate, al afirmar que la materia prima explica el cambio del ser sustancial sin el concurso de la forma. Otra vez reluce la autonomía de la materia prima, así como anteriormente lo había hecho la materia potencial. Claro que sin la actualidad que da la forma la potencialidad de la materia prima no puede manifestarse, pero la impresión contraria da la disquisición de Olea. ¿Expresa acaso esto cierta vacilación hacia el naturalismo materialista? No lo creemos, y sí más bien son parte de su deseo de compartir ciertos presupuestos con el naturalismo renacentista y de la crisis en que entra el realismo sustancialista peripatético. Pero su disquisición sobre la materia potencial y la autonomía de la materia prima deriva sin dificultad hacia el universo infinito de los modernos y su oposición al finitismo aristotélico. Si la materia prima explica el cambio en la sustancia entonces es lo infinito-finito que actúa y padece de modo actual, con lo cual se refuta la argumentación aristotélica de la imposibilidad del infinito actual y se coincide con el infinitismo de los presocráticos. Efectivamente, la posibilidad del infinito actual es uno de los conceptos claves de la ciencia moderna. Para Tycho Brahe, Copérnico y Kepler el mundo es enorme pero finito, sólo Giordano Bruno admite la infinitud del universo, la misma que será reafirmada por Galileo, Newton, la geometría y luego la teología.

 Olea no defiende las verdades geométricas de la ciencia moderna pero hizo un real esfuerzo por hacer la física más dinámica y moderna que la aristotélica, no obstante su intento tímido es osado. Su concepción pretende una modificación conceptual, antes que metodológica, de la ciencia medieval. Por lo demás, ya Koyré y Kuhn han enfatizado certeramente que la ciencia moderna antes de caracterizarse por ser positivista y experimental, es revolución teórica, esto es, antepone la teoría a la praxis y no renuncia a la verdad profunda. Esto mismo, o sea una revolución teórica modesta, se propone efectuar Olea en cuestiones cosmológicas y físicas respecto al aristotelismo. Su intento procura modificar la continuidad metafísica y conceptual del legado peripatético-tomista, sin atender las cuestiones metodológicas. Como lector de los modernos siente que la ontología ordenada del peripatetismo comienza a hundirse y procura modificarla, pero por su formación teológica-humanística no cae ni en la ontología mágica que pululó entre los renacentistas ni en la matematización de la realidad, así sólo le quedaba un camino: la modificación conceptual del marco metafísico tradicional. El cosmos de Aristóteles es un cosmos compuesto por un Dios que sólo piensa en sí mismo y que ignora el mundo que no ha creado, el cosmos del aristotelismo occidental corresponde al Dios creador del cristianismo. Pero los modernos han vuelto a poner sobre el tapete al platonismo medieval, con la primacía del alma, la realidad de las ideas, el matematismo y el apriorismo. Esto exige al intelectual del siglo diecisiete la modificación de la ciencia medieval de sesgo aristotélico  mediante la modificación de nociones metafísico-teológicas fundamentales: como el del dinamismo de la materia.

Es decir, Olea pretende proyectar nueva luz mediante una mutación metafísica de ciertos conceptos que no lleve tanto a la “disolución” de la visión del mundo clásico-cristiano, sino a su “actualización”. Su aspiración no es tan grande como para pretender un triunfo de Platón sobre Aristóteles y menos pugnar por la victoria del matematismo platónico sobre el realismo sustancialista aristotélico, para ello le faltaba genio y tiempo, pero lo que procura le parece importante, posible y razonable. Él no pertenece a la tradición empirista, pero es consciente de la necesidad de emprender un experimento mental –tal como Galileo confiesa que hizo un experimento real sobre la ley de la caída de los cuerpos- con ciertas nociones metafísicas fundamentales. Así como Galileo hace una buena física a priori, podemos imaginar a Olea haciendo una buena metafísica a priori, el riesgo está en que la imaginación tome el lugar de la verdad. Es por esto que Olea conquistó un lugar en la historia del pensamiento virreinal no como sabio, pues no descubrió nada ni inventó nada, sino como filósofo, porque intentó proporcionar una nueva ontología neoescolástica de la materia, que en su mismo siglo sería alcanzada por Gassendi. Pero Olea al seguir siendo sus explicaciones demasiado cualitativas y aunque se haya aproximado a la idea del vacío no contribuyó a lo que la nueva ola científica de su tiempo buscaba: la reducción del ser físico a mecanismo puro. Lejos de ser un genio matemático ni un experimentador sagaz, su contribución fundamental reside en su intento neoescolástico de proporcionar una nueva ontología de la materia más conforme con los avances de la ciencia moderna.

Esta clara intención de conciliar al saber de la nueva escolástica con la nueva ciencia se deja advertir cuando escribe: “El Génesis dice que Dios creó todos los elementos en el primer día: luego no hubo dos creaciones de elementos sino una, en consecuencia, los elementos sublunares y celestes son de idéntica naturaleza…”. De esta forma la doctrina de nuestro jesuita rompe con al aristotelismo y el tomismo para aproximarse a una concepción universal, real y activa de la materia. Para Olea la materia celeste es igual a la materia sublunar, con ello suprime la dualidad sostenida por la concepción aristotélico-tomista. Con ello se sentía más cerca que a Bruno, Descartes y a Copérnico al mismo Nicolás de Cusa, que negó la oposición entre el cielo y la tierra. Su insistencia en la identidad en la naturaleza y el abandono de varias doctrinas del tomismo fue alentada sobre todo por la filosofía del Cusano. En este sentido la Suma Teológica de Nicolás de Olea intentó ser una tímida superación de la doctrina del tomismo, y “tímida” porque cuando expone la teoría sobre las propiedades de la materia retorna a la doctrina de las inclinaciones naturales de los cuerpos. “La materia por sí misma desea la hermosura”, escribe. La doctrina cosmológica de Olea no se divorcia de la metafísica de la inteligencia del tomismo, pero este animismo tampoco está alejado de la teosofía de las filosofías naturalistas del renacimiento.

Y luego de haberse extendido en su primer libro de Teología sobre la forma y la materia, en su segundo libro lo hace respecto  a las causas motoras y el fin. Lo más interesante en su tratado de las causas es el abordamiento de la causa eficiente, porque aborda el problema de la libertad humana. Su aserto es que Dios es la condición pero no la ocasión de ser libre. Por ejemplo, la noche no es condición, sino ocasión de robar. Dios, por creación, concurre a todas las acciones humanas, pero en el hombre existe el elemento voluntario del libre albedrío que concurre en los actos de su vida. Con ello Olea busca conciliar la omnipotencia divina con la libertad humana y se atiene al veredicto del Concilio de Trento (1545-1563), que condenaba tanto al luteranismo, que como Orígenes acentuaba la predestinación y negaba la libertad humana, y al pelagianismo, que acentuaba la libertad humana negando la predestinación. La falta de ahondamiento en este peliagudo tema sólo permite conjeturar que en vez de compartir con San Agustín la doctrina de la predestinación por la gracia (completa) y por la gloria (incompleta), se atuvo a la doctrina tomista de la predestinación única (Dios salva pero no condena), donde la predestinación no destruye el libre albedrío y Dios quiere que el hombre libremente se salve o no. En el siglo diecisiete la polémica sobre el tema se bifurcaba entre agustinos (no hay predestinación radical), tomistas (Dios obra extrínseca e intrínsecamente), luteranismo (agustinismo radical, siervo arbitrio), calvinismo (predestinación doble) y naturalismo (metafísica de la libertad). Olea pudo también pronunciarse sobre la doctrina molinista de la ciencia media, y es difícil que no la conociera por ser Luis de Molina (1535-1600) otro jesuita español. En la escolástica se distingue entre futuribles absolutos y futuribles condicionados y entre dos tipos de ciencia divina: la ciencia de los posibles (conocimiento de los actos posibles como posibles) y la ciencia de la visión (de los existentes como tales). Molina introduce una tercera ciencia: la ciencia media (Dios conoce los futuribles antes de todo decreto absoluto pero no antes de lo lógicamente posible). Con esto Dios coopera con la libertad humana para que elija el bien o el mal. Lo cual representaba una clara alusión de censura a la campaña violenta de extirpación de idolatrías contra los indios. En otras palabras, el adoctrinamiento evangélico debía dejar a los naturales en óptimas condiciones para optar libremente por el cristianismo sin violencia alguna. Esta tendencia jesuita de origen tomista de acentuar el libre albedrío se enlazaba con el ideal neoplatónico providencialista del Inca Garcilaso de la Vega en pro de dejar a los indios adoctrinados la facultad de dirigir sus destinos, cosa evidentemente subversiva para los intereses de la Corona.

De todas formas, el intento de Olea de salvar dentro de la doctrina tomista la omnipotencia divina sin menoscabar la libertad humana no ignora intelectualmente todo este debate; solución que en lo literario se reproduce en la obra El Condenado por desconfiado, del dramaturgo barroco y mercedario español Tirso de Molina (1579-1648). El desenlace es un intento por resaltar el valor del libre albedrío sin negar la predestinación de los protagonistas, pues Paulo y Enrico reciben la ayuda sobrenatural por la cual Dios ilumina al espíritu de la gracia suficiente, de modo que el libre albedrío deja en libertad a cada uno para usar de la gracia divina y capacita a la voluntad para ejecutar lo que Dios quiere y salvarse o permite también su rechazo y su condena.

En su comentario sobre la causa final sostiene que el fin coincide con la forma y es la causa de las causas, porque es un bien querido que determina la voluntad a un acto. Los hombres -escribe- mueven la voluntad con el conocimiento de un fin, que determina en el espíritu el proceso de la intención, deseo, intención determinada, investigación de medios y ejecución. Los actos de los animales son por instinto y no obedecen a un fin. Y el fin último de todos los seres es Dios, hacia quien todos se elevan por la ley del perfeccionamiento. Natura, Gratia, Gloria, expresan el movimiento ascendente del universo hacia la divinidad. Difícilmente esta conclusión podría corresponder a un dialéctico que estaba al tanto de Campanella, Descartes, Cusa, Bruno, Tycho Brahe y Copérnico, pero la metafísica del renacimiento tiene la característica de aspirar a una síntesis de los opuestos y Olea forma parte del escolasticismo moderno de la filosofía española, que sin renunciar a la herencia aristotélico-tomista la somete a un acercamiento en física y cosmología con la reforma científica.


Nicolás de Olea es la demostración más notoria que la asimilación a la conciencia científica no va unida a la disolución del pensamiento clásico-cristiano, ni del pensamiento metafísico, y es así porque en esta fase crítica no hay predominancia del espíritu antimetafísico que luego hará presencia en los siglos dieciocho y diecinueve. De manera que si con Bartolomé de las Casas se da inicio al humanismo teológico, con Nicolás de Olea se da comienzo a una audaz concordancia entre teología y filosofía natural matemática. Por ello, Olea es un pensador de su tiempo, pues su época pretendía discurrir sobre temas morales para estabilizar el Virreinato, y él lo hizo, pero aun cuando con su realismo metafísico se mostraba desfasado con las exigencias metódicas y matemáticas del momento, fue el neoescolástico más importante del siglo diecisiete, que acercando teología a la ciencia nueva influyó difusamente en el movimiento ilustrado del dieciochesco virreinal. 

EL PROBABILISMO Y EL NEOTOMISMO UTÓPICO BARROCO

PROBABILISMO
Neotomismo utópico
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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El probabilismo nació en el seno del espíritu neotomista, justamente en la testa de un dominico como un problema moral, se desarrolló convirtiéndose en ola cultural con los jesuitas, como un tema político, y expiró, por una parte, con los jansenistas y Pascal, quienes lo criticaron como exageradas ansias de poder terrenal por parte de los jesuitas, y, por otra parte, con el método científico que priorizó las verdades comprobables sobre las probables. Pero lo más trascendental del probabilismo fue que el problema moral fue fusionado con el problema político-económico, emprendiendo la tarea de construir una utopía cristiana en la tierra. Y el núcleo de este intento utópico encuentra un impulso poderoso en el ejemplo moral andino del imperio de los incas.

Ya hemos destacado que el impacto de América sobre España no sólo fue en lo económico y cultural, sino también en lo teológico y filosófico. España operó como un espejo de refracción y difundió culturalmente en América y en Europa dos cosas: el cristianismo y el “humanismo teológico” en América e hizo que América difundiera el “humanismo utópico” en Europa a través de España. El ideal utópico que Europa renacentista recibe de América luego retorna hacia América barroca repotenciado con los ideales del cristianismo.

Efectivamente, el probabilismo moral de los jesuitas es el reflujo en América de las utopías del Renacimiento de Tomás Moro (1477-1537), Tommaso Campanella (1568-1639) y Francis Bacon (1561-1626), las cuales fueron influidas por las formas de comunismo primitivo que se practicaban en el recién descubierto Nuevo Continente. En otras palabras, después de Platón y San Agustín la  utopía social se reaviva por el impacto de la realidad indígena americana primero en Europa del siglo quince y luego retorna a América con los jesuitas en el siglo diecisiete, quedando en el imaginario social como la sociedad ideal y modelo de la libertad concreta. Sin desempleo ni hambruna al hombre andino, además del trabajo, sólo le quedaba un tiempo libre para dedicarlo al descanso inerte o a las fiestas comunales con gran afición a la chicha fermentada. Todo esto impactó sobre el imaginario europeo del Renacimiento y el Barroco retornando a América potenciado en el alambique del cristianismo. Este reflujo hacia América española tiene una forma concreta, a saber, el experimento comunista-cristiano de las comunidades jesuitas.

En este experimento social el debate fundacional de la filosofía colonial del dieciséis ya se encuentra superado, las mentes cultas no dudan del reconocimiento de la racionalidad y humanidad del indio, ahora se trata de poner al humanismo sustancial -según el cual todos los hombres son iguales, son personas, por lo tanto libres y con derechos inviolables que fundamentan la dignidad humana- bajo la prueba de la experiencia histórica concreta. Los jesuitas tenían muy claro que son accidentales las diferencias culturales e individuales, en el fondo todos los hombres comparten la misma sustancia humana y divina. “La más extraordinaria epopeya de la historia humana”, la Conquista de América, que hasta el momento era en realidad uno de los más grandes latrocinios y crímenes de la historia moderna, tenía que ser convertida en la más grande experiencia social cristiana. La España Católica se veía obligada a demostrar que con la riqueza proveniente de América, podía ser no sólo una potencia en la política europea, sino un ejemplo de evangelización y vida cristiana.

El movimiento teológico humanista creado por el dominico Francisco de Vitoria (†1546), cabeza de la neoescolástica española y que rechaza aquellas causas erigidas por Sepúlveda como justificantes de la guerra contra los indios, dará frutos concretos en las comunidades jesuitas del barroco. Aquí se pone en práctica la ciencia cristiana y humana para formular los derechos humanos de los indios y limitar los abusos. Los jesuitas emprendían en la práctica la idea de otro destacado dominico, el padre Bartolomé de Carranza (1503-1576), hombre de gran caridad -presente junto a Vitoria en la Junta de Valladolid, quien en su Tratado sobre la virtud de la justicia (1540) se opondrá también al imperialismo de Sepúlveda- emprendiendo en sus comunidades casi un protectorado político temporal para dejar aquellos pueblos adoctrinados en su primera libertad. Los jesuitas al igual que Carranza pagarían caro por el atrevimiento de sus ideas.

Los jesuitas con su probabilismo práctico quieren ir más allá de la denuncia de las monstruosas crueldades y atrocidades de los colonos españoles. Cuánta razón tenía el hispanista norteamericano Lewis Hanke al subrayar que en vez de la franca “lucha española por la justicia en la conquista de América” lo que había era: la lucha de los religiosos españoles por la justicia en la conquista de América. Para los jesuitas ya no se trataba de insistir, como Las Casas, en la censura de las tibias, tardías e insatisfactorias leyes de protección de los indígenas,  ahora se trata de praxis cristiana, de poner en práctica sus teorías. Esto refleja una profunda desconfianza hacia el poder político. Las encomiendas no se suprimieron, la mita prosiguió, el trabajo esclavo persistía, los obrajes eran cántaro de abusos, pero esta vez en vez del ayni y la minka el probabilismo utópico-moral de los jesuitas emprenderán en sus comunidades la primera reforma agraria de la América española. Lo más importante era emprender con la masa indígena el buen gobierno y la justicia social con espíritu verdaderamente cristiano. En dicho proyecto del probabilismo jesuita la cultura hispana no absorbía a la cultura indígena, la seguía dominando pero con espíritu de justicia y sin explotación. Así aparece algo totalmente nuevo, un indígena que pierde el recelo ante el español, es consciente de su dignidad y se siente capaz de dirigir su destino por sí mismo. Todo lo cual resultaba por completo incompatible con la economía y los intereses materiales de la corono peninsular. Nuevamente aquí brota el mensaje más profundo implícito en la filosofía peruana colonial: Sin amor no hay verdadera elevación hacia la intersubjetividad, sin ella la otredad es objetividad. Los jesuitas del barroco ponen nuevamente sobre el tapete la ineludible necesidad de afrontar –esta vez en la práctica- la otredad del indio.

El experimento socialista del jesuitismo probabilista fue expresión del profundo divorcio entre lo dictado por la fe cristiana y lo conveniente a la Corona española, escisión que no sólo proseguía sino que se ahondaba a lo largo del Virreynato y sería fuente de continuas y serias controversias e incluso confrontaciones entre el poder civil y el poder religioso. De ahí surgirían los experimentos pre-socialistas de los jesuitas en el siglo XVII y XVIII, que no serían tolerados por la Corona española y que culminarían en su expulsión de 1767.

Así, es erróneo y falso que la filosofía peruana durante la Colonia era la imitación simiesca de la neoescolástica española y menos de la escolástica de la Edad Media. Aquí, en tierras americanas, la filosofía cristiana tuvo el más grande desafío de demostrarse a sí mismo que la añoranza india por un pasado justo podía ser recreada con espíritu evangélico. Es crucial advertir que la primera etapa de la filosofía novohispana coincida con la Contrarreforma (1560-1648) impulsada por el Papa Pio IV y apoyada vigorosamente por el Imperio de España  El reformismo católico basado en el Derecho Canónico, las encíclicas papales, la Inquisición y el índice de libros prohibidos, impulsó en el Nuevo Mundo el humanismo teológico y el reinado de la antropología teológica del indio y la doctrina humanista de los derechos del aborigen. Esto fue el marco sobre el que un siglo después discurriría el experimento social del probabilismo jesuítico. La revolución cultural que provocó la Contrarreforma en el Viejo Mundo, si bien provocó la confrontación con el heliocentrismo, sin embargo en el Nuevo Mundo tuvo un efecto benéfico sobre el problema candente de la España Imperial, al robustecer la dominica tendencia humanista de defensa del indio y desembocar en el experimento socialista de las comunidades del jesuitismo probabilista.

Por tanto, el probabilismo ni nació en tierras americanas ni se restringió al problema de la filosofía moral, al contrario, tuvo su más importante expresión en el terreno político y fue expresión del neotomismo utópico, que volvía a traer a tierras americanas el utopismo repotenciado por la realidad aborigen antes de la Conquista. Por ello tuvo aquí la más importante expresión de experimentación social con las reducciones jesuíticas, las cuales eran la plasmación de la utopía social de la iglesia tras el fracaso de la Reforma. El dilema surge aquí cuando nos preguntamos sobre los puntos de encuentro entre una utopía milenarista con visión cíclica de la historia –como la andina- con la utopía de la revolución de los pobres y el continuo progreso histórico –como el de Occidente-, porque mientras la primera supone un retorno a la quietud protectora materna del eterno presente, la segunda implica la asunción activa paterna del incesante futuro. El impacto del descubrimiento del Nuevo Mundo y del estado totalitario de los Incas despertaba la añoranza por la sociedad tradicional, que libera del peso del libre albedrío. Pero el espíritu del capitalismo  occidental –nacido en el siglo trece- no surge de la Reforma sino de la adaptación de la Tierra Prometida a los bienes de este mundo, el propósito era construir la Ciudad de Dios en este mundo. Además el desencanto por la reforma protestante fue rápido y otros pensadores se preocuparon por la felicidad en este mundo. El siglo dieciséis siente el fracaso de los teólogos protestantes y alejan de la Reforma a la mayoría de los humanistas. Erasmo de Rotterdam prepara a Tomás Moro y a Rabelais y el impacto del Nuevo Mundo potencia el sueño por la sociedad justa. Así, la Utopía de Moro representa el ideal renacentista por dominar los bienes de este mundo, la Ciudad del Sol de Campanella y la Nueva Atlántida de F. Bacon expresan el papel preeminente que tiene el nuevo milenarismo de la ciencia. No es casual que el género utópico que se desarrolla en el siglo diecisiete adopta la forma de exploraciones imaginarias (Cirano de Bergerac, Hobbes, Harrington, Samuel Gott, Fenelón, Variasse y Gilbert), que son cada vez menos religiosas y más políticas-racionales y anteceden a las exploraciones científicas del siglo dieciocho de Charles de La Condamine (1735), Jorge Juan y Antonio Ulloa (1735), Alejandro Malaspina (1789), Tadeo Haenke (1789) y Alexander von Humboldt (1799). En una palabra, el punto de encuentro entre la utopía milenarista indígena y la utopía cristiana en el Nuevo Mundo era la conquista de la Ciudad Radiante. El socialismo de las comunidades jesuitas se encuentra en este punto intermedio entre la utopía milenarista del eterno retorno y la utopía enciclopedista del triunfo de la ciudad terrestre por la industria a y la técnica. Representó la encarnación del sueño tenaz de la igualdad entre los hombres a través de la ciudad de Dios puesta bajo el signo de la misericordia divina y el amor al prójimo.

En la testa de los hombres más preclaros de la iglesia colonial latía poderosamente la teología liberacionista que pudiera superar el abuso de la Colonia y el trauma de la Conquista. Para la población aborigen de América el siglo dieciséis y primera mitad del diecisiete representó los tiempos del Apocalipsis, la Conquista y el Virreinato transformó radicalmente sus condiciones de vida y creó un inmenso ejército de aborígenes subyugados, explotados y perseguidos. Surge así el humanismo teológico del dieciséis y el utopismo moral de la teología liberacionista del diecisiete y primera mitad del dieciocho. El propósito era establecer el Reino prometido de los evangelios en medio de las injusticias imperantes. Jamás el jesuitismo utópico fue un experimento revolucionario, emancipador ni independentista –aunque sus consecuencias pudieran serlo-, sino, antes bien, reformista con el estatus quo monárquico español. Sin embargo, la interrupción ilustrada del utopismo religioso jesuita no será el fin del “mito de la promesa” que encierra, sino su continuación aunque en versión secularizada, tecnificada y cientista. Nos explicamos. La utopía milenarista de la sociedad tradicional encierra el “mito de la Fundación” de la Edad de Oro en un  tiempo del eterno presente, mientras que la utopía occidental de la sociedad del Reinado del Mesías contiene el “mito de la promesa” en un tiempo asintótico y progresivo. En el primero no se toma en cuenta la dignidad del individuo sino de la comunidad, en el segundo se prioriza al individuo sobre la comunidad. El Cuzco precolombino como Atenas representa la sociedad de la retribución justa donde el hombre debe prepararse para asumir su humanidad según su rango, es una ciudad antigua que procura unir el principio con el fin y detener el tiempo para recibir la Fundación milenarista de la Edad de Oro, en cambio el Cuzco virreinal como Roma católica representa la interrupción del tiempo circular, la ruptura con el Uroboros (símbolo en forma de animal serpentiforme que engulle su propia cola representando el ciclo eterno de las cosas) donde el hombre se prepara para asumir su responsabilidad individual ante Dios y recibir la promesa de la vida eterna. En virtud de la revelación cristiana en América la utopía se convierte de retorno a la estructura inmutable de la ciudad represiva de los justos en esperanza de la vida eterna en el Paraíso celestial y luego en propuesta revolucionaria ilustrada.

En este sentido, como en ningún otro lugar del orbe en el Nuevo Mundo la utopía atraviesa por las tres de sus etapas conocidas: la milenarista ancestral, la escatológica cristiana y la secular ilustrada. Esto da al alma americana una profundidad y complejidad metafísica única y singular, porque posee a la vez la profundidad de la cultura oriental y el dinamismo de la cultura occidental. Además, el sentido cósmico del hombre precolombino está transido de movilidad universal y sentido fluyente de la vida. Todo lo cual permite vislumbrar la esperanza que este continente tan rico de síntesis viviente se encamine hacia un nuevo humanismo pletórico de palingenesia cultural y gérmenes intrahistóricos con una nueva morfología arquetípica planetaria.

En otras palabras, la trayectoria del derrotero utópico en América es el principal baluarte para sostener que en el hombre de América hay un optimismo metafísico y cósmico difícil de ser abatido por las embestidas de la secularización de la ilustrada racionalidad instrumental que pone al mundo en su alboreo del siglo veintiuno en situación apocalíptica similar a la del mundo andino del siglo dieciséis. La evolución de la utopía en América la pone lejos de renacer el sueño embrionario de la milenarista Ciudad Radiante donde no existe libertad individual, pero también la ubica distante del sueño cientista de la enajenación humana por la técnica, acercándola más bien a una sana rectificación y asunción de la esperanza escatológica de luchar por el Paraíso Terrenal sin claudicar del inmarcesible Paraíso Celestial. En la conciencia americana late poderosamente la síntesis humanista entre el utopismo ucrónico y el milenarismo temporal, la cual sólo puede desembocar en un frágil y provisional equilibrio entre religión y ciencia.

La doctrina teológico-filosófica del  probabilismo nace inocentemente en la neoescolástica barroca española de la Escuela de Salamanca como una opinión que justificaba el libre albedrío aún en contra del consenso social. Desafío que sería tomado con muy buen socaire por los jesuitas y sus reducciones bajo la instrucción de la autoridad papal. La Santa Sede intervino desde el principio contra los abusos del poder imperial español sobre los aborígenes del Nuevo Mundo y las reducciones jesuíticas constituyen un capítulo muy importante de dicho papel[1].En este sentido, para el probabilismo no hay un solo camino para hacer el bien, y debe de elegirse el que más probablemente lleve al bien. En ella latía poderosamente la opción por la libertad y la defensa de los derechos humanos del indio. El creador de este mensaje libertario fue el dominico español Bartolomé de Medina (1527-1581), alumno de Francisco de Vitoria, y en sus comentarios a la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino apuntó la frase: “Me parece que, si una opinión es probable, es lícito seguirla, aunque la opinión opuesta sea más probable”, la misma que la deducía de la reflexión siguiente del aquinate: Nadie está obligado por precepto alguno, sino por el conocimiento de dicho precepto, o  "la ley dudosa no obliga".

El probabilismo oriundo de la sesera de un dominico fue defendido principalmente por teólogos jesuitas, que lo propagaron por toda Europa y el Nuevo Mundo. Su decadencia definitiva acontece en el siglo XVIII, al ser reciamente criticado por jansenistas y Blas Pascal en sus Cartas Provinciales. De manera que el probabilismo no surge a fines de la Colonia, sino que viene de la Metrópoli a través de los jesuitas y con los cuales adquiriría un matiz político marcado en las misiones, por las cuales serían acusados de aspirar a un imperio independiente. En realidad Medina no desarrolló la idea probabilista, simplemente la dejó planteada. Después los dominicos se opondrían al probabilismo. Pero eminentes jesuitas como Luis de Molina, Gabriel Vázquez y Francisco Suárez, desarrollaron una suerte de incertidumbre moral.

Según estos jesuitas, existiendo duda acerca de un precepto y sus alcances es posible inclinarse por la libertad, aunque las tesis a favor de la opinión contraria sean respetables. Pues estando el hombre sujeto a infinitas posibilidades de decisión moral, la acción está a merced de los caprichos imprevisibles de situaciones donde un único efecto no sigue necesariamente a determinada causa. Los probabilistas creían así superar el ejercicio literal de la casuística moral en boga. Pero el rigorismo criticó el probabilismo, argumentado que conducía a una extrema laxitud moral. El probabilismo dio origen a diversas corrientes contrarias en el catolicismo: (1) el probabiliorismo, que sostiene que en caso de duda se debe preferir sólo lo más probable; (2) el tuciorismo, que las decisiones sólo deben ser tomadas contando con antecedentes seguros; y (3) el rigorismo, que busca la aplicación rigurosa de las normas morales. La jerarquía católica terminó por reaccionar y publicó en 1679 la bula Sanctissimnus Dominus, que, sin referirse directamente al probabilismo, sancionaba 75 argumentos que beneficiaban el laxismo en teología moral. Y un año después publicaba un decreto que bendecía una respuesta ideada por otro jesuita, Tirso González, en contra de la nueva doctrina: el probabiliorismo. Presionado por España, Francia (ambos dominados por familias borbónicas) y Portugal en 1761 el papa Clemente XIII (1758-1769) condenó diversas conclusiones del probabilismo y aprobó su expulsión de Portugal en 1759, de Francia en 1764 y de España y sus colonias en 1767, pero como mantuvo firme su apoyo a la Compañía no vaciló en sacrificar una parte de sus posesiones pontificias cuando Luis XV invadió los lares galos de Aviñón y el condado Venesino, y el francófilo e ilustrado Carlos III hacía lo mismo con los señoríos italianos de Benveneto y Pontecorvo.

El papado no dejó de creer en la misión utópica del probabilismo jesuita, porque en realidad constituía la respuesta cristiana más viva y cabal después de la teología de la Gracia de San Agustín, la teología como ciencia universal universitaria de Santo Tomás de Aquino y la arremetida protestante evangélica a partir de Martín Lutero. Mientras que los resultados de la Reforma fueron muy problemáticos, porque la vida parroquial languideció, no conservó la unidad protestante, Lutero tuvo frases antisemitas imperdonables y una inconsecuencia social incalificable, los príncipes reformistas se convertían en nuevos papas y la nobleza usurpaba la reforma; en cambio en la América colonial el catolicismo sin desatender lo político y lo social hizo que floreciesen, dentro del utopismo socialista cristiano y consecuente con su humanismo teológico, las reducciones jesuíticas como la manifestación más palmario de la Ciudad espiritual cristiana en la tierra. De este modo, mientras sucumbía el protestantismo en Europa alumbraba en América una teología liberadora que sintetizaba la teología de la Gracia agustiniana con la teología curial tomista. Otra cosa es que dicha nueva teología sucumbiera bajo la presión política de los imperios de España, Francia y Portugal.

A finales del siglo XVIII la irrupción del método científico, con su búsqueda de verdades comprobables, dejó al probabilismo fuera de la discusión intelectual y se consideró una disputa retórica sobre opiniones probables. Es significativo que Pascal, uno de los máximos enemigos del probabilismo, haya desarrollado una de las primeras aproximaciones al cálculo de probabilidades y creado la famosa Apuesta de Pascal: creer en Dios es la opción moral más segura. Dicha fórmula lógica sería acusada después de implicar una renuncia a la razón. Ironía del destino que el campeón filosófico contra el probabilismo eche mano del cálculo de las probabilidades. Pero, en buena cuenta, el probabilismo que nació dentro de la filosofía moral pronto se transformó en un acápite peliagudo dentro de la filosofía política y terminó siendo relativamente sepultado por el método científico. Otro tema, no menos importante, que desborda la presente temática concierne a la actualidad que ha cobrado la relación entre probabilismo y la física de la incertidumbre. Corsi y ricorsi donde la ciencia física contemporánea ha tenido un impacto sobre la filosofía de la probabilidad y con ello vemos que si otrora la ciencia del siglo dieciocho arremetió contra el probabilismo en cambio la ciencia desde la física de la incertidumbre la acoge en todos sus fueros problemáticos.

Pero en grandes rasgos, los representantes peruanos de la filosofía virreinal durante el segundo período llamado utópico-moral son parte de la búsqueda y gestación de la nueva teología liberadora que se erigía, por una parte, como legítima heredera del magisterio y la lucha del humanismo teológico del siglo dieciséis, y, por otra parte, constituía la respuesta político-social católica ante la inconsecuencia social incalificable del reformismo evangélico-protestante. En el fondo del escenario se encontraba la realidad oprimida del indio llano, de cuya etnia solamente la élite indígena mantenía privilegios siempre y cuando apoyasen el orden político español. El experimento social de las reducciones jesuíticas constituía el ejemplo más palmario y atrevido de relacionar la Escritura con la existencia humana y la historia concreta. Allí se efectuó con gran audacia la primera reforma agraria de América, entre otras medidas de avanzada justicia social, que a la larga provocaría las falsas acusaciones de tiranicidio y regicidio. Si la teología protestante preconizó un cambio de paradigma retornando al Evangelio, en cambio el catolicismo postridentino fue más atrevido y audaz con las reducciones jesuíticas, al demostrar que la fe sin las obras por el bien temporal no ayudan a servir verdaderamente a Dios ni a la sociedad. En el fondo se enfrentaban dos paradigmas teológicos. El católico, remozado por el magisterio neotomista de Suárez y Vitoria y la inspiración social de Agustín, y el segundo, fragmentado e inconsecuente.


[1] El jesuita Manuel Marzal en su obra  Los Jesuitas y la modernidad en Iberoamérica 1549–1773, PUCP-Fondo Editorial, Lima 2007; sostiene que desde su llegada al Nuevo Mundo la orden de los jesuitas ayudó al proceso de expansión ideológica, teológica y cultural que contribuyó a la afirmación del proyecto político de la Corona en América. Al respecto hay que decir que si bien es cierto que Felipe III de España expidió decretos en 1607 para cautelar a las misiones, reconocer su autonomía para proteger a indios, más no a negros ni mestizos, contra los encomenderos y cazadores de esclavos, esto no significa la afirmación del proyecto político de la Corona precisamente, sino de la afirmación de la utopía social evangelizadora cristiana en América. Y Marzal mismo lo reconoce en su libro La utopía posible, indios y jesuitas en América colonial, 2 t., PUCP, Lima 1994.

JOSÉ DE AGUILAR Y LA NEOESCOLÁSTICA LIBERADORA

JOSÉ DE AGUILAR
Neotomismo cosmológico
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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El padre Aguilar, como Olea, no es defensor de la vieja escuela porque es parte de la neoescolástica renacentista inaugurada por el dominico salmanticense Vitoria y por el jesuita conimbricense Suárez, que conoce la ciencia nueva. Esto llevó a la crítica protestante, ilustrada y positivista a verlo como un elemento de tránsito hacia las nuevas ideas. Sin embargo, su principal preocupación fue moral y religiosa, dando de ello testimonio los nueve volúmenes de sus Sermones morales junto a los tres tomos del Tratado de Teología frente a los tres volúmenes del Curso de filosofía.

Su originalidad metafísica radica en que introduce la noción del Ser como posibilidad, opta por el principio de individuación de Escoto, en cosmología es heliocéntrico como Copérnico y en física afirma la existencia de leyes necesarias como Galileo.

Su espíritu dual es propio del espíritu del renacimiento y lo convierte en elemento de tránsito hacia las nuevas ideas, pero eso no significa que represente un alma desgarrada entre la ciencia tradicional y la ciencia antigua, sino, todo lo contrario, la asunción moderada de las nuevas ideas se dan en el marco de una ciencia natural que en los siglos dieciséis y diecisiete no es antimetafísica ni enemiga de la teología. Los jesuitas Aguilar y Olea son parte de la renovación renacentista neotomista en la Ibero América colonial y continuación, en este sentido, de los esfuerzos de la segunda escolástica en la defensa de la libertad humana, sólo que en esta etapa de estabilización colonial el énfasis recae en el aspecto metafísico, cosmológico y moral.

José de Aguilar, (Lima, 7 de agosto de 1652 -Panamá, 20 de febrero de 1708) fue un sacerdote jesuita. Su familia era noble, su padre era cercano pariente del gobernador de Charcas Diego Messia. Estudió en el Colegio Real de San Martín y, habiendo decidido hacerse sacerdote jesuita, ingresó al Colegio Máximo de San Pablo de Lima en 1666. Se ordenó de sacerdote en 1685. Como profesor de Artes y Teología ganó prestigio por lo que el Arzobispo Melchor de Liñán y Cisneros lo tomó como consultor y lo nombró examinador sinodal. El Santo Oficio lo nombró Calificador. Nombrado rector y catedrático de prima de Teología en la Universidad San Juan Bautista de Chuquisaca. Vuelve a Lima para asumir el rectorado del Colegio Real de San Martín en 1699. Nombrado Procurador de la Compañía de Jesús en Roma en 1707, murió en el trayecto a Roma cuando pasaba por Panamá atacado por fiebres malignas. Los manuscritos que llevaba consigo fueron entregados al padre Pérez Ugarte, pero con mala fortuna el navío que los llevaba fue capturado por corsarios ingleses, perdiéndose todos estos en manos de piratas. Sin embargo a su regreso a Lima, Pérez Ugarte encontró los borradores de muchas de las obras perdidas y pudo publicar parte de los manuscritos confiados a su persona.

Sus principales escritos son: Curso de Filosofía (1701), Tratado de Teología (1731) y Sermones morales (1701-1704). No se han vuelto a reeditar sus obras, aunque el profesor de la Universidad de Austin Texas, Walter Redmond Otoole, realiza la traducción del texto de Aguilar y las monjas carmelitas de Ayacucho han recopilado el libro de Aguilar dentro de un proyecto de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Aguilar es un filósofo que ha sido mal entendido, presentándosele como un católico fanático desgarrado por una mente analítica y amor por la verdad humana. Pero en él no existe tal desgarramiento. Se suele oponer a sus nueve tomos de Sermones Morales, donde con gran fervor religioso explica misterios de la fe, hechos sobrenaturales, la vida de Cristo y de los santos, con sus tres volúmenes del Curso de Filosofía, que sirvió de texto de enseñanza a sus alumnos de San Carlos, pero la verdad es diferente.

Y el hecho de que no se de tal desgarramiento en los maestros peruanos de 1650 a 1750 es debido a que la propia Revolución Científica de los siglos dieciséis y diecisiete fue una disolución de la visión del mundo medieval en lo metodológico y metafísico pero una continuidad en lo lingüístico, conceptual y teórico. Esto mitigó en sus almas las fuerzas que negaban la religión, pues recién los fanáticos en la nueva “edad de las luces” y en la destrucción de la ciencia medieval emprenderían en las colonias americanas el asalto a la razón a partir de la segunda mitad del siglo diecisiete. Pero entre nosotros la destrucción del fundamento trascendente nunca fue radical como en el Viejo Mundo y ello obedecía a la ausencia de una revolución científica e industrial propia. Por ello hemos afirmado que la Ilustración americana fue radical en política pero moderada en religión, y jamás perdió el sesgo trascendente de la que se distanciaba el asalto a la razón del pensamiento moderno europeo.

De manera que Aguilar, al igual que Olea, no emprende una revisión crítica del pensamiento tradicional ni trata de poner de acuerdo a Gassendi y Descartes con la verdad revelada, sino que en su metafísica al intentar una renovación de la metafísica aristotélica con la noción del Ser como posibilidad, en cosmología al mostrarse favorable a la doctrina heliocéntrica, al resolver contra el tomismo el problema de la individuación al estilo escotista a través de la voluntad, al admitir los arquetipos de las ideas eternas del platonismo, al compartir la física aristotélica del lugar natural y la teoría de los cuatro elementos, al seguir la teoría del alma de Aristóteles, al idear la categoría de sustancia fundamental o substractum para la materia primera, al admitir la influencia de los astros sobre la tierra y de la Luna sobre las mareas, y al concebir a Dios como libre autor de las leyes del Universo, se muestra perteneciente a la dinastía de los escolásticos y a la vez a la nueva conciencia científica emergente. Y esto es posible porque la nueva ciencia del dieciséis y diecisiete no es antimetafísica y positivista como a partir del siglo dieciocho.

Resolver contra el tomismo el problema de la individuación al estilo escotista a través de la voluntad, no significaba una ruptura con el tomismo mismo, sino que es propio del afán de libertad que caracteriza el espíritu de la filosofía del renacimiento. La combinación de la fe exaltada con la tendencia al sincretismo es particular del periodo.

Aguilar en su tercer tomo del Curso de filosofía, correspondiente a la metafísica, redefine a la misma en un sentido nominalista, a saber, ésta no tiene que ver con el ser en general –como pensaba Aristóteles- sino con los entes en particular. En otras palabras, no hay entes generales sino particulares. Por tanto, el ente universalísimo tiene un sentido intencional y es definido desde su posibilidad. Ente es lo que puede o podría existir y es autoconsistente. Esto lleva a Aguilar a revisar y rechazar nueve posturas sobre el ser posible. Su postura fundamental interpreta el ser posible como real pero no eterno ni independiente de Dios. La criatura posible no es desde la eternidad con una esencia real independiente de Dios. Lo posible en su ser no es complemente independiente de Dios. Aguilar evita así otorgar demasiado ser a lo posible y con ello da un sesgo relativista al nominalismo escotista. Esta interpretación del ser posible está íntimamente vinculada al probabilismo jesuita colonial, donde una ontología de lo posible fundamentaba una epistémica de lo probable.

Esto tiene una repercusión muy importante en el proceso de extirpación de idolatrías, por cuanto si el ente universalísimo es intencional, posible y relativo, en consecuencia la evangelización en las comunidades del Nuevo Mundo debe emprenderse con un espíritu humanista, dialogante y constructivo. Aquí vemos con nitidez cómo la renovación de la ontología aristotélica de Aguilar se encuentra vinculada con la censura al proceso de la evangelización o lucha contra la idolatría emprendida desde Francisco de Ávila (1573-1647). A Aguilar le tocó vivir la gestión del prelado Pedro de Villagómez (1641-1671) y su postura es en el fondo una crítica a los métodos de la quema de huacas, momias, ídolos, y destrucción de la sociedad y cultura conquistada.

Efectivamente, en el siglo diecisiete se iniciaron en el virreinato del Perú las campañas de extirpación de idolatrías con el objetivo de lograr la evangelización profunda de la población aborigen. La implantación violenta del sistema eclesiástico colonial implicó que la cruzada arrasara con gran cantidad de personas condenadas, torturadas, así como la labor de una regular tropa de doctrineros que salieron a la caza de todos los ídolos y dioses andinos para su total erradicación en los Andes y en la Costa del Perú. Gran cantidad momias e ídolos fueron destruidos durante la campaña. El sacerdote cuzqueño Francisco de Ávila precisó que en sus primeros años destruyó sin contemplaciones más de 18 mil ídolos móviles y 2 mil ídolos fijos por considerarlos dioses satánicos. Obras valiosas como la del cronista Miguel Cabello de Valboa (1535-1608), que recogía el mito de Naylamp, sirvieron para justificar años después la cruzada de extirpación de idolatrías. Por ejemplo, un tratamiento más comprensivo con la tradición religiosa panandina hubiese significado un enriquecimiento de la comprensión espiritual más amplia y hasta una más efectiva evangelización. Por lo visto y ante las disquisiciones del jesuita José de Aguilar estas consideraciones no pecan de anacrónicas porque  su posición instaba a un tratamiento más inteligente, dialogante, humanista y comprensivo con la religión andina. En realidad, con José de Aguilar acontece lo mismo que con José de Acosta, al convertirse en un adelantado de la etnología moderna y atisbar más allá del monismo naturalista diacrónico para preconizar un pluralismo culturalista sincrónico.

Así no se hubiera perdido de vista y se habría advertido la ausencia de categorías claves en el pensamiento religioso andino y muy útil para la labor de la evangelización. Nos referimos a la idea de Creatum ex nihilo y Dios creador. De este modo en la interpretación iconográfica del mito de Naylamp como Tumi, que encarna la visión del mar como gran portal del inframundo es muy sugerente y plausible, pero a su vez permite advertir una idea de la “nada relativa” como ausencia o privación y, en consecuencia, su ligazón con la idea de un dios ordenador. En el Tumi destaca primero es el uso de la alegoría, como modo de pensar de la razón sobre ámbitos espirituales. O sea se trata de un filosofar mitocrático frente a la tradición logocrática venida de Occidente. El segundo concierne a la ubicación de la religión politeísta moche en el panorama de la evolución de la religiosidad panandina. Todo indica que el politeísmo con sus dioses tectónicos del inframundo ocupan un lugar subordinado en los Incas, cuya figura central es Pachacamac, es más abstracta y henoteísta. Es decir, de los tiempos inmemoriales del animismo andino se pasó al politeísmo y luego al henoteísmo, éste último como antesala del monoteísmo. Si algo de común hubo en la religiosidad andina fue el esquema metafísico dualista con un dios ordenador y jamás creador como en la tradición cristiana. Es decir, no conocieron el concepto de la nada absoluta -propio del esquema metafísico cristiano- sino la nada relativa -propia de la tradición ancestral y griega-. Compartieron el principio metafísico del nihil ex nihilo -nada viene de la nada- y no concibieron el principio creatum ex nihilo -creación de la nada-. Por ello, el fundamento común de la religiosidad andina, al igual que las otras religiones ancestrales, es el tiempo cíclico, el eterno retorno, la deidad ordenadora y no la deidad creadora.


Estas consideraciones filosóficas habrían sido más nítidas con la actitud humanista y dialogante preconizada por el jesuita José de Aguilar, el cual atisba como José de Acosta una superación antropológica y etnológica de las llamadas “culturas primitivas”. La postura de Aguilar sobre el ser posible como real pero no eterno ni independiente de Dios, evita otorgar demasiado ser a lo posible y con ello da un sesgo relativista al nominalismo escotista. Lo cual está más acorde con la teología liberadora del diecisiete. Esta interpretación del ser posible está íntimamente vinculada al probabilismo jesuita colonial, donde una ontología de lo posible fundamentaba una epistémica de lo probable, una consideración etnológica culturalista sincrónica y una utopía social socialista cristiana. El espíritu humanista de la filosofía virreinal peruana no sólo se mantiene vivo en esta segunda etapa utópico-moral, sino que avanza hacia un contenido liberador.