miércoles, 26 de octubre de 2016

NIHILISMO Y SINSENTIDO VITAL

NIHILISMO Y SINSENTIDO VITAL
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Ahora bien, si la vida humana es un continuo hacerse ¿por qué se ha vuelto problemático el sentido de la vida? ¿Qué ha cambiado en la vida humana para que ese “continuo hacerse” se vuelva insatisfactorio y avance pletóricamente el sin sentido?

En el otrora sistema comunista la falta de libertad hizo que la justicia misma terminara por desplomarse. Y en el desaparecido capitalismo de bienestar la abundancia y la prosperidad aceleraron el consumismo y menoscabó los valores humanos.

En cambio hoy ¿Es el sistema hipercapitalista el responsable de la concentración de bienes materiales en un puñado de megamillonarios y de la penuria de bienes espirituales?

¿La globalización neoliberal de los últimos 30 años, y que hoy se tambalea gravemente, al reducir el gasto social, eliminar el salario mínimo, descartar el seguro de desempleo, incrementar la pobreza en el mundo, desmontar el capitalismo de bienestar, multiplicar el trabajo precario bajo la línea de pobreza, y aumentar la brecha entre ricos y pobres, no ha acelerado acaso el sinsentido de la vida? ¿Una sociedad que se sigue rigiendo por patrones cuantitativos, que pone lo económico sobre lo humano y social, que entroniza el consumismo pero que  acentúa la desigualdad social, no genera acaso desesperanza, desilusión, y el achatamiento de las aspiraciones humanas?

¿Acaso la crisis del sentido de la vida no se traduce en una vulgar libertad para consumir, que se convierte en lo que Castoriadis [1]  llama el “avance de la insignificancia”, “la crisis de las significaciones imaginarias”, “la necesidad de reorganizar las instituciones sociales” y crear nuevas significaciones de índole humanista? ¿Es el sinsentido de la vida una forma de anomia social e individual? ¿Es el sinsentido de la vida un problema eminentemente sociológico antes que filosófico? ¿Agota su manifestación fenomenológica todo su contenido esencial?

Berger y Luckmann [2] han señalado que grupos civiles religiosos, ecologistas, de derechos humanos, asistencialistas, etc., constituyen “depósitos sociales de sentido” que permiten que las sociedades modernas sigan funcionando impidiendo la propagación pandémica de la crisis de sentido. Esta visión optimista e ingenua ignora que estos grupos civiles son más bien “amortiguadores del sinsentido”, que desprovistas de una visión de cambio estructural son incapaces de promover un real cambio del sentido de la vida y constituyen así un elemento “bisagra” en la consolidación del mundo irracional.

¿Acaso las transgresiones morales de las iglesias, instituciones caritativas y diversas ONGs, vistas generalmente como “reservas sociales de sentido”, no minan también el sentido de la vida convirtiéndose en “depósitos sociales del sinsentido”? ¿Es la modernidad occidental, al colocar la subjetividad humana en el centro, la responsable del sinsentido de la vida? ¿Representa el escepticismo, el hedonismo y el nihilismo las expresiones culturales más legítimas de una vida sin sentido? ¿Es el sentido de la vida solamente una variante sociológico-antropológica o expresa algo más profundo? [3].

¿Es es el sinsentido de la vida lo mismo que la anomía? Si tomamos la anomia, como lo sugirieron Durkheim y Merton [4], como la desintegración cultural y social y como falta de integración grupal, local y nacional, entonces habría una correlación entre anomía y sinsentido de la vida. Fue lo que sucedió, por ejemplo, cuando se impusieron condiciones de explotación o de esclavitud en el derruido contexto social andino, cuando el equilibrio premoderno incaico se vio sustituido por la nueva cultura española conquistadora.

Imperó el sinsentido de la vida, las enfermedades, fallecimientos y suicidios fueron masivos y lo que sucedió fue una verdadera hecatombe del mundo andino premoderno. Lo singular es que este tipo de anomia puede ser considerada como una fase de destrucción de lo viejo (mundo andino premoderno) y desarrollo de lo nuevo (mundo andino moderno) que va desde la ruptura de una determinada solidaridad cultural (ayllu) hasta la asimilación de una nueva cultura (competitiva) por parte de la población dominada. A este tipo de anomia correlacionada con el sinsentido de la vida podemos llamarla anomia o sinsentido de la vida de tránsito histórico.

Ya los análisis freudianos [5] habían sugerido lo determinante de la relación entre libido y cultura, en el sentido de que al aceptar los límites que impone la sociedad a la expansión espontánea de la libido es condición esencial para poder construir la civilización, la moral y la religión. En otras palabras, los complejos procesos psicológicos entrañados son consecuencia de la causación social del malestar cultural. Quizá la raíz socio-psicológica más profunda del sentido de la vida esté en la rapidez del cambio del sistema económico y en las crisis de sentido que provienen de la anarquía que produce tal sector.

En efecto, la aparición de inestabilidad familiar y profesional, la violencia, la criminalidad, la conducta irregular evidencian signos de anomia y sinsentido de la vida a nivel psicológico cuyo origen está en el origen social del proceso. Lo cual nos conduce a la afirmación de que el sinsentido de la vida, aun cuando no se identifique exactamente con el fenómeno de la anomia, sin embargo está latente en la estructura misma de toda sociedad e individuo, como fenómeno transitorio y sintomático que amenaza en cobrar dinamismo y desarrollo en aquellas sociedades que carecen de instituciones mediadoras de solidaridad social. Si el sinsentido de la vida crece desorbitadamente en la globalización neoliberal actual es porque muestra que no se trata de un fenómeno coyuntural sino estructural de la dinámica de las sociedades competitivas estratificadas. 

Y es aquí que podemos advertir con más claridad la mayor amplitud del sinsentido de la vida respecto al fenómeno de la anomia. Pues la anomia entendida como desviación no podría surgir en sociedades autoritarias, ni sociedades solidarias, sino tan sólo en sociedades competitivas donde la desigualdad de oportunidades sea la nota característica. No obstante, también hay formas de sinsentido de la vida en las sociedades autoritarias y en sociedades solidarias, aunque en menor escala social.

Por ejemplo, si Gorbachov no hubiese puesto en marcha la Perestroika y el Glasnost en su país –el cual era una sociedad autoritaria a pesar de sus mecanismos de solidaridad social- difícilmente se hubiera derrumbado la Unión Soviética y se hubiese puesto fin al sistema burocrático muy organizado, pero el descontento social si bien no tenía formas políticas ni ideológicas de escape sin embargo conseguía hacerlo a través de un altísimo índice de alcoholismo, entre otras desviaciones existentes. Y en las sociedades solidarias, como las escandinavas, la amenaza de las conductas desviadas y del sinsentido de la vida no deja de estar presentes siquiera en mucha menor escala, tanto social como individual.

Por ejemplo, suicidas hay por todas partes pero no todo suicida es anómico o ha perdido el sentido de la vida. Si nos atenemos a las tres formas de suicidio durkheimianas: egoísta, altruista y anómico, sólo el primero y el último es susceptible de ser calificado de sinsentido de la vida. El suicida altruista (el héroe, el mártir) no carece de sentido de la vida ni es anómico.

Esto es, se dan manifestaciones autodestructivas que no implican sinsentido de la vida porque ponen su muerte al servicio de una causa noble y humanitaria.

Aquí el sentido de la vida implica el sacrificio de la propia vida. Nuevamente hay que subrayar que el sinsentido de la vida y la anomia coinciden al ser a la vez una característica latente de los sistemas sociales y un estado de los individuos, pero no coinciden al comprobar que no todo sinsentido de la vida es conducta desviada o anómica. Por ejemplo  las clases inferiores son presa fácil de la anomia o conducta desviada, pero existen otras formas de desviación y desorientación de las clases medias y de las clases superiores que presentan procesos distintos al de la anomia.

En otros términos, si la anomia es desviación, no toda desviación es anómica. Así las desviaciones de desorientación, frecuentes en las clases medias y superiores, sin ser anómicas implican un sinsentido de la vida. En otras palabras, tanto la anomia como el sinsentido de la vida tienen una raíz distinta según sea la sociedad imperante (autoritaria, solidaria, competitiva).

En la sociedad competitiva surgirá de la desigualdad de oportunidades, en la sociedad autoritaria de la falta de oportunidades, y en la sociedad solidaria de la latencia inevitable en los individuos y disfunciones sociales estructurales. Tampoco se puede subestimar las motivaciones ideológicas en el fenómeno del sinsentido y de la anomia. Así, cuando el consumismo mercantilista de las clases medias y superiores determinan el contenido de la cultura, entonces las metas de éxito, eficiencia, promoción social se convierten en moral social, lo cual crea las condiciones artificiales para la condena de los fracasados o los rebeldes, como proyecto punitivo para marginar a los inconformistas. 

Una mirada más atenta al fenómeno de la inconformidad permite apreciar sutiles variaciones según la relación entre fines y medios: el conformista es el que acepta los fines y medios que la sociedad le ofrece; el inconformista ritualista es que acepta los medios aunque rechaza los fines; el inconformista renunciante es el que no acepta ni los medios ni los fines pero modo pasivo; el inconformista rebelde es el que no acepta ni los medios ni los fines de modo activo y propugna otro orden social; el inconformista innovador es el que acepta los medios pero no los fines, buscando nuevos fines; y el inconformista creador es el que es el que no acepta ni los medios ni los fines y propone nuevos fines y medios.

Esto lleva a distinguir entre grados de sinsentido de la vida: la simple, que refleja un estado de confusión de un individuo, un grupo o una sociedad que viven sometidos a conflictos entre sistemas de valor, y se manifiesta como inquietud o como sentimiento de inseguridad y hasta desesperación; y la aguda, que refleja deterioro y hasta desintegración de sistemas de valores y que se experimenta con una angustia notable.

En este último caso se ubica al hombre auténtico de Heidegger, el cual repara en las estructuras inauténticas de la cotidianidad para descubrir nuevas estructuras existenciales posibilitadas por la angustia. Lo cual implica que en el fenómeno de la inconformidad hay presencia del sinsentido de la vida y según el grado de manifestación puede jugar su presencia un rol positivo o negativo. La tipología del inconformismo describe conductas desviadas no sólo de personas sino también de instituciones, pero tal desviación puede ser positiva o negativa, así, no todo sinsentido de la vida es negativo y no todo sentido de la vida es positivo.

Elijamos, por ejemplo el caso de las universidades que optan por ofrecer una formación técnico empresarial con total descuido de la formación humanística. No es difícil darse cuenta aquí de la orientación economicista y mercantilista que la promueve dando la espalda al espíritu de formación integral que es consubstancial a la universidad. No es muy diferente el caso de un profesor de filosofía que se supone que ha seguido dicha carrera por amor a la sabiduría y sin afanes subalternos, pero a mitad de su carrera universitaria cambia de objetivos y mercantiliza su profesión para sólo conseguir comodidad material y placeres efímeros.

Aquí estamos ante un inconformismo regresivo, ritualista, que acepta los medios (el saber como una forma de erudición)  pero rechaza los fines (el saber como una forma de ser) [6]. Por eso, el arte de vivir en su auténtico sentido subordina siempre los medios a los fines, mientras que toda vida inauténtica supedita los fines a los medios.

Ahora bien, el sinsentido de la vida aguda puede, así, tener dos manifestaciones centrales: la patológica, de carácter negativo, que señala un estado avanzado de alienación social, personal y mental, y que puede degenerar en neurosis, misoneísmo, fanatismo y consumismo sin freno; y la creativa, de carácter positivo, que implica renunciaciones valorativas muchas veces sucesivas que implican un avance ético, mental y volitivo notable, que se traduce generalmente como autorrealización personal y descubrimiento de un nuevo sentido de la vida. La que caracteriza a la crisis de Occidente es la patológica o la alienación cosificante.

Aquí ya no se trata de un sentimiento de desesperación, de abandono y consternación, propio del capitalismo en su fase de acumulación originaria de los siglos XVI-XIX; ni de un sentimiento de rechazo de los objetivos que prescribe la cultura de consumo, propio del hippismo de los años sesenta de la guerra fría; sino de la sensación de que los líderes, el orden social, las metas, los roles, las relaciones interpersonales, son ficticios, narrativos, voluntaristas, propio de la nueva fase cultural posmoderna y de la económica del capitalismo global y cibernético llamado hiperimperialista [7] de las megacorporaciones privadas.

Esta sensación ficcional de la realidad social y personal aumenta la ilusión de que todo es posible, el “cielo es el límite”, propio de un proceso de desorientación personal donde el vaciamiento interior va acompañado de un injustificado sentimiento de omnipotencia de la voluntad individual. En esta fase de desarrollo de la sociedad competitiva la anomia, la desviación y el sinsentido de la vida pertenecen tanto a las clases inferiores, clases medias y superiores, esto es, son parte orgánica de una civilización enferma.

Esto es que de coyuntural se ha vuelto en fenómeno estructural. Pero así como el tipo de sociedad condiciona el mayor o menor desarrollo del sinsentido de la vida, de modo similar el tipo de personalidad básica también desempeña un papel importante. Etnólogos, sociólogos y psicólogos, cuyos representantes más destacados son Ralph Linton y Abram Kardiner, hablan de la personalidad básica. Se trata de captar de qué modo se influyen mutuamente individuo y sociedad.

Desde este punto de vista se establece una distinción entre instituciones primarias, que forman la personalidad básica, disciplinan las necesidades fundamentales y las necesidades sociales, produciendo frustración (educación, economía, etc.), y las instituciones secundarias, que se forman por las reacciones de la personalidad básica como mecanismos de defensa y seguridad (mitos, tabúes, etc.). El resultado son sistemas que determinan el grado de integración del individuo con su cultura.

Con la globalización actual se experimenta una homogeneidad de la cultura de consumo, esto es, que las instituciones primarias y las instituciones secundarias desembocan hacia una integración del individuo en la sociedad competitiva. Pero las bases de esta integración son en sí misma frágiles, por cuanto en vez de tomar en cuenta las necesidades profundas del individuo antepone las necesidades de la economía y del mercado. La consecuencia es el aumento de la frustración personal y la pérdida creciente del sentido de la vida. La alienación económica se lleva a su pináculo, se vive para trabajar, se trabaja para gastar y se gasta para olvidar que ahora lo importante es el dinero, la fama y el éxito y ya no la autorrealización personal.

La cosificación humana galopa como caballo desbocado en la sociedad de consumo, la cual reduce al mínimo la fuerza laboral humana en el sector industrial sustituyéndola por robots, pero también mediante la telemática va disminuyendo la fuerza de trabajo del hombre incluso en el sector terciario o de servicios. Esto es, que el hombre en el capitalismo cibernético se va experimentando como sustituible, prescindible y no indispensable. Y lejos de constituir la sociedad del conocimiento lo que se forma es una sociedad de la cosificación, donde el hombre es una cosa entre las demás cosas. Su experiencia de sujeto se pervierte, su subjetividad se oblitera y el sentido de la vida se extravía.

La robótica en vez de estar puesta al servicio de la liberación del hombre, está al servicio de los egoístas intereses corporativos y a favor de la destrucción espiritual humana. Para que el hombre se sienta cosa entre las demás cosas se tiene que haber operado el vaciamiento de su realidad interior, y esto se hace con gran eficacia a través de los medios de comunicación social que dictan al hombre lo que debe pensar, sentir y soñar.

La despersonalización del hombre va de la mano con su cosificación, ser una pieza de un gigantesco mecanismo social que lo manipula externa e internamente es la culminación del totalitarismo intrademocrático en los mercados de occidente. La cosificación humana llega a su verdadera cumbre yendo más allá de lo que previó el marxismo, por cuanto el hombre ya deja de ser una mercancía del aparato productivo y se vuelve en mero reproductor del sistema de consumo.

Y la manifestación más perversa de este proceso de cosificación del hombre se encuentra en el tráfico de drogas, señalada como el negocio más lucrativo del mundo y muy lejos de la industria turística y de armamentos. La industria de las drogas inutiliza al hombre productor, al homo faber, y lo reduce a ser un hombre consumidor, claro está, de su propia autodestrucción.

La división del trabajo internacional del narcotráfico funciona concentrando al alto consumo en los países del llamado Primer Mundo y la alta productividad en los países en desarrollo. Es en estos últimos donde se constituye el narcopoder, que corrompe las instituciones del Estado y la moral de la sociedad en su conjunto. El Occidente de la modernidad tardía está culminando con más de un tercio de su población adicta, sumida en la corrupción, con el desbocamiento del sistema de los deseos humanos y la perversión de la vida misma. Y todo este desquiciamiento acontece teniendo como telón de fondo al hiperimperialismo, como fase superior del capitalismo megacorporativo privado, donde el capital diluye todo valor y toda humanidad.

En este mefistofélico triunfo del tener sobre el ser se yergue toda una pavorosa realidad humana y social donde el prójimo se torna en enemigo y el amigo en cómplice. Dinero, poder y placer son los nuevos ídolos que tiranizan en una subjetividad hecha jirones. La mediocridad triunfa y las élites desertan de su misión directriz. La chatura mental y moral es la norma.

La universalización de la sociedad de consumo, donde se extiende como plaga el sinsentido de la vida, se da en la comunidad global. La comunidad global es un producto tardío de la comunidad misma. A la comunidad tribal le siguió la comunidad campesina, a ésta la comunidad urbana y luego vino la comunidad global. Las naciones crean sus tipos nacionales, aun cuando el nacionalismo es ya un particularismo para el hombre de la comunidad mundial. Y desde el seno mismo de la comunidad mundial surge un tipo único de hombre, interiormente vacio, superficial, consumista, descreído, pragmático, anético [8], desespiritualizado, hedonista y nihilista.

Y así como el carácter nacional es un sistema típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un Estado-nación (por ejemplo se considera que Alemania es excesivamente teórica y emocional, Inglaterra es práctica y sin complicaciones teóricas, Francia es racionalista y a la vez romántica, España es pura pasión, Italia es humanista y erótica, Rusia es mística y autoritaria, Norteamérica es práctico, moralista y organizado, Latinoamérica es vital, impulsivo e intuitivo, etc.), del mismo modo el carácter global es un sistema típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un Estado que se globaliza.

Esto es, que el individuo de la modernidad tardía se encuentra actualmente presionado en sus conductas, actitudes y pensamientos tanto por la personalidad atávica del Estado-nación como por la personalidad que impone el Estado-global, lo que incide indudablemente en su desorientación vital. El sentido de la vida nacional se va disolviendo paulatinamente.

Pero la nueva autoconciencia global prosigue su avance secundado por la economía, la política, los medios de comunicación y la contribución filosófica de los posmodernos (Lyotard, Baudrillard, Lipovetsky, Vattimo y compañía) y pragmáticos (R. Rorty) se va consolidando la síntesis cultural del mundo de masas mundial. En la autoconciencia global mundial vuelve a representarse el drama del hombre de Occidente, a saber, responder a las necesidades simultáneas de expresión y razón, sólo que en la presente hora histórica el hombre prometeico occidental pone dionisíacamente la teoría al servicio de la práctica y con ello se quiebra la tensión entre las necesidades teóricas y prácticas.

¿Acaso esto significa que el sugestivo tema weberiano del “desencantamiento del mundo” se ha detenido? No, por el contrario, prosigue pero en clave irracional. O mejor dicho, las pautas racionales y no racionales que exhibe la sociedad global siguen el constante impulso de desencantar el mundo hasta en los aspectos fascinantes de lo irracional, los medios normativos se debilitan y lo único importante es el placer, el poder y el éxito, sin importar los medios institucionales ya disminuidos. 

Entre las instituciones arrugadas está la Iglesia católica. Su otrora enorme fuerza espiritual y moral se ha visto mellada, no tanto por sus escándalos financieros, de pederastia y homosexualismo, que obviamente son graves, sino por un proceso de secularización creciente, que no ha sido enfrentado con resolución porque se ha percibido nítidamente que en el fondo es un reclamo, de imprevisibles consecuencias políticas, por una nueva imagen de Dios, menos lejano, inmutable, trascendente, y más humano, sufriente e histórico, que sólo puede salir de un nuevo concilio ecuménico. Desde Nicea hasta Vaticano I y II esta imagen no se ha modificado y refleja un retraso grave para responder a los desafíos de los nuevos tiempos.

Se ha cedido la iniciativa a los movimientos carismáticos por todo el mundo, pero éstos por su misma estructura, fines y objetivos son incapaces de resolver el asunto a nivel teológico, el cual es el decisivo pensar crítico ante la parte dogmática. No hay duda que fuerzas políticas conservadoras también hacen su tarea para que estos cambios en la Iglesia no prosperen, sobre todo por los indeseables efectos sociales, económicos y culturales que traería consigo sentir a Jesús andando junto al oprimido en la lucha por un orden social sin opresión ni explotación.

¿Hasta cuándo, por ejemplo, seguiremos viendo insensiblemente un Primer Mundo en que los niños revientan de obesidad mientras que en el África negra millares de esqueléticas criaturas dejan de respirar por la falta de un exiguo alimento? ¿Por qué nunca hubo un Plan Marshall para tal subregión, en medio de astronómicos y demenciales presupuestos militares hegemónicos de la primera potencia del mundo? Al mundo cristiano, y no creyente también, le urge escuchar una condena de la Iglesia a estos desquiciados gastos militares improductivos que deberían ser destinados a los pobres de la Tierra.

No hay que tener mucha clarividencia para darse cuenta que toda esta situación injusta socava la moral, la fe y el sentido de la vida. O en otros términos, sentirse bien en una sociedad profundamente oprobiosa es ya estar afectado por el mal imperante. Y todo esto es demasiado en un mundo globalizado donde las dos terceras partes de la riqueza mundial se concentran en manos de menos de 1% de la población mundial. Esta afrentosa situación anticristiana ya ha sido señalada por las teologías de la praxis [9]: procesal, de la liberación, de la esperanza, de la política, del mundo, de la reconciliación, etc. y constituyen el pensar crítico que pugna por una nueva imagen de Dios, como Dios liberador interesado profundamente por las cuestiones vivas de la tierra y la historia.

Cristo no vino a construir un reino terrenal en sustitución del reino celestial, pero tampoco fue indiferente a las injusticias del poderosos y a los sufrimientos del pobre y oprimido. Un enorme gentío que percibe que en vez de que se imponga el mensaje de amor y solidaridad de Cristo ve, por el contrario, que la Iglesia se alió muchas veces con el absolutismo político y la desigualdad social, olvidó en la práctica al hombre de las sandalias, que despreció reinos y tesoros mundanales, observa triunfar a las fuerzas que toleran, promueven y fomentan el mal, la injusticia y la opresión, tenía casi por fuerza que dejar de ser cristiana, perder su fe, dejar amortiguar el sentimiento de lo sagrado, desembocar en el sinsentido de la vida. Y lo que es peor, que los opresores en Occidente han utilizado la imagen del Dios tradicional, jerárquico, inmutable, lejano al hombre, unidos con una curia reaccionaria, para defender un orden social profundamente irracional y anticristiano.

¿Deberíamos entonces sorprendernos por la profunda desespiritualización y descristianización que acontece en la civilización occidental, cuna del cristianismo? ¿No es acaso la propia institución religiosa romana responsable y cómplice del descalabro espiritual de Occidente? ¿No fue su afán por aferrarse al poder temporal lo que acabó descalabrando su poder espiritual? El hombre común, que no puede olvidar la inmensa compasión del Hijo de Dios, su encarnación, crucifixión y resurrección,  aun percibe que la institución romana no respalda en la práctica al Hijo del Hombre encarnado del amor divino o que es muy tibia en sus intentos por hacerlo.

Entonces, no llama la atención que una muchedumbre sin esperanza pierda la fe y deje abrir las puertas de sus corazones al gélido y luciferino nihilismo, cuando no al fanatismo sectario. En estas horas dramáticas para la civilización occidental, en el orden humano y espiritual, es ineludible vincular el sinsentido de la vida con el hondo deterioro de una de sus instituciones clave. Sin duda que ella ha influido en el derrotero de la conciencia occidental de los últimos cinco siglos de forma decisiva, la ha preformado, le dio objetivos, una promesa y una sinuosa conducta que alejó a sus fieles.

Esta conducta tiene sus raíces en una determinada lectura teológica sobre la doctrina de Dios, demasiado trascendente, lejano, absoluto, jerárquico y desconectado de la historia humana. Versión que en su momento fue necesaria en la lucha contra las herejías cristológicas pero cuya actualización goza de un retraso considerable.

[1] C. Castoriadis, El avance de la insignificancia, Eudeba, B. Aires 1997. 
[2] Peter Berger y Thomas Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Las orientación del hombre moderno. Paidós, Barcelona 1997.
[3] Sobre el impacto de la globalización en la vida social y cultural véase: David Riesman, Abundancia ¿para qué?, FCE, 1965; E. Rojas, El hombre light, 1999; G. Flores Quelopana, La globalización del hiperimperialismo, IIPCIAL, 2009; S. Amin, El capitalismo en la era de la globalización, Paidós, 2001; U. Beck, ¿Qué es la globalización?, Paidós, 2000; G.A. Cohen, Si eres igualitarista ¿cómo eres tan rico?, Paidós, 2000; N. Chomsky, Estados Canallas, Paidós, 2001; V. Forrester, El Horror económico, FCE, 2007; C. Furtado, El capitalismo Global, México, FCE, 2001; H. Küng, Una ética mundial para la economía y la política, FCE, 1997; Martin, H; Schumann H. La trampa de la globalización, Taurus, 1998; Negri, A. y Hardt, M. Imperio, Paidós, 2000; Strange, S. Dinero loco, Paidós, 2001; Soros, G. La crisis del capitalismo global, Plaza Janés, 1999.
[4] Sobre el concepto de anomia Durkheim lo elaboró en dos obras fundamentales: La división social del trabajo (1893), Shapire, Bs. As. 1967, y El suicidio (1897), Shapire, Bs. As. 1965. La concepción mertoniana se explaya en Teoría y estructura social (1957), FCE, México, 1964.
[5] Cf. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1973.
[6] Max Scheler en su magnífica conferencia El saber y la cultura (Siglo Veinte, Bs. AS. 1975) dice: “La cultura no es erudición, no es una forma de saber, es una forma de ser”.
[7] La fase hiperimperialista del capitalismo global es cualitativamente distinta (desterritorializado, descentrado, soberanía corporativa, especulativo) al del imperialismo descrito por Lenin (alianza del capital bancario con el capital industrial, centralizado, territorializado) en su obra Imperialismo fase superior del capitalismo (1917).

[8] El anetismo es el acto moral por el cual la mentalidad moderna convierte al hombre en una criatura sin absoluto, haciendo que se pierda el nexo ontológico entre Dios y la criatura. Esto no afecta la capacidad humana de sentir lo divino sino su voluntad hacia lo divino. Por ello, no se trata de la muerte de Dios sino de la muerte del hombre hacia Dios. El anetismo también señala el tránsito de la cultura de la increencia a la cultura del nihilismo integral, donde ser, verdad y valores son relativizados. En una palabra el anetismo se centra en la finitud cismundano obviando lo transmundano.

[9] Las teologías de la praxis eclosionan después de la Revolución cubana y de Concilio Vaticano II y una de sus últimas expresiones es la teología procesal. Estas teologías fueron activa y sistemáticamente combatidas bajo el pontificado de Juan Pablo II –quien opuso su personal teología de la cruz- por ser dudosas de marxismo y porque la Santa Sede estaba activamente interesada en la liberación del comunismo de los países del Este. Otras versiones son: la Teología de la esperanza de Moltmann (Sígueme, Salamanca, 1974); Hacia una teología de la acción (1964), Teología de la Revolución de Comblin (París, 1970); Teología Política (1969) y Teología del mundo (1970) de Metz; Marxismo y cristianismo (Taurus, Madrid, 1968), Amor cristiano y violencia revolucionaria (1971) de Girardi; The Theology of Revolution de Mc Cormik (1968); Misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo (1967) de Chenu; Jalones para una teología del laicado (1965) y La Iglesia en el mundo de hoy (1970) de Congar; Los cristianos en la revolución de América Latina (1966) de E. Pin; Cristianismo y sentido de la historia (1966) de M. Ossa; Teología de la renovación (1972) de K. Rahner. La teología de la liberación fue un fruto auténtico de América Latina. Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría denunciaron las injusticias estructurales del capitalismo a la luz de una nueva lectura del evangelio. Pero el temor anticomunista del Papa polaco determinó su condena radical y persecución global. Fue un grave error que debe ser rectificado, porque el verdadero pecado es la injusticia. La Iglesia contribuyó a derribar al comunismo, ¿contribuirá a derribar al capitalismo? El escepticismo natural no debe cerrar las puertas a dicha posibilidad.

NIHILISMO Y POSTMODERNIDAD

NIHILISMO DE POSTMODERNIDAD
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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¿Estaremos en la fase final del mundo moderno? En el mundo antiguo se afrontó el final con el desprecio de los cínicos, la resistencia de la morada interior de los estoicos, la huída contemplativa de los neoplatónicos, la esperanza en Dios de los futuristas hebreos y el cristianismo de Jesús hecho hombre.

Hoy, en cambio, la fase terminal del mundo moderno coincide con la crisis profunda de la filosofía que, tras haber dado definitivamente la espalda a los temas de lo infinito y de la totalidad perfecta del Romanticismo, se centró en los de la finitud, alteridad, trascendencia y problematicidad, primero en un sentido constructivo con Kierkegaard, que señaló la existencia como posibilidad que puede no ser; el pragmatismo, el cual acentuó el carácter incierto de la existencia humana; el neopositivismo lógico, que enfatizó la falibilidad esencial del conocimiento; el existencialismo, que hizo sólida la conciencia de su naturaleza finita; y del espiritualismo, neocriticismo y realismo, que señalaron la realidad como totalidad imperfecta.

Pero en un segundo momento la filosofía contemporánea parece mostrar su significado último mostrando una especial incomprensión de la categoría de la “trascendencia” y de la “posibilidad”. 

Lo que estamos presenciando con las filosofías antirepresentacionalistas, y de la hermenéutica posmoderna es el triunfo de la subjetivización solipsista, el ego único y soberano de los años 45 explotó en multiplicidad de mónadas que reclaman el imperio del relativismo, el hedonismo y el nihilismo. Es la vivencia de la libertad desorbitada porque es asumida erróneamente como una necesidad ineluctable, “el hombre está condenado a ser libre”.

En otras palabras, de la pérdida del sentido de la vida también se hace eco el desarrollo de la filosofía que no ha podido salir de la humanización de la identidad entre el sujeto y el objeto, la hemorragia de subjetividad y el colapso de la verdad extrahumana. Si la Segunda Guerra Mundial concluyó con el indescriptible y descabellado Holocausto de seis millones de judíos, gitanos, razas llamadas inferiores y de opositores políticos, en cambio la modernidad tardía culmina en algo peor, a saber, el paroxismo del para-mí y el olvido del ser. 

Es decir, la fase final del mundo moderno muestra su significado último de pérdida del sentido de la vida en el fenómeno nihilista. La época moderna intentó construir la ciudad de Dios en la tierra (siglos XIX y XX), fue un tiempo de ampliación del voluntarismo, individualismo e intelectualismo, para terminar con el desencanto de las utopías sociales y el avance arrollador de la manipulación técnica de los hombres (siglo XXI). 

Heidegger lo había señalado certeramente al indicar que la técnica moderna es una desocultación del ser como lo “disponible” y este intento de convertir toda la realidad en disponible es el destino nihilista de nuestra época, que concluye en el olvido del ser. En este sentido, no es casual que la pérdida del sentido de la vida se experimente como una merma del sentido del ser. Lo cual revela que el problema del sentido de la vida no es una cuestión meramente óntica sino ontológica, tiene que ver con los fundamentos de la realidad y su aprehensión. 

La dirección solipsista de la modernidad estaba ya dada con el cogito ergo sum cartesiano, que supeditó el sum al cogito. El Romanticismo fue un breve momento reactivo con su afán de infinito y totalidad perfecta. Pero la reivindicación del individuo volvería por sus fueros hasta extralimitarse en una multiplicidad de mónadas con una autárquica voluntad de verdad.

De modo, que si el problema de la vida es un problema social con raíces culturales, entonces se trata más de un problema sociológico que filosófico. Pero si las raíces culturales hunden sus fundamentos en el horizonte occidental del preguntar filosófico, entonces se trata de un problema metafísico. Y esto es precisamente la cuestión.

En otras palabras, el hombre de la modernidad occidental no pierde el sentido de la vida meramente por razones socioculturales, las cuales son su manifestación fenomenológica, sino por razones metafísicas, las cuales son su fundamento ontológico. La pérdida del sentido de la vida es parte del problema del encubrimiento metafísico del ser. De manera que poco se avanza señalando que la modernidad aisló al individuo dejándolo que inventara su sentido de vida en este mundo, siendo su resultado el fracaso personal, el suicidio y el vacío existencial.

Esta descripción da cuenta de la fenomenología del sentido de la vida pero obvia su aspecto fundamental, a saber, su base metafísica. Es decir, si no marchamos hacia la recuperación del extraviado sentido del ser no será posible revertir la pérdida del sentido de la vida. Pues el nihilismo, como negación del sentido del ser, no encuentra su manifestación primaria en la ola de suicidios, alcoholismo, pornografía, lumpenización social, sicariato, drogadicción creciente, falta de sentido ético en los negocios, la política y en las relaciones personales, todo esto es parte de la fenomenología de la pérdida del sentido de la vida, pues su manifestación esencial es metafísica y tiene que ver con la negación del sentido del ser.

Este fundamento no es una entelequia divorciada de lo concreto, lo cual parte de una mala comprensión de la metafísica antigua de las esencias, pues una correcta interpretación ubica el eidos ideal como la luz que hace posible lo real.

El nihilismo es la negación de la realidad substancial, por eso Hamilton usó el término para calificar la doctrina de Hume como nihilista [1]. Y es empleado para calificar la doctrina de Nietzsche que se opone radicalmente a los valores y creencia metafísicas tradicionales. 

Sin embargo, lo singular del nihilismo de la modernidad tardía es que integra en uno solo las tres formas tradicionales de nihilismo (el gnoseológico pirrónico, el moral nietzscheano y el metafísico protagórico) [2].

La consumación nihilista del sentido de la vida en su significado último representa el triunfo del perspectivismo, la dogmatización del escepticismo, el reino del hedonismo, la insensibilización del sentimiento de lo divino, el dominio del pensar técnico, el divorcio profundo de la libertad con la justicia y el olvido del ser. Es una crisis metafísico-existencial a la vez, donde luce obliterado el mundo externo y el mundo interno simultáneamente.

NOTAS
[1] Hamilton, Lectures on Metaphysics, I pp. 293-94.

[2] Cf. mi libro El imperio posmoderno del hombre anético, IIPCIAL, Lima 2008.

NIHILISMO Y PÉRDIDA DE SENTIDO

NIHILISMO Y PÉRDIDA DE SENTIDO
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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El tema nos lleva inevitablemente a una discusión con la tesis heideggeriana sobre la pérdida del sentido del ser en el pensar occidental, el cual reza: el pensar técnico y objetivista que impera en la modernidad nace en el conceptualismo socrático-platónico griego.

La bomba atómica ya comienza a existir desde que  el ser es entendido como Razón y cálculo. Así, para Heidegger la filosofía fue originariamente un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente. Luego devino, desde Aristóteles, en un pensar ontoteológico del ente en cuanto tal. La filosofía antes que búsqueda (Platón) fue armonía (Heráclito) y el temple de ánimo que lo posibilitó fue el asombro, en cambio para el hombre moderno es la angustia ante el ser.

Este cambio de pensar acontece con Sócrates y Platón. El ser ya no es entendido como lo que suscita el decir y el pensar sino como Razón, Principio y cálculo. El dominio del principio de razón determina el ser de la era técnica. La filosofía como metafísica (estudio del ente) ha encontrado su final en el desarrollo de las ciencias. La tarea del pensar consiste en abandonar el pensar ontoteológico, precursor de la era técnica, y replantear la posibilidad de un pensar que se interrogue no por el ser del ente, sino por el ser en cuanto ser, por la posibilidad de la presencia en cuanto tal.

Estas consideraciones las vierte Heidegger en tres conocidas conferencias [1], en las cuales se refleja que se encuentra lejos de su abandonada vía de analítica existencial de Ser y Tiempo de 1927. Es decir, corresponde a un periodo que deja atrás lo que un estudioso como R. Kröner clasifica como “filosofía de la muerte” (1927), “filosofía de la nada” (1929) y “filosofía del ser” (1930); para arribar luego a una “filosofía de la gracia” (1942), donde sigue una vía análoga a la del idealismo romántico alemán que mitologiza el ser.

En realidad, en los últimos escritos abandonó el tema de la existencia para centrarse en el ser. El ser no puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse. Predomina un tono profético y apocalíptico, que anuncia una nueva era para el hombre enajenado, el olvido del ser, la necesidad de destruir el pensar hecho y la llegada del nihilismo [2]. Heidegger como profeta del nihilismo en realidad visualiza, con clarividencia, el gran desconcierto en que se sume la humanidad en una era dominada por el pensar técnico y objetivista.

En primer lugar, resulta esquemático suscribir la opinión heideggeriana sobre que la ontología antigua trabaja con conceptos de “cosas” y que, en cambio, la ontología contemporánea arriba al concepto de “existencia” y cosas. No es cierto que Platón tome el ser como esencia, idea o concepto, pues la verdad total nunca será posesión del concepto. No otra cosa representa la alegoría de la caverna.

Por lo demás, neoplatonismo, agustinismo y Eckhart se propusieron conocer sin conceptos, objetividad y representación, sin olvido del ser. Buscar el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la negación de la negación que no termina en un puro concepto trascendente. En cambio, Heidegger en su última etapa termina en una supermetafísica mística, poética y estética, donde la filosofía queda convertida en un arte y la razón filosófica no tiene nada que decir. Recordemos que afirma “el ser no puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse”.

En segundo lugar, su abandono de la analítica existencial resulta precipitado, porque si no puede brindar una ontología es más por su estrecho marco inmanentista del dasein, cuya temporalidad se ve restringida a la cotidianidad, historicidad y la intratemporalidad, sin considerar la transtemporalidad o la vida eterna. Lo cual significa que todo ser en general se basa en el tiempo. Más bien, el concepto de eternidad lo considera sacado de la comprensión vulgar del tiempo, en el sentido del ahora ininterrumpido. Heidegger incluso se llega a preguntar si el “ser en el mundo” tiene una instancia más alta que el ser para la muerte, pero deja incontestada dicha posibilidad [3].

En tercer lugar, también es notoria su excesiva atención al “temor” y la “angustia”, y su escasa aplicación a la fe, la esperanza y el amor como estructuras existenciarias genuinas del dasein. De ahí que la “cura” termine en una temporalidad finita, es decir, para la muerte, que no puede dar respuesta a la cuestión del ser en general. Y en cuarto lugar, como para él no hay ningún absoluto como elemento superior al tiempo  primordial, entonces culpa al pensar ontoteológico de la pérdida del sentido del ser.

¿Acaso la ontología tradicional  no preguntó también por el sentido del ser en general a través de un ente privilegiado (Dios, infinito, pensar)? La tarea del pensar, nos dice, consiste en abandonar el pensar ontoteológico, precursor de la era técnica. Pero a lo que en realidad se refiere es al pensar al ser en cuanto ser como ente, no obstante Dios, que puede ser pensado como un ente, no es un ente y por consiguiente resulta ilegítimo confundir el Dios-idea con el Dios-viviente. El pensar ontoteológico precisa ser denunciado y rectificado pero ello no justifica confundir la realidad teológica con el pensar entificante del pensar ontoteológico.

En otras palabras, el inmanentismo fundamental que entroniza el culto a la humanidad de su primera etapa, es tan incapaz de generar el reclamado nuevo modo de pensar, como el retorno a la ontología objetivista de su última etapa, que sólo busca místicamente un pensamiento que “deje que el ser sea” [4], convirtiéndose exactamente en un fatalista quietismo oriental.

Todo su pensamiento está dominado por un abandono quietista a la realidad fáctica. En consecuencia, la filosofía está incapacitada de poder salir del hoyo del nihilismo si antes no replantea originariamente un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente teniendo en cuenta tanto la dimensión de la inmanencia como de la trascendencia. Finitud, falsabilidad y totalidad imperfecta son las nuevas categorías por las cuales la filosofía contemporánea acentúa el ocaso del romanticismo para abordar descarnadamente al hombre y a la realidad. Pero por lo visto ha llevado muy lejos su pretensión de negar la rigidez estática de la verdad, la naturaleza infinita del hombre y alcanzar verdades permanentes e inmutables. 

Es decir, se pasó al otro extremo, el de la inmanencia solipsista. Y tenía que ser así para poder mostrar su significado último, demostrar que no pudo superar dialécticamente la categoría hegeliana de “totalidad” ni la kierkegaardiana de “posibilidad”, y hacer ver la necesidad de un nuevo pensar filosófico y teológico que integre lo finito y lo infinito, lo inmanente y lo trascendente, la totalidad imperfecta y la totalidad perfecta, la posibilidad y la determinación. A pesar de que el romanticismo ha sido rechazado en sus aspectos más interesantes, las nuevas categorías ya están presentes, como las de alteridad y trascendencia, sólo hace falta integrarlas con nuevo sentido. De todas formas el romanticismo, demolido pero no superado, todavía actúa a través de su herencia más engañosa, esto es, el primado de la presencialidad del hecho, el predominio de lo empírico, el factum.

Por consiguiente, el obstáculo no es el pensar ontoteológico del ente en cuanto tal, sino aquel pensar que se limita a la realidad fáctica y al opresivo primado de los hechos empíricos. En una palabra, el obstáculo es el pensar empirista. El empirismo se ha convertido en un prejuicio ambiente no sólo porque es la tendencia natural de nuestra inteligencia de entrar en contacto con el mundo, sino porque el clima cultural lo promueve como el medio privilegiado para conocer el mundo y deducir los conceptos y las existencias.

De modo, que en la crisis nihilista de la modernidad tardía o posmoderna, la salvación del hombre deberá empezar por la reconstrucción de su propio pensamiento, y esto es tarea de la filosofía. La filosofía es búsqueda de la armonía entre el ser y el ente a través del pensar. Pensar que tiene tanto una dimensión objetivista, identitaria y logocrática, como otra dimensión transobjetiva, armonía de contrarios y mitocrática [5].

Este cambio de pensar debe suscitar una nueva jerarquización entre los saberes, en donde el pensar humanístico guíe el pensar como Razón, Principio y cálculo. Esta nueva conjunción entre las dos dimensiones de la razón deberá determinar el ser de la era técnica, evitando que así la ciencia y la vida pierdan su sentido humano. La filosofía como metafísica del ente ha encontrado su realización en el desarrollo de las ciencias y la eclosión de la era nihilista.

La tarea del pensar consistirá en subordinar la metafísica del ente, precursor de la era técnica, a la metafísica del ser, reedificadora de un nuevo despertar religioso.  Replantear la posibilidad de un pensar que se interrogue tanto por el ser del ente como por el ser en cuanto ser, es la salida al callejón sin salida del nihilismo y al sinsentido de la vida. Hasta tal punto es cierto e imperativo la necesidad de un nuevo pensar para superar el sinsentido de la vida, que se puede afirmar que el pensar de la modernidad tardía ha devenido en fatigado y “viejo pensar”, no pudiendo haber dado un desarrollo creativo a la contribución fundamental de Kierkegaard con su categoría de lo posible.

La enérgica afirmación de la realidad finita del hombre por parte de Kierkegaard y Marx, tras la disolución del hegelianismo, no ha desembocado en una mejor comprensión de la estructura de la persona humana. Mientras para Kierkegaard existir es fundamentalmente establecer una relación privada, singular e irrepetible del hombre consigo mismo y con Dios, para Marx existir es esencialmente coexistir determinado en la estructura social.

El marxismo concluyó en la conocida capitulación de la libertad personal, y las dificultades que el existencialismo de Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre encontró en la categoría de lo posible fue que la entendió como imposibilidad radical. El hombre está condenado a ser libre, y, con ello, se olvidó lo entrevisto por Kierkegaard sobre la libertad como posibilidad de no ser, de hundirse en la nada, de extraviar la finitud en el apartamiento de lo que otorga el ser, a saber, Dios.

Es decir, la libertad coincide con la necesidad y por tanto se anula a sí misma, esto es, revive el fantasma hegeliano de la reducción de la realidad finita a la infinitud de la razón. El pensar posmoderno cruzó la frontera hacia el otro extremo, recargó la categoría de lo posible desvinculándolo del ser infinito,  y afirmó el divorcio completo entre la libertad y la necesidad, exageración que también termina anulando la libertad misma en una libertad sin sentido, anética, donde el coexistir queda en segundo plano respecto al existir finito y único, debilitándose las responsabilidades personales de solidaridad, amor y justicia.

Por consiguiente, habiéndose entregado al existir finito una voluntad de verdad desproporcionada, la consecuencia inevitable era que la vida perdiera su sentido en un demencial solipsismo egolátrico del yo único y soberano propio de las decadentes sociedades liberales. La libertad finita como posibilidad de no ser en la inmanencia y en la trascendencia ha quedado reducida a posibilidad de no ser meramente en la inmanencia. El horizonte ontológico de la propia finitud quedó afectado por la reducción nihilista de la historia de la modernidad tardía. 

En la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica el hombre sin absoluto vive la fantasía de una libertad autárquica sin Dios, pero una lectura escatológica del Hijo Pródigo lleva a descubrir que no faltaran quienes en medio de las tinieblas de esa autonomía extraviada sean capaces de descubrir a Dios.

No es accidental que la radicalización del subjetivismo de la modernidad tardía coincida con la filosofía del mercado del capitalismo cibernético. El mercado exige para su triunfo completo una nueva racionalidad única, a saber, la racionalidad histórica interpretativa, donde se disuelve todo principio de autoridad y objetividad y se opone hermenéutica a violencia anómica.

Al disolverse la idea de un significado de dirección unitaria de la historia de la humanidad, que fue guía de la tradición moderna, la historia no sólo es asumida como un hecho complejo sino que se afirma una ética sin imperativo absoluto, donde sólo es ético respetar la opción de la multiplicidad. En la ética postmetafísica cada individuo haría valer su propia idea moral en el diálogo social.

El hombre se queda solo con su actitud pragmática de prueba y error, es el fin del filósofo consejero del príncipe. Como se observa, el problema del hombre moderno sigue siendo su libertad, una autonomía sin centros ontológicos fuertes en el subjectum y en el objectum desembocó en el nihilismo. El fin de la metafísica tiene una lógica engañosa y una dirección antihumana. El paulatino predominio desde la modernidad de la afirmación de la vida y del mundo con un sesgo empirista ha desembocado en una pragmática cultura occidental vaciada de interioridad y de espiritualidad.

El nihilismo de la modernidad tardía vuelve a los hombres contra lo humano no sólo porque la tecnocracia es profundamente nihilista y arruina el espíritu de abstracción -como lo destacó Gabriel Marcel [6] -, sino, porque la devastación de la reflexión se apodera de las masas y ellas mismas no sólo proceden a hacer la abstracción del prójimo y más bien lo extienden a sí mismos.

Es decir, el extremo peligro que vive el mundo de hoy radica en que la despersonalización y el envilecimiento han rebasado los márgenes de la tiranía burocrática y tecnocrática para identificarse con el hombre masa del mercado, que se degrada en la atmósfera anti espiritual desfavorable a la reflexión y a la toma de conciencia.

El tecnificado mundo contemporáneo convirtiendo al hombre en un código vuelve al pensamiento en innecesario y a la vida con sentido en superfluo. Su libertad debe ser manipulada, neutralizada y sometida finamente con los mecanismos de una falsa libertad, mientras poderes anónimos corporativos del dinero manejan los hilos de un mundo nihilista donde el hombre ha sido reducido a una abstracción vacía y sin valor, su precio es ínfimo y su dignidad es retórica.

Foucault y Deleuze hablaron de la agonía del hombre, pero en la modernidad tardía se trata de las exequias del hombre. El hombre desquiciado de hoy trabaja para ser sustituido por humanoides robóticos que trabajen y hasta piensen por él. El ciclo de la autoaniquilación cultural se va cerrando en una profunda cosificación humana.

NOTAS
[1] Martín Heidegger, Qué es eso de la filosofía, 1955; El principio de razón, 1957; y El final de la filosofía y la tarea del pensar, en: ¿Qué es Filosofía, comentado por J. L. Molinuevo, Bitácora, Madrid 1980.
[2] Véase especialmente: Carta sobre el humanismo, donde Heidegger insiste en que el hombre sólo es en la medida en que permanezca en su sabia pasividad, pastoreando la casa del ser, de la cual nunca será su dueño o arquitecto. 
[3] Cf. Martín Heidegger, Ser y tiempo, FCE, México, 1993, p. 340. 
[4] Cf. Martín Heidegger, La doctrina platónica de la verdad, traducciones de Juan García Bacca y Alberto Wagner de Reyna, Santiago de Chile, Universidad de Chile, s/f. 
[5] Cf. mi obra Filosofía mitocrática y mitocratología, IIPCIAL, Lima 2010. 

[6] Cf. G. Marcel, Los hombres contra lo humano, Caparrós, Madrid, 2001.