¿BUSCAR A DIOS CON SABIDURÍA Y SIN AMOR?
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
En la presente época de decadencia espiritual, la era
sin Dios se regodea jactanciosamente de su propia sabiduría instrumental hasta
llegar a sentir que la caridad es totalmente prescindible. Recordemos que uno
de los principales dogmas del credo neoliberal global es dejar los servicios
sociales en manos del mercado. Después de cuatro décadas de esta práctica
monstruosa el resultado ha sido el aumento estrepitoso de la desigualdad social
en todo el planeta. Se asumió en cuerpo en cuerpo y alma la principal enseñanza
de Bernard Mandeville en su obra La
fábula de las abejas, a saber, los vicios privados como el egoísmo y la
lujuria hacen la prosperidad pública. En semejante contexto buscar a Dios
resulta de un fariseísmo tal que sólo se condice con una cínica ética de
situación.
Pero el mundo occidental no siempre fue así. En el
siglo XII se completó la cristianización de Europa y se dejará escuchar la voz
luminosa de un San Bernardo (1090-1153), un Guillermo de Saint-Thierry (c.
1085-1148), los Victorinos Guillermo de Champeaux y Hugo de San Víctor (m.
1142) y las monjas Hildegarda de Bingen (1098-1179), Matilde de Magdeburgo
(1210-1297) y santa Gertrudis (1256-c. 1302). El mensaje común que une a todos
estos místicos visionarios es la presencia del Verbo en el corazón, Dios dentro
de uno, la triple vía (devoción sensible, devoción sin imágenes y oración
espiritual) para despertar el ojo del espíritu o acies mentis, los tres niveles (pensar, meditar y contemplar) para
ensanchar el corazón y sufrir por la gloria de Cristo.
En otras palabras, la experiencia de la primera Edad
Media es fundamental porque coloca la imagen de Cristo sufriente en el centro
de la reflexión, enfatiza que ver a Dios no es contemplar la esencia divina
sino sentir su presencia en el alma. Y este sentimiento es imposible si sólo se
trata de conocimiento y sabiduría, cuando no de amor especialmente. Esto es, la
unión con Dios es una experiencia de amor, donde la intuición intelectual
escucha la voz del corazón.
En contraste, en el siglo XX y XXI se completa la
descristianización del mundo occidental mediante la secularización de la vida ética-cultural
y ya no sólo de la vida jurídico-política. Autores como Philippa Foot,
Elizabeth Anscombe, Peter Geach, Bernard Williams, Gadamer, Ricoeur, MacIntyre,
Taylor, Martha Nussbaum y Vattimo, se contentan con plantear una ética de
virtudes capaz de presidir una sabiduría práctica y concreta. En otras
palabras, la voz interior que despierta la virtud queda limitada a un horizonte
inmanente y despojado de su dimensión trascendente y unida a Dios.
Es decir, el mundo securalizado de la era sin Dios ha
desembocado hacia la recuperación de la sabiduría práctica mediante una ética
de las virtudes regida por el sentido unívoco del ser. Por ello, sin la
recuperación del sentido analógico del ser –que diferencia el ser del Creador y
el ser de la criatura- dicha superación analítica y posmoderna de la ética es
ilusoria, porque no cree que la autognosis lleva automáticamente a la vida
ética sin suprimir el fundamento empirista e inmanentista de la metafísica
instrumental de la modernidad.
No hay duda que se trata de una fórmula impotente y
superficial para resolver la presente crisis moral. La crisis moral no es sino
la punta del iceberg que tiene su origen en el fundamento metafísico que
preside la civilización moderna. La primera Edad Media resulta valiosa porque
incide que la sabiduría sin amor no salva, sino pierde y extravía. La voz
interior con sabiduría, virtud y contemplación se descarría sin amor en el
corazón. Y esto es justamente lo que padece el hombre en los tiempos actuales.
Individualismo, liberalismo y subjetivismo no son sino los síntomas de la falta
de amor y del exceso de sabiduría. Lo que hace falta es ir al corazón mismo del
problema, esto es, su basamento metafísico.
Y es que el hombre no puede recuperar al amor para
presidir su sabiduría si antes no recupera el sentido analógico del ser. A
través de éste la razón humana recupera su eje y rectifica su exceso de
autonomía. No puede haber connaturalidad con las cosas divinas sin caridad y no
puede haber caridad sin amor a Dios. Justamente su extinción es lo que promueve
la falta de solidaridad con el prójimo y la realización de los actos más
bárbaros en contra de la humanidad.
La ética de la virtud es un buen ejemplo de la
insuficiencia y limitación de la iluminación racional sin la ayuda de la
revelación sobrenatural. El don de la sabiduría es importante pero insuficiente
si no va presidida por la caridad. Y esta sea quizá la principal lección de las
órdenes mendicantes del siglo XIII. Así, santo Tomás de Aquino subrayó que
aunque la cotemplación es superior a la acción lo mejor es su combinación para
la salvación del prójimo. San Buenaventura enfatizaba que es la gracia y no la
razón la que explica la deificación. Raimundo Lulio concede gran importancia a
la razón en la vida mística pero coloca al amor como el lazo supremo que une al
hombre con Dios. Y Angela de Foligno pone a la experiencia mística como el
ápice del crecimiento en virtud.
En los tiempos modernos de gran apostasía existen
formidables fuerzas que impiden la práctica de la caridad, obstaculizan las
vocaciones místicas y sobredimensionan la soberbia del saber. Con ello la búsqueda
de Dios queda soterrada pero no eliminada. El deseo humano de unirse con Dios
es ineliminable, puede ser obscurecida, pero en la voz interior resuena el
llamado de lo divino. De poco sirve la autognosis prescindiendo de la
revelación. Ella es un hecho histórico salvífico que hay que asumir para
dirimir nuestro destino.
Es tarea del saber –mediante la recuperación del
sentido analógico del ser- y del amor –mediante la salvación del prójimo-
romper el sortilegio de la secularización, tanto en la teoría como en la
práctica, yendo a la raíz metafísica de la modernidad como lugar donde radica
la deformación egolátrica imperante.
Lima, Salamanca 21 de enero del 2017