QUIEN PERMANECE
EN EL AMOR
PERMANECE EN DIOS
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
Son numerosos los pensadores actuales quienes hablan de que vivimos en el presente en una sociedad amoral (Peter Sloterdijk, Luc Ferry, Javier Gomá, Zygmunt Bauman, Benedicto XVI, Comte-Sponville, Luigi Giussani, Hans Kung, Niklas Luhmann, Fernando Savater, Adela Cortina, entre otros). Por mi parte propusé hace algunos años la categoría antropológico-filosófica del hombre anético, el cual no distingue el bien y el mal y se siente con derecho a determinar lo bueno y lo malo según sus necesidades. Al propio hombre común le caben pocas dudas sobre la instalación cotidiana de la sociedad de la amoralidad donde se efectúa la malignización del bien y la desmalignización del mal. En una palabra, la pérdida de valores exhibe impúdicamente su patente de corso en la actual sociedad globalizada. La gran pregunta filosófica que golpea nuestras testas y que se deriva de la presente crisis ética es: ¿Es posible emprender la formación de una sociedad de valores en medio de una época de la Modernidad que se funda en la relativización de la verdad? Veamos.
En el mundo antiguo Aristóteles considera a la justicia como la virtud por excelencia porque mientras las otras virtudes se limitan a perfeccionar al ser humano, la justicia ordena al hombre en su relación a los demás (Ética nicomáquea, libro V, p. 1). En el cristianismo sin el amor las virtudes no son perfectas, entonces con cuánta razón afirma Tomás de Aquino que el amor es forma de todas las virtudes (S. T., II-II, q. 23, a 8). Sin amor no puede haber buena vida.
En el mundo antiguo Aristóteles considera a la justicia como la virtud por excelencia porque mientras las otras virtudes se limitan a perfeccionar al ser humano, la justicia ordena al hombre en su relación a los demás (Ética nicomáquea, libro V, p. 1). En el cristianismo sin el amor las virtudes no son perfectas, entonces con cuánta razón afirma Tomás de Aquino que el amor es forma de todas las virtudes (S. T., II-II, q. 23, a 8). Sin amor no puede haber buena vida.
Esta diferencia
normativa está señalada por una profunda diferencia metafísica. Nos explicamos.
La tesis ontológica de la tradición clásica antigua concibe un agón cósmico que corre hacia lo divino,
el premio es la participación en la esencia y la posesión del saber. Es decir,
la esencia del amor antiguo no ama sino simplemente atrae.
En cambio, como
señala Max Scheler (El resentimiento en
la moral, III), el cristianismo invierte el sentido del amor antiguo
(aspiración de lo inferior a lo superior), ahora lo superior desciende a lo
inferior para hacernos igual a Dios. Y es que en el cristianismo, Dios no tiene
sobre sí ningún logos sino que debajo
de su acto amoroso está el logos.
Por el contrario,
en Heidegger –como en los griegos- el agón cósmico corre hacia lo divino,
porque el ser no desciende sino que asciende, no hay acto creador sino
únicamente participación. En Heidegger el ente aspira del no-ser al ser.
La postura
heideggeriana es un aparente retorno al paganismo griego pero en realidad está
íntimamente enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en sí la renuncia
al ser y su reemplazo por lo óntico. El extravío metafísico heideggeriano está
más próximo al panteísmo, donde no hay amor de Dios al hombre sino de Dios a sí
mismo. Salvo por un detalle muy significativo, en Heidegger el Ser no es Dios,
sino que es un Supra-ser que está por sobre todo lo divino. Heidegger no se
interesó por la ética pero su postura ontológica está más relacionada con el
amor ilimitado del ethos chino e índico, que con el ethos ascético del
cristianismo primitivo, el ethos del amor a Dios y al mundo de la Edad Media.
Pero el Ser
heideggeriano no es trascendente, sino inmanente, el ser es el tiempo, está en
el mundo, es el fundamento del mundo, no es el ente creador ni el ente creado,
sino el supra-ser que fundamenta lo existente. En su ateísmo no es Dios el que
hace posible que exista el ente y en su última etapa de mitologización del ser
éste ocupa el lugar de lo divino en el sentido que no puede entenderse, ni
describirse, sólo evocarse.
Esta postura
heideggeriana donde el ente aspira del no-ser al ser, el ser no desciende más
bien asciende, no hay acto creador y se problematiza la existencia como
nihilidad, está íntimamente enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en
sí la renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Heidegger refleja la
filosofía moderna donde el ser no es Dios ni una substancia cósmica, es más
bien un ontologismo puro del ser indeterminado como funcionalismo de la
realidad fáctica.
Efectivamente,
el funcionalismo de la realidad fáctica es la pauta que marca el paso del mundo
moderno y hace imposible una vida valorativa ascendente. En este sentido la
virtud por excelencia es la eficiencia y el valor supremo la utilidad. Como la
vida espiritual luce extinta entonces los valores y virtudes que se exigen y
priorizan no tienen que ver con el perfeccionamiento del ser humano y la vida
buena, sino con el acrecentamiento de la vida material y el perfeccionamiento
de las prótesis tecnológicas.
Del mismo modo
como en el mundo moderno la justicia antigua se supedita a una inversión del
valor y de las virtudes, lo mismo sucede con la virtud del amor, el cual es innecesario
para los valores y virtudes imperantes. La médula del ethos moderno es la
comunidad en el egoísmo, donde el ser real es valorado individualistamente. En
Occidente la unificación afectiva sigue siendo activa pero limitada a los
valores materiales, en contrapartida el escapismo cultural es asumir la unificación
afectiva pasiva de Oriente, donde el ser real es valorado negativamente.
De este modo la
teoría ética del ejemplo (Javier Goma, Ejemplaridad
pública, Madrid 2009) no puede prosperar en un medio donde lo humano está
desvalorizado y subordinado a una inversión valorativa profunda. Ni la fuerza
del ejemplo ni la redefinición de la virtud son suficientes para revertir el
proceso descomunal del espíritu decadente de la modernidad. Hace falta algo más
profundo y que tiene que ver con el esquema metafísico del contexto histórico.
Es cierto que
el hábito modifica el carácter y también es verídico que la virtud es el hábito
de optar libre y racionalmente por el bien, pero también es cierto que las
instituciones sociales o la educación inintencional tienen un peso gravitante
en momentos en que el individuo vive extravertido en un horizonte
sanchopancesco, habiendo reducido al mínimo su vida interior.
En la
modernidad el carácter y la virtud son modelados desde tres movimientos
poderosos que los perfilan, a saber, la desaparición de la imagen organológica
del mundo, el triunfo del mecanicismo y la apoteosis del antropomorfismo (ahora
llamado “antropocenio”). Estas fuerzas han impulsado en el individuo la
inversión de los valores y de las virtudes y han sido los encargados de la
liquidación de los valores superiores.
Si a estas
fuerzas le sumamos el impacto espiritual del protestantismo entonces
entenderemos la pendiente descendente y acelerada en la que se encuentra el
decadente mundo occidental.
El protestantismo
con su teoría del servo arbitrio es el principal responsable de la eliminación
del amor al prójimo, el rebajamiento de la naturaleza, la abolición de la
espiritualización del eros, el repudio del monaquismo y el amor burgués.
Sobre este
suelo de tramonto ha brotado el poshumanismo, el cual se profetiza la simbiosis
del hombre con la máquina, la superioridad al cabo de la máquina misma y la
sustitución de la misma humanidad por máquinas con chips deliberativos y
dotados de libertad. Esta muerte de lo humano es producto mismo del hombre,
pero de un tipo peculiar de humanidad, aquella que está supertecnologizada y
seducida por la tecnología. Los valores y virtudes de los artificios libres
serán racionales pero diferentes a los requeridos por el hombre, porque deben
responder a la exactitud de la razón funcional sobre la profundidad de la razón
substancial.
Todo esto
significa que el deterioro ecológico, ético, económico, político y cultural
actual, tiene que ver con un giro metafísico que está en la raíz del mundo
moderno, a saber, la reducción del ser a lo óntico y a lo fáctico mensurable
como lo único válido. Lo cual presidió la negación de las verdades eternas, inmutables,
trascendentes, de los valores y virtudes superiores para poner en su lugar
valores y lo fugaz y efímero, el evento, y virtudes práctico-utilitarias.
Sólo el
hundimiento de este mundo materialista y desespiritualizado y su reemplazo por otro
que retorne al objeto, al ser y a la existencia, será capaz de hacer salir a la
humanidad del naufragio definitivo de la trascendencia. Mientras nadie conozca
la hora del apocalipsis escatológico todos tenemos la misión histórica y el
deber moral de luchar por un mundo verdaderamente fraterno y lleno de amor.
Porque como
reza el Evangelio: Quien permanece en el amor, permanece en Dios. El amor es la
cumbre de todas las formas del valor y de la virtud superior y es el acto moral
por excelencia que nos lleva hacia la trascendencia.
Lima, Salamanca
29 de diciembre del 2015