IGUALDAD SIN LÁGRIMAS
Justicia como copertenencia (II)
Gustavo Flores Quelopana
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Justicia e Igualdad
“La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales,
como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”
Rawls
¿Qué sentido tiene
mitigar la pobreza con una agresiva forma de distribución hacia los más
favorecidos si no se busca eliminar las desigualdades sociales, sino tan sólo
atemperarla?
En 1971 publica Rawls
su obra magna, Teoría de la justicia, marcando el derrotero de la ética y la
filosofía política. Su propuesta consiste en construir unos principios de
justicia alrededor de unos bienes sociales básicos como referencia moralmente
significativa para comparar situaciones de desigualdad. Los bienes son los recursos medibles y
comparables entre sí. Su convicción básica es que una sociedad no es más
deseable o justa por ser más rica, sino por tener mejor distribuida su riqueza.
Para ello se sirve del principio de diferencia, que protege la libertad de las
personas contra cualquier intromisión de fines sociales superiores. Con esto
consigue la prioridad de las libertades individuales sobre las cuestiones
distributivas. Pero el liberalismo político de Rawls tiene tres
características: 1. Lo justo debe ser independiente de lo bueno para ser
imparcial. Se pone al margen de las doctrinas metafísicas -religiosas,
metafísicas o morales- que están generalmente enfrentadas. Este punto ha sido
tajantemente rechazado por autores como Alasdair MacIntyre (Justicia y
racionalidad, 2001) y Charles Taylor (Las fuentes del yo (1989), bajo el argumento
que es lo bueno lo que define lo justo y no al revés. 2. La sociedad es un
sistema equitativo de cooperación social de personas libres e iguales. Esa
cooperación es la base de la reciprocidad. La sociedad cooperante está
conformada por personas racionales y razonables. O sea, la razonabilidad
precede a la racionalidad, de lo contrario habría una colisión entre diferentes
planes de vida. Contra este punto se han dirigido las baterías de los
ultraliberales y marxistas. Unos para reprocharle la negación del derecho
natural a la propiedad privada, y los otros por sacrificar una mayor igualdad a
su modelo de libertad. 3. Las personas racionales y razonables comparten un
acuerdo social al verse a sí mismas como libres e iguales. Las personas libres
son autolegitimadoras. Al margen de toda autoridad cada persona autónoma decide
su estilo de vida y por qué un acto es moralmente bueno. Es decir, la última
palabra la tiene el propio individuo. Este es uno de los puntos más criticados,
pues fundar el sentido de justicia en el individuo es una incoherencia con el
resto de sus postulados en la medida en que la autonomía moral, de raigambre
kantiana, colisiona con la pluralidad de concepciones de bien. En este caso,
por ejemplo, ni creyentes -verdad moral es revelada-, ni utilitaristas -verdad
es el bienestar colectivo- estarían dispuestos a aceptar que la idea de bien se
pueda elegir de forma autónoma. En su segunda gran obra El liberalismo político
de 1993, trató de rectificar sus argumentos sobre la justificación de sus
principios. Si la justicia no es una concepción metafísica, sino política,
entonces, la estabilidad social se justifica pensando la libertad como la
condición política de los ciudadanos, en vez de un supuesto ético del sujeto
moral. Basta pensar que se tratan de ciudadanos libres e iguales dispuestos
llegar a acuerdos. Ya no se trata de respetar la pluralidad de concepciones del
bien, sino de hacer reposar la razón pública en el consenso entrecruzado de
intereses diversos. La única condición es que se acepten las reglas de
convivencia democrática. La cuestión de aceptar la autonomía del sujeto moral
es dejada de lado, se vuelve menos kantiano. Renuncia aspirar a una justicia
universal como en su primera obra, y ahora afirma que la justicia sólo sirve para
las sociedades con una consolidada tradición democrática. Rawls soluciona la
incoherencia interna de su teoría, pero no se libra de las críticas de la
filosofía comunitarista que señala lo erróneo y nocivo de mantener separada la
moralidad pública de la moralidad privada. En realidad, todas las doctrinas
incompatibles con la democracia rechazan este punto.
Pues bien, sobre esas
bases Rawls edifica sus principios de la justicia. Recuperando la tradición del
contrato social, que se remonta a Hobbes, Locke, Rousseau y Kant, lo reformula
para basarlo no en la voluntad general, sino en un mecanismo de representación
sostenido en la imparcialidad y el consenso, donde la propiedad es un derecho
adquirido y no natural. De manera que la justicia no brota de la negociación
entre seres egoístas, sino que emerge del compromiso con la idea de que todos
somos iguales para establecer el contenido de la justicia. Han quedado atrás el
homo homini lupus de Hobbes, el consentimiento del contrato social de Locke, la
voluntad general de Rousseau, y la teoría ética de la dignidad humana de Kant.
Para Rawls se trata de saber qué contenidos tiene la justicia si nos
interrogamos qué principios escogerían los individuos en una situación inicial
de igualdad. Lo que supone vivir en una sociedad con tradición democrática,
donde la imparcialidad es una condición de la justicia, y en donde la reflexión
pública establece los principios que regulan las instituciones sociales. En ese
contexto los individuos, sin considerar si son ricos o pobres, hombres o
mujeres, blancos o negros, homosexuales o heterosexuales, establecerían dos o
tres principios de justicia. El primer principio es el principio de la
libertad, que ya defendió Mill, como derecho a la libertad individual
compatible con la libertad de los demás, o sea que los menos poderosos
socialmente tengan las mismas oportunidades de participar en política más allá
del derecho al voto. Las medidas para asegurar equidad de las libertades
políticas son la financiación pública de los partidos políticos, fuertes
restricciones a la financiación privada, acceso equilibrado a los medios de
comunicación y regulaciones a la libertad de prensa para mantener la
independencia de estos medios respecto a las grandes concentraciones de poder
económico y político. Pero todas estas son solamente medidas políticas. El
objetivo es proteger el acceso al poder, evitando lo advertido por Rousseau,
que los que poseen grandes recursos se unan excluyendo a la mayoría. Esto se ha
visto durante la “revolución de los ricos contra los pobres” bajo el
neoliberalismo. Los marxistas han criticado este principio porque Rawls no
extiende el valor equitativo de la libertad política al resto de las
libertades, convirtiendo la libertad en algo meramente formal.
El segundo principio
es el principio de igualdad de oportunidades, o sea que todos deben tener igual
acceso legal a las posiciones sociales ventajosas. A este principio se le
objeta que la igualdad formal de oportunidades no contempla que las
contingencias sociales desigualan el acceso a esas posiciones sociales. Así se
hace necesario una igualdad equitativa de oportunidades que iguale las
condiciones sociales que determinan el acceso a esas posiciones. Sólo así, dice
Rawls, en todos los sectores de la sociedad habrá las mismas perspectivas de
cultura y de éxito para todos los que se encuentran igualmente motivados y
dotados. Las dos medidas que contribuyen a ello son la igualdad de
oportunidades educativas y la eliminación de las acumulaciones excesivas de
riqueza y propiedades, porque la desigualdad económica lesiona la igualdad
equitativa de oportunidades. Este segundo principio ha sido impugnado por John
Roemer, politólogo liberal estadounidense, en su obra Teoría de la justicia
distributiva (1996), sostiene que, si la igualdad consiste en corregir las
desigualdades inmerecidas, entonces toda justicia distributiva debería exigir
mucho más que lo estipulado en el segundo principio de justicia de Rawls. Las
únicas desigualdades tolerables serían las que se derivan de las diferencias
del gusto y elección, pero no las diferencias en las capacidades y poderes
sociales y naturales. Con ello Roemer convierte en desigualdades inmerecidas
las capacidades y poderes sociales naturales más no a los poderes sociales
institucionales. Pero hay algo más, las diferencias de gusto y elección no
responden solamente al arbitrio del individuo, sino que tienen un
condicionamiento social que no puede ser omitido. De manera que lo que Roemer
llama desigualdades tolerables resulta siendo una ficción riesgosa que puede
terminar justificando desigualdades sociales que quiebran los principios de la
justicia.
Y el tercer principio
es el principio de diferencia, como la idea que ciertas desigualdades no son
injustas si significan la mejoría del más desfavorecido, o sea se trata de
asegurar la igualdad de oportunidades para todos. De manera que la justicia
como equidad es un deber de reciprocidad entre los conciudadanos. Es decir,
sólo es justo un sistema social que beneficie a todos. Rawls reconoce que el principio
de igual libertad se condice con el ideal revolucionario de la liberté, el
principio de igualdad de oportunidades con la égalité, y el principio de
diferencia con la fraternité. Sin embargo, no queda claro si la fraternidad es
una virtud de las instituciones o una consecuencia involuntaria del principio
de diferencia.
Gerald Cohen es un
filósofo político canadiense y en su libro Si eres igualitario ¿Cómo es que
eres tan rico? (1996), critica punzantemente el liberalismo desde el marxismo y
el liberalismo rawlsiano. Pero también critica el igualitarismo de Rawls desde
la filosofía política y la ética personal. La justicia igualitaria no es sólo
una cuestión de normas que definen la estructura de la sociedad, como cree el
liberalismo y Rawls, sino también es una cuestión de actitud y elección
personal. Establece una conexión entre ambos sistemas de pensamiento
(socialismo y liberalismo) y las elecciones que configuran la vida de una
persona. El libro refleja su profunda creencia en una doctrina socialista
fuertemente igualitaria. Piensa que la justicia debe permitir las desigualdades
que produce la responsabilidad individual, aunque sean demasiado grandes para
el ideal igualitarista. Por esa razón, la igualdad debe ser compensada con la
fraternidad. Fraternidad es compromiso con los demás, basado en la reciprocidad
no del mercado sino del servicio mutuo. La persona fraterna no busca el
beneficio económico, sino satisfacer el deseo de servir a los demás. Y tal acto
no es codicia sino generosidad. Fraternidad es ayudar a quien más lo necesita,
porque nos importa la suerte de los demás. La sociedad fraterna se basa en la
provisión mutua, porque el hombre es una criatura frágil que necesita
solidaridad. Justicia y Solidaridad no son ideales éticos incompatibles. Por el
contrario, la justicia exige solidaridad, lo cual se sitúa más allá del
beneficio propio. La fraternidad es un principio ético y político de ayudar a
los más necesitados sin pensar en retribución alguna. A esto llamaba santo
Tomás de Aquino justicia distributiva, a diferencia de la justicia conmutativa
que rige las leyes del intercambio. En cambio, para Cohen la justicia limita
con el egoísmo al implicar la retribución. Y puesto que la sociedad actual es
mercantilista y no fraterna, entonces la fraternidad deberá estar a cargo de
instituciones caritativas.
Por su parte, se
pronuncia Martha Nussbaum en su libro Las fronteras de la justicia.
Consideraciones sobre la exclusión (2007), al subrayar que la tradición del
contrato social no resuelve algunos de los problemas políticos más importantes
de nuestros días y busca sentar las bases de una concepción de la justicia más
acorde con la fragilidad humana, la sociedad global y con el lugar que ocupamos
en el mundo natural. Dice Nussbaum que las teorías éticas imperantes pasan por
alto tres temas importantes: el trato a las personas con discapacidades, el
alcance de la justicia más allá del Estado-nación y los deberes hacia los
animales no humanos. Su perspectiva se basa en el respeto y la empatía y se enmarca
en el deber de reciprocidad entre los conciudadanos. La misma intención guarda
Anderson, Elizabeth, filósofa estadounidense, en su obra Gobierno privado: Cómo
los empleadores gobiernan nuestras vidas y por qué no hablamos de ello (2017).
Abordando el tema de los empleadores opresores en este libro revelador y sobre
un asunto generalizado pero que casi todos callan. El ideal supremo del libro
es acabar con la opresión. Afirma que las teorías igualitaristas prefieren
hablar de una injusticia cósmica, pero han perdido de vista el objetivo
claramente político del igualitarismo: el objetivo principal de la justicia
igualitaria es acabar con la opresión. Y los empleadores oprimen a sus
empleados, en los centros laborales no prima la fraternidad, incluso en las
universidades los docentes son oprimidos, violando las relaciones de igualdad
con los demás.
Pero Rawls advierte
no sólo ventajas -puede eliminar las contingencias sociales-, sino también
limitaciones -permite que la distribución final de la riqueza e ingresos esté
determinada por la distribución natural de capacidades y talentos- en la
igualdad equitativa, pues las barreras naturales afectarían inmerecidamente el
resultado social. Para Rawls lo que es inmerecido no es el talento, sino sus
resultados en el éxito o fracaso social. Lo mismo sucede con las ventajas
sociales, o sea no se puede declarar injusta per se la desigualdad económica y
social, sino que es injusto que los individuos utilicen sus privilegios
sociales para sacar ventaja en la distribución de ingresos y riqueza. Se trata
de evitar la desigualdad heredada que pasa de padres a hijos. Es decir,
mientras se respete la institución de la familia no se podrá nivelar las reglas
para que los talentos se desarrollen sin barreras sociales. Ante esto Rawls
opone el argumento de la arbitrariedad moral del azar social y natural, por el
que nadie merece las circunstancias vitales que no ha elegido. Y la justicia
debe rectificar esta situación desigual. Con esto la cuestión del mérito parece
totalmente cercado. La cuestión de la relación del Mérito y la Igualdad es
resuelta por Rawls sosteniendo que merecemos que se cumplan las expectativas
que una sociedad justa nos permite tener. Esto es, si existen multimillonarios
como Jeff Bezos, Elon Musk, Bernard Arnault, Bill Gates, Mark Zuckerberg,
Warren Buffett, entre otros, es porque cumplen con las expectativas que una
sociedad injusta permite tener. En el planteamiento de la igualdad equitativa
de Rawls se tiene derecho a tener ganancias sólo si se mejora la situación de
los que están peor. El principio de diferencia permite distribuir los recursos
dando más atención a los mejor dotados, permitiendo mejorar las condiciones
entre los menos afortunados. Pero el talento y el esfuerzo no tiene un valor
propio que justifique un modelo de justicia distributiva, porque la justicia
consiste en “compartir los unos el destino de los otros”. El principio de
diferencia busca mejorar las expectativas de los que están debajo de la escala
social. Es decir, se trata de establecer prioridades.
Pero este enfoque es
criticado no sólo por autores que no comulgan con la interpretación
prioritarista de la igualdad. Así Nancy Fraser, una filósofa estadounidense que
ha destacado en su crítica del feminismo liberal y de su abandono de los
problemas de la justicia social. En su obra Dilemas de la justicia en el siglo
XXI. Género y globalización (2011), sostiene que el problema de la
redistribución de la riqueza no da cuenta verdadera de la igualdad que hay que
perseguir. La lucha feminista es lucha por el reconocimiento y no solamente por
una mejor distribución de la riqueza. Las teorías de la igualdad no están
poniendo énfasis en el lugar indicado. Una sociedad igual es la que crea
condiciones para el respeto mutuo y suprime toda forma de opresión. Para Fraser
la justicia igualitaria priotarista no sólo debe ser distribución de la
riqueza, sino respeto mutuo. Por su parte, Harry Frankfurt es un filósofo
estadounidense de la mente y de la moral, que en su libro Sobre la desigualdad
(2016) problematiza el nivel de desigualdad tolerable, y en el debate de la
teoría de la justicia considera que es el prioritarismo lo que está detrás de
las decisiones para respetar la igualdad de trato que merecen las personas. El
compromiso con la igualdad es compromiso con el hecho de que todos puedan
disfrutar de los recursos y el bienestar considerados suficientes para llevar
una vida digna. El problema está en establecer cuál es el nivel de suficiencia
y de desigualdad tolerable. Frankfurt termina negando que el objetivo de la
justicia social sea la igualdad. Pero quien más enérgicamente señala que los
igualitaristas son prioritaristas es Derek Parfit, filósofo británico de la
racionalidad ética, que en su libro Razones y personas (1984), interviene en el
debate sobre la teoría de la justicia con la idea de que los igualitaristas son
prioritaristas, pero en realidad no lo saben. Es decir, el principio de
diferencia de Rawls no pretende ser igualitario sino prioritarista, o sea está
interesado en mejorar la situación de los que están peor, pero no en disminuir
las desigualdades sociales y económicas. Y así las desigualdades que no puede
impedir pueden ser excesivas. Pero Parfit estancando en la racionalidad sin
ética, en realidad se queda en tal señalamiento del prioritarismo rawlsiano,
sin lograr unir -como en el capitalismo mismo- ética y racionalidad.
La teoría rawlsiana
se estructura en torno a la igualdad y sus principios responden a ello. Por
ello, el principio de diferencia tiene el objetivo de rescatar a los que
pierden inmerecidamente en la competición social. No se trata de compasión sino
de justicia. Pero queda claro que la teoría de la justicia de Rawls no es
meritocrática, sino igualitarista, por la inseparabilidad entre el principio de
igualdad de oportunidades y el principio de diferencia. Rawls parte del
convencimiento que las injusticias sociales tienen su origen en una deficiente
normativización de las relaciones sociales. Se podría pensar que ello es un
juicio meramente formal, puesto que pueden existir normas perfectas que pueden
ser vulneradas por la corrupción y los grupos de poder. Este problema es
estudiado por el intelectual Joaquín González, Corrupción y justicia
democrática (2000), quien enfatiza que la corrupción viola la normatividad en
una lógica perversa que vulnera los principios democráticos y se ha visto
alentada por una globalización permisiva. Por su parte, Francisco Laporta San
Miguel en su obra La corrupción política (1997) subraya que la democracia está
en capacidad de generar dispositivos que frenen este mal. Para Rawls, por su
raigambre kantiana, la corrupción no es sólo un problema de ilegalidad, sino un
grave problema ético y moral. No se trata de negar que la mejor normatividad
pueda ser vulnerada, sino de generar mecanismos que lo prevengan, porque
considera que la justicia es una virtud de las instituciones antes que de los
individuos. Ahora se comprende que Rawls enfatice que lo injusto no es haber
nacido pobre, sino no hacer nada para que esas contingencias moralmente inmerecidas
perjudiquen socialmente a los individuos. En una palabra, como lo Justo es
considerado superior al Bien no se trata de volver más justos a los individuos,
sino de hacerlo con las instituciones. Es por ello por lo que afirma que en
última instancia la legitimidad moral de un sistema político -capitalismo,
socialismo, etc.- depende del respeto a los principios de justicia. Y esa es su
respuesta a la propuesta del marxismo que sostiene la necesidad de transformar
directamente la sociedad. Para el marxismo el marxismo y la propiedad privada
de los medios de producción son una fuente permanente de injustica que no hace
posible que imperen los principios de la justicia. Para Rawls no es así, pues
una eficiente normatividad de las relaciones sociales puede hacer que la
justicia distributiva funcione en cualquier sistema social, incluso bajo el
capitalismo. Su sobrevaloración de lo normativo resulta siendo controvertible.
Los defensores del
modelo sueco ponen de ejemplo a ese país para demostrar que la justicia
distributiva funciona al haber pasado del estado benefactor al estado
solidario. Sus impugnadores lo desmienten arguyendo que mientras la
socialdemocracia sueca se mantuvo en su línea política avanzó
significativamente en la justicia distributiva, pero desde que viró hacia la
desregulación financiera y la liberalización crediticia de los neoliberales
años ochenta, desembocó fatalmente en una crisis fiscal que exigió reformas,
que finalmente edificaron una economía ordenada, pujante, flexible y con crecimiento
sostenido, pero todo ello a costa de desigualdades crecientes y una
permisividad moral de sus ciudadanos altamente cuestionable. En 2018 el 1 por
ciento más rico de Suecia era propietario del 42 por ciento de la riqueza de
los hogares. Resurgió la polarización de clases, la xenofobia y la inmigración
al compás de la contrarreforma más capitalista. En suma, en Suecia se acentuó
el giro hacia la desigualdad. El resultado es que la socialdemocracia sueca
retrocedió estrepitosamente en su caudal electoral. El Índice de Desarrollo
Humano (IDH) elaborado por las Naciones Unidas mide el progreso de un país en
educación, salud y bienestar económico, pero no mide los avances y retrocesos
en la justicia distributiva. Y así el abandono creciente de la preocupación por
la desigualdad y la justicia social va en aumento. Lo que demuestra la
importancia de la orientación política para avanzar por el camino de la
justicia social y la igualdad distributiva, y que, por lo tanto, no es cierto
-como cree Rawls- que los principios de la justicia puedan funcionar en
cualquier sistema social que la respete, porque sencillamente dicho respeto
está en función del sistema político económico que la implemente. Esto
significa que en último término los marxistas no exageran cuando sostienen que
la interpretación y aplicación de los principios de justicia no son ajenos a la
posición de clase del grupo gobernante.
Amartya Sen es un
filósofo indio liberal de la justicia y su propuesta más destacada en su libro
La idea de la justicia (2010), gira en torno a la idea de la igualdad de
capacidades básicas. En ese sentido no coincide con el recursismo de Rawls y
Dworkin, y propone un igualitarismo encuadrado dentro de las teorías liberales
de la igualdad. Los recursistas -dice- rechazan el bienestar o las preferencias
como base de la justicia. El bienestar en Sen no se reduce a la utilidad, sino
a la realización de los funcionamientos o acciones elementales -por ejemplo,
estar bien alimentado- o complejas -ser feliz, tener dignidad, etcétera-. Para
incorporar la libertad a la evaluación moral de la persona hay que llegar al
concepto de “capacidades”. El conjunto de capacidades refleja la libertad y
permite escoger el bienestar que se desea. A esto se le objeta que los
individuos no vienen al mundo con las mismas capacidades básicas y tienen más
ventaja los que lo hacen en condiciones óptimas. Por eso la justicia no puede
partir de las capacidades básicas, sino que debe procurar en que todos las
tengan y desarrollen por igual. Sen piensa que el recursismo fetichiza los
recursos y cree que las personas son iguales excepto en sus preferencias. Pero
las personas son diferentes en otros aspectos que interesan a la teoría de la
justicia. Los recursistas no contemplan la libertad de elección de las personas.
Ingresos, riqueza y recursos naturales son cosas que pueden hacer por las
personas, pero hay que ocuparse de lo que las personas son capaces de hacer con
las cosas. La libertad real debe considerar la capacidad de las personas para
elegir el bienestar que desean. Para Rawls la justicia no puede consistir en
elegir el bienestar que se desea, sino en ser solidario con el destino del
prójimo. En realidad, con la propuesta de Sen se retorna al rechazo de la
noción de la justicia social y a la defensa de la concepción tradicional de
justicia como respeto a las leyes y a los derechos establecidos, con la
variante de enfatizar las preferencias individuales. Es obvia la inconsecuencia
de Sen puesto que la igualdad de capacidades básicas supone la justicia distributiva
previa que recusa. En su perspectiva individualista la justicia sería una
virtud de los individuos antes que de las instituciones. Pero para Rawls
sobreponer lo que es justo para los individuos sobre lo que es justo para la
sociedad es restringir el poder del gobierno para limitar la concentración de
la riqueza. Pues, sin una estructura social justa no existen relaciones
interpersonales justas.
El segundo aspecto en
Rawls contrario a la meritocracia es el ideal de ciudadanía. Y es aquí donde
resalta más su oposición con Sen. Una sociedad meritocrática prioriza más las
capacidades, talentos y ambiciones de los individuos, despreocupándose de la
magnitud de las desigualdades resultantes. No es casual, entonces, que la
India, a pesar de reclamar seguir un modelo socialista, ocupe el cuarto lugar
de multimillonarios en el mundo. Sus ciento dos multimillonarios son un símbolo
del fracaso de la justicia distributiva en ese país. El Perú ocupa el puesto
veinte nueve y suman doce, por ello son llamados los “doce apóstoles”. En buena
cuenta la meritocracia no puede evitar se una excelente coartada para la
desigualdad social. Pero Ronald Dworkin (Justicia para erizos, 2011) coloca en
primer lugar como ideal de ciudadanía su propuesta de igualdad de recursos. Sustituye
la idea de ingresos y riqueza por el concepto más general como los recursos.
Diferencia entre recursos externos (riqueza e ingresos) y recursos internos
(talentos y salud). Todo ello entra en la redistribución para llevar una vida
buena. Piensa que el principio de diferencia rawlsiana no logra redistribuir
adecuadamente los recursos internos porque sólo presta atención a los recursos
externos. La fiscalización distributiva sobre los ingresos cumple el papel de
compensar la desigualdad natural y permitir las desigualdades que nacen de la
ambición y el esfuerzo de las personas libres. Lo que Sen llama “capacidades
básicas”, Dworkin denomina “recursos internos”, a los que supone descuidados en
la redistribución rawlsiana. En el fondo se trata de increpar que su teoría de
la justicia no es meritocrática, sino igualitarista. Y es que para Rawls sólo
una sociedad estructurada en la igualdad y no en el mérito puede asegurar
justicia para todos., especialmente para los más desfavorecidos. Además, poner
énfasis en los recursos internos sobre los recursos externos no compensaría la
desigualdad natural. El principio de igualdad equitativa está pensado para
impedir los riesgos de la meritocracia, que casi siempre permite una excesiva
concentración de poder económico y social en pocas manos. Si el principio de
diferencia distribuye los recursos, el principio de igualdad de oportunidades
impide la concentración de poder. De modo que se trata de un principio
orientado a formar ciudadanos por igual.
Por su lado, discrepando
de Rawls, Samuel Scheffler, filósofo estadounidense preocupado por los
problemas de la justicia, enfatiza que la igualdad en primer lugar está al
servicio del derecho a una igual ciudadanía, y sólo posteriormente tiene
implicancias distributivas. Así, en su libro Límites y lealtades: Problemas de
justicia y responsabilidad en el pensamiento liberal (2001), no cree en el
igualitarismo de la suerte. Una simple regla retributiva no se puede
generalizar, pues el argumento de la retribución del azar no se puede valorar
independientemente del conjunto de la teoría de la justicia. Es obvio que el
ideal social y político de la igualdad tiene implicaciones distributivas, pero
estas están al servicio del derecho a una igual ciudadanía y no son mera
compensación por las contingencias inmerecidas. No obstante, cabe preguntar a
Scheffler qué sentido tiene poner la igualdad al servicio del derecho a una
igual ciudadanía sin reconocer sus implicancias distributivas. Eso equivale a dar un pasaporte para viajar
sin conceder los medios para realizar ningún viaje. En cambio, el filósofo
estadounidense Norman Daniels, en su obra Just health. Meething health needs
fairly (2008), es conducido por sus reflexiones sobre la justicia a denunciar
el fin contrario a la igualdad que se esconde tras el igualitarismo de la
suerte, así como también el mismo argumento de la rectificación del azar tomado
aisladamente. La igualdad -dice- no es un ideal distributivo y su objetivo no
es corregir los infortunios involuntarios. La igualdad es un ideal político y
moral cuyo objetivo es presidir las instituciones sociales, resaltando el hecho
de que todos los miembros de la sociedad son igualmente importantes y merecen
consideración. Otra es la postura de Alex Callinicos, destacado marxista inglés
y profesor del King´s College de Londres. En su libro Contra la tercera vía
(2009) recrimina a Rawls pretender construir una sociedad más igualitaria sin
hacer transformaciones profundas. El capitalismo es incompatible con la
igualdad y por eso la justicia no puede realizarse. Hay que cuestionar las
estructuras de privilegio económico. Para que la justicia distributiva sea
realmente efectiva no basta que la igualdad de oportunidades sea equitativa
para todos, sino que disminuir las desigualdades e injusticias supone acabar
con el capitalismo. De lo contrario los grupos de poder y el volumen excesivo
del Estado moderno termina por opacar y maniatar las libertades políticas de
los ciudadanos. Hay que ampliar la idea de libertad de lo político a lo económico
para eliminar la desigualdad social. Esta crítica a Rawls es justa y objetiva,
puesto que la experiencia histórica contemporánea está demostrando que el
capitalismo sólo está en capacidad de administrar la desigualdad sin
desaparecerla y que las reformas políticas están orientadas a ese objetivo.
Pero el filósofo belga Philippe Van Parijs en su libro al alimón con Yannick
Vanderborght, La renta básica (2003), ha estudiado a fondo el tema del mínimo
social como renta mínima garantizada. La idea de cómo calcular el mínimo social
es clave para brindar protección a los menos afortunados y construir una
sociedad más igualitaria. Aunque no busca abolir el capitalismo su propuesta
colisiona con la sociedad capitalista de mercado basada en la injusticia de la explotación.
Sencillamente un salario ciudadano universal violaría el derecho de explotación
del capitalismo. Pero, según Parijs, el salario ciudadano haría factible la
justicia distributiva y la igualdad de oportunidades para todos. Pero en
realidad, y esta es la crítica a su planteamiento, el salario ciudadano no
implanta la igualdad económica, simplemente ayuda a realizar una justicia
social más igualitaria. Para construir una sociedad más igualitaria no basta un
cambio de rumbo de las instituciones, sino que debe ir acompañado por
transformaciones económicas profundas.
El autor belga no se
propone, sino, que el capitalismo mismo imponga un salario ciudadano, sin darse
cuenta de que allí está la clave para desmontar la estructura del mismo
capitalismo. En este sentido la lectura estructuralista por Althusser sobre El
Capital de Marx resulta sumamente valiosa. La teología de la liberación también
se percató de la inmoralidad de la estructura del capitalismo, no sólo porque
genera violencia, sino sencillamente porque los problemas del capitalismo son
los del incremento de la ganancia y esos no son los problemas del hombre. El
capitalismo nihiliza al hombre, destruye el sentido de la vida y pervierte la
vida cultural. Además, encuentra en las crisis oportunidades idóneas para hacer
negocios -como lo demuestra Naomi Klein en su libro La doctrina del shock
(2007)-. El terrorismo estructural del capitalismo comienza con la expropiación
privada de los instrumentos de trabajo y la creación del ejército de desocupados.
Sólo desde que comienza a funcionar la ley de la oferta y la demanda del
trabajo asalariado empieza el capitalismo. Y esto es así porque el capitalismo
tiene una causalidad estructural. La creación de una renta básica ciudadana
mundial tendría el efecto de desmontar el punto nodal desde el que nace la
estructura monstruosa del capitalismo: la necesidad de trabajar por parte del
ejército de expropiados. Esa es la estructura profunda de la economía
capitalista. Marx subrayaba que sin el ejército de expropiados es imposible el
capitalismo, porque el aniquilamiento de la propiedad privada del trabajo
propio es la piedra fundacional de la propiedad privada capitalista. Por eso,
negar el derecho natural a la propiedad privada, como lo hace Rawls, tiene un
sentido muy limitado, porque no puede ser negado para el trabajo propio de
índole no capitalista. Rawls debió ser más preciso y decir que la propiedad
privada “capitalista” no es un derecho natural, y no lo es porque se basa en
una estructura perversa. O sea, lo que hace capital al capital es la estructura
capitalista. El capital no es una cosa, sino que es una relación social, la
cual genera sus propias injusticias sociales. Pues bien, liberado el hombre de
la necesidad de trabajo por el salario ciudadano, se desmonta la máquina
perversa del capitalismo.
Como se ve, se trata
de una estructura básicamente injusta, pero que puede ser desmontada también
estructuralmente. No se trata de batir el bombo de las fanfarrias ideológicas,
sino de reconocer que se aproxima la hora de decidir por el anuncio del hombre
sin mercado laboral, y no tanto por el aumento del desempleo estructural, sino
por el surgimiento de la renta básica o el salario ciudadano. Esto dejaría
atrás al nihilista “último hombre” nietzscheano, sin Dios ni religión, para
dejar paso no al superhombre, sino al hombre concreto y religado con sus
necesidades auténticas y capaz de reencantamiento del mundo. Sólo
desproletarizando al ciudadano se puede lograr la real justicia social, porque
las reformas políticas y jurídicas sólo resultan siendo maquillajes para una
desigualdad permanente que se administra. Ahora se comprende cómo un autor como
el marxista simpatizante de Rawls, Gerald Cohen, vuelva a poner en el debate la
cuestión del socialismo. En su libro ¿Por qué no el socialismo? (2011), donde
sostiene que, aunque el socialismo parezca inviable sus principios son
atractivos. Al socialismo lo define la igualdad de oportunidades y un exigente
principio de comunidad. La preservación del interés personal no puede estar
desvinculado del interés colectivo. El capitalismo es un sistema que produce
injusticias, y una teoría de la justicia respetuosa de las libertades
individuales no las puede eliminar. Para no caer en el autoritarismo el
paliativo es la generosidad -en contraste con el egoísmo-, la cual debería
convertirse en el motor de la economía. O sea, una teoría de la justicia que
quiera salir de la lógica del capitalismo tiene que dejar de ser respetuosa con
las libertades individuales, para subsumirla a los principios de la justicia.
El tercer aspecto
igualitarista tiene que ver con el ideal de reciprocidad, la cual supone la
idea del beneficio mutuo, que parte de una relación inicial de igualdad. Al
concebir la sociedad como un sistema de cooperación social a largo tiempo, sus
normas justas acaban beneficiando a todos. Pero en la práctica se ha hecho
notar que esto no sucede así, y que, por el contrario, suele beneficiar sólo a
algunos cuando el más fuerte o aventajado impone un pacto social sobre el más
débil, recibiendo éstos sólo migajas en la redistribución. Rawls no contempla
esos casos porque su idea de beneficio mutuo parte de una situación inicial de
igualdad. Pero esa situación inicial de igualdad en la realidad no existe. Lo
que hay en su estado inicial es más bien desigualdades de elecciones personales
y circunstancias sociales y naturales. Esto fue visto por Will Kymlicka,
filósofo político canadiense, que en su libro Filosofía política contemporánea
(1995), ha criticado a Rawls en su argumento sobre la justicia, como
rectificación de las desigualdades derivadas del azar social y natural, no
habiendo sacado todas sus consecuencias verdaderas. El argumento sobre la
rectificación del azar implica una distinción entre elecciones personales y
circunstancias sociales y naturales, que Rawls no refleja adecuadamente en su
teoría de la justicia distributiva. En realidad, las críticas recibidas por la
teoría de la justicia de Rawls han venido de casi todos los flancos. Así, los
comunitaristas lo critican por mantener la moralidad privada separada de la
moralidad pública y porque lo justo no es superior al bien. Los ultraliberales
le reprochan negar el derecho natural a la propiedad privada. Los marxistas
denuncian a Rawls por sacrificar una mayor igualdad a su modelo de libertad.
Los igualitaristas liberales cuestionan los límites de Rawls a la libertad
justa, y que la prioridad no sólo es la pobreza, sino acabar con la opresión
misma. Otro debate con los igualitaristas liberales es determinar la igualdad
de qué y para qué -¿ingresos, recursos, capacidades?-. Por último, los
cosmopolitas le reprochan no combatir la injusticia global, que queda intocada
en su libro El derecho de gentes (1999), porque piensan que la justicia global
no es utópica, indeseable e irreal, sino factible y posible.
Ante lo examinado se
puede afirmar que la filosofía de la onto-ética parte del reconocimiento de que
el corazón, antes que la razón, comprende instantáneamente la justicia. El
sentido de la justicia está inscrito primero en la razonabilidad del corazón
que en la racionalidad de la razón. Esto está lejos de ser una fruslería porque
es un poderoso indicador que, si la justicia es la verdad en acción, es porque
es la verdad en el corazón. Pero una vez que esta verdad de la justicia ha
llegado a la racionalidad de la razón no hay modo de eludir que la igualdad de
oportunidades equitativa para todos supone acabar con el capitalismo, porque
los grupos de poder aprisionan las libertades políticas de los ciudadanos.
Eliminar la injusticia social exige ampliar la idea de libertad de lo político
a lo económico. Por ello, la filosofía de la onto-ética interpreta la justicia
no como equidad sino copertenencia, donde la igualdad -de libertades básicas,
oportunidades y de condiciones materiales primordiales- es la condición para la
libertad. Es por eso por lo que la libertad no es superior a la justicia, sino
que se supedita a ella. La verdadera libertad no es el derecho a vivir como se
desee, porque nunca será libre quien es esclavo de sus pasiones. Tampoco son
libres quienes se refugian en la seguridad. La libertad auténtica es el hábito
que se adquiere en la práctica de la justicia. Por eso, las instituciones del
Estado tienen la misión primordial de educar a los ciudadanos en el dominio de
uno mismo para ejercer la verdadera libertad. En la democracia liberal se ha
extraviado el sentido de la justicia, porque la normatividad nunca será capaz
de cautelar la justicia mientras no se tenga en cuenta que la demasiada
libertad es un monstruo que se fagocita a sí misma. Cuando en nombre de la
libertad todo se permite, la propia libertad se pierde. El modelo de libertad
de la democracia liberal ha fracasado. Esta es la libertad que hay que
sacrificar por una mayor igualdad y justicia. En otras palabras, no hay real
libertad de espaldas a lo bueno. El nihilismo ontológico y axiológico es parte
consustancial de la sociedad liberal antimetafísica e irreligiosa. Es por esto
por lo que los igualitaristas liberales se equivocan. Además, la justicia no
puede agotarse en la reciprocidad o equidad, porque abarca también a la caridad
o la justicia distributiva. La justicia no puede sólo surgir del compromiso de
que somos iguales, sino también de que somos desiguales. De ahí que la justicia
no sólo debe ser imparcial, sino también parcial con los más necesitados y
menos favorecidos por el bienestar. El reconocimiento de la individualidad, que
es base de los derechos individuales, no puede hacerse a costa de mantener las
injusticias sociales. Esto cobra especial relevancia puesto que la civilización
tecnológica marcha hacia la reducción de la jornada laboral y el uso intensivo
de la inteligencia artificial tanto en el sector productivo y de servicios. Si
quitamos de en medio el capitalismo, como sistema que genera constantemente
necesidades artificiales, la riqueza producida globalmente puede ser repartida
universalmente de forma equitativa, de manera tal que el debate por la igualdad
por ingresos, recursos y capacidades dejará su lugar a la igualdad por el goce
de la vida y la realización personal. En aquel reino de la libertad que dejó
atrás el reino de la necesidad, y del que habló Marx, el debate de la justicia
social continuará, pero en otro nivel, el de las realizaciones espirituales. De
modo que no basta un cambio de rumbo de las instituciones, sino la justicia
social debe ir acompañado por transformaciones económicas profundas, y
especialmente de índole no capitalista.
La filosofía de la
onto-ética de la justicia interpreta al hombre no como un ser arrojado y abierto
al mundo, sino advocado al mundo y a la existencia desde su esencia valorante.
Si el mundo es un horizonte de totalidad de los entes disponibles a la
valoración es porque previamente se funda en el horizonte del valor. Porque el
hombre es un ser valorante desde su esencia es posible su particular advocación
al mundo. La justicia es la valoración de la finitud del mundo, de sí mismo y
de los demás como copertenencia. El principio de copertenencia es la base del
originario sentido de justicia. La justicia como copertenencia busca superar
constantemente el principio de oposición, contradicción o disociación que es
base de la injusticia. La justicia como copertenencia no busca anular la
contradicción, sino equilibrarla para que continúe el curso de desarrollo de
las cosas sin contratiempos. La justicia como copertenencia es una aspiración
constante a la identidad en medio de un mundo contradicciones. Naturaleza,
historia, técnica, civilización, instrumentalidad, dominio, explotación,
normatividad, conocimiento, son diversos campos de la manifestación de la
justicia como copertenencia. Pero es especialmente en la sociedad como ideal de
justicia donde cobra su significado y contenido más álgido. Siendo el principio
de copertenencia la base del ideal de justicia equivale a la unidad de los
opuestos, al logos de la armonía, el acceso al reino de lo unitivo ante toda
oposición y contradicción. El logos de la justicia como copertenencia es
reflejo del logos del Verbo divino, como ley universal cósmica. El logos Padre
y Creador es la ratio última del logos humano como copertenencia. Y por su
vínculo con el logos Verbo y el logos unitivo, el acceso al reino del logos de
la justicia como copertenencia es obra no sólo de la razón sino, en última
instancia, de la fe y del amor. El logos de la justicia no sólo se conoce con
la mente, sino también con el alma. Y es así porque la justicia pertenece al
reino de la verdad, el cual está más en el corazón que en la razón. Es por ello
por lo que la justicia no sólo puede ser equidad, pues también es gratuidad,
generosidad y caridad. Pues la verdad y la justicia son inseparables, de ahí
que sean ambos un gran medio de purificación personal y social. Ser justo es en
gran medida renunciar y liberarse de los apegos, porque el que ama la justicia
ama una idea eterna que sobrepasa el mundo. En el fondo el logos de la justicia
señala una fuerza extrarracional unitiva que lleva a un conocimiento y a una
práctica racional. No hay justicia sin fe y amor, porque como logos dice “todo
es uno”.
El logos de la
justicia como copertenencia corresponde en la dimensión humana a la búsqueda de
la justicia social. El fundamento nominalista e historicista en el mundo
moderno demuestra su fracaso al separar no sólo la ética de la política, sino
al separar a ambos de la ontología. Pero en el hombre lo ontológico es
onto-ética, lo cual profundiza el conocimiento del ser, y, en consecuencia, la
justicia cobra un sentido eminente y especial en la escala del ser. En la
escatología de la justicia los hombres son guardianes de la verdad. Por eso en
el logos de la justicia el hombre alcanza una mayor virtud. De ahí que en el
logos de la justicia se alcanza un grado mayor del conocimiento de sí mismo. De
manera que la justicia no puede ser solamente obra de las instituciones, sino
también de los individuos. Si de la ética privada no emerge el derecho público,
entonces la justicia se vuelve formal y meramente normativa. Edificar
instituciones justas para hombres injustos es como construir un castillo sobre
un pantano. La correspondencia entre ambos resulta imprescindible. La ontología
de la justicia en el hombre es onto-ética, porque el hombre no es un mero ser
ontológico, sino que es un ser onto-ético. La justicia supone unidad, pero no
es la unidad misma del logos divino, sino que es la unidad como copertenencia
en el mundo finito humano. De ahí que la unidad en la diversidad que implica
esta copertenencia, se traduzca en el debate en torno a la justicia social. Por
ende, la justicia como copertenencia hace que lo justo no sea superior ni
inferior al bien, sino que es una forma del bien. Es por eso que la moralidad
pública puede mantenerse unida a la moralidad privada. Si la ciencia puede
aportar pruebas empíricas incuestionables sobre la copertenencia hombre-naturaleza
es porque la metafísica puede ofrecer razones metaempíricas sobre su ser que se
eleva a la altura de la responsabilidad y la justicia. La peculiaridad del
hombre en el cosmos es que puede asumir la justicia no sólo en su sentido
social, sino en su sentido universal. Pero en sentido social hay que reconocer
partiendo que el imperio de la justicia demanda desmontar las relaciones
sociales dominantes en la estructura capitalista.
Esto nos lleva
ineludiblemente al clásico debate entre la justicia como aplicación coherente
de las reglas, y la justicia que exige que las reglas deben ser abandonadas o
revisadas cuando sus resultados son injustos. Una teoría de la justicia
satisfactoria debe aplicar las reglas monitoreando sus resultados, pues el
propósito será evitar consecuencias injustas. Lo mismo concierne al grado
considerable de libertad no ilimitada que cada persona puede tener, sin
sacrificar la justicia de la distribución general. En esto consistiría la
igualdad sin lágrimas de la justicia como copertenencia.
4
Justicia y Poder
“El poder político es simplemente el poder
organizado de una clase para oprimir a otra”
Marx
El principio de la
justicia como copertenencia nos dice algo muy sencillo en teoría: todos nos
copertenecemos, entonces seamos justos en nuestras con nosotros mismos,
nuestras relaciones sociales y con la Naturaleza. Lo cual no es sencillo
ponerlo en práctica y es la causa de las injusticias. Si el derecho está entre
el poder y la justicia, y la actual crisis del derecho es la crisis del pacto
político del Estado liberal, entonces la relación entre el poder y la justicia
deviene en tema central.
El poder es la
substancia fundamental de la política. Y la política ha sido concebida como
contraposición o conflicto (Trasímaco, Maquiavelo, Marx, Schmitt, Foucault) o
composición u orden (Aristóteles, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Rawls).
La política como Behemoth o la política como Leviathan, el estado de naturaleza
o el estado civil son la disyuntiva, que en definitiva dependen de su visión
del mundo. Pero, sin duda, la política es ambas cosas, sólo que cuando la
perspectiva es analítico-descriptiva sobresale la política como contraposición,
y cuando la perspectiva es normativo-prescriptiva predomina la composición.
Marx mismo cuando habla de la sociedad sin clases la contraposición aparece
como no-política. Autores como Norberto Bobbio (Teoría general del derecho,
1960), Paolo Prodi (Una historia de la justicia. De la pluralidad de fueros al
dualismo moderno entre conciencia y derecho, 2008) y Guillermo Escobar Roca (El
derecho, entre el poder y la justicia, 2017) también nos dan luces en ese
sentido. Y la pregunta central es si la libertad puede seguir teniendo la
prioridad. Prácticamente la característica de la civilización moderna es un
sistema de justicia basado en las libertades y en las garantías, junto a la
distinción kantiana entre normas jurídicas y normas morales, es decir, entre
delito y pecado. Pero el modelo iusnaturalista, dentro del cual todo derecho es
justo y si no lo es no es derecho, está en crisis profunda a partir del
desmontaje del capitalismo de bienestar y su sustitución por la revolución de
los ricos contra los pobres emprendida por el neoliberalismo. La mella
neoliberal de la igualdad, por el abandono del perfeccionamiento de la idea de
justicia, bajo la bandera de la prioridad de la libertad, ocasionó la quiebra
del contrato social y del pacto constitutivo de la sociedad civil. Para Max
Weber (Economía y sociedad, 1922) el poder político tiene el monopolio de la
coacción legítima mediante el derecho, o sea, como decía San Agustín, se trata
de un poder autorizado. Pero también en Hobbes aparecen juntos los requisitos
de legitimidad y exclusividad para definir el pacto de unión civil: se supera
el estado de naturaleza mediante el poder soberano del poder político coactivo
y único por derecho obtenido mediante el pacto social. En términos weberianos
se puede afirmar que el neoliberalismo fue poner el poder coactivo del poder
político al servicio del poder económico de las megacorporaciones mundiales,
escudándose en el control de los medios de persuasión del poder ideológico. Ya
Gaetano Mosca, conocido por su teoría del elitismo, en su obra Historia de las
doctrinas políticas (1937), señala que la clase política justifica su poder
apoyándose en una creencia o en un sentimiento aceptado por la época y el
pueblo. En el fondo se trataba de transformar la relación de fuerza, que era el
asalto megacorporativo del pacto social consensuado, en una relación de
derecho. Y así, el uso legítimo de la fuerza monopolizada por el poder político
fue usada de manera indiscriminada en favor de la élite económica mundial para
emprender la apología de la prioridad de la libertad económica sin trabas
estatales. Lo que demuestra que la noción primordial no es la noción de
derecho, ni la noción de poder, sino la continuación de ambas. El hecho de que
entre los pueblos civilizados el poder se legitima sobre la base del derecho,
significa que el poder sin derecho es ciego y el derecho sin poder es vacío. Es
la conclusión a la que llegan Max Weber y Hans Kelsen al aceptar que el poder
legítimo es un poder regulado por normas. Esto era lo que perseguía el
neoliberalismo, y fue aprovechado para introducir modificaciones
constitucionales o redactar constituciones favorables a dicha idea cuyo
principal mentor era la élite económica mundial.
El constitucionalismo
moderno se basa en el reconocimiento positivo de los derechos naturales del
hombre, pero cuando estos derechos no se respetan y el poder rebasa los límites
del pacto social, entonces el deber de obediencia cesa y se inicia el derecho
de resistencia. Por todo el mundo aumentaron las protestas sociales sin mayor
éxito, porque el poder legal, del que habla Weber, o el poder jurídico, del que
habla Kelsen, legitimaron y autorizaron constitucionalmente el orden injusto de
cosas. La hegemonía en la batalla ideológica por las ideas la han ido ganando
los intelectuales de la derecha. La traición de los intelectuales de izquierda
ha sido abrumadora. Y la reacción de la protesta popular ha tomado la
vanguardia de la lucha anticapitalista. No obstante, parece dudoso que las
masas dominadas por el consumo, la producción y las redes sociales. vayan más
allá de un programa reformista -nueva constitución, nuevas leyes, más impuestos
para las corporaciones, impuesto a las herencias-. Por lo pronto, el cambio
revolucionario no está al alcance de unas masas hedonistas, nihilistas,
desubstancializadas, narcisistas, rehenes de su propio ego, con una vida a la carta,
prestas para la violencia energúmena y sumidas en la sociedad de masas. En una
palabra, masas subyugadas, minimalistas, despotenciadas son bien descritas por
autores como Gilles Lipovetsky (La era del vacío, 1983), Zygmunt Bauman (La
modernidad líquida, 1999) y Chul Han (La sociedad del cansancio, 2010). No
obstante, si el cambio social no puede venir de las masas ni de las élites
¿vendrá de la tecnología? Ese era el parecer del economista austríaco Joseph
Schumpeter (Capitalismo, socialismo y democracia, 1963). Al pensar que la
burguesía capitalista camina hacia su propia destrucción, afirmó que no era el
fracaso, sino el éxito del capitalismo lo que provocaría el socialismo, y en el
proceso de destrucción creativa sería la tecnología la que impulsaría la
evolución del capitalismo al socialismo. Con esto se oponía la idea de Marx de
la lucha de clases. Sin embargo, el tiempo demostró que la tecnología no cerró
las posibilidades del empresariado, al contrario, la potenció. No obstante, la
reducción significativa de la jornada laboral y la renta básica ciudadana son
las ideas de avanzada que pueden hacer avanzar al capitalismo hacia su propia
disolución. Por lo pronto, China no es un modelo distinto al capitalismo, sino
un modelo distinto de capitalismo, sin democracia liberal. El capitalismo
gobierna el mundo con matices. La descarnobización, la tecnología verde, la
digitalización son ejes de la cuarta revolución industrial en el seno mismo del
capitalismo. El capitalismo social de mercado fue sustituido por el capitalismo
de libre mercado y el capitalismo se encamina hacia el telemático trabajo en
casa, el mercado digital y ecológico. Surgirá con fuerza el homo ecológico,
pero sin cortar los lazos con el homo oeconomicus. Este giro ecológico del
nuevo capitalismo no significará el revival del derecho natural, sino un
derecho natural sometido al derecho positivo. O sea. aun aquí, incluso, se está
lejos de la concepción de Hegel (Principios de filosofía del derecho, 1820) del
Estado como “totalidad ética”, pues él fusiona en filosofía política el modelo
aristotélico de la pareja familia-Estado con el modelo iusnaturalista
hobbesiano de la pareja naturaleza-Estado. Es más que probable que el nuevo
pacto social necesario como fundamento de la sociedad política futura requiera
tomar más en cuenta a la familia en vez de sustituirla por la sociedad de
individuos libres e iguales del modelo iusnaturalista. Así, se evitaría ver el
atropello de los derechos de la familia con el fin de imponer la ideología de
género bajo la democracia liberal. En el modelo hegeliano el Estado es
concebido al mismo tiempo como continuación de la familia y como antítesis de
la sociedad civil. Además, los experimentos socialistas en pleno imperio
capitalista han demostrado el valor que tiene la economía de equivalencias. En
otras palabras, no vamos hacia un modelo distinto al capitalismo, no vamos
hacia el comunismo, sino que vamos hacia un modelo diferente de capitalismo,
cuasi-socialista, que políticamente puede funcionar como socialismo, pero
económicamente se sujeta a las leyes del mercado capitalista, con una seria
restricción al poder de los grandes monopolios y la prohibición de la usura
bancaria, y, finalmente, con un poder político más centralizado, planificador y
menos liberal. Pero la mercantilización de todos los ámbitos de la vida agotará
las fuerzas espirituales hasta límites insoportables, haciendo que la cultura
pierda completamente su esencia humanista, siendo hegemonizada por la
inteligencia artificial. En otras palabras, el capitalismo por venir realizará
el delirio prometeico de la modernidad, a saber, la conquista del material
mundo a costa de la pérdida espiritual de sí mismo. Advendrá un nuevo orden
mundial multipolar, pero no anticapitalista. Esas son las grandes mutaciones a
las que se encamina la sociedad burguesa. Esto es importante tenerlo en cuenta
en el nuevo enfoque de la teoría de la justicia como copertenencia, menos
liberal, más igualitaria y ecológica.
Ahora bien, el
neoliberalismo impuso el rechazo de la justicia social en nombre de una mayor
libertad individual y empresarial, y retornaron al concepto tradicional de
justicia como respeto a la ley y a los derechos establecidos. Fue la manera en
que legalidad obtuviera legitimidad. Toda la revolución ultraliberal se hizo en
nombre de la prioridad de la libertad sobre la justicia social. Y llegados a la
media centuria del experimento neoliberal el resultado fue que se despegó la
desigualdad social hasta límites desconocidos en tiempos del colonialismo. Fue
un poder ilegítimo e injusto que se impuso globalmente, y si fue capaz de
lograr consenso y obediencia fue a través del poder ideológico de los medios de
persuasión social. Lo que demuestra que el pacto social no puede ser el único
verdadero criterio de legitimidad del poder político. Tiene que haber otro,
porque el poder de hecho se convierte en poder de derecho mediante la norma que
genera la obligación de obediencia, expresando una engañosa voluntad de los
asociados. Los procesos de constitucionalización auspiciados por el
neoliberalismo fueron procesos de legalización de los poderes del Estado para
imponer el nuevo orden a favor de los ricos. Pero la destrucción masiva de la
clase obrera y la clase media, la extinción del trabajo por efecto de la
inteligencia artificial, la extensión del desempleo estructural, la
precarización del trabajo y la conversión del planeta en un casino global tiene
el efecto de despertar a las masas, haciendo uso de sus derechos de libertad,
para emprender nuevos procesos de constitucionalización.
En la historia no hay
marcha atrás y un desmontaje del neoliberalismo no significará un retorno a la
burocratización integral de la sociedad porque el avance tecnológico lo impide.
En otras palabras, desarmar el Leviathan neoliberal no significará que le
volverán a crecer y multiplicar sus tentáculos, poniendo en riesgo la autonomía
de los individuos. Y aquí reluce que la constitución es en realidad una
restricción de la esfera del Estado, o sea, pone límites al Leviathan. En
realidad, el constitucionalismo es heredero del contractualismo moderno, porque
la libertad está protegida de diversas maneras frente al Estado, pero lo que
avanza incontenible es el potenciamiento de la política en la super-regulación
y control telemática de la vida civil. El Estado omniregulador ya fue señalado
por Adorno y Horkheimer (Dialéctica de la ilustración, 1944) como resultado del
proceso de racionalización y modernización de la razón calculadora. Esto es, la
sociedad burguesa moderna del tardo capitalismo tiene carácter totalitario
porque desarrolla más los elementos regresivos que progresivos de la razón.
Tras el paso del nazismo, estalinismo, maoísmo y reformismo socialdemócrata, se
desembocó en la imagen monolítica y uniforme del Estado neoliberal, como la única
cara demoníaca del Estado autoritario. Pero se trata de un capitalismo que
oprime al hombre no sólo por el consumo y la producción, sino por la técnica.
El predominio de las redes sociales, la web y el internet han hecho que se pase
de la biopolítica de Foucault y la psicopolítica de Chul Han a la
tecno-política de la realidad virtual. Los ciberataques y el ciberespionaje se
han vuelto moneda corriente, y las principales agencias de inteligencia pueden
acceder a todo el historial de datos privados sin consentimiento alguno. Hasta
el momento no existe ninguna configuración que pueda evitar el monitoreo
cibernético, ni forma de saber cuándo uno es espiado, y no hay software que
pueda detectarlo. La recolección de datos privados afecta a todos, desde ciudadanos
comunes hasta a líderes mundiales. La tecnología cibernética terminó
fortaleciendo el lado totalitario del Leviathan y sofocando las esperanzas
emancipadoras. En el vientre del Leviathan emerge Behemoth. La expansión del
poder del Estado no parece cambiar, y así las susodichas libertades
individuales se vuelven formales. Ya Foucault (Vigilar y castigar, 1975) había
advertido que los sujetos mismos se vuelven creaciones del poder. Así, por
ejemplo, instituciones creadas para cautelar el estado de derecho como el
Tribunal constitucional, la Defensoría del Pueblo y la Ley de Consulta previa,
pueden mantenerse sin que ello signifique que no se sigan vulnerando las
libertades básicas y los derechos constitucionales. Es decir, la democracia
representativa no siempre impide que el Leviathan fagocite el orden
constitucional mediante la corrupción, lo cual hace que el poder legal, del que
habla Weber, o el poder jurídico, del que habla Kelsen, sean prostituidos y
vulnerados desde dentro para legitimar y autorizar constitucionalmente un orden
injusto de cosas.
El neoliberalismo en
su avance arrollador echó mano de ese recurso de forma reiterada, fue la manera
en que la legalidad inicua obtuviera legitimidad en los hechos. La élite
megacorporativa mundial fue una banda de pillos que echó mano del derecho como
ordenamiento coactivo para obtener beneficios privados, pero como su
normatividad no se apegaba a los principios éticos no podía ser válida por no
ser justa. En los hechos no hubo leyes ni constituciones que pudiera resistirse
a los poderes financieros del Cuarto Reich. Y así el coágulo del totalitarismo
circulaba en las venas de las democracias parlamentarias. Las democracias se
volvieron en dictaduras económicas de los grupos de poder mundial. Más, nunca
podrá ser moral ni justo un sistema que preconice que el hombre está hecho para
la economía, los problemas del incremento de la ganancia no son los problemas
del hombre, sino del capitalismo. Es más, un modelo económico que concentra el
80% de la riqueza mundial en el 1% de la población, generando sufrimiento,
opresión e injusticia, ha pasado de ser poder legal a poder arbitrario. Por
esta misma razón la legitimidad del poder alcanzado por el neoliberalismo se
comienza a resquebrajar de manera incontenible. La antigua idea aristotélica de
que el gobierno de las leyes es mejor al gobierno de los hombres, ha dejado de
ser cierta incluso bajo regímenes democráticos. Esto significa que la legalidad
no es criterio suficiente para distinguir el buen gobierno del mal gobierno.
Las buenas leyes se apegan a principios éticos, las malas son meros
ordenamientos coactivos. Así, poco a poco su poder legítimo se va transformando
en poder ilegítimo, pues va perdiendo legitimidad conforme avanza su
inefectividad para dar solución a los problemas sociales. Esto es, la teoría
pura del derecho kelseniano flaquea en un punto fundamental, y es que la
legitimidad del poder no puede derivar ni de su ejercicio ni de su legalidad,
sino de su apego a principios éticos. En este sentido, la justicia como ética
siempre será superior y fundamento de la justicia como derecho. Ya Hobbes
señalaba que el poder político se disuelve no sólo por el abuso del poder, sino
también por defecto de poder. Y Niklas Luhmann (Poder y complejidad social,
1979) destaca que el problema del poder en las sociedades avanzadas no es el
“demasiado poder”, sino el “poco poder” para resolver expectativas crecientes
en sociedades desarrolladas, lo que puede derivar en deslegitimación y
desobediencia civil. Por ello, en el accionar del Leviathan hay que distinguir
entre Razón y Justificación. Puede justificar su acción, sin que ello
signifique que la razón esté de su lado. El derecho queda así atrapado entre el
poder y la justicia porque el propio poder se irroga el derecho de interpretar
la justicia pasando por encima del pacto social. El sistema de justicia puede
ser instrumentalizado para ocultar una crisis generalizada y sistémica que
corroe por dentro a las instituciones democráticas. Muchas veces da pábulo a
esto un mal diseño institucional junto a la falta de idoneidad de los
representantes y líderes políticos. Los índices económicos incluso pueden
crecer inercialmente, mientras que el Leviathan va siendo poseído por Behemoth.
Una cosa quedaba claro, a saber, que el orden constitucional resulta
impracticable bajo las condiciones del capitalismo.
Al parecer el
problema es tan profundo que ni creando unas instituciones públicas
anticorrupción podrá ser contenido. Para Luhmann el poder carece de
subjetividad, es un sujeto objetivo peligroso, caprichoso, que genera un
ambiente riesgoso. Pero Habermas y Rawls pensaron que esta maquinaria acéfala y
anómala podía ser redireccionada dentro de un espíritu racional. El modelo
dialógico discursivo de la racionalidad, que brota de la teoría de la acción
comunicativa, pone en primer lugar el tema de la legitimidad. La perspectiva
neocontractualista de Rawls va por un camino similar, por cuanto el problema es
ubicar principios racionales para justificar o no los fundamentos institucionales
del mundo contemporáneo. Pero si Luhmann tiene razón el problema no es la
legitimación sino la gobernabilidad, donde la legitimación no es una
justificación del poder político sino una prestación que el sistema político
proporciona al sistema jurídico. No obstante, la propia gobernabilidad tampoco
es el único problema, porque bajo las democracias occidental los comunistas
tuvieron y tienen el derecho de presentarse a las elecciones, pero no tienen el
derecho a ganarlas. Las democracias socialistas han terminado en golpes de
estado, bloqueos, guerras, invasiones, embargos y sanciones. El que los países
del llamado “socialismo real” no hayan sido nunca democráticos significa
solamente que ningún país en guerra puede darse el lujo de la democracia. Pero
ello no quiere decir que el socialismo sea incompatible con la democracia, el
republicanismo, el estado de derecho, el imperio de la ley, el multipartidismo,
el parlamentarismo, y hasta el mercado en sentido no capitalista. Quizá ese sea
el marxismo del futuro. Mientras tanto, el derecho internacional es impunemente
burlado por el imperialismo y potencias regionales que se sienten por encima de
la ley internacional. Así, por ejemplo, Estados Unidos, China, Rusia, Israel,
Pakistán, India y Turquía no son firmantes de la Corte Penal Internacional por
diversos motivos políticos. No obstante, principalmente es el capitalismo el
que colisiona con los ideales de la Ilustración: liberté, égalité, fraternité.
En este contexto, y mientras no llegue la superación no ilusoria en la sociedad
sin clases de un mundo sin Estado, sin política y sin poder, se hace patente la
necesidad de un nuevo pacto social, un nuevo pacto constitutivo de la sociedad
civil, donde el Estado no se convierta en el monstruo de la super-regulación de
la vida civil, ni la libertad sea el obstáculo para la justicia social, ni la
igualdad atente contra las libertades individuales. O sea, nuevamente la
propuesta contractualista parece posible.
En los últimos
tiempos las teorías de la justicia buscan combinar las ideas de libertad y de
igualdad con el fin de no infringir las exigencias morales de ambas. Pero la
justicia como copertenencia se basa en los derechos humanos, que son derechos
naturales, los cuales deben ser garantizados por un poder político que
garantice los recursos económicos a la libertad. La democracia liberal pone el
énfasis en los derechos civiles y políticos, postergando los económicos,
sociales, culturales, a la protección del medio ambiente, a la vida, a la paz y
al desarrollo. Y esa parodia de la libertad ilimitada fue expresada por Simone
de Beauvoir dentro su exaltado existencialismo sartreano ateo, al decir: “Que
nada nos defina. Que nada nos sujete. que sea la libertad nuestra propia
sustancia”. Esa ficticia libertad ilimitada de la democracia liberal ha sido la
base para justificar la injusticia social. La filosofía burguesa
pseudoizquierdista de los tiempos posmodernos se regodea con lemas nihilistas
como “Adiós a la Verdad” (Vattimo) o “Adiós a la Razón” (Rorty), que se condice
con esa ilusoria libertad sin barreras metafísicas que en fondo lo único que
justifica es una profunda desigualdad social. Se trata de un nuevo asalto a la
razón, que demuestra que la curva irracionalista no se detiene hasta Hitler y
Heidegger, sino que prosigue ensanchándose y profundizándose con el puñado de
doscientas megacorporaciones y trescientos multimillonarios que gobiernan
tiránicamente el mundo en la economía, la política y la cultura. Bajo el
engañoso lema liberal de la libertad sin límites, el totalitarismo de la gran
burguesía mundial continúa su siniestra marcha imponiéndose un orden más
desigual e injusto. Por ello, los derechos humanos de nueva generación exigen
una democracia más participativa y original, con una libertad no ilimitada, sino
al servicio de la igualdad. En otras palabras, es moralmente inaceptable
limitar la defensa de las libertades a su aspecto formal o jurídico sin
garantizar a los menos afortunados económicamente el acceso a los recursos
económicos que garanticen su libertad. El principio de igual libertad exige
igualdad de acceso a los recursos económicos, con ello se impide que sólo un
grupo acabe disfrutando del principio de la libertad. Se trata entonces de que
una teoría del poder tiene que estar detrás del principio de igual libertad
para garantizar la igualdad en el acceso a los recursos económicos de todos. Y
esto supone una democracia participativa, en vez de una democracia liberal, que
no priorice la libertad a costa de la igualdad, sencillamente porque el principio
de igual libertad resulta siendo nominal e ineficaz sin acceso a los recursos
económicos para todos por igual.
En una palabra, no
hay igual libertad sin igualdad económica. Y por ello la libertad no puede
estar sobre la justicia, sino subsumida a ella, sólo así se hace posible la
justicia social. Porque lo justo no es superior al bien, la libertad no puede
estar sobre la justicia, y porque el bien es superior a la justicia, la
justicia es superior a la libertad. La democracia participativa consiste en la participación
directa del poder político en la economía, lo cual no significa necesariamente
una burocracia central para repartir los recursos, pues bastaría regular
instituciones fundamentales como el sistema tributario, el de propiedad y las
herencias, para que la forma general de la distribución se adecúe a los
principios de necesidad y mérito sin afectar la distribución espontánea de
muchos beneficios a través del mercado. Con ello se asegura un grado
considerable de libertad, sin que sea ilimitada, en el uso de los recursos sin
afectar la justicia de la distribución general. Sin cubrir las necesidades
básicas de los ciudadanos, no puede haber una verdadera protección de las
libertades ciudadanas. En otras palabras, de poco sirve fortalecer la igualdad
en el acceso al poder político si no se hace lo mismo en el acceso al poder
económico. Este refuerzo de las libertades políticas fortalecería una mayor
justicia social. Por eso no basta establecer comparaciones interpersonales en
término absolutos y no relativos, no basta con decir que cualquier cambio en la
economía deba beneficiar a los menos favorecidos, porque con ello se
justificaría cualquier aumento en los ingresos de los más favorecidos a cambio
de que los menos favorecidos mejoren mínimamente. Lo cual sólo justifica
desigualdades abismales. En la democracia liberal el acceso al poder se
encuentra imposibilitado porque no hay un verdadero acceso igualitario a los
cargos públicos, los grupos económicos hacen valer sus prerrogativas sobre las
clases mayoritarias y el gigantismo de los estados modernos reduce la
importancia de la participación política ciudadana. Esto hace necesario que se
sacrifique algo de libertad al modelo de la igualdad. En ese sentido va
dirigida la propuesta de la renta mínima como asignación universal que
garantice un mínimo social de protección, libertad e igualdad económica. La
sociedad debe ser transformada radicalmente si queremos construir una sociedad
más igualitaria. No basta cambiar las instituciones, hay que modificar el sistema
social entero con sentido ético y solidaridad. El cambio del sistema económico
hará posible que las instituciones cumplan con la misión de la justicia social.
Una teoría de la justicia limitada a las instituciones que no elimina la
injusticia social a nivel económico, que no cuestiona las estructuras de
privilegio, simplemente vuelve imposible cumplir con una cabal justicia
distributiva. Un poder político que no cambia la economía de mercado
capitalista, simplemente se limita a respetar las libertades civiles y
políticas de los individuos dejando la injusticia intocada. La sociedad
capitalista de mercado es la raíz de la injusticia y de la explotación, y su
superación es requisito para la justicia social. Es inhumano e inmoral que la
ayuda a los más desfavorecidos se limite a la beneficencia y la caridad. Por
ello, redistribuir la riqueza sin consentimiento de los propietarios no es una
injusticia, ni un robo, sino un imperativo moral que responde a las necesidades
de la justicia social. Rawls negó el derecho natural a la propiedad privada,
pero lo que debe ser negado es la acumulación excesiva de riqueza sin reparto
social, por ser inhumano e inmoral. El
talento para generar riqueza debe ser puesto al servicio de la humanidad
entera.