sábado, 28 de mayo de 2016

ÉTICA Y HERMENÉUTICA

ETICA Y HERMENÉUTICA
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Mi amigo el filósofo toluqueño Noé Héctor Esquivel Estrada, autor de Trazos para una ética hermenéutica en la vida y obra de Hans-Georg Gadamer (IESU, Toluca 2012), es de la opinión de que sí existe una ética en la hermenéutica gadameriana. Es más, plantea que ética y hermenéutica son compatibles. Cosa sobre la cual conservo serias dudas y objeciones.

Para Esquivel la hermenéutica gadameriana permite entender el desarrollo de la división entre las ciencias naturales y las ciencias del espíritu. La primera con su pretensión de verdad única margina a la segunda como subjetiva. La hermenéutica rehabilita las ciencias del espíritu como conocimiento científico pero con su propia metodología, reivindica también el mito, distingue entre saber técnico y saber moral y procura el encuentro entre ambas tradiciones. Además, se opone a ver la Naturaleza como algo explotable sino como lo Otro a respetar. De ahí el filón ético –dice Esquivel- de la hermenéutica gadameriana.

Ahora bien. Si toda interpretación es temporal y finita, porque el hombre lo es, entonces la verdad es relativa. Así sólo queda el diálogo y la tolerancia. ¿En este marco contingente es posible la ética? Pues bien, esta reducción de la conciencia a lo lingüístico constituye un neonominalismo donde lo normativo se diluye en la voluntad individual.

Si la hermenéutica es el arte de entender, entonces abrir el escenario de la posibilidad ética en el mundo no significa simplemente “aprender a oír” al prójimo, sino aprenderlo a oír en situación concreta e histórica. Donde se descubre que lo ético es universal, abarca todos los tiempos y épocas, y solamente sus formas varían.

Para Gadamer la hermenéutica no es un método sino una capacidad natural del ser humano orientada hacia la comprensión. Busca descubrir lo no expresado en lo expresado en el ser, pensar y hablar. Es también el arte de no poder tener razón y de convivencia ética. En otras palabras, la hermenéutica no antepone lo antropológico a lo ontológico, sino que reconoce lo antropológico situado en lo ontológico. Por tanto, el arte de no poder tener razón y de conveniencia ética no puede ir contra el lazo inextricable que existe entre el Ser y el Bien.

Es por ello que el comprender hermenéutico tiene tres connotaciones: ontológica (entender mi ser en el ser), gnoseológica (entender lo otro) y ética (entender al otro). La cosa es dato empírico y elaboración de sentido racional. En cambio el Otro es dato enigmático y elaboración del sentido espiritual.

De ahí se comprende que el nivel inferior de comprensión es el prejuicio, lo preconcebido, la doxa, la opinión. La cual es dañina cuando no se la supera en la interpretación de la dimensión de la Persona. La Persona es el nivel de acceso más profunda al Ser porque la esencia de la persona no se agota en el hombre, ni en el encuentro entre el Yo y el Tú humano.

Ahora se entiende mejor que lo que enferma al hombre moderno no es su relativismo y anetismo, las cuales son sólo el síntoma y la consecuencia de algo más profundo, sino la negación de la dimensión trascendente de la persona. Sin ello sus impulsos amenazan con destruir su alma.

Es cierto que toda interpretación es finita y relativa en la forma pero no en el contenido, porque nuestro ser interpretante es no sólo finito e histórico sino también transhistórico. En el hombre algo más que el hombre. Es la criatura plantada frente a lo Absoluto. Por ello la interpretación que supera el diálogo y establece la verdad es en el fondo reconocimiento de la persona absoluta que ama a la persona finita. Por ello es punto final del diálogo y apertura de la adoración.

La verdad infinita rechaza el propio relativismo. La verdad no es la interpretación, tampoco es la cosa, la verdad es la relación interpersonal entre lo finito y lo infinito. La interpretación apenas deshoja la verdad de esta relación basada en el amor. Si la verdad es individualmente subjetiva no hay forma de escapar al relativismo, pero si es interpersonalmente subjetiva entre el Otro finito y el Otro infinito no hay forma de admitirlo.

Por ello, la facticidad no significa la existencia del hombre en soledad inmanente. Así sólo lo entiende la errónea hermenéutica gadameriana que tiene su base en la ontología fundamental de la finitud humana de Heidegger. En la extraviada ontología heideggeriana el hombre pierde su conexión con Dios, el cual es eliminado, el mundo es reducido a lo útil y el prójimo recortado en lo anónimo inauténtico.  La meta suprema es “llegar a ser uno mismo”, donde no hay lugar para el amor y la amistad. Es la filosofía espectral del hombre y de su interpretación. Ser, verdad e historia no pueden ser interpretados solamente en sentido temporalista, porque si hay algo especialmente humano es su capacidad para atisbar lo eterno y transhistórico.

Dentro de los marcos incompletos de la hermenéutica temporalista de la facticidad humana no es posible arribar a una ética que supere el relativismo. Una hermenéutica “en” y “por” el mundo reduce el mundo a lo temporal e inmanente, sufriendo la misma reducción lo existencial-vivencial. Este menoscabo ontológico fundamental se deja sentir gravemente lesionando la dimensión normativa de la ética. Sin un sentido nítido de Bien, Justicia y Libertad el hombre extravía su propia humanidad y se envilece. Por ello es completamente insuficiente la base analítica heideggeriana que adopta la propuesta hermenéutica gadameriana.

En una palabra, la ontología antropológica no puede consistir solamente en una ontología de la finitud porque lo primero que se resiente es la dimensión ética y sin ella el hombre queda reducido al horizonte de la bestia y de la animalidad. La única interpretación que mantiene la unidad interna de la ética es aquella que mantiene su centro en una ontología de la finitud-infinitud en el hombre. Una ontología antropológica sin clave teológica deja al ser huérfano de Ser.

Aquí no se trata de “modestia hermenéutica” de Gadamer, como dice Grondin, ante la pretensión prometeica de la ciencia como nuevo ídolo de nuestra civilización. Porque, en primer lugar, en ambos el nuevo ídolo no es la ciencia sino la temporalidad y, en segundo lugar, porque los trazos de una ética hermenéutica exige superar tanto el inmanentismo como el trascendentalismo, para avanzar hacia un encuentro metafísico que no excluya ningún horizonte ontológico.

Para Gadamer la facticidad de la vida no son las cosas sino las creencias, las costumbres y los valores. O sea el ethos. Sólo que el ethos, como la filosofía, no es una opción sino una urgente implicancia de la condición humana. El hombre es un ser finito, contingente y finito, pero capaz de amar. Polvo soy, pero polvo enamorado, decía el poeta. De ahí que la ética no precede a la metafísica sino que ética y metafísica a nivel ontológico se corresponden mutuamente. La misma praxis vital y sus opciones son manifestaciones metafísicas de la criatura.

La misma categoría “mundo de la vida” (Husserl, Heidegger, Gadamer, Habermas, Ortega, Dilthey) insurge cuando la vida misma es percibida amenazante por el hombre moderno. La vida misma es insegura y ya no le brinda ningún cobijo. Los hechos y los valores se han derrumbado y el sujeto se siente amenazado por el relativismo de la vida. Convertir el mundo de la vida en estructuras lingüísticas intersubjetivamente compartidas, como lo hace Habermas, no disminuye la tensión. Al contrario es una evasión. El diálogo tiene sus límites y muchas veces la violencia revolucionaria es necesaria para superar el entrampamiento dialógico verborreico. Cierto que el hombre es un ser que conversa. Para Aristóteles es el ser que tiene lenguaje. Pero el lenguaje no es lo primario, el pensamiento lo precede y a éste lo supera la razón práctica. Los nudos gordianos prescinden del diálogo.

Es por eso que la manifestación suprema de la hermenéutica no es el diálogo sino la acción. Somos diálogo pero sobre todo somos acción. Sin praxis no es posible el avance de la interpretación. Praxis e interpretación son inseparables. Por eso junto al discurso persuasivo que busca convencer y al discurso del reconocimiento que busca aceptar la diferencia, existe el discurso silencioso de la acción, el gesto, la mirada, el beso y el amor, de trato más íntimo, directo e inmediato con el ser.

Sin el amor no hay hermenéutica suprema. El lenguaje del amor es el lugar propio donde vive el hombre. Hay una ontología lingüística donde el ser nos habla sin ser él mismo habla. Por ello, el ser no mora en el lenguaje sino en el amor. De ahí que lo incomprensible del ser no nos habla sino que nos posee, asiste y cobija. El ser no siempre conversa con el hombre, o mejor, el hombre no está siempre en estado amatorio. Por eso no lo escucha, es sordo. El darse amatorio del ser es el fundamento de toda vida ética.

La hermenéutica filosófica de Gadamer que se subleva contra el monopolio de la verdad del método científico y propone la frónesis como base de las ciencias del espíritu, termina estableciendo algo muy precario para la vida ética. En vez de normas universales a las que tenga que atenerse la praxis, proclama el diálogo y el respeto a los modos de vida. El relativismo se vuelve así en algo inevitable aunque no lo admita.

Una racionalidad práctica sin normas universales termina crucificando la vida ética en la soberanía absoluta de los modos de vida. Foucault también terminó excluyendo a las normas éticas universales. Pero no hay nada más engañoso que asumir que la ética es móvil, transformable y dependiente de la libertad. Porque cuando la libertad daña la dignidad, entonces se anula y suprime a sí misma. Una hermenéutica que se ocupa de la verdad no como correspondencia sino como palabra queda atrapada en las palabras, porque la verdad no puede quedar atrapada a lo que es la esencia humana.

No hay otro camino que el substancialismo ético y el rechazo del relativismo de la praxis vital para hacer posible una auténtica ética hermenéutica. Proclamarse partidario de una ética abierta es sumamente confuso y riesgoso. Pues el hombre no nace automáticamente ético, debe despertar su sentido ético a través de instituciones sociales. De lo contrario no sería posible el monstruo o el hombre anético. Hay que volver a traducir logos no por lenguaje sino por razón, porque el lenguaje es sólo una manifestación de la razón y no al revés. El recorte del ser en los límites del lenguaje refleja el imperio narcisista de la enferma modernidad. La moral mínima que se deriva de esto consiste en el respeto de las diferencias para un supuesto buen vivir. De este modo, se retorna a la ética aristotélica y sus condicionamientos vitales haciendo de lado la ética kantiana con la incondicionalidad del imperativo categórico y la ética cristiana con la supremacía del amor.

Finalmente, afirmo que no existe filosofía moral en Gadamer como no la hay en su maestro Heidegger. Es más, sostengo que de sus propios planteamientos ontológicos y dialógicos no es posible derivar alguna ética consistente y constructiva. Sacralizar el diálogo es ingenuo. Hitler lo manipuló con fines destructivos. En conclusión, una ética sin religión o ser bueno sin Dios solamente lleva hacia la autodivinización humana y fortalece la enfermedad del narcisismo moderno. La cabalística sin absoluto del deus in terris o diosecillo terrestre acelera la consumación nihilista de la sociedad postmetafísica y ahonda la crisis de la razón humana.


Lima, Salamanca 28 de Mayo 2016