ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (III)
Contra la racionalidad sin ética
Gustavo Flores Quelopana
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La Otredad Absoluta
La ontología de la alteridad hace ver
que el hombre no sólo es una criatura asediada por el otro de la finitud, sino
también por el Otro infinito, el Otro absoluto, el Bien Supremo, Dios. El hombre
no tiene forma de no sentir a Dios, ya sea para afirmarlo o para negarlo. Pero
siempre es una finitud plantada ante lo infinito. Pero hay una pregunta de hondo
significado para definir la relación con aquel Prójimo supremo: ¿quién es el
Otro absoluto, es el Ser o el Bien? ¿Hay contradicción entre ambos conceptos? ¿Se
vivencia al Otro absoluto como idea o como persona?
Si Dios no es el Ser, como asegura Levinas,
sino el Bien supremo, entonces la Nada mantiene su primacía no sólo sobre el
ser finito y contingente sino incluso sobre el Ser mismo. Aceptar que la
trascendencia divina no es Ser, sino el Bien Supremo, exige pensar a Dios mismo
como antes de la aparición del ser. Lo cual es poner a la nada antes del ser en
cuanto tal. En su empeño por profundizar radicalmente la separación entre Ética
y Ontología, Levinas piensa el tema en dos cursos impartidos durante el año
académico 1975-1976, en su último año de docencia regular en la Sorbona. Los
cursos, aunque no los haya redactado como libro, son parte integrante de su
pensamiento. Los cursos tratan de tres temas principales, a saber, Dios, la
Muerte y el Tiempo. Y con ese título han sido publicados por la editorial
Cátedra, en su colección Teoremas, en 1994 y 2012, con una nota de Advertencia
firmada por Jacques Rolland. Son las ideas expuestas en estos cursos, y no su
libro De Dios que viene a la idea (1982), los que mejor expresan su proyecto
de una ética divorciada de la ontología.
Para Heidegger la ontoteología es Dios
como ente, es olvido del ser. Entonces, hay que pensar el Ser sin el ente, sin
Dios. El desafío del Mago de Friburgo es tomado por Levinas en el sentido de que
la salida a la relación ontológica es la relación ética. Mientras que el
propósito de Heidegger no es salir de la ontología, el de Levinas sí lo será.
Para Levinas el ser no determina el sentido, sino que es el sentido es el que
determina el ser. Piensa que hay que testimoniar a Dios sin llevarlo al Ser y
ello es estar en terreno ético. Su conclusión será que Dios es anterior al ser
porque es el Bien Absoluto. Y el Bien absoluto es anterior al ser.
Nos preguntamos si Levinas
no se encuentra atrapado en el razonamiento de Heidegger de considerar a Dios
como un ente. Al parecer sí lo está. Estima que uno de los grandes aportes de Heidegger
es haber advertido en la filosofía occidental su interpretación ontoteológica
del ser como Dios o fundamento de los entes. Además, considera que la nueva
época dominada por la ciencia y la técnica será el fin de la ontoteología. O
sea, será el fin de la creencia en Dios por el avance del secularismo y del
ateísmo. Pero no advierte, señala Levinas, que la raíz del error es haber
asumido a Dios como el ser. Para Levinas Dios no nos remite al Ser sino a algo previo,
a saber, el bien, lo ético original. Esto es, Levinas cae en la trampa
heideggeriana por no entender a Dios como el ser absoluto y dejarse llevar por
una diferencia ontoteológica que no comprende la naturaleza de Dios. El
propósito de Heidegger es cambiar la clave teológica de la comprensión del Ser
como fundamento, por otra clave inmanentista. Por tanto, su crítica no sólo apunta
al Dios de la metafísica sino también al Dios de la fe. Sartre ya lo había
advertido al incluir a Heidegger dentro del existencialismo ateo. Y esa
consideración no se limita a su producción de los años veinte, sino que se extiende
a toda su obra, porque lo divino queda subsumido a una de las formas del Ser.
Sus consideraciones podrán haber nacido de motivos cristianos pero su propósito
fue siempre apuntar a una ontología libre de Dios. Su agnosticismo no desaprueba
la existencia de Dios ni desmiente que el ser no es Dios. “Al fin y al cabo,
los dioses son los del pueblo: no hay un dios universal para cualquiera, es
decir, para nadie”, expresaba en los años treinta y luego no se desmentiría.
Incluso cuando afirma: “Sólo un Dios puede salvarnos”, lo hace desde su
perspectiva de la desfundamentación de la teología. Los estudios de Lorenz
Puntel, Néstor Corona, Alejandro Lezama, apuntan en ese sentido. Cierto que
Heidegger es muchas veces evasivo, no es un prodigio de claridad expresiva y
gusta jugar con frases misteriosas. Pero lo que dejó expresado y escrito puede
ser tomado en consideración para una evaluación seria de su pensar sobre Dios.
En ese sentido, ni para Levinas ni para Heidegger Dios no nos remite al ser.
sino al Bien supremo para uno y al ente para el otro. Pero Levinas al estimarlo
así no se escapa de la jaula ontoteológica tendida por Heidegger.
El tema de la ontoteología
es Dios como fundamento del ser. Ello significa para Levinas que es Dios el
fundamento de todo sentido. Pero repara que, para Platón y Plotino, Dios está
más allá del ser. Hay un más allá del ser, una trascendencia anterior al ser:
el Bien. Y es aquí donde la ética no se subordina a la ontología. El ser es
manifestación, la trascendencia no lo es, se la intuye por la teología negativa.
Declara, entonces, que buscar otra fuente de sentido que no sea el ser es
también filosofía. La otra fuente de sentido es la trascendencia que está más
allá del ser. No obstante, lo primero que suscitan estos razonamientos es por
qué el ser no ha de ser considerado como trascendencia si es manifestación. No
hay manifestación sin trascendencia. Si Dios no es solamente lo no manifestado
sino también lo manifestado, por qué no ha de ser el Ser que trasciende. Las aseveraciones
de Levinas, congruentes con Platón y Plotino, sólo pueden prosperar si se acepta
que lo no manifestado es Dios y lo manifestado es el Ser. Por ende, si Dios no
es el ser, sino algo que lo trasciende, entonces el ser proviene de algo que no
es el ser ni la nada. Ese algo es el Bien, pero cómo concebirlo al margen del
ser. Para Platón la idea de Bien no es Dios, como para Plotino, sino que es
causa de la realidad. La idea de Bien es fundamento del mundo inteligible y
causa de toda la realidad. En Plotino Dios es lo Uno, la anterioridad absoluta
del primer principio, y ello es la razón divina, lo cual es el Bien. La teología
negativa en Platón y Plotino se manifiesta en su común negación de que se pueda
comprender propiamente el Primer Principio. Aquí se enlaza Levinas con esta
tradición sosteniendo que lo que está más allá del ser se la intuye por la vía
negativa. Y lo hace para afirmar que sí es posible una inteligibilidad sin referencia
al ser.
La negación del ser en la contradicción
afirma, fue el gran descubrimiento de Hegel, mientras que para Husserl la
lógica formal necesita mantenerse basarse en una lógica u ontología material. Incluso
Heidegger intenta sin éxito destruir la identificación entre la presencia y el
ser. De ahí deduce que la obra racional de la conciencia es reminiscencia o reconstrucción
de la realidad. De modo que su proyecto de afirmar una inteligibilidad sin
referencia ontológica al ser lo estima posible. Pero pensar sobre Dios a partir
de la ética significa para Levinas reconocer que en Heidegger el ser es un
abismo sin fondo. Y por ello representa la racionalidad de la no quietud. Pero
el ser de los griegos, especialmente de Platón, es un ser de la quietud. En
cambio, para Aristóteles el único teólogo es Dios. Reconoce que en la Edad
Media es ligeramente distinto, porque lo ético es una capa que recubre la capa
ontológica.
Con ello avanza hacia el
tiempo. El tiempo es el otro, significa la diferencia entre el Mismo y el Otro.
La misma duración del tiempo es paciencia o responsabilidad por el prójimo y en
esa responsabilidad hay trascendencia hacia el infinito. En el prójimo el infinito
tiene significado sin perder su sentido trascendente. Hay un sentido antes del
saber (Pascal, Kierkegaard, Buber, Marcel, Wahl). En el conocimiento hay contacto,
pero en la intersubjetividad hay afectación. En la relación con el prójimo se
descubre el infinito. Pues el Yo está en un mundo con otros yoes que cuestionan
su inocencia. Pero el yo ya está alterado por la alteridad. La subjetividad se
borra delante del ser, se revela revelando. Pero la subjetividad desaparece
ante la presencia, el aparecer, el fenómeno. Más nadie remplaza al yo en su
responsabilidad. En ese sentido, Kant es el comienzo del fin de la ontoteología
al concebir a dios como una idea trascendental. Pero ¿es el ser lo que más
interesa al hombre? ¿No es más sensato que le importe lo bueno y lo correcto?
¿No es el hombre algo distinto del ser?
Efectivamente, en el
significado existe una subjetividad. Pero el yo no es un concepto, es un
compromiso que supone una conciencia teórica y un ascenso de lo pasivo hacia lo
activo. La subjetividad no es simple facticidad de un Dasein. Así, en la
responsabilidad por el otro la subjetividad se deporta, se exilia, se desgarra.
De manera que para Levinas la subjetividad ética intenta imaginar a Dios como
un más allá del ser. La ontoteología es Dios como ente, es olvido del ser. Para
Heidegger hay que pensar el ser sin el ente, no hay que pensarlo como fundamento.
Dicho olvido tiene su paralelo con la enajenación de Marx. Pero en Hegel el
desarrollo del ser en la conciencia es parte de la historia del ser. En la
filosofía ser es saber, teoría. ¿Pero es posible otro modelo de
inteligibilidad? Y Levinas se responde que el yo siempre es un exponerse sin
límites, es acercamiento al prójimo. Se trata de una paradoja intersubjetiva
que es gloria del infinito. Por tanto, está en el yo la posibilidad misma de
una inteligibilidad sin recurrir a la ontología. El hombre es algo distinto del
ser y por ello está en él la posibilidad de una inteligibilidad que supere el
ser. Esa convicción de Levinas se deriva de su punto de partida ontoteológico
heideggeriano. Ello se condice con su esfuerzo de marchar más allá de la
esencia. Todo lo cual para nosotros es un malentendido, dado que lo ético no supone
necesariamente abrir una brecha en el ser, sino, más bien, entender otra forma
ontológica presente en la ética.
Levinas es un pensador de
la secularización, para el cual existe un sentido filosófico de la técnica.
Dice que de la trascendencia espacial nace la idolatría. El saber de occidente
es la secularización de la idolatría y va desde la negación de la metafísica
hasta el ateísmo. Levinas no rechaza la metafísica. Al contrario, piensa en una
ética metafísica, pero que no sea ontológica. La modernidad es la
secularización de la idolatría hecha ontología. El Ser no es Dios. Y con ello
alude directamente a la ontología fundamental de Heidegger, sin omitir la
fenomenología trascendental de su maestro Husserl. Para Levinas no pasa
desapercibido que Heidegger seculariza la diferencia ontológica, alineándose
con ello con la demencia de la modernidad. Por más que después de su visita a
Grecia, el Heidegger otoñal haya insistido en la idea de que el olvido del ser
impide el acceso a lo sagrado, a lo divino, a Dios, siempre insistió de que se
trataba de dar un nuevo camino al pensar en vez de tomar empuje al camino de la
religión. Nunca transigió que Dios pudiese ser tema de la filosofía ontológica
fundamental, pues ese lugar lo ocupaba el ser puro. En una palabra, Heidegger
había secularizado el tema de Dios con su ontología fundamental. Pero Levinas en vez de enmendar la exageración
de la diferencia ontológica abarcando a Dios, la mantiene para sacar a la ética
de su dominio.
Cuando en su lección del
13 de febrero de 1976 aborda el tema de Don Quijote, destaca que el mundo es
embrujo y en el nivel humilde de la misma se perfila la trascendencia. La
secularización a través del hombre se perfila como una pregunta sobre Dios.
Esto es también hallar una trascendencia no ontológica. Esto es como decir que
en el corazón del antropocentrismo de la modernidad hay un movimiento de
trascendencia no ontológica. Lo cual es hasta cierto punto cierto, pues es un
esfuerzo de trascender en el plano puramente inmanente. Pero tampoco excluye
que se pueda enlazar dicha inmanencia mundanal con la trascendencia de Dios.
Salvo que se trate de la moral de situación que excluye lo divino.
Las lecciones
subsiguientes pondrán énfasis en el papel de la subjetividad para alcanzar la
ética sin ontología. La subjetividad como anarquía señala un ámbito previo a la
intencionalidad y a la libertad. Por eso es irreductible a la conciencia
trascendental. Es una libertad sin responsabilidad, es un puro juego. Esta
libertad como anarquía describiría perfectamente la que pregona la filosofía
posmoderna con Vattimo a la cabeza. Pero Levinas enfatiza que la situación de
responsabilidad condiciona una libertad limitada. Ser responsable es sufrir por
los demás. Algo idéntico a lo que experimentó Buda al abandonar su palacio y
constatar el sufrimiento de sus congéneres, lo que le produjo una profunda
transformación interior. Pero Levinas verá una salida de la ontología en la
relación ética. La salida a la relación ontológica es una relación ética. La
novedad del imperativo categórico es que no pertenece a ella ni Dios ni la inmortalidad.
Se trata del imperativo de una moral autónoma. Y así el ser no determina el
sentido, sino el sentido determina el ser. Y es así porque por encima del ser
está Dios, el Bien absoluto. Pero nos
preguntamos si este Dios por encima del ser no falsifica a Dios mismo.
Nótese que Levinas no está
consagrando el subjetivismo de la modernidad con aquella apreciación del
imperativo categórico kantiano. Pero decir que así se constata que el ser no
determina el sentido, sino que el sentido determina el ser, porque por encima del
ser está no la subjetividad humana sino Dios, es reinterpretar la razón
práctica kantiana fuera de su marco contextual. Lo cual es original, porque
permite observar que lo extraordinario de la responsabilidad es que permite
flotar por encima de la ontología. O sea, no imaginando a Dios como causa del
mundo sino como la bondad del mundo. Por eso cuando en su lección sobre “La sinceridad
del decir”, sostiene que el decir no es para disimular el pensamiento, sino para
autenticarlo. El decir sin dicho, de los gestos y acciones, son comunicación no
intencional. Así, testimoniar a Dios sin llevarlo al ser es estar en terreno
ético. Y aquí es inevitable volver a interrogarnos si ese testimoniar a Dios
por encima del ser no distorsiona a la misma divinidad. Acaso no nos estamos
deslizando por el peligroso camino del nihilismo ontológico con apariencia ética
al renunciar ver a Dios como causa del mundo. Pero sacar a Dios del terreno
ontológico para justificarlo en el terreno ético ¿no es acaso incurrir en
monoteísmo ético estricto? No obstante, Levinas insiste para luego hablar de la
gloria del infinito y del testimonio. Exceder el presente es gloria que produce
el infinito. Pero hay desproporción entre la gloria y el presente. Ningún
presente tiene capacidad de infinito. Pero Dios escribe derecho con renglones
torcidos. O sea, el lenguaje no reproduce el pensamiento. En la ética hay la
paradoja de un Infinito en relación y a la vez sin correlación con lo finito.
Todo esto lo lleva a
Levinas a sostener en sus tres últimas lecciones que la historia de la
filosofía es la destrucción de la trascendencia por la ontología. Si Dios está
más allá del ser entonces hay otra racionalidad, la de la trascendencia. Dios
es anterior al ser porque es el Bien absoluto. Fuera de la experiencia está la
idea cartesiana de Infinito. Eso significa que la experiencia no es el origen
de todo sentido. En Descartes la idea de Dios o el Infinito es una pasividad
sin receptividad que se impone al espíritu. La idea de Dios hace estallar el
pensamiento, es el cogito cogitatum. Y en su última clase afirma: Infinito es
antes de la aparición o sea un Dios trascendente hasta la ausencia. Un más allá
del ser es un algo mejor que el ser. el Bien absoluto.
Aquí quiero intercalar una
digresión que esta relacionado con la trascendencia de Dios hasta la ausencia.
Me refiero al hecho empírico de la “desolación”. En la desolación la subjetividad
se siente a una distancia infinita de Dios, del mundo y de los otros. No hay
más que tú y tu propio dolor, todo lo demás desaparece. La intensidad de la
interioridad de la subjetividad alcanza tan hondos límites que encuentra dónde descansar
los pies. Es la desolación que sienten los padres al perder a un hijo, o el
esposo al perder a la esposa. La mujer lleva mejor el luto que el esposo,
porque el hombre siempre está más próximo con la soledad ensimismada y la mujer
más cercana a la sociabilidad. Yo mismo experimenté la desolación a la muerte
de esposa. Sentí que se abría un foso tan profundo en el alma incapaz de ser
llenado por nada. Fue similar a un desgarramiento tectónico que dejaba un vacío
en lo más profundo de mí. Esa desolación suele ser recurrente como incomprensible.
Pero el hecho es que en la desolación la trascendencia de Dios está presente en
la ausencia. Pulsa un dolor sin consuelo, frente al cual Dios sólo es testigo.
Es otra forma de estar ante Dios, pero en completo silencio abrazado al propio
dolor. La desolación es monologante, no tiene que estar ligado al rencor, se
parece a un silo, es como un entorno peligroso e implacable que sólo se amaina
ante la presencia del testigo divino. La desolación es un desgarro infinito de
soledad dolorida exasperante. En la desolación se pone en el asadero a la
subjetividad como puro dolor. En la desolación hay trascendencia hacia la
ausencia de una otredad querida y añorada. También hay la desolación metafísica
donde se siente el propio ser asido por las garras de la nada. La desolación siempre
es metafísica, porque remite el ser a la nada. Y lo único que impide el cabal
cumplimiento de la nada es ese testigo mudo de la divinidad. El hecho empírico
del suicidio es el vecino próximo de la desolación. Siempre amenazante y cuasi presente
tienta con el fiel cumplimiento de la nada. Es lo más alejado del Bien absoluto
por la acción y lo que más cercano se encuentra por la desesperación.
Desolación, desesperación y suicidio son hechos empíricos de la subjetividad
entregada a su propia infinitud, donde Dios es una trascendencia en la ausencia.
Experiencias que encuentran su antípoda total en el éxtasis, que es lo más
cercano que se puede colocar la subjetividad a la trascendencia divina. Del
arte literario se pueden extraer los mejores ejemplos del sentimiento de la
desolación. Y lo hallamos en Gabriela Mistral y su poema Desolación:
La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.
El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi
grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.
¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!
Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que no son
míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis
huertos.
Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras de oro mi pobre madre
canta.
Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no encuentro los instantes,
porque la noche larga ahora tan solo empieza.
Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que viene para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis
cristales:
¡siempre será su albura bajando de los cielos!
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi
casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.
Estos estremecedores
versos de increíble belleza retratan la bruma yerta del morir infinito en la
desolación, donde se oye el eco de Vallejo en Dados Eternos cuando dice:
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!
Es el pobre hombre que se estremece
ante el Bien absoluto de la Otredad divina que
azora y desconcierta, mientras pende sobre nuestras cabezas la promesa de
salvación. De nuestra ética dependerá nuestra ontología. O sea, como hemos
enfatizado en la ontología de la alteridad, la ética no se divorcia de lo
ontológico, más bien es su cabal expresión en la naturaleza humana. En nuestra
relación con el prójimo la ética no es una capa que recubre lo ontológico, es
lo ontológico mismo en su naturaleza ética. Y el prójimo absoluto, que es Dios,
no puede ser lo ético puro, como pretende Levinas, porque su ser supone la
perfecta unión entre lo ontológico y lo ético.
Como se vio, el objeto del
último curso de Levinas en la Sorbona era pensar a Dios fuera de la
ontoteología. Se trata de hallar una trascendencia no ontológica en la ética,
en el Bien Supremo. Su afirmación de que no es el ser el que determina el
sentido, sino el sentido el que determina el ser se dirige a reforzar la idea
de que por encima del ser está el Bien absoluto, que es Dios Providente, omnisciente
y omnipotente. Levinas por su fe judía abraza un monoteísmo estricto, diferente
al monoteísmo trinitarista del cristianismo católico. Es decir, Jesucristo no
será para él Dios hecho hombre y representado por el Espíritu Santo, el
Paráclito. Pero justamente la Encarnación y la Resurrección son los hechos decisivos
para sostener que Dios no puede ser pensado fuera de la ontología. Ambos no son
acontecimientos meramente éticos sino también ontológicos. Dios-Hombre es de
significado soteriológico. Por eso, la trampa de la diferencia ontoteológica de
Heidegger no puede extenderse a Dios. El malentendido de Levinas tiene su
origen en este punto de partida falso. Es decir, afirmar que Dios es anterior
al ser porque es el bien absoluto, rompe no sólo con la espiritualidad de
occidente, que ha sido una aventura del ser, para convertirlo ahora en una
aventura del bien absoluto, sino que es incurrir en una postura pagana neoplatónica
al intentar colocar a Dios más allá del ser. Pero el judaísmo no tiene que
llevar a la postura de Levinas, que en defensa de la ética abjura del ser, pues
otro filósofo judío como Buber afirma que el ser es el acceso al prójimo, la
esencia humana es la estructura yo-tú. Ni Heidegger ni Levinas han comprendido
que en Dios el Ser no es la primera participación, sino la perfección fundamental.
El no hacerlo llevó también a otro filósofo en el siglo IX, Juan Escoto Erígena,
a sostener que Dios se sitúa por encima de todas las categorías como
hiperesencia que está por encima de toda afirmación y negación.
5
Ontología de la alteridad
y liberación
La ontología de la alteridad ha
completado su recorrido por sus dos vértices principales, a saber, la otredad
finita y la otredad infinita. Ahora se trata de interrogarse si puede estar en
función de la liberación concreta del ser humano. Sólo enlazando lo axiológico
con lo ontológico se resuelve la oposición entre el ser y el valor. Pues el
valor nos hace penetrar en la interioridad del ser.
La ontología de la alteridad al concebir
el binomio ética-ontología como una unidad que singulariza a la realidad humana,
no puede limitarse en la racionalidad práctica a una promoción del diálogo y la
escucha de los excluidos convertidos en objetos por la dominación, sino que
reconoce que todo esto es estéril e infecundo para cambiar realmente las
condiciones de vida si previamente no se elimina la estructura de injusticia
que rebasa lo eurocéntrico y abarca a todos los seres humanos. Escuchar
atentamente y dialogar con el oprimido no resolverá su situación injusta si no
se desmonta la estructura social injusta que la mantiene y promueve. Es esa su
diferencia fundamental con la Filosofía de la liberación de Enrique
Dussel. Pues, el diálogo, por el contrario, puede volverse hasta peligroso para
mantener el statu quo con la apariencia del consenso. En este punto es muy
lúcida la filósofa Chantal
Mouffe cuando observa el peligro del consenso en la política contemporánea, en
su libro La paradoja democrática. El consenso es utilizado como arma
ideológica en los tiempos actuales antirrevolucionarios, porque niegan el
conflicto como lo esencial de la democracia. En lugar de la discrepancia y el
conflicto promueve el consenso y la unanimidad social. Con ello se busca
aletargar la lucha social e ideológica y mantener el discurso dominante del
neoliberalismo. De ahí el interés de la derecha populista en promover el
consenso y se posiciona como la única fuerza de oposición contraria al sistema.
La ontología de la
alteridad no puede cerrar los ojos a la revolución de los ricos contra los
pobres que actualmente acontece bajo el neoliberalismo. Ya John Kenneth Galbraith había hablado de la llegada de
la "revolución de los ricos contra los pobres". Ahora que es una
realidad se constata que la batalla por las ideas la guerra la están ganando
los corifeos de Hayek y Friedman, quienes fueron los que iniciaron la verdadera
reforma revolución económica a favor de los ricos contra los pobres. Es por
ello por lo que la ontología de la alteridad no permanece indiferente ni
neutral al hecho decisivo de la importancia de apoderarse del discurso hegemónico
para desmontar las estructuras injustas de la sociedad. Lo que aquí está en
juego no es el diálogo ni el consenso, sino la batalla por las ideas que promuevan
el cambio de estructuras. Lo que
aquí está en litigio son las ideas. Un ejemplo de ello es el libro de Ernesto Laclau,
La razón populista, pensador gramsciano que sabe que la partida en la
lucha política se gana cuando se logra apoderarse del discurso hegemónico. La
idea central de Laclau es que el populismo es un signo de una democracia incompetente.
En América Latina el populismo se justifica como forma de construir lo político.
El populismo de izquierda es democrático y se atrajo el odio de los oligarcas y
de los serviles del imperio. Laclau ejemplifica la resignificación del término
"populismo", porque está inserto en una laboriosa guerra de
trincheras dentro de la batalla ideológica y cultural por apoderarse del
sentido común en contra del control ideológico de los intelectuales
neoliberales. El libro es un excelente ejemplo de la impronta actual de Gramsci
y su enorme importancia con su concepto de "guerra de posiciones" en
la lucha ideológica por la hegemonía cultural.
Y la ontología de la alteridad no
permanece indiferente a la lucha por apoderarse del discurso hegemónico porque
la explotación y exclusión del prójimo proseguirá si no se atiende al hecho
ético de la ejemplaridad. La ejemplaridad como principio ético de confianza en
la virtud pasa por el cedazo del triunfo de las ideas contra la injusticia. El
libro de Javier Gomá, Ejemplaridad pública, tiene el mérito de
demostrarlo. Propone una filosofía política basada en la ejemplaridad de la virtud
y no en la barbarie del nihilismo. Sólo la fuerza persuasiva del ejemplo
virtuoso puede generar virtudes cívicas y promover la emancipación del ciudadano.
Lo único cuestionable sobre Gomá es que piense que ello pueda darse en medio de
la secularización. O sea, en el increencia en el principio fundamental de la
metafísica, Dios. Y tampoco queda claro
cómo la ejemplaridad pública pueda cambiar las estructuras cuando se limita al ejercicio
profesional de su función burocrática. Al contrario, su énfasis en el
ejemplarismo de la virtud puede devenir en conservatismo que cohesione el poder
injusto.
De manera que la ontología de la alteridad
en la racionalidad práctica no puede cerrar los ojos a la existencia de una
violencia estructural. Y en ese sentido está más próxima a la Teología de la
Liberación de Gutiérrez, Sobrino y Boff, porque resulta fundamental darse cuenta
de que existen estructuras sociales malas y perversas, generadoras de la
opresión y explotación del prójimo, encarnadas en La racionalidad sin ética del
capitalismo. Existe un pecado estructural llamado capitalismo, el cual es un
terrorismo estructural contra el hombre. La teología de la liberación se dio
cuenta que la estructura misma del capitalismo es violencia contra el Otro. La
capacidad de ser inmoral y corrupto está ínsita en la inmoralidad de las
estructuras. Aquí no basta el diálogo, el consenso ni la escucha del oprimido. Lo
que se impone es luchar revolucionariamente contra el capitalismo que hace del
nihilismo un modus vivendi antihumano. Cada prójimo es un Cristo, sea pobre o
rico, explotado y explotador, y la continuidad de lo injusto afecta a ambos, al
amo y al esclavo.
En este sentido la ontología de la alteridad tampoco puede ignorar el
imperio del amor en el proceso del cambio social, hasta tal punto que conciba
la eliminación de las estructuras injustas como el acto de amor más sublime al
alcance del hombre. El filósofo francés Luc Ferry, en su obra Sobre el amor,
llamó la atención sobre el paso de los matrimonios concertados a los matrimonios
por amor, lo que dio paso a un segundo humanismo de la fraternidad y la
solidaridad, donde se dejan de lado las grandes masacres en nombre de unos
principios mortíferos para preparar el porvenir para quienes más amamos. Lo
cual suena hermoso, pero distante con la realidad. Se supone que ello llevaría
al hombre a un tratamiento más compasivo y misericordioso con su prójimo, pero
nada de ello ha sucedido. La hegemonía por la lucha de las ideas puede ser
decisivo para distorsionar la vivencia del amor. Por ende, para que el amor
pueda construir pacíficamente su cauce de hermandad global requiere previamente
extirpar las estructuras materiales injustas. Ni el amor, ni la virtud, ni la
ejemplaridad, ni los valores, son fuerzas suficientes para contrarrestar el mal
en el mundo. ¿A un poder material habrá que oponerle otro poder material? ¿No
fue Cristo el primero que expulsó del Templo a los que habían convertido en casa
de ladrones la casa de su Padre?
La doctrina social de la Iglesia no cesa de condenar en sus diversas
encíclicas al capitalismo. Especialmente Caritas in veritate. Sobre el
desarrollo integral humano en la caridad y en la verdad, pone énfasis en
que no basta la intención redistributiva del Estado, sino que hace falta
civilizar la economía incluyendo en ella la lógica de la solidaridad, la
gratuidad y la fraternidad. Benedicto XVI preconiza crear una economía solidaria
y enfatizar la dimensión social de la empresa. Una globalización sin caridad en
la verdad sólo crea superdesarrollo material acompañado de subdesarrollo moral.
Pero gestionada con caridad puede generar una gran distribución de la riqueza acompañada
de crecimiento moral. Algo muy coincidente expresa el teólogo Hans Küng en su
libro Hacia una ética mundial. Pero el capitalismo no sólo impide una
economía humana sino también destruye desproporcionadamente la naturaleza. Y
esto es denunciado de modo alarmante por el Papa Francisco I en su encíclica “Canto
a las criaturas”: “No podemos legar a nuestros hijos una Madre Tierra convertida
en un desierto”. Los límites de la
destrucción ecológica del planeta desautorizan la legitimidad actual del
capitalismo. En un planeta finito no es posible un crecimiento infinito. El
capitalismo ha perdido legitimidad y suprime la libertad porque el dinamismo
estructural que preconiza colisiona con la solidaridad ecológica que impone
límites. La Madre Tierra se ha convertido en la gran Otredad natural que
también exige un trato caritativo. La ontología de la alteridad es sensible a
ese otro vértice de la otredad finita junto a la otredad finita intersubjetiva
y la Otredad infinita. Por ello rechaza moralmente la contaminación ecológica a
escala planetaria del capitalismo. La otredad ecológica es una nueva toma de
conciencia que condena la estructura antihumana y antiecológica porque sólo
están en función de la ganancia y no de la solidaridad ni de la conservación
natural.
La izquierda actual se debate en un dilema. Por un lado, la línea “progresista”
ha abandonado la lucha anticapitalista, se volvió liberal y, por otro, la línea
“republicana” reclama un marxismo republicano que emplea el parlamentarismo, la
democracia e incluso el mercado, para transformar las estructuras. Obviamente,
el segundo tiene que enfrentar la colosal e implacable guerra de embargos y
sanciones unilaterales por parte de un imperio encargado de poner toda serie de
obstáculos para que dicho programa de izquierda no prospere. En todo caso la
violencia viene del lado de la derecha y no de la izquierda. Pero el discurso
dominante es optar por el mal menor y mantener la uniformidad simultánea. El
filósofo francés Jean Claude-Michéa en su libro El imperio del mal menor. Ensayo
sobre la civilización liberal, justamente describe el comportamiento
esquizofrénico de un sistema de incita a optar por la mayor libertad y al mismo
tiempo hacerlo en una dirección determinada. En su opinión ello es derivado de
las guerras de religión y políticas que han llevado hacia la aspiración a
hacernos el menor daño posible, dejando al margen la virtud, el bien público y
los elevados ideales. Pero da la casualidad de que el imperio del mal menor no
se cumple hacia los que el imperio considera sus enemigos. Así mantiene por más
de cincuenta años el bloqueo a Cuba y los ilegítimos embargos a activos
financieros a Venezuela, Irán, Corea del Norte, Rusia, China, entre otros, son
de índole criminal e ilegal. Entonces existe un sesgo en la apreciación del
imperio del mal menor, porque la política internacional muestra el desarrollo a
gran escala del imperio del mal mayor. Es decir, la racionalidad sin ética del
capitalismo se expresa en todas las dimensiones de la vida.
La ontología de la alteridad como racionalidad ética de liberación es,
en principio, una ontología real porque atiende tanto a la dimensión inmanente
como a la dimensión trascendente de la Otredad. Pero ello no basta. Tiene que
ser una ontología de la revolución tanto interior como exterior. De lo interior
reconociendo la presencia de la Otredad absoluta en el ethos páthico donde reside
la captación del valor y la posibilidad del encuentro con el prójimo. De lo exterior
admitiendo la responsabilidad ante el prójimo finito en el ethos del logos, como
una necesidad ínsita en la necesidad del cambio de las estructuras que impiden
una vida justa con el otro. La ontología de la alteridad no se hace ilusiones
con el perfeccionamiento de la naturaleza humana, la misma que está instalada
en una ambigüedad, el tedio y falibilidad existencial que lo hace proclive a la
indiferencia ante la práctica de las virtudes a pesar de la captación de los
valores. Pero justamente en ello reside la gran prueba para la libertad humana.
El hombre es una inmanencia en la trascendencia y una trascendencia en la
inmanencia. Y por eso su responsabilidad se extiende hacia el cuaterno de sí
mismo, el prójimo, la otredad natural y la Otredad absoluta. Y de cualquiera de
esas aristas puede ser asaltado por el agobio. El Otro incita su
responsabilidad, pero también puede producir agobio, cansancio y aburrimiento. De
modo que se puede ignorar el cuaterno, pero no se puede eludirlo porque su ser
es ético. En otras palabras, su ser ético vive amenazado permanentemente y es el
más difícil de sobrellevar. Pero el mayor agobio es el agobio de sí mismo, el
del propio existir. Se puede escapar del agobio del prójimo en la soledad, pero
no se puede huir del agobio de sí mismo salvo durmiendo o soñando. Particularmente
en la sociedad enajenada, donde a la gente se le hace creer todo el tiempo que
es libre pero que en realidad se le conduce por un camino predeterminado, un
ritmo de vida apresurado, el agobio -conocido como estrés- se traduce en no
poder hacer lo que a uno le gusta, no realizar su personalidad en su verdadera
vocación, y así la vida se vuelve insípida, incolora y dolorosa. La terapia que
se recomienda es mantener una actitud positiva, pero en realidad de poco ayuda
cuando el contexto vital se mantiene igual. Nuevamente el problema es cambiar
la estructura tirana.
Pero existe otra dimensión de la ontología de la alteridad en relación
con la liberación y tiene que ver con la mística. La mística está estrechamente
unida con la naturaleza ética del hombre, porque es un ser advocado a Dios. Se
manifiesta como deseo de unión con la divinidad desde la mística primitiva,
precristiana y cristiana. Para las grandes religiones universales es el hombre
el que preside el retorno de la creación a Dios. La mística está ligada a formas
particulares de liberación del alma. La mística chamánica supone la muerte
mística que libera momentáneamente de esta vida. La mística neoplatónica es
unión con lo Uno y liberación del alma respecto al cuerpo. La mística islámica
insiste en la absoluta trascendencia de Dios. Y la mística judeocristiana es
presencia interior de Dios y unión por el amor. Sin obviar que el misticismo no
es incompatible con el desequilibrio nervioso e incluso psicológico, hay que
afirmar que siempre está asociado a un estado de liberación. En la mística
judeocristiana la sustancia del alma no es el ver -teoría- sino el creer -poner
el corazón- y sólo por fe el alma se une a Dios. O sea, la mística es la contemplación
de la verdad más íntima asequible a la criatura. Pero la fe está más allá de la
razón y el sentido, es un liberarse de éstas. Lo cual significa que para arribar
a la unión con Dios -como destaca San Juan de la Cruz- hay que hacer pasar al
alma por la noche del sentido y la noche espiritual. Se trata de liberar al
alma de todas las cosas sensuales y temporales, incluso de los es parte del espíritu.
Por eso los actos heroicos de caridad son peligrosos sin una íntima unión con
Dios. Sin esa liberación previa o vaciamiento completo no hay unión ni morada con
Dios -como asevera Santa Teresa de Jesús-. En el ascenso a la perfección no hay
que llevar carga. Se trata de una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual,
exterior e interior. Para unirse con Dios hay que liberarse o rechazar los prodigios
naturales sensitivos y sobrenaturales-espirituales con los que el demonio tienta
para apartarnos de Dios. Durante la “edad de la fe” los místicos presentaban
éxtasis espectaculares, pero en la “edad de la apostasía” los místicos fuera y
dentro de los conventos exhiben vocaciones accesibles a la vida ordinaria.
Entre los filósofos no sólo Orígenes, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de
Aquino, sino también Raimundo Lulio experimentó éxtasis místicos, teniendo
cinco veces la visión de Cristo en la cruz. Y la lista sigue con Eckhart, Suso,
Ruysbroeck, entre otros. La liberación que representa la mística en la
ontología de la alteridad significa que muy por encima del acto moral del
hombre está la acción de la gracia divina, la misma que transforma el alma
humana y la une a Dios. Es más, en la época de decadencia de la mística, que se
inicia en el siglo XVII y se prolonga hasta nuestros días -donde no deja de
haber algunos grandes místicos, como, por ejemplo, el Padre Pío-, se pone de
manifiesto la importancia de la oración y lo sacramentos no sólo para la vida
apostólica, sino para robustecer la vida moral. Nuestro tiempo postmetafísico, nihilista
y hedonista es testigo que el bien moral sin Dios tiende a marchitarse,
adelantándose el mal.
La ontología de la alteridad es una defensa de la unidad entre ética y
ontología, y por lo mismo no puede desligarse de cuestiones de religión,
estética, política y economía. Y en este sentido cobra especial importancia
ética el hecho empírico de la “sensatez”, como cualidad del buen juicio,
prudencia y madurez en acciones y decisiones. Y esta cualidad del ser ético es
lo que hace falta con urgencia en el mundo actual. Por ejemplo, la inmigración
de los pobres hacia los países ricos se podría evitar si con sensatez los
beneficios económicos obtenidos por la globalización se repartieran a todos los
países según sus necesidades. Una era global exige un reparto global de la
riqueza, la tecnología, las patentes y la ciencia. La insensatez del orden político, militar y financiero
que imponen sobre el mundo los monopolios a través de los países ricos es el
obstáculo. La
sensatez impone el predominio del interés común sobre el
beneficio personal como idea central de una economía estacionaria. La ontología
de la alteridad enfatiza que lo importante no es la producción sino la
distribución y el arte de vivir. Esto hace imperativo eliminar la pobreza y distribuir
los productos del trabajo mundial.
Hay que impulsar la producción en manos
de cooperativas de trabajadores. Hay que limitar el derecho particular de propiedad
para el bien público. Poner un límite a lo que una persona puede recibir como
herencia, puesto que en ella no han intervenido sus facultades. Y unir la mayor
libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas del
mundo y una igual participación en todos los beneficios producidos por el
trabajo conjunto. En una palabra, hace falta una
revolución mental para superar el egoísmo y abrazar el bienestar general. Lo sensato
e importante no es la riqueza, sino el arte de vivir. Con este reparto de la riqueza
mundial se podría superar tanto la xenofobia y la xenofilia -amor a lo
extranjero-, para empezar así la reconstrucción moral del hombre.
En suma, el problema de la ontología de
la alteridad es el problema del hombre en sus relaciones totales con la
inmanencia y la trascendencia.