Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
¡Si eres el Hijo de Dios entonces baja de la cruz! le espetaban los incrédulos a Jesús en el Gólgota. No entendían que la Verdad crucificada por las fuerzas de este mundo significaba la libertad del alma humana. La Verdad divina no vino llena de poderío y triunfante sino humilde y humillada. Por eso la Iglesia que ha empuñado la espada de César, con su organización jurídica y dogmas racionales, está distante a la lógica de humildad de la verdad crucificada. El Papa Francisco deberá no sólo increpar a los obispos, sino desmontar toda la parafernalia del Anticristo que está encaramada en el Vaticano.
La tragedia de nuestro tiempo es que el hombre ya no cree ni en la naturaleza, ni en el hombre ni en Dios. Esto se traduce que no cree en Jesucristo ni como Dios ni como hombre. El relativismo aunado al antihumanismo es el crepúsculo luciferino de una civilización que declina invariablemente. Hoy prima el hombre natural sobre el hombre espiritual. Y así sólo es seducido por bienes ilusorios. El hombre rodeado de lo relativo y fugaz, sólo es capaz de crear lo bello y amar la verdad cuando cree en lo absoluto y eterno. Pero lo sensual, frívolo y superficial se ha apoderado principalmente del alma del alto clero. Así vemos estupefactos la codicia, la avaricia, la lujuria y demás pecados capitales instalados en el corazón mismo del Vaticano. Horrorizados nos enteramos de aquel cura pedófilo español que tenía vídeos sexuales con bebés. Y en este marco un Papa como Francisco tiene que afrontar la profecía del final de los tiempos y proceder como Jesús arrojando toda la escoria fuera del Templo.
De todas las frases vertidas por el Papa Francisco en el Vaticano quizá la de más profundidad y repercusión sea aquella como ésta: “Prefiero una Iglesia herida, sucia y hambrienta, que rica y poderosa”. No menos importante fue cuando visitó el garaje del Vaticano y quedarse pasmado por los lujosos Mercedes Benz al servicio de los prelados. Esto lo llevó a admitir la escandalosa corrupción en el Vaticano y a reducirse a un modesto auto utilitario eléctrico.
La tragedia de nuestro tiempo es que el hombre ya no cree ni en la naturaleza, ni en el hombre ni en Dios. Esto se traduce que no cree en Jesucristo ni como Dios ni como hombre. El relativismo aunado al antihumanismo es el crepúsculo luciferino de una civilización que declina invariablemente. Hoy prima el hombre natural sobre el hombre espiritual. Y así sólo es seducido por bienes ilusorios. El hombre rodeado de lo relativo y fugaz, sólo es capaz de crear lo bello y amar la verdad cuando cree en lo absoluto y eterno. Pero lo sensual, frívolo y superficial se ha apoderado principalmente del alma del alto clero. Así vemos estupefactos la codicia, la avaricia, la lujuria y demás pecados capitales instalados en el corazón mismo del Vaticano. Horrorizados nos enteramos de aquel cura pedófilo español que tenía vídeos sexuales con bebés. Y en este marco un Papa como Francisco tiene que afrontar la profecía del final de los tiempos y proceder como Jesús arrojando toda la escoria fuera del Templo.
De todas las frases vertidas por el Papa Francisco en el Vaticano quizá la de más profundidad y repercusión sea aquella como ésta: “Prefiero una Iglesia herida, sucia y hambrienta, que rica y poderosa”. No menos importante fue cuando visitó el garaje del Vaticano y quedarse pasmado por los lujosos Mercedes Benz al servicio de los prelados. Esto lo llevó a admitir la escandalosa corrupción en el Vaticano y a reducirse a un modesto auto utilitario eléctrico.
También sus salidas a pie para
realizar visitas son un verdadero dolor de cabeza para su seguridad personal. O cuando afirma que el deber del cristiano es participar en política. Rechazó igualmente calzar los famosos zapatos rojos. Y no menos importante que
rechazar lujos y ostentaciones es su actitud de asistir con su presencia y
materialmente a los afligidos de terremotos, a los pobres, gitanos, con sus
visitas in situ, que deja muy mal parados a los cómodos purpurados egoístas.
Todo esto llevó al sector más recalcitrantemente
conservador e integrista del catolicismo a emprender una campaña contra el
valiente Papa argentino para tildarlo de “comunista”. Ya los libros de
Gianluigi Nuzzi “Vaticano S.A.” (2012) y Emiliano Fittipaldi “Avaricia” (2015)
habían revelado las escandalosas fortunas ilegales que ostentaban los
purpurados de la Santa Sede. Lo que ha llevado al Papa Bergoglio a reformar la
Iglesia empezando por nombrar a nuevos cardenales y clérigos combativos para
salir de su solitaria lucha contra las lacras del imperio financiero de la
Iglesia.
Pero la tarea de luchar contra la
corrupción, la avarica y la pedofilia está llena de obstáculos. No sólo son 207
cardenales, más de cinco mil obispos y cerca de medio millón de sacerdotes los
que componen la Iglesia Católica, sino que hay algo más profundo y es de índole
moral. Sin ascetismo religioso, que somete lo inferior a lo superior, es imposible detener la caída del espíritu, impedir que se siga corroyendo la libertad y la creatividad, y el desarrollo de la personalidad se vuelve imposible. Estamos sumidos en una era de descomposición de las fuerzas creadoras del espíritu. El humanismo renacentista degeneró en individualismo, pero el individualismo es la ruina de la persona, la vacuidad vital, la supresión de valores sobrehumanos y la libertad falaz que concluye negando al propio hombre tras negar a Dios. En una palabra, el hombre contemporáneo se ha quedado sin base espiritual por la ruptura con su centro religioso. Llega así a un estado de agotamiento y de quiebra espiritual, pero rodeado de peligrosísimas tecnologías de autoaniquilación masiva que pueden hacer sonar en cualquier momento las campanas del holocausto apocalíptico.
Efectivamente, y con esto volvemos
a las palabras iniciales del Papa en este artículo. Se trata de que la moral de
la Iglesia esté sumisa a la moral oportunista del mundo burgués. Y es que el
gran pecado reside en que la moral tradicional del mundo cristiano no ha sido
creadora sino conservadora. La Iglesia alabó siempre las virtudes negativas de
la humildad, la abnegación y la continencia, y silenció las virtudes positivas como
el coraje, la nobleza y el honor. El resultado fue una religión de obediencia
en vez de una religión de amor. El mensaje evangélico de Jesucristo fue
distorsionado por el peso de una burocracia eclesiástica obsedida por el poder
y el dinero. La religión de amor fue pervertida en una religión de obediencia. Y bajo su sombra han prosperado en el Vaticano los fraudes financieros, la evasión fiscal, la hipocresía, el lobby gay eclesiástico, la pederastia, el homosexualismo y el latrocinio. Toda una guarida de ladrones y perversión evidenciado en los casos más abominables de abuso infantil y encubrimiento sistemático del alto clero.
El excesivo énfasis puesto en la
obediencia por los Padres de la Iglesia al final sólo fue beneficioso para una
moral económica, para el Estado, la familia y la ciencia. El cristiano tenía
que obedecer antes que pensar creadoramente. Esto se convirtió en un pesado
fardo que consagró la moral canónica oficial. La obediencia como prueba
impuesta al hombre como consecuencia del pecado fue usufructuada por una
clerecía osificada y exangüe.
La revelación cristiana es buena
nueva de bien, libertad y amor, no de sumisión ciega por el pecado. Pero el
cristianismo se desarrolló impregnado de una dañosa moral utilitaria, adaptada
enteramente al mundo. Esto es lo reprochable y no los excesos de ascetismo, ni
los ejercicios espirituales de las órdenes religiosas. La obediencia ciega es
enemiga de todo heroísmo y todo sacrificio, y es cómplice de toda corrupción y
concupiscencia.
No cabe duda. La Iglesia católica
yace corrompida en el lecho ponzoñoso del mal. Y el Papa Bergoglio hace bien en
denunciarlo y enfrentarlo. Pero su lucha será vana, como lo fue en la
Contrarreforma, si no se reemplaza la religión de la obediencia por la religión
del amor, la moral de sumisión por la moral de creación.
Que la cochera del Vaticano esté
repleto de autos de lujo, que los purpurados lleven una vida muelle y de placer
con sus cuentas bancarias escandalosamente ricas y en sus departamentos de suntuosidad
no llama la atención porque se corresponde con la moral utilitaria que corroe
las entrañas del evangelio de Jesucristo.
El Papa Francisco es jesuita. Sabe
ver las cosas en profundidad. Y no se le debe escapar que hay que revolucionar
la moral cristiana. Sin ello todo intento de cambio será arar en el mar. La
moral cristiana no debe encontrar su sanción más elevada en la mística de la
obediencia sino en la mística de la creatividad.
La cosa no es fácil. Hasta el
propio Kant con su imperativo categórico no pudo escapar al mismo conformismo
predicado en la religión cristiana de la obediencia. Sobrevaloró la libertad y
olvidó el amor. Lo que equivale que el imperativo categórico conduce al terrorismo,
a Auschwitz y al Holocausto, pues la universalidad normativa se desplaza a la convicción
subjetiva. Al final, como en el posmodernismo, cada individuo se convierte en
la medida de su ley moral.
Si la ley moral kantiana incurre
en formalismo, la ley moral cristiana incurre en utilitarismo. Cómo la religión
del amor pudo olvidar al amor mismo. Cómo se pudo obliterar la visión de este
valor supremo. Se trata de una anormalidad cultural adquirida, por tanto no
permanente y susceptible de modificación, que fue sostenida por la jerarquía
eclesiástica. Pero ésta representa en el fondo el conformismo oportunista y la
subordinación de la personalidad autónoma.
Por ende, sin una moral creativa
del amor será infructuoso todo intento de modificar la conducta de la figura
eclesiástica, acantonada dentro de estrechos límites acomodaticios. Esos purpurados
que viven como príncipes, en asilos cómodos, lejos del peligro, de la necesidad
material y el combate contra el pecado no sólo no representan a Cristo, no sólo
son usurpadores de su evangelio, no sólo son eunucos incapaces de ascender a la
cima del espíritu creativo de Prometeo, sino que justifican el luciferino mundo
venal de la oportunista moral burguesa.
El conformismo democrático-burgués
ha horadado y agusanado la moral del amor del verdadero cristianismo. La moral
de la obediencia que vive rodeada de placer, dinero y poder es burguesismo o
adaptación al mundo moralmente inerte y abatido. Por ello, una profunda
revolución en el Vaticano también representa devolver el territorio y los
tesoros culturales al Estado italiano y vivir en la pobreza de Cristo. Pues en
la verdadera moral cristiana no hay nada que sea burgués. Esto nos hace pensar
que no ha sido la moral de San Francisco de Asís lo que ha imperado en la Iglesia,
sino la moral truculenta del Papa de los Borgia, adaptada a la vida con sus
preocupaciones por la organización, comodidad y seguridad.
Este cristianismo mendaz,
groseramente burgués, que refleja la moral baladí del mercader y borró en el
siglo XIX y XX los últimos vestigios del ascetismo cristiano, es la principal
responsable de la decadencia moral y espiritual de la Iglesia Católica en el
mundo. Riqueza, poder, voluptuosidad sexual, lujo, confort, depravación han
vencido a los verdaderos valores cristianos. El cristianismo burgués es un
organismo lleno de llagas infectas y de pus. En ese contexto no llama la
atención que esté desapareciendo la belleza de su ideal. La moral del amor no puede
olvidar que el acceso al reino celestial es más difícil a los ricos, poderosos
y bienaventurados de este mundo.
El Papa Francisco sabe bien que la
religión de Cristo colisiona con las genuflexiones aborrecibles delante del
dinero y del poder, junto al reconocimiento de los mercantilistas valores
burgueses. Por eso la banca vaticana debe disolverse. El Banco Vaticano no
tiene su fuente en el Evangelio de Cristo sino en el de Satanás. Su origen es
extra-cristiano, pre-cristiano e incluso post-cristiano. No representa la moral
del personalismo cristiano. La persona humana vale por lo que es y no por lo
que tiene o posee. Aquellos prelados que acumulan fortunas y viven en el lujo
deberían ser expulsados de la Iglesia, como Jesucristo expulsó a los mercaderes
del templo. Es imposible crear un nuevo mundo aceptando el viejo mundo
degenerado y venal.
Sin sumisión al desprendimiento no
es posible ir más allá en la edificación de un mundo nuevo y en el despojarse
del viejo Adán. La humildad es buena porque emancipa del mal. El Pontífice da
ejemplo de ello al visitar a los pobres. Pero es insuficiente para edificar la
totalidad de la ética cristiana. Hay que tener presente que la humildad
fácilmente ser trueca en hipocresía, lo cual lleva a la muerte espiritual. El
Papa Begoglio debe ir al encuentro del descubrimiento de la moral del amor
creativo para asegurar una verdadera revolución espiritual dentro del
cristianismo católico.
Nietzsche intentó rebelarse contra
la moral cristiana y su éxito quizá hubiera sido rotundo si hubiera tomado en
cuenta al amor. En la moral cristiana, como bien lo señala Scheler, no hay
resentimiento sino acto libre de renuncia y amor. No ver esto ni el Reino de
Dios es la raíz del extravío del juicio de Nietzsche. Pero la Iglesia al
sucumbir a la moral utilitaria no sólo es víctima del resentimiento moral
contra los valores superiores, sino que, y esto es lo más grave, se hace eco
del resentimiento metafísico de la modernidad contra el mundo trascendente. Y
esto sí que representa un veneno mortal, a saber, el nihilismo integral. Este
resentimiento metafísico es la raíz que en la modernidad está deformando a los
valores. La salida es invertir los valores del mundo burgués y de la decadente
civilización moderna. No hay cristianismo sin reproducir el camino interior del
Gólgota. Y esto se traduce en el mandamiento de amar al prójimo y a toda la creación.
Sin amar al prójimo a su creación no hay amor a Dios. Esto es lo más sólido y
precioso que tiene el cristianismo. Pero para que esto reine hay que hacer
trizas la moral ortodoxa de la iglesia. No hacerlo es dar muestras de
senilidad.
La curia más reaccionaria en el
seno del Vaticano seguirá conspirando contra el Papa Francisco. Y es normal que
lo haga, porque la serpiente busca inyectar su toxina hasta que no se le pise
la cabeza. Esta representa la vejez de la humanidad. También su debilidad y
astucia. Pero la moral evangélica es despreocupada porque no está centrada en
el tiempo sino en la eternidad. Sólo lo caduco se centra en el tiempo y vive
lleno de angustia y temor. Esa es la moral burguesa, sólo preocupada por su
subsistencia. Tomad el ejemplo de las aves del cielo y los lirios del campo,
reza el evangelio.
El evangelio está lleno de
espíritu juvenil y no de senectud. No existe la revelación de la naturaleza
seráfica del hombre sin confianza en la eternidad. Por eso, cuando Nietzsche
condena la moral de esclavos del cristianismo yerra, porque con ello se refiere
a la moral cristiana de sumisión pero no a la moral cristiana del amor. La
moral cristiana del amor son de fuerza creativa y confianza festiva contra el
tiempo. Además, los hijos de Dios no pueden ser plebeyos, sino aristocráticos.
El cristianismo es religión de espíritus
fuertes y no débiles. Y eso es lo que nos recuerda el Papa argentino cuando
dice que prefiere una Iglesia herida pero no vencida. Porque son verdaderos
vencedores, son los más fuertes, los que han vencido este mundo lleno de
tentaciones. Nada de complejo de inferioridad y de servidumbre, porque la
gracia del Redentor colabora con la naturaleza humana pero no la sustituye. Nuestra
participación en Cristo y en la Santísima Trinidad se opone a toda debilidad
del hombre. Sólo el fuerte es capaz de sacrificarse. Por eso en el sacrificio
reside la fuerza del espíritu del cristiano, porque es ir en pos de Cristo.
Este renunciamiento es todo lo opuesto al burguesismo, porque es una vida
peligrosa. Pero es un camino ascendente, lleno de amor y valores superiores.
La crisis mundanal de la Iglesia
es una crisis moral inserta dentro de una crisis metafísica mayor. Por lo
tanto, hace falta no sólo una revolución de la conciencia moral, sino también
una revolución de la conciencia metafísica de la modernidad. Ello significa que
teólogos y filósofos están llamados a esta revolución del hombre por un mundo
nuevo. No en vano vemos que las anomalías sexuales son el síntoma mórbido de la
crisis de nuestra especie. A la vista tenemos en las llamadas democracias liberales la aberrante imposición totalitaria en las escuelas de la luciferina ideología de género, que busca homosexualizar a la niñez. La misma que después de arrasar con la moral en Europa busca hacerlo en América Latina. En realidad, todos estamos llamados a oponernos a semejantes abominaciones y a la creación de
una nueva época creadora en el ideal del amor de Cristo. Se trata de participar con Dios en la creación del
Ser, de un nuevo mundo.
El hombre anético, el amoralismo
pertenecen al nihilismo. Este crea un caos y no un cosmos. A esta legión
pertenecen los eclesiásticos rodeados de dinero y poder. También los creyentes
tibios, que llenan las iglesias los domingos para pecar el resto de semana. El
temor pánico de perder la salvación del alma propia debe ser sustituido por la
alegría de salvar un alma del prójimo para el cielo. Si semejante miedo carece
de nobleza, equivalente alegría está desprovista de egoísmo. Lo primero reduce
a la nada la semejanza del hombre con Dios, lo segundo hace justicia a nuestra
filiación divina.
El egoísmo y el miedo son gemelos,
en cambio la alegría y el sacrificio por el prójimo está henchido de espíritu
viril y creativo. Esto último es verdadera bravura religiosa. La osadía e
intrepidez en el amar al prójimo para imitar a Cristo son las cualidades más
altas para una religión creativa. El verdadero honor del hombre consiste en ser
semejante al Creador. En cambio hoy el honor ha sido avasallado por las virtudes
mendaces del mercantilismo. La ruina del honor representa la ruina del nivel
espiritual de la humanidad. Y por eso el cristianismo es reconocimiento del
valor absoluto de la persona humana.
En una palabra, cristianismo es
creación de una sociedad nueva por el amor, es una sociedad del espíritu por la
semejanza del hombre con Dios. Y la moral que cabe perfectamente en ella es una
moral de creación y no una moral de sumisión. La moral de sumisión democrático-burguesa
es oprobio y no guarda vínculo con lo divino. Sólo destila altruismo humano que
no guarda proporción con lo divino y es una forma disfrazada de utilitarismo.
La riqueza y el bienestar material tan condenables para el Papa Francisco, rebajan
y aniquilan la superioridad de los valores espirituales.
Lo que a la moral cristiana le
interesa no es la nivelación ni lo unidimensional, el plebeyismo espiritual,
sino la personalidad creadora sobre la base del amor. Ahora se puede comprender
a la perfección que las reformas que el Papa aspira en el seno de la jerarquía
católica significan barrer revolucionariamente con la moral altruista burguesa
y su acomodaticio utilitarismo. Porque sin ello no será posible plasmar creadoramente
la semejanza cósmica del microcosmos del hombre con Dios en un nuevo mundo. El
cosmos clama por llenarse de la personalidad creadora. Pero esta tarea es
personal y comienza primero con cada uno de nosotros. Por eso se ha dicho: no
juzguéis.
El secreto de la redención es que
una invitación personal para continuar con la ley de la creación en nosotros
mismos en miras de lograr un nuevo cosmos. La aspiración fáustica del hombre
hacia la plenitud de la vida escapa a la necrosis demoníaca cuando une la
creación al amor. Dios mismo deseó la revelación de la voluntad humana, para
que se pusiera al servicio del cosmos y no del caos. El dionisismo bárbaro es
demoníaco, pero el dionisismo cósmico es divino. El cristianismo no es
sofocamiento yóguico de la naturaleza dionisíaca del hombre. Al contrario, es
su encauzamiento creador por el amor.
No hay duda. La ética humanista
secular está en una profunda crisis. Es una crisis religiosa mundanal que exige
un cambio revolucionario hacia la ética del amor de Cristo. Sólo así se puede
entender que es posible velar por la semejanza humana con Dios. En este
sentido, hacer posible una época religiosa creadora contra el vil materialismo
económico burgués no significa ir hacia la derecha o izquierda porque la vida
del espíritu exige marchar en altura y profundidad al mismo tiempo.
No hay duda de que el Papa Bergoglio, como todo hombre con temor y amor al Padre, se escandaliza como Jesús cuando la casa de Dios es convertida en casa de ladrones. Esta situación está profetizada cuando Pedro por falta de fe comienza a hundirse en las aguas (Mateo 14:29). Así, el Vaticano se está hundiendo en la codicia y la corrupción, pero Cristo está presto a darle una mano de ayuda. El Papa Francisco reacciona, se arma de fe y amor al Salvador para arremeter contra aquellos fariseos que hacen de la religión del amor una religión de obediencia.
¡No! Jesucristo no vino para imponernos esclavitud, ni a ejercer la compasión -la compasión es de naturaleza budista-, sino que vino principalmente a exaltar la fuerzas espirituales del hombre unido a Dios, a liberar al oprimido, dar de comer al hambriento y perdonar los pecados. Vino a restaurar la libertad del hombre, no a someterlo. El poder fue una de las tentaciones del demonio rechazadas por Cristo en el desierto. Y es que el poder es imperialista, es enemigo de todo movimiento creador. El Estado y el gobierno son mundos separados donde lo esencial es la obediencia a la ley. El Nuevo Testamento justifica el gobierno pero no aprueba la sumisión esclerótica del movimiento creador. En una palabra, la raíz práctica del mal en el Vaticano es que sea un Estado.
El absolutismo teocrático papal es incompatible con el cristianismo y no facilita la libre fusión con Dios. El verdadero cristianismo no acepta el mundo tal cual es, se llena de indignación divina y descubre la posibilidad de transformar el mundo en el amor. El cristianismo es revolución, porque liga el futuro con la creación. En este sentido no es ese tipo de revolución reaccionaria que siempre está atada al pasado, sino que es ese tipo de cambio que comienza dentro de nosotros mismos. Por eso, liberalismo, estatismo y anarquismo son falsas religiones porque están siempre fuera de nosotros mismos. Especialmente el socialismo, que prolonga el orden burgués con el ideal de hacer de toda la humanidad una burguesía universal. Por ello, a pesar de su verdad relativa, pertenece al imperio de la necesidad y no el de la libertad.
Cuando el papa Francisco se escandaliza por los lujosos Mercedes Benz que reposaban en la cochera del Vaticano estaba expresando el ideal ascético cristiano pero lo paradójico es que lo hacía desde el palacio papal, es decir, desde una sociedad no ascética. En otras palabras, se encuentra atrapado en una doble lógica paradójica. Romper la paradoja significa reivindicar el valor del sacrificio y dejar de avalar los valores burgueses. Se trata de ligar la vida nueva con la armonía cósmica, tal como lo efectuó san Francisco de Asís en su incontenible impulso creador. Sólo así la política llega a las raíces del ser, se vuelve metafísica y ontológica. Sin sacrificio no hay real liberación, porque el don del sacrificio es de naturaleza cósmica.
La crisis que afronta el papa Francisco con la curia vaticana es al mismo tiempo la crisis mundanal de los valores. Y sin sacrificio de los valores burgueses no habrá el salto hacia el dominio de la libertad, donde mora el Reino de Dios sobre la Tierra. Sin transfigurar el mundo natural no hay modo de superar el reino de César. Pero no se trata de una transfiguración tecnológica sino espiritual para llegar a la sociedad del amor. Sin espíritu de libertad dentro del ideal cristiano no es posible la oposición a la sociedad anticristiana.
No se trata de democracia con su idea vacía de igualdad que destruye al hombre interior y lo subyuga al tema de la justicia. El genio del democratismo es someter la vocación y la grandeza a la mecánica del mayor número. Por eso es profundamente enemiga de lo superior y creador, de la jerarquía cósmica y del hombre interior. Pero el mundo burgués no sólo triunfa con el democratismo sino también con la civilización técnica, y es así porque también es profundamente despersonalizada. La tecnología hechiza el alma humana y destruye su espíritu. Desata demonios perversos y peligrosos que le dan un poderío sospechoso. Está más cerca de la magia negra. Y prepara al hombre no para una nueva vida soberana sino para ser desechado por los autómatas. No nos engañemos, el hombre no es amo del maquinismo abrumador sino su esclavo.
Muchas fuerzas tendrán que ser destruidas para alcanzar el reino de Dios. Empezando por ese humanismo abstracto y falaz, separado de los fundamentos divinos, y que conducen necesariamente a la destrucción del hombre. Aquí no se trata de evolución social ni transformismo social, sino de verticalidad espiritual. Todo cambio hay que esperarlo del renacimiento del Espíritu, porque el mundo de Dios sólo es conmensurable con el crecimiento del Espíritu. Acontecimiento que ocurrirá en la Tierra porque ella es metafísica, eterna, pertenece al otro mundo, y no sólo es física. Y es así porque la transfiguración será cósmica.
Lima, 19 de Abril 2017