viernes, 13 de julio de 2018

EXTRAVÍO DE LOS VALORES EN LA MODERNIDAD NIHILISTA


EL EXTRAVÍO DE LOS VALORES
EN LA MODERNIDAD NIHILISTA
Gustavo Flores Quelopana
Conferencia Magistral por el Dia del Maestro en la Universidad Nacional del Santa-Chimbote
Viernes 6 de Julio 2018
 Resultado de imagen para pérdida del valor
Resulta muy significativa la presente disertaciòn sobre los Valores cuando la Región Ancash es señalada como la más corrupta del país. Dos de sus presidentes regionales están en galera y veinticinco de sus veintisiete alcaldes tienen proceso judicial por corrupción.

Entonces, basta echar una mirada somera sobre el mundo para constatar una verdad incontrastable, a saber, éste se está deshaciendo. Y cuando se indaga por la razón por la cual sucede todo el descalabro del presente, se encuentra una respuesta casi unánime: No hay valores. O por lo menos los valores han sido abandonados.

Pues bien, valga la presente oportunidad de hablar ante un auditorio universitario para sostener que tal diagnóstico no es descaminado pero tampoco es enteramente cierto. Estamos ante una situación casi godeliana, esto es, no podemos tener toda la verdad y ser al mismo tiempo consistentes.

El diagnóstico no es descaminado porque es verdad que vivimos una crisis de valores. Pero es incompleto porque también es verdad que desde la modernidad el mundo occidental vive una transvalorización de todos los valores. Ambas cosas son contradictorias y a la vez no lo son. Lo son porque por una parte se tiene la sensación que se reclama la vigencia de los valores premodernos y no lo son porque, por otra parte, se percibe que los nuevos valores aun no logran asentarse y, por ende, lograr conformidad.

Estamos en una situación casi paradójica de la condición humana que por una parte reclama una base firme de creencias y por otra la renovación de las mismas. Ante esto hay que decir que la presente crisis de los valores supera la normal crisis generacional –tan bien explicada por Ortega y Gasset- que también implica una crisis valorativa. Más bien, la actual crisis de valores encuentra su peculiaridad en una situación más profunda y que tiene que ver con el marco general de ideas y creencias que sirven para ver el mundo.

En otras palabras, la presente crisis de valores va más allá del marco economicista, funcionalista, empirista y racionalista que caracteriza el desarrollo de la modernidad. Tiene que ver con algo más fundamental que está en la base de la modernidad. Estamos hablando de un “giro copernicano” histórico que acontece desde fines de la Edad Media con la filosofia terminista de Duns Scoto y la filosofía nominalista de Guillermo de Occam y se desarrolla con el racionalismo de Descartes y el empirismo de Bacon, Locke y Hume.

Se trata de la base metafísica de la civilización occidental que cambió en su creencia de valores absolutos por la instauración de valores relativos. El paso de la metafisica de las esencias greco-cristiana por la metafísica de lo fáctico es el signo que domina los tiempos modernos. La gran ruptura con la metafísica tradicional está en la base de la transvalorización de todos los valores de la modernidad. Negar las verdades inmutables, eternas y trascendentes llevó a convertir en lo único válido a lo fáctico, relativo y temporal. El reemplazo de la concepción esencialista del ser por la visión funcionalista tenía que llevar del objetivismo hacia el subjetivismo, donde la crisis de los valores se constituye en un resentimiento metafísico hacia todo lo permanente y absoluto.

En ese sentido, la postmodernidad con su rechazo de la razón, la ciencia y la verdad, no es más que un capítulo terminal del nihilismo que fue criando en su seno la modernidad pragmática y hedonista. No es por ello menos original. Porque trae como novedad un nihilismo integral. Nos explicamos. Ahora no se dan separados el nihilismo metafisico de Gorgias, el nihilismo epistémico de Pirrón y el nihilismo moral de Protágoras. Al contrario, en la posmodernidad se dan integrados. Y ello se condensa en su lema: Todo vale. El Reino de Dios –Regnum deus- fue desterrado por mel Reino del hombre –Regnum hominis—En esa nueva cruzada de la inmanencia contra toda trascendencia son Derrida, Rorty y Vattimo sus nuevos profetas.

Por lo tanto la crisis de valores de la modernidad no es una crisis más y como las demás épocas históricas de decadencia. Al contrario, es una crisis peculiar y única. Fue el tudesco O. Spengler quien señalo la decadencia de Occidente con gran acierto, salvo por su visión organológica naturalista. Pero además nosotros advertimos que en la decadencia del  mundo occidental se ha atravesado por tres etapas: la metafísica (siglos XVI-XVII), la epistémica (siglos XVIII-XIX) y la ética (siglos XX-XXI).

En la primera se hicieron cuestión los valores metafísicos de permanencia e inmutabilidad, el deísmo se impuso sobre el teísmo y las esencias fueron sustituídas por el concepto de función. Desde Descartes hasta Newton ese cambio se abre camino en la filosofía y en la ciencia. En la segunda la visión naturalista, empirista y observacional se impone con el desarrollo de las ciencias empíricas y las matemáticas. La visión del mundo se vuelve decididamente científica. Ahora son los ingenieros y los científicos quienes llevan la voz cantante del mundo intelectual. Y en la tercera, cuando ya se encuentra madura la visión secular y científica del mundo sobrevienen los nefandos acontecimientos de la Primera y Segunda Guerra Mundial.

La consecuencia casi inevitable fue la pérdida de fe en el hombre mismo y en todas sus conquistas materiales. Los valores se disolvieron, se licuaron. La vida normativa contrajo la enfermedad del nihilismo. Sin valores a la vista, no había necesidad de sentirse virtuoso, ni de llevar una vida virtuosa. Pero da la casualidad que sin virud no ha valor. O mejor, sin una vida viruosa el valor se vuelve invisible. Se derivó hacia el irracionalismo.

De ahí que la presente crisis de valores sea mucho más grave y honda que la de otras épocas históricas. Al menos en la crisis del mundo helenístico-romano la pérdida de fe en la razón fue compensada en la búsqueda de soluciones de carácter religioso y de fe. Así se explica el carácter místico del neoplatonismo de Plotino que competía con las religiones orientales y con el cristianismo. En cambio, la crisis actual supera en gravedad a todas las anteriores porque carece de tabla de salvación a la cual anclarse. No hay certezas en el mundo. Se tiene la sensación de que la vida flota en la Nada. El existencialismo ateo de Heidegger y  Sartre había adelantado en mucho el nihilismo integral que socava la vida humana presente.

¿Pero si se tiene la sensación de que la vida no vale nada, que el hombre ha perdido consistencia, que no hay certezas, entonces ese triunfo de la Nada sobre el Ser significa que la modernidad ha fracasado con su orgullosa razón autónoma? Se dice, por ejemplo, que la honestidad, la responsabilidad, la confiabilidad y la eficiencia son los valores de la modernidad. Pero no se dice que estos valores son inviables y que carecen de sentido cuando lo que verdaderamente predomina es el egoísmo privado consagrado por un sistema económico que pone de cabeza la relación de fines y medios.

Es cierto que en todas las épocas de la historia –incluso en el paleolítico- hubo personas malas, egoístas, mentirosas e irresponsables. Pero lo que no es cierto es que siempre estuvieron en la cúspide de la hegemonía social, como acontece ahora. Efectivamente, nunca como hoy el egoísmo ha sido exaltado como una virtud bajo el capitalismo. Se podrá decir que esto ya estaba presente en el siglo XVIII con el defensor del utilitarismo Bernard Mandeville y su obra La fábula de las abejas, donde se consagra el nihilismo moral de la burguesía que desvincula la economía de la ética.

Pues bien, esta misma ausencia de códigos divinos y humanos es lo que brilla en la lista de los primeros diez megamillonarios del planeta. ¿O alguien puede explicar que no resulta inmoral retener una fortuna incalculable mientras millones de seres humanos mueren de hambre, de frío y de sed? ¿Puede caber a alguien alguna duda de que se vive en un mundo inhumano cuando la economía, la política y las leyes viven divorciadas de la moral y de espaldas a lo que es justo?

No falta aquella espúrea defensa de la iniquidad que como Pilatos se lava las manos diciendo cínicamente: ¿Pero qué es la moral, si cada quien tiene la suya? ¿No basta con tener las mejores leyes, pero no hay que exagerar cumpliéndolas? Estas interrogantes parecen hechas expresamente para América Latina, donde acaecen los mas altos índices de desigualdad social y donde la prepotente riqueza parace ostentar patente de corso para estar por encima de la ley y de la moral. Pero no nos engañemos. La inmoralidad e injusticia es global, más aun cuando impera una economía de mercado que tiene como eje principal no al hombre sino a la riqueza. Las élites económicas, políticas e intelectuales han perdido autoridad moral justamente por ello. Porque lejos de constituirse en faros del bien común han decantado por convertirse en orfeos del mal general.

La gran pregunta que se impone es idéntica a una de las obras de Lenin: ¿Qué hacer? Salvo por el detalle, nada pequeño, que atañe a la crisis de valores. Nada sería más impudoroso que enlistar una fórmula como solución, como si se tratase de una receta de cocina. Vano sería enrostrar al hombre de hoy que se tiene una gran gama de alternativas éticas. En la reflexión ética contemporánea se habla de éticas analíticas (Moore, Wittgenstein, Ayer, Stevenson), axiológicas (Scheler, Hartmann), existencialistas (Heidegger, Sartre), procedimentales (Apel, Habermas, Rawls), hermenéutica (Gadamer), de la alteridad (Levinas), débil (Vattimo), de la responsabilidad (Jonas), pragmática (Rorty) y sustancialistas (Walzer, Macintyre, Taylor). Pero aquí no se trata de escoger el mejor producto para vivir a sus anchas. Esa es la consumista mentalidad de boutique.

El problema es más hondo y amplio. Por un lado, se trata que nuestro tiempo nihilista tiene que terminar se sorber su copa envenenada; y, por otro lado, también se trata de oponer una activa resistencia a la ola de desintegración moral que nos avasalla. Sin esa resistencia estaríamos viviendo sin queja la presene crisis moral. Pero hay dos formas de resistir: la activa y la pasiva. La pasiva es demagógica, falsa y licenciosa. Ve el mal, lo denuncia, pero inconsecuentemente lo comparte. Tolera el mal pero no el escándalo. En cambio la forma activa no solo no tolera el mal, sino que, a su vez, asume una forma distinta de vivir. Y desde esa base predica con el ejemplo. Eso es lo que falta en el mundo actual: vidas ejemplares.

Pues, de qué vale saber lo que es el mal si no se lleva una conducta buena. No sirve de nada. El Maligno sabe del bien  del mal, pero elige siempre el Mal. El mal es una conducta, no una entidad metafísica. Toda la creación es buena, el mal adviene al mundo por el pecado. Y este punto no es sólo de importancia teológica sino de gran tracendencia moral. Si se quisiera en pocas palabras decir su sentido más profundo habría que sostener que: Sin virtudes de poco sirven los valores.

Pero qué es la virtud. Es el poner nuestra libertad al servicio del bien. Implica un cambio interno. Un cambio en el corazón, diría San Agustín. La práctica hace al maestro, reza un viejo adagio. Y en verdad si la práctica del bien no se vuelve en amor al bien, o sea si no se vuelve en acto gratuito y desinteresado desde el corazón no es moral. Kant, que como un rigorista pietista no llegó a comprender la importancia del amor cristiano, decía que todo acto moral tiene que ser desinteresado, de lo contrario es inmoral. Pero fue Scheler el que dio en el blanco cuando al postular una ética no formalista advirtió que sin amor todo acto moral es incompleto.

En otras palabras, al tratar de responder la interrogante ¿Qué hacer? Lo primero que es necesario advertir, es la necesidad de un cambio interior. Pues ningún cambio externo hace al hombre mejor, solo lo maquilla. Ninguna utopía social funciona si no opera un cambio interior positivo. Pues también hay valores negativos que se introyectan en el interior del individuo. Y ese cambio interior involucra la libertad, la voluntad y la formación de buenos hábitos.

En verdad, la historia del capitalismo del primer mundo es la muestra más palmaria que de nada sirve darle al hombre todas las comodidades materiales cuando resulta empobreciéndolo espiritualmente. Es más, pareciera que existiera una ley invisible según la cual a mayor bienestar material le corresponde un mayor deterioro espiritual, y viceversa. Todo indica que la humanidad necesita de una dosis razonable de sufrimiento para madurar. Pero el capitalismo de bienestar es la demostración de su efecto disolvente sobre la conciencia moral del ser humano. No menos dañino resultó ser para la libertad humana el fenecido comunismo.

Al menos contamos con esta primera verdad: Sin virtudes de nada sirven los valores. Pero de poco nos sirve si no la empleamos de atalaya para columbrar más lejos. Y ciertamente, las virtudes son la puerta de entrada a la objetividad del valor. O sea, los valores no son arbitrarias invenciones humanas –como piensa el formalismo nominalista- sino parte de un mundo más alla del humano y para lo humano. Eso es algo extraordinario porque permite la recuperación de la negada metafísica de las esencias con sus verdades permanentes, trascendentes y eternas. En otras palabras, no hay otra forma de superar el nihilismo disolvente de la modernidad sin superar su metafísica inmanentista. Y así obtenemos una segunda verdad: Sin recuperar la trascendencia de poco sirve la recuperación de los valores. 

Esto puede sonar a añoranza de una nueva Edad Media –título, por lo demás, de una de las obras de maestras del existencialista ruso Nicolás Berdiaev-. Pero nada en la historia se repite y más bien impera la novedad. La dialéctica histórica toma cursos inéditos. En otras palabras, en perspectiva optimista se puede pensar que si predomina la sensatez, evitando de ese modo el riesgo de autoexterminio nuclear, la humanidad recapacitará comprendiendo que vivir un mundo sin Dios es mucho más peligroso y nocivo al convertir el hombre en pequeño diosecillo totalitario, narcisista e idolátrico.

Pues a la luz del daño ecológico y humano de una civilización guiada por la racionalidad funcionalista e instrumental, no sería extraño que la próxima era histórica se caracterice por una más fuerte espiritualidad religiosa. Y así obtenemos una tercera convicción: Sin recuperar la fe no se puede fortalecer la razón en el reconocimiento de las verdades suprarracionales. Lo cual implica no el fin de la ciencia sino del cientificismo, y un renacimiento de las humanidades.

En conclusión, el extravío de los valores en la modernidad nihilista podrá ser superado desde el trípode del: cambio interior, la recuperación de la trascendencia y el reconocimiento de las verdades suprarracionales.

Muchas gracias