miércoles, 11 de enero de 2017

ESENCIA DE MÍSTICA CRISTIANA EN ERA SIN DIOS

ESENCIA DE MÍSTICA CRISTIANA
EN LA ERA SIN DIOS
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Lo que distingue a la mística del cristianismo es la Encarnación. La teología de la encarnación santifica el mundo material y lleva al amor al prójimo. Es por eso que también fue una de las más poderosas bases del desarrollo de la ciencia en occidente. No obstante, en la Era sin Dios el mundo material en vez de santificado es instrumentalizado, la encarnación ha sido olvidada y la ciencia se ha desprendido de su base metafísica para sostenerse sobre un estrecho empirismo de nefastas consecuencias culturales.

Si en San Pablo el amor es la palabra clave de la unión mística y la ascesis es para disciplinar el cuerpo y no para provocar éxtasis, en cambio con Descartes el amor es una pasión del alma que debe ser domesticada para el buen uso de la propia libertad, y ya no es la fe la que da confianza en la razón, sino es la razón la que da confianza en la fe. Descartes era un fiel católico pero su metafísica socavó la idea de Dios, impulsó la teología natural del deísmo y su mecanicismo llevó a prescindir de Dios.

El descrédito de la fe dio un paso más profundo con Kant, en cuya filosofía crítica lo fenoménico no prueba la existencia de lo nouménico. A partir de aquí sólo quedó un universo físico totalmente mecánico, hasta que con la nueva física ésta también fue barrida. Sobrevivió su aceptación del método científico y de la razón.

La consecuencia de todo ello fue que la filosofía racionalista y empirista reformó profundamente los espíritus modernos mediante el reemplazo del sentido análogo del ser por el sentido unívoco del ser. Esta será la piedra de toque del ateísmo contemporáneo para establecer una oposición entre la existencia de Dios y del hombre.

La idea hegeliana de que el hombre se aliena mientras no se reconozca como absoluto, autónomo y autárquico tiene su punto de arranque en el equívoco ontológico de la univocidad del ser. El sentido unívoco del ser –muy característico del panteísmo- no comprende la existencia de Dios y coloca a las dos existencias en el mismo orden. Pues, un Dios trascendente no aliena a su criatura, ni degrada al hombre como cosa u objeto. El hombre es libre pero no absolutamente, de muchas cosas es un ser dependiente.

Así, cuando San Juan enseña que sin amor mutuo no hay auténtica mística cristiana, y en ello nos auxilia el Espíritu Santo, y cuando San Agustín sostiene que la mística del martirio de Esteban hizo posible a Pablo, sus afirmaciones sólo tienen cabal significado dentro del sentido analógico del ser, donde la distancia entre Creador y criatura se mantiene y no se suprime.

En cambio, el sentido unívoco del ser conduce hacia la divinización atea del hombre, la cual madura con la descomposición del hegelianismo. Si el cristianismo deja intacta la frontera entre lo divino y lo humano, la mística de la India hace que lo divino y lo humano tengan la misma substancia, y la mística de la modernidad se queda tan solo con la substancia de lo terrenal y humano. Si la ascesis cristiana busca disciplinar el cuerpo, la ascesis oriental busca deliberadamente provocar éxtasis, y la ascesis moderna exacerba el éxtasis de los sentidos. De ahí que en la modernidad secularizada y de la increencia se busque provocar una experiencia mística a través de las drogas, alucinógenos y música. Y esto es así porque se confunde el superconsciente estado de éxtasis con el subconsciente estado de trance.

Cuando Juan escribe su evangelio había ya aparecido la herejía ebionita, que negaba la divinidad de Cristo, y la doceta, que negaba la naturaleza humana de Cristo. Cuando en nuestra Era sin Dios campea a sus anchas el sentido unívovo del ser, asumiendo un realismo donde el mundo tiene significado exclusivamente inmanente, entonces se olvida la diferencia radical entre la naturaleza humana y la naturaleza divina. Si bien esto no impide la unión perfecta con Dios en la eternidad, sin embargo se constituye en un serio obstáculo para la unión con Dios en la temporalidad histórica.

Así, Sartre asume hasta el final la muerte de Dios. El hombre está solo con su libertad, cada momento tiene que elegir y disponerse dentro de sí dentro de un proyecto. En esto consiste su responsabilidad, aceptar su desamparo metafísico radical en la contingencia absoluta e irremediable gratuidad del ser. Y este descaminador guión es mantenido por el estructuralismo, posestructuralismo, analíticos, posmarxistas, modernistas y posmodernos.

Pero veamos con más atención el argumento sartreano. Para Sartre la creación ex nihilo no explica el surgimiento del ser porque lo hace desvanecerse en la subjetividad divina. El ser en sí resulta inexplicable por la creación. El ser no deriva de lo necesario ni de lo posible. Si Dios existe se trata de una conciencia cuya esencia implica la existencia, es decir, exige el ser.

He aquí donde estriba el craso error de Sartre y de la filosofía moderna. Suponer que la conciencia o mente de Dios opera con las mismas características de la conciencia humana es quedar atrapado en las redes del sentido unívoco del ser.

En primer lugar, el ser de Dios no es el ser de la creación. El ser de Dios es eterno, infinito y necesario, mientras el ser de la creación es finito, contingente y temporal. En segundo lugar, la subjetividad divina no es como la subjetividad humana. Por tanto, no se trata de una conciencia cuya existencia implica la existencia ni la esencia del ser en sí. Al contrario, se trata de una existencia cuya esencia no implica la existencia del ser en sí, en rigor, no implica la existencia de nada, de ninguna esencia. Dios es la fuente de toda existencia y realidad, es el Ser por excelencia. Por eso, el Ser es eterno, la existencia es temporal y la realidad es instantánea. Y en tercer lugar, el fenomenalismo en el que se encuentra encerrado Sartre y toda la filosofía moderna lo obliga a afirmar que ni el ser del fenómeno actúa sobre la conciencia ni la conciencia puede actuar sobre el ser. Lo cual también es falso. Entre el ser de la conciencia y el ser del fenómeno existe una interrelación que posibilita la realidad y el conocimiento.

Es decir, Sartre y con él todo el fenomenalismo contemporáneo no comprendió la diferencia sustantiva que debe haber entre el ser divino y el ser creado porque empobreció la metafísica repitiendo el principio moderno del sentido unívoco del ser. Pues, el ser transfenoménico del ser y de la conciencia son creaciones de Dios. El soslayamiento del sentido analógico del ser y el imperio del sentido unívoco del ser ha ido de la mano con la subestimación del estudio de la filosofía medieval en las universidades -a pesar de los notables aportes de los especialistas-, el auge del materialismo, la técnica y el nihilismo. Una variante sesgada del sentido unívoco del ser lo representa, por ejemplo, la interpretación panteísta de la religión andina. 

Borrar de un plumazo veinte siglos de pensamiento cristiano sin una investigación seria y sólo en virtud de una opción pueril a favor del racionalismo materialista, el empirismo dialéctico o del pragmatismo lingüístico, sólo lleva a hacer del hombre el ser supremo para el hombre, postura donde se anida la absurdidad, amoralidad, el sin sentido del valor, el ideal y el fracaso antropológico metafísico de una metafísica inmanentista, que negó el absoluto trascendente mediante el reemplazo de la analogicidad del ser por la univocidad del ser.

Pero la más terrible consecuencia a nivel de masas de la actual Era sin Dios es que mediante la negación de la esencia de la mística del cristianismo, es el hombre deviene de animal religiosum en animal odiosum. La religión es un hecho histórico y un factor místico. La era de los mártires así lo demuestra. Ignacio de Antioquía habla del martirio como muerte u ofrenda sacrificial, de una mística de la sangre de Cristo y en el martirio se ven iluminaciones intelectuales. San Policarpo, obispo de Esmirna, escuchó una voz en el cielo que le dio valor en el martirio. Otros mártires sintieron el martirio como comunión con Dios. Perpetua y Felicidad sintieron el martirio como experiencia mística. Clemente de Alejandría valoró el matrimonio para alcanzar cimas místicas. Orígenes vio el martirio como el otoño del camino místico.

En cambio, en la presente era secularizada el glorificar, agradecer, confesar y pedir acontece en un plano horizontal y ante ídolos terrenales que exacerban el odio humano. Así, los abusos de la Inquisición quedan sin punto de comparación ante la barbarie genocida de los tiranos modernos (Stalin, Mao, Hitler, Pol Pot, Batista, Stroessner, Videla, Pinochet) y las aventuras guerreristas del imperialismo colonial y postcolonial (Vietnam, Irak, Afganistán, “primavera árabe”, Siria). Así vemos un Premio nobel de la Paz con más guerras en su haber (Obama). Los ídolos seculares han llegado al extremo de incentivar los angelismos y fundamentismos religiosos  (Al Qaeda, Isis, etc.) con fines políticos. Con ello pervierten la esencia de la religión. Religión viene de religere o esfuerzo y religare o unión. Pero al manipularla distorsionan su racionalidad no instrumental, ontológica y trascendente de la existencia humana.

Para Metodio la castidad es la mejor preparación para la vida gloriosa de la inmortalidad. Para San Atanasio en la vida mística el hombre se encuentra de nuevo en su verdadero estado natural, sin pecado del primer hombre. Atanasio escribe la vida de San Antonio y por su escrito se conocen las tentaciones del santo, su vida separada del mundo, su lucha contra el demonio y finalmente el derrame de su vida mística sobre los demás. El Pseudo Macario habla que el alma debe insistir más allá de los dones de curación y los éxtasis hasta lograr la unión perfecta con Dios. Evagrio Póntico dentro de un angelismo peligroso habla de la virtud como medio para alcanzar la contemplación. Y para Gregorio de Nisa sólo el hombre y no el cosmos ha sido hecho a imagen de Dios y por eso puede encontrarse con Dios. La vida mística restituye al hombre su vida perfecta que tenía en el Paraíso.

Lo cual muestra que el hombre no es un microcosmos sino un megacosmos, misterioso punto de encuentro y diálogo religioso con Dios. Nuestra creaturidad temporal terrestre se empina hacia la eternidad intemporal por nuestra naturaleza muldimensional: óntico-mística, dogmático-doctrinal, ético-práctica, deseo de Dios, cosmos participa de nuestro destino, angélico-demoníaca, inmanente-trascendente y eterno-temporal.

Esto explica que el rechazo de la religión en la era sin Dios es de índole mórbido, porque su escepticismo y amoralismo radical está más cercano a la neurosis de la civilización actual. Lo que vemos actualmente en Occidente es el fracaso de una civilización sin fe en lo absoluto trascendente y encarnado. El imperio absurdo de lo puramente inmanente desemboca en un sinsentido de la vida, donde nada tiene valor y se embriaga de poder un beodo ser para sí.

La era sin Dios sufre de fealdad espiritual, y por eso no soporta ser contemplada en su ser sino en su tener. Pero su sobrevaloración del tener es en el fondo una aversión al ser y una glorificación luciferina de la nada. Ya no hay combate por la alcanzar la cumbre de la perfección mística sino por lograr la mayor acumulación material. El movimiento anagógico o de ascenso del espíritu ha desaparecido. La encarnación fue vaciada de toda trascendencia y con ello el énfasis en lo comunitario sólo da lugar a una ética de situación, centrada no en principios sino en lo coyuntural e inmediato. Si para el gran Papa Gregorio Magno la experiencia mística es de luz, para los hombres de hoy es de oscuridad y tinieblas en el frenesí de lo momentáneo y sensorial.

La mística oriental de un Pseudo-Dionisio no enseña un éxtasis de amor sino de conocimiento. Para Máximo el Confesor la vida mística es entrar en la divina oscuridad. En Juan Clímaco la espiritualidad es angelismo, desprecio al cuerpo e indiferencia al prójimo. En Hugo de Saint Victor la fe aumenta el conocimiento. Para Ricardo de Saint Victor la contemplación es superior al conocimiento y a la meditación.

Todos estos análisis de la experiencia mística cristiana buscan demostrar que la unión con Dios no es identidad sino participación desde la teología de la encarnación. En cambio la era sin Dios pone énfasis en la unión con el mundo mediante la voluntad de poderío. Encarnación y trascendencia han sido pospuestas y lo único que reluce es una pasión inútil por lo contingente sin sentido trascendental. La rechoncha y torpe era sin Dios ha volcado su mirada narcisistamente sobre sí misma para confiar en la industria y la técnica su propia ilusa redención.


Lima, Salamanca 11 de Enero del 2017