martes, 29 de diciembre de 2015

AMOR, VALOR Y VIRTUD

QUIEN PERMANECE EN EL AMOR
PERMANECE EN DIOS
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
Resultado de imagen para amor 

Son numerosos los pensadores actuales quienes hablan de que vivimos en el presente en una sociedad amoral (Peter Sloterdijk, Luc Ferry, Javier Gomá, Zygmunt Bauman, Benedicto XVI, Comte-Sponville, Luigi Giussani, Hans Kung, Niklas Luhmann, Fernando Savater, Adela Cortina, entre otros). Por mi parte propusé hace algunos años la categoría antropológico-filosófica del hombre anético, el cual no distingue el bien y el mal y se siente con derecho a determinar lo bueno y lo malo según sus necesidades. Al propio hombre común le caben pocas dudas sobre la instalación cotidiana de la sociedad de la amoralidad donde se efectúa la malignización del bien y la desmalignización del mal. En una palabra, la pérdida de valores exhibe impúdicamente su patente de corso en la actual sociedad globalizada. La gran pregunta filosófica que golpea nuestras testas y que se deriva de la presente crisis ética es: ¿Es posible emprender la formación de una sociedad de valores en medio de una época de la Modernidad que se funda en la relativización de la verdad? Veamos. 

En el mundo antiguo Aristóteles considera a la justicia como la virtud por excelencia porque mientras las otras virtudes se limitan a perfeccionar al ser humano, la justicia ordena al hombre en su relación a los demás (Ética nicomáquea, libro V, p. 1). En el cristianismo sin el amor las virtudes no son perfectas, entonces con cuánta razón afirma Tomás de Aquino que el amor es forma de todas las virtudes (S. T., II-II, q. 23, a 8). Sin amor no puede haber buena vida.

Esta diferencia normativa está señalada por una profunda diferencia metafísica. Nos explicamos. La tesis ontológica de la tradición clásica antigua concibe un agón cósmico que corre hacia lo divino, el premio es la participación en la esencia y la posesión del saber. Es decir, la esencia del amor antiguo no ama sino simplemente atrae.

En cambio, como señala Max Scheler (El resentimiento en la moral, III), el cristianismo invierte el sentido del amor antiguo (aspiración de lo inferior a lo superior), ahora lo superior desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios. Y es que en el cristianismo, Dios no tiene sobre sí ningún logos sino que debajo de su acto amoroso está el logos.

Por el contrario, en Heidegger –como en los griegos- el agón cósmico corre hacia lo divino, porque el ser no desciende sino que asciende, no hay acto creador sino únicamente participación. En Heidegger el ente aspira del no-ser al ser.

La postura heideggeriana es un aparente retorno al paganismo griego pero en realidad está íntimamente enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en sí la renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. El extravío metafísico heideggeriano está más próximo al panteísmo, donde no hay amor de Dios al hombre sino de Dios a sí mismo. Salvo por un detalle muy significativo, en Heidegger el Ser no es Dios, sino que es un Supra-ser que está por sobre todo lo divino. Heidegger no se interesó por la ética pero su postura ontológica está más relacionada con el amor ilimitado del ethos chino e índico, que con el ethos ascético del cristianismo primitivo, el ethos del amor a Dios y al mundo de la Edad Media.

Pero el Ser heideggeriano no es trascendente, sino inmanente, el ser es el tiempo, está en el mundo, es el fundamento del mundo, no es el ente creador ni el ente creado, sino el supra-ser que fundamenta lo existente. En su ateísmo no es Dios el que hace posible que exista el ente y en su última etapa de mitologización del ser éste ocupa el lugar de lo divino en el sentido que no puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse.

Esta postura heideggeriana donde el ente aspira del no-ser al ser, el ser no desciende más bien asciende, no hay acto creador y se problematiza la existencia como nihilidad, está íntimamente enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en sí la renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Heidegger refleja la filosofía moderna donde el ser no es Dios ni una substancia cósmica, es más bien un ontologismo puro del ser indeterminado como funcionalismo de la realidad fáctica.

Efectivamente, el funcionalismo de la realidad fáctica es la pauta que marca el paso del mundo moderno y hace imposible una vida valorativa ascendente. En este sentido la virtud por excelencia es la eficiencia y el valor supremo la utilidad. Como la vida espiritual luce extinta entonces los valores y virtudes que se exigen y priorizan no tienen que ver con el perfeccionamiento del ser humano y la vida buena, sino con el acrecentamiento de la vida material y el perfeccionamiento de las prótesis tecnológicas.

Del mismo modo como en el mundo moderno la justicia antigua se supedita a una inversión del valor y de las virtudes, lo mismo sucede con la virtud del amor, el cual es innecesario para los valores y virtudes imperantes. La médula del ethos moderno es la comunidad en el egoísmo, donde el ser real es valorado individualistamente. En Occidente la unificación afectiva sigue siendo activa pero limitada a los valores materiales, en contrapartida el escapismo cultural es asumir la unificación afectiva pasiva de Oriente, donde el ser real es valorado negativamente.

De este modo la teoría ética del ejemplo (Javier Goma, Ejemplaridad pública, Madrid 2009) no puede prosperar en un medio donde lo humano está desvalorizado y subordinado a una inversión valorativa profunda. Ni la fuerza del ejemplo ni la redefinición de la virtud son suficientes para revertir el proceso descomunal del espíritu decadente de la modernidad. Hace falta algo más profundo y que tiene que ver con el esquema metafísico del contexto histórico.

Es cierto que el hábito modifica el carácter y también es verídico que la virtud es el hábito de optar libre y racionalmente por el bien, pero también es cierto que las instituciones sociales o la educación inintencional tienen un peso gravitante en momentos en que el individuo vive extravertido en un horizonte sanchopancesco, habiendo reducido al mínimo su vida interior.

En la modernidad el carácter y la virtud son modelados desde tres movimientos poderosos que los perfilan, a saber, la desaparición de la imagen organológica del mundo, el triunfo del mecanicismo y la apoteosis del antropomorfismo (ahora llamado “antropocenio”). Estas fuerzas han impulsado en el individuo la inversión de los valores y de las virtudes y han sido los encargados de la liquidación de los valores superiores.

Si a estas fuerzas le sumamos el impacto espiritual del protestantismo entonces entenderemos la pendiente descendente y acelerada en la que se encuentra el decadente mundo occidental.

El protestantismo con su teoría del servo arbitrio es el principal responsable de la eliminación del amor al prójimo, el rebajamiento de la naturaleza, la abolición de la espiritualización del eros, el repudio del monaquismo y el amor burgués.

Sobre este suelo de tramonto ha brotado el poshumanismo, el cual se profetiza la simbiosis del hombre con la máquina, la superioridad al cabo de la máquina misma y la sustitución de la misma humanidad por máquinas con chips deliberativos y dotados de libertad. Esta muerte de lo humano es producto mismo del hombre, pero de un tipo peculiar de humanidad, aquella que está supertecnologizada y seducida por la tecnología. Los valores y virtudes de los artificios libres serán racionales pero diferentes a los requeridos por el hombre, porque deben responder a la exactitud de la razón funcional sobre la profundidad de la razón substancial.

Todo esto significa que el deterioro ecológico, ético, económico, político y cultural actual, tiene que ver con un giro metafísico que está en la raíz del mundo moderno, a saber, la reducción del ser a lo óntico y a lo fáctico mensurable como lo único válido. Lo cual presidió la negación de las verdades eternas, inmutables, trascendentes, de los valores y virtudes superiores para poner en su lugar valores y lo fugaz y efímero, el evento, y virtudes práctico-utilitarias.

Sólo el hundimiento de este mundo materialista y desespiritualizado y su reemplazo por otro que retorne al objeto, al ser y a la existencia, será capaz de hacer salir a la humanidad del naufragio definitivo de la trascendencia. Mientras nadie conozca la hora del apocalipsis escatológico todos tenemos la misión histórica y el deber moral de luchar por un mundo verdaderamente fraterno y lleno de amor.

Porque como reza el Evangelio: Quien permanece en el amor, permanece en Dios. El amor es la cumbre de todas las formas del valor y de la virtud superior y es el acto moral por excelencia que nos lleva hacia la trascendencia.

Lima, Salamanca 29 de diciembre del 2015