jueves, 27 de mayo de 2021

ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (III)

 


ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (III)

Contra la racionalidad sin ética

Gustavo Flores Quelopana

 

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La Otredad Absoluta

La ontología de la alteridad hace ver que el hombre no sólo es una criatura asediada por el otro de la finitud, sino también por el Otro infinito, el Otro absoluto, el Bien Supremo, Dios. El hombre no tiene forma de no sentir a Dios, ya sea para afirmarlo o para negarlo. Pero siempre es una finitud plantada ante lo infinito. Pero hay una pregunta de hondo significado para definir la relación con aquel Prójimo supremo: ¿quién es el Otro absoluto, es el Ser o el Bien? ¿Hay contradicción entre ambos conceptos? ¿Se vivencia al Otro absoluto como idea o como persona?

 

Si Dios no es el Ser, como asegura Levinas, sino el Bien supremo, entonces la Nada mantiene su primacía no sólo sobre el ser finito y contingente sino incluso sobre el Ser mismo. Aceptar que la trascendencia divina no es Ser, sino el Bien Supremo, exige pensar a Dios mismo como antes de la aparición del ser. Lo cual es poner a la nada antes del ser en cuanto tal. En su empeño por profundizar radicalmente la separación entre Ética y Ontología, Levinas piensa el tema en dos cursos impartidos durante el año académico 1975-1976, en su último año de docencia regular en la Sorbona. Los cursos, aunque no los haya redactado como libro, son parte integrante de su pensamiento. Los cursos tratan de tres temas principales, a saber, Dios, la Muerte y el Tiempo. Y con ese título han sido publicados por la editorial Cátedra, en su colección Teoremas, en 1994 y 2012, con una nota de Advertencia firmada por Jacques Rolland. Son las ideas expuestas en estos cursos, y no su libro De Dios que viene a la idea (1982), los que mejor expresan su proyecto de una ética divorciada de la ontología.

 

Para Heidegger la ontoteología es Dios como ente, es olvido del ser. Entonces, hay que pensar el Ser sin el ente, sin Dios. El desafío del Mago de Friburgo es tomado por Levinas en el sentido de que la salida a la relación ontológica es la relación ética. Mientras que el propósito de Heidegger no es salir de la ontología, el de Levinas sí lo será. Para Levinas el ser no determina el sentido, sino que es el sentido es el que determina el ser. Piensa que hay que testimoniar a Dios sin llevarlo al Ser y ello es estar en terreno ético. Su conclusión será que Dios es anterior al ser porque es el Bien Absoluto. Y el Bien absoluto es anterior al ser.

 

Nos preguntamos si Levinas no se encuentra atrapado en el razonamiento de Heidegger de considerar a Dios como un ente. Al parecer sí lo está. Estima que uno de los grandes aportes de Heidegger es haber advertido en la filosofía occidental su interpretación ontoteológica del ser como Dios o fundamento de los entes. Además, considera que la nueva época dominada por la ciencia y la técnica será el fin de la ontoteología. O sea, será el fin de la creencia en Dios por el avance del secularismo y del ateísmo. Pero no advierte, señala Levinas, que la raíz del error es haber asumido a Dios como el ser. Para Levinas Dios no nos remite al Ser sino a algo previo, a saber, el bien, lo ético original. Esto es, Levinas cae en la trampa heideggeriana por no entender a Dios como el ser absoluto y dejarse llevar por una diferencia ontoteológica que no comprende la naturaleza de Dios. El propósito de Heidegger es cambiar la clave teológica de la comprensión del Ser como fundamento, por otra clave inmanentista. Por tanto, su crítica no sólo apunta al Dios de la metafísica sino también al Dios de la fe. Sartre ya lo había advertido al incluir a Heidegger dentro del existencialismo ateo. Y esa consideración no se limita a su producción de los años veinte, sino que se extiende a toda su obra, porque lo divino queda subsumido a una de las formas del Ser. Sus consideraciones podrán haber nacido de motivos cristianos pero su propósito fue siempre apuntar a una ontología libre de Dios. Su agnosticismo no desaprueba la existencia de Dios ni desmiente que el ser no es Dios. “Al fin y al cabo, los dioses son los del pueblo: no hay un dios universal para cualquiera, es decir, para nadie”, expresaba en los años treinta y luego no se desmentiría. Incluso cuando afirma: “Sólo un Dios puede salvarnos”, lo hace desde su perspectiva de la desfundamentación de la teología. Los estudios de Lorenz Puntel, Néstor Corona, Alejandro Lezama, apuntan en ese sentido. Cierto que Heidegger es muchas veces evasivo, no es un prodigio de claridad expresiva y gusta jugar con frases misteriosas. Pero lo que dejó expresado y escrito puede ser tomado en consideración para una evaluación seria de su pensar sobre Dios. En ese sentido, ni para Levinas ni para Heidegger Dios no nos remite al ser. sino al Bien supremo para uno y al ente para el otro. Pero Levinas al estimarlo así no se escapa de la jaula ontoteológica tendida por Heidegger.

El tema de la ontoteología es Dios como fundamento del ser. Ello significa para Levinas que es Dios el fundamento de todo sentido. Pero repara que, para Platón y Plotino, Dios está más allá del ser. Hay un más allá del ser, una trascendencia anterior al ser: el Bien. Y es aquí donde la ética no se subordina a la ontología. El ser es manifestación, la trascendencia no lo es, se la intuye por la teología negativa. Declara, entonces, que buscar otra fuente de sentido que no sea el ser es también filosofía. La otra fuente de sentido es la trascendencia que está más allá del ser. No obstante, lo primero que suscitan estos razonamientos es por qué el ser no ha de ser considerado como trascendencia si es manifestación. No hay manifestación sin trascendencia. Si Dios no es solamente lo no manifestado sino también lo manifestado, por qué no ha de ser el Ser que trasciende. Las aseveraciones de Levinas, congruentes con Platón y Plotino, sólo pueden prosperar si se acepta que lo no manifestado es Dios y lo manifestado es el Ser. Por ende, si Dios no es el ser, sino algo que lo trasciende, entonces el ser proviene de algo que no es el ser ni la nada. Ese algo es el Bien, pero cómo concebirlo al margen del ser. Para Platón la idea de Bien no es Dios, como para Plotino, sino que es causa de la realidad. La idea de Bien es fundamento del mundo inteligible y causa de toda la realidad. En Plotino Dios es lo Uno, la anterioridad absoluta del primer principio, y ello es la razón divina, lo cual es el Bien. La teología negativa en Platón y Plotino se manifiesta en su común negación de que se pueda comprender propiamente el Primer Principio. Aquí se enlaza Levinas con esta tradición sosteniendo que lo que está más allá del ser se la intuye por la vía negativa. Y lo hace para afirmar que sí es posible una inteligibilidad sin referencia al ser.

 

La negación del ser en la contradicción afirma, fue el gran descubrimiento de Hegel, mientras que para Husserl la lógica formal necesita mantenerse basarse en una lógica u ontología material. Incluso Heidegger intenta sin éxito destruir la identificación entre la presencia y el ser. De ahí deduce que la obra racional de la conciencia es reminiscencia o reconstrucción de la realidad. De modo que su proyecto de afirmar una inteligibilidad sin referencia ontológica al ser lo estima posible. Pero pensar sobre Dios a partir de la ética significa para Levinas reconocer que en Heidegger el ser es un abismo sin fondo. Y por ello representa la racionalidad de la no quietud. Pero el ser de los griegos, especialmente de Platón, es un ser de la quietud. En cambio, para Aristóteles el único teólogo es Dios. Reconoce que en la Edad Media es ligeramente distinto, porque lo ético es una capa que recubre la capa ontológica.

 

Con ello avanza hacia el tiempo. El tiempo es el otro, significa la diferencia entre el Mismo y el Otro. La misma duración del tiempo es paciencia o responsabilidad por el prójimo y en esa responsabilidad hay trascendencia hacia el infinito. En el prójimo el infinito tiene significado sin perder su sentido trascendente. Hay un sentido antes del saber (Pascal, Kierkegaard, Buber, Marcel, Wahl). En el conocimiento hay contacto, pero en la intersubjetividad hay afectación. En la relación con el prójimo se descubre el infinito. Pues el Yo está en un mundo con otros yoes que cuestionan su inocencia. Pero el yo ya está alterado por la alteridad. La subjetividad se borra delante del ser, se revela revelando. Pero la subjetividad desaparece ante la presencia, el aparecer, el fenómeno. Más nadie remplaza al yo en su responsabilidad. En ese sentido, Kant es el comienzo del fin de la ontoteología al concebir a dios como una idea trascendental. Pero ¿es el ser lo que más interesa al hombre? ¿No es más sensato que le importe lo bueno y lo correcto? ¿No es el hombre algo distinto del ser?

 

Efectivamente, en el significado existe una subjetividad. Pero el yo no es un concepto, es un compromiso que supone una conciencia teórica y un ascenso de lo pasivo hacia lo activo. La subjetividad no es simple facticidad de un Dasein. Así, en la responsabilidad por el otro la subjetividad se deporta, se exilia, se desgarra. De manera que para Levinas la subjetividad ética intenta imaginar a Dios como un más allá del ser. La ontoteología es Dios como ente, es olvido del ser. Para Heidegger hay que pensar el ser sin el ente, no hay que pensarlo como fundamento. Dicho olvido tiene su paralelo con la enajenación de Marx. Pero en Hegel el desarrollo del ser en la conciencia es parte de la historia del ser. En la filosofía ser es saber, teoría. ¿Pero es posible otro modelo de inteligibilidad? Y Levinas se responde que el yo siempre es un exponerse sin límites, es acercamiento al prójimo. Se trata de una paradoja intersubjetiva que es gloria del infinito. Por tanto, está en el yo la posibilidad misma de una inteligibilidad sin recurrir a la ontología. El hombre es algo distinto del ser y por ello está en él la posibilidad de una inteligibilidad que supere el ser. Esa convicción de Levinas se deriva de su punto de partida ontoteológico heideggeriano. Ello se condice con su esfuerzo de marchar más allá de la esencia. Todo lo cual para nosotros es un malentendido, dado que lo ético no supone necesariamente abrir una brecha en el ser, sino, más bien, entender otra forma ontológica presente en la ética.

Levinas es un pensador de la secularización, para el cual existe un sentido filosófico de la técnica. Dice que de la trascendencia espacial nace la idolatría. El saber de occidente es la secularización de la idolatría y va desde la negación de la metafísica hasta el ateísmo. Levinas no rechaza la metafísica. Al contrario, piensa en una ética metafísica, pero que no sea ontológica. La modernidad es la secularización de la idolatría hecha ontología. El Ser no es Dios. Y con ello alude directamente a la ontología fundamental de Heidegger, sin omitir la fenomenología trascendental de su maestro Husserl. Para Levinas no pasa desapercibido que Heidegger seculariza la diferencia ontológica, alineándose con ello con la demencia de la modernidad. Por más que después de su visita a Grecia, el Heidegger otoñal haya insistido en la idea de que el olvido del ser impide el acceso a lo sagrado, a lo divino, a Dios, siempre insistió de que se trataba de dar un nuevo camino al pensar en vez de tomar empuje al camino de la religión. Nunca transigió que Dios pudiese ser tema de la filosofía ontológica fundamental, pues ese lugar lo ocupaba el ser puro. En una palabra, Heidegger había secularizado el tema de Dios con su ontología fundamental.  Pero Levinas en vez de enmendar la exageración de la diferencia ontológica abarcando a Dios, la mantiene para sacar a la ética de su dominio.

 

Cuando en su lección del 13 de febrero de 1976 aborda el tema de Don Quijote, destaca que el mundo es embrujo y en el nivel humilde de la misma se perfila la trascendencia. La secularización a través del hombre se perfila como una pregunta sobre Dios. Esto es también hallar una trascendencia no ontológica. Esto es como decir que en el corazón del antropocentrismo de la modernidad hay un movimiento de trascendencia no ontológica. Lo cual es hasta cierto punto cierto, pues es un esfuerzo de trascender en el plano puramente inmanente. Pero tampoco excluye que se pueda enlazar dicha inmanencia mundanal con la trascendencia de Dios. Salvo que se trate de la moral de situación que excluye lo divino.

Las lecciones subsiguientes pondrán énfasis en el papel de la subjetividad para alcanzar la ética sin ontología. La subjetividad como anarquía señala un ámbito previo a la intencionalidad y a la libertad. Por eso es irreductible a la conciencia trascendental. Es una libertad sin responsabilidad, es un puro juego. Esta libertad como anarquía describiría perfectamente la que pregona la filosofía posmoderna con Vattimo a la cabeza. Pero Levinas enfatiza que la situación de responsabilidad condiciona una libertad limitada. Ser responsable es sufrir por los demás. Algo idéntico a lo que experimentó Buda al abandonar su palacio y constatar el sufrimiento de sus congéneres, lo que le produjo una profunda transformación interior. Pero Levinas verá una salida de la ontología en la relación ética. La salida a la relación ontológica es una relación ética. La novedad del imperativo categórico es que no pertenece a ella ni Dios ni la inmortalidad. Se trata del imperativo de una moral autónoma. Y así el ser no determina el sentido, sino el sentido determina el ser. Y es así porque por encima del ser está Dios, el Bien absoluto.  Pero nos preguntamos si este Dios por encima del ser no falsifica a Dios mismo.

 

Nótese que Levinas no está consagrando el subjetivismo de la modernidad con aquella apreciación del imperativo categórico kantiano. Pero decir que así se constata que el ser no determina el sentido, sino que el sentido determina el ser, porque por encima del ser está no la subjetividad humana sino Dios, es reinterpretar la razón práctica kantiana fuera de su marco contextual. Lo cual es original, porque permite observar que lo extraordinario de la responsabilidad es que permite flotar por encima de la ontología. O sea, no imaginando a Dios como causa del mundo sino como la bondad del mundo. Por eso cuando en su lección sobre “La sinceridad del decir”, sostiene que el decir no es para disimular el pensamiento, sino para autenticarlo. El decir sin dicho, de los gestos y acciones, son comunicación no intencional. Así, testimoniar a Dios sin llevarlo al ser es estar en terreno ético. Y aquí es inevitable volver a interrogarnos si ese testimoniar a Dios por encima del ser no distorsiona a la misma divinidad. Acaso no nos estamos deslizando por el peligroso camino del nihilismo ontológico con apariencia ética al renunciar ver a Dios como causa del mundo. Pero sacar a Dios del terreno ontológico para justificarlo en el terreno ético ¿no es acaso incurrir en monoteísmo ético estricto? No obstante, Levinas insiste para luego hablar de la gloria del infinito y del testimonio. Exceder el presente es gloria que produce el infinito. Pero hay desproporción entre la gloria y el presente. Ningún presente tiene capacidad de infinito. Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos. O sea, el lenguaje no reproduce el pensamiento. En la ética hay la paradoja de un Infinito en relación y a la vez sin correlación con lo finito.

 

Todo esto lo lleva a Levinas a sostener en sus tres últimas lecciones que la historia de la filosofía es la destrucción de la trascendencia por la ontología. Si Dios está más allá del ser entonces hay otra racionalidad, la de la trascendencia. Dios es anterior al ser porque es el Bien absoluto. Fuera de la experiencia está la idea cartesiana de Infinito. Eso significa que la experiencia no es el origen de todo sentido. En Descartes la idea de Dios o el Infinito es una pasividad sin receptividad que se impone al espíritu. La idea de Dios hace estallar el pensamiento, es el cogito cogitatum. Y en su última clase afirma: Infinito es antes de la aparición o sea un Dios trascendente hasta la ausencia. Un más allá del ser es un algo mejor que el ser. el Bien absoluto.

 

Aquí quiero intercalar una digresión que esta relacionado con la trascendencia de Dios hasta la ausencia. Me refiero al hecho empírico de la “desolación”. En la desolación la subjetividad se siente a una distancia infinita de Dios, del mundo y de los otros. No hay más que tú y tu propio dolor, todo lo demás desaparece. La intensidad de la interioridad de la subjetividad alcanza tan hondos límites que encuentra dónde descansar los pies. Es la desolación que sienten los padres al perder a un hijo, o el esposo al perder a la esposa. La mujer lleva mejor el luto que el esposo, porque el hombre siempre está más próximo con la soledad ensimismada y la mujer más cercana a la sociabilidad. Yo mismo experimenté la desolación a la muerte de esposa. Sentí que se abría un foso tan profundo en el alma incapaz de ser llenado por nada. Fue similar a un desgarramiento tectónico que dejaba un vacío en lo más profundo de mí. Esa desolación suele ser recurrente como incomprensible. Pero el hecho es que en la desolación la trascendencia de Dios está presente en la ausencia. Pulsa un dolor sin consuelo, frente al cual Dios sólo es testigo. Es otra forma de estar ante Dios, pero en completo silencio abrazado al propio dolor. La desolación es monologante, no tiene que estar ligado al rencor, se parece a un silo, es como un entorno peligroso e implacable que sólo se amaina ante la presencia del testigo divino. La desolación es un desgarro infinito de soledad dolorida exasperante. En la desolación se pone en el asadero a la subjetividad como puro dolor. En la desolación hay trascendencia hacia la ausencia de una otredad querida y añorada. También hay la desolación metafísica donde se siente el propio ser asido por las garras de la nada. La desolación siempre es metafísica, porque remite el ser a la nada. Y lo único que impide el cabal cumplimiento de la nada es ese testigo mudo de la divinidad. El hecho empírico del suicidio es el vecino próximo de la desolación. Siempre amenazante y cuasi presente tienta con el fiel cumplimiento de la nada. Es lo más alejado del Bien absoluto por la acción y lo que más cercano se encuentra por la desesperación. Desolación, desesperación y suicidio son hechos empíricos de la subjetividad entregada a su propia infinitud, donde Dios es una trascendencia en la ausencia. Experiencias que encuentran su antípoda total en el éxtasis, que es lo más cercano que se puede colocar la subjetividad a la trascendencia divina. Del arte literario se pueden extraer los mejores ejemplos del sentimiento de la desolación. Y lo hallamos en Gabriela Mistral y su poema Desolación:

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que no son míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.

Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras de oro mi pobre madre canta.

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no encuentro los instantes,
porque la noche larga ahora tan solo empieza.

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que viene para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis cristales:
¡siempre será su albura bajando de los cielos!
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.

 

Estos estremecedores versos de increíble belleza retratan la bruma yerta del morir infinito en la desolación, donde se oye el eco de Vallejo en Dados Eternos cuando dice:

 

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!

 

Es el pobre hombre que se estremece ante el Bien absoluto de la Otredad divina que azora y desconcierta, mientras pende sobre nuestras cabezas la promesa de salvación. De nuestra ética dependerá nuestra ontología. O sea, como hemos enfatizado en la ontología de la alteridad, la ética no se divorcia de lo ontológico, más bien es su cabal expresión en la naturaleza humana. En nuestra relación con el prójimo la ética no es una capa que recubre lo ontológico, es lo ontológico mismo en su naturaleza ética. Y el prójimo absoluto, que es Dios, no puede ser lo ético puro, como pretende Levinas, porque su ser supone la perfecta unión entre lo ontológico y lo ético.

 

Como se vio, el objeto del último curso de Levinas en la Sorbona era pensar a Dios fuera de la ontoteología. Se trata de hallar una trascendencia no ontológica en la ética, en el Bien Supremo. Su afirmación de que no es el ser el que determina el sentido, sino el sentido el que determina el ser se dirige a reforzar la idea de que por encima del ser está el Bien absoluto, que es Dios Providente, omnisciente y omnipotente. Levinas por su fe judía abraza un monoteísmo estricto, diferente al monoteísmo trinitarista del cristianismo católico. Es decir, Jesucristo no será para él Dios hecho hombre y representado por el Espíritu Santo, el Paráclito. Pero justamente la Encarnación y la Resurrección son los hechos decisivos para sostener que Dios no puede ser pensado fuera de la ontología. Ambos no son acontecimientos meramente éticos sino también ontológicos. Dios-Hombre es de significado soteriológico. Por eso, la trampa de la diferencia ontoteológica de Heidegger no puede extenderse a Dios. El malentendido de Levinas tiene su origen en este punto de partida falso. Es decir, afirmar que Dios es anterior al ser porque es el bien absoluto, rompe no sólo con la espiritualidad de occidente, que ha sido una aventura del ser, para convertirlo ahora en una aventura del bien absoluto, sino que es incurrir en una postura pagana neoplatónica al intentar colocar a Dios más allá del ser. Pero el judaísmo no tiene que llevar a la postura de Levinas, que en defensa de la ética abjura del ser, pues otro filósofo judío como Buber afirma que el ser es el acceso al prójimo, la esencia humana es la estructura yo-tú. Ni Heidegger ni Levinas han comprendido que en Dios el Ser no es la primera participación, sino la perfección fundamental. El no hacerlo llevó también a otro filósofo en el siglo IX, Juan Escoto Erígena, a sostener que Dios se sitúa por encima de todas las categorías como hiperesencia que está por encima de toda afirmación y negación.

 

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Ontología de la alteridad

y liberación

 

 

La ontología de la alteridad ha completado su recorrido por sus dos vértices principales, a saber, la otredad finita y la otredad infinita. Ahora se trata de interrogarse si puede estar en función de la liberación concreta del ser humano. Sólo enlazando lo axiológico con lo ontológico se resuelve la oposición entre el ser y el valor. Pues el valor nos hace penetrar en la interioridad del ser.

 

La ontología de la alteridad al concebir el binomio ética-ontología como una unidad que singulariza a la realidad humana, no puede limitarse en la racionalidad práctica a una promoción del diálogo y la escucha de los excluidos convertidos en objetos por la dominación, sino que reconoce que todo esto es estéril e infecundo para cambiar realmente las condiciones de vida si previamente no se elimina la estructura de injusticia que rebasa lo eurocéntrico y abarca a todos los seres humanos. Escuchar atentamente y dialogar con el oprimido no resolverá su situación injusta si no se desmonta la estructura social injusta que la mantiene y promueve. Es esa su diferencia fundamental con la Filosofía de la liberación de Enrique Dussel. Pues, el diálogo, por el contrario, puede volverse hasta peligroso para mantener el statu quo con la apariencia del consenso. En este punto es muy lúcida la filósofa Chantal Mouffe cuando observa el peligro del consenso en la política contemporánea, en su libro La paradoja democrática. El consenso es utilizado como arma ideológica en los tiempos actuales antirrevolucionarios, porque niegan el conflicto como lo esencial de la democracia. En lugar de la discrepancia y el conflicto promueve el consenso y la unanimidad social. Con ello se busca aletargar la lucha social e ideológica y mantener el discurso dominante del neoliberalismo. De ahí el interés de la derecha populista en promover el consenso y se posiciona como la única fuerza de oposición contraria al sistema.

 

La ontología de la alteridad no puede cerrar los ojos a la revolución de los ricos contra los pobres que actualmente acontece bajo el neoliberalismo. Ya John Kenneth Galbraith había hablado de la llegada de la "revolución de los ricos contra los pobres". Ahora que es una realidad se constata que la batalla por las ideas la guerra la están ganando los corifeos de Hayek y Friedman, quienes fueron los que iniciaron la verdadera reforma revolución económica a favor de los ricos contra los pobres. Es por ello por lo que la ontología de la alteridad no permanece indiferente ni neutral al hecho decisivo de la importancia de apoderarse del discurso hegemónico para desmontar las estructuras injustas de la sociedad. Lo que aquí está en juego no es el diálogo ni el consenso, sino la batalla por las ideas que promuevan el cambio de estructuras. Lo que aquí está en litigio son las ideas. Un ejemplo de ello es el libro de Ernesto Laclau, La razón populista, pensador gramsciano que sabe que la partida en la lucha política se gana cuando se logra apoderarse del discurso hegemónico. La idea central de Laclau es que el populismo es un signo de una democracia incompetente. En América Latina el populismo se justifica como forma de construir lo político. El populismo de izquierda es democrático y se atrajo el odio de los oligarcas y de los serviles del imperio. Laclau ejemplifica la resignificación del término "populismo", porque está inserto en una laboriosa guerra de trincheras dentro de la batalla ideológica y cultural por apoderarse del sentido común en contra del control ideológico de los intelectuales neoliberales. El libro es un excelente ejemplo de la impronta actual de Gramsci y su enorme importancia con su concepto de "guerra de posiciones" en la lucha ideológica por la hegemonía cultural.

Y la ontología de la alteridad no permanece indiferente a la lucha por apoderarse del discurso hegemónico porque la explotación y exclusión del prójimo proseguirá si no se atiende al hecho ético de la ejemplaridad. La ejemplaridad como principio ético de confianza en la virtud pasa por el cedazo del triunfo de las ideas contra la injusticia. El libro de Javier Gomá, Ejemplaridad pública, tiene el mérito de demostrarlo. Propone una filosofía política basada en la ejemplaridad de la virtud y no en la barbarie del nihilismo. Sólo la fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso puede generar virtudes cívicas y promover la emancipación del ciudadano. Lo único cuestionable sobre Gomá es que piense que ello pueda darse en medio de la secularización. O sea, en el increencia en el principio fundamental de la metafísica, Dios.  Y tampoco queda claro cómo la ejemplaridad pública pueda cambiar las estructuras cuando se limita al ejercicio profesional de su función burocrática. Al contrario, su énfasis en el ejemplarismo de la virtud puede devenir en conservatismo que cohesione el poder injusto.  

De manera que la ontología de la alteridad en la racionalidad práctica no puede cerrar los ojos a la existencia de una violencia estructural. Y en ese sentido está más próxima a la Teología de la Liberación de Gutiérrez, Sobrino y Boff, porque resulta fundamental darse cuenta de que existen estructuras sociales malas y perversas, generadoras de la opresión y explotación del prójimo, encarnadas en La racionalidad sin ética del capitalismo. Existe un pecado estructural llamado capitalismo, el cual es un terrorismo estructural contra el hombre. La teología de la liberación se dio cuenta que la estructura misma del capitalismo es violencia contra el Otro. La capacidad de ser inmoral y corrupto está ínsita en la inmoralidad de las estructuras. Aquí no basta el diálogo, el consenso ni la escucha del oprimido. Lo que se impone es luchar revolucionariamente contra el capitalismo que hace del nihilismo un modus vivendi antihumano. Cada prójimo es un Cristo, sea pobre o rico, explotado y explotador, y la continuidad de lo injusto afecta a ambos, al amo y al esclavo.

En este sentido la ontología de la alteridad tampoco puede ignorar el imperio del amor en el proceso del cambio social, hasta tal punto que conciba la eliminación de las estructuras injustas como el acto de amor más sublime al alcance del hombre. El filósofo francés Luc Ferry, en su obra Sobre el amor, llamó la atención sobre el paso de los matrimonios concertados a los matrimonios por amor, lo que dio paso a un segundo humanismo de la fraternidad y la solidaridad, donde se dejan de lado las grandes masacres en nombre de unos principios mortíferos para preparar el porvenir para quienes más amamos. Lo cual suena hermoso, pero distante con la realidad. Se supone que ello llevaría al hombre a un tratamiento más compasivo y misericordioso con su prójimo, pero nada de ello ha sucedido. La hegemonía por la lucha de las ideas puede ser decisivo para distorsionar la vivencia del amor. Por ende, para que el amor pueda construir pacíficamente su cauce de hermandad global requiere previamente extirpar las estructuras materiales injustas. Ni el amor, ni la virtud, ni la ejemplaridad, ni los valores, son fuerzas suficientes para contrarrestar el mal en el mundo. ¿A un poder material habrá que oponerle otro poder material? ¿No fue Cristo el primero que expulsó del Templo a los que habían convertido en casa de ladrones la casa de su Padre?

 

La doctrina social de la Iglesia no cesa de condenar en sus diversas encíclicas al capitalismo. Especialmente Caritas in veritate. Sobre el desarrollo integral humano en la caridad y en la verdad, pone énfasis en que no basta la intención redistributiva del Estado, sino que hace falta civilizar la economía incluyendo en ella la lógica de la solidaridad, la gratuidad y la fraternidad. Benedicto XVI preconiza crear una economía solidaria y enfatizar la dimensión social de la empresa. Una globalización sin caridad en la verdad sólo crea superdesarrollo material acompañado de subdesarrollo moral. Pero gestionada con caridad puede generar una gran distribución de la riqueza acompañada de crecimiento moral. Algo muy coincidente expresa el teólogo Hans Küng en su libro Hacia una ética mundial. Pero el capitalismo no sólo impide una economía humana sino también destruye desproporcionadamente la naturaleza. Y esto es denunciado de modo alarmante por el Papa Francisco I en su encíclica “Canto a las criaturas”: “No podemos legar a nuestros hijos una Madre Tierra convertida en un desierto”. Los límites de la destrucción ecológica del planeta desautorizan la legitimidad actual del capitalismo. En un planeta finito no es posible un crecimiento infinito. El capitalismo ha perdido legitimidad y suprime la libertad porque el dinamismo estructural que preconiza colisiona con la solidaridad ecológica que impone límites. La Madre Tierra se ha convertido en la gran Otredad natural que también exige un trato caritativo. La ontología de la alteridad es sensible a ese otro vértice de la otredad finita junto a la otredad finita intersubjetiva y la Otredad infinita. Por ello rechaza moralmente la contaminación ecológica a escala planetaria del capitalismo. La otredad ecológica es una nueva toma de conciencia que condena la estructura antihumana y antiecológica porque sólo están en función de la ganancia y no de la solidaridad ni de la conservación natural.

 

La izquierda actual se debate en un dilema. Por un lado, la línea “progresista” ha abandonado la lucha anticapitalista, se volvió liberal y, por otro, la línea “republicana” reclama un marxismo republicano que emplea el parlamentarismo, la democracia e incluso el mercado, para transformar las estructuras. Obviamente, el segundo tiene que enfrentar la colosal e implacable guerra de embargos y sanciones unilaterales por parte de un imperio encargado de poner toda serie de obstáculos para que dicho programa de izquierda no prospere. En todo caso la violencia viene del lado de la derecha y no de la izquierda. Pero el discurso dominante es optar por el mal menor y mantener la uniformidad simultánea. El filósofo francés Jean Claude-Michéa en su libro El imperio del mal menor. Ensayo sobre la civilización liberal, justamente describe el comportamiento esquizofrénico de un sistema de incita a optar por la mayor libertad y al mismo tiempo hacerlo en una dirección determinada. En su opinión ello es derivado de las guerras de religión y políticas que han llevado hacia la aspiración a hacernos el menor daño posible, dejando al margen la virtud, el bien público y los elevados ideales. Pero da la casualidad de que el imperio del mal menor no se cumple hacia los que el imperio considera sus enemigos. Así mantiene por más de cincuenta años el bloqueo a Cuba y los ilegítimos embargos a activos financieros a Venezuela, Irán, Corea del Norte, Rusia, China, entre otros, son de índole criminal e ilegal. Entonces existe un sesgo en la apreciación del imperio del mal menor, porque la política internacional muestra el desarrollo a gran escala del imperio del mal mayor. Es decir, la racionalidad sin ética del capitalismo se expresa en todas las dimensiones de la vida.

 

La ontología de la alteridad como racionalidad ética de liberación es, en principio, una ontología real porque atiende tanto a la dimensión inmanente como a la dimensión trascendente de la Otredad. Pero ello no basta. Tiene que ser una ontología de la revolución tanto interior como exterior. De lo interior reconociendo la presencia de la Otredad absoluta en el ethos páthico donde reside la captación del valor y la posibilidad del encuentro con el prójimo. De lo exterior admitiendo la responsabilidad ante el prójimo finito en el ethos del logos, como una necesidad ínsita en la necesidad del cambio de las estructuras que impiden una vida justa con el otro. La ontología de la alteridad no se hace ilusiones con el perfeccionamiento de la naturaleza humana, la misma que está instalada en una ambigüedad, el tedio y falibilidad existencial que lo hace proclive a la indiferencia ante la práctica de las virtudes a pesar de la captación de los valores. Pero justamente en ello reside la gran prueba para la libertad humana. El hombre es una inmanencia en la trascendencia y una trascendencia en la inmanencia. Y por eso su responsabilidad se extiende hacia el cuaterno de sí mismo, el prójimo, la otredad natural y la Otredad absoluta. Y de cualquiera de esas aristas puede ser asaltado por el agobio. El Otro incita su responsabilidad, pero también puede producir agobio, cansancio y aburrimiento. De modo que se puede ignorar el cuaterno, pero no se puede eludirlo porque su ser es ético. En otras palabras, su ser ético vive amenazado permanentemente y es el más difícil de sobrellevar. Pero el mayor agobio es el agobio de sí mismo, el del propio existir. Se puede escapar del agobio del prójimo en la soledad, pero no se puede huir del agobio de sí mismo salvo durmiendo o soñando. Particularmente en la sociedad enajenada, donde a la gente se le hace creer todo el tiempo que es libre pero que en realidad se le conduce por un camino predeterminado, un ritmo de vida apresurado, el agobio -conocido como estrés- se traduce en no poder hacer lo que a uno le gusta, no realizar su personalidad en su verdadera vocación, y así la vida se vuelve insípida, incolora y dolorosa. La terapia que se recomienda es mantener una actitud positiva, pero en realidad de poco ayuda cuando el contexto vital se mantiene igual. Nuevamente el problema es cambiar la estructura tirana.

Pero existe otra dimensión de la ontología de la alteridad en relación con la liberación y tiene que ver con la mística. La mística está estrechamente unida con la naturaleza ética del hombre, porque es un ser advocado a Dios. Se manifiesta como deseo de unión con la divinidad desde la mística primitiva, precristiana y cristiana. Para las grandes religiones universales es el hombre el que preside el retorno de la creación a Dios. La mística está ligada a formas particulares de liberación del alma. La mística chamánica supone la muerte mística que libera momentáneamente de esta vida. La mística neoplatónica es unión con lo Uno y liberación del alma respecto al cuerpo. La mística islámica insiste en la absoluta trascendencia de Dios. Y la mística judeocristiana es presencia interior de Dios y unión por el amor. Sin obviar que el misticismo no es incompatible con el desequilibrio nervioso e incluso psicológico, hay que afirmar que siempre está asociado a un estado de liberación. En la mística judeocristiana la sustancia del alma no es el ver -teoría- sino el creer -poner el corazón- y sólo por fe el alma se une a Dios. O sea, la mística es la contemplación de la verdad más íntima asequible a la criatura. Pero la fe está más allá de la razón y el sentido, es un liberarse de éstas. Lo cual significa que para arribar a la unión con Dios -como destaca San Juan de la Cruz- hay que hacer pasar al alma por la noche del sentido y la noche espiritual. Se trata de liberar al alma de todas las cosas sensuales y temporales, incluso de los es parte del espíritu. Por eso los actos heroicos de caridad son peligrosos sin una íntima unión con Dios. Sin esa liberación previa o vaciamiento completo no hay unión ni morada con Dios -como asevera Santa Teresa de Jesús-. En el ascenso a la perfección no hay que llevar carga. Se trata de una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, exterior e interior. Para unirse con Dios hay que liberarse o rechazar los prodigios naturales sensitivos y sobrenaturales-espirituales con los que el demonio tienta para apartarnos de Dios. Durante la “edad de la fe” los místicos presentaban éxtasis espectaculares, pero en la “edad de la apostasía” los místicos fuera y dentro de los conventos exhiben vocaciones accesibles a la vida ordinaria. Entre los filósofos no sólo Orígenes, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, sino también Raimundo Lulio experimentó éxtasis místicos, teniendo cinco veces la visión de Cristo en la cruz. Y la lista sigue con Eckhart, Suso, Ruysbroeck, entre otros. La liberación que representa la mística en la ontología de la alteridad significa que muy por encima del acto moral del hombre está la acción de la gracia divina, la misma que transforma el alma humana y la une a Dios. Es más, en la época de decadencia de la mística, que se inicia en el siglo XVII y se prolonga hasta nuestros días -donde no deja de haber algunos grandes místicos, como, por ejemplo, el Padre Pío-, se pone de manifiesto la importancia de la oración y lo sacramentos no sólo para la vida apostólica, sino para robustecer la vida moral. Nuestro tiempo postmetafísico, nihilista y hedonista es testigo que el bien moral sin Dios tiende a marchitarse, adelantándose el mal.

La ontología de la alteridad es una defensa de la unidad entre ética y ontología, y por lo mismo no puede desligarse de cuestiones de religión, estética, política y economía. Y en este sentido cobra especial importancia ética el hecho empírico de la “sensatez”, como cualidad del buen juicio, prudencia y madurez en acciones y decisiones. Y esta cualidad del ser ético es lo que hace falta con urgencia en el mundo actual. Por ejemplo, la inmigración de los pobres hacia los países ricos se podría evitar si con sensatez los beneficios económicos obtenidos por la globalización se repartieran a todos los países según sus necesidades. Una era global exige un reparto global de la riqueza, la tecnología, las patentes y la ciencia. La insensatez del orden político, militar y financiero que imponen sobre el mundo los monopolios a través de los países ricos es el obstáculo. La sensatez impone el predominio del interés común sobre el beneficio personal como idea central de una economía estacionaria. La ontología de la alteridad enfatiza que lo importante no es la producción sino la distribución y el arte de vivir. Esto hace imperativo eliminar la pobreza y distribuir los productos del trabajo mundial.

Hay que impulsar la producción en manos de cooperativas de trabajadores. Hay que limitar el derecho particular de propiedad para el bien público. Poner un límite a lo que una persona puede recibir como herencia, puesto que en ella no han intervenido sus facultades. Y unir la mayor libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas del mundo y una igual participación en todos los beneficios producidos por el trabajo conjunto. En una palabra, hace falta una revolución mental para superar el egoísmo y abrazar el bienestar general. Lo sensato e importante no es la riqueza, sino el arte de vivir. Con este reparto de la riqueza mundial se podría superar tanto la xenofobia y la xenofilia -amor a lo extranjero-, para empezar así la reconstrucción moral del hombre.

 

En suma, el problema de la ontología de la alteridad es el problema del hombre en sus relaciones totales con la inmanencia y la trascendencia.

ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (II)

   


                           

ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (II)

Contra la racionalidad sin ética

Gustavo Flores Quelopana

 

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Ontología de la alteridad

 

La fenomenología de la alteridad de Levinas, que busca evitar el solipsismo, se ubica más allá de la fenomenología trascendental de Husserl y de la ontología fundamental de Heidegger. Pero de lo que se trata ahora es de saltar la valla fenomenológica para reconocer la estructura ontológica de la alteridad, centrada en el ser ético.

 

El existente siente el impulso ontológico de salir de la existencia, inconforme y asediado de contradicciones irrumpe en lo Otro y en los Otros. Pero en esta irrupción hacia la alteridad se da la otredad del sí mismo. La otredad del sí mismo alude al misterio del propio yo para el existente. Sófocles decía: “Nada hay más misterioso que el hombre”. Y Freud y luego Lacan ahondaron en esta verdad. La conciencia moral no sólo se desconcierta ante la otredad del mundo y la otredad del prójimo, sino también ante la otredad de sí mismo. Se percibe a sí mismo como un logos insondable y profundo, lleno de misterios y enigmas, frente al cual debe asumir y adaptarse. No se trata de ninguna división esquizofrénica de la persona, se trata de los vericuetos insondables del alma, que apenas afloran en el sueño nocturno, las fantasías conscientes, el dormir sin soñar y el soñar despierto. Extendiendo las elaboraciones teóricas de Ernst Bloch, en El Principio Esperanza, se podría decir que el hombre es una utopía viviente. El principio esperanza es una ontología dinámica del ser y en ese dinamismo entra la acción ética. Sólo que en ese dinamismo de la acción ética se inscribe no en el horizonte blochiano de lo trascendente sin trascendencia, sino en el de lo trascendente con trascendencia. El deseo de utopía está presente no sólo en todas las edades del hombre, sino en el corazón mismo de la razón ética, porque el deseo de bien finito es insostenible sin el Bien absoluto.

 

Hay que afirmar que lo ético es irreductible a lo ontológico es negar la particular naturaleza ontológica de la existencia humana. El hecho de existir es algo bueno, si no lo fuera nos hundiríamos en la nada, pero esa bondad del existir es común a todos los entes. Sin embargo, en el hombre cobra una relevancia especial porque le da sentido a su ser. En el hombre la bondad del existir se vuelve inversamente proporcional a la realización valorativa de su existencia. A mayor realización valorativa menos importancia cobra su simple naturaleza ética, porque lo importante en el hombre no es su estructura ética-ontológica, sino la realización práctica de la misma. Y en esa realización práctica de la estructura ética-ontológica del hombre está el sentido religioso de la unión con el Bien Supremo. En otras palabras, de poco sirve emprender la realización del sentido ético al margen de su unión con el sentido religioso. Y esto es así porque el pináculo del sentido de las dimensiones éticas de la vida es el sentido religioso de unión con el Absoluto. Es por ello por lo que la secularización empobrece la realización plena del sentido ético de la vida, porque al vaciar al hombre de la sed de Dios estrangula su vida ética en vanagloria y narcisismo soberbio. El sentido religioso de lo ético no es sustitución de la clave ética por la clave teológica, sino que es su cabal cumplimiento porque se trata de elevarse hacia la Otredad suprema que es Dios. Dios es el Otro absoluto, incognoscible, santo y puro, que nos remite a la identidad completa del Bien con el Ser. Es por eso por lo que la existencia ética finita humana tiene que ver no sólo con el valor, sino también con el bien y el ser. Es más, el valor perdería peso y sentido sin éstos últimos.               

 

Así, cuando el multimillonario Warren Buffett afirma con orgullo sobre la revolución de los ricos contra los pobres: "Naturalmente que hay lucha de clases, lo que pasa que es la mía la que va ganando", lo que se entiende es que no sólo se está faltando al sentido ético con el prójimo sino también con la Otredad absoluta que es Dios. Ahora se entiende por qué la izquierda se ha vuelto conservadora, logrando aliarse con el sentido común. Lo que hoy pide el pueblo es conservar los derechos a estudiar, a tener familia, a trabajar en su lugar de origen, a la sanidad, a la pensión, a mantener sus derechos laborales. Pero todo eso fue arrasado por la ofensiva salvaje del neoliberalismo y la oligarquía financiera. Entonces, ahora se concibe que ser conservador se ha convertido en algo muy de izquierda. Ser conservador se convirtió en la mejor forma de ser antisistema. Pero de poco servirá ser de izquierda y antisistema si no se repara en que el sentido ético se diluye en las manos del hombre cuando anda divorciado del sentido religioso de lo ético.

 

La modernidad no se salvará en sus principios fundamentales de Fraternidad, Igualdad y Solidaridad mientras que no se alíe con el sentido religioso de lo ético. Mientras tanto seguirá precipitándose en el abismo mortal de la disolución nihilista.

 

El hombre es un ser ambiguo, acosado de contradicciones, su existencia es un valor condicional, el valor a su vez es secreto y manifiesto, todo lo cual hace posible que rechace el valor. Lo que nos hace éticos no es el encuentro en la otredad, sino el encuentro y la realización libre de los valores. Lo ético ya es en sí metafísica porque revela un trascendente en lo inmanente con la misión cósmica de enlazar la inmanencia con la trascendencia. Y ello sólo es posible con los valores máximos del Amor y el Bien. Pero parece que vivimos en una época postmoral, en el que bastan el Derecho y la política. Como sostiene Adela Cortina, en su libro Ética sin moral, la ética sin religión y sin metafísica ha sido vaciada de contenido, se ha quedado sin objeto en nuestros tiempos. Utilitaristas y partidarios de la ética discursiva han adelgazado tanto la ética que en las manos solamente queda el Derecho y la política. El resultado es una ética sin moral. Su apuesta es por la autonomía personal y la solidaridad social, capaz de llevar adelante la ética moderna y legitimar la democracia auténtica. Es más, en otro libro suyo titulado Ética mínima, sostiene que en tiempos en que nadie ambiciona descubrir la verdad, el bien y la justicia, sino solamente pasarla bien, es necesario que la cultura recupere su sentido respondiendo las preguntas por la rectitud y la justicia. Por lo menos busca alumbrar una ética de mínimos con el consenso y la autonomía humana como ejes centrales. No obstante, hay que señalar que son justamente estos ejes acentuados al máximo los que están conduciendo a la modernidad al gris nihilismo decadente y disolvente del sentido moral.

 

Los filósofos éticos que se aferran al ídolo de la secularización, a saber, la razón autónoma, jamás entenderán que es justamente ésta la que hay que derribar para dejar a una razón que reconozca las verdades suprarracionales, O sea no se trata de sustituir la razón por la fe, sino de reconocer a ambas como herramientas indispensables que tiene el hombre para elevarse a la verdad. Al contrario, el insistir en la razón autónoma ha llevado a la racionalidad sin ética hacia la negación de la razón y de la verdad.

 

Por ello, el camino no es salir de lo ontológico para entrar en lo ético. Pues lo ético es una forma superior de la ontología. Y en esta forma superior el ideal cumple un papel relevante. Lo humano no es el ente que se supedita al ser real, porque opone el ideal a lo real. El ideal se identifica con el atractor del valor, pero ya es el poder dinámico y viviente de la idea persiguiendo al valor. Pero en esta oposición del ideal a lo real se expresa la continuidad del acto de participación ontológica. Es una oposición ética que no excluye lo ontológico. La relación ética no está más allá de la ontología, no es extraontológica, porque el Yo es morada del ser valorativo. Pero la aparición del Otro no impone responsabilidad al Yo, sino a condición de determinados ideales y valores. Por ello la relación ética es asimétrica en cuanto a la responsabilidad, pero simétrica en cuanto a la identidad -reconocerse a sí mismo en el Otro-. La Conquista de América por el imperio español se ilustra bien la relación ética asimétrica entre el español conquistador y los autóctonos vencidos. Mientras que la relación ética simétrica se aprecia cuando los autóctonos reparan que los invasores son humanos en vez dioses y pueden ser destruidos.

 

Como no se da el camino de separación entre ética y ontología tampoco es necesario ir hacia otro tipo de lenguaje distinto de lo ontológico. En De otro modo de ser o más allá de la esencia, Levinas se propone ir más allá del lenguaje conceptual para instalarse en el corazón de la ética. A su modo de ver las cosas la comprensión del prójimo exige instalarse lejos de la comodidad lógica de lo “dicho” para tender campamento en lo “dicho”. El prójimo es prerreflexivo e invoca responsabilidad moral. Pero ya hemos visto que todo este esfuerzo por la búsqueda de otro tipo de lenguaje no ontológico se deriva de un malentendido de base: lo ético está más allá de lo ontológico. Pues, la responsabilidad que exige el encuentro con el prójimo no sólo plantea la primacía de la acción sobre la teoría, sino también la asistencia de la teoría sobre la acción. En otras palabras, el prójimo será prerreflexivo en cuanto a su existencia, pero no en tanto existente. Y por ello mismo plantea el problema racional de la justicia.  

 

La ontología de la alteridad es ética ontológica porque ve el sujeto como ente en relación y como ente que se observa en sí mismo dentro de un todo referencial que no se desentiende el Ser, sino que es una forma particular del ser. Los hechos vitales y empíricos del amor, la indiferencia, el gozo, el dolor, la muerte, la paternidad, la amistad, entre otros, son atendidos justamente porque este ser en relación no puede sumirse en el solipsismo del yo trascendental husserliano, ni en la incomunicación del Dasein heideggeriano, ni en el divorcio ontológico de la alteridad levinasiana. En la ontología de la alteridad la ética no se supedita al Ser, sino que es manifestación de la transformación misma del ser. El ser ético no es una supeditación del ente al Ser, sino que es una realización del ser en lo ético. El ser ético está irremisiblemente arrojado a la relación con la otredad, no puede esquivarla, ni en las mayores atrocidades que se pueden cometer contra el prójimo desaparece aquella condición ontológica de ser ético, ya sea para asumirla o negarla. El ser ético es una condición, no una determinación, y por ello mismo expresa la ambigüedad de la propia condición humana siempre dependiente de su decisión libre.

 

Justamente por ello la adhesión de Heidegger al nazismo no sólo fue de índole contingente y personal, no se trata de una simple falta de coraje, sino de una decisión libre que no deja de estar acorde con sus presupuestos filosóficos, como del Dasein abstracto y solitario, cuyo encuentro fundamental no es con los otros sino con el Ser o su idea del hombre como ser para la muerte. Ahí sí hay supeditación inhumana del hombre al Ser. Pero en la ontología de la alteridad no lo puede haber, salvo deliberadamente por razones ideológicas, porque el hombre es ese ser rodeado en el mundo de alteridades, otredades, que no puede ignorar, porque incluso la indiferencia frente a ellos ya es un tomarlo en cuenta. Por ello, cuando Gadamer (Verdad y método) afirma que la “facticidad de la vida” no son las cosas sino las creencias, costumbres y valores, o el ethos, olvida señalar lo fundamental a todo ello, a saber, el vínculo ontológico-ético con los demás. Gadamer se limita al ethos-logos o argumentativo intelectivo, pero lo anterior a ello es el ethos-pathos o lo emocional prerreflexivo.

 

La muerte es un hecho empírico y vital que sacude al hombre desde los cimientos del ethos pathos hasta el ethos logos. La muerte impacta y enlaza con la otredad de una manera muy especial. El “ya nunca lo veré” o “lo veré en otro mundo” es un signo del fuerte vinculo prerreflexivo y emocional que guarda el hombre con su prójimo. Al morir el otro la capa ética más profunda, el ethos páthico, recibe el golpe de su ausencia de un modo desconcertante, humillante y enigmática. Siente no sólo que se le ha quitado algo, una compañía apreciada, y que no puede hacer nada, se siente impotente, sino que, además, se le hace patente su propia mortalidad y desintegración en la muerte del prójimo. La experimentación propia e intensa de la finitud por la pérdida de un familiar o allegado lo llena de angustia y desesperación. Ama la vida y se resiste a ser un ser para la muerte. Y la falta de sentido y la incomprensibilidad del hecho pasa a ser asistido por el siguiente nivel de la conciencia ética como es el ethos logos. De ahí saldrá la comprensión valorativa, el consuelo y la esperanza moral para el hecho luctuoso. Las reacciones de los niños ante la muerte son de lo más reveladores y significativas de aquella capa prerreflexiva y emocional del ser humano. El niño siente impresión, orfandad, tristeza, ansiedad, enojo, culpa. El pensamiento concreto de los pequeños expresa con más claridad ese estrato profundo del ethos pathos que ve la muerte como un viaje del que se ha de volver. La valoración de la partida mortal como momentánea, no entiende su carácter irrevocable, inevitable e irreversible. Esa limitación de la comprensión de la muerte se encuentra fuertemente enlazada al estrato emocional que responde a una percepción especial del tiempo. El niño de edad preescolar casi no siente el transcurso del tiempo. Es similar a la sensación mágica que se cobija en el alma del poeta. En su mundo mágico las fronteras del espacio y del tiempo aún no han cobrado su rigidez posterior. Se experimenta el tiempo como un devenir continuo donde apenas cambia el color del cielo. Así, de leve le parece la muerte, apenas un ligero cambio del que luego se ha de volver. Esa percepción está ligada más pronto a la capa del ethos pathos de la esfera valorativa, la misma que imprime el sello de la imposibilidad de un no retorno en medio de la sensación de la existencia como algo bueno.

El filósofo sudcoreano Byung Chul Han reflexiona sobre la muerte en su obra Muerte y alteridad. Tomando en cuenta a Kant, Heidegger, Levinas y Canetti, entre otros, afirmará que concebimos la muerte como la extinción sin residuos del yo personal, como la imposición absoluta de lo totalmente heterogéneo. La inminencia de la muerte puede despertar un amor heroico, en el que el yo deja paso al otro y se promete una supervivencia. Así en torno a la muerte surgen complejas líneas entrecruzadas de tensión entre el yo y el otro. Una de ellas es tomar conciencia de la mortalidad para asumir la serenidad y la afabilidad. En la explicación de Byung Chul Han sobre la muerte se puede advertir nítidamente que el esfuerzo por tematizar la experiencia de la finitud en la mortalidad pertenece a lo que hemos llamado el ethos logos, al ethos discursivo, mientras que las reacciones prerreflexivas de énfasis del yo y el amor heroico ante ésta tienen que ver con la capa del ethos páthico. Pero la valoración páthica de la muerte no adelanta la conclusión de que somos un “ser para la muerte” o “para la inmortalidad”, ello acaecerá luego con la valoración del logos.

 

Ahora bien, el tema de la guerra es otro empírico y vital que corre parejo al de la muerte. Pero es muy diferente una “guerra que se sufre” a una “guerra que se emprende”. Una guerra que se padece asalta el estrato emocional más profundo de la existencia, el ethos pathos, que está ligado a la supervivencia misma. El deseo de no morir domina en ella. En cambio, en la guerra que se emprende predomina el ethos logos, ligado a la asunción discursiva de determinados valores justificatorios o condenatorios. El deseo de matar predomina en ella. De lo contrario cómo explicar la adhesión a la guerra de mentes lúcidas de intelectuales como Spengler, Jünger, Schmitt, Jaspers, pero también Max Weber y Thomas Mann, a la "ideología de la guerra". El filósofo e historiador italiano Domenico Losurdo, en su obra La comunidad, la muerte, occidente, examina dichas afecciones que calificaban a la guerra como "grande y maravillosa". Primero estudia la configuración filosófica centrada en la idea del ocaso de Occidente junto al tema de la comunidad y la muerte en la guerra. De lo cual emergerá produce en Alemania la ideología de "tierra y sangre" de la ideología nazi. Luego compara el tema del destino occidental-alemán, frente a los opuestos "mercantilismos" de las democracias y de la Unión Soviética. Pero el propósito de todo este recorrido de Losurdo es explicar los elementos ideológicos en la teoría filosófica de Heidegger y contextualizarlo sin recurrir a apología ni a demonización. De su examen se extrae la conclusión de que el “ser para la muerte” del Mago de Friburgo respondía al ethos del logos como discurso predominante en el contexto social de la Alemania de entreguerras. Lo interesante aquí es apreciar que Heidegger nunca supo procesar los horrores del Holocausto como censurables. Su filosofía nunca tuvo oído para la ética, sino tan sólo para el Ser abstracto. Ese divorcio profundo entre el ethos del pathos y el ethos del logos en Heidegger es una característica de la sociedad nihilista divorciada de los valores superiores, es un mal de nuestro tiempo. Esa comunicación defectuosa entre la captación emocional del valor y su efectuación práctica, hasta el límite de su negación, no tiene que ver con la naturaleza humana, sino con la presión social y el deterioro cultural de la sociedad imperante. Un sistema social que sustituye las auténticas necesidades humanas por otras artificiales, como sucede en el capitalismo, termina aniquilando los reales valores humanos e imponiendo una civilización material. Al trastocarse los órdenes teleológicos lo cuantitativo termina sometiendo a lo cualitativo, el valor se reduce a objeto, avanza arrolladoramente la tragedia de la cultura, donde un ímpetu demoníaco orilla a la humanidad a una especie de demencia social. La barbarie de la civilización materialista desemboca en la hegemonía de lo técnico-científico, donde lo importante no es pensar seriamente, ni conocer la verdad, ni valorar sustancialmente, sino vivir sin responsabilidad y actuar con ironía lúdica.  

 

 

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Ethos páthico y Ethos logos


La ontología de la alteridad parte de esta diferencia entre ethos páthico y ethos como logos. El primero atiende a la estructura ontológica de lo ético, como forma especial de la naturaleza humana. El segundo a las manifestaciones discursas en la historia de dicho fondo. El primero no es extratemporal, pero tampoco es enteramente histórico, es esencia que depende la existencia para manifestarse. En cambio, el segundo es temporal e histórico. Pero la estructura ontológica de lo ético, el ethos-pathos, no obliga, sólo condiciona la obligación. Si obligara dejaría de ser ético y se volvería en el algo determinado y no libre. Es por ello por lo que el hombre es una existencia que marcha como existente. Y en su marcha encuentra que la filosofía no es una opción sino una implicación existencial.

 

Esto tiene que ver con la afirmación de Heidegger en Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, donde indica que el hombre a pesar de su apertura permanece oculto. Pero lo oculto en el hombre no es una determinación de su finitud ontológica sino una condición de su ontología ética. Justamente lo oculto preserva su libertad y lo hacer ser lo que es, a saber, un ser libre, capaz de amor y odio, de bien y mal. El hombre como ser finito es un ser contingente y falible pero también libre. Esto no significa que la ética precede a la metafísica por medio de una praxis vital, sino que es ya una manifestación metafísica de la criatura humana que está entre los Otros.

 

La categoría mundanal de la vida, admitida por Dilthey, Husserl, Heidegger, Ortega, Gadamer y Habermas, es el contexto del ethos-logos donde se toma posición frente a los valores, pero previa a ella se da la categoría a priori-trascendente de la vida, como el contexto del ethos-pathos donde el sujeto está situado ante la Otredad y la dación de los valores. Es por eso, que la ontología de la alteridad no es simplemente ética de la alteridad, porque no se limita a ver que los sujetos son seres en relación, sino que, además, señala que esa relación es posibilitada por una estructura ontológico-ética como horizonte metafísico donde aparece la Otredad y se dan los valores, mucho antes de la toma de posición ante ellos. Por eso, es un horizonte prerreflexivo y prejudicativo, metafísico y ontológico, pero de naturaleza ética. Por eso, no es el comprender lo propio del hombre sino, un acto prerreflexivo previo, el recibir la dación del valor. Ciertamente que la mera dación del valor es inoperante sin el comprender, pero la dupla “dación del valor-comprender el valor” -con la primacía del primero- es lo propio de la existencia humana.

 

Es por eso por lo que quienes afirman desde una ética discursiva -Habermas, por ejemplo, en su obra Ética del discurso y la cuestión de la verdad- que el mundo se funda en estructuras lingüísticas intersubjetivamente compartidas, tienen razón sólo a nivel del ethos-logos, pero no del ethos como pathos. El hombre no sólo es un ser que conversa -Aristóteles decía que es el ser que tiene lenguaje-, porque si se abarcan gestos estaríamos a nivel de los animales como las ballenas y los delfines. No sólo somos diálogo y prudencia -como prefiere Gadamer-, sino que somos lenguaje porque habitamos en un previo horizonte extralingüístico de índole ético-valorativo. El Ser habla al hombre, pero también nos habla nuestro propio ser en clave ético-valorativa. En realidad, el Ser habla al hombre bajo el tamiz de esta clave. Todo el interés humano por las cosas del mundo pasa por el cernedero de lo ético-valorativo. Hay otra forma de decir lo mismo: ninguna gran idea llega al hombre sin antes haber estado en su corazón.

 

Quizá sea otra forma de leer la lógica del corazón de Pascal. Pero Pascal con su cristianismo individualista del siglo diecisiete sea ajeno al tiempo natural y en ello se aleje de nosotros, pero es contemporáneo no por su tiempo de la gracia, sino por advertir -como Dostoievski- que la cuestión de Dios es una cuestión decisiva del hombre, quizá el asunto existencial más importante que condiciona nuestra relación con el prójimo. El hombre será una nada frente al infinito, un todo ante la nada, pero un medio para evitar con el prójimo la nada y elevarse juntos al infinito. La ontología de la alteridad no reclama una actitud pascaliana, porque ya está instalada en la ontología del bien y del mal que anida en el corazón del hombre. Si cada uno encuentra lo que es en el fondo de su corazón, es porque no todos venimos al mundo con la misma capacidad para percibir el ethos como pathos y realizar el ethos como logos. De qué depende esa capacidad de nuestra alma. No hay duda de que somos misterio para nosotros mismos. Y es mejor reconocer que nuestra razón es tan poca cosa que es locura pretender tener respuesta para todas las preguntas.

 

Por lo pronto lo más prudente será acogernos al consejo de Pascal: Hay que cuidarnos de dos excesos, excluir la razón y no admitir más que la razón. Sin duda que la comprensión e interpretación de la ontología de la alteridad es temporal e histórica, porque el hombre lo es. Pero de ello no se deriva necesariamente que no pueda comprender ni interpretar lo intemporal y transhistórico. Incluso puede darse que el Ser y el Valor no siempre converse con el hombre o que su conversación no sea escuchada. La intersubjetividad del diálogo no se siempre y en todo momento de la misma manera. De aquí estamos a un paso de sentirnos tentados a repetir gadamerianamente que la hermenéutica no es un método sino el modo de ser del hombre. Pero no es necesario reincidir en la ontología fundamental heideggeriana porque la ontología de la alteridad pone énfasis en que antes que seres interpretantes somo seres captadores de los valores. Los valores asedian al ser del hombre porque su ontología es ética. Ni en la depravación y denigración el hombre pierde su sentido ético, incluso puede perder la vergüenza, pero no el sentido de lo malo y lo bueno. Esto es importante, porque señala el grado de enlace que existe entre el ser y lo bueno. Como ya lo destacó la escolástica, el acto de existir es algo bueno, ni el demonio puede desprenderse de ello. En cambio, la realización del valor, la práctica del bien o del mal, depende del desarrollo de los hábitos virtuosos o viciosos.

 

Es por eso por lo que se puede desconfiar de la ética cuando no se promueve la virtud y se extiende la cultura de la vulgaridad. En este sentido la ontología de la alteridad no es ninguna garantía para el triunfo del bien y la edificación de una sociedad y civilización ética, sino tan sólo la indicación que lo ético no se desentiende del ser, ni es su opuesto ni se subsume ni le es superior. Simplemente en la jerarquía de los seres lo ético es la forma correspondiente al ser del hombre. Su desarrollo no depende de esta base, ni de la toma de conciencia intelectiva respecto a ella, sino del desarrollo de virtudes que hagan posible la realización efectiva del bien y del valor superior del amor. Es por ello que la ontología de la alteridad no puede limitarse a una interpretación y comprensión temporalista del ser, el bien, la verdad, la historia, porque el hombre no es sólo temporal, hay en él algo de lo eterno e infinito. No se trata de caer en un nuevo nominalismo y relativismo proclamando que el hecho supremo es la interpretación, porque no es el lenguaje el que constituye la conciencia sino lo moral, lo ético y el valor. Pero a pesar de que es el horizonte ético el que constituye la conciencia, ello no significa siquiera que tener conciencia moral implique la consecuente práctica de los valores. Existe una conocida anécdota sobre Max Scheler al respecto: un alumno le preguntó porqué no vivía los valores con la misma pasión con la que los exponía, sólo atinó a responder que el poste indicador del camino no necesariamente se mueve en ese sentido. El peligro de tal actitud lo hemos visto en el desarrollo subsiguiente de la filosofía en la línea posmoderna y en el neopragmatismo donde incluso el poste indicador ha sido arrancado para sólo quedarse con la actitud interpretante. En la racionalidad práctica discursiva se cruzan la ética y la hermenéutica en un contexto donde no hay normas universales, sino solamente modos de vida. El resultado es un relativismo inevitable.

 

Todo indica que la verdad, el bien y el valor no pueden quedar bajo el horizonte del intérprete. Ello está basado en una errónea comprensión de la esencia humana, como existencia interpretante en vez de existencia sintiente del valor. Pues el fundamento ontológico del valor y del bien no es la existencialidad del ser humano interpretante. No es que haya verdad porque lo interpreto, sino que interpreto porque hay verdad. De la misma forma no hay bien y valor porque existo, sino que existo porque hay bien y valor. Lo afirmado también colisiona frontalmente con la ética discursiva habermasiana que sostiene que ni la tradición ni el diálogo son garante del libre acuerdo, porque son distorsionadas por fuerzas que violentan la relación intersubjetiva. Por lo cual, únicamente el “consenso” garantiza la verdad. Sin embargo, hacer como los habermasianos que el conocimiento de la realidad sea una construcción lingüística no supera la valla del subjetivismo y del historicismo. En este sentido, la ontología de la alteridad al hacer comprender que el hombre es una criatura ética, que no crea el valor ni el bien, sino que lo capta en su capa primordial ética del pathos y que pugna por expresarlo en la capa ético del logos, evita caer en la trampa del subjetivismo, el historicismo y el relativismo moral.

 

La revolución filosófica de la ética de la alteridad levinasiana es concebida como una ética que surge autónomamente respecto a la ontología, en la que el Otro es una alteridad radical y trascendente a la que denomina infinito. Considera que la ontología occidental ha estado dominada por el concepto de totalidad, la cual ha promovido la libertad egoísta y la dominación del Otro. Con lo cual la ontología impide la relación con el otro basado en la justicia. El Otro no es una idea sino un rostro que evoca conversar, pero que también cuestiona la conciencia. El rostro es el primer discurso que interpela. Es la presencia del Otro lo que provoca la corriente ética de la conciencia. El deseo es infinito, pero el deseo de ser más allá de la esencia es acción humilde que va a lo infinito del Otro. Lo Otro cuyo término no es el ser sino Dios. Es decir, la Otredad de Dios que se encuentra más allá del ser y de la ontología.

 

Lo que aquí propongo como ontología de la alteridad es que es un error concebir la ética más allá de la ontología. La ética no está subsumida ni más acá pero tampoco más allá de lo ontológico. Lo que hemos afirmado es que la ética es un modo particular de lo ontológico. La ética es una ontología de la persona, diferente a la ontología de las cosas. La ética es la ontología de un ser dotado de libertad, capaz de captar el valor y de llevarlo a la práctica. No es la ontología y el concepto de totalidad lo que lleva necesariamente a la dominación del Otro e impide la justicia y el diálogo con el Otro, sino que son los vicios y pasiones desenfrenadas. No será concebir al Otro como un infinito lo que promoverá el diálogo justo con él, sino atenerse a las virtudes. Por otro lado, poner a Dios por encima del ser como bondad suprema resulta sumamente controvertible.

 

Más coherente resulta Hans Jonas, en su libro El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, al afirmar que imponerse sobre la ética antropocéntrica que se basa en el obrar tecnológico significa una nueva metafísica que rescate el ser sin antropocentrismos y coloque la vida como finalidad propia y bien ontológico. El principio de responsabilidad se plasma en una ética ecológica que subsume la tecnociencia a una ética que ve con claridad que el futuro de la naturaleza es una responsabilidad metafísica.   

 

Otro autor que se empeña en una ética sin sustento en una metafísica del ser es Vattimo. Desde una ética débil, en su libro Ética de la interpretación, rechaza la postura de Levinas que considera que el respeto al otro se funda en la absoluta alteridad del otro, porque también el otro ha perdido su alteridad absoluta por la occidentalización del mundo y la cultura de masas. También considera la ética como la época del final de la metafísica. Busca fundar su ética hermenéutica en el horizonte de la ontología nihilista, sin valores supremos, donde sólo queda la devoción por lo limitado y lo efímero. Piensa que ello conduce a la solidaridad y el respeto. Pero en realidad su cóctel de esteticismo schopenhaueriano, superhombre nietzscheano y estética negativa de Adorno, resulta un poderoso vomitivo de los principios orientadores para quedar purgado de toda moral.

 

Por último, la ética pragmática del liberal Richard Rorty, en su libro ¿Esperanza o conocimiento?, y en su empeño por avanzar hacia una segunda Ilustración que supere el sueño por lo universal de la razón, asegura que llegó la hora de que los hombres dejen de buscar ideales universales y se conformen en resolver problemas específicos que nos separan. La ética en vez de servirse de la ficticia razón universal debe servirse de la real imaginación. No existe fundamento universal de los derechos humanos, todo es cuestión de ampliar la simpatía. La moral empieza donde el autointerés termina. Lo que en buena cuenta hace Rorty es sustituir lo que llama el egoísmo patológico universalista por el egoísmo patológico individualista. Su triste pragmatismo moral concluye concibiendo a la misma como un simple ajuste biológico de la especie. Si Levinas se las emprende contra la ontología occidental, la ceguera metafísica es un mal generalizado de la presente época nihilista que señala el rumbo de pensadores como Vattimo y Rorty, los cuales resuelven todo el debate ético a nivel del discursivo ethos logos sin fundamentos fuertes y universales.