METAFÍSICA DE LA INMANENCIA EN NIETZSCHE
Como hemos visto la filosofía de Nietzsche
no puede ser entendida desde sus puntos intermedios, sino desde su cenit. O
sea, desde su idea culmen del Amor fati. Ese amor al destino es lo que
retrata cabalmente su pensamiento inmanentista y ateo, y que en buena cuenta no
lleva sino al imperio de lo efímero, lo contingente, y el devenir. El ser como
devenir sin propósito ni sentido es la cumbre de su pensamiento.
Por eso es metafísico, porque da fundamento
a una visión última de la realidad de índole inmanente. Pero ese ha sido el destino
de la metafísica moderna. Nietzsche representa el florecimiento de la metafísica
en su índole inmanente moderna. En este sentido Heinz Heimsoeth tiene razón
cuando escribe en su afamado libro La metafísica moderna[1] que su
desarrollo ha sido de inmensa importancia en la Edad Moderna. Las épocas
verdaderamente fecundas y creadoras de la filosofía han sido de florecimiento
de la metafísica.
Sólo que nosotros acotaríamos tres cosas:
primero, que la metafísica moderna da cuenta de los fundamentos del mundo desde
una perspectiva terrenalista, inmanente y secular; segundo, tiene su base
social en la burguesía en ascenso histórico; y tercero, que la metafísica
moderna desde el siglo XIX refleja la senda de crisis y decadencia espiritual y
material de la hegemónica burguesía capitalista. Lo cual no significa suscribir
el determinismo marxista de la estructura económica sobre la superestructura ideológica,
pero tampoco significa desconocer que la filosofía responde a las preocupaciones
de su tiempo y no se desarrolla sin conexión con una determinada época
histórica. En otras palabras, la susodicha Razón autónoma tiene su fuente en la
vida espiritual y material de su tiempo. Y Nietzsche no es la excepción, su
filosofía se corresponde con la decadencia nihilista de la razón moderna de la
burguesía tardía, profundamente amoral, descreída, cruel, egoísta e irracional.
Como bien destaca Gilles Lipovetsky en
sus célebres ensayos La era del vacío (1983) y El imperio de lo
efímero (1987), el síntoma del cambio por el cambio señala el corazón mismo
de la modernidad. Todo se vuelve momentáneo, el instantaneísmo es lo que
predomina, el presentismo borra toda memoria y toda historia. El sujeto deshistorizado
marca la nota saltante en la estructura moderna donde impera la manipulación
del individuo. Ante ello cabe acotar que Nietzsche escribe en pleno auge de los
imperialismos coloniales, mientras que Lipovetsky lo hace en plena era de la globalización
neoliberal. ¿Qué guardan en común? Nada menos que la intensificación de una estructura
económica y cultural profundamente deshumanizada, que reduce al ser humano al
triste papel de consumidor, que se ensaña en la invención de necesidades innecesarias,
ficticias y superficiales, que acelera el tiempo, la vida y el movimiento, que
el primer Marx de los Manuscritos lo condenó por conducir al hombre a
una vida sin esencia, que Simmel en su Filosofía del dinero denunció por
reducir todo valor a mercancía, que Sartori en su ensayo Homo videns increpó
la sociedad teledirigida por sustituir al homo sapiens por el homo videns, que
Agamben en su ensayo Homo sacer mostró el aniquilamiento de la
individualidad en la estructura de la modernidad, y esa estructura se llama
capitalismo, como quinta esencia de la modernidad.
Efectivamente, el amor al destino de
Nietzsche es una sublimación aristocrática de una mente que reacciona contra el
sistema, pero desde el sistema, y por ello no logra librarse de él. El amor fati
es la aceptación del destino del más fuerte, creador de nuevos valores, pero
para que al final todo sucumba como una repetición de lo mismo. La creatividad
y la libertad humana resulta siendo una parodia que no puede sino más que la aceptación
de la necesidad cósmica del juego de Dioniso. Es por ello que la gran
contradicción de la filosofía nietzscheana es que lo que al comienzo aparecía ser
una alegre filosofía de la libertad termina siendo una oscura y triste filosofía
de la necesidad. Efectivamente, su pensamiento se parece a una ópera trágica que
promete mucho con la muerte del Dios, el superhombre, la
voluntad de poder y la inversión de los valores, pero que acaba en bufonada
carnavalesca con el eterno retorno de lo mismo y el amor
fati.
De ahí que es una grave limitación
entender a Nietzsche desde la voluntad de poder, donde el ser
es valor. Esta es la interpretación de Heidegger en Caminos de bosque (1995)
y Nietzsche (1961). En Caminos señala que Nietzsche es todavía
prisionero de la metafísica de la modernidad porque define la verdad desde el
sujeto, la aletheia es sustituida por la certitudo. Lo cual es
absolutamente cierto, pero olvida señalar que el sujeto como voluntad y
representación sólo se entiende dentro de una metafísica de la inmanencia. Su Nietzsche
enfatiza que no se está ante un pensador moral, sino ante uno metafísico,
porque identifica la voluntad de poder con el ser y éste con el valor. Y esto
es pensar óntico y no ontológico.
Ciertamente que Nietzsche no tocó el
problema ontológico del valor, pero es excesivo afirmar que el ser como valor en
él no tiene profundidad ontológica. Pues lo tiene, de lo contrario no se
comprendería la voluntad de poder en eterno retorno como principio de la
realidad. Heidegger deja incompleto a Nietzsche con el fin de meterlo en el
saco del nihilismo que olvida el ser. Al contrario, con esta crítica a Nietzsche
es Heidegger el que cae en un sesgo ontológico pronunciado que olvida lo
óntico. Pero esa solución resulta siendo muy sumaria y expeditiva.
En suma, contra Heidegger se puede
afirmar que Nietzsche es un pensador metafísico porque reduce inmanentistamente
el ser al devenir, y porque en el fondo el valor se da en el tiempo y el tiempo
resuelve la densidad del ser. Si en Nietzsche el ser cae al nivel metafísico del
valor no es porque su voluntad de poder tiene una limitación subjetivista, al
contrario, es porque hay un más allá del bien y del mal, un más allá de toda valoración,
que tiene que ver con el fondo dionisiaco del gran juego metafísico inmanente
del nacimiento y muerte de todas las cosas. Por lo demás, llama la atención
cómo el antihumanismo de Heidegger -el hombre como pastor del ser- se emparenta
con el superhombre de Nietzsche, pues el hombre es una realidad a superar. Y
tampoco puede pasar desapercibido que el ser y el tiempo en Heidegger guarda el
mismo estrecho lazo que mantiene en Nietzsche.
Por su parte, Eugen Fink en su La
filosofía de Nietzsche (1960) define la esencia del pensar nietzscheano desde
el eterno retorno, donde el ser está más allá de lo
axiológico. Es decir, la voluntad de poder está más allá de lo axiológico. Por
tanto, no es pensar óntico, como quiere Heidegger, sino ontológico. Lo cual es
absolutamente cierto, salvo que hay que acotar que su ontología post-axiológica
es metafísica de la inmanencia. Y ese es precisamente el corazón de la modernidad,
a saber, la metafísica de la inmanencia exclusivamente temporalista y del devenir.
Pero esto se nota con mayor nitidez cuando se aprecia el pensamiento de Nietzsche
desde el amor fati, donde se ve nítidamente cómo impera el
necesitarismo antiguo.
Pero cómo es el necesitarismo
nietzscheano. Veamos. El empirismo del nominalismo del siglo XIV fue la
respuesta extrema al necesitarismo greco-árabe mediante la defensa de la libertad
y la omnipotencia divina. Mientras Escoto subordina las ideas a Dios, Occam las
elimina, suprime los universales. Aquí ambos oponentes se unen para oponerse al
necesitarismo greco-árabe. Tienen presente al Dios puro Intelecto de Averroes y
al Dios cuya voluntad se somete necesariamente a la ley de su entendimiento de Avicena.
En cambio, el Dios cristiano no obedece a nada, ni siquiera a las ideas. Lo
cual es destacado con suma claridad por Étienne Gilson en su Filosofía en la
Edad Media.[2] Esto también llevó
a decir a Emile Bréhier en su Filosofía en la Edad Media (1959), que
mientras la filosofía griega es una filosofía de la necesidad la filosofía
cristiana es una filosofía de la libertad.
Ahora bien, es
interesante observar que en Nietzsche se conserva el núcleo doctrinal del nominalismo,
pero en su versión radicalizada: no hay Ideas en Dios, porque no hay Dios, y
tampoco hay universales en las cosas, porque no hay universales, sólo existe lo
concreto e inmanente. La metafísica inmanente de Nietzsche es una versión
extrema de la negación nominalista de la metafísica de lo trascendente. La filosofía
nietzscheana es sin saberlo una influencia multiforme del occamismo en el
pensamiento del siglo XIX. Hay quienes pueden pensar que solamente hay occamismo
en la medida en que se reduce la teología a la simple probabilidad, y como en
Nietzsche no hay teología por consiguiente no hay occamismo. Pero esta es una
forma de entender el nominalismo occamista, la otra forma es su giro hacia lo
individual y concreto, más que poner el acento en lo teológico. Y en esta medida
hay nominalismo occamista en Nietzsche. No en vano el occamismo ha sido el origen
de la ciencia moderna y de un empirismo radical donde la necesidad natural rige
soberanamente.
Pero en Nietzsche
lo concreto no son las cosas, sino el flujo del oleaje vital cósmico de la
voluntad de poder en un eterno retorno de los mismo. Y el superhombre es el
asume esta verdad como amor fati o amor al destino. No hay cosas, sólo
existe el flujo del devenir en eterna repetición de lo mismo. Como en muchas otras
cosas Nietzsche aquí no distingue con claridad entre la verdad del devenir y la
verdad del ente. Solamente está obsedido por la verdad del devenir, como
movimiento necesario y creador. Lo concreto, las cosas resultan ser constructos
mentales, pues el hombre falsea el mundo porque piensa. Pero en última instancia
reconoce que no es el hombre sino la voluntad de poder la que crea las
ficciones de los entes.
En suma, la
voluntad de poder impera en todos los fenómenos, y el hombre dominador debe
reintegrarse a la Tierra, porque la voluntad de poder es individualización y el
eterno retorno es reintegración al devenir cósmico. Y para que esta nueva
visión metafísica no recaiga en un nuevo dualismo reintegra ambos en el juego
cósmico del nuevo dios Dioniso. Dioniso viene a representar la nueva necesidad cósmica
en el flujo del devenir. Se trata de una hipótesis empírica radical presentada
en forma aforística. Todo sucumbe en la necesidad de la eternidad del devenir, el
ser es el tiempo, pero no de un tiempo asintótico que se dirige hacia un fin, sino
cíclico y en repetición. El juego cósmico se parece más a un juego sin
finalidad, ni sentido ni propósito. Con ello rompe con toda escatología y
teodicea, y en su lugar se instaura el necesitarismo del destino repetitivo.
Esa es la cumbre de su metafísica inmanente.
Esto llevó a
Frederick Copleston a preguntarse en su Historia de la Filosofía[3],
si el eterno retorno no es una ficción de la voluntad de poder. Pero dentro de
la lógica del amor fati no es una ficción, porque la voluntad de poder no sólo
es individuación, creación de valores y dación de sentido al mundo, sino que en
última instancia se resuelve en el eterno retorno de lo mismo que hay que amar.
O sea, volverá la ignorancia, la metafísica de lo trascendente, su lucha contra
él, el último hombre del nihilismo pasivo, el superhombre del nihilismo activo,
pero todo sucumbirá en la rueda del tiempo inclemente para volver a repetirse
eternamente de modo necesario. Por tanto, la idea del eterno retorno no parece
una ficción de la voluntad de poder, como piensa Copleston, sino una necesidad
interna.
El juego
cósmico de Dioniso no tiene propósito permanente, todo sucumbe en un nihilismo
cósmico sin fin. No hay Dios, ni sentido terminal en los ciclos sin fin. El que
tiene la última palabra no es el hombre como superhombre, ni siquiera la voluntad
de poder, lo axiológico se hunde en la noche oscura de la metafísica inmanente,
donde el eterno retorno de lo mismo impera y al cual hay que amarlo. Esto en el
fondo significa una negación radical del sentido en el universo, consecuencia
natural del ateísmo del amor fati. No es un ateísmo cualquiera, pues los
hay con la creencia de que el sentido del mundo es creador por el hombre. Pero
Nietzsche lleva las cosas más lejos, para sostener que ni siquiera lo humano es
el límite del devenir, y éste tiene su propia dinámica en el eterno retorno de
lo mismo. La falta de sentido del universo puede parecer un panorama infernal,
pero Nietzsche piensa en los fuertes, en el superhombre que no se ilusiona con
nada.
En consecuencia,
se puede decir, sin embargo, que lo realmente significativo en su filosofía no
es la voluntad de poder, que nos lleva al eterno retorno de lo mismo, ni el amor
fati, sino que todo es una ficción en el juego cósmico de Dioniso. El ser cósmico
es finito y temporal, sin término ni propósito, carece de sentido y verdad. Todo
está más allá del bien y del mal, de lo verdadero y lo falso. Lo axiológico sucumbe
ante una nueva ontología de índole inmanente. Todo está imbuido en un proceso
de creación y destrucción sin propósito ni final. Es el fin de todas las ilusiones,
el nihilismo total.
Y aquí es cuando
surge un tema crucial. ¿No será que Nietzsche está expresando, más bien, la
dramática crisis espiritual de la modernidad y le está dando una expresión
cósmica? Su pensamiento es una filosofía sin salida, justo como se expresa toda
civilización que llega a su ocaso, decadencia y término. Parafraseando el famoso
libro de Oswald Spengler, se puede afirmar que la filosofía de Nietzsche
representa la decadencia de Occidente.
Precisamente,
si la corriente secularista de la burguesía moderna se muestra robusta y revolucionaria
en el siglo XVII, luchando por la libertad de conciencia y el republicanismo, y
contra el inmovilismo monárquico, defendido por la jerarquía eclesiástica, en
el pensamiento político de Hobbes, Spinoza y Locke, por ejemplo; en el siglo
XIX América del sur, África, Asia y Oceanía padecen el yugo colonial del imperialismo
europeo, o sea el secularismo de la burguesía capitalista se tornó conservadora,
opresora, explotadora y reaccionaria. Ha degenerado el pathos ascendente de la
modernidad para mostrar su peor rostro en el punto más álgido del colonialismo
europeo durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX.
Nietzsche fallece en 1900, justo en el umbral del siglo veinte, el más inhumano
jamás conocido -por los valores que decía defender- en la historia de la
humanidad.
Pero el espíritu
burgués está infectado de resentimiento, envidia, perfidia, maldad y venganza
por todo lo superior y permanente. Con mucha precisión Werner Sombart[4]
apuntaba que la esencia espiritual del tipo humano responde al cambio del orden
racional de lo celeste a lo terrestre. El espíritu capitalista del burgués
-unión de la pasión por el dinero con el ánimo de empresa- fue lo primero que
afloró y después surgió el sistema capitalista. Esto es importante destacarlo
porque se comprende que la modernidad no es engendrada directamente por la
estructura capitalista, sino por el espíritu capitalista.
Ciertamente que
para la formación del espíritu capitalista habría también que tomar en cuenta
otros factores poderosos y no menos decisivos, como, por ejemplo: racionalización
del tiempo en los conventos a través del reloj, la invención de la banca y la aparición
del préstamo a interés desde el siglo XIII-XIV, la era de los grandes descubrimientos
geográficos en el siglo XV-XVI, como eficaz factor que convergió con otros, a saber,
las fratricidas guerras de religión entre 1562-1568, la revolución científica
del siglo XVI-XVII, los inventos como el de la imprenta, el impacto de la Reforma
Contrarreforma. Naturalmente que estos fueron siglos decisivos en la formación
del espíritu burgués, pero la mutación epocal no se detuvo y prosigue hasta
nuestros días. Entre los cambios acontecidos cabe mentar lo que Ferdinand
Tönnies[5]
llama la aparición de la “sociedad”, basada en la promesa, la unión voluntaria
y el contrato, en lugar de la “comunidad”, asentada en lazos de sangre, tradición
e historia.
En la vorágine
contractual caen los valores, la familia y el matrimonio, y de esa manera lo
formal predomina sobre la significación real objetiva. En la civilización formal
triunfa la mentalidad calculadora, la vida superior desaparece porque las cosas
se han hecho más grandes e importantes, pero el hombre se volvió más pequeño e
insignificante. La raíz de todo este cambio no es la inversión de los valores,
sino que el verdadero fundamento es el predominio del orden terrenal sobre el
orden celestial. Nietzsche creyó que la raíz eran los valores, por eso se
propuso invertirlos. Pero tampoco dejó de advertir que era necesaria una visión
del mundo y lo propuso. Pero su visión inmanentista del mundo compartía la misma
base terrenalista de la decadente civilización burguesa moderna. Y de este modo
su propuesta resultaba impotente e ilusoria. En una palabra, se trató de todo
un terremoto espiritual, cultural y material de envergadura que terminó sepultando
la visión medieval del mundo.
Ahora bien, la
tectónica espiritual de la historia de la modernidad burguesa no se ha
aquietado, al contrario, se aceleró en su seísmo. De ahí que un Bauman[6]
salga a nuestro encuentro para señalar el carácter líquido de la modernidad, y
un Byung-Chul Han[7] nos hable
de la sociedad del cansancio y del reino de las no-cosas. Para Bauman la
modernidad sólida terminó, y pertenece al capitalismo industrial. Hoy tenemos
la modernidad líquida, donde no hay valores absolutos y permanentes, lo cual es
propio del casino global del neoliberalismo. Su libro es publicado en 1999 y
describe el capitalismo del momento, pero ahora estamos transitando al capitalismo
digital y una modernidad que podemos llamar “gaseosa”. La realidad se esfuma en
el metaverso de la hiperrealidad de la web.
Por su parte,
Han anuncia que nuestra sociedad no se corresponde con la sociedad
disciplinaria de Foucault, sino a la sociedad del cansancio, de la depresión,
del rendimiento, de los emprendedores que se autoexplotan. Hasta aquí todo se
corresponde con el capitalismo neoliberal, pero al hablarnos de la instauración
de un reino de lo digital, que catapulta el narcisismo y la teatralidad ya se
instala en terreno del capitalismo digital. Y así afirma que en el reino de la
información, de la no-cosas nos volvemos ciegos a las cosas mismas. Mientras la
cosa amplifica el ser, la no-cosa lo suprime. Aún, cuando Han no señale la
distinción entre cosa tangible e intangible, queda bien señalado que el espíritu
burgués ahonda la apoteosis del ente y el olvido del ser. Tanto Bauman como Han
describen al último hombre de Nietzsche, aquel que ansía la nada antes que el
ser. Ahora se entiende mejor por qué en el Occidente liberal el nihilismo se
posesionó de la vida real y cotidiana, dejando de ser cosa de intelectuales.
A raíz de la
guerra de Ucrania se ha esgrimido el argumento de que vivimos en pleno tránsito
histórico del mundo unipolar del occidente liberal al mundo multipolar del occidente
cristiano. Se trataría de una lucha a muerte entre el sentido ateo,
anticristiano y nihilista del imperialismo anglosajón y sus vasallos europeos,
y el sentido creyente, cristiano y de valores absolutos del occidente cristiano
unido al mundo oriental de China, India, y que se extiende con los BRICS hacia África
y América Latina. En el fondo se trataría de una guerra mortal, de inusitadas
consecuencias, entre la visión inmanente y la visión trascendente del mundo.
Son dos visiones metafísicas del mundo las que colisionan, pero como en la
historia no hay repeticiones se trataría de una nueva metafísica que sepa armonizar
la inmanencia con la trascendencia.[8]
Todos estos
hechos que acontecen desde el siglo XIII hasta el siglo XVII alumbran en la
modernidad una nueva mentalidad funcionalista en reemplazo de la otra
substancialista, una forma de pensar calculadora y pragmática sobre la otra
desinteresada y más reposada, un cambio de visión del mundo que afianza el Regnum
hominis o reino del hombre, como agudamente lo caracteriza Paul Hazard[9].
Efectivamente, se trató de una crisis del pensamiento metafísico de occidente a
gran escala, que terminó dando lugar a la visión metafísica del hombre burgués.
Sólo que en Nietzsche aquel Regnum hominis será convertido en Regnum del Superhombre.
En otros términos, se catapultó el espíritu burgués con su visión
antitrascendentalista, inmanentista y secular del mundo.
No obstante, es
a Georg Simmel[10] a
quien no se le pasa desapercibido que en la expresión espiritual-cultural del
espíritu capitalista está el predominio de lo cuantitativo sobre lo
cualitativo, lo mensurable y calculable sobre el valor y lo intangible. Se
trata del valor convertido en mercancía. Y sólo sobre esa base pude abrirse
camino la economía dineraria que convierte todos los valores en mercancías. Sin
esta mutación histórica de base material y espiritual no habría sido posible el
ataque a los valores tradicionales por parte de Nietzsche. Su filosofía es hija
del surgimiento del espíritu burgués contra el que se revuelve infructuosamente.
Sin la tragedia de la cultura moderna que reduce el valor a objeto, sin la esencia
de la economía dineraria que es la negación de todo valor, es inconcebible
comprender en su base la filosofía nietzscheana y su transvaloración de los
valores.
Nietzsche
percibe el desastre espiritual de la crisis de la civilización occidental moderna
y su filosofía lo expresa con una metafísica inmanente y un nihilismo cósmico,
porque está convencido que el mal reside en la creencia en el trasmundo, lo trascendente
y la metafísica tradicional. Está convencido que sin una nueva imagen del mundo
no se puede enrumbar la historia y al hombre. Está dispuesto a proporcionar un nuevo
sentimiento cósmico con el eterno retorno y la voluntad de poder. Y no le
importa caer en el relativismo del ciclo interminable cósmico con amor al
destino.
En realidad,
antes de Heidegger y Fink había sido Max Scheler[11]
quien advirtió que el resentimiento en la moral en Nietzsche era un
resentimiento metafísico. El que falsifica la imagen del mundo se desfoga calumniando
al mundo y despreciando la humanidad. Pero la moral no puede basarse en el resentimiento,
sino en la eterna jerarquía de los valores. Era una ojeriza y envidia contra
todo lo permanente y estable, de ahí el embotamiento moral del resentido que
falsifica el juicio de valor. En Jesús no hay resentimiento, sino perdón. Por eso
el agón cósmico o impulso espiritual de la antigüedad era una cadena en que lo
inferior aspira a lo superior. En cambio, el agón cósmico cristiano es a la inversa,
porque es lo superior quien desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios.
De ahí la inclinación de Cristo hacia los pecadores. Heidegger, por su parte,
se mantiene prisionero del agón cósmico antiguo porque es el hombre como pastor
del ser quien custodia sin fe una especie de revelación místico-ontológica. Para
Scheler estaba claro, no ver que en la moral cristiana no hay resentimiento
sino amor y el Reino de Dios, era la raíz del extravío del juicio de Nietzsche.
Scheler es el primero que llama la atención sobre la esencia de la filosofía
moderna como una renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Por ello en la
inversión de los valores de Nietzsche está el “todo es vano/todo vale” de los
decadentes filósofos posmodernos.
Pero hay más.
Nietzsche no es la culminación del subjetivismo de la filosofía moderna al
reducir el ser al valor, pues ya hemos apuntado que él va allá de lo axiológico
al colocar al superhombre más allá del bien y del mal y al concebir el eterno
retorno de lo mismo como el juego cósmico del dios Dioniso. Su orden es ontológico.
Nietzsche es, más bien, uno de los retorcimientos más pronunciados de la filosofía
moderna, porque al final culmina no con la subjetividad del superhombre, sino
con su disolución en el devenir del eterno retorno sin propósito ni finalidad. Presenta
su propia metafísica. Esta reducción del ser al devenir es un planteamiento
metafísico de índole inmanente, donde el orden terrenal burgués no es superado
y sí ahondado. Su propia filosofía está infectada por la degeneración de la
inversión de los valores del espíritu burgués. Y al no poder advertirlo
considera todo el conjunto viviente desde Sócrates, el cristianismo hasta el
industrialismo como la expresión degenerada del impulso vital. Ni el ethos ni
el pathos de su pensamiento logra superar la esencia del espíritu burgués
porque se afianza firmemente a su núcleo sustancial, a saber, la superioridad y
autonomía del orden terrenal sobre el orden trasmundano. Ciertamente que ha roto
con el mundo mecánico colocado como base del mundo, pero sólo para reemplazarlo
por el mundo de la vida como nueva base del mundo. Se trata de un cambio superficial
que no va hacia la superación del propio mundo, sino que, al contrario, se
dirige al afianzamiento del orden terrenal. Nietzsche mientras filosofa es claro
y contundente en sus fórmulas expresivas, pero es pobre cuando intenta ofrecer
una imagen existencial del superhombre y ofrecer un fundamento sobre la
reducción del ser al devenir. En lugar de Dios no pone al hombre, no incurre en
un nuevo antropologismo, sino que pone a la Tierra. Por supuesto que se trata
de una metáfora que refleja un paganismo inmanentista, pero que explica menesterosa
e insuficientemente la superioridad ontológica de lo terrenal sobre lo celestial.
El
aristocratismo del superhombre y la inversión de los valores no es más que una salida
fallida al espíritu burgués de la modernidad. Ni su antropologismo
psicologizante, ni su resentimiento anticristiano, ni su repudio idealista, ni
su iluminación a la problemática nihilista, ni la propuesta del superhombre, es
capaz de superar el pathos del espíritu burgués moderno porque comparte con él
su inmanentismo acendrado. No se da cuenta que al identificar el ser con el
devenir lleva al ateísmo y al nihilismo, aunque no conduce al panteísmo porque
para él no hay Absoluto dirigido a un fin como en Hegel. Lo que hay en su
pensamiento es un eterno retorno de lo mismo, donde lo único absoluto es una
repetición de un destino sin propósito ni finalidad cósmica. En realidad, sólo
cuando se presta atención a su idea del superhombre aislado del conjunto total
de su pensamiento aparece un antropocentrismo aristocrático prometeico. Así
aparece en la apreciación del pensador peruanista católico Víctor Andrés
Belaunde[12] cuando
afirma que la tragedia de Nietzsche es que el superhombre encarna la
culminación de la absoluta autonomía humana del antropocentrismo renacentista,
sumergido en la materia el hombre pone su energía divina al servicio de los
instintos vitales, y así su subsuelo es un materialismo radical y un audaz
amoralismo. La civilización cristiana, agrega, se halla amenazada de muerte por
el humanismo ateo. Feuerbach y Comte proponen la divinización democrática de la
humanidad, a eso Nietzsche le opondrá la divinización aristocrática del superhombre.
Lo cual a todas luces es una apreciación justa. Pero todos devienen hacia la
antropolatría. Remata Belaunde afirmando que hoy proletariado, campesinado y burguesía
exhiben un impudoroso ateísmo práctico y prometeico, y la fe se refugia sólo en
algunas cumbres.
No es difícil
coincidir con Belaunde en la consideración de que la esencia de la cultura son
los valores espirituales, los mismos que moldean los elementos físicos,
biológicos e históricos. Así, la cultura aparece como una síntesis viviente,
que en el presente está en crisis al socavarse su cimiento moral y religioso.
Más, cabe acotar que lo moral y religioso ha ido minando al compás del cambio
de la visión metafísica del mundo, desde el orden celeste hacia el orden
terrestre. Belaunde[13]
tres actitudes fundamentales humanas ante el Absoluto: inquietud, serenidad y plenitud.
¿A cuál de ellas corresponde Nietzsche? A ninguna, porque no toma en cuenta la
indiferencia vital humana hacia Dios. El ateísmo práctico es precisamente eso,
y a ello tenía que conducir el espíritu burgués reinante. Veamos.
La antropolatría
de la modernidad tardía no se caracteriza por la actitud humana de la inquietud
hacia el absoluto, ni la serenidad pascaliana que abriga la idea de poseerlo, ni
la plenitud agustiniana de unidad de espíritu y naturaleza en Dios. En
Nietzsche hay rabia, odio, deifobia, que culmina en indiferencia hacia el
absoluto. Nietzsche aparece como una parodia de Cristo secularizado, pero también
como el dedo acusador sobre el hombre moderno que sólo quiere la nada. El
último hombre asediado por la sed de nihilismo. Su filosofía no está en guerra
contra Dios, sino contra lo que considera una ilusión que impide al hombre
realizarse plenamente. Aspira a liberar al hombre de Dios por reprimir el mundo
vital e instintivo. Por eso lo que recomienda es una especie de indiferencia
psicológica que de paso al impulso vital.
Pero si nos
detenemos en la antropolatría subrayada por Belaunde corremos el riesgo de
perder de vista que el destino del nihilismo no
es la apología del hombre -como piensa Nietzsche-, sino su supresión y la de todos
sus grandes temas, incluso la verdad. Nietzsche piensa la voluntad de poder y
el eterno retorno como principios cósmicos del juego de Dioniso. O sea, niega
la metafísica trascendente por una metafísica inmanente.
El punto culminante del nihilismo en nuestro
tiempo de vertiginoso avance de la inteligencia artificial no es la
divinización prometeica del hombre, sino la concepción por la inteligencia artificial
de que lo divino no existe. El pensamiento humano habrá sido remontado por la inteligencia
artificial.
Todo indica que en el occidente liberal el
nihilismo es un tránsito hacia muchas modalidades de transhumanismo, donde al
final imperará la inteligencia artificial autónoma. Del antropoceno habremos
pasado al ciberceno. Hay algo que Nietzsche no pudo prever, y es
que el nihilismo en su hora final vuelve irreconocible el puesto del hombre en
el cosmos, donde la única realidad pasa a ser el devenir. Se habrá pasado a la
dictadura del algoritmo cibernético. Si Nietzsche aborda la problemática del nihilismo
en el auge del capitalismo industrial, ahora mucha agua ha corrido bajo el río,
y se ha visto cómo el nihilismo se profundizó bajo el capitalismo neoliberal y
el actual capitalismo cibernético. El capitalismo digital[14] alienta
el surgimiento de las tecno-utopías basadas en el dataísmo imperante. Lo cual
no es antojadizo, sino que responde a una segunda revolución copernicana
operada en la modernidad tardía, donde el sujeto es abolido para ser reemplazado
por el chip algorítmico. Y esto no representa al superhombre nietzscheano fusionado
con la máquina como un ciborg, sino la abolición del hombre mismo por la
inteligencia artificial autónoma. El ciberceno que abre el occidente liberal
instrumentaliza al hombre para superarlo por completo, el hombre se convierte
en un medio para la máquina autónoma. No sabemos si un triunfo del occidente
cristiano sobre el nihilista occidente liberal pueda asegurar un curso distinto
en la historia, que pueda atajar el fin del humanismo sin Dios y la apoteosis
de la inteligencia artificial sin el hombre. Por el momento es sólo una
esperanza muy prometedora.
No hay que
perder de vista que en el conjunto de su pensamiento Nietzsche no pone como
fundamento del mundo al hombre, el mundo tiene su propio fundamento en el devenir
del ser en un destino repetitivo. Su énfasis en el superhombre es momentáneo y no
cae en la antropolatría. Quiere ser lo más anticristiano posible, de ahí que
descarta cualquier escatología y centralidad del hombre. El hombre es una criatura
a ser superada en el superhombre, pero el superhombre es un ser a ser olvidado
en el eterno retorno de lo mismo. Claro que comparte con el giro antropológico,
que acontece después de Hegel, la convicción de que Dios es simple idea humana,
el trasmundo es pura ficción de lo vital reprimido. Pero su filosofía del
superhombre no es más que otro ideal desesperado y condenado al desastre de una
humanidad entregada a vivir solamente en función del orden terrenal.
La anestesia nietzscheana
sobre sobre Dios opera en Husserl y Heidegger, quienes no se plantean el ser de
Dios. Reina a sus anchas en Sartre. Empuja a las filosofías procesualistas de Whitehead
y Alexander al panteísmo, al vitalismo de Bergson hacia la religión dinámica, e
insufla el metarrelato de Lyotard y la ontología débil de Vattimo. Es decir, su
metafísica inmanentista está detrás de la curva decadente de todo el pensamiento
filosófico de la burguesía periclitante.
El espíritu
filosófico burgués cae hechizado bajo el peso de la conciencia de lo finito, la
historicidad, la temporalidad del ser, lo contingente y lo relativo. Lo
permanente no sólo se esfuma, sino que huye de la historia, y así reina la decadencia
de los valores, como siempre acontece en el declinar de toda civilización. La ambigüedad
del ser se impone, el mito culturalista que afirma que la existencia precede a
la esencia termina disolviendo el sujeto y desnaturalizando la desigualdad sexual.
Todo se vuelve en “constructo social”. La erosión nihilista del mundo postmetafísico
cree verse libre de la metafísica, pero está cogido por las garras de la metafísica
de la inmanencia, donde el orden terrenal asfixia cualquier atisbo del orden
trasmundano, esencial y permanente.
Bien visto, la metafísica
de la inmanencia ha presentado en la modernidad diversas formas y, como veremos,
prosigue su desarrollo. Veamos sus formas: El empirismo que convierte lo
fáctico en lo único real; las metafísicas subjetivistas del yo; el panteísmo
spinosista de la sustancia; el panteísmo hegeliano del absoluto en despliegue dialéctico;
el positivismo que reduce lo verdadero a lo experimental; el procesualismo que
ve lo real como un desarrollo inmanente; las metafísicas de lo finito que reducen
el ser a lo temporal; la metafísica del eterno retorno de lo mismo; y,
finalmente, la metafísica del algoritmo cibernético que explica la realidad
como un proceso virtual. La cual ya luce como una amenaza para la humanidad,
pidiéndose que no se avance más en esa dirección.
En realidad,
Nietzsche es más actual por el nihilismo que por otras ideas suyas. Y lo es de
tal modo que muchos se atreven a hacerse un Nietzsche a su medida. Foucault en
su microfísica del poder usa el nietzscheano método genealógico para presentar
la historia como fruto de la contingencia y negar que exista sentido en la
historia. Derrida en su Gramatología se ceba en la idea nietzscheana de la
verdad como mentira para hablar del sentido de la diferencia como deconstrucción
del “sentido verdadero”. Deleuze en su esquizoanálisis saca provecho de la idea
nietzscheana de superar al hombre para sostener que la diferencia se afirma desplazando
a todo sujeto. Lyotard en su filosofía como metarrelato vuelve al Nietzsche esteta
para desplazar la diferencia a terrenos ético-estéticos. Baudrillard explora sin
mucho éxito el nihilismo activo. Y Vattimo desarrolla una apología de la
perplejidad y una ontología debolista.
Para todo este
conjunto de pensadores el sentido y la verdad resulta siendo un juego dionisíaco
del poder, la escritura, el inconsciente, la narrativa, lo social y lo
contingente. Pensar el ser como la diferencia o más allá de la identidad es
asumir el devenir nietzscheano, pero esto lleva hacia la identificación de la
diferencia con lo irracional y de lo irracional con el ser. El ser sería lo absolutamente
otro e incognoscible. Todos comparten el mismo pathos escéptico y ethos nihilista.
Uno proclamando la muerte del hombre ante la hegemonía de la palabra y la biopolítica
(Foucault), el otro privilegiando el texto sobre la realidad (Derrida). Pero al
final todos sucumben por igual al inmanentismo moderno como nueva metafísica
planteada por Nietzsche.
Pero este extremismo del legado nietzscheano era
innecesario y, al mismo tiempo, inevitable. Innecesario porque bastaba con
reconocer que la razón tiene que admitir verdades suprarracionales. Algo totalmente
intolerable para el espíritu burgués cismundano y carente de la verdadera
trascendencia. E inevitable en medio del tiempo finisecular del espíritu burgués,
que atraviesa sus horcas caudinas y sus últimos estertores históricos. Efectivamente,
el amor fati o amor al destino no es otra cosa que la resignación ante
la monstruosa repetición de lo finito en el tiempo. Esta triste eternidad de lo
finito en una desilusionante repetición de lo mismo encarna la tragedia del
hombre contemporáneo y Nietzsche es su máximo exponente. El hombre nihilista
actual extravió el horizonte de lo eterno trascendente, y por la senda temporalista
y antieternalista el occidente liberal ha desbarrado hacia la crisis de valores
y la disolución espiritual. Esa humanidad decadente del occidente liberal blande
irresponsable y provocadoramente las armas nucleares reflejando la putrefacción
del espíritu burgués.
Nietzsche fue un individualista aristocrático
consumado. Desde su primera obra que proclama la dualidad apolíneo-dionisíaco
hasta su último periodo donde habla Dioniso como deidad, el Superhombre, el
eterno retorno, lo real como interpretación, la bestia rubia, el Anticristo, y
la transvaloración de todos los valores, culmina en una delirante etapa
sifilomaníaca y psicótica.
Su advertencia de la muerte de Dios que exige al superhombre,
capaz de renunciar a la metafísica, asumir la nada y la responsabilidad de sus
actos sin subterfugios, implica el advenimiento del “último hombre”, el hombre
masa, pero sin posibilidad real de que insurja el superhombre. El hombre sin
Dios y sin religión se volvió en un monstruo que amenaza constantemente con destruir
a la propia civilización. Esta debilidad de su pensamiento fue aprovechada ayer
por el nazismo y hoy por el transhumanismo imperialista. Lo que nos lleva a la
consideración de que el hombre no está en el mundo para volverse superhombre,
porque esa consigna daña su propia humanidad.
Ahora bien, qué significa el amor fati. Bien visto
es el juego de la necesidad. Lo cual no implica necesariamente consonancia
cósmica entre el hombre y el mundo. Nada de ello. Es algo así como que la
necesidad del juego cósmico es consigo mismo, sin perseguir ningún fin ni propósito.
Esta negación de toda teleología, finalismo y providencia responde a su giro
anticristiano y anti idealista, pero que tiene profundas implicancias sobre el
significado del universo. Simplemente el universo carece de sentido y significado,
en un repetirse idéntico de lo mismo sin propósito alguno. Dioniso juega y se
recrea sin buscar nada permanente. Es el puro devenir sin sentido alguno. El último
hombre y el superhombre participan en el juego del mundo, pero nada permanece, todo
vuelve a empezar tras su desaparición. La tan defendida vida carece también de
sentido, sucumbe y vuelve surgir de modo incesante. El que logra ver esta
verdad tan desgarradora sólo le queda resistirla mediante el amor al destino,
como muestra suprema del hombre superior. Al final Dios muere para entregarnos
a una metafísica de la inmanencia terriblemente desoladora y sin sentido. Sólo
quedan los rescoldos de la fugacidad del tiempo. Y a eso le llama eternidad, cuando
más parece la mueca psicótica de lo eterno. Dioniso, como su última palabra, es
el gran desprecio por todo sentido y finalidad. La duración en el juego dionisíaco
del mundo es puro derroche de creación y destrucción. Esta idea delirante y
fantasiosa de la monstruosa repetición de lo finito en el tiempo es su última
cumbre, y lo llama la consumación del espíritu libre.
La dureza, crueldad y odio diabólico de su última
etapa le impidieron pensar a fondo sus ideas esenciales. Y más bien lo
enceguecieron para recuperar el sentido del ser y los valores, que quedan
disueltos en puro devenir dentro de una metafísica de la inmanencia del eterno
retorno y el amor fati.
[1]
H. Heimsoeth, La metafísica moderna, Revista de
Occidente, Madrid, 1966.
[2]
E. Gilson, La filosofía en la Edad Media, Gredos,
España, 2019, p. 627.
[3]
F. Copleston, Historia de la Filosofía, Ariel,
Barcelona, 2011, tomo VII, p. 322.
[4]
W. Sombart, El burgués, Alianza editorial,
Madrid, 1972.
[5]
F. Tönnies, Comunidad y sociedad, trad. José
Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1947,
[6]
Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, FCE,
México, 2004; La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2010.
[7]
Byung-Chul Han, No-cosas, Taurus, Barcelona, 2021;
[8]
Sobre esta nueva metafísica en ciernes en la historia
he publicado los siguientes libros: Carta sobre la Metafísica, La modernidad
envejecida, Apocalipsis de la razón burguesa, Sentido metafísico del mundo
multipolar, Antropología sin antropocentrismo, Ser y realidad; publicados
en IIPCIAL, Lima, 2022; salvo el último que pertenece al 2023.
[9]
P. Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII,
Revista de Occidente, Madrid, 1966.
[10]
G. Simmel, Filosofía del dinero, edición Capitán
Swing, Madrid, 2013.
[11]
Max Scheler, El resentimiento en la moral, Revista
de Occidente, Madrid, 1927.
[12]
V. A. Belaunde, La síntesis viviente, Madrid,
1950, pp. 71.83. Otros filósofos peruanos que han dedicado libros a Nietzsche han
sido los sanmarquinos José Russo Delgado (Nietzsche, la moral y la vida,
1948) y Leopoldo Chiappo (Nietzsche liberación y dominación, 1978). No obstante,
su metafísica de la voluntad influyó sobre Mariano Iberico y José Carlos
Mariátegui.
[13]
V. A. Belaunde, Inquietud, Serenidad, Plenitud,
Sociedad Peruana de Filosofía, Imprenta Santa María, Lima 1951.
[14]
Véase mis obras Miseria del capitalismo digital y
de la tecnoutopía, IIPCIAL, Lima, 2021; Ideas ante el capitalismo digital,
IIPCIAL, Lima, 2022.