ESENCIA FÁUSTICA
DE LA CIVILIZACIÓN TÉCNICA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Todo mal viene con alas y huye cojenado
Voltaire
El hombre de la civilización técnica es la versión en lo espiritual de los grandes tipos humanos de nuestra literatura y nuestra historia.
Comenzó como un Cid guerrero y Campeador, luego fue un Hernán Cortés conquistador de imperios, sin tardanza mudó a Superhombre que pone en crisis a Dios, la moral y la razón, después se trocó en un Tartufo de refinada hipocresía y en un Shylock lleno de repugnante avaricia y usura, para completar su desvarío como un Narciso individualista y egocéntrico. No obstante, si quisiéramos atrapar la esencia más alquitarada de su sino espiritual entonces reluce la figura siniestra y trágica del doctor Fausto.
En el esfuerzo de los comentaristas por descifrar la significación del Fausto, que gracias a la colaboración de la diabólica maldad luce siempre “rejuvenecido”, o sea sin pasado y sin historia, han visto en este héroe el prototipo del ser dominado por la sed de infinito y lo han identificado como la señal distintiva del hombre moderno, y, por extensión, posmoderno.
Y efectivamente, en un primer golpe de vista el prototipo de Fausto parece resumir todos los prototipos humanos anteriores porque siente en su pecho el deseo incontrolado de serlo todo, quererlo todo y tenerlo todo. Exhibe una sobreabundancia de fuerzas propia del superhombre, un egocentrismo propio de Narciso, una sordidez a lo Shylock, la astucia de Tartufo, la ambición de un Cortés y el ánima revuelta de un Cid.
Pero hay algo más misterioso en este personaje de Fausto y es que más allá de querer simbolizar la infinita sed de conocimiento del hombre moderno, en realidad condena la ciencia. Náusea me produce toda ciencia (verso 1749). Por tanto, su sed de conocimiento es sólo un medio subalterno para otro fin. Exactamente lo mismo acontece con el hombre de nuestro tiempo, que idolatra la ciencia sólo en la medida que le proporciona ventajas materiales y útiles medios para su vida de comodidad prosaica. Es decir, su verdadero interés no es el saber por el saber, sino el saber en función de algún útil, un fin práctico. Cuál es ese otro fin. Simplemente la satisfacción sin fin de sus deseos.
Ciertamente que el progreso moderno constituye una desviación artificial de la naturaleza, que más allá de proporcionar todo tipo de lujos y comodidades lo que hace es disparar asintóticamente la rueda infernal de los deseos, sobretodos superfluos. Karen Horney (La neurosis y el desarrollo humano) había destacado que “el Fausto que no está satisfecho con conocer una gran cantidad de cosas, sino que quiere conocerlo todo” representa con su pacto diabólico el fracaso vital que recurre neuróticamente a una fuerza mágica para solucionar sus deseos. Ese invento de una ética del deseo”, la condena del ascetismo occidental, y la defensa de la obscenidad lo podemos ver en G. Bataille (El erotismo).
Efectivamente, es propia de toda aspiración auténtica reconocer la limitación de nuestras posibilidades, es decir, de nuestra finitud, lo cual implica humildad y sentimiento de culpa. En cambio en el hombre fáustico su vida simbólica es meramente inmanente, expurgada de toda trascendencia y toda emoción de pecado. Aquí no hay la imploración de Cristo: “Señor, Señor, por qué me has abandonado”, sino el desafío luciferínico atiborrado de orgullo: “Dios, yo te abandono”.
Sin símbolo trascendente disminuye la conciencia del yo y la capacidad reflexiva, porque el símbolo trascendente tiene la virtud de indicar que el Cogito está al interior del ser y no el ser al interior del cogito. Por eso, sin hierofanía, o símbolo que una al hombre con lo sagrado, es más fácil desarraigar al hombre del corazón del ser y ubicarlo en la irrealidad y la vacuidad. Razón tenía Paul Ricoeur (Finitud y Culpabilidad) en deducir el simbolismo religioso del mal humano.
En cambio, en el caso de la neurosis fáustica se da la presencia del fenómeno contrario, esto es, de verse consumido y devorado por la inquietud sin término porque es incapaz de aceptar su limitación y finitud. Lo cual dibuja a la perfección la orientación espiritual del hombre de la civilización técnica, el que creyendo que sus deseos no tienen límite se ve entregado al remolino sin término de una afectividad descontrolada. Es decir, aquí lo intelectivo está subordinado a lo afectivo sensible, y lo volitivo sufre una profunda falla de su potencialidad. Predominio de lo volitivo que, por lo demás, aparecerá desde el nominalismo de Duns Scoto y G. Occam y será asumido por el protestantismo, pero que se retrotrae a la teoría plotiniana de la absoluta trascendencia de Dios.
En otras palabras, Fausto lejos de encarnar la voluntad infinita en realidad carece de voluntad al verse arrastrado por sus pasiones y deseos. Es un ser que confunde sus necesidades con sus deseos, lo primero tiene límites pero lo segundo no lo tiene. Por eso recurre a la magia de Mefistófeles, que lo rejuvenece, lo vuelve irreal, en un mundo vacuo y lleno de mentira. Fausto simboliza a la humanidad de hoy que está llena de soberbia, carece de paciencia, humildad, principio de realidad, no respeta el ritmo natural, no aprecia la vejez, y vive de prisa, sin apreciar la calma ni la contemplación. Ortega (Historia como sistema) escribió que la dimensión constitutiva del vivir humano “es la prisa”.
Pero bien visto esto se aplica sólo a la vida moderna, que se sometió al tiempo abstracto del reloj, y convirtió el tiempo en productividad, acuñó la frase “the time is money”; pero como bien señaló G. Simmel (Filosofía del dinero) el dinero es le negación suprema de todo valor. Aquí más bien hay que recordar lo escrito por Gracián: “Es de necios la prisa”, como un elogio de la paciencia. Justamente es esto de lo que carece el hombre moderno y posmoderno.
Y por eso, en un gesto vacuo e irreal, masas enteras se entregan en cuerpo y alma a los gimnasios, las cirugías plásticas, dietas, a la acumulación de grados y títulos sin verdadera asimilación de conocimientos, se vive en el estresante y neurótico ritmo de la vida competitiva y deshumanizadora. La acumulación material sin freno ni límite en un desbocamiento de los deseos, es lo consubstancial al sino de la civilización técnica.
Una vida anímica dominada por la idea de eficacia, rentabilidad y productividad no sólo tenía que producir el aumento inaudito de la codicia y el egoísmo, sino, en primer lugar, la insensata excitación de los deseos humanos. Se vive por ello en un mundo hipersexuado, que confunde el amor con el deseo carnal, y desconoce los niveles superiores del amor. Lo cual delineó un hombre anético, sin sentimiento de culpa, sin historia, sin pasado, y con un presente que es asumido como un perfecto futurible.
Este hombre que quiere vivir sin fatalidad, sin reversibilidad temporal, asume su finitud como la verdadera infinitud, donde todo termina siendo arrastrado por el imperio de los deseos, donde la voluntad y la libertad son sacrificadas en el altar de la comodidad, donde la dignidad es abolida por un precio o un salario, y cuya fracaso existencial señala que no es una criatura que puede vivir en el mundo sólo a expensas del mundo, no es una mera inmanencia que pueda dar la espalda a la trascendencia.
Para Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente) el hombre de Oriente y Occidente son dos almas de distinta profundidad metafísica. El de Occidente es antropocéntrico, tiene sed de inmortalidad, asume la vida como única y tiene sed de ser. En cambio el de Oriente tiene sed de no ser, cree en la reencarnación, aspira a la nada y es cosmocéntrico. Sólo que en esta aguda descripción habría que tener cuidado de identificar la sed de ser de Occidente con la sed de infinito del alma fáustica. Porque al final la fausticidad se diluye en un no ser de deseos que dan la espalda a la característica peculiar del hombre occidental. En otras palabras, mientras el hombre prometeico de Occidente va tras la llama del conocimiento para dominar el mundo pero sin perder su alma, en cambio el hombre fáustico del Occidente finisecular y decrépito va tras el dominio del mundo sin importarle extraviar su alma.
En una palabra, la esencia fáustica de la civilización técnica consiste en el inmenso empeño por entregar su libertad a poderes ajenos y extraños, es símbolo de un infrahombre sin meta espiritual y sin descanso, y revela que la aparente grandiosidad artificiosa es el culmen de su fracaso consigo mismo, la naturaleza y Dios. Ahora se comprende la necesidad de salir de su devastadora influencia y emprender el cambio del ideal civilizatorio.
Lima, Salamanca 08 de setiembre 2012