miércoles, 23 de marzo de 2016

COMPRENDER LO RELIGIOSO

COMPRENDER LO RELIGIOSO
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Contra lo que se piensa comprender lo religioso no nos dispensa de cualquier relación con la comunidad humana ni nos coloca en un espacio aséptico alejado de todas las formas de vida, en cuyo lugar se instala una especie de fantasmagoría ficcional. Todo lo contrario, su objetivo es liberarnos de las convenciones externas y retrotraernos a la majestad de nuestra propia dignidad interna. Por ello, Dios no nos quiere subyugados ni esclavos, sino que nos desea libres, como nos creó. Sólo accede a Dios quien se piensa a sí mismo como libre. La revelación y las Escrituras son importantes pero jamás sustituirán cómo habla Dios en el corazón. Su presencia en nosotros es permanente. Además se plantea otra cuestión. ¿Cuál es el auténtico telos del comprender religioso, dónde radica el objetivo final, acaso hay que buscarlo fuera o dentro de sí mismo? ¿Pero entonces de qué mismidad se trata? ¿Será la formación y desarrollo integral de la propia humanitas?

Es evidente que nuestro tema hay que vislumbrar en un doble sentido, a saber, y con mayor precisión en la sociedad empírica y en la sociedad ideal, entre lo que es bajo las actuales circunstancias y entre lo que puede y debe ser en el futuro. Comprender lo religioso no renuncia a hablar al hombre relativista de nuestro tiempo, pero se trata de educar al hombre que está por venir. La hedonista sociedad presente no está madura para su asunción, ella se ve cuidadosamente cuestionada para que su realidad empírica no eclipse las posibilidades ideales que se hacen valer frente al nihilismo de nuestro tiempo.

Es decir, a nombre de la humanitas y en contra de la actual societas debemos desarrollar el significado universal del “comprender lo religioso”. No se trata de renunciar a la colectividad de los hombres, más bien se trata de descubrir en sí mismo el arquetipo de un universo estructurado merced a una mirada interna.

Veamos. El calvinismo y el luteranismo buscaron comprender la esencia de lo religioso prescindiendo de la fe en la tradición por la fe en los pasajes de la Biblia. Rousseau prescindiendo de la “inspiración” externa propone la preeminencia de la teología moral como forma interna de sentir a Dios en la experiencia moral. Esta visión la consuma Lessing cuando considera el desarrollo de la religión bajo la imagen de la Educación del género humano.

Es decir, a Dios se le descubre fundamentalmente no en las manifestaciones externas de la fe en los milagros o en una fe libresca, sino en la manifestación interna de la idea de una personalidad libre, que es capaz de darse a sí mismo una ley que no viene de la naturaleza y sí, más bien, del reino de lo inteligible. Esta idea de libertad va unida a la idea de bien, como bien actuar, por tanto está ligada a la idea de justicia. Este orden inteligible, eterno e inmutable está inscrito por Dios en el corazón del hombre, y por eso no puede verse refutada por la multiplicidad y el arbitrio de los estatutos positivos.

Comprender lo religioso nos hace ver el brillo de Dios en la conciencia moral del hombre, la cual no es ejemplo que aplana, nivela y uniformiza, sino solidaridad entre la voluntad humana y la voluntad divina, donde cada cual debe recorrer su propio camino. De poco sirve inculcar verdades religiosas abstractas si antes no se activa la disposición por comprender lo religioso, pues en el mundo de la voluntad uno es lo que hace por sí mismo.

Siempre he guardado la convicción de que comprender lo religioso no es lo mismo que conocer lo religioso, siempre me he sentido más cerca de la verdad por la viva impresión en vez de por el gélido lenguaje abstracto. En lo primero hay una ligazón existencial y en lo segundo un lazo mental. Conocer a Dios no es amarlo necesariamente, se le puede sentir envidia y descaminarse hacia el odio como el Maligno. En cambio comprender es amar solidariamente en una misma voluntad.

Lo primero implica solidaridad de propósito y telos común, lo segundo exige solamente universalidad categorial. En lo primero habla el corazón en el segundo habla la razón. Esto significa que cuando se equipara la naturaleza de la humanitas con su destino, es el hombre un ser religioso y no un animal religioso. Lo biológico se deja atrás para poner en su lugar un fundamento ético-religioso puramente ideal.  

La certeza religiosa sólo puede ser autoconvicción y convencimiento para uno mismo desde el fondo de su acción moral y de su conciencia. Esto no significa que el hombre es su propio creador y salvador, aunque en sentido ético lo sea en sentido restringido o sea es necesaria su propia colaboración activa. Pero lo decisivo aquí es que Dios queda justificado por la dignidad del hombre. Dios es así el pilar del afianzamiento y desarrollo de tal dignidad y sin él sólo se tiene un superdesarrollo material acompañado de un subdesarrollo moral, tal como acontece en el secularizado mundo moderno.

Es por ello que sin comprender lo religioso no hay auténtica educación del género humano, ni verdadero humanismo, ni exitosa gestión del Estado redistributivo, ni real economía de la solidaridad, porque sin el sentimiento interno de Dios el hombre se vuelve inhumano, la visión prometeica inmanentista autosuficiente ocupa su lugar y todo su quehacer se degrada moralmente en el omnipotente voluntarismo sin trascendencia.

Así, sólo se puede resguardar el desarrollo integral del hombre comprendiendo lo religioso como la dignidad de una persona libre creada por Dios y que capaz de darse a sí mismo una ley. De ahí que la fe externa en Dios sea inferior a la fe interna en Dios. La certeza interna de Dios es moral y racional, y no solamente moral como lo pensaban Rousseau y Kant. Tanto la dimensión ética como la dimensión racional están en el centro de la religión. No todas las alternativas que se remontan hasta Dios partiendo de la naturaleza están aniquiliadas, ni tampoco la teleología inserta en la naturaleza nos impide deducir una suprema inteligencia.

Pero precisamente el humanismo sin Dios de la modernidad secularizada nos ha conducido hacia una civilización deshumanizada porque supone que la dignidad humana no necesita de ningún fundamente trascendente y con ello cree que basta una economía de la superabundancia y un Estado de bienestar porque abriga la convicción de que el asunto capital del hombre es su felicidad. Pero esto no es cierto, pues el asunto capital del hombre es su dignidad. De qué sirve una vida feliz sin dignidad, de nada. El hombre feliz sin dignidad es achatado a su dimensión biológica y a la mera animalidad. La felicidad no exige necesariamente la libertad, en cambio a la dignidad le es inherente la libertad y el hombre que bajo el yugo externo se somete voluntariamente capitula a lo más humano que tiene, a saber, la capacidad de decidir autónomamente a asumir su responsabilidad. Sólo es libre el responsable de sus actos, el irresponsable es vicioso, depravado o inimputable. Justamente el hombre de la triunfante sociedad capitalista ha prostituido su voluntad porque ya no tiene dignidad sino precio, y el precio es valor externo y negación del valor intrínseco. La falsa felicidad se compra con dinero, la verdadera es indesligable de la dignidad, o sea del acto libre.

Profundo error. Aquí se han tomados los medios como fines y la consecuencia ha sido la destrucción moral del hombre. La principal misión de una civilización no es la felicidad sino la dignidad, la felicidad es consecuencia de la dignidad, por ello sin dignidad no hay verdadera felicidad.

El orden invertido de los valores operado por la modernidad inmanentista sólo genera seres glaciales, materialistas, consumistas, mediocres y egoístas, chatos espiritualmente, que sólo viven para el goce y el puro usufructo. Tanto es así que no basta civilizar la economía incluyendo en ella una lógica de la solidaridad, la gratuidad y la fraternidad –todos los cuales excluidos por la globalización neoliberal actual-, sino que es necesario subrayar que la dimensión social sin la dimensión religiosa se extravía en el irracional endiosamiento del hombre.

La distribución de la riqueza es necesaria e impostergable pero sin perder el eje trascendente de la comprensión religiosa, único camino que asegura al hombre esquivar su propio endiosamiento y desbarrar en el subdesarrollo moral. Además, la comprensión de lo religioso en su dimensión social se justifica como amor al prójimo, a la Tierra y a lo trascendente; en su dimensión gnoseológica indica que lo divino se oculta y se muestra escapando a lo conceptual pero no a lo existencial; y en su dimensión pneumática señala que no es copia, imitación, ni gesto externo, sino construcción de los afectos en una vivencia que trasciende la razón. Hay que creer para comprender y hay que comprender para creer, pero la experiencia previa a esto corresponde al sentir. Sin el sentir no es posible ni creer ni comprender lo divino. Y aquí el sentir religioso no tiene que ver con lo innato-sensible ni la naturaleza, sino con un instinto moral-espiritual de carácter divino.

La religión vivida siempre tendrá primacía sobre la religión pensada, porque la primera es creadora mientras la segunda es universalizadora. La vivencia existencial de lo religioso no es lo santo demostrado empíricamente, sino una realidad trascendente que irrumpe en nuestras vidas dejándose participar. Por ello, una forma fundamental de participación es el sentimiento inscrito en el corazón sobre nuestra libertad y dignidad, que revela un poder ontológico trascendente que reafirma nuestra responsabilidad.

Resumiendo el significado de estas consideraciones, la irrupción ontológica de lo divino es también estética y axiológica, pero sólo en esta última se revela toda la dignidad de la libertad humana como solidaridad con la voluntad divina. Sólo así se entiende por qué la historia de la revelación está conclusa pero la historia de la salvación continúa, o sea hay que enfatizar la conexión de Dios con la libertad humana.


Lima, Salamanca 23 de marzo del 2016

domingo, 20 de marzo de 2016

ESENCIA DEL AUTODIDACTA

ESENCIA DEL AUTODIDACTISMO
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Cientos de miles de diplomas de grado en el mundo son obtenidos con propósitos meramente laborales, o sea de ascenso social y, por consiguiente, nada tienen que ver con el amor al conocimiento o al ideal. No obstante, los superficiales prejuicios sociales conceden una estima superlativa a la creencia que el único que sabe es el que exhibe una acreditación universitaria y, con ello, se subestima el valor superior que tiene el autodidactismo, hasta el límite nefando de marginarlo de la vida académica.

A esto llamo “academolatría” o adoración idolátrica del mundo académico, que en buena cuenta es efecto de la tecnificación de los conocimientos y de la pérdida paulatina del marco humanista en los mismos. La consecuencia, como regla general, ha sido la hegemonía social del mediocre justamente en donde menos debería darse, esto es, en la vida universitaria.

Varios son los casos, y todos ellos ilustres, que ejemplifican lo que afirmamos. La historia del autodidactismo en el Perú es muy rica y variada, el genio y el talento rebosa y se desborda incontenible por todas las calzadas, tanto así que las rutas maestras en el mundo de las ideas, la geografía, la antropología, la historia, el arte, fueron abiertas por autodidactas como Antonio Raimondi, Oscar Lostaunau, Teodoro Núñez Ureta, José Carlos Mariátegui, Haya de la Torre, Emilio Choy, María Rostworowski, Iyari Sánchez González, etc.

Otros ejemplos ilustrativos más recientes lo tenemos en Jorge Luis Borges, el Nobel de Literatura José Saramago, Woody Allen que nunca fue a una escuela de cine, Stanley Kubrick, Quentin Tarantino que encontró en las salas de cine su salón de clases para hacer nuevos films.

Esta manifestación creadora del autodidactismo se desparrama por toda América y otras partes del mundo. Se recuerda, por ejemplo, el caso del matemático argentino Misha Cotlar a quien la Universidad de Buenos Aires, con estrechos criterios burocráticos, le urgía por el título para continuar con su labor docente. Pues bien, fue la Universidad de Michigan la que le otorgó el título de doctor en matemáticas sin haber hecho estudios universitarios por la alta excelencia de sus investigaciones. Retornó Cotlar a la UBA y les entregó el título exigido, documento que en realidad no refrendaba nada, al contrario, más bien denunciaba el mendaz y estrecho criterio académico que antepone el requisito formal al talento y a la investigación.

Lo cual demuestra que las universidades latinoamericanas, miméticas y anatópicas por antonomasia, anquilosan y petrifican todo lo que tocan por su estrecha mentalidad burocrática, y en vez de promover la creatividad, la invención y la innovación estimulan la copia y la repetición del saber anglosajón y eurocéntrico.

Lo dicho tiene especial importancia debido no sólo porque se vislumbra el ingreso de la humanidad a la era del conocimiento, sino porque la institución universitaria sufre una degradación orgánica muy profunda, que la ha convertido en un kiosco comercial donde se expenden títulos y grados sin importar la real apropiación del conocimiento. Y así vemos desfilar legiones enteras de graduados universitarios que atropellan las reglas básicas de la ortografía, retuercen la semántica y pulverizan lo poco aprendido en la academia con un comportamiento social poco ético.

En realidad una universidad comercializada y convertida en un negocio más dentro de la sociedad consumista y de la cultura del “todo vale”, tiene que relativizar el conocimiento mismo, poniendo énfasis únicamente en la masificación de la educación superior. Un efecto colateral del industrialismo y de la cosificación social sobre la academia es que se priorice lo cuantitativo sobre lo cualitativo.

Hay que decirlo con todas sus letras: el modelo masivo de educación superior ha fracasado no por estar dirigido a las masas, sino, porque los estándares del saber han perdido su eje humanístico, la falta creciente de contacto crítico con el mundo real, la incomunicación con el autodidactismo que introduce nuevas energías y vitalidad creadora, y el espíritu burocrático del homo academicus, son tendencias que se van  fortaleciendo ante la pérdida de prestigio e importancia del mundo humanístico y la desproporcionada hegemonía que cobra el mundo científico-técnico.

La crisis de la universidad en el orbe es consecuencia del avance de la racionalidad instrumental y el retroceso de la racionalidad substancial o humanística. La nueva universidad no está pensada para el espíritu humano sino para el creciente poder de las cosas sobre el hombre, y ante ello, constituye una amenaza los aportes generalmente humanísticos de las mentalidades autodidactas.

Volviendo al genio y figura del autodidacta hay que recordar que en los inicios del mundo moderno lo fueron en filosofía Leibniz, Hume, Spinoza, Rousseau. En realidad el autodidactismo puede ser sistémico o ensayístico, es indiferente en cuanto a sus formas, simplemente se da. Así como la calidad intelectual del autodidacta se da independientemente de obtener un título académico, de la misma forma su expresión puede ser mediante el trabajo sistemático que construye con rigor y metodismo o mediante el ensayismo con sus giros brillantes, intuiciones profundas y atrevidas representaciones generalizadoras. Lo cual no niega que el espíritu latino sea más espontáneo, abierto, fragmentario e improvisador que el espíritu nórdico más sistemático, preciso y metódico.

Antes de intentar atrapar la esencia del autodidactismo es preciso destacar un rasgo común, a saber, la férrea voluntad. No es casual que antes de ser magnates, exitosos ejecutivos y laureados con el Nobel, hombres que fueron rechazados por la universidad como el multimillonario Warren Buffet, para quien ser impugnado por Harvard resultó ser mejor de lo que esperaba; Lee Bollinger, cuyo rechazo también por Harvard cimentó su convicción de que dependía tan sólo de él definir sus talentos y potencial; el Nobel de medicina Harold Varmus, cuyo rechazo a la universidad de sus sueños lo hizo involucrarse más en el centro de enseñanza que lo cobijó; y el empresario fundador de CNN Ted Turner, quien después de dos rechazos universitarios, Princeton y Harvard, se unió a la empresa de la familia y la transformó en un coloso, años después le otorgarían un grado universitario.  

Y cuando hablamos de una “férrea voluntad” estamos aludiendo a una acendrada disposición de índole moral, esto es, la capacidad de la libre voluntad para imponerse a sí mismo su propia ley y obligación. Efectivamente, el autodidacta es aquella persona que suple el aula, los horarios, la supervisión, los exámenes, etc., con una disciplina escolar autoimpuesta que no es de índole externa sino de índole interna. Y en verdad ningún cambio en lo externo prospera cuando no va acompañado de un visceral cambio interno.

Pero hay algo más interesante en la formación del autodidacta. Y es que su autoformación intelectual, que no conoce horarios, limitación de sacrificios, ni presiones externas, va puliendo sin cesar el diamante interior que todos llevamos dentro y que muy pocos lo despiertan, va forjando con placer un carácter substancial, profundo, firme, constante, indagador, va incrementando su energía de realización interior, su concentración, tenacidad, ardor y entusiasmo por el ideal.  

Esto es, la férrea voluntad del autodidacta no es más que su aspecto externo, dado que su amor por el ideal constituye su aspecto interno y la capa más profunda de su esencia. El ideal no solamente se opone a lo real y se identifica con el poder de atracción del valor, sino que el ideal es la conciencia de la insuficiencia de lo realizado y de lo real y el llamado nostálgico del bien a rebasar lo real. Por eso, el autodidacta generalmente llama la atención por las ideas nuevas, fuera de los paradigmas vigentes, otea más allá de los compromisos compartidos, trae nuevas generalizaciones simbólicas y casi siempre constituye un desafío para la matriz disciplinar.

Y precisamente porque el autodidacta, cuando es genio, puede estar fuera del paradigma vigente, o sea más allá de la constelación de los compromisos de grupo, trae interpretaciones que parten de una nueva intuición, percepción o experiencia. Mientras un académico trabaja para su institución y sus colegas, el autodidacta lo hace para la humanidad y precisamente por eso su admisión es más difícil, puesto que cambia el punto de vista consuetudinario.

Generalmente su aporte a la revolución teórica es invisible y pasa desapercibido, hasta que los nuevos hechos históricos influyen para que sean recuperados para la historia de las ideas. Muchas veces el autodidacta nace muerto para su presente y vivo para su futuro. Pero el autodidacta tiene el especial don de poner en cuestión el paradigma vigente e incrementar la tensión teórica en un mundo descoyuntado. También promueven micro revoluciones teóricas de carácter acumulativo para la formulación de un nuevo paradigma.

Por ejemplo, el eurocentrismo filosófico (la filosofía es de origen griego) funciona actualmente como un modelo vigente y aceptada por la filosofía normalizada y académica. Otras visiones no eurocéntricas (existencialismo jaspersiano, culturalismo católico, nativismo, homeomorfismo, interculturalismo, mitocratismo, etc.) ya están presentes pero no constituyen un paradigma vigente. No por ello dejan de ser revoluciones teóricas silenciosas. Esto hace pensar que una revolución teórica requiere tanto condiciones teóricas internas y externas (sociales, culturales, económicas, políticas, etc.).

Finalmente, para nosotros la superioridad intrínseca del autodidacta radica en un puro ethos axiológico, no sólo porque es él quien percibe con más claridad el don de perfectibilidad sino porque su acción siempre es conforme a una ética donde prima el deber y no el sentimiento, o mejor, donde el amor al ideal es ideal ético de perfección. La formación intelectual del autodidacta es adhesión autónoma de la libertad a la ley interna que es abrazada con pasión ética.

Esta pasión ética se convierte en misión ética con  validez incondicional, puesto que su autoformación intelectual no sirve sin la base de su libertad moral. El Pathos o experiencia del autodidacta moviliza su Ethos o deber ser, a través del cual se expresa el Logos o razonamiento, proceso en el cual queda evidenciado que lo que el hombre puede saber no está divorciado de lo que el hombre debe ser.  


Lima, Salamanca 20 de marzo del 2016 

domingo, 13 de marzo de 2016

EL MAL METAFÍSICO

EL MAL METAFÍSICO 
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Si antes de la Caída el primer hombre era inmortal e incorruptible, esto es, en el Paraíso no había enfermedad, injusticia, dolor y muerte, entonces cómo pudo el pecado lesionar el cosmos y la naturaleza entera. ¿Si la creación era buena, cómo pudo infestarse de mal por un acto moral? ¿Qué significa que lo ontológico participado sea alterado por lo axiológico?

En el espíritu de la época laxa que nos ha tocado vivir, donde los hombres disfrutan siendo malvados y emplean sus horas en perjudicarse y depravarse, esta crucial cuestión teológico-filosófica sobre el mal metafísico ha dejado de ser importante dentro del actual contexto hedonista, relativista y nihilista del hombre y cultura posmoderna, donde, más bien, se ha operado el entronizamiento luciferino de la sociedad amoral mediante la malignización del bien y la desmalignización del mal. No obstante, no se puede reflexionar seriamente sobre la posibilidad de erigir una sociedad del amor sin reflexionar sobre el misterio de la irrupción del mal en la creación.

Dios, Trinidad personal y distinta a su creación, creó el universo de la nada por amor.  Creó los espíritus a su imagen y semejanza y otros, como la materia, no semejantes. En el orden creado se tiene: ángeles o espíritus puros; hombres, tiene materia y alma espiritual; seres vivientes, materia y alma material; y materia no viviente. Dos clases de leyes gobiernan el universo: la natural y la moral. Los seres espirituales están destinados a la visión beatífica pero tras una previa prueba. Adán, el primer hombre, que era inmortal e incorruptible falló y la raza humana se separó de Dios. Así irrumpe el pecado original y la muerte como estado de imperfección de la raza humana. Entre la Caída y la Redención Dios no abandonó al hombre, preparó a los gentiles con la razón natural y a los judíos mediante la Revelación. Y la misión de Cristo fue rescatar al hombre para la vida eterna reconciliándolo con Dios.

Pero cómo lesiona el pecado o el mal la naturaleza no sólo del hombre sino del cosmos entero. En qué consiste dicho daño. Cuál es su significado ontológico-moral. En qué orden temporal acontece dicha transformación.

Para el pensamiento cristiano el mal es una imperfección consustancial a las criaturas. Así, la Patrística griega resalta el aspecto metafísico del mal considerado como una carencia en la creación, mientras que la Patrística latina considera el mal desde el punto de vista moral, como pecado. En San Agustín estos dos puntos de vista se aproximan al sostener que el mal es lo contrario a la naturaleza, pues no hay ninguna cosa que sea completamente mala porque entonces dejaría de ser pura y simplemente. El Pseudo-Dionisio enfatiza ontológicamente que el mal es accidental, y Santo Tomás de Aquino considera que el bien y el ser son paralelos y en consecuencia moralmente el mal no es una realidad en sí, tiene lugar en el sujeto que se priva de un bien por una voluntad o libre albedrío que incurre en pecado.

Esta concepción cristiana rompe con la concepción del mal de la tradición clásica griega que identifica el mal con la materia y el no ser. Así para Plotino el mal ontológico o primario es la materia. Para el gnosticismo la dualidad ontológica fundamental (alma terrena y alma psíquica) determina la oposición entre un Dios malo y un Dios bueno.

Cuando Leibniz trata de encontrar una justificación al mal afirma: El mal metafísico no es algo substancial, de lo contrario se destruiría a sí mismo, es más bien algo accidental, una privación, consiste en la limitación e imperfección de todas las cosas; el mal moral es el pecado y los crímenes en que incurre la voluntad humana; y el mal físico es el castigo o la corrección en forma de enfermedad, dolor, injusticia y muerte. Estas tres formas del mal las aborda Leibniz en su Teodicea, para quien en el conjunto del mundo predomina el bien sobre el mal. Dios es bueno y es causa material del mal que consiste en lo positivo pero no causa formal de éste, pues al crear el universo se produce una lucha entre los posibles para obtener un máximo de realidad, perfección e inteligibilidad.

Otra importante reflexión sobre el mal la brinda Paul Ricoeur (Finitud y culpabilidad), el cual subraya el mal antropológicamente como debilidad constituyente del hombre, expresado simbólicamente en los mitos de creación, del primer hombre y del alma exiliada.

De lo expuesto se deduce que la verdad radica en el justo medio de la Patrística latina (enfoque moral) y la Patrística griega (enfoque ontológico), esto es, que el mal no puede ser visto ajeno al acontecimiento de la Caída. De modo que así tenemos: (1) que el mal como privación sólo tiene sentido después de la Caída y no antes, pues enfermedad, dolor, injusticia y muerte acontecen a partir del pecado y no antes. (2) Esto es, el mal metafísico no es algo substancial a la creación, y surge como algo accidental a lo creado a partir del mal moral después de la Caída. La Caída es la piedra de toque para comprender el mal metafísico. Antes de la Caída no hay mal metafísico sino después del mal moral. (3) Si el mal metafísico es consecuencia del mal moral ello significa que el mal moral es un acto de injusticia que quiebra el orden universal, y es así porque más grave que el mal físico es el mal social, dado que no debe soportarse puesto que priva de su ser y su destino. (4) Si el mal metafísico existe es porque se ha quebrado la justicia, como principal valor y dignidad que da humanidad a los hombres. Y (5) todo lo cual representa que el orden de la creación no tiene un fin utilitarista o eudemonista, el objetivo principal no es la felicidad o lo útil sino la dignidad del hombre. 

En una palabra, el mal metafísico insurge porque el acontecimiento de la Caída no incumbe a la pregunta qué es el hombre sino a ¿qué debe ser el hombre? No estamos afirmando la doctrina del mal radical inserto en la naturaleza humana -dogma de muchos movimientos religiosos- sino que -como Rousseau- afirmamos la bondad originaria de la naturaleza humana pero -contra Rousseau- ello no significa rechazar la culpabilidad originaria del hombre.  Hubo pecado original pero lo hubo no porque los primeros impulsos de la naturaleza humana fueran malos sino por obra del gran Engañador. El hombre fue engañado y seducido, escuchó al gran Mentiroso, su responsabilidad es real y existe, pero eso no niega que los primeros impulsos de la naturaleza humana sean buenos e inocentes. 

El mal metafísico no viene ni de Dios ni de la naturaleza humana sino de un acto erróneo del hombre al desobedecer y dejarse embaucar por el Demonio. El hombre no es inimputable por la Caída pero la responsabilidad es compartida con el Perverso. Después de la Caída el hombre se abandona a su instinto natural y a su razón natural, dones dados a todas las culturas por el Creador como semillas del Verbo en su corazón y en su mente, y que demuestran que no lo abandona, pero el instinto natural de autoconservación o amor de sí es distinto al amor propio, el cual surge de la dialéctica del amo y del esclavo como voluntad que se satisface en el dominio o en la sumisión, como fundamento de la depravación de la sed de poder y la vanidad que permite a los hombres convertirse en tiranos.

La dimensión política del problema de la teodicea no representa sustraerlo del centro de la ética ni de la metafísica porque si del mal social, que ha infligido a la humanidad heridas muy profundas, es al hombre a quien corresponde en convertirse en su propio salvador, ello lo efectúa dentro del espíritu del amor al prójimo en su lucha revolucionaria por cambiar el mundo en la perspectiva del Reino. Frente a la sociedad coactiva del poder o del lucro se yergue el desafío de erigir una sociedad ético-política, basado en al justicia y en el imperio de la ley, porque la ley que no es profundamente moral no es ley es ilegalidad. La libertad queda preservada así dentro de un Estado ético, donde la ley la preserva y la libertad se realiza adhiriéndose autónomamente a la ley.

Pero estas conclusiones plantean una seria interrogante de orden temporal. Si antes de la Caída el cosmos era bueno, en el sentido de inmortal e incorruptible, y, por ende, no tiene sentido afirmar que el mal es una imperfección consustancial a las criaturas, entonces a qué orden del tiempo pertenece el estado del Paraíso. Es evidente que no puede pertenecer a todo lo ocurrido después del Big Bang –hace 15 mil millones de años-, debido a que nada escapa a la muerte desde entonces. En consecuencia, a qué orden del tiempo pertenece lo acontecido antes de la Caída.

El estado de inmortalidad e incorruptibilidad de la creación antes de la Caída no puede radicar en la eternidad, pues lo único eterno es Dios. Tampoco en la eviternidad de los espíritus puros, donde se da la simultaneidad sin un antes y después. Nos resta el tiempo, compuesto de un pasado, presente y futuro. Pero es obvio que el tiempo antes de la Caída debe ser diferente al tiempo después de la Caída, dado que a partir de la segunda irrumpe lo mortal y corruptible. Todo lo cual supone que el tiempo mismo también se vio afectado por el acto axiológico del pecado original o desobediencia al mandato de Dios.

Esto nos lleva a afirmar que a la movilidad esencial del tiempo antes de la Caída se le vino añadir lo mortal y corruptible después de la Caída. Esto significa que pre-Caída el tiempo era el horizonte de la inmortalidad y la incorruptibilidad, post-Caída el tiempo se degradó en horizonte de enfermedad y muerte. En otras palabras, la relación del Ser y Tiempo antes de la caída está signada por la felicidad de la incorruptibilidad, y después de la caída por la angustia ante la muerte. Lo que significa que la temporalidad primordial de los entes creados no siempre ha sido la misma y por tanto la temporalidad sólo es condición formal del ser real más no su condición material.

Esto nos conduce a la relevancia de lo axiológico ante lo ontológico en el orden de la creación, pues en el orden supratemporal ser y bien son equivalentes, y al profundo significado metafísico del pecado original como desobediencia al mandamiento de Dios. Que lo ontológico participado sea afectado por lo axiológico del hombre significa tres cosas: (1) que el paralelismo entre ser y bien exige ser respetado, (2) que dicho respeto se traduce en un acto libre y voluntario de obediencia a la voluntad del Creador, y (3) la importancia especialísima que tiene para Dios la existencia humana. 

El mal metafísico es falta contra la razón, pecado y muerte porque rompe lo más importante, a saber, la unión voluntaria de la comunión con Dios. La unión con Dios es ontológica, pero más importante es la unión axiológica, por ende, voluntaria. O sea en el mal metafísico se quiebra la idea de justicia que está inscrita tanto en el corazón del hombre como del ser. Esta idea es eterna e inmutable porque está conectada con el ser de Dios, y por eso no puede verse condicionada por la multiplicidad y el arbitrio de los estatutos positivos. Esto significa que en el fondo del ser late la constante del deber ser. Es por ello que la depravación humana consiste en no escuchar la voz del alma para elevarse sobre la ley del cuerpo y evitar así borrar el sentimiento de libertad. Por eso el mal metafísico afecta la ley ontológica porque viola la ley moral. La conciencia nos habla de bondad, rectitud y virtud, de todo aquello que hace bien al ser, mientras que el mal metafísico trata de todo lo contrario.

El ser es acto y el acto libre de la voluntad también, por tanto, la importancia del acto del ser finito libre y racional es de capital importancia en el orden del cosmos porque significa que lo ontológico se cumple como acto libre, como acto moral. Por eso la razón práctica está por encima de la razón teórica, porque mientras la primera es creadora la segunda aprehende lo universal. Ahora se entiende por qué la humanidad no es espectadora de su redención, pues en su sufrimiento en unión con Cristo también es corredentora. La pasión es de Cristo, y la humanidad la comparte. Sin Dios la vida y el ser carece de significado, no hay esperanza en el triunfo de la Nada. Si los hombres no llegan a ver claro esto es porque se aferran a las sombras.

En otras palabras, el significado metafísico del mal no reside en la limitación de la creación como privación ontológica de plenitud, sino en su condición axiológica como pecado original. De ahí que la esencia del hombre no se pueda revelar sin conocimiento teológico, pues dejarlo en la mera razón natural  equivale a dejar nuestro espíritu  inmortal que se pierda en las tinieblas y lo cual puede conducirnos al desastre.

La esencia humana es temporal, pero su auténtica temporalidad –inmortal e incorruptible- sólo la alcanza mediante Cristo, quien destruye el pecado de Adán, remedia la rotura entre Dios y el hombre, restaura la vida sobrenatural –en el sentido que abre el cielo para el hombre- aunque sólo al final de los tiempos se decida si se restaura su naturaleza perfecta, pero el alma que se escoge a sí misma no puede ir a Dios.

El mal metafísico equivale a la caída que dañó a todo el cosmos, es decir, en el orden de la creación lo axiológico preforma lo ontológico. Es más, como no hay ningún hombre que no esté en lucha permanente contra el pecado, porque recibir la gracia de Dios no elimina el misterio del pecado, entonces la virtud sobrenatural de la fe convierte la presencia de Dios de ontológica en axiológica –por invitación nuestra- y de ser un ser insuficiente puede cooperar con Dios en la misión de la iglesia y los sacramentos para reparar la extraordinaria condición del hombre, el cual no es mero individuo (protestantismo) ni mero ser social (secularismo).

Otro cariz del mal metafísico es aferrarse a conocer y a amar a Dios con exclusividad, lo cual es pecado, porque se ama y se conoce a Dios por su creación. Sólo así se entiende las palabras del Evangelio: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer, tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recibisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis." (Mateo 25:41-43).

En conclusión, el mal metafísico es real pero ingresa al cosmos no por el acto ontológico de creación sino por el acto axiológico del pecado o desobediencia al mandato de Dios. La falta de confianza en la bondad de Dios es una posibilidad radical de la libertad humana, lo cual entraña una pérdida de amor, caridad y gracia santificante que daña a todo el cosmos.

La Redención de Cristo, los sacramentos de la iglesia, la gracia divina y la virtud sobrenatural de la fe, son el camino para reparar la extraordinaria condición del hombre. Pero el hombre –incluso el creyente- es un ser insuficiente y aterradoramente mediocre, pecamos porque nuestra voluntad está enferma y se complace en el yo. Por ello el diablo, que es una entidad personal, es regocijo del yo en el yo. El peligro de pecar es permanente pero el hombre es capax dei o sea un ser capaz de ser llenado por Dios y en consecuencia lo sensato es el camino de la santidad, la cual no es ausencia de pecados sino la orientación contra el pecado. 

Por último, una palabra sobre religión. La religión no sólo es cuestión de voluntad, amor y oración, sino también de pensamiento, conocimiento y sabiduría. Sin conocer el universo no se puede amar más a Dios, aunque sin sabiduría y sólo con santidad se puede ser salvo. Por ello es importante que el entendimiento se redima de las imágenes de la imaginación, enfrente el misterio contradictorio y comprenda que el esplendor del misterio es hacer ver nuestra finitud en la infinitud de Dios. En una palabra, religión no sólo es cuestión de oración y amor, sino también de conocimiento y sabiduría. De ahí proviene la profunda unión entre filosofía y teología.
Lima, Salamanca 13 de marzo del 2016

martes, 8 de marzo de 2016

ONTOLOGÍA DE LA MÚSICA

ONTOLOGÍA DEL EFECTO MOZART
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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La psicología parece regodearse demostrando acertadamente que la música produce una sensación relajante, reanimadora, de libertad, esperanza, y genera un efecto estimulante para afrontar nuevos desafíos. Pero la Música al parecer resulta ser un fenómeno muy universal no sólo entre los seres vivientes, sino incluso en los inanimados. Y aquí entra la filosofía con la conocida polémica si la Música es revelación o mera técnica.

Este último punto ya lo hemos abordado en otro lugar (Esencia de la Música, 2013) y aquí nuestro fin es preguntarnos por otro aspecto esencial de la Música, a saber, si la Música como expresión de la Belleza constituye una manifestación ontológica de lo Bello. Es decir, si la Música como expresión de lo Bello es expresión de las categorías primarias de la ontología.

Así, que los gallos cantan desde su pecho colorado y no por mero impulso exterior lo demuestran investigadores de la Universidad de Nagoya en Japón estaban estudiando las bases genéticas de las vocalizaciones o comportamientos innatos como el cacareo de los pollos, y descubrieron que los machos no necesitan señales externas de luz para saber cuándo comenzar a cantar.

En el compositor de la Novena Sinfonía Coral tenemos el ejemplo más nítido de la Música como revelación al hombre de una realidad privilegiada. A Beethoven le placía componer mientras paseaba por el bosque, decía que allí recibía los acordes más hermosos remitidos por el Creador en medio de la prodigiosa naturaleza. El genio de Bonn tenía algo en común con el talante del ateniense Sócrates, a saber, ambos eran feos, como un gnomo el primero y como un sátiro el segundo, pero también los unía el recibir de las musas su inspiración, Euterpe para el músico y Meletea para el filósofo.

Unos experimentos publicados en la revista de ciencias digital Nature, ratifica los resultados de otro estudio del 2005 realizado en las universidades de Toronto y Londres, según el cual el género musical no es relevante si el que la oye realmente lo disfruta. En cambio, en 2015 se realizó un experimento similar en la universidad de Roma La Sapienza, la prueba demostró que la actividad de las ondas alfa cerebrales, asociadas con las funciones cognitivas y de la memoria era más potente en los individuos que escuchaban música de Mozart, que los que escucharon Beethoven. La música de Mozart predispone a que no se producirán cambios bruscos en el ritmo musical, al contrario de ciertas composiciones de Beethoven, lo que le hace permanecer tranquilo y concentrado.

El efecto Mozart se vio ratificado recientemente por científicos franceses al descubrir que nuestro cerebro se ve estimulado al escuchar música de fondo de forma deliberada. Si se pone de fondo música clásica mientras se da clase en una escuela, los resultados de los estudiantes son mucho mejores que los resultados de otros que asistieron a la misma clase pero sin música de fondo. Se demostró que la música de fondo tiene, inconscientemente, un efecto relajante sobre las personas.
Los pitagóricos ya habían afirmado que la función y los caracteres de la armonía musical son los mismos que la función y los caracteres de la armonía cósmica. La Música como ciencia de la armonía y como orden divino del cosmos es también recogida por Dante. Y Hegel exaltó la Música como expresión de lo Absoluto en la forma del sentimiento (Gemüt).

Actualmente están a disposición los archivos de audio de la Nasa, en los cuales se puede escuchar los enigmáticos y fascinantes sonidos del espacio captados por los satélites Kepler y Cassini. Como en el espacio no hay aire, allí no existe el sonido en su interpretación terrestre. Por ello, aquí se trata de la trasformación en sonido de las ondas de luz emitidas por las estrellas o los planetas.

Ahora bien, para nosotros la Música no es puro sentimiento de la subjetividad finita (teoría romántica), ni mera contemplación de la armonía divina (teoría clásica), sino que como expresión de lo Bello tiene un alcance metafísico y no meramente epistémico. Lo Bello es ontológico, lo bello absoluto en cualquiera de sus formas –incluida la musical- carece de contrario porque es la voluntad pura del mismo Ser. Lo Bello no está más allá del Ser (esteticismo metafísico) ni más acá de lo Bueno (Platón), al contrario, se identifica con el ser como puro sentimiento de la subjetividad infinita, y de la cual participa el puro sentimiento de la subjetividad finita.

El Ser es en sí, por sí y para otro, su acto implica su justificación, en donde ontología, axiología y estética están unidos, porque ser, bien y belleza son inseparables. Y la conciencia así lo percibe porque es intelecto, querer y sentimiento. Pues los modos del ser son objetos del sentir de la existencia que participa en el ser desde un yo que capta la realidad del ser trascendente en su bondad y belleza.

En la experiencia estética de la Música se apresa un infinito en acto y no un infinito en potencia, pues mi sentir temporal está contenido en el Ser eterno. La Música es el acto de participación de la subjetividad finita sentimental de la existencia temporal en la subjetividad infinita sentimental del ser eterno.

Kierkegaard había señalado que la música encuentra su contenido en la genialidad erótico-sensual y nosotros en vez de ver en ella una exageración de la teoría romántica del sentimiento advertimos que cobra pleno sentido cuando la referimos a la voluntad pura del ser mismo. Efectivamente, sólo en el ser mismo, como fuente común de la existencia y la realidad, se manifiesta el verdadero y pleno genio erótico-sentimental creador.

En consecuencia, Música no es esencialmente acto de contemplación del ser a través del sonido armónico sino a través del sentimiento. La música expresa en lo relativo la armonía perfecta de lo absoluto del ser. Más como la existencia finita habita en el ámbito de la ambigüedad del ser, es posible la disonancia y lo horrible en el sonido musical.

De modo que cuando Hanslich (De lo bello musical, 1854) definió a la música como arte de expresar sentimientos no se equivocó pero se quedó corto. Pecó no por exceso sino por defecto, por cuanto el arte de expresar sentimientos sólo es posibilitado por la identidad metafísica entre lo ontológico y lo estético.

Por todo ello, soy de la opinión que el “efecto Mozart” (sensación relajante, reanimadora, de libertad, esperanza, y genera un efecto estimulante para afrontar nuevos desafíos) atañe no sólo a la subjetividad del sentimiento finito sino también, y por analogía, a al sentimiento infinito de la realidad absoluta. En la música el hombre busca participar de los sentimientos divinos. Sólo así se puede entender cómo nos arroba de emoción indescriptible el Aleluya de Haendel, la Pasión según San Mateo de Bach o el Requiem de Mozart, que contagian la grandeza inmarcesible de la inefable belleza divina.


Lima, Salamanca 08 de Marzo del 2016