EL SENTIDO DE LA VIDA
Y EL SOÑAR DESPIERTO
REFLEXIÓN
FINAL
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
El que conoce el arte de vivir
consigo mismo ignora el aburrimiento.
Erasmo de Rotterdam
No hay duda de que es posible
presentar una filosofía moral desde el punto de vista del materialismo
filosófico, convirtiéndose, de este modo, en expresión fiel de un mundo alejado
del sistema de referencia teológico, metafísico o doxográfico. Este camino de
reflexión filosófico no metafísico, recorrido últimamente por Gustavo Bueno,
que termina aprobando el aborto, igualdad de género, eutanasia y eugenesia, lo
que hace es satisfacer un interés popular, una corriente de opinión imperante,
a saber, que el hombre sin fe, sin Dios y sin religión puede tener un sentido
de la vida. Concebida aquí la verdad en un sentido inmanente tiene la virtud de
potenciar la libertad y el defecto de debilitar la responsabilidad, porque el
hombre entregado enteramente a la potencia de su propio ser no encuentra freno
a su autonomía. Además, no habrá un
sentido de la vida sino que habrá múltiples
sentidos de la vida cuantas subjetividades hay. Lo cual termina haciendo
colapsar a la verdad misma en el relativismo. Esto tiene que ver con la
situación de que el Derecho no sólo absorbe la ética y la moral, sino que ellamisma va delimitando el sentido de la
vida. Sin Dios la vida deja de tener un sentido predeterminado y cobra un
sentido meramente humano, al compás de los propios actos vivientes.
Lo cual es falso, porque el Bien que
Dios revela al hombre no es arbitrio propio, ni limita la libertad humana, sino
que más bien la orienta. Al final la elección siempre será nuestra.
El hombre de la modernidad tardía ya
no tiene sueños, confunde los sueños con las ambiciones, especialmente con las
ambiciones materiales, pero el vivir sin soñar no es vivir, sin sueños la vida
carece de sentido, se torna gris, densa y rutinaria. Jamás en la historia el
hombre ha vivido como ahora una sociedad más antipoética como la presente. La
imaginación es tomada como evasión de una realidad hecha solamente para
acumular dinero. Cuando, por el contrario, la imaginación es el alma nutricia
del lenguaje, la acción, y la existencia humana. La imaginación no es un estado
sino la esencia de la propia existencia humana. Por eso cuando se mutila a la
imaginación de su capacidad para viajar hacia realidades ausentes e invisibles
se mella la propia vida humana. La vida poética no petrifica el ser en la
palabra, sino que vivifica la palabra en el ser. Es un proceso por antonomasia
totalmente contrario al reduccionismo mercantil y consumista que reduce las
cosas a un precio. Pero la poesía es lo invaluable, inconmensurable que revela
la esencia creadora de la vida misma. Se ha olvidado que el objeto no es lo
real sino sólo una vía hacia lo real. Imaginar es viajar al mundo de lo
infinito y muchas veces innombrable, está lleno de imágenes nuevas,
indescriptibles, maravillosas, misteriosas. En la percepción hay imagen
sensible, en la imaginación hay imagen intangible. Por ello, el hombre que ha
estrechado su mirada sólo a la inmanencia encuentra
grandes dificultades para imaginar, porque en la imaginación auténtica toda
inmanencia está unida a la trascendencia. El hombre nace dotado para una visión
imaginaria y la expresión poética, esto es, trae consigo la inspiración para un
ver y un decir maravilloso, poético e imaginario. Hay una inspiración para el ver y hay inspiración para expresar. Pero actualmente ambas
capacidades están seriamente afectadas hasta el límite de la atrofia. Imaginar
y poetizar es rebasar los límites del pensar unívoco, identitario, lógico, y
asumir la fascinación de la armonía de los contrarios, lo mitocrático, es
transfigurar, profetizar. Por eso rebasa lo psicológico y se proyecta
ontológicamente al ser. La autodestrucción del hombre de hoy se puede medir con
su privación de su capacidad para lo irreal. El esquizofrénico tiene alterada
su función de lo real, el neurótico
la función de lo ideal y el psicópata
de lo irreal. Actualmente se
configura una sociedad psicopática donde los hombres ya no sueñan, ni imaginan,
menos aun vuelan con la función imaginante y en su lugar se refugian en el
sucedáneo de la falta de sentido moral. La falta de imaginación afecta la vida
moral porque ella es esencialmente una función de apertura, sin lo cual la percepción de lo bueno y lo malo queda
afectada. Sin ella el ser humano se vuelve más agresivo y violento, más
ambicioso e inescrupuloso, las ciudades se tornan en lugares sitiados por la delincuencia
y las mafias, los cuerpos policiales se militarizan y las fuerzas armadas son
puestas al servicio del orden público. Un mundo que no sueña despierto es un
mundo que se desmorona y el sentido de la vida se extravía. Entonces todos los
sueños son degradados y denigrados al ser puestos al servicio del tener sobre
el ser, donde el hombre en vez de dignidad tiene un precio.
La importancia de soñar despierto es
tan vital como la actividad de soñar dormido, sólo que el soñar despierto exige
tener imaginación, ilusión, esperanza por la cual vivir y luchar. Hoy se toma
como esperanza e ilusión sólo lo cuantificable y empíricamente comprobable, y
esto ha empobrecido la vida. El
empirismo moderno ha terminado por matar la vida, marchitar la utopía y
descabezar el suspiro. La imaginación ha perdido de su horizonte lo inefable e
indecible y la poesía se ha desfigurado
en declamación procaz y antiestética. El mundo requiere ser reutopizado,
repoetizado, pues vivir sin sueños ni poesía no es vivir, dado que es muy
humano vivir porque soñamos y soñar porque vivimos. Soñar es atisbar otra
realidad, más allá del vigor superficial de los sonidos y de las cosas, desatar
la movilidad de un mundo por hacerse y por venir, la propia historia humana
está tejida con las alas de los sueños. Y sin soñar alimentamos el sinsentido
de la vida. Hay que rescatar la importancia del soñar despierto, de la poesía, donde
nos toca al vuelo un soplo de Dios. Dios mismo nos habla poéticamente en la
naturaleza y el hombre ancestral era más susceptible a percibir su teofanía,
pero el hombre de todos los tiempos es capaz de reavivar su actividad porque,
como lo subrayó Kant, es una facultad indesarraigable junto a la sensibilidad y
a la razón.
El sinsentido de la vida se
profundiza en nuestra dramática época nihilista en que la palabra “ser” y
“Dios” están en crisis. La civilización occidental se descristianiza y pierde
su savia nutricia religiosa. El hedonismo, el cinismo, el escepticismo campean
haciendo estragos en las vidas de millares de seres humanos. Pero a pesar de
todo el hombre quiere ser bueno y no se resigna a ser engullido pasivamente por
el Moloc de la deshumanización. ¿Pueden la filosofía o la teología ayudarnos a
salir del hoyo? En realidad, así como la filosofía no está en condiciones de
decir qué es el ser, de modo similar la doctrina de Dios no está en condiciones
de decir quién y qué es Dios, no existe un concepto de Dios, ni siquiera un
concepto cristiano de Dios. Sólo hay un conjunto de elementos para una
concepción remota del ser y una idea de Dios siempre inconclusa, a pesar de la
fuerte tendencia de volver al Dios de la revelación bíblica. Esto se agrava
porque Dios es indisponible, no es manipulable, tampoco se le puede utilizar
como una explicación ni en el mundo de la naturaleza ni en el de la historia.
Su ayuda parece escasa y aleatoria, lo que se concilia con las plegarias no
escuchadas y pone en ascuas la cuestión de la teodicea, especialmente después
de Auschwitz. Y sin embargo, por un lado, la vida humana no cesa de
interrogarse por Dios y por el ser para dar un sentido último al mundo y a su
existencia; y por otro lado, Dios mismo se acerca al hombre a través de su
revelación, muerte y encarnación.
Esto hace pensar que el sentirse
religado a Dios y al ser no es de carácter adjetivo, sino que define la
sustancia espiritual y ontológica del hombre creyente en lo más íntimo de su
ser. Pero así como el hombre puede darle la espalda a su propia esencia del
mismo modo puede mirarla de frente y asumirla y para ello se requiere pasar de
la escéptica hermenéutica de la sospecha –que no simpatiza con Dios- a la creyente
hermenéutica mitizante –que siente el llamado de lo divino-, en la cual juega
un papel fundamental la imaginación, función que devuelve al hombre su vuelo
por el ámbito de lo ideal y lo irreal en el corazón mismo de lo real. La
imaginación deja que la intimidad de lo real –que es ideal o irreal- agite
nuestro ser íntimo. Y entonces es cuando junto a
la finalidad práctica de las cosas se revela la finalidad poética. La finalidad
práctica se corresponde con las cosas de tres dimensiones espaciales y la
dimensión temporal, en cambio la finalidad poética es el espacio íntimo sin
ninguna dimensión, donde la sublimación interna toca los resquicios de lo
eterno. Aquí somos convite de un proceso ascensional desde lo profundo del
abismo de nuestra intimidad. Entonces comprenderemos que no se trata solamente
de la movilidad psicológica de imágenes sino de la movilidad metafísica de
nuestro ser. Es decir, sin retornar a la movilidad de la vida del alma no hay
posibilidad de rehacer el sentido de la vida. Sin caída en el hontanar interior
no hay posibilidad de atisbar la posibilidad de la elevación ascensional. Será
por esto que Cristo vino no por los justos sino por los pecadores. Sin esta
experiencia de descenso y ascenso espiritual no hay posibilidad de poesía,
moral y religión. El camino de descenso puede ser un camino de hominismo –trayectoria horizontal,
cuando no de inclinación hacia abajo- mientras que el de ascenso lo es de humanismo –trayectoria hacia lo alto-.
Así, es común que la vida del hombre sea de descenso y ascenso permanente, sólo
que en la modernidad nihilista se acentúa más la caída que el ascenso, siendo
este proceso algo más allá de lo psicológico o físico y pertenece a lo
metafísico.
Tanto la teología filosófica como la cristiana no llevan hacia el
silencio sobre Dios sino hacia una filosofía real del ser, hacia una metafísica
consecuente que no se diluye en conceptos. El supuesto fundamental de la
filosofía y de la teología es el lenguaje analógico, cuyo peligro es rebajarlo
a lenguaje equívoco o unívoco. Por eso uno de los elementos esenciales de cualquier discurso sobre el ser y
Dios es el carácter analógico del pensar y el hablar. El ateísmo, materialismo
y escepticismo se mueven sólo dentro de un pensar y hablar unívoco, por eso
Dios no tiene cabida en su visión inmanentista. Aquí el sentido de la vida se
despliega dentro del azar o dentro de una estricta determinación de las leyes
materiales. Pero el carácter analógico del discurso no significa que Dios sólo
se muestra como verdaderamente irrenunciable en el conflicto intradivino
trinitario, o sea en una naturaleza con su historia ajena al hombre. Este es el
sentido de la vida de los gnósticos, que quieren verse libres de la materia
corporal y retornar a la naturaleza del Padre uno. Tampoco es una providencia
divina que actúa en el mundo humano sobre objetos menores y sirviéndose del
hombre como instrumento. Este es el sentido de la vida de los tradicionalistas,
que ansían vivir una libertad negativa entregando su libertad positiva a Dios.
En realidad, la razón sin la
imaginación está empobrecida y Dios ha dado al hombre la razón y la fe para
dominar el mundo responsable y positivamente y, en este sentido, su lugar es la
historia de la libertad humana, donde
los hombres no son instrumentos de Dios, sino que ante él todos somos sujetos y fines en sí mismos. Esta es la
nueva imagen de Dios que hace falta para que el hombre una su inmanencia con su trascendencia. Por eso Dios es solidario
con las situaciones humanas angustiosas y, por consiguiente, el sentido de la
vida no es entregar nuestra libertad
a él, sino, actuar con amor por el
prójimo y recibir e implorar su auxilio, como de esa otra persona que tiernamente nos brinda su apoyo, disipando las
tinieblas del sinsentido de la vida.
Lima, Salamanca 15 de Mayo 2012
(Libro: "Vida sin sentido y el olvido de Dios")