OBRAS RECIENTES DEL AUTOR
Ser y Realidad
Filosofía, Ser, Historia
Prometeo liquidado: Inteligencia artificial y Juicio
Final
Nietzsche y la metafísica inmanente
Ufología: El Gran Fraude
Humanidad en peligro: Tercera Guerra Mundial
Acotaciones del pensar
Sobre el infinito universo y el vacío cósmico
Contra el Género
Universalismo filosófico
Por qué filosofamos
Gustavo Flores Quelopana
VAMPIROS DE DIOS
Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger: hitos de la
metafísica moderna inmanente
FONDO EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto de Investigación
para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2024
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano
de frondosa obra y ágil pluma. Fue Presidente de la Sociedad Peruana de Filosofía,
Presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú).
Disertante en universidades de Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes
filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la
filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico;
“Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar
la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”;
el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización
neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo
digital; y el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial
Fuerte, y la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica.
Título: VAMPIROS DE DIOS. Kant, Hegel, Nietzsche y
Heidegger: hitos de la metafísica moderna inmanente.
Primera edición en castellano: Lima, Marzo, 2024
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en marzo de 2024 en: © Fondo
Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de
América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca,
Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL
PERÚ
N° 2024-
VAMPIROS
DE DIOS
Kant, Hegel,
Nietzsche, Heidegger: hitos de la metafísica moderna inmanente
PROEMIO
Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger son cuatro pensadores cuyas filosofías
han resultado como vampiros de la sustancia divina. Son hitos de la filosofía
moderna en los que se consolida el rechazo de la metafísica trascendente y la
aceptación de la metafísica inmanente. Efectivamente, sobre los hombros de
estos cuatro filósofos tudescos la metafísica moderna impulsa la imagen del
mundo terrenalista, inmanentista y secularizada del Universo. En este sentido
son los vampiros de Dios.
Así, la metafísica trascendental
kantiana pone una barrera infranqueable a la metafísica de lo trascendente,
subordinando el Ser al Pensar y concibiendo a Dios como ideal de la razón pura
de carácter regulativo. Con Hegel se exacerba la trascendencia del Absoluto
mediante el panteísmo. El dilema se concentra en que en la filosofía
hegeliana no hay un más allá, sólo existe un mundo dominado por un pensamiento
inconsciente, un universal inmanente. En Nietzsche el hombre nihilista queda encerrado en su propio infinito y
desconectado del infinito que hay por encima de él. Lo infinito que hay por encima
del hombre es el eterno retorno de lo mismo. El eterno retorno de lo mismo
no es sino más que una mueca siniestra que simula lo infinito, y que sólo se piensa
como autoconservación de la voluntad de poder. En Nietzsche la sustancia del cosmos
es el poder en devenir perpetuo y repetible. Así, su filosofía es una parodia
insoportable de un Cristo secularizado, pero también el dedo acusador sobre el
hedonista hombre moderno que sólo quiere la nada. La filosofía de Nietzsche es una
culminación del moderno y subjetivista hombre sin Dios, alma sahumada y
marchita en el horno de lo temporal y finito.
Heidegger tendrá siempre el mérito inmarcesible de
haber acertado en el pronóstico y de haber errado en el diagnóstico. Señaló
atinadamente la necesidad de oponer un nuevo modo de pensar ante el reinante
objetivismo cientista de la era nihilista. Pero responsabilizó de ello a la
metafísica del eidos y por eso se propuso recuperar la metafísica de la
alétheia. Cuando por el contrario la raíz del descaminamiento de la filosofía occidental,
por haber seguido la senda del logos y no la de la physis o el ser, es la
metafísica de la subjetividad inmanente o del
percipi propia de la modernidad. Y es precisamente por ello que su filosofía
acaba encerrándose en la jaula del inmanentismo de un ser inescrutable e
irracional en el propio seno del mundo. Heidegger tiene razón en sostener que
su ontología fundamental no pretende pensar a Dios, sino al Ser. Pero no tiene
razón en pensar a Dios como Supremo Ente y separarlo del Ser. En todo caso la
entificación de Dios resulta siendo una limitación a su naturaleza infinita y
por tanto negando su condición de ser supremo. Lo que Heidegger opera con la
mistificación del Ser es una desnaturalización de la entidad divina. O mejor,
sobre la base de la incomprensión de la naturaleza de Dios emprende la embestida
con el Supraser más allá de lo divino. El Ser en Heidegger no es lo divino,
sino es lo que posibilita lo divino. Y en ese sentido el Ser ni siquiera se
columbra como una cuaternidad intradivina, por el contrario, es lo que hace
posible la propia esencia de la divinidad. Esta lucha de Heidegger contra Dios
la lleva hasta las últimas consecuencias. El Ser se torna en un abismo oscuro
que no tiene que ver con el amor, la creación, la encarnación, la redención, ni
la salvación y, sin embargo, sin él nada de ello podría darse. El Supraser no tiene
que ver con lo increado o lo creado, ni con lo increado que crea, ni lo creado
que crea, ni lo creado que no crea, ni lo creado que no crea. El Ser de Heidegger
es como el Dios en Escoto Erígena, a saber, un ser sin manera de ser ni determinación
de ningún género. Por eso, su vínculo con lo Uno neoplatónico es inocultable.
La metafísica moderna de la inmanencia que recorre a
estos cuatro pensadores emblemáticos describe un movimiento de la razón que
llega a su agotamiento civilizatorio en el siglo veintiuno, mostrando que el
hombre sin Dios se convirtió en una verdadera amenaza para sí mismo y para el
planeta. Muchos pensadores más son los vampiros de Dios en el pensar moderno,
pero la tarea central actual es vislumbrar el giro hacia un nuevo pensar.
PRIMER ACTO
KANT
Y
EL OCASO DE LA MODERNIDAD
PRÓLOGO
¿Por
qué este libro no lleva el título simplemente de Kant y su filosofía, sino Kant
y el Ocaso de la modernidad? Lo revela justamente esta obra. Su propósito es
exponer que existe una relación esencial entre la filosofía trascendental y el
actual ocaso de la modernidad. La modernidad es descubrimiento humano de su libertad
y autonomía. Es el triunfo de la era antropológica, lo cual bueno. Pero también
es encenagamiento en lo inmanente y ruptura con lo trascendente, es la victoria
del hombre sin Dios. Lo cual resultó nefasto al pervertir la misma libertad que
otrora celebró. Ambas cosas están contenidas en la agnóstica revolución copernicana
emprendida por Kant.
No veamos, por consiguiente, en este
libro al responsable del descalabro de la Edad Moderna, sino, a quien mejor
expresó sus ideales del modo más sistemático, original y contundente. Por lo
mismo, es preciso volver a iluminar su pensamiento para percibir con más
nitidez los peligros que se ciernen sobre la presente hora antropológica. Es
decir, el propósito de la obra es entender la tragedia en que se encuentra
envuelto el Regnum hominis de nuestra
modernidad desde el corazón mismo de las dicotomías de la filosofía
trascendental kantiana.
Efectivamente, Kant clausura la primera
fase de la filosofía moderna y al mismo tiempo abre su segunda etapa. Él
representa el triunfo del hombre epistémico sobre el hombre ontológico de la Antigüedad
y Medioevo, de lo cismundano sobre lo trasmundano, lo inmanente sobre lo trascendente,
de lo práctico sobre la tradición, de la razón funcional sobre la razón
sustancial. Pero a su vez, en ese triunfo se encuentra signado el destino de la
modernidad con su nítida voluntad de poderío. La cual se ha vuelto arbitraria,
extraviando la verdadera relación con las cosas y el mundo. No sólo se ha
descarriado entre los entes, sino que ha perdido su conexión con la verdad del
ente. Ortega, precisamente, había advertido en la filosofía de Kant un
acentuado activismo y voluntarismo.
La filosofía kantiana elevó a lo
teórico la convicción que la estructura del mundo es creada por el hombre. En
lo trascendental puro a priori estaba contenido la interna energía absoluta de
la razón. La misma que ha convertido al hombre moderno, por obra de la ciencia y
de la técnica, en la criatura más poderosa y dominante sobre la Tierra. Eso ha
sido en esencia la Modernidad. La nueva imagen del mundo está configurada sobre
la voluntad de poder. Vivimos un Antropoceno que es el triunfo del hombre
convertido en deus in Terris u homo deus. Pero este poder que ha
crecido desproporcionadamente ya se muestra amenazante, es un peligro y su
dominio aparece urgente. El hombre está sucumbiendo ante su propio poder. Los peligros
se manifiestan como destrucción nuclear de la humanidad, despersonalización
completa del hombre, imperio de la violencia, injusticia y de lo anético, y
destrucción interna de la dignidad humana.
Para evitar la catástrofe global ha
llegado la hora de operar una segunda revolución copernicana sobre el meollo
mismo de la kantiana. El hombre pone el ser a las cosas, pero debe hacerlo
obedeciendo a la esencia misma de las cosas. Ello implica un nuevo realismo,
que vea la Naturaleza como algo apoderable, pero con justicia y caridad. Y
respete la dignidad de la persona humana. O sea, el dominio del mundo no puede
continuar hasta como ahora, sin respetar la verdad. Pero el respeto a la verdad
implica humildad, lo cual no es debilidad sino fuerza interna para aceptar la
revelación que contiene todo ente y sobre todo la Revelación bíblica. No se
trata de volver a Kant, se trata de volver al Dios de la Revelación.
Sí, en esta segunda
revolución copernicana se trata de una nueva utopía donde el enorme poder adquirido
por el hombre se muestre primero mediante el dominio de sí mismo, una ascesis
del instinto y de la voluntad, que tiene como punto de partida el reconocimiento
de la trascendencia de Dios. Sin el reconocimiento del Creador, de la verdad
incondicional, de los valores absolutos, no habrá forma de edificar una nueva
cultura y civilización. Pues, la verdadera libertad no reside en imponer un
determinado ser al ente, sino en hacer lo que exige la esencia del ente. Y esa
es una tarea que implica compromiso del individuo, la familia, el Estado, la
escuela, la ciencia y la Universidad. Pero hacer lo que la esencia del ente
exige implica recuperar la perdida actitud contemplativa. Y lograr ello, a su
vez representa acabar con las estructuras del mundo que han puesto en primer
lugar lo útil, lo práctico y el bienestar material.
Ciertamente que Kant nunca abandonó el realismo
para entregarse en brazos del idealismo especulativo tipo Fichte. Así, incluso
en las notas del Opus Postumum acentúa la autoposición del sujeto,
pero sin renunciar a la cosa en sí. Sustituye la metafísica dogmática por una
metafísica trascendental que le pone una barrera infranqueable a la metafísica
de lo trascendente. Pero también es cierto que terminó subordinando el Ser
al Pensar. Y con ello consolidó la vía subjetivista e inmanentista del
pensamiento moderno. Por lo cual el criticismo oscila entre el realismo y el
idealismo de la subjetividad. Situación que se constituyó en el disparador del
idealismo especulativo de Fichte, Schelling y Hegel. No menos importante fue la
recepción kantiana de Schopenhauer en el marco de una metafísica voluntarista.
Hasta que llegó el neokantismo para repudiar lo que consideraba distorsión del
criticismo y centrarse en su teoría del conocimiento. Pero con Heidegger el
criticismo tuvo una asunción metafísica dentro de la existencia finita humana.
Lo que faltaba era una recepción realista del criticismo -aunque Marechal lo
intenta dentro del espíritu realista del neotomismo-, y eso es lo que aquí
apuntamos.
En buena cuenta, el criticismo depende de la existencia
de lo trascendental o de la Razón Pura, es decir, de los juicios sintéticos a
priori que explicarían la necesidad y universalidad tanto
en el conocimiento objetivo del mundo, como del imperativo categórico del mundo
moral. Pero bien puede ser que, en vez de construir se
trate de captar la estructura objetiva inteligible del ser.
Con ello se superaría la subordinación del Ser al Pensar, se abre el camino
hacia un realismo consecuente y se superaría la descalificación de la
metafísica de lo trascendente. Incluso, y bien
visto, no hay incompatibilidad entre admitir la existencia trascendental de
la Razón pura y la existencia trascendente de la cosa en sí o
mundo externo, si en vez de asumir la función ordenadora interna del conocer
como una construcción del ser, más bien lo que hay es
una captación de la estructura objetiva inteligible del ser. O
sea, la ordenación interna de la razón pura sirve para la captación de
la inteligibilidad del ser. Así lo trascendental y lo trascendente no
tienen que ser incompatibles, ni la Razón Pura tiene que llevar
obligatoriamente hacia la subordinación del ser al pensar. Esta interpretación realista de la Razón Pura lleva
de igual forma hacia la asunción de lo metaempírico y lo suprasensible no como
meras ideas regulativas de la razón, sino como captación de la inteligibilidad
del ser. En otras palabras, hay ideas de razón que no son de carácter
constructivo ni regulativo, sino captativo de la estructura
objetiva del ser. Y en ese caso el hombre no sólo contaría con intuición
sensible, sino también con intuición intelectual, no en el sentido de totum
simul, pero sí como captación del objeto necesario y universal (alma,
mundo como totalidad, Dios) en la estructura objetiva inteligible del ser.
En otras palabras, la estructura trascendental de
la Razón pura puede muy bien tener función captadora del orden
ontológico sobre la base de una función ordenadora de la
experiencia cognoscitiva y moral. Obviamente que esto ya no es Kant, sino una
superación del sesgo subjetivo e inmanentista del kantismo, de tan honda huella
en el pensamiento moderno con el rechazo de la metafísica.
INTRODUCCION
EL OCASO DE LA MODERNIDAD
COMO REINO DE LA
INMANENCIA
No es extraño, entonces, que lo más
permanente y duradero del kantismo sea el imperio de un voluntarismo y
activismo de la subjetividad finita humana, que se condice con el triunfo de la
edad antropológica moderna y su mayoría de edad como ser libre. O sea, que la consecuencia
más importante de la filosofía trascendental, según García Morente, es el
humanismo de la cultura. Es decir, la cultura humana es fruto de una actividad
libre, necesaria, universal y objetiva. No obstante, la consecuencia más
terrible de este humanismo sin Dios que se configura en la filosofía Kantiana
es que termina por convencerse que el Hombre tampoco vale la pena. Dios ha muerto
y el hombre también. Sartre y Foucault lo testimonian. Ahora bien, no hay
rehabilitación del hombre sin dominio de sí mismo. Pero el dominio de sí mismo
equivale a cambio interno. Es decir, el que fracasa respecto a sí mismo no está
en capacidad de tomar correctas decisiones políticas o de otra índole. Sin
cambio interno no es posible un coherente cambio externo. Y no hay dominio de sí
mismo sin ascesis. Ascesis es autoeducación y sacrificio. Ese será el meollo de
la nueva cultura y civilización.
Sin ascesis no es posible doblegar los
poderes diarios de la barbarie. Sin ascesis ninguna cultura edificó algo grande
y admirable. Y ello es tan cierto porque el principal traidor del hombre se
encuentra en sí mismo, crece desde dentro con cada capitulación espiritual, con
la vida muelle y sibarita. El hedonismo, como estilo horizontal de vida, como
moda señala la curva decadente de toda civilización. Y la capitulación más
grave efectuada en la modernidad ha sido en desconocer que la esencia humana
consiste en su relación con Dios. La existencia del hombre moderno luce
gravemente enferma porque ha desconocido al fundamento de toda realidad, a saber,
Dios. Pero reconocer a Dios implica amar su creación, ayudar al prójimo y
proteger a sus criaturas. La conciencia no se engaña, y cuando nos dice que hay
que aceptar una responsabilidad hay que hacerlo. Otro no es el camino. A escasos
años de que se cumpla el Tricentenario del Natalicio de Immanuel Kant (1724-2024).
Y considero que el mejor homenaje a su pensamiento es superarlo en la médula
misma de su contribución teórica. Tarea que resulta urgente dado que asistimos
a la acelerada destrucción de la Modernidad, a su ocaso, vivimos su periclitación.
Pero tras sus escombros se atisba el surgimiento decidido de valiosos elementos
que dan esperanza. Y, quizá, el más importante sea el de la necesidad de
limitar el poderío humano. Por eso, aquí no se trata de historiar o hacer
hermenéutica de la filosofía kantiana, sino de alumbrar el camino para hallar
una solución al dramático presente moderno que nos agobia y, a la vez, nos
desafía por una respuesta nueva. Sin superar el opresor inmanentismo de la
modernidad y ligar la trascendencia con la inmanencia no habrá manera de
recuperar el respeto a la dignidad humana, la verdad y lo Absoluto. La nueva
época tendrá que resolver la amenaza del poder humano. El hombre irreligioso de
nuestra era antropológica ha perdido a Dios. Recordemos que Cristo lanza un grito
abismal en la Cruz: “¿Por qué me has abandonado?” Ahora el hombre del poderío
técnico-científico también experimenta lo que significa perder a Dios. Pero
Cristo desciende a los infiernos en la muerte, mientras que el hombre moderno
vive el infierno en la vida. Son dos realidades distintas. Una es espiritual,
la otra es material. Una acontece al atravesar el umbral de la muerte, la otra
sucede en la propia vida. El descenso de Jesús a la realidad de la muerte
pertenece a su rebajamiento y es anterior a la Redención. En cambio, el hombre
moderno antropológico al rechazar la luz eterna de la trascendencia trae la soledad
de la muerte a la vida, sumiendo el espíritu a una tenebrosa noche del alma. La
frase de Nietzsche “Dios ha muerto” es exacta, aunque incompleta. Porque Cristo
no solo murió en Cruz, sino que venció a la muerte y Redimió a la humanidad.
Pero el hombre moderno se aloja solamente en la muerte de Dios, y con ello nada
sabe de la esperanza sobrenatural. Ensoberbecido en la conciencia de su libertad
y en su enorme poderío técnico-científico, el hombre antropológico de hoy ha
renunciado a la conversión del mundo desde la noche a la luz.
El ocaso de la modernidad expresado en
el reino de la inmanencia es como la puerta del infierno a la que llama Cristo,
mientras dentro los demonios deliberan. Charles Péguy dijo que Dante había
atravesado el infierno como un turista. Pero el hombre espiritualmente perdido
de hoy edificó un mundo luciferino, plenamente terrenal, donde el amor y la
solidaridad resultan inalcanzables por falta de amor. Sólo la espiritualización
de su propio poder podrá salvarlo. Espiritualización que sólo puede ser siendo
parte de la voluntad redentora de Dios. Hay que perderse en los abismos de Dios
para responder a la perdición del hermano. En suma, por qué Kant se asocia al
ocaso de la Modernidad. Su Revolución Copernicana, según la cual el conocimiento
no gira en torno al objeto sino al sujeto, convierte el conocimiento humano en
una praxis. Conocer es construir el ámbito de la objetividad. De aquí hay un
pequeño paso a afirmar que conocer es crear el objeto del conocimiento, más
aun, la realidad. Kant expresa así el espíritu maduro de la era antropológica
en su fase ascendente, donde la acción, la praxis, la liberad y la voluntad
cobran un protagonismo principal en la historia. Pero esa conciencia en la nueva
autonomía cobrada por el hombre lo ha henchido de poder sobre la base del
progreso científico-técnico. Finitud, falsabilidad y totalidad imperfecta son
las nuevas categorías de la realidad. Con ello el hombre de hoy es más
vigilante y encarnado. Pero las mismas categorías que lo pueden hacer más
consciente de la infinitud y absolutez de Dios, lo han llevado por el camino
contrario. Se ha ensimismado en la inmanencia y ha negado la trascendencia. El
hedonismo, el relativismo, el materialismo, el inmoralismo y el nihilismo
imperan por doquier. Lo malo no es el poder enorme que ha adquirido el hombre
antropológico, sino su descontrol. Ello ha conducido a la destrucción de la
Naturaleza y del hombre mismo. Esto caracteriza el ocaso de la modernidad. Pero
a la modernidad no hay que suprimirla sino superarla. Y ello exige rectificar
su más acabada expresión, a saber, la revolución copernicana del kantismo. Hace
falta un nuevo realismo, que parta de Dios y de la esencia de las cosas. Pues
cada cosa exige su verdad. Pero también es urgente lograr el dominio de sí
mismo y realizar la actitud contemplativa. Ello sería necesario para romper con
la ilegitima antropomorfización de las cosas. Y para ello es necesario superar
la presente civilización materialista que gira en torno al beneficio económico,
la prisa, el bullicio y los valores inferiores.
El hombre fáustico occidental es el que sucumbe. Y, si sobrevive la
humanidad, quien lo pueda seguir no será un nuevo hombre apolíneo, sino un
hombre libre pero espiritual, que sepa anudar lo inmanente con lo trascendente.
Pues bien, si en la Crítica de la Razón
Pura (CRP) el sujeto busca afirmar su intento de objetivarlo y dominarlo
todo, en la Crítica de la Razón Práctica
(CRPr) la libertad moral descubre en el respeto a la otra persona como algo no
cosificable, pero el mundo sigue sometido a los fines dominables de la
libertad, más en la Crítica del Juicio
(CJ) aparece la naturaleza como la protagonista de sus propios fines, o sea, la
configuración del mundo según la finalidad de lo libre. Son los seres vivos,
decía Kant, los que proporcionan al concepto de fin una realidad objetiva en la
naturaleza. Pero si el punto de vista trascendental culmina en la primacía de
lo práctico sobre lo teórico, de la acción real de la libertad en la
naturaleza, ello no significa la abolición de la preeminencia de la idealidad
sobre la realidad sino, al contrario, el predominio de la conciencia pura sobre
todas las esferas de la objetividad, la raíz de todo serán las leyes del
espíritu. Lo cual marcará a fuego el centro de toda esta metafísica moderna, el
cual ya no será la substancia sino el hombre como ente de razón. Todo esto no
es malo, lo malo es circunscribirlo sólo al espíritu finito y dejar de lado el
espíritu infinito, o sea, Dios.
Cuando en el hombre dejan de unirse lo inmanente
y lo trascendente, se trastoca el propio orden humano, tornando su libertad en
la principal amenaza a su propia existencia, tal como vemos en el hombre
fáustico de hoy. En realidad, la revolución copernicana del criticismo culmina en el
concepto de fin. Pero el concepto de finalidad
lleva a pensar en un mundo donde la subjetividad no crea ni en su materialidad
ni en su forma. Lo cual viene a tensar al máximo las contradicciones contenidas
en la filosofía trascendental y que estallan en el idealismo alemán. Lo que
tenemos en el fondo es el asalto a la razón contra el fundamento trascendente del
orden natural y humano, haciendo la filosofía trascendental que la finalidad de
la praxis humana sea un concepto de la libertad y no de la naturaleza. El cuál
es el meollo del descontrol en que se halla el enorme poder alcanzado por el
hombre antropológico de la modernidad. Pero no se trata de negar el segundo eje
de la crítica de la razón, la doctrina de la realidad del concepto de libertad,
la libertad-acción como nuestro ser originario, sino de ubicarlo en su unión
con el Ser infinito y, a partir de ahí, definir la necesidad de autocontrol de
su propia libertad y poder. Lo que indudablemente vuelve insuficiente el contexto
en que se ubica el segundo eje de la filosofía trascendental, la idealidad del
espacio y del tiempo, el cual cierra el acceso del ser finito a las realidades
suprasensibles. Pero asi como no hay retorno a la Edad Media ni a la Edad
Antigua, tampoco hay regreso a la metafísica dogmática, sino que el desafío es
avanzar hacia una metafísica que, sin desconocer el papel activo y libre del
sujeto cognoscente, respete la propia esencia de las cosas y el mundo. Para
Kant la coronación de todo el edificio del sistema de la razón pura era el
concepto de libertad, aunque no podía prever su descomposición más nefanda en
el libertinaje global actual. Lo cual vuelve imperativo disolver el Regnum hominis sin Dios, y reconocer el Regnum hominis con Dios. Si la modernidad
creyó acabar con el pensar poético y mitológico que antropomorfiza el mundo con
lo trascendente, con la rectificación planteada se liquida el antropologismo
secularista del Yo pienso con su imperio de lo inmanente. El primer acto de la
subjetividad no puede ser analítica, ni reflexiva, sino sintética y
existencial, y, por tanto, testimonia la existencia de lo real como evidencia
primaria que las cosas son, lo ontológico condiciona lo epistemológico, el Ser
rebasa el Pensar.
En otras palabras, es imposible recuperar la metafísica destruyendo lo
trascendente para limitarse a lo finito y temporal, como pretende Heidegger,
sino que su franca recuperación transita por un nuevo realismo que funde el
esencialismo en una metafísica trascendentalista. Confundir el concepto de
objeto con la existencia real del objeto condujo al desorbitado subjetivismo
que hace estragos en la Edad Moderna.
APUNTE
BIOGRÁFICO/PONENTE CÉLEBRE
A
partir de 1746 y durante ocho años Kant se ganó la vida como preceptor privado
en casa adineradas de Königsberg. A los treinta y un años, 1755, obtuvo el
doctorado y el cargo académico de privatdozent. Por quince años solicitó cátedra,
pero se le denegó. Recibió ofertas de otras instituciones, pero su apego a su
ciudad natal hizo que no aceptara. Se ganó la vida enseñando de todo y redondeó
sus ingresos como ayudante de bibliotecario. Cuando por fin obtuvo la cátedra
en 1770, lo que le daría tranquilidad para escribir su primera gran obra, su
aula se abarrotaba de aforo. Los alumnos llegaban a las seis de la mañana para
encontrar sitio. Era un ponente célebre por la riqueza de los conceptos, la
claridad y exhaustividad expositiva, la solidez metodológica, pero además
porque construía el conocimiento desde dentro y sabía incentivar un pensamiento
independiente y creativo en los pupilos. En sus clases se veía no a un simple
profesor, sino a un maestro y filósofo en acción.
1.
LO TRASCENDENTE
De Kant al
idealismo romántico existe toda una generación intermedia (Eberhard, Jacobi,
Reinhold, Maimon, Beck y Fichte) que se debate entre el criticismo ortodoxo y
el escepticismo radical, y que encuentra la fuente de todas las dificultades en
la doctrina de lo trascendente. En este punto tres ideas son clave: que es
constitutivo de nuestra subjetividad su finitud; que en la libertad humana se
manifiesta el mundo inteligible, el cual no es ámbito de los objetos
trascendentes; y que la finalidad es la única idea de razón que se manifiesta
como objeto, si no en su causa al menos en su producto. O sea, nunca salimos de
la subjetividad. En suma, la razón recurre a las causas finales –entre ellas
Dios-, que son ideales, por la singular estructura finita de nuestro conocer.
En realidad, la dualidad entre la sensibilidad y el
entendimiento contenía la contradicción funesta para la unidad del sistema
crítico. Antes que todos ellos hay que mencionar el tempranero ataque de Garve
(1789) quien tachaba a Kant de idealista absoluto como Berkeley, encerrado en
sus representaciones subjetivas. Kant respondió a las acusaciones de idealismo
en los Prolegómenos (1783) y en la
2da edición de la Crítica de la razón pura (CRP) haciendo hincapié en las principales
tesis del idealismo crítico: se dan las cosas reales, pero la cosa en sí
permanece inaccesible a nuestra facultad, sólo nos es dado conocer el fenómeno
(fenomenalismo), no encontramos previamente los objetos, los ponemos
(subjetivismo), ese es nuestro límite y frontera. El problema de la metafísica
y de la cosa en sí es analizado en profundidad en la Lógica trascendental de la
Critica de la Razón Pura. Y el
recurso teísta o búsqueda de un fundamento a esa necesidad nuestra de recurrir
a la finalidad última, o sea a Dios, está en los tres parágrafos (76-78)
finales de la Critica del Juicio.
Para Kant la teoría de la experiencia es teoría de la objetividad y del
conocimiento. El Fenómeno no es apariencia o ilusión sino objeto perceptible.
Los objetos no perceptibles son cosa en sí y no pueden ser conocidos
científicamente. La cosa en si le sirve para refutar el dogmatismo del racionalismo
y del empirismo, como para señalar los límites de la experiencia. La cosa en sí
equivale a negar la posibilidad de conocer lo absoluto. Pero Kant también lo
piensa como la experiencia en su absoluta totalidad. Mientras los conceptos
expresan realidades de la experiencia, las Ideas expresan objetos que están más
allá de la experiencia. Los entes absolutos no tienen realidad son meras ideas.
Las Ideas son regulativas, no son constitutivas. Expresan el afán de totalidad
y de perfección moral. La metafísica pretende conocer los entes absolutos
(alma, Dios, universo), pero su pretensión es ilusoria. A ella no le puede servir
ni la intuición pura ni la empírica. El alma no es una sustancia sino la totalidad
de la experiencia interna. La cosmología racional también naufraga en
antinomias porque lo opuesto es lógicamente correcto. La causa primera y el
límite del universo son simples ideas del conocimiento perfecto. No hay
intuición pura ni empírica de Dios. Por tanto, no se puede decir que exista.
El concepto de Dios es una idea de un principio
único y supremo. La metafísica no es conocimiento teórico verdadero. De manera
que la cosa en si no es cosa, es idea necesaria de la razón. No se puede
trasponer la condición de nuestro conocimiento a las cosas. Las ideas de la
razón son anticipaciones hipotéticas de lo ignoto, que algún día podrá ser
alcanzado. Las ideas no son un saber real sino un saber posible. La metafísica
es una inclinación natural de la razón, la cual tiene sed de absoluto. El uso
legítimo de las ideas es su uso regulativo. El conocimiento no es copia, sino
actividad espiritual. Las ideas son realidad simbólica. Los límites del
conocimiento conducen a la Moral y al Arte. Las Ideas no son nociones de algo,
sino para algo. La cosa en sí, que es una Idea, se define por el principio de
finalidad. El concepto es el único fundamento posible de toda finalidad, por
eso la naturaleza no actúa intencionadamente, o sea un fin de la naturaleza es
de suyo inexplicable (CJ § 74). Sólo el entendimiento intuitivo de Dios podría
conocer la finalidad en la naturaleza (§75, 78, 79). La incapacidad de la naturaleza
de producir finalidad según sus lees nos obliga a recurrir a una causa
exterior, al are divino (§ 74). El substrato suprasensible de la naturaleza no
es ni mecanismo ni finalidad, así la causa suprema de la finalidad en la naturaleza
ha de ser una Inteligencia creadora de la misma, una substancia simple e inteligente,
un entendimiento originario, arquetípico y causa del mundo (§ 73, 75, 77, 80,
85). La teleología continúa en la teología, y así concluye la CJ con un tratado
sobre la existencia de Dios (§ 75). En consecuencia, la cabal comprensión de la
cosa en sí en el sistema criticista exigía ser visto como una Idea de la razón.
Y eso precisamente no se comprendió en los poskantianos.
Primero fue el wolfiano Eberhard (1739-1809) para
quien “la filosofía leibniziana contiene ya una crítica de la razón” y contra
quien, en 1791, un año después de publicar la Crítica del Juicio, decide romper con su silencio para redactar una
respuesta minuciosa con el opúsculo Por
qué no es inútil una nueva crítica de la razón pura. Su apreciación es
contundente, pues consideraba que Leibniz es tergiversado, su filosofía de las
mónadas, la armonía preestablecida y el principio de razón suficiente se
refiere al substrato incognoscible del mundo, pero resulta que la filosofía
crítica demuestra que toda metafísica es una impostura.
Luego viene la aguda observación de Jacobi (1743-1819),
quien acuñó una frase afortunada que expresaba con nitidez la contradicción del
sistema crítico: sin la cosa en sí no se
entra en el criticismo, pero con ella no se puede permanecer en él. Acertó
en lo primero, pero no comprendió que la cosa en si no es una cosa sino una
idea necesaria de razón. Jacobi subraya la inconsistencia interna del
pensamiento kantiano, no sólo a nivel de la razón teórica sino también a nivel
de la razón práctica, pues el resultado es la imposibilidad del conocimiento metafísico
dogmático por razón y otorga este conocimiento a la fe, como principio de toda
razón teórica. La filosofía de la fe de Jacobi representa una oposición al
Iluminismo y un primer florecimiento de las tendencias románticas. Su
distinción entre una razón discursiva y una razón intuitiva estaba perfilada a
evitar los problemas suscitados por Kant al basar el conocimiento en la
artificial construcción del sujeto trascendental.
Tanto Eberhard como Jacobi buscaban una solución
más completa al problema de lo trascendente, que para una solución kantiana consecuente
quedaban sin demostración: el alma, el universo, y la idea de un ser perfecto.
Al respecto, cabe mencionar que en Kant se produce una tergiversación del
argumento ontológico. Kant recrimina al argumento ontológico por deducir del
“concepto” de Dios la existencia de Dios. Pero el argumento clásico, desde san
Anselmo a Leibniz, no hace esta deducción porque considera que Dios es
fundamento, razón o idea en sentido platónico. O sea, la idea de la existencia
del ser perfecto no es discursiva sino intuitiva, suprarracional, porque viene
directamente de Dios. Pero Kant sobrepone la dimensión lógica a la dimensión
ontológica porque solo es conocimiento lo que es objeto de la experiencia. En
la filosofía crítica Dios solo es una Idea de Razón, regulativa pero no constitutiva.
En Kant Dios sólo es concepto porque comparte la ruptura nominalista y
empirista que convierte la idea platónica de esencia en concepto, separando el
ser del pensar.
En Kant lo que lleva más allá de los fenómenos no
es la cosa en sí, sino la moral y la libertad. El problema de la libertad rompe
con la gnoseología y se planta en lo metafísico. Es por
ello que la revolución copernicana no deja de lado la cuestión del ser ni la
metafísica. Pero es el conocimiento lo que regula el objeto. Al ente le
antecede la constitución del ser de una objetividad en general. La revolución
copernicana revela las variadas estructuras y formas del ser. Así el objeto estético no está
ligado al objeto empírico. O sea, cada forma nueva del espíritu se refiere a un
mundo objetivo nuevo.
Para Kant
no observamos a Dios, sólo lo pensamos subjetivamente como causa suprema. Dios
es una causa suprema, válido universalmente para el sujeto, para todo uso
especulativo y práctico. En la Crítica
del Juicio dice que el fundamento subjetivo del Juicio reflexionante
permite suponer un Dios inteligente en la base de los fines de la naturaleza.
Pero la distinción entre cosas posibles y reales es tal que, vale sólo
subjetivamente para el entendimiento humano, puesto que podemos tener algo en
el pensamiento, aunque ello no exista, o representarnos algo como dado aun sin
tener de ello todavía concepto alguno. Es decir, el principio subjetivo y
regulativo de la razón vale para el juicio humano como si fuera un principio
objetivo. Allí donde el entendimiento no puede seguirla, la razón se hace
trascendente con ideas que son regulativas y no constitutivas, pero no en
conceptos de valor objetivo. En suma, en el marco
del uso teórico de la razón, Dios nos es dado como un ideal trascendental,
es decir, como un concepto de la razón pura teórico-especulativa, como un polo
o principio regulativo hacia el cual avanza el conocimiento humano.
En
la Crítica de la razón práctica el concepto de Dios es posible
cuando no contradice las leyes del entendimiento. Tal es el requisito mínimo
posible de una religión. La posibilidad de este conocimiento de Dios está
basada en la moralidad. El teísmo moral kantiano sigue siendo
crítico, puesto que declara insuficientes las pruebas especulativas de la
existencia de Dios. Demostrar la existencia de modo apodícticamente es
imposible. No obstante, Kant está convencido de la existencia de Dios y tiene
una fe férrea en el fundamento práctico que nunca podrá ser expulsado. En realidad, el pensamiento
de Dios es el pensamiento mismo de esta identificación entre posibilidad y
existencia, identidad que es realizada por la fe. El argumento práctico moral
de Dios es la expresión racional de la fe. Aquí ya no se trata de deducir de la
perfección de Dios su existencia, sino de postularlo como una necesidad de la
razón práctica. Tampoco se trata del creer para entender, del hecho por el cual
el acto de fe se convierte en acto de razón, sino de apartar la razón para
dejar lugar a la fe. Pero Kant no sólo da cabida a Dios a través del argumento práctico
moral sino también a través del argumento teleológico.
En
la Crítica del Juicio queda bien definida la necesidad de
pensar una inteligencia arquetípica como fundamento de la causa final del
mundo. Si bien el parágrafo 68 es tajante en el sentido de que el concepto
de finalidad rompe con toda teología y toda Providencia en la naturaleza, lo
cual ha conducido pensar exageradamente a autores como Menzer, Mathieu,
Martin, Marcucci y Dotto que Kant defiende una concepción de la naturaleza como
estructura material autosostenida. Sin embargo, en los parágrafos 75 y 77 queda
bien establecido que el fundamento objetivo del juicio reflexionante permite
suponer en la base de los fines de la naturaleza a un Dios inteligente y
providente, aun cuando el fundamento objetivo del juicio determinante permite
explicar la teleología sin teología. Y en el parágrafo 77 remacha: “...nos es absolutamente
imposible tomar de la naturaleza fundamentos de explicación derivados para los
enlaces finales, y es necesario, según la constitución de la humana facultad de
conocer, buscar el fundamento superior de los fines en un entendimiento originario,
como causa del mundo” (Crítica del Juicio, parágrafo 77).
Por lo demás, en el Opus ha desaparecido completamente la distinción entre el
criticismo y la filosofía trascendental sólo subsiste como problema la relación
entre la filosofía trascendental y la metafísica, aunque este problema tiene
también una tendencia a desaparecer y de hecho desaparece con la invasión de la
construcción subjetiva. De modo que no es fácil coincidir con Heidegger (Kant y el problema de la metafísica, FCE
1973) cuando piensa que el propósito de Kant del período crítico fue llegar a
una nueva ontología del cogito o de la subjetividad del sujeto humano, cuando
al contrario vemos que fue el filósofo de la vejez el que convierte lo
subjetivo en algo más constructivo que regulativo. El uso que hace Kant del
cogito en el Opus revela que la razón
es convertida en la fuente no sólo del conocer sino incluso del ser, lo a
priori en el hombre no sólo impone su código conceptual a la realidad, sino que
es una función espontánea que construye las ideas. En el Opus Kant hace que la
idea del ser tome su realidad de una construcción de la razón, que percibe la
necesidad absoluta del pensamiento. Entonces el ser ya no reposa en la noción
de sustancia, sino en el imperativo categórico y en consecuencia debe
plantearse en una completa inmanencia. Pero entre realidad y lógica hay
predicación analógica más no predicación unívoca (panteísmo) ni predicación
equívoca (agnosticismo). La realidad sobrepasa el pensar
(principio del realismo). Por ello la predicación del pensar no es unívoca,
porque el logos de lo real excede al logos del pensar (más allá del panlogismo
panteísta). Pero también la predicación del pensar no es equívoca, porque
subsiste la correspondencia entre ser y pensar (más allá del agnosticismo). Por
tanto, siendo Dios lo máximamente real es lo máximamente predicable por
analogía (principio del teísmo).
La invasión romántica de la construcción subjetiva
en el Opus se produce porque las grietas del edificio crítico hacen agua, pero esto
no llega a la identificación de las cosas reales con el objeto conocido, aunque
sí deriva hacia un filo-idealismo subjetivo a lo Fichte. Con razón afirma
Vleeschauwer que el pensamiento kantiano giró en torno a un solo problema, a
saber, el conocimiento objetivo. Se trata de un pensamiento que pasa primero
por el racionalismo Leibniz-wolfiano (1750-1760), el empirismo newtoniano (1760-1770),
el escepticismo humeano (1770-1775), la solución crítica (1781-1790) para
concluir en la idealización romántica del conocimiento objetivo (1790-1804).
En el Opus la
razón perdió el carácter de una facultad dada, se convierte en una función
espontánea que ya no representa las ideas, sino que ahora las construye. Así,
la idea de Dios es inmanente, no es cosa en sí, es una construcción de la razón
como necesidad absoluta del pensamiento. Dios es una idea de la razón que no
tiene nada correspondiente con la experiencia, representa tan sólo la unidad suprema
del en una completa inmanencia. Sus observaciones críticas provocarían un
viento de apostasía con Reinhold, Beck y Fichte porque la concepción kantiana
de Dios termina afincándose en un franco y herético pelagianismo donde la
religión es moralidad.
El extravío ya había tenido comienzo con el
nominalismo de Occam con su metafísica estrictamente lógico-demostrativa: no se
puede demostrar que hay un solo Dios, sólo hay argumentos persuasivos y probables.
El término Ser es univoco para las criaturas y el creador. Por su parte el
protestantismo acentúa la oposición entre fe y razón. Dios solo es cognoscible
por la gracia. Decir que lo es por la razón equivale a negar la revelación.
Sigue Descartes, donde su visión mecanicista lleva a prescindir de Dios. Prosigue
con el panteísmo de Spinoza, que ayuda mucho a la secularización de la idea
divina. La lógica del corazón de Pascal fue un precario baluarte de la fe al
prescindir de la razón. Y finalmente en
Leibniz con su dios plotiniano que depende de la esencia divina. Los
enciclopedistas que destronan a Dios como Juez Providente y en su lugar
colocaron a la humanidad en el agnóstico siglo dieciocho. Adviene el humanismo
sin Dios. Hume intentó demostrar que la religión natural no es más que un sueño
filosófico. Así el pelagianismo de Kant es en realidad ateísmo en lenguaje
moral y culminación de todo este movimiento que niega a la razón el acceso a lo
trascendente.
Y en realidad la descomposición de la unidad de la
razón con la fe proseguirá después de Kant. Así encontramos a Schleiermacher
sabelianamente rechazó la Trinidad. Hegel la convirtió en dialéctica del
Espíritu absoluto y disolvió a Dios en lo inmanente. Nietzsche declara la
muerte de Dios por antivital. Kierkegaard rechaza la prueba objetiva de la existencia
de Dios y critica el concepto popular de Dios-amor y en el centro de su fe está
la paradoja de la Encarnación. Así concluye el escéptico siglo XIX. Dios en el
siglo XX desemboca en la franca ruptura con la razón en la teología protestante
y en el ateísmo abierto de la filosofía analítica y la filosofía existencial atea.
A partir de esto la razón comenzará a perder la unidad interna consigo misma
para desembocar en el nihilismo y el irracionalismo, claramente manifiesto en
la filosofía posmoderna. Lo cual delinea el colapso de la modernidad y el ocaso
de la civilización occidental.
El viento
de apostasía
Reinhold (1758-1823) que en sus célebres Cartas sobre la filosofía kantiana (1787) había contribuido a la
difusión del criticismo, pretendió en su Nueva
teoría de la facultad de la representación humana (1789) partir del
principio cartesiano que implica su propia evidencia, es decir, la existencia
de representaciones en nosotros. Pero kantianos, wolfianos y escépticos lo
atacaron sin misericordia, sin percatarse que cada golpe contra Reinhold
llegaba también hasta Kant.
Salomón Maimon (1754-1800), el ortodoxo kantiano
echaba a pique la doctrina de lo trascendente con el propósito de salvar la
unidad del criticismo, reabsorbiendo la materia del conocimiento en la
actividad cognoscitiva del sujeto. Daba un paso hacia el idealismo subjetivo. En
1795 Beck se propone resolver el problema de la incompatibilidad de la cosa en
sí con los principios críticos y responsabiliza el recurrir a la cosa en sí al
hecho de que Kant quiso ponerse al nivel de los lectores para conducirlos gradualmente
a su propia posición. Para solucionar el problema, escribe Beck, hay que
invertir el método: Kant parte de los datos hacia la unidad sintética, pues hay
que ir de la unidad sintética hacia los datos. Al partir del acto originario de
la síntesis convertía a ésta en acto constructivo de nuestras representaciones.
El idealismo subjetivo salía fortalecido. Esto significaba un paso decisivo
hacia el idealismo, pues para Kant hay lo dado (realismo dogmático), mientras
que para Beck antes del acto originario no hay lo dado, porque éste es producto
de la síntesis. Este acto no es indeterminado sino una función categorial, de modo
que ya no hay dualidad entre sensibilidad y entendimiento. En el acto
sintético, según Beck, está su aparente desemejanza, lo real es engendrado por
el acto sintético, el acto es determinado cuando con el espacio construye el
tiempo. Tal criticismo diverge de Kant de las primeras tres críticas, pero
presenta notables analogías de procedimiento con la segunda edición de la CRP,
cuya doctrina de la objetividad modela la síntesis que muestra una función objetivante
en la creación del objeto. La facultad productora de la imaginación cobra un
significado central en la doctrina kantiana. La imaginación seria la relación
de todo pensar a la intuición. La imaginación es lo que llama síntesis
especiosa. Y la síntesis es la fuerza fundamental del pensar puro. Pero su interés
no es la síntesis sino la síntesis que se sirve de las especies. Para Kant la
lógica formal sólo trata con juicios analíticos o conceptos vacíos, mientras
que la lógica trascendental trata con juicios sintéticos a priori o conceptos
que hacen posible el conocimiento. Pero el conocimiento sólo es posible cuando
se realiza la síntesis pura. La síntesis pura es la reunión de tres elementos:
tiempo, imaginación trascendental y apercepción o entendimiento puro. Allí
reside la posibilidad de los juicios sintéticos a priori. Pero la síntesis pura
tiene un aspecto interno y un aspecto externo. El aspecto externo lo conforma
el esquema organizado por la imaginación trascendental. Y el aspecto interno
está conformado por las categorías de la apercepción pura. Los esquemas son
imágenes en el tiempo organizadas por las categorías. O sea, el esquema es
categorías más tiempo. Las categorías sólo metidas en esquemas cumplen la
función de ordenar.
Es decir, el tiempo es lo activo del sentido
interno, es la autoafección del sentido interno. Y la imaginación trascendental
es lo activo del sentido interno que organiza imágenes en el tiempo con las
categorías o sin ellas. Las categorías sin la sensibilidad ofrecen ideas más no
conocimiento. Esquema trascendental y juicio sintético a priori son la misma
cosa. Y hace posible la objetivación o producción de los objetos. La producción
del Objekt u objeto puro es lo que
hace posible y funda la objetividad. La verdad trascendental es la relación
general con ese objeto. Esa es la esencia del objeto puro pero la experiencia
real descansa en la unidad sintética de los fenómenos en general. Sin esta síntesis
del objeto de los fenómenos en general, la experiencia y los conocimientos no
serían más que una rapsodia de percepciones sin enlace entre sí. De modo que
para Kant hay identidad entre la esencia de la experiencia pura y la esencia de
la experiencia real. El entendimiento con sus principios a priori y conceptos
puros solo tiene un uso empírico, nunca puede rebasar los límites de la sensibilidad,
donde nos son dados los objetos. Los juicios sintéticos –basados en la
experiencia- a priori –necesarios y universales- son posibles por los
principios trascendentales del entendimiento, que posibilita tanto la esencia
como la realidad de la experiencia. Cuando erróneamente los principios regulativos
de la razón pura se toman por principios constitutivos se genera un uso
ilegítimo de la razón especulativa, que crea la ilusión de acceder al
conocimiento del noúmeno y de conocimientos trascendentes.
En Kant la fuente real de la experiencia y del conocimiento
de la realidad son las fuentes subjetivas del alma. Pero ello no significa
subjetivismo ni relativismo, porque las condiciones a priori del conocimiento
son las condiciones de la realidad misma. La esencia subjetiva del objeto es la
misma que la esencia objetiva del objeto. Lo trascendental es el ámbito de esa
coincidencia. Por eso la revolución copernicana la da un nuevo abordamiento a la
ontología, la cual queda fundada en la gnoseología. O sea, el objeto real queda
antecedido por la constitución de la objetividad en general. En Kant la
subjetividad no funda el mundo real sino la objetividad del mundo real. Pero no
puede evitar las confusiones que se genera al sobrevalorar la subjetividad misma.
El espíritu queda tan hipertrofiado que es inevitable que lo trascendental
anule lo trascendente.
Es cierto que el problema de la filosofía crítica
no busca en el espíritu sino en la ciencia misma. El problema crítico hace
referencia a las ciencias exactas de la naturaleza. Así elude el psicologismo.
¿Pero logra lo mismo con el idealismo subjetivo? Kant no dice, como Schopenhauer,
que el mundo sea nuestra representación, ni mera ilusión subjetiva. Para él la
ciencia habla de la realidad y no de la conciencia. Por eso su filosofía
descubre: (1) los principios sintéticos de las ciencias como condición a priori
del conocimiento, (2) las condiciones a priori del conocimiento son las
condiciones del objeto mismo. Las bases lógicas a priori de la ciencia son las
bases de la realidad. Esas bases lógicas no varían en el curso de la historia.
Son eternas, como afirma el objetivismo.
Lo a priori en Kant no es psicológico sino lógico,
no es ficción subjetiva sino lógica sintética. Lo a priori no es lo subjetivo
sino la realización del conocimiento objetivo. Lo trascendental es condición
lógica a la vez del objeto y del conocimiento. La unidad sintética de la
actividad lógica espiritual es lo que le faltaba al empirismo para explicar la
formación de los conceptos necesarios y universales. Si esto es cierto,
entonces la filosofía crítica describe algo real del mundo lógico del
conocimiento. Lo trascendental no atiende ni a lo inmanente ni a lo
trascendente. Es fundamento lógico a priori del conocimiento científico. No sería
innatismo ni subjetivismo. Por tanto, pisaría terreno del idealismo objetivo. O
sea, el origen del ser objetivo y del conocer sería lo a priori puro
trascendental. El criticismo sería una de sus variantes. Pero lo cual no lo
separa mucho de hacer del Yo pienso el legislador de la naturaleza, del mundo
moral y estético, independientemente de la metafísica. Su ética formalista es
imperativo categórico en vez de valores objetivos –como diría Scheler-, lo
estético es subjetividad objetiva. Esto es ateísmo y escepticismo, que termina
nutriendo todas las formas de inmanentismo. Para Kant
la razón crítica es la que no puede sobrepasar la experiencia sensible e
inmanente, cuando en realidad la razón no puede dejar de sobrepasarse a sí
misma hacia lo trascendente. Y ese sobrepasarse no se funda en un uso ilegítimo
de la razón sino en una experiencia espiritual no
sensible presente en todas las criaturas racionales.
Ahora bien, Beck al simplificar hace proceder todo
(datos, intuición y concepto) del acto sintético constructivo. Esta apostasía
de su más brillante alumno lo hace a Kant desde 1794 encerrarse en el mutismo,
pero este disgusto por el funcionalismo de Beck iba a tener inesperadas
consecuencias en el Opus Postumum.
Fichte (1762-1814), que se inscribió en el curso de Kant, el cual lo recibió
con frialdad, pero que él nunca se sintió dependiente del viejo maestro,
percibió también los defectos formales del sistema crítico, lo cual lo lanzará
a buscar el verdadero fundamento de la filosofía trascendental. Ya en una carta
a Reinhold de abril de 1795 le expresa que el gran descubrimiento de Kant es la
subjetividad. De 1794 a 1797 Fichte desarrolla su Doctrina de la ciencia, en la que el principio único es el acto del
pensamiento puro, el cual reabsorbe la dualidad fenómeno-cosa en sí,
remplazándolo por lo absoluto de un pensamiento autónomo.
De este modo, si la Crítica no tenía una teoría de lo trascendente el Opus sí lo tiene, sólo la materia queda
fuera del espíritu, pero o es un dato inasimilable o está referida a un mundo
trascendente. Esto significa que se admiten las cosas reales, pero no tienen
ningún papel en el objeto conocido. Una misma cosa son la cosa en sí y el
fenómeno, son simplemente dos relaciones o dos maneras de representar el
objeto. Esto significa un apartamiento violento del desdoblamiento de las cosas
que hacen los realistas: unas cosas existen en su real independencia fuera del
alcance del sujeto, otras en el sujeto como duplicación de las primeras. La cosa en sí entra en escena en el Opus, pero como un ens
rationis, que pone en peligro la realidad misma de lo trascendente. De
manera que las críticas de la cosa en sí por parte del criticismo romántico
hacen que Kant se vea impulsado a apartarse de la cosa en sí como noúmeno,
ahora es más bien un cogitabile antes
que un dabile.
Dependencia
con ruptura empirista
En suma, en el Opus la cosa en
sí es una posición del sujeto, no es lo verdadero trascendente, sino la
representación de algo que ya no trasciende a los fenómenos. La filosofía
trascendental queda encerrada en el espíritu, sin ventanas abiertas hacia lo
trascendente, se trata estrictamente de una concepción idealista de la razón,
que en el orden teórico y práctico tiene un poder constituyente y ya no se
trata de una
La aproximación a la física y el sistema categorial
pone en cuestión toda la construcción del criticismo teórico, infunde a la
física una potencia desconocida, reexamina la naturaleza y el papel del yo
pienso, también las funciones del espacio y del tiempo y finalmente la función
de lo trascendente. Su evolución hacia el idealismo romántico es inocultable, y
no como Adickes sostiene que sólo en su terminología está unido Kant a los
apóstatas. Pues en el O.P. el yo es espontáneo absolutamente y desplegando un
aparato fichteano dirá Kant que en el acto del yo se genera el espacio-tiempo.
Primero el yo sujeto pone las formas y funciones, su aparato formal, luego la
autoposición del yo genera el yo objeto, espacio y tiempo son construidos, no
son cosas sino funciones como las categorías, y finalmente el sujeto es la
facultad originaria.
En el Opus la pasividad del yo en la intuición no
es un dato, es una actividad en la que el yo se determina espontáneamente. El
yo pone todo el contenido de la conciencia, pone toda la experiencia interna y
externa, pone la forma de aparición y unificación del objeto de la experiencia,
poniendo el yo empírico (espacio, tiempo, categorías) el yo pone y produce todo
el mundo intuitivo, él mismo objetiva sus funciones. No es pues lo trascendente
lo que constituye el objeto de la intuición sino el acto mismo del
entendimiento. El objeto de la intuición es producto del yo. La cosa en sí
expresa la actividad del sujeto, y así desaparece lo absoluto trascendente.
Este acto se resuelve en tres fases: la tesis del sujeto por sí mismo, la
antítesis del no yo respecto del yo, y su síntesis. La percepción no está
ligada a lo dado, sino a la actividad originaria del sujeto pensante. Es decir,
que Fichte veía la solución de las contradicciones del criticismo en la asimilación
completa del ser al pensar. ¿Acaso el Kant del Opus no es consecuente con las
exigencias epistémicas del “ser como posición” expresado en la CRP? Al parecer
sí. Las conclusiones del Opus no serían mero fruto de la senectud de Kant ni
una simple respuesta a las críticas del criticismo romántico, sino que son una
reflexión consecuente de las premisas subjetivistas ínsitas en su pensamiento.
Kant sabía lo que decía cuando afirmaba que en el edificio crítico había una
“laguna”. Se trataba de encontrar un lugar de conexión entre lo general y lo
específico, sin mezclarse con lo empírico. Los fragmentos dispersos y aforísticos
del Opus constituyen un intento desesperado por establecer por fin un sistema.
La gigantesca tarea de convertir el criticismo en un sistema exigía la cabal
explicación de la relación entre autoafección y receptividad. El anciano
pensador lo intenta, respondiendo a su díscolo discípulo Beck, mediante la
realización del espacio y del tiempo, donde el espacio y el tiempo no son sino
la autoposición del yo sintiente. El yo sintiente sería la bisagra entre el Yo
trascendental y el Yo empírico, entre apercepción y aprehensión. Esta solución
antifichteana sobre la autoposición lo lleva hacia los puntos más oscuros de la
cosa en sí. Kant admitirá un doble acto de posición del sujeto: un Yo cogitabile,
según el principio de identidad o “autoposición analítica”; y un Yo receptivo
como Objeto, propio de la imaginación productiva, según el principio de
“autoposición sintética”. Así, la incómoda cosa en sí se convierte en correlato
necesario y negativo de esa segunda autoposición.
Para Félix Duque el intento termina en un fracaso,
porque no puede relacionar armónicamente las fuerzas motrices del espacio con
la explicación trascendental de la génesis pura del espacio. Y así resurge
nuevamente y de modo problemático el problema de lo trascendente. No encontró
una cabal respuesta. La cosa en sí entra en escena en el Opus, pero como un ens
rationis, que fulmina lo trascendente. La temprana descalificación por
senilidad de esta obra inacabada ha dejado su lugar a una valoración positiva.
Cassirer mismo subraya que se trata de la gran obra de su último decenio que no
alcanza a concluir: “Su memoria falla, cuando llega a escribir el final de una
frase o de un párrafo ya no se acuerda del principio, confunde y embrolla los
periodos estilísticos”. El tránsito de la metafísica a la física queda trunco,
y con él la edificación del sistema crítico y la solución del problema de lo
trascendente. La concatenación de un sistema de filosofía pura no se
completaría. Las fórmulas abigarradas y confusas que corresponden a su
creatividad no son acompañadas en el anciano por la fuerza ordenadora de antes.
Y la significación metódica de la antítesis entre fenómeno y cosa en sí no
logra despejarse. Las valiosas ideas que encierra son un tesoro en el
manuscrito, pero no llegan a ser precisadas como en sus obras anteriores.
La huella
del criticismo romántico sobre Kant
Kant en 1797, apremiado por la apostasía, pronuncia su condenación sobre
los tres criticistas, pero lo que más lo hería fue la acusación por parte de
éstos de haber dejado inacabada la obra crítica, olvidando con ello que él
mismo había repetido hasta la saciedad que la Crítica no era el sistema
trascendental sino tan sólo su introducción. Kant al escribir la Crítica del Juicio (1790) estimaba haber
dado un paso que completaba la filosofía crítica restableciendo la unidad del
espíritu humano, pues la facultad de juzgar es un talento especial que no
quiere ser instruido sino sólo ejercitado, es el miembro intermedio entre las
facultades superiores del conocimiento: el entendimiento teórico y la razón
práctica. El juicio se refiere al sujeto y no produce conceptos de objetos, no
prescribe leyes ni provee conocimientos objetivos, sino tan sólo se da a sí
mismo para comprender los hechos particulares de la experiencia. La capacidad
de juzgar legisla a priori y posee un principio trascendental, pero sus
principios no son constitutivos sino regulativos. El uso estético del juicio es
una capacidad de sentir placer. En suma, la totalidad de la filosofía
trascendental, en libre juego de las facultades de la razón, instala el ser
pensado en la representación. Pero al enfrentarse con la generación de
discípulos románticos que desnudaban las fragilidades del criticismo, sus
tendencias estimadas como conciliadoras, poco francas, llenas de escrúpulos, que
representaban una combinación explosiva entre idealismo y realismo, y que mantenía
con carácter de provisional la dualidad de facultades, la trascendencia y el
fenómeno, le causó un conflicto intrateórico que al fin de su carrera lo
acercaría a los apóstatas románticos.
La cosa
en sí de dabile a cogitabile
En 1796, después de cuarenta y cinco años de ejercicio docente, Kant se
retira de la cátedra, pero desde 1795 hasta 1803 trabaja incansablemente en una
obra sobre la que emitirá juicios contradictorios, llamándola un día su obra
maestra y al día siguiente condenándola al fuego. Para esa fecha Kant ya no
podía escribir su nombre y hablaba con dificultad. El 3 de febrero de 1804 ya no
probaba bocado, falleciendo el día 12 del mismo mes. La peregrinación a su
tumba duró varios días y su entierro fue solemne.
El Opus contiene doce legajos de fragmentos
conocidos como el Opus Postumum (Edición
de Félix Duque, editorial Anthropos, Barcelona 1991), en donde no impera la
unidad de visión y lo cual hace decir a Vaihinger que Kant meditaba no en una
sino en dos obras distintas: una física y otra crítica. Pero que a Vleeschauwer
(La evolución del pensamiento kantiano,
UNAM, 1962, pp. 181) le parece que el O.P. una vez redactado en volumen habría
sido una tercera edición de la Crítica,
donde la función cognoscitiva no se extiende sólo a la forma general del
objeto, sino también a las formas más particulares y determinadas de los
objetos conocidos. En realidad, se tratan de borradores que dejan percibir la
huella producida por el criticismo romántico. El principio que Kant reivindica
en el O.P. es que el sujeto conoce sólo lo que ha hecho él mismo, la
experiencia es una construcción de la razón. Así, si en 1781 interesa la
objetividad al criticismo, en 1800 le interesa la experiencia, por ello la
teoría de la experiencia del Opus no coincide con la de la CRP. Si la Crítica de razón pura demostró que sólo
se anticipa la forma en general del objeto en general, en el Opus se anticipan las formas más
particulares de los objetos. Se construye ya no la forma de un objeto en
general, sino de una esencia material, con ello se amplía el poder constructivo
de la razón.
El acceso a lo suprasensible no está dado por un
retroceso a la metafísica dogmática, que reconoce la existencia real de las
cosas independientemente del sujeto, sino por una asunción del idealismo
subjetivo, según la cual la materia, las cosas y el mundo son engendradas por
el yo. Kant en el Opus para obtener
la unidad sistemática de la física recurre al éter, como materia que ocupa todo
el espacio, compenetra la materia y se encuentra animada de un movimiento
espontáneo y perpetuo. La unidad de la experiencia es un sistema de
percepciones múltiples, construido en su forma por el entendimiento y que
tiene, en cuanto a su materia, su origen en la actividad de las fuerzas de la
materia. En consecuencia, la existencia del éter es la condición a priori del
sistema de la experiencia. O sea, el entendimiento proporciona la forma de la
experiencia y el éter físico proporciona la materia de la experiencia. Pero la
experiencia será una construcción de la razón porque el éter es también
condición a priori de la experiencia. Dios sigue siendo lo máximo pensable en
el orden moral, el Mundo es el todo fenoménico y lo máximo pensable en orden
espaciotemporal, y el Hombre es el autolegislador. Al no poder progresar en la
construcción de una metafísica de la naturaleza hace retroceder la filosofía
trascendental del yo sintiente de la Crítica del Juicio al yo pensante de la
Crítica de la Razón Pura. Espacio, tiempo, autoafección, autoposición y cosa en
sí son modificadas en ese sentido. Con ello el criticismo fortaleció la
sustitución de Dios por el yo pienso. Su escasa sensibilidad para lo humano y
lo divino desempeñaría un rol protagónico en la negación del Ser que funda todo
ser, en el extravío de las verdades suprarracionales de la razón y en la
metafísica inmanentista de la modernidad.
El hombre antropológico de la era actual se siente
demiúrgico con la ayuda de la ciencia y de la técnica. Pero para salvarse de su
autodestrucción, deberá despertar de su sueño dogmático de la Diosa Razón, para
dominar su enorme poder y volver a Dios. Y ello significará recuperar el
misterio ontológico ante el abrumador peso en el hombre moderno de la idea
funcional –como lo subraya G. Marcel-, comprendiendo que el ser es el símbolo
de Dios, separando la abstracción y el ser.
La esencia del mundo y del hombre es una revelación desbordada de un Dios que se revela y se esconde al mismo tiempo. O sea, el pensamiento está
envuelto por el Ser y no al contrario.
APUNTE
BIOGRÁFICO/FRIALDAD EMOCIONAL
Un
signo distintivo del síndrome de Asperger en Kant fue su frialdad emocional. Su
madre lo marcó con su bondad, y a su padre lo cuidó de una larga enfermedad
hasta su muerte. Una vez desparecidos sus progenitores, cortó todo contacto personal
con hermanas y hermanos, sencillamente no le interesaban las relaciones
sentimentales. No obstante, siempre les ayudó económicamente -enviando dinero
por correo o con algún sirviente-.
2.
LÓGICA
TRASCENDENTAL
I
Cuando Eberhard acusó a Kant de no haber descubierto nada y
de ser una mala repetición de Leibniz, éste se defiende reivindicando su
descubrimiento crítico del juicio sintético a priori. Con ello quería decir que
la filosofía anterior había girado en torno a juicios analíticos o de simples
conceptos, mientras que la filosofía crítica lo hace en torno a un tipo de juicios
que no son puramente formales, como el juicio analítico de la lógica pura, ni
puramente empíricos, como el juicio sintético a posteriori de las ciencias
reales.
Los últimos escritos kantianos de 1791
a 1804 estuvieron dirigidos a polemizar contra Eberhard (1791) y Garve (1793),
lo que recuerda su polémica con Feder (1782). También a elaborar su teoría de
la religión -donde destaca su escrito La religión dentro de los límites de
la pura razón (1793)-, donde preconiza una interpretación moral y no evangélica
de las Escrituras. Lo que lo conduciría a un conflicto con el gobierno prusiano
en 1794. También concluiría su libro La paz perpetua en 1795 y del
Derecho en 1797 basado en la idea de la libertad. Igualmente defiende la
autonomía de la filosofía como facultad ante los poderes del Estado -Pleito
de las facultades de 1798-. Y finalmente su gran obra. inconclusa sobre el
tránsito de la metafísica a la física. Volviendo a la polémica con Eberhard,
Kant en su opúsculo Por qué no es inútil una nueva crítica a la razón pura
de 1791, defendía el estatuto propio del juicio sintético a priori por el contenido
trascendental. Pues sin algo trascendental no hay experiencia, o sea es la
condición a priori de la posibilidad de la experiencia. Es decir, este “ser
puro” o molde de todas las cosas lo construyen los juicios sintéticos a priori.
Por ello Heidegger lo llama conocimiento ontológico, porque determina el ser de
las cosas, y añade que es una fundamentación de la metafísica, pero lo que no
precisa es que concierne solamente a la metafísica de la subjetividad.
Eberhard es en realidad un detractor
tan enrevesado que Kant se ve precisado también a defender la herencia legítima
del propio Leibniz. Para Kant esa discusión sobre la existencia de la razón
pura desde antiguo lo que pretende es restablecer la metafísica de sus
desalojados fueros. La posibilidad del conocimiento a priori fue planteada
desde Locke, pero la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, sobre la
base de la distinción de los juicios analíticos y sintéticos, es una novedad
que ni siquiera está presente en Leibniz, aunque sí formalmente sospechada. Por
ende, concluye Kant, mientras persista la anarquía entre la masa que filosofa
no será nunca inútil una nueva crítica de la razón pura. La lógica
trascendental en la Crítica de la Razón Pura, es la
segunda parte de la teoría elemental trascendental, que señala los principios
del pensamiento puro, complementando a la estética trascendental que la precede.
Aquí se afirma que las únicas fuentes del conocimiento especulativo humano son
la receptividad de las impresiones proporcionadas por la sensibilidad pura, de
un lado, y la espontaneidad de los conceptos propios del entendimiento puro, de
otro. La lógica trascendental se subdivide en dos partes: la analítica y la
dialéctica. La primera se ocupa, de las formas puras de la intuición
desprovista de todo elemento aportado por el entendimiento, así como de todo
contenido empírico de los elementos del conocimiento puro del entendimiento y
de los principios, sin los cuales ningún objeto puede ser pensado.
La dialéctica
trascendental surge, según Kant, de lo atractivo que resulta para la razón
servirse de estos conceptos y principios sin tener en cuenta la experiencia. La
crítica de dicha facultad que la encierre en sus límites propios y descubra la
falsa apariencia que encubre las "vanas pretensiones" de la razón en
su uso "hiperfísico".
Es decir, para Kant la lógica trascendental es un organon que se refiere sólo a
las leyes del entendimiento y a la razón a priori. Aquí se aísla el
entendimiento para tomar sólo la parte del pensamiento que se origina en el
pensamiento. Su parte Analítica contiene la crucial Deducción trascendental, la
cual explica cómo las categorías siendo las condiciones de posibilidad de la
experiencia en general son a la vez las condiciones de posibilidad de los
objetos de la experiencia. De modo que el conocimiento no es un producto de lo
dado, sino el dictado que a las cosas hace la actividad apriórica del sujeto
trascendental. En ello consiste la revolución copernicana, a saber, el conocer
no gira alrededor de las cosas sino del sujeto cognoscente.
II
Ahora bien, el problema central de la Crítica de la
razón pura es: ¿cómo son posibles una clase de juicios que fueran
necesarios como los analíticos y que aumentaran el conocimiento como los
sintéticos. Para Kant el principio de los juicios analíticos es el principio de
contradicción, mientras que el principio de los juicios sintéticos a priori es
el tiempo. Mientras que el principio de contradicción determina la verdad del
conocimiento analítico, el tiempo lo hace con el conocimiento real. Los
primeros son válidos al margen de la sensibilidad, mientras que los segundos lo
son con la concurrencia de la sensibilidad. Para Kant la lógica formal sólo trata
con juicios analíticos o conceptos vacíos, mientras la lógica trascendental
trata con juicios sintéticos a priori o conceptos que hacen posible el
conocimiento. La metafísica dogmática fue metafísica de simples conceptos o de
juicios analíticos. Su acción no aumenta el conocimiento y lo único que hace es
subsumir cada concepto en su género o en su especie. Se trata de un juego de
meras representaciones que no tienen respaldo en la realidad objetiva. En
cambio, la ciencia se maneja con juicios de experiencia, que van allá del mero
pensar y que son llamados por Kant juicios sintéticos.
III
De manera que los juicios sintéticos a priori “contienen,
por así decirlo, nada más que el esquema puro de la experiencia posible”. El
objetivo de la Crítica de la razón pura es establecer la
posibilidad de la experiencia real y para ello se retrotrae a su elemento puro
a priori. El cual no es carácter psicológico sino lógico, no es un origen, es
un fundamento. Los principios de los juicios sintéticos a priori son las fuentes
subjetivas de la posibilidad de un conocimiento de un objeto en general. Es
decir, el fundamento de un objeto real es un objeto en general o la experiencia
posible. Esto es el problema de cómo un concepto representa un objeto, en la
filosofía crítica el concepto es el objeto en general, que es fundamento del
objeto real.
Ahora bien, Kant señala que las fuentes
subjetivas necesarias y a priori que hacen posible el objeto en general son
tres, a saber, la sensibilidad (que aporta la sinopsis de
lo múltiple a priori por el sentido), la imaginación (que
brinda la síntesis de ese múltiple) y la apercepción (que
otorga unidad a la síntesis) [1]. Estas
tres fuentes contienen las condiciones de la posibilidad de la lógica
trascendental o los juicios sintéticos a priori o la posibilidad de toda experiencia.
Estas tres fuentes pueden ser consideradas como empíricas, pero son fundamentos
a priori que hacen posible el uso empírico [2]. La
sección segunda del capítulo II de la Analítica de los Principios ratifica la
actualidad de estos asertos, a pesar de haber sido eliminados en la segunda
edición, porque no sólo sostiene que la lógica general no tiene que ver con los
juicios sintéticos a priori, sino que enfatiza que la tarea principal de la
Lógica Trascendental es determinar la posibilidad, condiciones, alcance y
validez de los juicios sintéticos a priori. Por eso Kant se esmera al máximo en
destacar que su tema no es el entendimiento sino las relaciones entre los
conceptos y las intuiciones. Pues insiste que en los juicios analíticos se
permanece en el concepto, y en los juicios sintéticos no se trata de una
relación de identidad ni de contradicción, sino que se trata de salir del
entendimiento hacia la experiencia. Al juicio sintético no le basta el entendimiento
y tiene que salir del concepto para compararlo sintéticamente con otro.
IV
¿En dónde nace la síntesis entre dos conceptos a priori? Su
respuesta alude a un ámbito donde estén comprendidas todas nuestras
representaciones y ese lugar es el Tiempo. Ya en la Estética
Trascendental había definido al tiempo como “la forma del sentido interno”,
“condición formal a priori de todos los fenómenos en general”, lugar donde se
da la “posibilidad de registrar la representación misma”, en el tiempo todos
nuestros conocimientos se ordenan, enlazan y relacionan [3].
Pero el tiempo no solamente es el ámbito en el que se da pasivamente a
los conceptos puros el material puro o lo múltiple puro para la síntesis pura,
sino que tiene la función activa de iniciar la síntesis pura.
En la segunda edición es más explícito
diciendo que las representaciones puras son relaciones puras porque no hay
afección externa y, por consiguiente, la síntesis comienza por la autoafección del
sentido interno o el tiempo. En otras palabras, el tiempo es la forma del
sentido interno en que se autoafecta el espíritu y empieza todo el proceso de
síntesis [4]. Entonces, si el tiempo es el poder que
tiene el espíritu de autoafectarse, por ende, la intuición pura, que precede a
todo pensamiento, es activa. La intuición pura no contiene nada hasta que el
espíritu se autoafecta con las representaciones del material puro. La
representación pura del espíritu autoafectante o del tiempo solamente es su
propia capacidad de actividad. Es decir, el sentido interno del espíritu, que
es el tiempo, es el que despliega todo el material puro de representaciones
puras. Pero el tiempo ya no sintetiza las mismas sino la imaginación, y su unidad
necesaria y universal corresponde a la apercepción. Así se constituye el ser
puro o molde de todas las cosas. O sea, el ser de las cosas, que viene en los
juicios sintéticos a priori, se constituye en la síntesis pura y originaria del
tiempo, la imaginación y la apercepción. Sensibilidad pura, entendimiento y
apercepción puros son la fuente de la síntesis pura o del ser puro. Kant no se
detiene aquí y señala que el aspecto externo de la síntesis pura es el esquema trascendental
de la imaginación y el aspecto interno son las categorías del
entendimiento puro [5]. Los esquemas son así imágenes
organizadas en el tiempo por las categorías. Es decir, el esquema es categoría
más tiempo. Para Kant esto es muy importante porque así demuestra que las
categorías necesitan del tiempo para el contacto con lo múltiple sensible puro.
Así, las categorías sólo metidas en esquemas cumplen la función de ordenar lo
múltiple sensible, y sin los esquemas solamente son funciones del entendimiento
relativas a los conceptos y no representan ningún objeto. En otras palabras, el
juicio sintético a priori y el esquema trascendental son la misma cosa porque
hacen posible la objetivación del objeto y, por consiguiente, el conocimiento.
El ser puro o todo puro de toda experiencia posible es el Objekt (objeto)
que funda la objetividad y hace posible la experiencia y el conocimiento. La
verdad trascendental, que hace posible la verdad empírica, es la relación
general con el Objekt, como fundamento y fuente de la verdad. Es la Deducción trascendental
la encargada de probar la validez objetiva a priori de esta envoltura formal denominada
Objekt, antes de la presencia real del objeto.
La validez de los juicios sintéticos a
priori se determina porque la síntesis pura es posible a partir de elementos
puros a priori. O sea, los conceptos puros del entendimiento son elementos de
los juicios sintéticos a priori, los cuales a su vez son elementos del Objekt o
posibilidad de la experiencia. Es decir, el juicio nace de ligar en el acto del
conocimiento: el objeto y el sujeto. El pensamiento trascendental se da un
objeto por la propia actividad del espíritu que se autoafecta. Esto quiere
decir que la propia actividad del sujeto es el objeto afectante. En el conocimiento
a priori el sujeto está constituido por las facultades de representación, el
objeto por su propia actividad y el conocimiento por la forma de esta actividad
plasmada en juicios sintéticos a priori. De manera que el valor de los juicios
sintéticos a priori es la posibilidad misma de la experiencia o expresada en su
formulación clásica: “Las condiciones de la posibilidad de la experiencia en
general son al mismo tiempo las de la posibilidad de los objetos de la
experiencia” [6]. Esto significa que la posibilidad de
la experiencia es fundamento de la experiencia real o de la realidad empírica.
V
Ahora se entiende por qué la interpretación heideggeriana
sostiene que el problema de la posibilidad de los juicios sintéticos a priori
equivale al único problema kantiano: el de la posibilidad de una metafísica.
Heidegger dirá que el proyecto crítico kantiano es una metafísica de la subjetividad
humana, mientras Cassirer opina en su famosa polémica en Davos (1929) que con
esto Kant desaparece y que no es cierto que todas las facultades del conocimiento
se reducen a la imaginación trascendental, quedando solo la temporalidad del
Dasein, pues así la distinción entre fenómeno y nóumeno desaparece, ya que
todos los seres pertenecerían a la misma dimensión del tiempo y a la finitud.
El dualismo kantiano para Cassirer no involucra una oposición metafísica entre
dos reinos del ser, sino entre el ser y el deber, desde un único reino de realidad
empírica.
Para Torreti la teoría de la
experiencia en Kant no es una teoría de la experiencia científica (Cohen) ni una
teoría de la experiencia ordinaria (Bird), ni una teoría de la experiencia trascendental,
sino una teoría de la experiencia misma, en su estructura formal, continua y
homogénea, con principios invariables a pesar de la variedad de sus contenidos.
Pero su teoría de la experiencia no va hacia lo trascendente ni se queda en lo
trascendental, sino que su significado último es explicar el conocimiento de la
realidad empírica, o sea la posibilidad de los juicios sintéticos a priori. De
ahí que Kant siempre tenga los ojos puestos en la experiencia real y subraye
que la experiencia descansa en la unidad sintética de los fenómenos, síntesis
sin la cual la experiencia sería como una rapsodia de percepciones sin enlace y
no presentaría la unidad trascendental y necesaria de la apercepción. En otras
palabras, existe una identidad entre esencia de la experiencia pura y esencia
de la experiencia real. Por ello la experiencia real es el único modo de
conocimiento de la realidad empírica. La Deducción trascendental demuestra que
el conocimiento empírico es producto de la espontaneidad de la mente, la cual a
través de las categorías hace que los objetos aparecidos en la intuición sean
reconocidos como tales. Ahora bien, formalmente las cosas dependen de la mente,
pero materialmente no, el objeto (Objekt) no es el ente subsistente por sí
mismo, sino lo que se sabe en la representación (lo múltiple unificado por la
actividad sintética de las categorías).
VI
Esto hace de la Deducción trascendental un capítulo oscuro
porque su misión era demostrar que la razón nunca se refiere a objetos
suprasensibles. Incluso la versión de 1787 enfatiza más que sin el entendimiento
no habría Naturaleza o realidad empírica. Los principios trascendentales del
entendimiento tienen valor constitutivo, y los principios trascendentales del
juicio tienen valor regulativo (orientan la organización de la experiencia).
Pero la idealidad trascendental del espacio y del tiempo y la justificación y
validez de las categorías formulan el distingo entre fenómenos (condicionados
por nuestra facultad de conocer) y cosas en sí (entes independientes del conocimiento)
y con ello se suscita un grave problema. Por un lado, se sostiene que las cosas
en sí son fundamento de los fenómenos y afectan a la mente, pero por otro lado
dice que no conocemos a priori ni a posteriori nada que no sea fenoménico.
Declarar posible una existencia no fenoménica para luego decir que no podemos
justificarla con nada es de una inconsistencia clamorosa. El fantasma realista
de la cosa en sí perseguiría a Kant hasta el final de sus días.
La interpretación idealista de la cosa
en sí intentó eliminarla (Jacobi, Maimon, Beck, Fichte, Vleeschauwer, Lehmann,
Torreti) como: (1) representación de la propia actividad del espíritu, (2)
conocimiento integral de los fenómenos, (3) fundamento de la afección como
objeto fenoménico. La interpretación realista intentó reafirmarla (Schultz,
Riehl, Adickes, N. Hartmann) como: (1) aquello que trasciende al fenómeno. Kant
define la cosa en sí como el objeto empírico posible por la mente que enlaza el
concepto con la intuición, objeto trascendental que piensa un objeto no
sensible, sustrayéndose a la síntesis espaciotemporal-categorial. Pero su
refutación del idealismo es ambigua porque afirma que el fundamento del
fenómeno es el proceso sintético de la mente y luego dice que es la cosa en sí,
concede existencia a la materia y luego afirma que es fenómeno, dice que el
fenómeno no agota la cosa y luego dice que la cosa no es nada sin la
sensibilidad, que existe algo independiente y luego que no subsiste. Esto
remece la doctrina de la autoafección del espíritu por el tiempo hasta sus
cimientos. ¿Pues qué necesidad tiene el sentido interno de autoafectarse si
existe la cosa en sí que afecta la mente? La filosofía crítica insiste en dos
ideas contradictorias: la mente se autoafecta y al mismo tiempo es afectada por
la cosa en sí. Esto no borra la distinción entre juicios analíticos y juicios
sintéticos, pero complica la definición y función de éstos últimos, pues los
juicios necesarios y universales fundados en la experiencia no provienen
exclusivamente de la mente, sino también de lo que afecta a la mente de forma
independiente.
Esto significa que el problema central
de la Crítica razón pura (cómo son posibles los juicios
sintéticos a priori) queda irresuelto, pues ¿lo necesario y universal proviene
de la mente y, por tanto, de lo fenoménico, o se origina en lo nouménico que
afecta la mente? Norman Kemp Smith en su famoso comentario precisa tres usos
kantianos de la palabra trascendental. 1. Conocimiento a priori, 2. Factores a
priori del conocimiento (espacio, tiempo, categorías, imaginación, apercepción
trascendental, ideas de razón), y 3. Condiciones que hacen posible la
experiencia (síntesis trascendentales. Y añade que las ideas trascendentales
son regulativas, pero son trascendentes cuando son interpretadas como ideas
constitutivas. Pero esto significa que la cosa en sí como ente que existe por
sí mismo está más allá de lo trascendental, se sustrae a lo fenoménico y sin
embargo hay cosa en sí una para cada fenómeno. Kant en su crítica a la psicología
racional distingue entre ser y aparecer, “sólo me conozco como fenómeno y no
como soy”. En su crítica a la cosmología racional admite un mundo fenoménico
traspasado de indeterminación, que da lugar a la acción libre. Dios es
admitido, pero sólo como idea indispensable en la organización de la experiencia.
Nunca Dios es asumido como Persona Suprema, como Absoluto, como el Ser. Por
eso, Kant nunca entiende verdaderamente la libertad del hombre y cae en la
fatua oposición entre autonomía y heteronomía. En cambio, el idealismo alemán
comprendió perfectamente que lo Absoluto no puede entenderse como Otro, porque
es la suprema luz trascendente que no puede ser separado de la luz inmanente
del espíritu. Por eso Fiche supera la objeción kantiana con la verdadera idea
del Yo. Lo mismo sucede con el joven Hegel, Schleiermacher, Schelling, Novalis
y Hölderlin.
En otras palabras, Dios no es uno más entre
los diversos entes con los que el hombre puede contar, por cuanto es Naturaleza
espiritual. La filosofía medieval comprendió a Dios como completamente diverso.
Y por eso la antigua teología cristiana puso la teología negativa por encima de
la teología positiva. Restaurar esa distancia es lo que requiere la ideología
de la modernidad, como aquello que no puede ser dominado por el poderoso
espíritu humano. Hace falta liberar a Dios y su concepto de las garras de la
razón. No se trata de una trascendencia divorciada de la inmanencia sino abarcadora
de la misma por la Creación y la Redención. Pues la analogía entre Creador y
criatura no es un caso más entre otras analogías, ni una posibilidad del
pensamiento humano. Si el espíritu humano es el a priori del conocimiento del
mundo –como bien señala Kant-, Dios es el a priori de su propia cognoscibilidad
–como no comprende Kant-. Ello fue lo que planteó una de las mayores figuras
del historicismo contemporáneo, Ernesto Troeltsch. Su desafío era conciliar el
relativismo histórico con la universalidad de los valores, y para ello parte de
las exigencias religiosas. En sentido kantiano postula –con Schleiermacher- que
en la razón misma hay un a priori religioso, el mismo que es atribuido a la
presencia del espíritu absoluto en las conciencias individuales.
El acceso a lo suprasensible está dado
no por la metafísica dogmática sino por la metafísica moral, pues de las tres
ideas puras (Dios, libertad e inmortalidad) sólo la libertad demuestra su
realidad objetiva (espontaneidad de la mente). No hay fe teórica en lo
suprasensible sino fe práctica, las categorías sirven para pensar lo
suprasensible pero no para conocerlo. El pensamiento kantiano giró en torno a
un solo problema: el del conocimiento objetivo. Intentó resolverlo con la
distinción entre los juicios analíticos y los juicios sintéticos a priori. Pero
la principal inconsistencia y contradicción de la lógica trascendental y de toda
la filosofía crítica nace de que Kant no logró emancipar el ser del conocer, el
objeto está incluido en el modo de conocer, convirtiendo lo dado de la
intuición en un autoponerse del Yo. Así, el fenomenismo crítico se convierte en
la última versión del idealismo subjetivo y solipsista. Al final se confundió
la existencia del objeto con su conocimiento, la dialéctica objetiva fue
reducida a dialéctica subjetiva. Para Kant la sensación no puede dar un valor
objetivo, necesario y universal al conocimiento científico. Su origen es a
priori. Esa idea es lo que le faltaba al empirismo para explicar la formación
del concepto. Es el entendimiento el que da a las impresiones sensibles unidad
sintética. Con lo cual da al concepto científico su carácter de objeto real. La
unidad sintética pura y a priori pone el concepto de un objeto en general. Estas
unidades sintéticas señalan la condición de los objetos empíricos. La intuición
pura del espacio y del tiempo unido a las categorías, hacen posible el
conocimiento de la ciencia. Dan lugar a los principios a priori de la ciencia
fisicomatemática.
La investigación trascendental pondría
de manifiesto los fundamentos del conocimiento y del objeto del conocimiento.
Las categorías son condiciones lógicas de la objetividad en general, son
condiciones puras del pensamiento. Los objetos en general son “magnitudes
extensivas” (matemática, física). Igual lo son las intuiciones. Pero los
objetos de la física son también “magnitudes intensivas” (cantidad). Así, los
objetos tienen magnitud extensiva e intensiva.
Las categorías o conceptos unidos a la intuición pura elaboran el
conocimiento. La intuición da el material y el concepto la unidad y la
exactitud. La permanencia de la materia es el tercer principio de la física.
Así, ser objeto es ser conocido científicamente. La idealidad del espacio y del tiempo, la
deducción de las categorías y la cosa en sí son los tres pilares sobre los que
descansa la filosofía crítica. Pero el tercer pilar es problemático y torna
contradictoria y ambigua la solución crítica sobre la objetividad del
conocimiento. Si los juicios sintéticos (basados en la
experiencia) a priori (necesarios y universales) son posibles por los
principios trascendentales del entendimiento (que posibilita tanto la esencia
como la realidad de la experiencia empírica), entonces no se comprende la
insistencia en la afección de la mente por la cosa en sí. El papel
activo-pasivo del sentido interno con el tiempo resulta siendo contradictorio
si se reconoce que subsiste algo independiente que afecta a la mente. Al final
el kantismo no logra eliminar la oposición metafísica entre dos reinos del ser:
lo nouménico y lo fenoménico, aunque da pasos decisivos en ese sentido. La cosa
en sí se guarda celosamente para el ser no pensado que afecta
a la mente y el reino único de la realidad empírica se remece porque el ser
pensado no elimina lo suprasensible. Esta inconsistencia de la filosofía
crítica y de la lógica trascendental refleja el giro de la filosofía moderna
hacia el inmanentismo, donde lo epistemológico determina lo ontológico, lo
ontológico es reducido a lo experimentado por el hombre y señala el derrotero
nihilista de la filosofía occidental.
VII
Todo lo cual nos lleva a Davos. En 1929 en Davos
acontece el célebre debate sobre la herencia kantiana: ¿epistemológica o
metafísica? Para Cassirer la revolución copernicana no deja de lado la cuestión
del ser porque señala que al ente le antecede la constitución del ser de una
objetividad en general. Por ello, el ser de la nueva metafísica kantiana no es
la sustancia sino la función. Para Heidegger, Kant apunta a una refundación de
la metafísica fijando como pregunta central la pregunta qué es el hombre. En
consecuencia, la posibilidad de la metafísica exige una metafísica del ser ahí.
Es decir, el núcleo kantiano es la posibilidad de una nueva ontología. Para mí
la principal herencia kantiana es la sistematización gnoseológica de la idea de
la inmanencia. Lo cual deriva en una metafísica inmanente del ser ahí, proyecto
realizado por Heidegger. Pero en lo fundamental en Kant encuentra su
justificación y fundamentación sistemática la idea de inmanencia. Muestra de
ello es su radical separación entre nóumeno y fenómeno, y su rotunda imposibilidad
de conocer lo primero. Esta herencia del kantismo a la cultura de la modernidad
encontrará su expresión notoria en Hegel -el mundo como desarrollo dialéctico
de la razón absoluta- y en Schopenhauer -el mundo como voluntad y
representación-. Lo que vendrá después será el agotamiento decadente del
principio de inmanencia en sus manifestaciones más perversas y peligrosas. Me
refiero al nihilismo, hedonismo y practicismo exitista de la cultura
posmoderna.
En
mi opinión en Kant hay una refundación de la metafísica, pero no en el sentido
fenomenológico de Heidegger, sino en el sentido epistemológico de Cassirer.
Para Kant no hay posibilidad de ontología sin resolver la pregunta por la
constitución del ser de una objetividad en general. Cada clase de objetividad
tiene sus propias categorías a priori. Pero ni Cassirer y Heidegger advierten,
por su sesgo inmanentista moderno, es que es un error la reducción del a priori
a pura condición trascendental. Al contrario, porque lo a priori no se limita a
lo trascendental nuestro conocimiento no se limita a la experiencia y la
metafísica es posible. El verdadero problema crítico no es el de la experiencia
sino el de la crítica de la experiencia. En realidad, resulta bastante
controvertible la convicción de Heidegger que Kant buscara una refundación de
la metafísica. La preocupación kantiana no es ontológica sino gnoseológica, y
la inversión de los términos lleva a confusión. La interpretación metafísica de
Heidegger no es ilegítima, simplemente es fenomenológica y tiene que ver más con
su propia filosofía que con Kant. Pero es cierto que Kant retrocede y rebaja a
la imaginación trascendental de “facultad” de la primera edición a simple
“función” del entendimiento” de la segunda edición. En lugar de ser tres ahora
son dos facultades. Sobre la apercepción trascendental recae el poder de la
dación de sentido. Esto es utilizado por Heidegger para sostener que el uso que
hace Kant del cogito hace del proyecto crítico una modalidad del conocimiento
ontológico, lo que lleva hacia la fuente del poder del conocer y a una nueva
meditación sobre el ser. En el Opus Postumum la imaginación vuelve por sus
fueros de acto de aparición de los fenómenos, acercándose a sí al sacrificio de
la cosa en sí efectuada por Fichte. Pero para Heidegger la fundamentación de la
subjetividad lleva hacia una metafísica del ser finito y así hacia una nueva
fundamentación de la metafísica. Lo cual no es absurdo, no es simplemente
criticismo.
Pero
también cabe interrogarse si esa inflación del papel de la imaginación en la
modernidad está relacionada con la luciferinización del mundo. La misma que
tiene su más nítida expresión en la malignización del bien y la
desmalignización del mal. Lo cual se relaciona con la teatralización de la
figura del diablo, la conversión de la negación y de la culpa como condición de
la existencia humana. La modernidad en filosofía, novela, teatro, poesía y
cine, sufre una mórbida fascinación por los terroríficos abismos del infierno. Lo testimonian
las obras de Shakespeare, Milton, Blake, Sade, Goethe, Balzac, Baudelaire, Flaubert,
Dostoievski, Kafka, Whitman, Wilde, Joyce, Gide, Vallejo, Thomas Mann. La genialidad se vuelve en expresión del
espíritu pervertido. Contra el Dios del amor se apela a un desconocido Dios de
la justicia. Por todos ellos se extiende de forma inequívoca la indiferencia
hacia la muerte eterna. Efectivamente, Jacobo Boheme naturaliza el mal, Kant
niega el ser de las cosas por el ser que pone el pensar a las cosas, en
Schelling la criatura libre se equipara idealmente a Dios, en Hegel la negación
en cuanto tal se vuelve creadora, en Schopenhauer el fondo del Universo es malo
y ciego, Nietzsche abomina lo humano por el superhombre, Marx desecando los
caminos del espíritu, en Husserl que reduce el mundo a la intencionalidad de la
conciencia dadora de sentido, en Heidegger la existencia es culpable, en Sartre
el infierno son los demás, Camus con su ateísmo desesperado de un Universo absurdo
y sin finalidad, Rorty considerando a Dios como una mera figura de la filosofía
literaria y Vattimo que mediante el pensamiento débil rechaza la autoridad de
Dios. El hombre se concibe en la modernidad como una existencia que impone el
ser a las cosas, al realizar la negación obtiene espíritu, pero a su vez culpa.
Si no comprende el infierno no puede comprenderse a sí mismo. Esa idea de la
época antropológica es en el fondo rebelión contra Dios, el creador del mundo.
El mal se convierte en real, queda incorporada al orden la Naturaleza, y Dios
junto a ella queda reabsorbido en el mal. Dios queda convertido en un
espantajo, porque pérfidamente es reabsorbido por el mal. La filosofía moderna
inmersa en su escatología secularizada se erige en sus líneas centrales en la
ilógica rebelión contra Dios, en la tendencia al infierno y en la exploración de
las profundidades de Satanás.
Ya
lo había señalado Cassirer, a saber, que la sobrevaloración de la imaginación
hace desaparecer la diferencia entre fenómeno y nóumeno, quedando sólo la
temporalidad del dasein. Pero Kant no anduvo buscando una teoría del ente en
general ni la posibilidad de una nueva metafísica. Fue más bien su sepulturero.
La herencia kantiana no es metafísica sino epistemológica, y con ello robusteció
el derrotero inmanentista de la modernidad, con todos defectos y unilateralidades.
El abismo de la perdición eterna quedó abierto con el surgimiento de la
libertad desnuda del hombre. “El Ser posición de la mente humana”. Ello no
significa que el hombre deba claudicar de su libertad conquistada desde la
modernidad para retroceder anacrónicamente a una supuesta Edad de Oro. Al contrario,
debe encauzarla para no perderse en ella. Esto es, que el ideal del humanismo se
agosta sin lo trascendente, pero se robustece enlazándolo con lo inmanente. En
otras palabras, todas las esferas de objetividad son reducidas a conciencia
pura. Pero ver la conciencia humana como la actividad radical de todas las
actividades objetivas es un profundo error. Y lo es porque el centro de esta
metafísica inmanente es el hombre como ente de razón, desconociendo que es necesario
reconocer la esencia propia de las cosas, que en la realidad no todo se reduce
a objetividad y que la razón accede al ser más allá del límite conceptual.
Ni
el hombre ni su razón viven atrapados por el pensamiento objetivador, ni lo no
objetivable se limita a lo moral o a lo teleológico, sino que lo inverificable,
transobjetivo y suprarracional señalan que la razón no sólo ilumina porque
también es iluminada. Asumir a la razón en toda su dimensión lleva hacia el
control de la libertad y la autolimitación del poder humano, que tan amenazante
luce en nuestra era antropológica. Sólo así la libertad, como autoposición
incondicionada, puede mantener todo el interés práctico-moral, puesto que, no
siendo una cosa inmanente al mundo, ni una substancia trascendental sino una
acción trascendental, se abre a la universalidad del mundo de lo inmanente y
trascendente. Mundos que pueden ser comprendidos, desde la perspectiva
teleológica, fuera de lo meramente inercial y pasivo, determinable y manipulable,
como llenos de vida y con fines propios.
Pero
la lógica trascendental culmina en la CJ con dos suposiciones: la aceptación
forzada, como hipótesis problemática, de una intervención divina para explicar
lo que a nosotros se nos aparece como finalidad; y la teoría de la epigénesis o prototipo de fuerza generadora de la vida,
donde Dios como gran artista artesano, edifica la naturaleza como una gran máquina (§
77, 81). Aquí el mecanismo queda subordinado a la finalidad, a la gran fuerza
configuradora. Esto es casi el dios hegeliano hecho
naturaleza. Pero en Kant Dios permanece trascendente al mundo y
su impulso formativo finalista queda fuera de sí mismo. Ese recurso a lo sobrenatural
en la filosofía trascendental es tan solo una máxima del Juicio reflexionante, o sea,
principio regulativo, en la medida en que no alcanzamos otra explicación. En Kant la prueba de la
existencia de Dios tiene también la vía moral, como Dios providente,
inteligente y bueno, garante del sumo bien. Ahora bien, ese Dios del teísmo que explica tanto la moral como la teleología ha sido visto como un círculo vicioso que explica lo
oscuro por lo oscuro, y que da cabida a cosas contradictorias. Ciertamente, la
hipótesis del teísmo es problemática y contradictoria
porque la revolución copernicana se excede constantemente en su pretensión de invertir
los términos y reducir lo ontológico a lo gnoseológico, el ser al pensar. El recurso
a Dios en la moral como en la teleología se vuelve, en realidad, contra los
presupuestos de la primera crítica. Porque por más que sea concebido como un
ideal de la razón, el recurso al fantasma del realismo lo persigue
constantemente. En otros términos, el Ser no es solamente posición
del conocer, sino que el Ser es algo más que excede el conocimiento mismo. Por tanto, lo a priori no sólo tiene una función trascendental
sino también trascendente. O sea, somos una
finitud que no sólo anhela lo infinito, sino que recibe al Absoluto, a Dios. El
hombre no solo imagina a Dios, también puede pensarlo, porque su existencia tiene la
posibilidad de ir y recibir a Dios.
[1] A
95, L 233
[2] A
115, L 244
[3] A
98-99, L 237
[4] B
67-68, L 193
[5] A
155, B 194, L 292
[6] A
158, B 197, L 29
APUNTE
BIOGRÁFICO/OLVIDÓ CASARSE
Kant
se comprometió en casamiento por dos veces. Pero las dos veces estuvo tan
absorto en sus tareas filosóficas que olvidó cumplir su promesa. Las dos
señoras terminaron distanciándose de él: una se casó con otro hombre y la otra
se mudó de ciudad. Kant calificó las relaciones sentimentales como patológicas,
Pero nunca fue misógino como Schopenhauer. Disfrutaba de la compañía femenina,
pero el eterno femenino nunca fue su prioridad. Hombre de hábitos, sedentario,
entregado al trabajo e independiente, lo más probable es que tuviera una sexualidad
nada ardiente y bastante tranquila.
3.
LA METAFÍSICA
DE LO INMANENTE
Tres son los pilares sobre los que descansa el edificio de la
filosofía crítica: la doctrina de la idealidad del espacio-tiempo,
(no son innatos, ni conceptos, ni entes receptáculos, sino una facultad de nuestra
sensibilidad para tener intuiciones), la deducción de las categorías (la
mente a través de la actividad sintética a priori de las categorías produce
conocimiento empírico) y la doctrina de la cosa en sí (concepto
límite e indispensable en la organización de la experiencia, incognoscible en
el terreno teórico pero que pensarlo resulta valioso en el terreno práctico moral).
Por estas bases, la filosofía crítica no
es una metafísica de lo suprasensible sino una metafísica de la experiencia,
que restringe la ontología al ente experimentable por el hombre. Es, como diría
Heidegger, un pensar óntico y no ontológico. Es una metafísica de lo inmanente
humano. Y si lo experimentable es solamente el objeto científico, entonces lo
moral, lo estético, político, etcétera, no será sinónimo de conocimiento
empírico, porque la experiencia es una estructura formal constituida por principios
invariables. En otras palabras, la filosofía crítica concluye siendo no una
metafísica de lo trascendente, sino una metafísica de lo inmanente, donde lo
ontológico queda limitado a lo experimentado por el hombre.
Así, Kant en el capítulo de la Estética
en la Crítica de la Razón Pura (CRP), define la estética como
análisis de la capacidad intuitiva sensible o ciencia de lo aprehensible de
modo puramente intuitivo. En la Crítica del Juicio (CJ) lo
vincula con el análisis de lo bello y lo sublime en la Naturaleza y el arte o
ciencia de lo que agrada o desagrada, sobre la base de la mera intuición sin
mediación conceptual. En la Crítica de la Razón Práctica (CRPr)
la doctrina elemental carece de una estética y empieza de frente con una
Analítica, porque parte considerando la moralidad como un hecho posible por la
libertad, que realiza la síntesis de la buena voluntad con la idea de legislación
universal. Es decir, la libertad no depende de las condiciones de la intuición
sensible, sino que es autonomía de la voluntad que se da a sí misma la ley
moral.
De este modo, si la CRP demuestra que
no se puede afirmar nada de lo en sí, la CRPr establece la realidad
de lo noumenal mediante la libertad que basta para sostener la
moralidad. La CJ tampoco afirma que se pueda decir nada de lo en sí, pero
admite intuiciones sin mediación conceptual con su teoría de lo sublime, la
hipótesis de la inteligencia arquetípica y la teleología inmanente. Lo bello no
es inherente a las cosas, sino el producto del sentido estético. Así, Kant
canonizó la subjetivización inmanente del arte, aunque en el examen de la
teleología reconoce una finalidad objetiva en la naturaleza Y la posibilidad de
la teleología natural. En la filosofía crítica llega a su cumplimiento moderno
la degradación metafísica del arte. Mientras que el empirismo reducía el ser a
lo fáctico y lo bello a la invención, en el criticismo el ser es posición
sintética y lo bello es producto del sentido estético. También en Kant lo bello
se opone a lo real. El arte ya no surge desde el ser real sino desde el ser
como posición, liberándose del ser real. Y el decurso subjetivante moderno
proseguirá con Kierkegaard, el cual remite el arte a lo irracional;
Wittgenstein, que lo confina a lo no verdadero e incomunicable; Gadamer hace de
la verdad y de lo bello cuestión de interpretación y Rorty lo reduce a gusto
subjetivo. No obstante, Kant se distingue porque considera que lo sublime eleva
la razón al infinito. El sentido teleológico descubre, por su parte, una
totalidad organizada de formas de vida, más, indagar su fin no es accesible
para un entendimiento limitado por las formas a priori del espacio y el tiempo.
¡Qué lejos estamos de Dionisio que
considera que la belleza es la estructura de fondo de cada cosa, es causa
eficiente, final y ejemplar en el mundo! O de Dostoievski el cual pensaba que
sin belleza no habría nada que hacer en el mundo. ¡Incluso de Paul Cézanne,
quien señala que la profundidad del arte es ontológica! Por su parte, Von
Balthassar distingue en lo bello la forma y el esplendor o la gloria del ser.
En cambio, emparentados con Kant están Baumgarten -que convierte lo bello en
producción subjetiva- y Hegel -lo bello es una verdad del espíritu objetivo-.
Lo cual refleja el sentimiento de creciente aumento de poder del hombre. Su
voluntad de poder se impone sobre el ser real. Pero el poder del hombre ha
crecido en la modernidad de modo incontenible al compás del progreso técnico
basado en la ciencia, pero también creció de modo insostenible. En la
actualidad la seguridad en dicho poder humano sobre el mundo se ha quebrantado,
se ha revelado falso, destructivo y amenazante. Lo cual es signo que la modernidad
ha llegado a su final y está sucumbiendo en un pragmatismo, relativismo y
nihilismo anodino. Y por ello, la nueva época tendrá que resolver -como bien lo
señaló Romano Guardini- no el aumento del poder sino su dominio. En suma, la
principal paradoja de la filosofía de Kant es que resulta siendo expresión del
creciente poder del hombre moderno sobre el mundo. De manera que la ambigüedad
de Kant en la consideración de la realidad de lo noumenal no transgrede su
principio crítico que hace que la experiencia sea sinónimo de conocimiento
empírico y con ello se mantiene dentro de la metafísica de lo inmanente o lo
ontológico experimentable por el hombre.
Si la obra crítica de
Kant no es una metafísica de lo suprasensible sino una metafísica de la
experiencia, o sea una ontología restringida al fenómeno o al ente u hecho
experimentable por el hombre, esto significa que busca hasta las últimas
consecuencias evitar las llamadas fantasías especulativas de la llamada
metafísica dogmática y, frente a ella, reafirmar el uso empírico del
conocimiento.
La filosofía crítica de Kant constituye
una ontología sin metafísica, porque no es una metafísica sino una ciencia de
la razón que juzga a priori, pero sí es una ontología al referirse a los
objetos que pueden ser dados a los sentidos. Por tanto, no es una filosofía que
concierne a lo suprasensible, que es la meta de la metafísica trascendente.
Incluso el término mismo “suprasensible” tiene dos lecturas. Una que concierne
a los entes trascendentes de la metafísica dogmática, y otra que atañe a los
enlaces no empíricos y a priori de la razón pura.
Todas estas conclusiones pueden
extraerse de los trabajos clásicos de Kuno Fischer, Hermann Cohen, Alois Riehl,
Benno Erdmann, Bruno Bauch, Ernest Cassirer, Richard Kroner, Norman Kemp Smith,
H. J. Paton. Pero sobre la base de los estudios de Nicolai Hartmann, Heinz
Heimsoeth, Max Wundt, Roberto Torreti, Herman Vleeschauwer, G. Lebrun, L. W. Beck,
Lucien Goldmann, Martín Heidegger y Manuel García Morente, se abrió el camino a
la consideración de Kant como ontólogo. Pero esta es una interpretación tardía
y forzada de las cosas. Kant hace ciencia del conocimiento, no ciencia de lo
humano finito. Ahora nos toca a nosotros precisar que tratase de una ontología
derivada de su epistemología, que se condice con una metafísica de lo
inmanente y, por tanto, no es del todo cierto lo que afirma Kant en
1783 cuando dice: “La Crítica no es en absoluto una metafísica”. No lo será en
el sentido de una metafísica de lo trascendente, pero sí lo es desde una
metafísica de lo inmanente y subjetivo a priori. Lo más cierto es que Kant
mismo no se daba cuenta de que estaba haciendo metafísica de lo inmanente,
entendida como estudio de la condición subjetiva a priori de la razón pura. Y
esto se trasluce en sus aseveraciones de 1791: “La meta de la metafísica es lo
suprasensible”, “La ontología no concierne a lo suprasensible, es sólo el
pórtico de la metafísica”. De este modo se entiende que el tema primordial de
la CRP no es una teoría general del conocimiento sino la posibilidad de la
metafísica del conocimiento, el deseo de sacarla del mero tanteo y del juego
entre puros conceptos. El conocimiento empírico no tiene que ver con la
metafísica sino el conocimiento a priori. Así, la posibilidad de la metafísica
es el examen de la posibilidad de la razón pura. Con Kant la metafísica
trascendental será epistemología. Desde Aristóteles la metafísica es ontología
y teología a la vez. De ahí que Heidegger hable de pensar onto-teológico. Y
termina con Wolff incluyendo a la cosmología y la neumática, así como
sometiéndose al análisis matemático. Wolff confunde en su sistema el orden lógico
con el orden real, lo cual Kant rechaza. Crusius, por su parte, se opone a
convertir la existencia en un predicado de orden lógico y define la metafísica
como un conocimiento apriórico, lo que Kant recogerá. Kant nunca fue wolfiano
ortodoxo y su progresiva separación entre lo lógico y lo real socavó las bases
de la filosofía wolffiana.
Kant no buscaba liquidar a la
metafísica sino restaurarla, pero ya en aquel periodo romántico reconocía la
necesidad de una investigación que la preceda y le dé seguridad. Lo que
desempeñó un papel crucial y le permitió encontrar a la philosophia
prima que legitime y preceda a la metafísica, fue la nueva concepción
del espacio y del tiempo, como intuiciones puras de la sensibilidad. Lo cual le
permitirá distinguir la posibilidad lógica de una cosa con su posibilidad real
y diferenciar a la Sensibilidad del Entendimiento.
La filosofía trascendental de la CRP no
trata, por consiguiente, de las cosas sino de nuestra facultad de conocer. Por
eso es una gnoseología. Es una gnoseología que funda la metafísica de lo
inmanente, en que el conocimiento sólo puede conocer a priori lo real o dado a
la sensibilidad. Así, la ontología kantiana tiene una fuerte influencia del
empirismo y se restringe al ente en cuanto ente, al ente que puede presentarse
al hombre. O, mejor dicho, en la exégesis kantiana de la ontología a priori de
la razón pura falta precisamente lo que busca: la ontología real, y se queda
solamente en la condición formal del mismo. No está demás señalar que la
ontología formal kantiana es el precedente más importante del análisis
existencial de la finitud del hombre por parte de Heidegger, en quien el Tiempo también
es sólo el fundamento formal y no real del ser. No es casual que en la famosa
polémica de Davos (1929) entre Heidegger y Cassirer, éste último rechace la
interpretación heideggeriana que reduce todas las facultades del conocimiento a
la imaginación trascendental, quedando solo la temporalidad del Dasein.
A Cassirer le parece que tal reducción hace desaparecer la distinción entre
fenómeno y nóumeno, ya que todos los seres pertenecen a la misma dimensión del
tiempo y la finitud. El dualismo kantiano, según Cassirer, no involucra una oposición
metafísica entre dos reinos del ser, sino entre el ser y el deber desde un único
reino de la realidad empírica.
Efectivamente, Cassirer está en lo
cierto cuando hace hincapié en que Kant se mueve en el único reino de la realidad
empírica. Es por tanto un metafísico de la realidad inmanente. Así, el uso
teórico de la razón pura en la CRP hace posible conocer el mundo natural
ordenado según leyes; el uso práctico en la CRPr nos revela la ley moral, la
libertad, el imperativo categórico y el mundo inteligible; y el uso estético y
teleológico en la CJ reconcilia el mundo natural y el mundo inteligible.
Pero a través de todos los usos de la razón pura ninguna de las ideas de la
Razón (Dios, mundo y alma) dejan de ser de carácter regulativo y
no constitutivo, y fruto de la imaginación, pues ninguna
experiencia les da contenido empírico.
Ahora se entiende por qué la CRP fue
recibida como una revolución del pensamiento que puso fin al intento de
filosofar sobre lo sobrenatural. La doctrina del espacio-tiempo de 1770
reaparece en la CRP con fundamento trascendental. Para Leibnitz las cosas preceden
al espacio y para Newton el espacio precede a las cosas. Kant se inclina
primero por Leibnitz (1765) y luego por Newton (1768) pero terminará rompiendo
con ambas concepciones (1781). La gran luz del año 1769 sería: el distingo
entre sensibilidad y entendimiento, y la tesis de la idealidad del espacio
y el tiempo (que resuelve las antinomias o conflictos de la razón consigo misma).
Si la inteligencia humana podría intuir entonces crearía el objeto del
conocimiento como Dios, alma y mundo. De ahí la distinción entre uso lógico y
uso real. La percepción revela la existencia de las cosas, pero no como son en
sí. Un carácter puramente metafísico está desligado de toda condición subjetiva
humana.
Esto representa el rechazo de las
mismas verdades de razón del racionalismo, tanto medieval como moderno, y todo
lo que sobrepasa el entendimiento empírico según reglas a priori, incluso lo que
se pueda afirmar por vía analógica, no trasciende el uso lógico del
entendimiento. La filosofía crítica implementa, en buena cuenta, una
restricción trascendental a priori tanto al racionalismo como al empirismo. De
este modo, para Kant la prueba ontológica de san Anselmo sobre la existencia de
Dios no rebasa nunca el uso lógico para constituir un uso
real de la razón, y la prueba cosmológica de santo Tomás de Aquino no
suministra ninguna prueba de realidad metafísica porque la categoría de
causalidad solamente pertenece al mundo fenoménico y no al nouménico. Y cuando
analiza el argumento teleológico rechaza tanto al mecanicismo como el panteísmo
de Spinoza para inclinarse por el teísmo como intento superior de explicación,
pero no como conocimiento sino como fe. Kant era teísta no por la razón sino
por la fe. Como buen protestante el abismo entre razón y fe está trazado, y no
hay posibilidad alguna de teología racional. Pero va más lejos con su
pelagianismo moral.
Por eso dice en la CJ: “Dios y el alma
tienen realidad objetiva pero sólo en sentido práctico”, “la fe es
completamente moral, es el sentido moral de pensar de la razón cuando admite
aquello que es inaccesible e indemostrable al conocimiento teórico. La fe es
confianza en la promesa de la ley moral”, “Por el camino de los conceptos de la
naturaleza no es posible demostrar a Dios ni a la inmortalidad”. Y, por último,
“la idea de Libertad es el único concepto suprasensible que demuestra su
realidad objetiva en la naturaleza”, “el concepto de libertad da esperanza en lo
suprasensible y amplía la razón más allá de los límites teóricos”. Por eso, “el
argumento moral de la existencia de Dios completa la prueba físico-teleológica”.
Lo cual ratifica que el ser y el deber
conforman el único reino de la realidad empírica de la cual el hombre puede tener
conocimiento teórico, lo demás, incluida la metafísica, es solamente dominio de
la fe. Berdiaev dijo en una ocasión que Kant había establecido la existencia de
dos clases de realidad –fenoménica y nouménico- con razones empíricas y sin
presuposiciones religiosas. Pero para Kant la razón teórica no puede percibir
la verdadera realidad (ding an sich), sino que tiene conocimiento sólo
del mundo fenoménico. La realidad verdadera es incognoscible y para Kant al
hombre le está reservado solamente el conocimiento de la fenoménica realidad
empírica. En consecuencia, la reconstrucción crítica del kantismo ha llevado a
considerar a la metafísica dogmática como ilusión trascendental y a la religión
como moralidad. Lo primero se llama criticismo o metafísica de lo inmanente y
lo segundo es pelagianismo. Y todo esto se mantiene aun cuando en su última
obra inacabada llega casi a decir que el hombre puede conocer a Dios
intuitivamente, lo cual no le impidió mantener su desconfianza ante el misticismo.
De esta forma, la imposibilidad de
demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma –antinomias de la
razón- condujo a Kant a la revolucionaria tesis de la idealidad del espacio y
el tiempo, como formas del sentido externo e interno. La conciencia humana no
puede conocer científicamente lo suprasensible (uso dogmático teórico) pero
siente la necesidad de pensarlas (uso dogmático práctico). La razón pura
separada de lo sensible no es conocimiento, de lo inteligible no hay intuición
sólo conocimiento simbólico, abstracto. Ahora bien, la Deducción trascendental
demuestra que el conocimiento empírico es producto de la espontaneidad de la mente,
la cual a través de las categorías hace que los conceptos aparecidos en la
intuición sean reconocidos como tales. Formalmente las cosas dependen de la
mente, pero materialmente no. El objeto no es el ente subsistente por sí mismo,
sino lo que se sabe en la representación (lo múltiple unificado por la
actividad sintética de las categorías). El objeto puro (Objekt) es
construido por el sujeto en el ámbito trascendental de lo a priori, lo cual es
impuesto como forma que porta el ser de las cosas. Como lo explica
Sixto García (Introducción a la filosofía de Kant, Lima 1981), el Objekt
es la unidad sintética determinada por principios trascendentales, con lo cual
el hombre impone su código conceptual a la realidad y construye la realidad
misma a partir de una metafísica de la forma que hace posible
el objeto empírico. Así se demuestra la posibilidad de una ontología dentro de
los límites de la experiencia. Es decir, Kant no niega la existencia del mundo
externo, ni de las cosas, pero de lo que sean en sí nada se puede afirmar. El
origen del ser y del conocer no es la Idea -idealismo objetivo- ni la mente
humana -idealismo subjetivo- sino las condiciones puras a priori del
conocimiento -criticismo-, las mismas que hacen posible la experiencia, el
objeto, la naturaleza, la ley, la ciencia y el conocimiento del mundo. El tema
no es el ente en cuanto ente, sino el ente en cuanto experimentable y todo lo
pensable.
La Deducción trascendental es oscura y
su misión es demostrar que la razón nunca se refiere a objetos suprasensibles.
Por eso su metafísica de la forma está en función de una metafísica de la realidad
inmanente. La versión de 1787 abandona el vigoroso papel de la imaginación
trascendental y enfatiza más la función del entendimiento, sin el cual no
habría naturaleza. Y los conceptos primordiales del entendimiento son:
categorías, conceptos de reflexión, ideas trascendentales, conceptos de
finalidad, estéticos morales, etcétera. Especialmente importante es el concepto
de fin, porque consiste en el plan de acción de una voluntad, de una conciencia
de lo que ella quiere, de lo deseado, de su bien (CJ § 10, B 33). Y el
reflejando el papel revolucionario de la burguesía en ascenso el kantismo es
singularmente voluntarista y activista[1].
La metafísica de la experiencia,
no como doctrina del ente en cuanto ente, sino como el ente en cuanto
experimentable por el hombre, es fundamentado a partir de la deducción de las
categorías. La primera parte de la Metafísica es la Ontología, como sistema de
conceptos y principios que conciernen a los objetos de la experiencia, tal como
es expuesta en la Analítica de los Principios.
Para Cohen la teoría de la experiencia
en Kant es una teoría de la experiencia científica, para Bird es una filosofía
de la experiencia ordinaria, para Torreti es una teoría de la experiencia
humana en su estructura formal. Es cierto que la teoría kantiana de la
experiencia no va hacia lo trascendente sino hacia lo trascendental, pero
resulta limitado e insatisfactorio solamente dar un significado lógico a la
teoría de la experiencia crítica. Para Kant la sensación revela la existencia,
por ello las categorías enlazan las representaciones del pensamiento con los
datos sensoriales. Los principios trascendentales del entendimiento tienen
valor constitutivo y los principios trascendentales del juicio
tienen valor regulativo (orientan la organización de la
experiencia). Justamente por ello la experiencia humana no solamente abarca el
conocimiento empírico, sino también lo pensable, (Kant dirá en la CJ que “Dios es
pensable por analogía”). Es decir, incluye lo que el filósofo de Königsberg
considera como sentimiento moral, religioso y estético. Esto es, la
teoría de la experiencia kantiana es teoría de la experiencia humana pero no
sólo en la estructura formal del conocimiento empírico, sino también del saber
metaempírico (religioso, moral, estético, teleológico). Pues la libertad no
sólo es para Kant un concepto suprasensible sino también una realidad objetiva
suprasensible, aunque la única en la Naturaleza. Dios y la inmortalidad no
son considerados por él como conceptos suprasensibles con realidad objetiva en
la naturaleza.
La tercera columna del edificio
criticista es la Cosa en sí. Heidegger en su libro La
pregunta por la cosa. La doctrina kantiana de los principios trascendentales (1935-36),
afirma que la pregunta kantiana por la cosa equivale a la pregunta por el hombre.
En su esfuerzo por determinar la “cosidad” de la cosa, piensa que es preciso
comprender al hombre como el que salta siempre por encima de las cosas, pero
ante cosas que se le ofrecen y que lo retrotraen por detrás de sí mismo. Pero
para Kant la cosa en sí es objeto trascendental o nóumeno, es una idea
indispensable en la organización de la experiencia, que resulta incognoscible en
el terreno teórico, aunque pensarlo resulta valioso en su uso práctico moral.
Las cosas en sí son los entes independientes del conocimiento y con ello se
suscita un grave problema. Por un lado, sostiene que las cosas en sí son fundamento
de los fenómenos y afectan la mente. Pero, por otro lado, dice que no conocemos
a priori ni a posteriori nada que no sea fenoménico. Declarar posible una
existencia fenoménica para luego decir que no podemos justificarla con nada es
totalmente ambiguo y contradictorio. La interpretación idealista (Jacobi,
Maimon, Beck, Fichte, Vleeschauwer, Lehmann) intentó eliminar la cosa en sí
(representación de la propia actividad, conocimiento integral de los fenómenos,
fundamento de la afección como objeto fenoménico). Mientras que la solución
realista intentó reafirmarla (Schultz, Riehl, Adickes, N. Hartmann, Torreti).
Para Torreti nada sabe Kant de las cosas en sí salvo que no hay una para cada
cosa.
Fenómeno es el objeto empírico
posibilitado por la mente, que enlaza el concepto con la intuición; la cosa en
sí es el objeto trascendental que piensa un objeto no sensible sustraído a la
síntesis espacio temporal categorial. Para Kant resulta útil y necesario
concebir la representación abstracta de un objeto indeterminado o cosa en sí.
En la refutación al idealismo dogmático
Kant es ambiguo, pues afirma que el fundamento del fenómeno es el proceso
sintético de la mente y luego dice que es la cosa en sí; concede existencia a
la materia y luego afirma que es fenómeno; dice que el fenómeno no agota la cosa,
pero luego dice que la cosa no es nada sin la sensibilidad; que existe algo
independiente y luego que no subsiste. El concepto crítico distingue
entre nóumeno positivo (objetos imposibles como cosas pensadas
con categorías puras) y nóumeno negativo (objeto de intuición
no sensible), el cual es un concepto límite de la sensibilidad, necesario y no
arbitrario, e insiste en la afección en la mente. Ciertamente que la doctrina
del proceso de la autoafección que produce la intuición sensible interna es
oscura, y ello no se disuelve cuando en su crítica a la psicología racional
distingue entre ser y aparecer, pues al final admite que “sólo me conozco como
fenómeno y no como soy”. En la crítica a la cosmología racional admite un mundo
fenoménico traspasado por la indeterminación que da lugar a la acción libre.
Incluso Dios es admitido como idea indispensable en la organización de la
experiencia. Pero el acceso a lo suprasensible está dado no por la metafísica
dogmática sino por la metafísica moral, de las tres ideas puras (Dios,
inmortalidad y libertad) sólo la libertad demuestra su realidad objetiva
(espontaneidad de la mente). Así el hombre es a la vez un ser fenoménico e
inteligible, donde lo trascendente en lo teórico es inmanente en la práctica,
no hay fe teórica sino práctica en lo suprasensible, y las categorías sirven en
su uso práctico pensar lo suprasensible pero no para conocerlo.
La ambigüedad de la filosofía crítica,
expresada en el distingo entre fenómeno y cosa en sí, no mitiga su metafísica
de la inmanencia, por el contrario, la reafirma, puesto que al final lo
fundamental será el conocimiento del ente fenoménico y solamente subsistirá
como postulado accesorio el ente nouménico. El refugio de lo suprasensible en
el ámbito de lo práctico y su destierro del ámbito de lo teórico es parte del
proceso nominalista del pensar de la modernidad en su avance de la metafísica
de lo inmanente, del cual no se excluye Kant, y que impide asumir como
evidencia primaria la presencia de las cosas que son,
lo ontológico determinando lo epistemológico u óntico. La filosofía crítica es
un paso decisivo hacia la metafísica de la inmanencia por cuanto en ella el
pensar rebasa el ser, aun cuando en el terreno práctico todavía el ser rebasa
el pensar. Lo inmanente en Kant es lo experimentable y pensable. Lo
suprasensible no concierne a la cosa en sí como algo transfenoménico, sino como
la indeterminación que da lugar a la acción libre. Lo metafísico sólo tiene
lugar en el terreno práctico-moral. Pero el acceso racional a lo suprasensible
está negado. Las categorías pueden pensar lo suprasensible pero no conocerlo. La
metafísica dogmática opera con ideas y no con realidades. Esta limitación de lo
a priori a lo trascendental representa un olvido profundo del ser. Aunque
Heidegger, que formula dicha idea del “olvido del ser”, es también víctima de
dicho olvido al limitar el ser a la temporalidad. Pero mientras en Heidegger
hay un falso “volver al ser” por su inmanentismo temporalista, que sólo toma en
cuenta al ser finito y elimina el ser infinito, en Kant se tiene un franco
“volver al ser pensado”, que toma en cuenta erróneamente al ser finito humano
como el único ser pensante.
Si los juicios sintéticos (basados en
la experiencia) a priori (necesarios y universales) son posibles por los
principios trascendentales del entendimiento (que posibilita tanto la esencia
como la realidad de la experiencia empírica), entonces no se comprende la
insistencia en la afección de la mente por la cosa en sí. El papel
activo-pasivo del sentido interno con el tiempo resulta siendo contradictorio
si se reconoce que subsiste algo independiente que afecta a la mente. La mente
resulta así afectándose a sí misma sin necesidad externa alguna. Kant no
percibe que el concepto esconde el ser, para quedarse así con el ser construido
por la mente. El edificio crítico se tambalea porque el reino único de la
realidad empírica no puede eliminar lo suprasensible mediante el ser pensado.
La oposición metafísica entre lo nouménico y lo fenoménico persiste
ineliminable, aunque se quiera presentar sólo a los reinos del conocer y del
deber como lo válido. Esta inconsistencia de la filosofía crítica y de la
lógica trascendental hace que prime la realidad lógica, lo pensable, el concepto,
se hace de la realidad la esclava del pensar. El criticismo hace que la esencia
del ser sea lo lógico y no lo ontológico. El homo epistémico no está atento al
ser sino al pensar. Pero en realidad, el pensar no agota el ser. Lo ontológico
reducido a lo experimentado y pensado por el hombre señala el rumbo
inmanentista de la filosofía occidental moderna. La filosofía crítica kantiana
no rompe con el sentido unívoco del ser, y con ello no logra plantear un
auténtico giro metafísico, sino, tan sólo epistémico. La ruptura kantiana con
la metafísica tradicional no tiene como propósito establecer una nueva
metafísica -como pretende Heidegger-, sino establecer la comprensión del
conocimiento necesario y universal o científico. En Kant no hay ningún intento
de retornar al Ser sino al Conocer. Verlo en sentido contrario establece un
falso volver al ser. Puede decirse en lenguaje de Martín Buber que en Kant no
hay ceguera de Dios sino eclipse espiritual impuesto por el clima autónomo de
la sociedad Ilustrada.
Por eso, el lema Aude Sapere de
la Ilustración resulta siendo una perversión del mandato evangélico de conocer
y dominar el mundo, porque el orgullo, la vanidad y la soberbia conjuran a la
caridad, la obediencia y el servicio. La voluntad de poder se ha ensoberbecido
en la modernidad. Nietzsche es su máxima expresión al interpretar la humildad
como “moral de esclavos”. Ya Max Scheler en su trabajo Sobre la virtud
(1915) señalaba que el hombre moderno no tiene la capacidad de juzgar sobre la
humildad. Marcel, por su parte, señala
uno de los grandes males es que la humanidad contemporánea ha perdido el
sentido de recogimiento. Cuando, por el contrario, el concepto teológico cristiano
de humildad y el recogimiento no son debilidad, es fuerza de servir a la voluntad
de Dios y pensar el ser. Ahora bien, Scheler advierte algo muy profundo de la
patología del hombre antropológico de la modernidad, a saber, la pérdida del
sentimiento de lo valioso.
Efectivamente, en su libro cumbre Ética. Nuevo ensayo
de interpretación de un personalismo ético (1916), señala que lo normal
es que el hombre esté dotado del sentimiento de lo valioso, pero no ver los
valores constituye una anormalidad. Y el formalismo ético kantiano no los vio.
Scheler reconoce que el mérito de la filosofía práctica de Kant es refutar la
ética material que dependen los bienes y de los fines. Pero señala que su gran
limitación es concebir toda ética material como ética de fines y bienes. El
gran error de Kant es querer prescindir de los valores, que no son empíricos,
ni bienes. No supo distinguir el objeto valioso y el valor puro. Es decir, una
ética material de los valores no es ética de bienes y fines. Por lo demás, los
valores no necesitan ser imperados. Ya Hegel había señalado que el imperativo
categórico conduce al terrorismo y puede hacer que cada individuo se convierta
en la medida de su ley moral. El hombre no es tan malo que necesite de un
imperativo categórico. El hombre no está solicitado sólo por el mal, sino
también por el bien. Las cosas sensibles son percibidas, los conceptos son
pensados y los valores son sentidos. Así, el apriorismo moral kantiano es
artificial y constructivo. Scheler también señala que el Amor no desempeña
ningún papel en la moral kantiana, el cual junto al Odio son la base de la
intuición emocional de los valores. Todo lo cual refleja la anormalidad en que
se sume el hombre moderno antropológico. En la vorágine de su vida cotidiana el
hombre masa antropológico se conduce dentro de un “no ver los valores”. Esta
ceguera emocional hacia el valor es motivada y reforzada por estructuras
sistémicas de poder económico y político que delinean el imperio del hombre
anético. Como señalo en mi libro El imperio posmoderno del hombre anético,
no se trata de gente especialmente mala, sino de personas que no oponen
resistencia al mal y se dejan llevar cómodamente por la corriente social y las
inercias individuales que ceden ante el mal. Este fenómeno espiritual fue
precisamente lo que se vio en las atrocidades del nazismo, del comunismo y del
imperialismo capitalista. E incluso está presente en la abominable ola de
corrupción financiera, pedofilia y pederastia en el seno de la Iglesia católica
y demás confesiones religiosas. Y es que una sociedad que pervierte los valores
mediante una transvaloración anética tiene anestesiado previamente los
sentimientos de Amor y Odio, haciendo más fácil la malignización del bien y la
desmalignización del mal. Siendo esto algo común y normal en momentos de
declive civilizatorio y una de las causas por las que el hombre antropológico
no puede acompañar su enorme libertad con una igual dosis de responsabilidad.
No es lo mismo ser libre que ser moral. Esta verdad de Perogrullo se vuelve
gigantesca en nuestra era antropológica donde el hombre ha adquirido un enorme
poder sobre la Naturaleza y demás hombres.
En realidad, la Modernidad no comprende
que la humildad es un poder que se domina a sí mismo. La humildad es un poder
interior de la voluntad libremente aceptada del Padre. Más, en Kant vemos a la
voluntad en rebelión, dictaminando el ser de las cosas. Con razón subrayaba
Fichte que el criticismo se resuelve, en última instancia, en una cuestión de
la voluntad del Yo. Incluso Dios, en el kantismo, deja de ser considerado como
una seria realidad. El embrujo de la voluntad de poder ya se incuba en la propia
gnoseología de la filosofía trascendental kantiana. Y es que la voluntad de
poder tiene hondas raíces ontológicas, metafísicas y religiosas en el goce
mismo del existir. La filosofía crítica se constituye así no en una metafísica
de lo trascendente, ni en una metafísica de la experiencia, ni en una
metafísica de la inmanencia, sino en una episteme que subsume lo ontológico a
lo gnoseológico. No se trata de limitar lo ontológico a lo experimentado por el
hombre, se trata, más bien, de limitar la experiencia humana a lo cognoscible y
pensable inmanentemente.
Es por ello por lo que Vleeschauwer
está en lo cierto cuando sostiene que el pensamiento kantiano giró en torno a
un solo problema, a saber, el del conocimiento objetivo. Así, Kant no logra
emancipar el ser del conocer. Todavía el objeto está incluido en el modo del
conocer. Lo dado de la intuición se convierte en un autoponerse del Yo. No se
trata de una confusión entre la existencia del objeto con el conocimiento de
este. De lo que se trata es del primado de la dialéctica subjetiva sobre la
dialéctica objetiva. Por ello, Kant evolucionaría hacia la idealización
creciente del pensamiento objetivo, al estilo del idealismo romántico
fichteano. Al final, el criticismo trascendental queda al filo del idealismo
subjetivo.
En Kant todas las esferas de la
objetividad son reducidas a conciencia pura. Su camino va de la realidad a la
idealidad y no de la idealidad a la realidad. El cual ni siquiera se tambalea
con la comprensión de los fenómenos orgánicos en la segunda parte de la Crítica del Juicio, porque la teleología
natural no sale de la idealidad de lo fenoménico y de la acción ideal. Lo cual
lleva a asumir la conciencia humana como la actividad radical que crea todas
las actividades objetivas. Así en Fichte el universo es actividad dialéctica de
la conciencia en acción. En Schelling se trata de penetrar la esencia del
universo mediante lo intuitivo y artístico. Y en Hegel el universo es
desarrollo dialéctico del pensamiento. Fichte parte de la voluntad, Schelling
de las Ideas y Hegel de las categorías. El centro de la metafísica del
Romanticismo no será la Naturaleza sino el hombre como ente de razón. La
reducción kantiana a conciencia pura en todas las esferas de la objetividad
está invívito en el idealismo romántico alemán. Luego se vuelve a Kant tras el
desencanto del desabrido positivismo materialista. A continuación, la crisis
del siglo XX pone en cuestión la idea de progreso, para desembocar en el siglo
XIX en la posmodernidad nihilista, como expresión del ocaso inmanentista de la
Modernidad. No obstante, no hay regreso a la Naturaleza –como creía Rousseau-, solo
superación de la propia modernidad. Lo cual implica no sólo la superación del
hombre anético sino la liquidación de la metafísica de lo inmanente, que tiene
en el kantismo a una de sus cumbres más pronunciadas.
APUNTE
BIOGRÁFICO/EL BOTÓN
La Caracterología es la disciplina psicológica que
estudia la disposición congénita del individuo. Y entre los diversos tipos de
carácter existe el flemático, también conocido como intelectual. Es calmo,
reposado, frio, hombre de principios, siempre ocupado, decidido, reflexivo,
exacto, preciso, conservador, veraz y simple. Muy pocas veces se da en las
personas un carácter puro, casi siempre se presenta mezclado con otro tipo de
carácter (colérico, apasionado, sanguíneo, sentimental, nervioso, apático y
amorfo).
Pero Kant era un flemático puro. Kant era hombre de
hábitos, lo cual dio lugar a muchas anécdotas en su vida. No sólo era
proverbial su puntualidad, sino también por otros rasgos de su carácter. Se
cuenta que cierta vez en sus clases, un alumno que estaba sentado en primera
fila tenía un botón colgando de su casaca. Y Kant, que con gran concentración
acostumbraba hablar hilvanando ideas, no podía hacerlo porque su mirada siempre
recaía sobre dicho botón colgante que lo distraía. No aguantó más y exclamó al
alumno: "Salga del aula, y regrese con el botón de su casaca bien
cosido".
El hombre de hábitos y sistematicidad incomparable,
necesitaba para pensar que todo esté en regla y ordenado.
4.
EL PROBLEMA
DE LO ABSOLUTO
Kant es la conclusión del primer periodo de la
filosofía moderna, donde se busca el fundamento del conocimiento objetivo. Pero
también será el inicio del segundo período de la filosofía moderna, donde se
busca el fundamento metafísico del conocimiento absoluto.
La Crítica de la Razón Pura había
establecido el primer dualismo entre fenómeno y cosa en sí; la Crítica
de la Razón Práctica superpone un segundo dualismo entre razón teórica
y razón práctica, necesidad y libertad. Ahora, con la Crítica del
Juicio agrava aún más el dualismo ya que la justificación del juicio
teleológico no puede evitar justificar un más allá sobrenatural de la Inteligencia
Arquetípica, o sea, Dios.
El dualismo irreductible kantiano había
llegado a su máxima tensión, no pudiendo evitar las concepciones de lo Absoluto
en su sistema y en la filosofía venidera del idealismo romántico. Y las ideas
trascendentales -tan bien remarcadas por Norman Kemp Smith en su famoso Comentario-
variarán en el espíritu del romanticismo de ideas regulativas a constitutivas,
de inmanentes a trascendentes, cuando las lagunas del edificio criticista hacen
agua en sus lados esenciales. La doctrina kantiana de los principios
trascendentales remite a la pregunta por el hombre, pero no en sentido
metafísico, como pretende Heidegger con su fenomenología de lo finito, sino en
sentido gnoseológico. En verdad, la única “cosa” alrededor del cual gira Kant
es el conocimiento objetivo. Y es en ese mismo ámbito donde se vuelve
problemático el Absoluto. Con razón escribe E. Cassirer que “La totalidad del pensamiento
kantiano se resume en las profundas consideraciones sobre la posibilidad de una
inteligencia arquetípica, es decir, Dios” (Kant, vida y doctrina, FCE,
p. 332). El problema había sido advertido también, y antes, por Hegel cuando
escribió: “La Crítica del Juicio tiene de notable que eleva en ella a la
representación y aún al pensamiento de la idea. Aquí relaciona lo universal del
entendimiento con lo particular de la intuición como fundamento distinto a la
CRP y CRPr. El principio de “finalidad interna” lo lleva hacia consideraciones
muy profundas. Aquí Kant despertó la conciencia de la energía interna absoluta
de la razón” (Lógica, Hyspamérica, B. Aires 1985, vol. I, LV, p. 98).
Pero también es cierto que cierto número
de investigadores han visto en la Crítica del Juicio lo contrario, nada
de teología y de absoluto. Así, Menzer, Mathieu, Martin, Marcucci y Dotto,
coinciden en señalar que el concepto kantiano de finalidad rompe con toda
teología y concepto de Providencia en la Naturaleza. Esta interpretación
antiteológica e inmanentista –cercana a los escritos precríticos de Kant sobre
el origen del universo- desemboca en una concepción de la naturaleza como
estructura material autosostenida, presente en la CJ y en Opus Postumum,
y de ahí a Schelling hay solamente un paso. Así, Takeda dice que en esta obra
Kant emplea la analogía como mecanismo teórico para explicar la naturaleza como
si fuera un inmenso ser vivo.
La CJ cierra y completa la filosofía
crítica, ocupándose de la segunda facultad del ánimo (sentimiento) donde
descubre el universal extraconceptual (la vida misma) en el reino de la intersubjetividad.
El esquematismo reflexionante no ejerce sobre la sensibilidad, sino sobre la
razón y las ideas, aquí la imaginación esquematiza sin conceptos. La finitud de
la razón es el límite del logocentrismo kantiano, nuestras facultades del ánimo
(entendimiento, sentimiento y voluntad) están condicionadas por nuestras
representaciones. Ánimo es vida, comunicabilidad intersubjetiva, es una esencia
social. Frente a una espontaneidad natural preexistente hay una autonomía
judicativa. Para Kant el sentimiento está más allá de la razón, por ello
inventó una estética para lograr una auto catarsis por una dietética del
pensar. De ese modo sublimó y reprimió su hipocondría. El juicio implica la
comunidad, las polis, lo político. La universalidad del juicio estético se basa
en la universalidad del sentimiento común. En el juicio del gusto se expresa el
sentimiento de la vida, que subyace a todo conocimiento. El gusto implica un
substrato suprasensible, la espontaneidad productiva de la teleología de la
naturaleza. El arte no debe disolverse en contenidos ajenos (moral,
conocimiento, política), su contenido es su pura forma, la sensibilidad de la
ausencia de objetos. Su estética y su teleología completan su sistema
trascendental, siendo la subjetivización del arte equivalente a la del fin en
la naturaleza, porque la subjetividad se hace naturaleza. A su sistema no
pertenece el concepto de finalidad objetiva real. Por ello, su teleología
natural no sale de los marcos de la filosofía trascendental.
Y la verdad es que resulta muy distinto
juzgar a Kant por su letra y por su espíritu. Por su letra resulta un
inmanentista antiteológica, pero por su espíritu tiene la mirada clavada en lo
sobrenatural y divino. Esto crea confusiones a la hora de entender a Kant,
quien por muchos pasajes es ambiguo. Pero dicha ambigüedad no es sino aparente
porque resulta de una mente en perpetua indagación y búsqueda. Cuando se lee a
Kant atendiendo tanto su letra como espíritu se advierten marchas y
contramarchas en su pensamiento, cosa por lo demás muy natural en un creador.
Así, la CJ, que abre una profunda brecha reflexiva sobre el Absoluto, es
escrita en 1790 e inmediatamente después lo vemos polemizando contra Eberhard
(1791) y Garve (1793), que recuerdan la polémica que sostuvo con Feder en 1782,
y se dedica a elaborar una teoría sobre la religión, donde destaca La
Religión dentro de los límites de la Pura Razón (1793), preconizando
una interpretación moral o sabeliana de las Escrituras, lo que lo conduce a un
conflicto con el gobierno prusiano en 1794. Todo esto lo lleva a concluir su
teoría del estado (La Paz Perpetua,
1795) y del Derecho (1797) basado en la idea de la libertad, a defender la
autonomía de la filosofía como facultad ante los poderes del Estado (Pleito de
las facultades, 1798); pero su gran obra sobre el tránsito de la metafísica a
la física no sería concluida. Es decir, el pensamiento kantiano mismo se
debatía en una tensión permanente. Y la base de dicha tensión era que la
admisión que la cosa en sí entrañaba: ir más allá de lo
fenoménico para pisar territorio de lo nouménico. La cosa en sí era un boquete
abierto hacia la metafísica que el propio sistema del idealismo trascendental
se negaba cerrarlo sin dar pasos temerarios.
Pues bien, la CJ marcó con su teoría de
lo sublime, la hipótesis de la inteligencia arquetípica y la teleología
inmanente, la orientación de toda la filosofía precedente. Así, Kant es
considerado como el fundador de la estética moderna cuando hace que lo bello no
sea inherente a las cosas, sino que es el producto del interno sentido estético
y a la vez afirma que lo sublime eleva a la razón a lo infinito. Lo bello se
refiere a lo finito, lo sublime a lo infinito. Lo sublime espacial o matemático
se refiere a un infinito espacial. Lo sublime dinámico alude a la libertad del
espíritu. Así se percibe en nosotros la idea de infinito. Hay semejanza entre
la obra de arte y el ser vivo. Hay que distinguir entre finalidad humana y fin
natural. El ser vivo tiene finalidad interna. Es una obra de arte. Pero la belleza
es finalidad sin fin. La belleza parece real y objetiva, como si le perteneciera
una finalidad interna. Por ello en el juicio estético hay una aspiración hacia
lo universal. El juego es finalidad sin fin y anuncia el arte. El genio obedece
a reglas espontáneas que surgen de lo profundo del alma. El genio crea sus
propias reglas, no las recibe del exterior. Estas ideas encuentran en la
estética romántica su desarrollo para llegar a lo Absoluto. Luego el
positivismo trató de determinar las proporciones bellas, y, por su parte, el
subjetivismo redujo la belleza a pura emoción. Para Danto (The
transfiguration of the Commonplace, Massachusetts, Harvard University
Press, 1981) el error de Kant fue no considerar el contenido de la obra de arte
y basarse solamente en sus aspectos formales.
El sentido teleológico descubre en la
naturaleza una totalidad organizada de formas de vida. Pero, indagar su fin no
es accesible para un entendimiento limitado por las formas a priori del espacio
y del tiempo. De manera que se impone la hipótesis de una inteligencia
arquetípica capaz de una intuición total y directa de la realidad. El problema
de lo Absoluto estaba planteado.
De manera que la CJ es el estudio de lo
que hay de a priori en el sentimiento tanto en el juicio estético como en el
juicio teleológico. Lo que caracteriza al juicio reflexivo es la finalidad;
finalidad objetiva en el juicio teleológico –que se refiere a lo orgánico- y
finalidad subjetiva en el juicio estético. Para Kant no son juicios de
existencia ni axiológicos sino juicios de valor. Así, considera que en el
juicio del gusto y el juicio teleológico se da el libre juego de todas las
facultades de la conciencia. Conforme a esto el juicio teleológico culmina en
la idea que sólo la prueba ética de un Creador moral del mundo completa la
prueba físico-teleológica de un Creador inteligente.
En una palabra, la CJ prueba dos cosas:
(1) lo bello solamente tiene relación con el sujeto contemplativo y no con el
objeto contemplado, y (2) la idea de una inteligencia arquetípica como creadora
moral del mundo completa la prueba físico-teleológica del Creador inteligente.
Dios solamente por analogía es pensable. Pero lo pensable por analogía no es
necesariamente existente.
Para Kant la prueba teórica de Dios
sólo es capaz de producir coacción y miedo, en cambio la prueba moral produce
veneración al estar basada en la libertad. Añade que la admiración por la
belleza y la emoción por los fines tiene algo de semejante con el sentimiento
religioso. Se ratifica en que es necesario tener una teología para la religión,
es decir, para el uso moral o práctico. Hay conocimiento de Dios en sentido
práctico. Y por ello la gran finalidad del mundo obliga a pensar en la causa
suprema para ella. Profundizando dirá que Dios es impredicable y por eso no se
le puede conocer lo que sea en absoluto teóricamente, pero es pensable por
analogía. Y su gran conclusión será que es posible una ética teológica. Por el
fin final que presenta, la ética no puede existir sin teología. Además, afirma
que la libertad amplía la razón más allá de los límites teóricos de la
naturaleza y da esperanza en lo suprasensible.
Para finalizar se puede afirmar que, si
bien Kant canonizó la subjetivización del arte, no hizo lo mismo con la
naturaleza y lo suprasensible. El sentido teleológico descubre la
hipótesis de una inteligencia capaz de una intuición total y directa de la
realidad. Precursa la razón absoluta de Hegel y deja planteado el problema de
lo Absoluto. Es más, como destaca Rivera de Rosales, se hace necesaria la
hipótesis de que la naturaleza se haya organizado ella misma desde los fines y
no se agote en mera objetividad científica. De ahí que, desde el punto de vista
práctico-teleológico, Dios aparezca como organizador del mundo. Esta previa
finalidad prerreflexiva se objetiva en la naturaleza orgánica y en nuestro
cuerpo, como unión sintética entre libertad y naturaleza. Ello propondría una
conciencia realista de la realidad del mundo que rebasa los marcos de la teoría
epistemológica crítica. En otras palabras, si la realidad del ser no se agota
en la objetividad científica, entonces, el mundo de la cosa en sí y lo
transfenoménico metafísico cobra fuerza de forma irremediable. Por lo menos, la
naturaleza contemplada desde la finalidad exige que lo metasensible no sea un
mero concepto y no se restrinja a la idea de libertad, para extenderse a las
demás realidades objetivas del mundo.
El derrotero de la filosofía moderna y
posmoderna ha desembocado en la negación de la verdad extrahumana y en la
afirmación protagórica que sólo hay voluntad de verdad. Esta hemorragia de
subjetividad que renuncia al ser y multiplica el para-mí no es de raíz kantiana
sino protagórica. Aunque Kant también desempeñó su rol decisivo. Lo cual señala
que la subsanación radica en salir de la ontología dualista del origen humano
de la nada y del ser, por la ontología monista y realista del primado del ser
sobre el pensar. Hegel reparó con mucha agudeza en la energía interna absoluta
de la razón planteada por Kant, para elevarla hacia un panlogismo metafísico.
Kant era un racionalista que se limita a establecer el primado de la razón. En
cambio, Hegel encontró inspiración en el criticismo para llevar a la razón
hacia dimensiones dialécticas y cósmicas, donde lo real es racional y lo racional
es real. Pero en Kant estaba sentado dicho salto hegeliano.
En suma, el criticismo kantiano no
puede suprimir ni sofocar el problema de lo Absoluto que se le escapa por sus
poros. Eso es debido a que el problema del Absoluto es algo propio de la condición
humana, no es capricho ni una mera idea engañosa. Lo Absoluto o Dios es un elemento
constitutivo de la naturaleza humana, y debido a ello el hombre tiene una
conciencia latente de Dios, en la experiencia de
limitación del conocimiento o libertad como sujetos finitos. Tal experiencia
constituye la “condición de posibilidad” de cualquier conocimiento o libertad.
Por ello Karl Rahner emplea el lenguaje de Kant para describir esta experiencia como “experiencia trascendental”.
Si el Escorial todavía representa el alma del hombre con fe en lo trascedente,
los rascacielos de Nueva York representan el alma del hombre moderno sin más fe
que en lo inmanente. Las torres interiores de las catedrales invisibles del
alma lucen derruidas y sin altura para oír la palabra de Dios. El intelectual
moderno y sin fe se aísla como un lobo estepario.
En todo caso tratase en Kant que la
razón es un absoluto inmanente, de lo pensable y experimentable. Los
escolásticos habrían dicho que la razón es un absoluto en su género. O sea, un absolutum
secundum quid, y diferente al absolutum simpliciter (Dios, Ser, lo
Uno, etc.). Distinción no admisible dentro del kantismo puesto que la razón
pura a priori se da en vista de explicar la objetividad y el objeto de la
experiencia misma. Pero que a su vez resulta inevitable pensarlo por las
tensiones implícitas en la filosofía criticista.
5.
LAS
CATEGORÍAS KANTIANAS
La Deducción Trascendental de las Categorías es la parte
clave de la Crítica de la Razón Pura, que prácticamente decide
el destino de la filosofía trascendental. En la estructura del libro viene
después de la Estética Trascendental y forma parte de lo que Kant llama Lógica
Trascendental. Pero en los Prolegómenos
Kant elimina la parte más decisiva de la CRP, la Deducción trascendental. Para
algunos esto se debió por su oscuridad (Vaihinger, Adickes, Arnold, Kemp
Smith), para otros por el apuro de la redacción (Paton) e insatisfacción
(Torreti). No vamos a dilucidar este tema, sino la asociación de las categorías
con la metafísica de lo inmanente. No obstante, se puede notar que los
Prolegómenos buscan popularizar su filosofía, siendo comprensible que la parte
más árida y oscura sea dejada de lado. La obra no cumplió con su objetivo, pero
enfatizaba que su filosofía no sirve para descubrir la verdad sino sólo para
proteger a la razón de las equivocaciones.
En la Edad Moderna aumenta considerablemente
el poder del hombre sobre la naturaleza y sobre el hombre mismo. Paul Hazard
señaló que el empirismo y la ilustración destruyeron el orden
espiritual-religioso en el siglo XVIII. Ferdinand
Tönnies habló de la creciente oposición en la modernidad entre la comunidad
(Gemeinschaft) y la sociedad (Gesellschaft). Sciacca destaca que
tal destrucción de las estructuras metafísico-teológicas deja sin posibilidad
de reconstruir una nueva civilización. Cassirer anota que en Kant se opera el
reemplazo del pensamiento sustancial por el pensamiento funcional. Y Romano
Guardini subraya que la disipación de los vínculos morales, la desaparición del
contenido religioso, la nivelación del hombre y la disolución de las
instituciones tradicionales, provienen de la funcionalidad de la técnica y la
racionalización de la ciencia. En este contexto, la filosofía kantiana sería
fruto del avance incontenible del dominio del poder de la razón humana sobre la
naturaleza y el hombre mismo. El hombre moderno comienza a convencerse de que
su voluntad determina la “objetividad” de las cosas. Así se instaura el Regnum
hominis, un mesianismo laico que extravía a Dios, donde la razón humana es
el fundamento de sí misma, dando pábulo a un asalto a la razón donde se marcha
hacia la erosión nihilista de la sociedad postmetafisica.
El hombre de la sociedad moderna no
sólo se desvincula de la comunidad y la tradición, sino de las conexiones
objetivas del mundo. Será el hombre formalista el que dicta el ser a las cosas.
Todo se vuelve profano, mundano, inmanente. El hombre no sólo se hace
indiferente respecto a la fe, sino que termina negando las leyes naturales para
forzarlas racionalmente mediante la ciencia y la técnica. A esta perversión de
la naturaleza en el mundo posmoderno se le llama “transhumanismo”. Todo pierde
su aspecto metafísico. El humanismo sin Dios se vuelve en un prosaico
“hominismo” biológico. Las cosas pierden su misterio, el desencantamiento del
mundo del que habla Max Weber, se completa en el predominio del ente calculable,
medible y pronosticable. El hombre moderno es incapaz de sacrificar el mundo a
Dios. Lo cual se refleja nítidamente en La
ceremonia del adiós de Simone de Beauvoir. Por eso si los antiguos decían
que el hombre es el ser que quiere ver a Dios, los modernos dicen que el hombre
es el ser que se basta a sí mismo y no necesita de Dios. Pero no reparan en que
han vuelto inmanente al Absoluto. El endiosamiento de lo finito ha sido lo
característico del mundo secular.
En el mundo moderno, secularizado e inmanente
–como bien señala Alfred Müller Armack- se crea el sustituto de lo trascendente
en la formación de los ídolos terrenales. Su más nefasta manifestación fue la
Inquisición impuesta por los Reyes, el totalitarismo del comunismo y el
holocausto del fascismo. Pero también se deja ver en los ídolos de la música
moderna, en el consumismo capitalista, en la extensión masiva de la adicción a
las drogas. Ya Mircea Eliade había señalado que en la sociedad moderna el
hombre irreligioso encuentra gran atracción por los misterios, el ocultismo, el
esoterismo, como una deplorable muestra de pobreza espiritual que busca
satisfacer sus necesidades religiosas inhibidas en idolatrías inmanentes. Estas
últimas son un supletorio destructivo de las experiencias místicas en lo
inmanente. De modo que la sed de Absoluto en el hombre es inextinguible. Su
ateísmo, como señala Karl Rahner, es reflejo de un Dios que aparece en una
trascendencia inabordable. Dios es un misterio absoluto, y es bueno que así
permanezca porque, como señala San Ireneo, de lo contrario no sería Dios.
La soledad del hombre moderno le
resulta insoportable, porque en vez de contemplación encuentra el desierto
yermo de su interior. El hombre moderno de la era antropológica es un narciso,
porque en el encuentro con el prójimo sólo se interesa por sí mismo. Su
neurosis procede de su propio vacío interior, donde no cabe ni el amor. En su
soledad emerge su hombre interno como un desconocido que lo amenaza. Su soledad
sin Dios lo desquicia y enferma. La palabra del hombre pierde peso. La
modernidad, al decir de Bauman, se vuelve liquida. La historia ya no es aquello
dirigido por la sabiduría, sino una simple sucesión de hechos empíricos. El
hombre espiritual desaparece, en su lugar se entroniza la masa, que es dominada
por el aparato administrativo del Estado. Lo humano va tocando su fin, mientras
avanza la idolatría de la máquina. El pináculo inevitable de todo ese proceso
es un poder universal que planifica un objetivo a la obra humana por encima de
sus aspiraciones personales.
Ahora volvamos al criticismo kantiano
donde el hombre se apodera de lo dado. La Estética Trascendental había demostrado
que el espacio y el tiempo son formas puras
de la percepción y de la sensación en general, o sea de la materia. Las sensaciones
del mundo externo son caóticas pero la conciencia impone a la experiencia las
formas a priori de la sensibilidad, es decir, el espacio y el tiempo. El
resultado de todo ello es la formación del fenómeno u objeto del conocimiento
sensible, dotado de forma espacial y temporal. De modo que el espacio es la
condición formal para los fenómenos exteriores, pero el tiempo es la condición
formal de todos los fenómenos en general, en tanto que es la condición general
de los fenómenos interiores. El fenómeno no es apariencia porque las
propiedades percibidas son atribuidas al objeto mismo en relación con los
sentidos. Así, la posibilidad de un juicio sintético a priori se da por las
intuiciones puras a priori, que hace posible que un juicio a priori pueda ir más
allá del concepto dado.
Hasta aquí llega Kant a la conclusión
de la Estética Trascendental, o sea las reglas de la sensibilidad en general.
Ahora tiene que explicar las leyes del entendimiento en general, y esa es la
misión de la Lógica Trascendental. Hay que explicar cómo se construyen a partir
de los fenómenos inconexos de la intuición sensible los verdaderos objetos del
conocimiento a través de las categorías. Esta es la finalidad de la Analítica
de los Conceptos –libro primero de la Lógica Trascendental-, descomponer la facultad
del conocimiento humano con el objeto de examinar la posibilidad de los
conceptos a priori en el entendimiento, esperando que la experiencia fuera
ocasión de su desenvolvimiento. Y a estos conceptos los va a llamar Categorías y
los va a ordenar en una Tabla (de cantidad, de cualidad, de relación y de
modalidad). Al respecto se ha dicho que de una manera arbitraria Kant deduce el
conjunto de las categorías a partir de una división no menos arbitraria de los
juicios en doce clases. Kant va a decir que lo primero que es dado a priori al
conocimiento es la diversidad de elementos de la intuición pura, lo segundo es
la síntesis de la esta diversidad por la imaginación y lo tercero es la unidad
sintética de las categorías. Declara que la operación por excelencia de la
espontaneidad de nuestro pensamiento es la síntesis.
Ahora bien, si Espacio y Tiempo son
las condiciones de la posibilidad de la matemática, las Categorías son
las condiciones de la posibilidad del conocimiento natural. De ahí su
importancia cumbre para la explicación del conocimiento científico y humano en
general. La Deducción Trascendental arriba a la conclusión de que tres son las
fuentes que hacen posible la experiencia: la sensibilidad (por la sinopsis formada
por el Espacio y el Tiempo), la imaginación (que crea la síntesis de lo múltiple
y que cobra un papel capital en la segunda edición de 1787) y la apercepción
trascendental (unidad de la síntesis). En otras palabras, la Deducción explica
cómo las categorías siendo las condiciones de la posibilidad de la experiencia
en general son a la vez las condiciones de la posibilidad de los objetos de la
experiencia. Es decir, el conocimiento no es producto de lo dado sino el
dictado que a las cosas hace la actividad apriórica del sujeto trascendental. Y
con esta conclusión el universo de la filosofía que antes se partía en dos
grandes bandos –platónicos y aristotélicos- ahora se partirá en tres con la
filosofía trascendental, como el producto más refinado de la filosofía epistémica
de la modernidad.
No hay que perder de vista que Kant
considera tres facultades del conocimiento: entendimiento, discernimiento y
razón. La Crítica de la Razón Pura acerca las dos primeras y separa
la última por su uso hiperfísico, pero no profundiza la diferencia entre entendimiento
y discernimiento. Para Kant el conocimiento tiene que ver con la facultad del
entendimiento y ésta con la ciencia; el sentimiento se relaciona con la
facultad de discernimiento y ésta con el arte; y el deseo con la facultad de la
razón y ésta con la religión y la metafísica. No entraremos aquí a discutir su
conclusión general, a saber, que para el idealismo trascendental el
conocimiento racional es impotente para aprehender las cosas en sí. Por lo cual
la realidad –dirá Hegel- está colocada fuera de la noción, así una noción y una
realidad que no pueden acordarse entre sí son representaciones falsas. Pero la
conclusión de Kant será irretractable: cuando erróneamente se toman los
principios regulativos de la razón pura como principios constitutivos entonces
se genera un uso ilegítimo de la razón especulativa, que crea la ilusión de
acceder al conocimiento del nóumeno y de conocimientos trascendentes. Este
desenlace fue rechazado por el idealismo alemán y las corrientes espiritualistas
de la filosofía contemporánea, no obstante, gozó de gran predicamento entre las
corrientes positivistas y antimetafísicas.
Baste hasta aquí este breve y necesario
circunloquio para preguntarnos: Qué son las categorías. La
Deducción Trascendental explica que el conocimiento no es producto de lo dado,
contrariamente a lo que sostiene el evidentismo neopositivista y el empirismo,
sino el dictado que a las cosas hace la actividad apriórica del sujeto
trascendental. De manera que Kant resulta ser inferencialista porque admite que
en el conocimiento humano hay enlaces metasensibles, o sea las categorías. Las
categorías -como lo destacó Walter Peñaloza- serían enlaces
metasensibles no observables sensorialmente., Efectivamente, en el
conocimiento inferencial se admite que en el conocimiento fáctico hay enlaces
metasensibles o no observables sensorialmente. Esto es el criticismo. En el
conocimiento evidentista se reduce el conocimiento fáctico a lo dado
sensorialmente. Esto es el empirismo y el neopositivismo. Entonces, si la Deducción
Trascendental estudia el conocimiento del mundo físico, era necesario examinar
si el conocimiento inferencial se aproxima a la Deducción trascendental. Esto
es justamente lo que hace el filósofo Walter Peñaloza en su señero libro Conocimiento
inferencial y deducción trascendental (UNMSM, Lima 1962).
El resultado es que la Deducción
Trascendental es conocimiento inferencial o sea conocimiento del mundo físico.
Para Peñaloza Kant es inferencialista porque la realidad sensorial es
sintetizada por enlaces suprasensibles a priori del Yo trascendental. Lo
sensorial es irracional hasta que es sintetizado por enlaces que proceden del
entendimiento, o sea, las categorías a priori. De modo que las categorías son
enlaces metasensibles del conocimiento inferencial que no proceden de la
experiencia. En consecuencia, las categorías y los enlaces metasensibles se parecen.
Las sensaciones pueden existir sin las categorías de causa y efecto, pero no
pueden existir sin las categorías del espacio y del tiempo. Por eso las
categorías no son condiciones para que las daciones aparezcan, sino para
conocer los objetos de la experiencia y de la posibilidad de la experiencia
misma. Las daciones no requieren de las categorías para existir, para ello
bastan las formas del espacio y del tiempo, sino para ser pensadas y conocidas.
En cambio, el objeto de la experiencia sí requiere de las categorías o enlaces
suprasensibles. De este modo, los objetos de la intuición sensorial no son los
objetos de la experiencia. Kant mismo contrapone las daciones de la intuición
sensorial con los objetos de la experiencia. Los empiristas y neopositivistas
–incluidos bungeanos- afirman que nada inobservado puede inferirse válidamente
de lo observado. El mentís está en que el conocimiento de los conceptos de
universalidad y necesidad son de facto porque no son evidentes. En suma, las
categorías kantianas son enlaces metasensibles dictados por la actividad
apriórica del sujeto trascendental. Ahora bien, estos enlaces
metasensibles, al parecer, son reales, se dan en la lógica de un a priori de la
mente. Pero su restricción a lo trascendental y a lo experiencia contribuyó a
que la historia de Occidente culmine en la modernidad con la esterilidad
metafísica del idealismo que subsume el ser al pensar. Lo cual se traduce en
que durante la Edad Moderna el poder del hombre ha crecido
desproporcionadamente. A través de la ciencia y de la técnica se ha configurado
una nueva imagen del mundo basado en la voluntad de poder. La misma que se muestra
amenazante, y clava sus colmillos peligrosamente en la yugular de la misma
civilización tecnológica y cibernética.
Si no, veamos cómo en el corazón del
lema de la filosofía posmoderna: “Todo vale”, late poderoso esta subsunción
subjetivista. Así, resulta que lo que otrora era el reconocimiento de la fuerza
activa del espíritu ahora desemboca en su fuerza paralizante, su decadencia y
destrucción. El espíritu enferma por exceso de poder. Al desembocar la
filosofía de la modernidad en una hemorragia de subjetividad, que reemplaza el
ser por una multiplicidad de mónadas soberanas, lo que tenemos al final es que
sólo prima la voluntad de verdad. Este triunfo del para-mí y el olvido del ser
no puede significar otra cosa que la anulación de la vida concreta del
espíritu. Ya lo vimos históricamente cuando el nazismo y el comunismo -y lo
mismo pienso que sucederá con el capitalismo- sucumbieron por fuerzas que no
vinieron de dentro sino de fuera. El espíritu se anestesió. Es decir, cuando la
verdad, lo bueno, lo sagrado y el amor, son sustituidos por la violencia y la
mentira por un exceso de poder, entonces se constata que el poder ideológico de
la manipulación es más poderoso que las ideas verdaderas. Pues el poder cada
vez mayor que surge de ello, termina dominando al hombre mismo. De manera que
el orden universal y necesario del conocimiento, la moral del hombre, las
verdades naturales, la verdad, la libertad y la justicia, terminan sucumbiendo
por la anarquía que implica el imperio de una cultura que sólo se funda en la
ciencia y en la técnica.
Cuando el orden interior del hombre ha
sido destruido, lo que surge como posibilidad intrínseca es el desatado
nihilismo disolvente. Entonces, luciferinamente se opera la desmalignización
del mal y la malignización del bien. El espíritu existe a pesar de todo, pero
de forma débil y paralizada. No era posible adivinar que la autonomía de la razón
conduciría a la enfermedad del espíritu. Lo cual ya es una verdad a todas
luces. La modernidad está enferma espiritualmente. Y su enfermedad se llama
inmanentismo, el cual ha desembocado a dimensiones satánicas. Ebrio de poder el
hombre actual prefiere olvidar lo que es verdadero, bueno y justo. Es el
imperio del hombre anético de la civilización hipertecnológica. Prefiriendo la
codicia, la mentira y la astucia. Kant sólo es una de sus estaciones más
importantes y sistemáticas en dicho tránsito. En dicho contexto no es difícil
darse cuenta de que la crisis se despliega aceleradamente. Y vamos hacia una
catástrofe global porque la conciencia de la responsabilidad humana se
encuentra seriamente afectada.
Para recuperar el Ser hay que romper
con la metafísica inmanentista del cientismo matematizante y asumir un realismo
metafísico que rompa las cadenas de la subordinación del ser al pensar. Es
necesario asumir como evidencia primaria que las cosas son, que lo ontológico
determina lo epistemológico, que el ser rebasa el pensar. Pero hay que hacer
esto no en términos evidentistas, como lo hace el empirismo y el
neopositivismo, sino reconociendo la existencia de enlaces metasensibles que no
son dictados por la actividad apriórica del sujeto trascendental sino por la estructura
metasensible de la realidad misma. Esa sería la vía regia de una renacida
metafísica crítica dentro de una cultura renacida. De lo contrario nos
encaminados sencillamente hacia una destrucción de lo humano. La Antigüedad era
muy consciente de ello. Pero sin precedentes, la Modernidad echa a perder la
grandeza del hombre combinando al mismo tiempo técnica, ciencia, economicismo,
ventaja política y autonomía de la razón. El hombre profundamente falseado y
echado a perder es el que se siente homo deus. Este asemejarse al Señor
del mundo es la engañosa esclavización completa de la objetividad y de la
libertad. Se trata de una temible ilusión donde se pervierte el hombre mismo.
El hombre fue creado para enseñorearse sobre la creación, incluso advierte que
toda la Naturaleza asciende hacia él, pero en la Modernidad al quedar solo con
su libertad, ha quedado libre de las ataduras de la naturaleza. Pero aquella
libertad sin su responsabilidad equivalente se vuelve en una realidad
monstruosa que amenaza con aniquilarlo. Cuando el hombre moderno cree
comprenderse sólo a partir de sí mismo y sin Dios, entonces su enorme libertad
se vuelve en una aterradora amenaza. Pues en el hombre la Naturaleza se trasciende,
pero el hombre no puede trascenderse a sí mismo sino como espíritu. Y tal cosa
lo hace cuando va hacia Dios.
APUNTE
BIOGRÁFICO/PARADOJA MORAL
Sólo
es moral cuando se actúa por deber, esa es la máxima de la ética kantiana. Si
lo hace por deseo o amor no tiene calificación ética. Esto equivale a pensar
que el hombre carece de inclinaciones hacia lo virtuoso. Es como decir que sólo
los malvados, depravados, desalmados y perversos, son capaces de acción moral
porque lo hacen llevados por la idea del deber. El propio Kant trató de
resolver este absurdo afirmando que sólo es moral lo que no se hace por
satisfacción. Pero su respuesta es totalmente insatisfactoria, porque niega que
el hombre puede alcanzar un desarrollo ético superior que lo haga coincidir con
lo moral al margen de la idea del deber. En otras palabras, la voluntad estará
dentro de la moral no sólo acatando el mandato de la razón sino también el del
corazón. Y esto es así porque la buena voluntad no sólo actúa por deber sino
también por amor al bien.
6.
LA INTELIGENCIA ARQUETÍPICA
El eximio kuhniano Carlos Solís considera que
se puede tener a Thomas Kuhn como a un Kant secularizado porque considera que
los elementos a priori que conforman el conocimiento científico no son
trascendentales ni esquemas innatos, sino propuestas sociohistóricas implícitas
en los paradigmas, los cuales entrañan taxonomías que incorporan conocimientos
tácitos (Una Revolución del Siglo XX, en: La estructura de las revoluciones
científicas, FCE, 2006, p. 20).
Sin embargo, en vez de Kant este historicismo kuhniano de usar la
historia de la ciencia para dilucidar problemas de la filosofía de la ciencia
se remonta más bien a K. Prantl, Hegel, Marx, Comte, al neokantismo y al
historicismo norteamericano con Hanson, Toulmin, Feyerabend y el propio Kuhn.
Por más que el bienintencionado filósofo Eugenio Imaz afirme que Kant si
no hubiese muerto habría sido el Newton en el terreno de la historia (Prólogo a
la Filosofía de la historia de Kant, FCE, 1987, p. 10), la realidad es que sus
aportes sin ser escasos son poco abundantes. Su idea de cosmopolitismo (ciudadanía
mundial) y de progreso (revolución política y tecnológica) son quizá las más
fecundas, pero también las que dejan demasiados vacíos y poco desarrollo. Por
ejemplo, los móviles ideológicos de la historia son cosa ignota para él. No así
usar la historia de la ciencia (revolución copernicana) para dilucidar
problemas de la filosofía (filosofía trascendental).
No obstante, el paralelo que señala Carlos Solís es fecundo también
porque nos lleva hacia la comparación de un tema clave en el pensamiento de ambos,
a saber, el problema del fin o la teleología. Y en el cual se puede apreciar su
diferencia profunda. La gran finalidad del mundo obliga a pensar en la causa
suprema para ella, escribe Kant en su célebre Crítica del Juicio (Nota
General a la Teleología). Kuhn, en cambio, cuando comenta en su afamado
libro La estructura la dirección o fin del progreso en las
ciencias, afirma sin empacho que hay que abandonar la idea de que los cambios
de paradigma llevan a los científicos cada vez más cerca de la verdad. E
incluso pregunta: ¿Pero acaso hace falta que exista tal meta? (capítulo XIII:
El progreso a través de las revoluciones, FCE, 2007, p. 296).
Párrafos más adelante explica de dónde extrajo esta idea: “Cuando Darwin
publicó inicialmente su teoría de la evolución por la selección natural en
1859, lo que más molestaba a muchos profesionales no era ni la idea del cambio
de las especies ni la posible descendencia humana del mono…Todas las teorías
evolucionistas predarwinistas conocidas, las de Lamarck, Chambers, Spencer y
los Naturphilosophen alemanes, habían entendido que la
evolución era un proceso dirigido a un fin…Para muchas personas, la abolición
de este tipo de evolución teleológica fue la más importante y menos aceptable
de la sugerencias de Darwin” (ibid., p.297, 298). En otras palabras, mientras
Kant es partidario de la teleología en sentido pragmático, más no teórico, Kuhn
lo es de una evolución no teleológica en el desarrollo de las ciencias, e
incluso de la naturaleza. Para Kuhn la teleología es parte de la visión
positivista, ingenua, lineal y optimista de la ciencia y su rompimiento con
ella fue lo que añadió a las revoluciones científicas.
En una apretadísima incursión por la historia del concepto de teleología
o finalismo se puede mencionar que Anaxágoras es el primero en enunciar la
causalidad del fin a través del Nous, y lo sigue Platón, pero es
Aristóteles el que, contra la tesis del azar o la necesidad ciega, hace prevalecer
la concepción finalista en la metafísica antigua y moderna a través de dos
tesis: la causalidad del fin mismo en la naturaleza (el fin es la sustancia o
el ser de la cosa, Metafísica, VIII, 4, 1011 a 31) y en considerar
esta causalidad finalista como principio de explicación (el universo se
subordina a un único fin que es Dios, ibid., XII, 7, 1072 b). Ahora bien, en
Kant la razón misma es fin. El finalismo se vuelve subjetivo. El finalismo procede
de la razón, “ésta es la facultad de obrar según fines (una voluntad)” (CJ §
64, B 285). Razón es petición de lo que no existe, proyecto y principio de
acción transformadora. Para Fichte poner un ser desde mi concepto se llama fin
(Das System der Sittenlehre, S. W.
IV, 9=GA, 115, 27). Y es que para Kant lo incondicionado no es el objeto sino
la acción del sujeto entendido como acción originaria. Ya en la Metafísica de las costumbres insiste en
la idea que el Fin es un objeto del
libre albedrio. Luego en la CJ admite
que los animales no son meras máquinas –como pretendió Descartes- sino capaces
de actuar por representaciones (CJ §
90, B 449). Pero sólo el hombre es capaz de actuar según fines. Y en el Opus Postumum
afirma que la “Vida actúa por una representación de fin” (XXII). O sea, la
finalidad pertenece al mundo inteligible, no al mundo sensible. En la
naturaleza sólo se observan los efectos materiales y mecánicos de los fines.
Pero si el concepto de fin es voluntad, acción consciente y libre, entonces
cómo es posible una finalidad en la naturaleza. Sobre su substrato
suprasensible nada nos es posible decir. En cambio, para Spinoza la finalidad y
la libertad son mera ilusión, porque todo queda absorbido en la natura naturans y los seres naturales son
esfuerzo por perseverar en su ser (Ética
III, Propo. VII). No menos diferente ocurre en Leibniz, donde la creación es mecánica
y el hombre es mero autómata espiritual (Teodicea
I, § 52). En cambio, la solución kantiana es atribuir la finalidad en la naturaleza
a una inteligencia arquetípica divina. Esto es, se trata de una teología
natural que es antesala de la teología. Pero siempre se trata de transferir a
la naturaleza el concepto de mí mismo. O sea, la finalidad exige una unidad
subjetiva y no objetiva. En otras palabras, lo que sucede siempre no se puede
explicar por el azar sino por la necesidad de acción libre del fin.
De ahí que en la CRP sostenga que la ética carece de sentido si no se
presupone la libertad. Sin embargo, la libertad es teóricamente posible y
moralmente necesaria. Pensar en una subjetividad prerreflexiva en la propia
naturaleza no es la solución kantiana, Y, al contrario, haría encallar el
criticismo en un subjetivismo absoluto como principio de realidad. No obstante,
el desafío de la CJ es pensar en la unidad posible entre la libertad y el
fundamento suprasensible de la naturaleza objetiva, o sea, dos realidades no
meramente fenoménicas. Ese era el momento cumbre para reconocer la primacía del
Ser sobre el pensar, pero Kant se vuelve alejar del realismo y prosigue el
camino trascendental. Por el primer eje de la crítica de la razón, o sea, la
idealidad del espacio y del tiempo, de la realidad de lo suprasensible nada es
posible decir; y por su segundo eje, la doctrina de la realidad del concepto de
libertad, la libertad-acción es nuestro ser originario, haciendo posible pensar
en una síntesis trascendental de realidades suprasensibles. Y como tal se
manifiesta en la conciencia empírica como subjetiva y objetiva.
En realidad, el concepto de fin viene a tensar al máximo las
contradicciones contenidas en la filosofía trascendental y que estallan en el
idealismo alemán. Pues el concepto de finalidad lleva a pensar en un mundo que
la subjetividad no crea ni en su materialidad ni en su forma. Y con ello la
revolución copernicana del criticismo se vuelve más problemática y
controvertible. En el fondo es la sensatez misma la que se subleva sobre el
activismo y voluntarismo del regnum
hominis, del mesianismo laico que perdió a Dios y el orden espiritual
racionalista y empirista del hombre antropológico moderno. Ese asalto a la
razón contra el fundamento trascendente del orden natural y humano corresponde
al lado oscuro de la modernidad, que aún no sabe asumir su nueva libertad
descubierta. En otras palabras, si en la filosofía trascendental la finalidad
de la praxis humana es un concepto de la libertad y no de la naturaleza, entonces
se encuentra en la raíz del descontrol en que se halla el enorme poder
alcanzado por el hombre antropológico de la modernidad.
El estoicismo introduce la innovación de que las cosas del mundo han
sido hechas por la naturaleza para beneficio del hombre. Pero tampoco esta
determinación estoica innova mucho el concepto clásico del Finalismo, porque no
niega que el hombre sea parte de la naturaleza. La escolástica siguió la superioridad
causal del fin y Santo Tomás de Aquino formula el pensamiento fundamental que
domina las teorías finalistas hasta hoy: Dios imprime una finalidad inmanente a
las cosas en su necesidad natural. Hegel no entendió esta doctrina, la
interpretó como una finalidad extrínseca impuesta por un entendimiento
extramundano y le opuso la suya, que repetía la finalidad como finalidad inmanente
a la naturaleza misma. En realidad, su polémica contra el “entendimiento
extramundano” no concierne a la teleología sino a su discusión teológica contra
el teísmo.
Schopenhauer introduce la distinción entre finalidad interna y externa
pero el concepto tradicional de finalidad se mantiene sin cambios a pesar del
carácter irracional de la voluntad que rige el mundo. Bergson pretende oponer
al “mecanicismo radical” y al “finalismo radical” el reconocimiento del
carácter imprevisible y creador de la evolución vital. Pero en realidad la
realización del fin no niega el carácter imprevisible en la naturaleza, por eso
su concepción, tal como lo hace Leibniz y otros espiritualistas contemporáneos,
subordina el mecanismo natural al fin general y deja invariado la concepción
clásica del finalismo: admitir la causalidad del fin mismo y considera esta
causalidad como principio de explicación. Es Kant el que introduce una
innovación significativa en la comprensión del Finalismo. Para Kant la
explicación de los fenómenos solamente puede ser causal y el juicio teleológico
escoge no un elemento de las cosas sino un modo subjetivo inevitable para el
hombre de representárselas. El Fin no es más que un concepto regulador que
ofrece una consideración complementaria a la explicación mecánica del mundo.
El punto de vista kantiano es innovador porque equivale a negar el poder
explicativo de carácter objetivo y científico del Fin mismo. Pero esto no
significa que para Kant el concepto de Fin pierda todo poder de explicación. Por
el contrario, desde el punto de vista estético y moral, es decir subjetivo y
desde la libertad humana, el concepto de Fin es de validez necesaria y
universal. Incluso la teleología moral conduce hacia la teleología física.
Tanto es así, que para Kant el argumento moral de la existencia de Dios
completa la prueba físico-teleológica. Y a su vez, el argumento
físico-teleológico lleva hacia un creador inteligente y el argumento moral
conduce a pensar la existencia de un fin final en su sabiduría. Además, afirma
que la gran finalidad del mundo obliga a pensar en la causa suprema para ella.
Todo lo cual se condice con su convicción de que la idea de libertad es el
único concepto suprasensible que demuestra su realidad objetiva en la
naturaleza. Kant sostuvo que la inmortalidad del alma y la existencia de Dios
son los únicos res fidei (cosas de fe), pero en ello también
está implícito el fin final que corresponde a la sabiduría divina, y, por
tanto, todo esto debe ser admitido como cosas de fe por
la prescripción de la razón pura práctica. En otras palabras, para Kant, así
como no existe fundamento teórico que por convicción apruebe la existencia de
Dios, sino tan sólo fundamento práctico, de modo similar ocurre con el caso del
fin final en la naturaleza. La teleología moral conduce a la teleología física
pero también el argumento físico-teleológico lleva hacia un fin final en la
sabiduría divina. Es decir, la investigación del juicio teleológico por Kant lo
lleva a afirmar la idea de una inteligencia arquetípica (tan fecunda en el
idealismo postkantiano y en el idealismo alemán) como creador moral del mundo
que completa la prueba físico-teleológica del creador inteligente. Dicho de
otra forma, el carácter ilustrado del concepto kantiano de Naturaleza no fue
óbice para que se excluyesen consideraciones teológicas. Al contrario, la teología
en Kant brinda el sustento para la reflexión teleológica en la naturaleza.
En la crítica del juicio
teleológico la finalidad objetiva de la naturaleza es estudiada no por la causalidad
mecánica, sino por la causalidad contingente, es decir, la teleología. El
fundamento descriptivo es la analogía. Por eso la teleología, como principio
regulativo y no constitutivo, es juicio reflexionante y no juicio determinante.
La Analítica del juicio teleológico explica que el concepto de finalidad rompe
con toda teología y Providencia y la naturaleza es vista como una estructura
material autosostenida. Pero la Dialéctica del juicio teleológico declara que
por el fundamento subjetivo del juicio reflexionante se puede suponer en la base de los fines un Dios contingente, arquitecto y
providente. La naturaleza es vista como dirigida por un entendimiento superior,
tal como lo concibieron Platón, Aristóteles y la escolástica. El famoso
Apéndice de la CJ no hace más que ratificar que la prueba físico-teleológica de
un Creador inteligente tiene su fundamento que lo completa en la prueba ética
del creador moral del mundo. Dios sólo es pensable por analogía. El principio
de analogía, tan central en el teísmo cristiano, se conserva. Y dicho concepto
teológico es el sustento de la concepción teleológica de la naturaleza.
Es por esto mismo que
resultan tan limitantes las consideraciones exegéticas de Sueo Takeda (Kant
und das Problem der Analogie, 1969), quien destaca la analogía como
mecanismo teórico para explicar la naturaleza como si fuese un inmenso
organismo vivo; y las interpretaciones que surgen con Adickes (Kants als
Naturforscher, 1925) y que suponen que el concepto de finalidad rompe con
toda teología y desemboca en una concepción de la naturaleza como estructura
material autosostenida (véase: Paul Menzer, Kants Lehre von der Entwitcklung
in Natur und Geschichte, 1911; Vittorio Mathieu, La filosofía
trascendentale e l´Opus Postumum, 1959; Silvestro Marcucci, Aspetti
epistemologici della finalitá in Kant, 1972; Gianni Dotto, “Il regno dei
fini come trascendentale interpersonale”, en Ricerche sul
Trascendentale Kantiano, 1973; Gottfried Martin, I. Kant: Ontologie
und Wissenschaftstheorie, 1969). Ahora bien, la teleología se comenzó a
poner en cuestión en el siglo XIV con Occam, para quien no tiene sentido
inquirir por la causa final en la naturaleza porque fin sólo hay en el ser
deseado o amado y esto precisamente demuestra su carácter metafórico. En Telesio,
Bacon, Galileo, Descartes y Spinoza, o sea en los orígenes de la ciencia
moderna, el fin dejó de ser una vía válida de explicación científica. En las
ciencias biológicas el finalismo fue expulsado por la explicación evolucionista
no teleológica de Darwin, como lo señala el mismo Kuhn. Y en realidad el
darwinismo se constituyó en la hipótesis global modelo de no necesitar de la
presunción finalista. Como resultado de estos cambios se terminó expulsando la
causalidad del fin del dominio de la causalidad física, la evolución orgánica e
incluso del ámbito antropológico, en el cual ha sido reducida a la motivación o
comportamiento. En suma, la explicación científica la ha rechazado y perdura en
las direcciones metafísicas. No obstante, que el finalismo haya perdido el
carácter científico que tuvo en sus orígenes en Grecia y que sea vista como
esperanza, motivación, ilusión o promesa, no significa que haya dejado de ser
una hipótesis valiosa de explicación del mundo.
En primer lugar, es posible afirmar que la consideración del Finalismo
como inútil va de la mano con el olvido metafísico del ser. En segundo lugar,
dicho olvido es parte de la visión nominalista, empirista y formalista en que
se encuentra atrapado el pensamiento moderno. En tercer lugar, la trampa anti
finalista funciona en la medida en que se profundiza la metafísica inmanente y
la hermenéutica de la finitud. En cuarto lugar, la profundización en lo
inmanente no consiste –como se cree- en negar lo azaroso, imprevisible y
contingente en el curso de la realización del fin. En quinto lugar, dicha
negación tiene su punto culminante y fuente no tanto en el rechazo de la
metafísica de las esencias, sino de toda teología, es decir, en el malentendido
(pues se exagera la providencia y omnipotencia de Dios) de que la libertad
divina es incompatible y antinómica con la libertad humana y, en consecuencia,
el hombre debe ocupar el lugar de Dios. Surge el homo in Terris o
diosecillo terrestre.
En La gaya ciencia Nietzsche
había proclamado la muerte de Dios, aunque antes ya lo habían destacado
Feuerbach y Marx. Mientras que Comte anunciaba el ingreso de la humanidad en la
era científica. De dicho proceso Nietzsche hizo responsable a la iglesia
católica, lo mismo que Berdiaev. Olvido de Dios que es visible en las magníficas
iglesias europeas, como monumentos turísticos vaciadas de toda piedad. Dios se
hizo demasiado eclesiástico con la reforma y contrarreforma, sorbiendo de las
venas del mundo la religiosidad. Ya San Pablo había dicho en el Areópago que
Dios no vive en los templos. Pero coetáneo al grito de Nietzsche, Concilio
Vaticano había apremiado al elevar a dogma de la Iglesia la posibilidad de la
religión natural, o sea, que todo hombre puede conocer a Dios. Aunque declara
necesaria la ayuda de la Revelación divina a causa del pecado. Ante ello Karl
Barth negó la religión natural al suponer que conduce a la idolatría y a la
autodivinización de la razón humana. En sexto lugar, el paradigma antiteleológico
moderno se configura en un voluntarismo antropológico que absolutiza la
libertad humana y relativiza la verdad del ser. Y en
todo este proceso inmanentista el principio de analogía es desplazado por el
principio de univocidad. Con ello se anula no solo el presupuesto de las cuatro
grandes religiones antiguas –paganismo, judaísmo, cristianismo e islamismo-,
sino de la filosofía griega –platonismo, aristotelismo y estoicismo-, a saber:
el hombre como frontera entre el mundo y el trasmundo, porque jalona de él una
nostalgia hacia lo Absoluto. Pero también hay que ver que el encuentro de la
Humanidad consigo misma en el mundo moderno, por más que niegue y rechace a
Dios, debe pertenecer a los planes de la Providencia. De manera que la época de
los nacionalismos agresivos, los imperialismos y la globalización mercadólatra,
prepara el camino para una unidad planetaria, con una nueva conciencia
universal. Aquí no existe espacio para retroceder hacia la época cosmológica y
confundir a Dios con los demonios de la Naturaleza, sino que, en la época
antropológica sólo hay lugar para asumirlo como espíritu eterno.
O sea que, viéndolo en
dimensión histórica, la actual crisis de religión, la irrupción del nihilismo y
el inaudito cinismo irreligioso, no es más que –como afirma Hans Urs von
Balthasar en su libro El problema de dios
en el hombre actual- síntoma de crecimiento de la propia idea de Dios. Es
decir, el hombre de nuestra época antropológica ya no puede concebir a Dios
como Naturaleza, sino que, ahora se impone su verdad como Persona divina,
comprensible sólo por la Revelación. O sea, el desafío del hombre antropológico
es aceptar la dimensión sobrenatural de la razón y la existencia de verdades
suprarracionales. Esto es lo que todavía no acepta el hombre demiúrgico y fáustico
de nuestra era antropológica. Por estas consideraciones,
es posible afirmar que Kuhn es prisionero del sesgo anti finalista,
voluntarista, nominalista y formalista del paradigma moderno. Es más, el mismo
paradigma kuhniano se constituye en otra forma de finalismo antropológico, que
decide el curso de la investigación científica y dictamina su dominio
privilegiado en una época determinada. En Kuhn el paradigma es la causalidad
del fin de la investigación en las ciencias. Pero realidad, el finalismo sociohistórico
de los marcos de investigación científica no invalida el concepto mismo de
Finalidad y, por el contrario, ratifica su condición de problema ineliminable.
En síntesis, el reconocimiento de la originalidad de los fenómenos
físicos, orgánicos, antropológicos y sociales, lejos de negar el poder explicatorio
del Finalismo y de la analogía, ha fortalecido el criterio de fin como
inmanente a la totalidad (natural o artificial) de lo que constituye la
organización e instaura, en consecuencia, esta causalidad como principio de
explicación a un nivel más holístico. Vivimos actualmente bajo un paradigma
mental antifinalístico, pero ello no significa que el finalismo no recupere un
sentido más enriquecido tras dicho periodo de obscurecimiento. Ahora vemos cuánta
razón tenía Kant al comprender que es más fácil negar la gran finalidad del
mundo cuando se niega la causa suprema para ella. Y Kant admite ambas cosas
como necesidad del juicio reflexionante, más no determinante. O sea, tienen un
fundamento práctico-moral más no teórico. Pero es justamente esta restricción
lo que hace que Kant participe del proceso inmanentista porque el principio de
analogía carece de uso teórico.
Es decir, en Kant un Dios contingente, arquitecto y providente está en
la base los fines de la naturaleza. La naturaleza es vista como dirigida por un
entendimiento superior, tal como lo vieron los antiguos y la escolástica. La
prueba físico-teleológica de un Creador inteligente tiene su fundamento en la
prueba ética del Creador moral del mundo. Así, el concepto teológico es el
sustento de la concepción teleológica de la naturaleza. La analogía sirve como
mecanismo para reflexionar sobre la naturaleza como un inmenso organismo vivo
que supone el concepto metafísico de finalidad. Y, por ello, ni rompe con toda
teología ni desemboca en una concepción de la naturaleza como estructura
material autosostenida. Incluso Kant va más allá y afirma la hipótesis de una
inteligencia arquetípica capaz de una intuición total y directa de la realidad.
Hegel vio en ello la existencia de la razón absoluta.
Entonces, qué clase de pensador inmanentista puede ser Kant si no
excluye la hipótesis de un Dios arquitecto, contingente y providente que está
en la base de los fines de la naturaleza. Lo es en la medida en que supone que
todo esto debe ser admitido como cosas de fe por la prescripción de la razón
pura práctica, por necesidad interna del pensamiento. Así como no existe
fundamento teórico que por convicción apruebe la existencia de Dios, sino tan
sólo fundamento práctico, de modo similar ocurre con el caso del fin final en
la naturaleza. O sea, la hipótesis de la inteligencia arquetípica y de la
teleología no salen del marco inmanente de las necesidades internas de la mente
humana. La teleología moral conduce a la teleología física y al argumento
físico-teleológico lleva hacia un fin final en la sabiduría divina. Es decir,
la idea de una inteligencia arquetípica como creador moral del mundo es tan
sólo una hipótesis que completa la prueba físico-teleológica del creador
inteligente. En esa medida Kant provoca la reacción metafísica del romanticismo
y recrudece, también, el inmanentismo materialista de la concepción de la
naturaleza como mecanismo autosostenido -del que se mostró partidario Stephen
Hawking en su libro El gran diseño-. Cassirer había mencionado que la totalidad
del pensamiento kantiano se resume en las profundas consideraciones sobre la
posibilidad de una inteligencia arquetípica, o sea, Dios. Pero Dios es sólo un
postulado de la razón práctica, una idea de razón de carácter regulativa y no
constitutiva, sin validez teórica. Lo cual no logra justificar un más allá
sobrenatural, porque todo se trata de la energía interna absoluta de la razón.
Por ello sus reflexiones sobre Dios y lo teleológico quedan en el plano de lo
meramente inmanente. Se tratan de juicios reflexionantes y no juicios
determinantes. Si en la Dialéctica del juicio teleológico se ve la naturaleza
como dirigida por un entendimiento superior, de poco importa cuando ésta no
sale del plano meramente regulativo y práctico. El principio a priori del Fin
Final concierne a la facultad de la Razón y no a la facultad del Entendimiento.
Sólo el Entendimiento proporciona conocimientos sobre la naturaleza, la
Facultad de Juzgar ofrece el imperativo categórico en lo moral, la Razón da tan
sólo hipótesis metaempíricas. Por eso, la Analítica del juicio teleológico
rompe con toda teología y puede ver a la Naturaleza como una estructura
material autosostenida; mientras que la Dialéctica ve a un Dios arquitecto y
providente. Pero todo esto permanece bajo la sombra de lo regulativo y no
constitutivo. Por eso su reducción de la religión a lo moral, que constituye
una postura sabeliana, complica la aceptación global del cristianismo revelado.
Entonces, ¿Era Kant un cristiano disfrazado -como afirmaron Schiller y Nietzsche-
o más bien un escéptico religioso? Para Kant su obra defendía la religión
frente al naturalismo y libertinismo, porque estima que lo que salva no es la
teología sino la ley moral. Su moralismo irrenunciable señalará su postura ante
la religión.
Pero una cosa es lo que un autor cree saber sobre sus escritos y otra cosa
es lo que éstos significan realmente. Eso es lo que puede haber sucedido con
Kant, en materia de religión especialmente. Porque a esto nos ha llevado sus
consideraciones sobre el Fin Final expresadas en su Crítica del Juicio.
Veamos los puntos centrales de su filosofía. La religión
dentro de los límites de la mera razón (1793) demuestra
claramente cómo la razón está por encima de la revelación. Si hay un conflicto
entre la razón y la revelación, tiene que prevalecer la razón. Por lo tanto,
puso en tela de juicio doctrinas fundamentales tales como la Trinidad, la unión
hipostática, la obra expiatoria de Cristo en la cruz, su resurrección, y el pecado
original. En segundo lugar, con su radical división entre lo fenomenal y lo noumenal sentenció la
incapacidad de la Razón para ocuparse con seguridad de lo que va más allá de lo
fenomenal. De lo noumenal no se puede saber nada con certeza. Dios queda en lo
ignoto, y la naturaleza se vuelve absolutamente autónoma. Así, zanjó
profundamente la distinción occidental entre lo sagrado y lo secular, y la
separación neokantiana entre historie (historia literal)
y geschichte (historia existencial) que caracterizó una gran
parte de la teología protestante continental del siglo XX (representada
por Barth, Bultmann,
Bonhoeffer, y Tillich). En tercer lugar, implantó una religión moralista. La fe
y la moral del hombre andan juntas. De modo que las obras humanas toman el
lugar de la obra salvífica del Hijo de Dios. La religión solo se trata del cumplimiento
del deber. En cuarto lugar, Dios no intervienen en el mundo, porque está
relegado a la esfera noumenal. El dios kantiano sólo actúa a través de la
conciencia moral del hombre. En quinto lugar, la revolución antropocéntrica
kantiana reduce a Cristo a un simple maestro de moral. Su importancia estribare
únicamente en su cumplimiento del imperativo categórico. Tal Jesús no tiene
nada en común con el Cristo de la fe cristiana. En sexto lugar, la Biblia se
vuelve en un mero libro simbólico, centrado en el orden racional del universo.
Es un libro que enseña principios morales mediante ejemplos e historias
simbólicas. Con esta metodología Kant precursa la desmitologización de Bultmann
en el siglo XX.
En séptimo lugar, la
iglesia queda relegada a mera comunidad ética, en vez de verla como la
congregación de los llamados por el Espíritu de Dios. Kant se opuso a las
ceremonias y disciplinas religiosas, como la oración. La verdadera oración es
cumplir con sus deberes éticos. No llama la atención que Kant tuviera una
relación tensa con la iglesia evangélica de Königsberg y fuera censurado por
los luteranos por sus escritos. En octavo lugar, Kant encierra a la fe en un
subjetivismo franco porque juzga la teología desde la ética y la racionalidad
humana. Kant precursa al teólogo liberal Schleiermacher, porque su punto de
partida es el hombre, las convicciones subjetivas y no la revelación de Dios.
En noveno lugar, el Reino
de Dios no es algo real y objetivo sino una simple realidad moral. Identificó
el Reino de Dios con el progreso moral de la humanidad. Así escribe: “El Reino
de Dios llega, pero no será resultado de una revolución apocalíptica organizada
por Dios, sino que llegará por medio del desarrollo humano de la razón y de la
moralidad”. Además, Kant jamás se ocupa de las implicaciones escatológicas para
el resto de la creación. Y en décimo lugar, el proyecto teológico de Kant significa
una teología pragmática, donde lo que importa no es la veracidad de las
Escrituras sino su valor práctico. Su indiferencia doctrinal queda retratada
cuando escribe: “De la doctrina de la Trinidad, tomada literalmente, no se saca
nada para la práctica, […]. De modo que tal fe no pertenece en absoluto a la
religión, porque ni puede hacer a un hombre mejor, ni puede probarla”. Lo que
interesa es lo que funciona, lo que tiene éxito. Justo lo que seduce al practicismo
moderno pagano.
En términos bíblicos la
filosofía kantiana pertenecería al anticristo porque la razón es superior a la
revelación divina, Dios no interviene en el mundo real, promueve una
religiosidad moralista, denigra la divinidad y señorío de Cristo, descarta la
Biblia, fomenta una fe subjetivista y antropocéntrica, ofrece una visión
defectuosa del Reino de Dios, y prima un inocultable practicismo. Su
pensamiento es de una clara índole inmanentista. Las especulaciones sobre la inteligencia
arquetípica de Dios en la Crítica del Juicio no son un cambio de rumbo
de su pensamiento, sino la culminación de un giro antropocéntrico y
subjetivista, que marca a fuego el derrotero de la filosofía moderna. El
inmanentismo kantiano configura una manera de pensar, razonar, hacer y ser en
el mundo. Esta concepción centrada en el hombre y en la vida racional misma
tendría su más amplia manifestación en los siglos diecinueve, veinte y
veintiuno de la era moderna. Pero este hombre práctico y exitista ya inició su
decadencia. Nos referimos a la posmodernidad de la modernidad misma. Aquí se
abandona las ideas de Progreso, Razón, Dios y la Verdad, pero se mantiene
incólume la importancia de lo práctico y la autonomía de la voluntad. Y en ello
influye decisivamente la mentalidad científico-técnica con su rechazo de
aquello que no es verificable empíricamente, lo impráctico. De ahí, que se
mantenga cada día más fuerte la idolatría del dinero. Mientras que la autonomía
de la voluntad ha sido secuestrada por el poder impersonal, que se las ingenia
para hacer vivir la ilusión de libertad dentro de un estado de cosas cada vez
más controlado y manipulado. La modernidad vive su ocaso. Y este ocaso se
caracteriza por un inmanentismo que hace tabla rasa de la moral, la dignidad y
el hombre mismo. La modernidad en su ocaso inmanentista ha derivado hacia un
nihilismo sin tragedia, un hedonismo rampante y un antihumanismo creciente. El
inmanentismo preside la catástrofe global de la crisis de un orden espantoso
que paraliza las energías del espíritu. En tiempos de Kant el espíritu
inmanentista de la época no parecía tan enfermo como ahora. Al contrario,
representaba el ascenso de la burguesía revolucionaria. En cambio, actualmente
comporta una perturbación tan profunda en lo moral y psíquico que la corrupción
se generaliza, en medio de la falsificación de la objetividad, la
desmalignización del mal y malignización del bien. A eso se le suele llamar la
era del nihilismo. Pero hay una cara positiva del nihilismo, y es la que concierne
a ver la nada en todo lo mundano, como un sueño o velo de maya. Y eso es
importante porque abre el horizonte más allá de toda subjetividad, incluso a
priori, para volver hacia las seguridades de Dios. Lo cual lleva a asumir la
razón como horizonte abierto al ser o facultas
entis, como decía la escolástica.
Para Kant Dios no es un
objeto para el conocimiento, es un ideal regulativo para la razón práctica y un
ideal constitutivo para la razón especulativa. Pero en ningún momento llega a
insertarse en la categoría del “otro”, del “Tu”. El Dios solo moral no alcanza
a ser un prójimo. Para Kant
la
imposibilidad de la demostración del Absoluto por vía teórica es idéntica a su
contraria, es decir, a la imposibilidad de una demostración de la no existencia
de Dios. La
divinidad sigue la misma suerte que cualquier objeto metafísico. La afirmación
fundamental de Kant -como subraya Paton- es que a menos que tengamos un punto
de partida en las percepciones sensibles, es claro que no podemos afirmar o
decir nada respecto de la existencia de las cosas. Para el kantismo lo único
que se precisa es que estuviera efectivamente conectado con alguna percepción
real. Y tal cosa no hay para Dios. Dios es para Kant un
simple ideal, que corona el conocimiento humano. El Absoluto es un fruto de la
mente humana, una condición de la vida moral, Pero hay que considerarla como si
tuviera existencia. La idea de Dios es un ingrediente esencial del imperativo
categórico y es el fundamento del mundo moral. La filosofía crítica es una antropología,
porque el concepto de supremo Bien es asegurado por la autonomía del sujeto. Es
decir, que el sujeto se postula la idea de Dios para autoasegurarse a sí mismo.
De
manera que la filosofía kantiana es la cabal expresión de la era antropológica
moderna, al asegurar el inevitable naufragio de la trascendencia, el rechazo de
la metafísica de las esencias junto a las verdades inmutables y eternas. Kant
podría defenderse para decir que su filosofía no trata del objeto sino
solamente de su representación. O sea que su alcance no es ontológico sino
meramente gnoseológico. Pero al cerrar el acceso a lo nouménico su gnoseología
crítica tiene alcance metafísico. Como los materialistas, defiende que no
existen más cosas que las de este mundo, como los empiristas admite que sin
material empírico no hay conocimiento posible, aun cuando las condiciones de la
posibilidad del objeto de la experiencia sean puras y a priori, y como los
idealistas sostiene que la finalidad objetiva es el objeto mismo configurado
teleológicamente por el sujeto. Los seres orgánicos no son deducidos desde
otros objetos, como algo cósico, sino desde la idealidad subjetiva, conteniendo
en si esa idealidad. O sea, somos lo que proyectamos en el objeto. Incluso lo
suprasensible sólo nos ha de guiar en las necesidades de la razón práctica. En
la Dialéctica trascendental de la CJ Kant subraya que lo mecanicista también es
construido por la subjetivad, a pesar de que la ciencia la asume como objetiva.
La finalidad objetiva no es un principio metafísico constitutivo, sino un
principio trascendental regulativo. Simplemente no se ir más allá de la
experiencia, de los fenómenos. Por ello, para Kant la finalidad es una máxima
del Juicio reflexionante. Con eso no se afirma que el criticismo sea centáurico
y heteróclito. La filosofía trascendental es orgánica, original y sistemática.
Tan sistemática que fortaleció el espíritu autonómico, pero también secularista
de la modernidad.
7.
KANT GASTRONÓMICO
Kant presenta en su Crítica del Juicio su
división de las bellas artes tomando en cuenta la comunicación de conceptos y
sensaciones. Así se tiene: Artes de la Palabra (Oratoria y Poesía). Artes de la
forma (Plástica y Pintura). Y Artes del bello juego de las sensaciones (Música
y arte de los colores). Pero no tiene presente el arte de los sabores, el arte
culinario, es decir, la cocina. Cómo acontece esto en un comensal tan escrupuloso
como Kant. Aquí hay un misterio.
Se ha dicho hasta la saciedad que Platón, Aristóteles y Kant se reparten
la humanidad. Ya Kuno Fischer ha subrayado que su sistema tiene muy poco en
común con los anteriores. A través de sus discípulos Borowski, Jachmann y
Wasianski, así como de la biografía más completa presentada por Schubert se
conoce que el filósofo era ordenado hasta en los detalles más nimios de su
vida, probo, recto, exacto, puntual, económico e independiente. Y entre sus placeres
privados tenía un lugar muy importante la comida y la agradable conversación.
El Perú gastronómico de los últimos tiempos haría bien en hacer acompañar
nuestra deleitosa comida con la agradable tertulia. Pero lamentablemente ello
no ocurre porque falta cultura y educación en la mayor parte de su población.
Lo cual no es culpa de ésta, sino del Estado que abandonó por décadas la
inversión en este sector tan neurálgico
Immanuel Kant (1724-1804), el fundador de la filosofía crítica hizo
girar su pensamiento en torno a un solo problema: el del conocimiento. No obstante,
disfrutaba de la buena mesa, tenía buenos amigos y se complacía mucho de las
gratas e intrascendentes conversaciones mantenidas con el puñado de comensales
que congregaba muy a menudo en su propia casa. Lo que recuerda que el Perú en
estos últimos años vive un boom gastronómico, que ha prestigiado internacionalmente
nuestro variado y contundente puchero. Por todo lo cual, sería interesante
explorar qué pensaba Kant de las exquisiteces de la mesa.
La constitución de su propia filosofía se edificó sobre la base del
triunfo de la ciencia analítica newtoniana, la polémica Leibniz-Newton, el
rechazo de la metafísica deductiva gracias a Crusius y Newton, la influencia
escéptica de Rousseau, el influjo de Lambert y Leibniz en su giro
epistemológico de la idealidad crítica, las críticas de Mendelssohn, Sulzer y Lambert
que le ayudaron a su planteamiento y la demoledora críticos de Hume a la idea
de causalidad.
Volvamos a sus comidas. En torno a su mesa, siempre humedecida por
bienhechores vinos, que cada invitado podía escanciar individualmente, nunca
encontraban asiento menos personas que las gracias (tres) ni más que las musas
(nueve), incluyendo al anfitrión, quien nunca consentía que sus contertulios
abordaran problemas serios y filosóficos, amenizando esas reuniones charlando
con gran conocimiento de causa sobre cualquier otro tema trivial.
Por nuestra parte, en cuestiones de comida el peruano no tiene a priori,
sino puro a posteriori. Quintiliano ya había dicho: “No vivo para comer, como
para vivir”. Sin embargo, entre los peruanos, como siempre, la ley de la
naturaleza y de la historia sigue su propio curso, y en nuestro solar llevamos
perpetuamente la garganta seca y el buche vacío. Si hasta se dice que el Santo
Oficio criollo, a nadie penitenciaba sin antes haber merendado como Dios manda.
Devorar, engullir, consumir, sin abalorios ni pergaminos, es el santo y seña
que desde hogaño sermonea nuestra ventral constitución a posteriori.
Kant preocupado por las acusaciones de idealismo emprenderá correcciones
en el criticismo teórico. La síntesis, la imaginación y la apercepción queda
reemplazada por el principio objetivante del juicio, donde las categorías son
funciones del acto judicativo (la primera edición de la Crítica de la
Razón Pura fue en 1781, la segunda fue en 1787). En 1787 con la Crítica
de la Razón Práctica (CRPr) y en 1790 con la Crítica del
Juicio (CJ) se examina la razón pura en todos los órdenes del
conocimiento a priori, donde se reconoce el substrato suprasensible del orden
fenoménico.
En sus comidas todo se hallaba concienzudamente calculado de antemano
para la armonía de los comensales, los platos, las invitaciones, la conversación.
Pero es que el pensador del imperativo categórico dejó también escrito que “el
acto de vivir bien que mejor parece concordar con la verdadera humanidad es
una buena comida en buena compañía” (Antropología, 1798).
No hay duda de que la comida peruana ofrece una variedad de platillos
asombrosa, cada una tan propia y deleitosa que el comensal no sabe por dónde
iniciar ni por cuál acabar. Con razón ha sido calificada como una de las
mejores del mundo por su originalidad, aroma y sabor. Sólo que es indigesta,
por ser un petardo de carbohidratos, causa dolores de tripa y resulta poco
saludable para el que sufre de gula. Aunque sí creo que el joven escritor Iván
Tahys tiene razón en que resulta un grave defecto si nuestra gastronomía es la
única manera de identificarnos. No hay que ser muy avisado para darse cuenta de
que los intelectuales lejos de convertirse en enemigos anacoretas de la olla y
arremeter contra estofados, ceviches y escabeches, cumplen mejor faena que
Manolete cuando contribuyen a espiritualizar el sano alimento. No hace falta
ser estadístico ni dietista para advertir que poco sentido tiene tanto bombo
gastronómico en un país con un 50% de la población mal alimentada y desnutrida,
anémica y con déficit vitamínico, por vivir en condiciones de pobreza extrema.
Ser grueso y gordo no significa estar bien alimentado y eso está muy
generalizado entre los peruanos. Las cifras oficiales están a la vista. Un 50%
de escolares y madres gestantes sufren de anemia. De modo que un intelectual
tiene mucho que decir, en este sentido, sobre el boom gastronómico en un país
con pobreza y desnutrición; en vez de emprendérselas frustradamente contra el
divino alimento. Kant no cede ante el escepticismo humeano ni ante el
racionalismo wolfiano, pero los ataques demoledores de los criticistas
heterodoxos (Reinhold, Beck, Fichte), así como del naciente idealismo romántico
hacen que Kant evolucione hacia una idealización creciente al estilo del
idealismo romántico fichteano. Su inacabado y heterogéneo Opus Postumum así
lo testimonia. Ya Félix Duque ha insistido que esos textos más desparramados
que un rosario, representan una revisión de los pilares de su filosofía
trascendental: el estatuto del espacio y el tiempo, la autoafección y
autoposición del sujeto y la consideración de la cosa en sí de dabile a cogitabile.
En buena cuenta, lo que Kant reivindica en el OP es que el sujeto sólo conoce
lo que ha hecho él mismo, la experiencia es una construcción de la razón. Justo
lo que acontece en la cocina: probamos lo que hemos combinado en el bendito
platillo.
Vleeschauwer (La evolución del pensamiento kantiano, UNAM, 1962,
p. 181) tenía razón al sostener que en esta obra la función cognoscitiva no
sólo se extiende a la forma general del objeto, sino también a las formas más
particulares y determinadas de los objetos conocidos. Es decir, la razón ahora
construye también la esencia material del objeto. Todo un exceso en la línea
del idealismo subjetivo. El acceso a lo suprasensible se da por fin pero no a
través de un retroceso hacia la metafísica dogmática, sino, por una
asunción del idealismo subjetivo, según la cual la materia, las cosas y el mundo
son engendradas por el yo. A la luz de esto su última evolución es hacia el
idealismo romántico, y no como dice Adickes que sólo en la terminología está
unido a los apóstatas. Pues en el OP el yo es espontáneo absolutamente, y
desplegando un aparato fichteano dirá Kant que en el acto del yo se genera el
espacio-tiempo. El yo pone todo el contenido de la experiencia interna y externa.
Si la CRP no tiene una teoría de lo trascendente el OP sí lo tiene, sólo la
materia queda fuera del espíritu, es un dato inasimilable o está referida a un
mundo trascendente. Una misma cosa son la cosa en sí y el fenómeno. Simplemente
son dos maneras de representar el objeto. Fueron las críticas por parte del idealismo
romántico las que hacen que Kant se vea impulsado a apartarse de la cosa en sí
como noúmeno y asumirla, más bien, como un cogitabile antes
que un dabile.
Kant era disciplinado y riguroso, pero conocía que el azar y el desorden
eran inevitables, aunque corregibles. Cierta vez en clase no podía concentrarse
porque un alumno tenía el botón de su chaqueta por caerse, y no aguantando más
le dijo: “Por favor, retírese y vuelva con ese botón bien puesto”. Así era
Kant, necesitaba el orden interno y externo para su concentración. Cuentan sus
biógrafos que Kant se cambió varias veces de domicilio debido a que no toleraba
la perturbación de su meditación por las campanas de la Iglesia, la música del
vecino e incluso un molesto árbol que tapaba su ventana. La regularidad no era
anecdótica en él sino rasgo esencial de su carácter flemático apegado a la
norma y a la costumbre. Norma y costumbre que imponía a sus comensales en todas
sus comidas
Se cuenta que en la Batalla de Ayacucho bastaron sesenta minutos para consumar
la Independencia de América. Cree Usted, acaso, que deba ser menos el tiempo
que el peruano dedica a la comida. De ninguna manera. Ya decía Francisco de
Quevedo: el rico come, el pobre se alimenta. Pero en la tierra de los incas
sucede al revés: el rico se alimenta y el pobre come. Efectivamente, llevamos
un hambre de siglos y una sed de milenios. Jugarse aquí con la comida es peor
que quitarle a un can su hueso. En este serio sacerdocio nacional estaría
pensando Manuel González Prada cuando escribió en Horas de Lucha su
artículo “Come y calla”. “Se me calienta la chicha y te fusilo sin
misericordia”, se decía en los tiempos de anarquía de 1835.
Ahora, con la moda de la democracia, andamos más apaciguados y en vez de
metáforas necrófilas con la comida, preferimos las metáforas estéticas:
hermoso, exquisito, bello, sublime, hasta divino (a lo que ha decaído el Santo
Cielo al verse representado por un platillo nacional), y adjetivos por el estilo.
La verdad es que la gastronomía peruana se remonta a tiempos precolombinos y,
para rabia de indigenistas afiebrados, ha sido enriquecida con el mestizaje
cultural (español, morisco, africana, subsahariana, francesa, china, japonesa e
italiana). Nos gusta asimilar el acervo cultural culinario de otros rincones del
mundo. Ah sí, en cuestiones de comida nadie aquí critica el anatopismo, al
contrario, es bienvenido. Ni el filósofo peruanista y católico Víctor Andrés
Belaunde, cuyo buen apetito era bien conocido, se hubiese
quejado.
Se puede definir estéticamente a Kant como caracterizado por un
entusiasmo sublime, porque su carácter es una tensión de las fuerzas por ideas
que dan al espíritu una impulsión que opera mucho más fuerte y duraderamente
que el esfuerzo por medio de representaciones sensibles. Si la emoción es ciega
en la elección de su fin, en cambio, el espíritu que con entusiasmo sigue
enérgicamente sus principios inmutables es sublime. Así era Kant, sublime, de
espíritu noble y digno de admiración. Nada más alejado de la verdad que imaginar
a un Kant arisco y misántropo. Kant era todo lo contrario: sociable, de finos
modales y buen conversador.
En su Crítica del Juicio distingue con precisión el
Arte agradable del Arte bello. Arte agradable corresponde al que tiene por fin
el goce: conversaciones entretenidas de sobremesa y juegos. Mientras que el
Arte bello es la obra con una finalidad sin fin y que fomenta la cultura del
espíritu. Kant apreció mucho el Arte agradable, pero se apartó de ello ante la
titánica tarea de desarrollar su sistema trascendental. Y lo cumplió. Sólo
mantuvo comidas en su casa con un número bien determinado de amigos y todo
siempre cuidadosamente organizado.
Su gusto por las charlas intrascendentes, pero nunca vulgares, su
exactitud en los paseos, el número de comensales y su elección del buen vino,
nos revela armoniosamente cómo hasta en los caracteres más reflexivos, exactos
y precisos del hombre de principios, está presente el buen gusto, el carácter
animoso y el sentido de humor. Kant como flemático puro, era calmo, reposado,
puntual, frío y preciso, con tendencias a las manías, automatismo e
inflexibilidad -según algunos testimonios de Borowski, Jachmann y Wasianski-
pero felizmente su vida tranquila conservó en él sus mejores características.
Entonces y ante todo lo anterior nos preguntamos: ¿clasificó Kant, como
buen comensal, la culinaria como un arte? Cuando Kant presenta en su Crítica
del Juicio su división de las bellas artes toma en cuenta la
comunicación de conceptos y sensaciones. Así se tiene: Artes de la Palabra
(Oratoria y Poesía). Artes de la forma (Plástica y Pintura). Y Artes del bello
juego de las sensaciones (Música y arte de los colores o pintura). No toma en
cuenta el arte de los sabores, el arte culinario, es decir, la cocina. Aquí hay
un misterio. Cómo pudo descuidarlo una mente tan analítica y que tanto gozaba
de una buena mesa. ¿No hay espacio, acaso, en Kant para el arte culinario?
Para Kant Arte Bello es aquello que es conforme a la contemplación,
brinda placer cultural y dispone el espíritu a las ideas. En cambio, el Arte
Agradable es aquello que es conforme al juego de las sensaciones, es materia de
la sensación, trata solamente del goce y no deja nada en la idea. Es por ello
que Kant no incluye a la culinaria como Arte Bello, pero sí deja espacio para
incluirlo como Arte Agradable. En otras palabras, la culinaria corresponde al
Arte Agradable y no al Arte Bello porque pertenece al mero goce sensorial, sin
contemplación y genio, sino solamente ingenio. Claro, lo que sucede es que
ahora, en plena decadencia cultural, las cosas andan mezcladas y confusas. Pero
así no era al principio de la modernidad. No siempre la antropologización del
mundo ha significado inmanentismo y declive cultural. Por lo demás, desde que irrumpe
el espíritu en la historia con la simple industria lítica y la percepción de lo
numinoso, comienza la antropologización en la cultura. Prácticamente, cultura
es antropologización del mundo. Pero el Renacimiento del cuatrocientos, a
diferencia del trescientos, es una acentuación especial del sentimiento de
humanidad en tensión con lo divino. Ese renacimiento del cosmos en torno al
hombre se deja apreciar en las obras de un Leonardo, Durero, Miguel Ángel,
Tiziano, Rubens, Rembrandt, Petrarca, Shakespeare. El impacto sobre el pensamiento
de la revolución científica en el dieciséis y diecisiete será decisivo para la
entronización sui generis del antropologismo moderno. Y la revolución
copernicana de Kant con su principio “el ser es posición”, cerrará y abrirá la
primera y segunda etapa de la modernidad, donde el hombre dicta el ser a las
cosas. La Naturaleza, como región del ser que nos obedece, no podía ser nuestro
Dios. Ello aunado al triunfo del positivismo materialista y ateo, llevaría a la
consolidación del hombre deus o deus in terris. Lo que llevará al paroxismo de
la voluntad de poderío con Nietzsche. Lo que vendrá después, con el influjo
mucho mayor del progreso científico-técnico, será la deshumanización del hombre
y la destrucción de la naturaleza por abusar el mismo hombre de su desmesurado
poder. Ahora, en el final de la cultura burguesa, el hombre siente que rige la Creación.
Pero lo que todavía no entiende es que su enorme poder sobre la Naturaleza la
tiene que compartir con el Creador. De aquí a especular sobre un universo de
origen cuántico, sin Dios y autogenerado –como lo hace S. Hawking- no hay más
que pequeño paso. En ese desorbitamiento de la razón moderna, que se puede
caracterizar como abuso orgiástico de los misterios de la Naturaleza, no es
extraño pensar que esa iniquidad descarriada del poder humano se relacione con
el otorgamiento de doctorados Honoris Causa a los cocineros del buen puchero
nacional.
Esto de que no hay genio en la culinaria sino tan sólo ingenio, quizá
pueda molestar a algunos cocineros peruanos que han sido altamente distinguidos
por varias universidades peruanas – ¡tenía que ser! - con sendos doctorados
Honoris Causa y se han creído el cuento de que hay genio en la culinaria. Ahora
se entiende por qué actualmente hay más de ochenta mil jóvenes estudiando
gastronomía. No creo que la gastronomía sea una actividad innoble, sino todo lo
contrario, pero de ahí a conferirle un doctorado, entonces me hace pensar en
los buenos jardineros, zapateros, carpinteros, domadores de fieras, magos,
¡hasta rectores universitarios que saben eternizarse en el cargo!, entre otros.
¡Acaso, no se merecen un doctorado honoris causa! Pues, no. Obviamente que en
el mundo de los ciegos el tuerto es rey. Y así acontece en la actualidad,
especialmente en el Perú, porque –y en esto, solamente, tiene razón nuestro
Nobel Mario Vargas Llosa- ya no hay alta cultura y al chusco espectáculo o al
entretenimiento beodo se le denomina cultura. En un mundo frivolizado no es
raro, entonces, que esto suceda. El arte bello, dice Kant, es producto del
genio. El arte agradable es producto del ingenio. O sea, en un sentido
absolutamente objetivo y nada peyorativo, en la cocina no hay genios, sino
ingenios. Primero, porque la culinaria es un arte agradable al goce de los
sentidos, en este caso los del paladar, y no a la imaginación y contemplación
como el arte bello. Segundo, porque actúa sobre el sentido más sensorial y
menos intelectivo, el de los sabores. Y tercero, porque está dirigido al goce
corporal y no al goce espiritual. Si el genio es un don natural de un sujeto en
el libre uso de sus facultades de conocer, el ingenio es un don natural en el
libre uso de sus facultades de sentir (sabores y olores, por ejemplo). El genio
tiene gusto espiritual, el ingenio gusto sensorial. El genio rompe la norma, el
ingenio la sigue.
En este sentido, admito que mi abuelita trujillana tenía mucho ingenio
en su proverbial y colorida repostería norteña. Lo que sucede es que actualmente
el peruano favorecido por el crecimiento económico tiene más desarrollado el
vientre que las comunicaciones neuronales. Hechizados por la fantasía
mercadólatra posmoderna y la sociedad de la sensación andamos urgidos de una
revolución somatotónica que nos reviva hacia lo cerebrotónico. Lo cual a la
vecina le suena siempre a cocinería y a caldo de cabeza de pescado. No, no. Lo
que nos hace falta es labrar nuestro espíritu, nuestro ideal, nuestra razón. Y
el alimento del alma lo hemos olvidado por el alimento del cuerpo. Se nos
engrosa la epidermis, pero se nos enflaquece el bulbo encéfalo raquídeo. No nos
hacen falta más platillos culinarios, nos hacen falta ideas, pensadores. Nos
sobran ingeniosos chefs y chefsitos, pero tenemos un atroz déficit de genios.
Nuestra identidad neurótica ha variado: la fracasofilia y exitofobia ya no es
material sino espiritual. A Kant le repele todo aquello con visos de pompa, no
tenía manía de honores. Por eso prefiere las artes que hablan en silencio a los
ojos o el arte por la forma (pintura, escultura, arquitectura) o por la palabra
(como la Poesía, pero no la Oratoria, porque la ve como arte insidioso que
mueve a los hombres como máquinas), porque elevan desde los sentidos hasta las
ideas. En cambio, las artes que hablan por el sonido (música) o los olores
(perfumería y cocina) tienen cierta falta de urbanidad, son invasivas y
perjudican la libertad porque su sonido y olor invaden la libertad ajena contra
la voluntad. Entonces ¿cómo sería un restaurante kantiano? con mucha
ventilación, para evitar que los comensales se perjudiquen con los olores de
los otros platillos. Con hermosas pinturas de los grandes maestros. Nada de
televisores, ni música estridente. Y con mucho espacio entre mesa y mesa. ¡Qué
gran diferencia con los restoranes incluso de lujo de hoy en día!
Finalmente, Kant era un gran degustador de platillos, y nadie como él
reflexionó sobre lo atinado que era decir de una buena comida que era
“agradable” en vez de decir “excelente”, “sublime” o “bello”. Lo excelente es
una virtud moral, lo sublime es un sentimiento de lo inmensamente poderoso y lo
bello es un sentimiento estético. En cambio, lo agradable es un sentimiento
asociado al goce de los sentidos que corresponde a la culinaria entendida
dentro de las artes agradables. Otras artes agradables son: la música, la buena
conversación, el sentido de humor y los juegos. Con mucha gracia Kant llama
mentecatos –como aquellos doctorados honoris causa- tanto al genio sin gusto,
al gusto sin genio y al que quiere distinguirse sin espíritu. Sin embargo, es
muy común exclamar después de degustar una agradable comida: “magnífico”,
“soberbio”, “estupendo”, etc. Y es que, según Kant, el Juicio estético enseña a
encontrar en lo sensible y en el arte de lo agradable, satisfacciones no
sensibles. Y eso lo hace por medio de la analogía. Así que no nos cohibamos
para decir que el rocoto relleno, la papa rellena o el lomo saltado, tiene
un aspecto alegre y risueño, junto con una fragancia soberbia, amén de un sabor
tierno e inocente. Pero el Juicio estético no es un Juicio determinante, sino un Juicio
reflexionante. Esa diferencia entre Juicio determinante y Juicio
reflexionante es un nuevo descubrimiento que aporta la Crítica del Juicio -aunque
para Hegel la tercera crítica no aporta nada nuevo-. Un juicio
determinante es aquella que se formula al juzgar un objeto a partir de
algo conocido previamente, conocimiento propio de cada sujeto. Un juicio
reflexionante es aquella actividad que consiste en reflexionar ante un
fenómeno dado. El juicio reflexionante no tiene un conocimiento
previo, requiere de presteza mental para precisar el fenómeno, recurriendo a la
creación de ideas y expectativas individuales. Ahora dentro
del juicio reflexionante Kant realiza otra división: distingue
el “juicio teleológico” y el “juicio estético”. Mientras el "juicio teleológico" tienen una finalidad de
reflexión sobre la naturaleza, para buscar una ley dentro de la libertad de la
propia naturaleza; el “juicio estético” no tiene finalidad específica, simplemente
crea en el sujeto sensaciones con sólo su mera presencia, creando nuevas
maneras de relacionarse con el objeto. Dentro
del “juicio
estético” aparece “lo bello” y “lo sublime”. Y en definitiva qué sería un juicio gastronómico. Me inclino a pensar que
sería un hibrido propio de las artes agradables, o sea un juicio reflexionante
estético, porque en la culinaria se busca crear nuevas maneras de relacionarse
con el objeto; y un juicio determinante porque se juzga a un objeto a partir de
algo conocido. Lo agradable es un sentimiento asociado al goce de los sentidos
que corresponde a la culinaria entendida dentro de las artes agradables, las
cuales en sus juicios implican un hibrido entre lo determinante y lo
reflexionante.
Que la gastronomía contenga una experiencia estética es incuestionable,
porque no llegamos a ningún concepto particular, lo único que se persigue es el
placer degustativo sensible, la actitud no es dominadora, sino que dejamos al
ser del objeto en su singularidad y nos mantenemos en el libre juego de la
síntesis imaginativa, dentro de la recreación en un placer donde se contempla
el sabor. En la culinaria no hay finalidad objetiva formal, sino finalidad objetiva
real o material. Mientras el juicio teleológico pertenece a la parte teórica de
la filosofía, el juicio estético es propio de su parte práctico-contemplativa.
En la culinaria hay autonomía configuradora, pero se trata de finalidades
externas –como en la industria humana- y no de finalidades internas. La causa
final de un delicioso platillo ha de provenir de fuera, del chef. Su todo
orgánico finito organizado en un cuerpo proviene de una acción teleológica
externa. No es como la naturaleza que tiene su realidad a partir de sí misma
(Schelling, Prigogine). O sea, en su preparación hay juicio teleológico, en su
degustación hay juicio estético, y en su apreciación hay un juicio
determinante. La idea de fin natural no funciona como principio del entendimiento,
simplemente es una máxima para el Juicio, luego algo regulativo. Las ideas de
razón sólo tienen uso regulativo, en cambio las categorías del entendimiento se
utilizan en juicios determinantes. Para Kant el telos implica
esencialmente conciencia, para Aristóteles no. Mientras que la ciencia moderna
tiende a eliminar el finalismo por la teleonomía o autoorganización. La
desmesurada importancia cultural que ha cobrado la gastronomía en el mundo
también se relaciona con el hecho de que el hombre actual se ha vuelto más
cosmopolita en un mundo globalizado. Al hacerse el mundo más flexible, móvil y
dinámico el hombre se volvió más nómade. Con ello la comida cobró una
importancia especial. La industria del turismo lo sabe bastante bien, el
alimento es un elemento de atracción inevitable en dicha industria sin
chimeneas. Y no sólo viajan los ricos, también lo hacen los pobres, como
trabajadores inmigrantes en condiciones de subempleo y explotación salarial.
Con ellos viajan las comidas de los diversos países por todo el mundo. Pero hay
un fenómeno curioso en la gastronomía, en la culinaria nacional se integran al
mundo manteniendo su identidad. Es como si en la comida se cobijara el último
reducto más simple de identidad nacional, a pesar de su gran movilidad transfronteriza.
Y es que n la comida encuentra el ingenio humano su más sencillo deleite.
También la desmesurada importancia gastronómica es inversamente proporcional
a la decadencia de la alta cultura. La extensa e intensa satisfacción de los
sentidos, sin contrapeso espiritual, que encuentra su lugar en el hedonismo de
la modernidad tardía, sería para Kant un signo profundo de deterioro cultural.
El marxismo solía señalar que los tiempos de la Ilustración representaban el
momento heroico de la burguesía en ascenso. Pero los tiempos actuales encarnan
la hora de una burguesía muelle, flácida, decadente y sin ideales. El culto al
cuerpo y al estómago es otro indicio del imperio innegable del hedonista
inmanentismo finisecular. Y es que en la hora de decadencia civilizatoria a la
humanidad se le agranda el vientre y se le achica el espíritu. A pesar de ello,
hay que desear un ¡bon appétit!
CONCLUSION
Ante el ocaso de la
modernidad hay que plasmar una nueva actitud anímico-espiritual en el hombre
para poder realizar un cambio de estructuras. Sin esta metanoia se retornaría
al Holocausto del fascismo, a la violencia del comunismo, y a la manipulación
descarada de la conciencia del capitalismo.
La hora de la historia ha puesto al
hombre en una encrucijada tal que ya no es posible volver a la renuncia del
dominio sobre el mundo. No se trata de incentivar la tecnofobia, ni soñar con
regresar a la mítica Edad de Oro de la unión impoluta con la naturaleza. La
historia no admite retrocesos. De lo que se trata es que el cambio profundo del
hombre implica el dominio sobre nosotros mismos y sobre nuestro inmenso poder.
Es decir, la Modernidad no arribó a la historia para ser borrada, sino para
quedarse, dejando su legado a la nueva edad que pueda ser capaz de dominar el
inmenso poder que tiene el hombre. Por ello, no resulta válido el llamado a
retornar a una nueva Edad Media. La modernidad es la antropologización total
del cosmos, porque ve a la Naturaleza poseída y tecnificada ascender hacia lo
humano. Pero este antropologismo total señala la crisis y el fracaso de la
religión natural. El señorío humano del mundo sólo tiene porvenir colaborando
con el Dios creador. La modernidad es el innegable “crecimiento” de la
Humanidad, pero ahora su problema constituye cómo manejar dicha madurez
interior. La modernidad es crecimiento del espíritu de la Humanidad, pero lo
que lo enferma es que en dicho crecimiento esté ausente Dios.
Pero en Kant no está ausente Dios, está
presente pero como ideal de la razón. Esto es, que Dios, alma y mundo, no
cumplen con los modos de ser de la objetividad teórica. En la ética es tan solo
un postulado moral. Y en la teleología es lo que permite postular un Dios como
creador inteligente, nexus finalis o
autor del mundo. Este paso constante en el pensamiento kantiano desde la
categoría de substancia a la categoría de relación es la causa de las mayores
dificultades en su doctrina. Para Cassirer no hay duda que Kant reemplaza el
pensar substancial por el pensar funcional. Pero si la cosa fuese así de
tajante y sencillo no se habrían producido tantas dificultades en los epígonos
postkantianos, ni los respectivos desarrollos del idealismo alemán. Ciertamente
que, la forma de los objetos empíricos es puesta por el sujeto e ideal, más no
su materialidad. Para que las categorías y demás formas de la subjetividad
tengan realidad empírica han de responder positivamente a los objetos. O sea, la categoría de substancia es subsumida
a la categoría de relación, pero no puede ser eliminada y permanece como una realitas propia. Y es que todas las
dificultades del planteamiento crítico surgen porque en Kant se da una fuerte
tendencia idealista subjetiva, a su pesar, a reducir el ser de la realidad por
el ser del conocimiento.
Kant se defiende de las acusaciones de
idealismo subjetivo de sus detractores, afirmando que el tema de la filosofía
trascendental no es la verdad sino la objetividad. Pero las implicancias
ontológicas de su planeamiento gnoseológico llevan constantemente a la
filosofía crítica a verse como una variante del idealismo subjetivo. La
objetividad del conocimiento no es la realidad, pero la determina en su forma,
más no en su materia. Qué es lo que sea la realidad como materia, permanece
como una incógnita irreducible. La reflexión teórica trascendental no quiere
verse como tratando con meras idealidades, sino con realidades empíricas. A su
parecer es la metafísica dogmática la que trata con meras idealidades. Pero el
reconocimiento de la materialidad del objeto por la actividad de la subjetividad
es ya una actividad real. No obstante, Kant cumple con un buen desarrollo de la
forma del fenómeno, pero no de la materialidad del mismo. Es por ello que en
las “Anticipaciones de la percepción” se enreda con el paradigma precrítico,
sosteniendo que el objeto “afecta” al sujeto y le produce una sensación. En
efecto, el primer fundamento del idealismo trascendental es la subjetividad
trascendental como autoconciencia y autoposición de lo real. Pero se encuentra
limitado por lo en sí del mundo, por la cosa en sí, con organización
teleológica propia, que siempre es dado y nunca puesto por el sujeto. Recordemos
que en Kant la religión no funda la moralidad, sino que la moral funda la
religión. El hombre ha de sostenerse a sí mismo en su existencia moral. La
ética se ha secularizado y no necesita de premios o castigos en el más allá. Su
dignidad como ser racional y libre se lo abre la posibilidad, pero no la
certeza, en un alma inmortal y en un Dios eterno. Resulta paradójico que la
decisión de asumir la libertad y la responsabilidad autónoma requiera de la
posibilidad de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Pero la fe
racionalista kantiana admite estas creencias sólo como postulados e ideas
regulativas de la razón práctica. Su ética no necesitaba para nada la
inmortalidad y a Dios, e ingresan de contrabando en su sistema ético. Kant lo trata
de justificar argumentando que el imperativo categórico permitía la posibilidad
de una causa no causada. Pero eso es, sólo una posibilidad. Dios y la
inmortalidad reducidos a mera posibilidad contribuyó a vaciar la espiritualidad
del hombre moderno y a fortalecer el ateísmo imperante después de Hegel.
Es decir, el ser del conocimiento es un
conjunto de relaciones determinadas por el sujeto, mas no sucede lo mismo con
el ser de la realidad. Pero en el criticismo realidad del mundo sucumbe por el
interés pragmático de la subjetividad. Y al sucumbir ha sucumbido el hombre
mismo. Revertir esta situación exige un realismo metafísico que permita al
hombre conciliar su libertad finita con la libertad infinita del Creador. Por
ello, sin respeto a la esencia del ente no hay senda moralizante posible, ni
contacto con la verdad, ni sentido de la vida. El mundo no tiene que acomodarse
al marco trascendental de la subjetividad. Por lo demás, para Kant la
subjetividad cognoscente sólo construye la idealidad de la realidad del mundo,
más no su materialidad. Por consiguiente, es necesario ir más hondo, volver a
despertar la profundidad del hombre, para que recobre el diálogo interior, la
concentración y abra su corazón. La modernidad ha promocionado la hegemonía del
temperamento somatotónico sobre el cerebrotónico. Pero no hay manera de redimir
el espíritu sin librarse de la prisa. Sólo con actitud contemplativa es posible
responder ante los acuciantes poderes del mundo circundante. Recién, entonces,
la contemplación se da cuenta de la esencia de las cosas y de cómo se ha
violentado a éstas provocando catástrofes. La realidad hay que manejarla ciertamente,
pero con responsabilidad, justicia y caridad. O sea, según exige su propia
esencia. Sólo así son recuperables los valores absolutos y la misma verdad. En
el silencio, el ocio, y el culto, subyace la recuperación del sentido del mundo,
más no en el frenesí de la voluntad descarriada del actual hombre antropológico
sin Dios.
El hombre
pone el ser a las cosas como fenómenos. La idea del hombre como sujeto activo
del cosmos que sólo conoce los fenómenos y no las cosas en sí, se traduce en la
idea de Libertad. Ese fue el legado kantiano conocido como giro copernicano. Con
ello partió el mundo filosófico en dos. Por un lado, Platón con las esencias
trascendentes, y Aristóteles con las esencias inmanentes. Y por otro, Kant con
el ser racional autónomo y libre como fundamento del mundo. Su racionalismo
crítico sistematizó el espíritu autárquico de la modernidad. La gran paradoja
es que el hombre no se suele comportar de modo racional ni ético, y las guerras
mundiales y otras catástrofes hacen meditar hacia dónde ha ido a parar el gran
legado kantiano. El hombre como centro activo del cosmos señala una
responsabilidad moral tan elevada como incumplida. La desmitificación fenoménica
del mundo junto al énfasis en una ética del deber inmanente, ha desembocado en
los caminos extraños del endiosamiento nihilista y prometeico del hombre. El
concepto de autonomía del espíritu que se dicta su propia ley hace que la idea
de la Libertad sea el punto inicial y final de su filosofía. Pero el hombre moderno
fracasa con tanto poder en sus manos, se muestra como una amenaza. La libertad
humana es incapaz de regirse por la Razón. Kant se olvidó del amor y de lo
espiritual, el hombre también es capaz de hacer el bien por amor y de sentir a
Dios en su corazón. Rousseau vio más profundamente la naturaleza humana al
percatarse de la importancia de los sentimientos y del corazón. Meditar desde
la cumbre kantiana es urgente ante los peligros hedonistas, narcisistas y
nihilistas del endiosamiento humano en que ha desembocado la actual
civilización atea.
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SEGUNDO ACTO
HEGEL
Y
EL DELIRIO PROMETEICO
DE
LA MODERNIDAD
P
R Ó L O G O
¿Qué queda de su pensamiento
a 250 años de su nacimiento y 189 años de su muerte? ¿Su fantasma recorre
nuestro tiempo? Todavía recordamos cómo la conmoción de la Primera Guerra Mundial
revivió al neotomismo y junto a este al hegelianismo. Se reivindicó al joven
Hegel y su orientación existencial.
La Fenomenología fue subestimada, pero volvió por sus fueros tras el cambio
de época que representó la caída del socialismo soviético y el triunfo de la globalización
neoliberal. Con Francis Fukuyama el capitalismo se proclamaba la culminación de
la historia y del Estado universal. Más, con la crisis de hegemonía, la decadencia
de Occidente, la crisis ecológica y la aparición de nuevos centros de poder mundial,
la Fenomenología vuelve a ser
reenfocada como el estudio del espíritu humano en su desarrollo. Pero ahora es
la Lógica la que mortalmente resucita
de su olvido, porque se ve con más claridad que el talón de Aquiles de todo su
sistema es lo nos amenaza en el mundo actual.
Lo Absoluto como
inmanencia y ésta como dialéctica no se sostiene más. El endiosamiento del
hombre y la negación de la trascendencia divina llevaron directamente hacia la
decadencia de una civilización descreída, sin valores superiores y en peligro
mortal de fenecer. El Dios hegeliano es un Absoluto que se despliega en lo
inmanente temporal. Por ello, es un naturalismo panteísta. La negación de la
religión trascendente como racionalidad no-instrumental resultó ser más nefasto
para la presente civilización al sobrevivir tan solo lo temporal, el devenir
universal, un dios inconsciente que deviene. Al final un maremágnum de ciencia
y tecnología nos asfixia en un gravísimo déficit de sentido moral. La filosofía
hegeliana es la expresión más genuina del delirio prometeico de la modernidad.
Una humanidad que conquista el mundo pero que se pierde a sí misma, no es una
humanidad con porvenir. El hombre de nuestro tiempo se ha temporalizado a tal
extremo, corre tan deprisa, que no tiene tiempo de estructurar su propia persona
y con ello cae en la anomia más brutal, espantosa y disolvente. El
neobrutalismo impera. No hay duda que “la muerte del hombre es una realidad” y
dejó de ser un mero lema filosófico. Hegel pertenece a la mascarada romántica
de una modernidad enferma y finisecular.
Pero hay algo que además
hay que resaltar en Hegel gracias a las investigaciones de D´Hondt, y es que no
un reaccionario político. Para Jacques D´Hondt Hegel no puede ser comprendido
al margen de su contexto histórico concreto. El mismo que está circunscripto
por tres situaciones específicas: la crisis del absolutismo, las guerras napoleónicas,
y las revoluciones burguesas. Cosa parecida ocurre con la filosofía en el
momento presente, que no puede ser entendida sin considerar: la crisis del
Hegemón norteamericano con el mundo unipolar, la guerra en Ucrania, y el
surgimiento del nuevo orden mundial multipolar. Lo que significa que filósofo
que no se plante frente a la hora de su tiempo, como lo hizo Hegel,
sencillamente está fuera de la historia. Hegel no reconoce ni a la familia, la
escuela, o a la pequeña patria el haberse hecho filósofo. Para él siempre se
trató de un ascenso del pensamiento y la conciencia desde la certeza sensible
hacia el saber absoluto. Pero, sin duda, el despotismo reinante en Suabia, la
Revolución francesa y el deseo de ver la unificación alemana por Prusia influyeron
en su reflexión. D´Hondt nos recuerda que siempre el gobierno prusiano vio a
los hegelianos como subversivos, y por ello nombró en la Universidad de Berlín
a su enemigo declarado para combatirlo: Schelling, pero sin resultados. Hegel.
El último filósofo que explicó la totalidad (1998) es el
libro de D´Hondt (1920-2012) -profesor honorario de la Universidad de Poitiers
y perteneció al comité de dirección de la Hegel-Vereinigung- que tiene muchos
méritos. Pero quizá el principal sea -basándose incluso en los archivos de la
policía prusiana- el de hacer trizas la imagen consagrada por la crítica y los
historiadores de que Hegel era el filósofo del absolutismo estatal prusiano.
Hegel sentía gran entusiasmo por la Revolución francesa, pero a diferencia del
tono moral kantiano para él se trataba de la reconciliación de lo divino con el
mundo. Nada menos cierto. A la luz de la nueva documentación desmiente la
imagen consagrada por Rosenkranz, Kuno Fischer, y Dilthey. Los cuales tampoco
mencionaron la existencia del hijo ilegítimo Louis, el cual no hizo feliz a su
padre, a pesar de que Hegel lo reconoció, y al final -revela D´Hondt- amargó la
vida del filósofo, muriendo a los 24 años como soldado sin pena ni gloria. Demuestra,
en consecuencia, que coexiste en Hegel una imagen pública conservadora y otra
imagen clandestina-privada revolucionaria. Ayudó a sus amigos perseguidos
políticos. El caso Víctor Cousin es paradigmático, y si Hegel salió bien
librado fue gracias a sus buenas relaciones con las altas esferas (el
reformista tímido de Hardenberg, el ministro de cultura Altenstein, el director
de enseñanza superior Schulze). Nunca se acogió a la protección del rey, la
corte o los nobles, sino de burócratas funcionarios que cumplían honradamente
un papel progresista. Hegel siempre fue un simple plebeyo. No era solvente, ni
tuvo criados como Descartes. Y su doble lenguaje estuvo condicionado por vivir
bajo una época de opresión. Ningún otro gran filósofo antes de Hegel mostró
compromiso con los perseguidos políticos. Hegel era vigilado por la
policía prusiana y es mencionado reiteradamente en sus archivos. Pero la
policía prusiana sí pudo encarnizarse con los ayudantes de Hegel (Carové y
otros). Por eso D´Hondt admite que Hegel no es un personaje fácil de abarcar
por sus facetas contradictorias. Su imagen pública no coincide con la
clandestina vida secreta que llevaba. D´Hondt también es el primero en
investigar la masonería de Hegel, señalando que Fichte, Lessing y Goethe también
era masones, debido a que representaba los más progresista de la época contra
el despotismo monárquico. No pasa desapercibido el hecho de que la
correspondencia de Hegel ha llegado muy mutilada por motivos políticos. Su
mujer e hijo destruyeron su correspondencia familiar, y la mantenida con
Hölderlin y Schelling se conocen como las Cartas Suizas. Predominaba
en ellas las palabras en clave (Iglesia, Invivible, Reino de Dios) para eludir
la vigilancia policial, no ser objeto de represión ni encarcelamiento. El tono
de las cartas es subversivo, pero se impone la prudencia. El filósofo de la
contradicción encarnó la contradicción misma. Y mantuvo en lo secreto de sus
clases su panteísmo, ateísmo, irreligiosidad, el rechazo de la creación, la
Trinidad y la trascendencia de Dios. Esta duplicidad no era exclusiva de Hegel,
sino de los tiempos de feroz represión monárquica restauradora. Pero era cierto
que Hegel prefería el reformismo a la revolución. Pero Hegel admoniza en su
último artículo sobre la política inglesa: "Si no se dan las reformas
vendrá la Revolución". El artículo fue censurado por el rey Federico
Guillermo III, porque muchas de sus críticas también se aplicaban a Prusia. Después
de todo la vigilancia estrecha de Guillermo III a Hegel seguía la tradición
familiar que anteriormente se había dado con Wolff bajo Federico Guillermo I,
que lo expulsó de sus Estados bajo pena de horca; y con Kant bajo Federico
Guillermo II, que le prohibió abordar cuestiones morales y religiosas. Hegel
tuvo que convertirse en un maestro del disimulo, de las frases retorcidas y
esotéricas para ocultarse y pasar desapercibido de la represión reinante.
Ciertamente que el entusiasmo juvenil por el tiranicidio se fue moderando en la
madurez, pero nunca dejó de traslucir posturas contra el absolutismo. Antes que
monarquista Hegel no era cesarista.
En una palabra,
Hegel nunca fue el filósofo del absolutismo prusiano. D´Hondt logra su
propósito de redescubrir a Hegel y restituir una imagen viva, inquietante y
seductora.
1.
LA
LÓGICA DE HEGEL Y LA LOCURA
DE
LA MODERNIDAD
No hay duda que si un
tipo se nos acerca para decirnos que es Jesucristo, le miramos para ver si no
le giran los ojos y tomar las de Villadiego. No pocas veces se ha afirmado que
Hegel estaba loco porque cree ser Dios. Y esta afirmación se la ha supuesto
implícita en la Ciencia de la Lógica.
Pero Hegel no era un
lunático común y corriente, es más, no era ningún lunático. Y esto nos lleva a
preguntar, más bien, que si su filosofía del saber absoluto no se trató de algún
tipo de locura cultural. A propósito, el profesor Vincent Descombes sostiene:
“La ciencia de la lógica
de Hegel es un conjunto de enunciados divinos… Así, el “Soy Dios” implícito en
la lógica hegeliana como en la ética de Spinoza, es un enunciado que se
destruye a sí mismo, de la misma manera que la paradoja clásica del género “duermo”,
“estoy muerto”, etc.…
Pero entonces Hegel cree
ser Dios, y como es notorio no es Dios, y está loco. O bien Hegel se considera
autor mortal, humano y su pretensión no es ya ser divino o eterno, sino llegar
a serlo, en cuyo caso roza la locura” (Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco
años de filosofía francesa-1933-1978, pp. 68, 69, 70).
Kojéve recuerda un episodio
depresivo en la vida de Hegel entre los veinticinco y treinta años, donde al
avanzar en la experiencia de ser Dios “creyó durante dos años volverse loco” (Intr.
Hegel, p. 441). Incluso se asocia la lectura de Hegel con la imposibilidad
de escribir de los literatos franceses Flaubert y la experiencia depresiva de
Mallarmé. Bataille y Derrida también mencionan este momento de locura padecido
por Hegel. La cuestión es que en Hegel sus libros imposibles aparecen a partir
de los treinta y siete años –Fenomenología del Espíritu de 1807 abre
la saga del saber absoluto-, o sea cuando ya había quedado muy atrás su crisis
depresiva.
Pienso que este momento
de locura que ha impresionado enormemente a los escritores franceses rebasa
el
ámbito individual de Hegel y atañe a la crisis del espíritu de endiosamiento
humano de la modernidad misma. Es más, sostengo que la presente era sin Dios es
de apoteosis protagórica del hombre como medida de todas las cosas, que en el
fondo representa la invalidez del principio de no-contradicción y la defensa de
un nihilismo total donde todo puede ser verdad. Este nominalismo donde sólo lo
individual es lo real significa la negación de lo sustancial y la afirmación de
lo accidental. Buscar a Dios en este contexto significa desbrozar la oscuridad
nominalista, desmentir el uso pragmático del principio de no-contradicción y
restablecer por sí su validez ontológica. Lo que me recuerda
a mi amigo chamán-shipibo Iwo Nete al afirmar que en el origen del mundo
moderno está un gran acto de magia negra.
Es
decir, cuando una comunidad pierde sus vínculos con el mundo suprasensible no
se puede vivir de manera legítima y equilibrada. Y precisamente esto es lo que
sucede. El mundo moderno ha perdido el equilibrio en casi todos los planos y amenaza
con su propio exterminio. Hoy la condición humana vive amenazada bajo la
bestialidad y el caos -se impone la ideología de género, se presentan iniciativas
legislativas para aprobar el incesto y la necrofilia-. Todo esto es parte de la
desmalignización del mal y la malignización del bien.
Dicho asalto a la razón
fue excelentemente expuesto por Paul Hazard (La crisis de la conciencia europea)
no tanto en lo que concierne a lo cronológico –ubica la crisis entre 1680 y
1715- sino en el diagnóstico –destrucción del fundamento trascendente el orden
humano y natural-. La edificación de la autonomía del regnum hominis alcanza
en Hegel su ápice, porque la dialéctica del espíritu encarna la elaboración de
lo divino en la idealidad, no hay creatio ex nihilo, lo que
hay es un Dios que hace su aparición cuando todo ya está hecho en la
personificación de la humanidad. Este nuevo mesianismo laico e iconoclasta del
monismo hegeliano no es la culminación de la secularización, por cuanto en Hegel
por la praxis humana se alcanza la divinidad, pero en Marx la dialéctica del
espíritu es sustituida por la dialéctica material. Aquí ya no es la razón
humana la que es elevada a la condición absoluta de Dios sino la praxis, como
actividad material humana que transforma la naturaleza y al hombre mismo. A
partir de Marx el extravío de Dios es total y carece de sentido cualquier
restauración del fundamento trascendente o divino del orden humano y natural.
El deísmo
de la Ilustración y el panteísmo hegeliano ceden su paso al ateísmo del
racionalismo cientificista. La ciudad celeste de San Agustín ha sido demolida y
el regnum hominis del deus in terris o reino humano del diosecillo
terrestre empieza relegando los valores espirituales al reino inferior de las superestructuras
para culminar en la posmodernidad en un nihilismo integral (metafísico,
gnoseológico y moral), disolvente y anético. El hombre prometeico que con Hegel
pretende encarnar la divinidad al final de la historia –y que ha muchos parece
locura- ha derivado por su inexorable lógica interna en un desquiciamiento de
la propia praxis humana sin Dios y sin valores superiores. Desde el bien
intencionado Descartes que con la duda metódica buscaba verdades indubitables,
desde Hume que con su estrecho empirismo exigía arrojar al fuego toda la
metafísica, desde Kant con su doctrina de la impotencia de la razón negaba la
explicación de lo eterno y divino, hasta Hegel que con la razón dialéctica
describe un mundo que no es el Ser ni la Nada sino devenir y contradicción, se
dibuja la línea fundamental del pensamiento moderno, a saber, la acentuación de
la temporalidad y el rechazo rotundo de la eternidad.
Con esto no se intenta una
estéril condena sino sopesar nuevamente si lo Absoluto es esencialmente resultado
(Hegel, Marx), desarrollo del ser que se piensa a través de la conciencia y
praxis humana. En el fondo se trata de lograr el conocimiento de la verdad, de
decidir si la dialéctica es no sólo el alma de la ciencia sino del conocimiento
mismo. El marxismo lo intentó, buscó desembarazarse del sistema y conservar el
método. Engels sentenciaba: “Todo lo que existe merece perecer”, o sea no hay
nada definitivo en los resultados del pensamiento y acción humana. Pero lo que vino
después fue que el ideologismo, la escatología y la teodicea social, arruinó la
pretendida asunción del método.
Pero hay algo más grave
y serio aún. Y tiene que ver con el corazón mismo de la dialéctica, esto es, si
el desarrollo, el movimiento, la contradicción, lo temporal, es lo único y
verdaderamente existente. O sea, el problema de la dialéctica no sería su ideologización
sino su absolutización ontológica. Aquí residiría la verdadera vesania del hombre
moderno entregado al trasegar de un cambio sin descanso. Y en caso de ser
cierto esto, un profundo error subyacería en el meollo de la presente locura de
la modernidad imperante. En otras palabras, la distorsión de la doctrina
del ser, la doctrina de la esencia, la doctrina del concepto y la doctrina de
la praxis tendría su fundamento en el carácter temporalista y antimetafísico de
la modernidad. Sólo el arraigado temporalismo del pensamiento moderno podía
hacer posible el Dios hegeliano que se personifica en la humanidad. Y de aquí
sólo hay un pequeño paso hacia el nihilismo integral.
Efectivamente. Si lo
Absoluto sin contradicción, si lo eterno intemporal existe no por un desvarío
de las ilusiones trascendentales de la razón, sino de modo efectivo, entonces
el reino del espíritu, sus valores superiores y las verdades eternas, no
tendrían que significar nuevamente la restauración de la metafísica abstracta y
el naufragio de la razón autónoma. Todo lo contrario. Lograr el conocimiento de
la verdad precisa reconocer que el devenir no agota la realidad ni el ser ni la
verdad. El Ser como fuente común de la existencia y de la realidad es eterno.
La Existencia como sentir y pensar de un poder ser es temporal. Y la Realidad
como ser manifiesto y fenoménico es lo instantáneo, el evento, devenir que no
es Ser ni es Nada. En suma, lo que a los escritores franceses les pareció
locura temporal de Hegel es en realidad la alienación epocal moderna con su
obsesión efímera por el tiempo, el movimiento y el cambio.
2.
HEGEL Y DIOS
El
problema de Dios es una de las cuestiones capitales de la metafísica, y Hegel
estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que
Dios no prescinde del mundo.
Ahora
bien, este tema tiene importancia para nuestro tiempo descreído, que niega toda
validez en la creencia en Dios por ser indemostrable empíricamente, y porque
rechazando el argumento metafísico y las verdades de fe, alimenta bajo cuerda
el argumento teosófico, que pretende producir un conocimiento teórico de lo divino
y de su existencia. Lo cual es pasmoso al suponer fantasiosamente que la inteligencia
humana puede ponerse al nivel de la suprema inteligencia. Es más, como la idea
de Dios no nace del temor, sino que surge de la razón misma, o como bien reza
el Evangelio: “No sólo de pan vive el hombre”, el hombre posmoderno de nuestro
tiempo, después de la inhibición religiosa de la modernidad, no cesa de hacerse
una religión a la carta, que en realidad es el brote anárquico de la
indesarraigable fe en Dios que radica en el fondo misterioso de la persona
humana.
El
hombre actual que vive en medio de un superdesarrollo material y dentro de un
enanismo moral, confundido en medio de un humanismo sin Dios, vuelve la mirada
extraviada hacia toda clase de creencias ocultistas y esotéricas devaluadas que
trafican con la credibilidad de las gentes. A este penoso estado del espíritu
religioso J. Berger y L. Pauwels le dedicaron su libro El retorno de
los brujos.
En
este contexto es valioso volver a examinar la idea de Dios que tuvo Hegel, no
sólo porque está relacionado con el humanismo sin Dios de nuestro tiempo, sino,
también, porque en su planteamiento está encerrado un poderoso impulso hacia la
teología de la praxis, que tan especial repercusión sigue teniendo en América Latina.
La
filosofía hegeliana ejerció una considerable influencia durante el siglo XIX.
En Alemania es fundamental la importancia que tiene para el marxismo, luego
retrocede con Herbart, Lotze, el empiriocriticismo y el neokantismo para ser
rescatado por la filosofía de lo inconsciente de Eduard von Hartmann. En
Francia es recepcionado por Víctor Cousin, los positivistas Taine y Renán,
Vacherot –que luego lo repudia-, Mignet-que lo tilda de ateísmo disfrazado-, y
Hamelin –que adopta su método y se aparta de su doctrina-. En 1840 se difunde
en Rusia con Bakunin, Bielinski y Herzen –los cuales luego lo rechazan-. Y en
Inglaterra a partir de 1850 con Green, Bradley y Bosanquet.
Tras
un largo eclipse en el que reina el positivismo de Comte y sus exequias de la religión
trascendente, reapareció en el siglo XX asociado a corrientes totalmente
opuestas del pensamiento. En el devenir del vitalismo bergsoniano, el esfuerzo
por alcanzar el eidos en la fenomenología husserliana, el
panteísmo final de Max Scheler, el esfuerzo de Merleau Ponty por demostrar que
hay un existencialismo en el Hegel de la Fenomenología, en la
distinción jasperiana entre el mundo del ser como universalidad y
el mundo del ser como existencia, por el lugar preferencial
otorgado en la filosofía heideggeriana al devenir, la temporalidad, la historia,
al lenguaje, la libertad como una forma de necesidad y al ateísmo, y en la
temática y jerga retomada por Sartre.
Pero
la presencia del hegelianismo no se limitó a las filosofías de la esencia y de
la existencia, pues también se extendió a las filosofías del ser. El primado
ontológico de Nicolai Hartmann, el dinamicismo evolucionista de Whitehead, el
emergentismo de Samuel Alexander, la metafísica histórica de Collingwood.
Pero
como en la historia no hay nada que dure para siempre, salvo el propio devenir,
el hegelianismo vuelve a entrar en eclipse con el auge del tercer
neopositivismo llamado positivismo lógico, calificado en ocasiones de empirismo
científico. El primer positivismo clásico se asocia a Comte y John Stuart Mill,
y el segundo positivismo se vincula al empiriocriticismo de Mach y Avenarius,
al ficcionalismo de Vaihinger y al neokantismo. Dicho eclipse hegeliano está
asociado no sólo al círculo de Viena, el convencionalismo, operacionalismo y a
la filosofía lingüística, sino también al primer y segundo estructuralismo, al
postestructuralismo y, finalmente, al posmodernismo. Todos los cuales unen la
tendencia antimetafísica, el combate al esencialismo, la reivindicación del
relativismo, el auge de las metanarrativas y la posición agnóstica y ecléctica
que postula que de la existencia del mundo sólo podemos tener creencias, más
nunca un conocimiento objetivo. En el posmodernismo, y a través de Francis
Fukuyama, apenas sobrevive débilmente la versión ideologizada del final de la
historia hegeliana, esto es, la faz conservadora de su filosofía de la historia.
Pero,
es más. Podemos preguntarnos si el descubrimiento paralelo de Lukasiewicz y E.
Post de que junto a la lógica matemática de dos valores son posibles otras
lógicas polivalentes, que se desarrollan sin contradicción y de
forma completa, sirven de analogía para describir el propio pensamiento de la
divinidad.
Una
lógica polivalente que se desarrolle de forma completa sin contradicción es
una buena analogía para entender a un Dios trascendente y creador que actúa más
allá de toda contradicción. Aquí ya no estamos ante el Dios inmanente hegeliano
que se despliega por contradicciones, sino que vamos por analogía hacia la
mente misma de Dios.
Recordemos
que para Hegel la Idea sólo existe como proceso, dialéctica y negatividad, pues
el ser es la idea más abstracta y universal, la más vacía de contenido,
equivale a la nada. En Hegel la Idea pura es el equivalente
del pensamiento divino antes de la creación del mundo. Pero lo negativo,
la contradicción, es el resorte del desenvolvimiento del ser.
Y en la Enciclopedia § 214 nos enfatiza que la Idea es
la dialéctica misma.
La
contradicción, el devenir es el álgebra de la filosofía de Hegel y sin ella no
es comprensible la misma Idea pura. De esta manera, y quién lo
imaginaría, el nuevo eclipse de Hegel sería fecundo en replantear el tema de la
mente divina en términos no dialécticos. El sobreser –como dijo Juan Escoto
Erígena-, que es el Dios Persona del cristianismo, pensaría las ideas
arquetípicas sin contradicción alguna, diferente al proceder lógico
del limitado pensamiento humano.
La
incomprensibilidad de la esencia de Dios, en el cual la esencia y la existencia
se identifican, en nada mella la autonomía de la razón tanto humana como
divina. El descubrimiento de una lógica sin contradicción, que nos haría pensar
en la forma de la mente divina, se daría paradójicamente en medio de una época
tan inmanente y descreída como la nuestra, caracterizada por el ocaso de la fe
y el avance del materialismo hedonista.
En
otras palabras, la Idea pura como equivalente del pensamiento
divino no se identificaría con la nada, como se afirma en la Teoría del Ser de
la Lógica, pues antes de la creación del mundo es posible pensar,
por analogía, la mente divina y sus ideas arquetípicas con una lógica completa
y sin contradicción.
También
la lógica polivalente sin contradicción nos remite a Nicolás de Cusa cuando
afirma que lo incomprensible se capta no por la ratio, que es
discursivo y conjetural, sino por el intelecto contemplativo, en cuya simplicidad
los opuestos coinciden. En el Cusano la coincidentia oppositorum es
el fundamento de la lógica de la razón contemplativa y no del conocimiento
discursivo. Dios es la complicatio de la totalidad y la explicatio de
todo lo que es. De esta forma se defendía de la acusación de panteísmo, dado
que no afirma la coincidencia de Dios con la pluralidad, como sí ocurre en
Hegel. Sin embargo, Cusa no prescinde de la negación porque se adscribe a la teología
negativa y, en consecuencia, afirma que a Dios sólo se le conoce por medio de
la negación, es decir, es lo no otro. Podemos decir que, si bien
Hegel piensa la explicatio de Dios, hasta límites que lo
identifica, Cusa, en cambio, se concentra en la complicatio, se
orienta al Uno Absoluto. De este modo, la coincidentia oppositorum del
Cusano nos remite también hacia la lógica polivalente sin contradicción de
Lukasiewicz y E. Post, porque enriquece el abordamiento de pensar analógicamente
la mente de lo Uno Absoluto.
Por
su parte, en medio de la marejada del neopositivismo las teologías de la praxis
representan un rayo de vida progresista del influjo del hegelianismo. Recogen
de la filosofía hegeliana una idea esencial: Dios no puede prescindir del
mundo. Este aserto el padre Gustavo Gutiérrez, en su Teología de la
Liberación, lo traduce así: la fe en Dios es inseparable del amor al prójimo,
de su lucha revolucionaria por cambiar el mundo en la perspectiva del Reino.
Otro
teólogo peruano integrante de esta corriente de avanzada fue el padre Hugo
Echegaray, quien en sus escritos se esforzó por demostrar que la teología de la
liberación era la profundización consecuente del Concilio Vaticano II y
Medellín, enfatizando que la Iglesia es el pueblo de Dios, donde la opción
preferencial por los pobres es practicar la justicia social y el amor efectivo al
prójimo.
En
otras palabras, no hay anuncio del Reino sin solidaridad con los pobres,
débiles y oprimidos del mundo. En el primer mundo, donde la pobreza no era algo
común, donde el rico se olvida de Dios y cunde en las demás clases sociales el
ateísmo práctico y el hedonismo, también se hace presente la teología de la
esperanza de J. Moltmann, la teología de la revolución de Comblin, la teología del
mundo de Metz, la teología de las realidades terrestres de G. Thils, la teología
del laicado de Congar, la teología de la renovación de K. Rahner, entre otros.
Aun
cuando estas corrientes teológicas fueron activamente combatidas por su opción
socialista bajo el pontificado de Juan Pablo II, siendo acusadas de marxistas y
de predicar el odio entre clases, en la práctica sufrió un repliegue en los años
90 que permitió la implementación del capitalismo salvaje en América Latina, no
obstante, su presencia es poderosa e innegable.
Si
queremos apretar en un puño lo esencial de las teologías de la praxis se
tendría que decir lo siguiente. El moderno desarrollo teológico ha demostrado
que era necesaria una nueva imagen de Dios, ya no solamente unida a la Naturaleza
y a la Historia, sino a la propia libertad humana. Dios trino es amor, por eso
la historia de su venida es un estar viniendo.
No
es posible hablar de Dios sin hablar del hombre, pues la predicación de Jesús
no sólo es humanista sino también partidista. Dios de vivos y muertes aboga por
una liberación universal. El futuro de Dios y el futuro del hombre quedan
enlazados, Dios es futuro absoluto del hombre, de la historia y él mismo es
futuro. La autorrealización de Dios es proceso de reconciliación del mundo. La
autorrealización de Dios en Jesucristo no garantiza el éxito del proceso, pues
es un proceso inconcluso, a pesar de que se acentúa la realidad de Dios. Sólo
la consumación de su reino demostrará la realidad de Dios. El futuro de su
reino es la realidad de Dios. La historia trinitaria de Dios, dice Moltmann
en Trinidad y reino de Dios, está siendo vista como el drama de la
enajenación intradivina.
El
destino humano de Dios, dice Schillebeeckx en Dios futuro del hombre,
es la cima de su perfección porque es hacerse menos permaneciendo Dios. La sugerente
teología procesal de R. Mellert, en su Teología del proceso y ser
personal de Dios, propone un Dios creador, activo y dinámico, promotor de
la libertad humana, más cerca de Jesucristo. En una palabra, la teología de la
praxis reparó en que hacía falta una nueva imagen de Dios más unida con el
destino humano y conforme a la Encarnación y Resurrección de Jesucristo. La
doctrina oficial de la Iglesia sobre Dios resultaba demasiado teísta, conservadora,
fijada en la trascendencia de las relaciones intradivinas y haciendo falta poner
mayor énfasis en la creación de un orden social justo. En el fondo todo ello
representaba una exigencia al alto clero romano para deponer su tradicionalismo
y conservadurismo, tanto teorético como práctico. Pues bien, Hegel está presente
en la teología de la praxis a través no del panteísmo, por supuesto, sino en la
nueva imagen de Dios centrada en su inmanencia, en su conexión y compromiso con
el hombre, en lo que Dios es para nosotros, unido a la historia y a la libertad
humana. Otra cosa es inquirirse si la actual civilización descreída de
occidente será capaz de asimilar la nueva imagen de Dios. Pero no hay duda que
el cariz revolucionario de Hegel está presente en la nueva doctrina teológica
de Dios.
Ahora
bien, y para concluir, nos falta entrar en el debate sobre el Dios de Hegel. Para
ello recordaremos lo afirmado al principio. Hegel estaba obsedido por superar la
trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo. Pero
antes de ello nos preguntamos qué hubiera pensado Kant de la empresa hegeliana.
Y sin duda el genio de Königsberg nos hubiera recordado que cuando erróneamente
los principios regulativos de la razón pura se toman por principios constitutivos,
se genera un uso ilegítimo de la razón especulativa, que crea la ilusión de
acceder al conocimiento del nóumeno y de conocimientos trascendentes. Cómo
contestó Hegel a tamaño obstáculo, lo dice en su Lógica. “La
filosofía crítica tiene en común con el empirismo el considerar la experiencia
como único fundamento del conocimiento. Pero, para ella, el conocimiento se
detiene en el fenómeno y no alcanza la verdad” (XL).
Añade,
además, que Kant no ha considerado las categorías en y para sí, sino,
solamente como formas subjetivas y determinaciones finitas que no pueden
contener la verdad. De esta manera, para el idealismo trascendental es
imposible aprehender las cosas en sí, porque la realidad está colocada fuera
del concepto, así un concepto y una realidad que no pueden acordarse entre sí
son representaciones falsas.
No
obstante, Hegel reconoce que Kant fue el primero en diferenciar el entendimiento,
finito y condicionado, de la razón, infinito e incondicionado (LII), en señalar
que la contradicción es la esencia del pensamiento (LVIII), en demostrar que las
antinomias indican la unidad de los opuestos y en despertar la conciencia de
esta energía interna absoluta de la razón (LX). Y todo ello a pesar de incurrir
en el yerro fundamental de reducir la razón a la pura identidad abstracta. Efectivamente,
para Hegel el entendimiento es una forma inferior del conocimiento: la del
científico y de los antiguos metafísicos. Hegel mismo no se consideraba un
pensador metafísico sino especulativo. Por el contrario, es la razón la que nos
permite alcanzar el conocimiento de lo absoluto. Para Hegel los paralogismos de
la razón no demuestran su impotencia, como pensaba Kant, sino solamente prueba
que los metafísicos dogmáticos sólo razonan sobre conceptos mal determinados.
Así, por ejemplo, la idea del alma concebida como sustancia simple opera sobre
una idea inadecuada, porque el alma no es simple ni abstracta, sino activa,
viva y concreta.
En
cuanto a las “antinomias” no se encuentran sólo en los cuatro objetos cosmológicos
de los que habla Kant, sino se las encuentra en todas las ideas y en todas las
cosas. Pues, para Hegel, la contradicción está en el ser mismo, todas las cosas
son contradictorias en sí mismas. En una palabra, mientras el entendimiento
aísla los diversos aspectos de las cosas, la razón aprehende las cosas en su
totalidad. Ahora bien, Hegel no llegó a estas conclusiones de golpe, porque
antes se adhirió al idealismo de los poskantianos Fichte y Schelling. Estos se
oponen radicalmente al dualismo de Kant a través de dos conceptos: identidad y
totalidad. Mientras el constructivismo kantiano constituye solamente el objeto
del conocimiento, el constructivismo de Fichte hace de la cosa en sí un
absoluto subjetivo, constituye el objeto en tanto objeto.
El
constructivismo de Schelling, por su parte, desarrolla un idealismo objetivo,
donde un absoluto neutro constituye la oposición entre el yo y el no-yo, la identidad
indiferenciada de lo subjetivo y lo objetivo, que cree captar por la intuición
intelectual. Pero Hegel a través de sus cursos de Jena es que rompe con la
filosofía de la identidad schellingiana al completar en 1806 la Fenomenología
del Espíritu.
En
el prefacio de esta obra rechaza el absoluto de Schelling, el cual surge como
“salido de un pistoletazo” y en el que resulta como la noche en que “todos los
gatos son pardos”. Acto seguido precisa el punto de partida de su filosofía: el
absoluto debe ser considerado como sujeto que, como sustancia, no es una
entidad misteriosa del que se deduce el mundo real, sino la totalidad viviente
que comprende todas sus determinaciones como momentos de su desenvolvimiento.
Así quedaba planteado el idealismo absoluto de Hegel. Este es el momento de
abordar el último tema final y central: la idea de Dios en Hegel. Para ello
recordaremos lo afirmado al comienzo de este ensayo, a saber, Hegel estaba obsedido
por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no
prescinde del mundo. Y un buen punto de esclarecimiento es referirse a Spinoza,
no sin antes olvidar que Hegel había estudiado cinco años la carrera
eclesiástica en el seminario de Tubinga, aunque renunció a ser pastor.
Hegel
se refería a la filosofía de la identidad de Schelling como un “spinosismo
kantiano”, pero al rechazar a Schelling rechaza a Spinoza, y lo que repudia es
su filosofía de la sustancia, si bien permanece fiel al principio de la inmanencia.
Lo que Hegel modifica de Spinoza es que su absoluto no es sustancia sino sujeto
que se desenvuelve, deviene y evoluciona.
En
Spinoza el absoluto es a la vez extensión y pensamiento, en cambio
en Hegel el absoluto es sucesivamente materia y espíritu. Así el
alma, por ejemplo, resulta de una evolución de la Naturaleza, que es una
exteriorización de la Idea absoluta, que se eleva del mecanismo a la vida, y en
ella su último término es el pensamiento humano, donde el Espíritu absoluto acaba
por tener conciencia de sí mismo. Esto es, la naturaleza evoluciona
dialécticamente para hacer aparecer el espíritu. De esta forma Hegel hace de la
Razón la substancia misma del Universo. Pero mientras todas las corrientes
anteriores de racionalismo se basaban en una idea trascendente del absoluto, en
el panlogismo hegeliano se trata de una Idea en automovimiento o desarrollo
dialéctico inmanente. En realidad, la filosofía hegeliana es una concepción del
universo como estructura racional autosostenida. Esto hizo decir a Alfredo
Weber que el absoluto hegeliano “no excede en nada las cosas, está en ellas
enteramente, y en nada excede la capacidad intelectual del hombre”. Es por esto
que Hegel supera la trascendencia del absoluto, y por ello es una doctrina
apriorista por su método, pero empirista por su contenido efectivo. Lo absoluto
está en la totalidad concreta que evoluciona. Su concepción naturalista del mundo
hizo del Espíritu la verdad de la materia misma.
No
hay duda que el problema religioso ocupa un lugar de primer plano en el
pensamiento hegeliano. Para fines del siglo XVIII el joven Hegel participaba de
los ataques a la ortodoxia luterana, así lo demuestran los Escritos
teológicos de juventud publicados por Nohl en 1907. Hegel como Hölderlin
exaltaban el naturalismo de la Grecia pagana e invocaba las filosofías de la
inmanencia. Abrazaba francamente el panteísmo. Pero es en los cursos de Berlín
donde expone su concepción religiosa de madurez: Dios o el absoluto es lo común
entre religión y filosofía, la unidad de lo infinito y lo finito la filosofía
la piensa y la religión lo imagina, la verdadera relación entre lo finito y lo
infinito no es el sentimiento (Jacobi, Schleiermacher) ni la metafísica del entendimiento
(wolfianos y kantianos) sino por la razón, Dios no prescinde del mundo, está en
el mundo.
Hegel
se negaba a ser considerado un panteísta ateo, prefería ser visto como
panteísta acosmista. Esto es, Dios es la única realidad verdadera y el mundo es
su desarrollo o proceso. En cualquier caso, la identificación de Dios con un
absoluto metafísico es el primer paso a una despersonalización que facilita la
identificación de la divinidad con la naturaleza. El panteísmo acosmista sería
la antesala del panteísmo ateo. Esto explica por qué Hegel era violentamente
anticatólico. Víctor Cousin recuerda que Hegel pensaba que un concordato
sincero entre la religión y la filosofía sólo era posible dentro del protestantismo.
Se declaraba enemigo del ceremonial de la Iglesia y ridiculizaba el dogma de la
transubstanciación en forma que provocó la protesta colectiva del clero
católico. Es cierto que otorgaba un elevado valor al cristianismo, sobre todo
por la teología de la encarnación. Pero en realidad nos podemos preguntar qué
queda de ella, de Dios trascendente, personal y providente, si al final el
devenir universal es la encarnación continua de Dios, el cual deja de ser un
ser exterior al mundo.
Es
por ello que la metafísica dialéctica hegeliana no llega al conocimiento de
Dios, sino al conocimiento de su creación. Su método dialéctico expone el
derrotero del ser en el ente, pero no del ser en cuanto ser, es decir, de Dios
en cuanto Dios. El mérito de la filosofía hegeliana estriba en denunciar la
impotencia de la metafísica abstracta, que no explicaba
el mundo, y del criticismo que negaba la explicación de lo eterno y divino. Su
limitación es que la dialéctica no explica a Dios mismo, al Dios cristiano, trascedente
e inmanente a la vez, sino que termina siendo reducido a un cariz panteísta e inmanente.
Esto explica en gran parte el derrotero de la escisión de la escuela hegeliana.
Los hegelianos de izquierda (Strauss, Feuerbach, Max Stirner y Carlos Marx),
llegaban a las mismas conclusiones que los hegelianos de derecha (Bruno Bauer,
quien evolucionó de extrema derecha a extrema izquierda): no hay Dios trascendente,
Dios está en el hombre. Mientras que en los hegelianos de centro (Michelet)
sostendrán que Dios encarna en los seres finitos.
El
dilema se concentra en que en la filosofía hegeliana no hay un más allá, sólo
existe un mundo dominado por un pensamiento inconsciente, un universal
inmanente. De ahí que tenga sentido que Hegel afirme que el alma no tiene una
realidad distinta de su relación con el cuerpo (Enciclopedia § 389).
Esto
nos da pie a exponer las interpretaciones que hasta el momento se ofrecen de la
postura religiosa de Hegel. Empezando por la más clásica, según la cual se
trata de un panteísmo que personaliza el absoluto en el espíritu del hombre. Es
decir, es en el espíritu del hombre donde Dios toma conciencia de sí. Y si la
más alta conciencia de Dios es la filosófica, por tanto, Dios es Hegel. No es
casual que algunos panfletarios le hayan reprochado a Hegel la divinización de
sí mismo. Esto es precisamente lo que escribe su alumno Heine en sus Confesiones.
Esta
interpretación panteísta se refuerza con lo que Hegel escribió en su Filosofía
de la Religión, I: “Dios no sería Dios sin el mundo”. Otra interpretación
es la sostenida por Haering, según la cual, el Espíritu absoluto estaría dotada
de una conciencia reflexiva, enteramente condicionada por la conciencia que los
espíritus finitos adquieren de él. Las elucidaciones de Nicolai Hartmann, Hippolyte
y Jean Wahl han sostenido interpretaciones estrictamente panteístas de Hegel,
donde la idea absoluta no sólo carece de conciencia propia sino incluso de
existencia propia.
Una
última es la defendida por A. Kojéve, que hace de la idea absoluta la esencia
posible y necesaria del espíritu, que se realiza bajo los espíritus finitos, especialmente
los sabios. Schopenhauer estaría asociado a esta interpretación al afirmar que
se trata de un Dios que sólo puede alojarse “en el estúpido cráneo de un hombre”.
No está de más recordar que Cousin quedó profundamente afligido al aprender por
boca de Michelet lo que era el Dios hegeliano. Un Dios sin conciencia, sin
inteligencia, sin libertad y sin amor. Kierkegaard conserva la idea del devenir
dialéctico ligado a la idea de la negatividad, pero se separa enseguida de
Hegel al criticar junto a su historicismo la necesidad de la síntesis
conciliadora. En Kierkegaard la dialéctica es discontinua, está hecha de saltos
y rupturas, es una dialéctica de contrarios sin síntesis, donde el interior y
el exterior jamás tienen el mismo contenido, pues eliminar la diferencia entre
lo interior y exterior equivale a eliminar lo inefable e inconmensurable y da
pábulo a la negación del Dios trascendente. Y Hamelin tuvo que romper con la doctrina
hegeliana, aunque conservó el método, para concebir un Dios real, creador y
providente. Sólo separando la dialéctica del inmanentismo pudo reencontrar la
trascendencia divina. Sin menoscabo de la importancia que tiene para la historia
de la filosofía el pensamiento hegeliano, se puede afirmar que está en la raíz
de un humanismo sin Dios que configura los problemas filosóficos, políticos y
religiosos de nuestro tiempo.
3.
HEGEL Y LA GLAMOROSA POSMODERNIDAD
Contra
lo que se pueda pensar, la cultura débil, pragmática y light de la posmodernidad,
no es reactiva a la densa filosofía hegeliana en su conjunto, sino que, al
contrario, rescata de ella el momento más controvertible, como es aquella
aseveración de que con el triunfo de la sociedad de mercado la historia del
mundo llega a su término.
En
el Curso de Jena Hegel decía que “El Espíritu es tiempo”, pero
el saber absoluto lo lleva más allá de la temporalidad, reconciliando sus
aspectos históricos con una verdad en sí intemporal.
Esta
unión estaba representada por el advenimiento del “Estado universal y homogéneo”.
Por su parte Hippolyte pensaba que Marx, al sostener que el comunismo haría
desaparecer la contradicción entre la esencia social del
hombre y su existencia de hecho, tampoco dejaba mucho lugar a lo negativo,
profesando un optimismo difícilmente conciliable con la dialéctica de la historia
hegeliana. En cambio, la dialéctica hegeliana mantiene siempre en el seno de la
mediación la tensión de la oposición.
Uno
de los conocedores más importantes de Hegel, René Serreau, escribió en su libro Hegel
y el hegelianismo, capítulo VI, que la conmoción de la Primera Guerra
Mundial, la publicación de los Escritos teológicos de
juventud y la orientación existencial de las filosofías que tuvieron
gran éxito en Alemania primero y luego en Francia, después de 1930, contribuyeron
a un renovado interés por el hegelianismo.
Ahora
bien, nosotros podemos constatar que en la actual globalización neoliberal
posmoderna no existen dichos tres factores: Europa vive casi siete décadas de
paz, la moda del existencialismo filosófico ya pasó y el misticismo irracionalista
de los escritos juveniles de Hegel ya no hechizan en una época descreída, porque nacido del Sturm und Drang pone
el énfasis romántico en el sentimiento religioso del amor. Entonces, si en
nuestra época posmoderna no es lo romántico ni lo místico lo que atrae en
Hegel, menos aún será el erizado despliegue dialéctico de la Idea, para una
sensibilidad muelle y hedonista que se agota al menor esfuerzo intelectual.
La Fenomenología
del Espíritu, obra extremadamente rica y frondosa pero bastante obscura e incluso
confusa, que aún conserva la huella romántica y de la cual no estaba Hegel
totalmente satisfecho, otorga un lugar preferencial a aspectos concretos de la
vida humana y tiene un carácter más “vital y existencial”, frente a la Lógica y
a la Enciclopedia cuyo carácter es “esencialista”. Esta obra,
decíamos, fue explotada por el neoliberalismo a través de Francis Fukuyama en
su libro El fin de la historia y el último hombre, es decir, no es
el aspecto esencialista ni existencial lo que subyuga al neoliberalismo de
moda, sino el considerar el triunfo universal de la sociedad de mercado como el
advenimiento de –según Kojéve- un “Estado universal y homogéneo”. He aquí el
elemento hegeliano que seduce a la ideología neoliberal de nuestra
posmodernidad: lo que le atrae no es el aparato filosófico o religioso, es más
bien el político. Pero está viciada por una teoría del deseo que carece de una
noción de justicia. En otras palabras, y en lenguaje hegeliano, la posmodernidad
neoliberal es la supresión de la dialéctica del amo y del esclavo, para quedarse
con un amo sin heroísmo que se envilece en el goce pragmático del consumismo.
El
esclavo, que en Hegel se libera por el trabajo, no cuenta, porque, en primer
lugar, los puestos de trabajo –como lo expuso Viviane Forrester en El
horror económico- están en extinción y, en segundo lugar, porque la riqueza
de productiva se ha vuelto especulativa. Bajo la máscara de una sociedad no
autoritaria y pluralista, proclaman el fin de la subjetividad de la modernidad
tardía y una nueva época que se enfrenta a la muerte del sujeto, pero que en el
fondo sólo es la narcisista resurrección de la carne, la planetización de la
miseria –el Banco Credit Suisse informó en el 2010 que el abismo social entre
ricos y pobres ha crecido dramáticamente en los últimos treinta años- y el
irracionalismo reaccionario cuya autotrascendencia de la razón culmina en el
vacuo nihilismo. La filosofía política de Hegel siempre estuvo sujeta a las más
disímiles interpretaciones. Lo más común es verlo como un apologista de la
monarquía prusiana, que encarnó en el Estado lo “divino terrestre”. Gans, que
publicó la Filosofía del Derecho completándola con notas de
los cursos, escribió en su prefacio que Hegel nunca repudió los grandes
principios de la Revolución francesa. Y lo mismo relata Víctor Cousin, quien
pudo conversar a diario con él durante seis meses en Berlín. John Dewey y Víctor
Basch defienden una postura intermedia, donde la doctrina del Estado aparece
como un compromiso entre “la filosofía de la autoridad y la filosofía de la
libertad”.
Por
Rosenkranz sabemos que aceptó acompañar a medianoche en una barca a los
camaradas de su alumno encarcelado para darle algunas palabras de consuelo,
exponiéndose a recibir las balas del centinela. En todo caso nunca tuvo nada en
común con el reaccionarismo de Schopenhauer que se jactaba de haber ayudado a
los soldados, en 1848, a sofocar la sublevación de la “canalla soberana”.
La
manipulación ideológica del aspecto político de la filosofía hegeliana quiere
tapar el sol con un dedo: la verdad es que tras el llamado fin de la historia y
el triunfo global de la sociedad de mercado está la horrible realidad que la
globalización neoliberal generó un abismo social tan gigantesco que su nueva
ley es la desigualdad social acelerada y profunda. Pero hay un aspecto más. Si
el esclavo no encuentra trabajo para realizar su liberación y el amo prescinde
del esclavo porque su riqueza se obtiene ya no de la explotación sino de la
especulación financiera, entonces la dialéctica del amo y del esclavo no se
suprime, sino que se lleva a un nivel más profundo, donde los contrarios dejan
de tener un mero contenido se clase y abarca un aspecto civilizatorio que exige
alcanzar una nueva síntesis histórica a través de la activa socialización de la
enorme riqueza acumulada en pocas manos.
El
mundo actual está ad portas de grandes colisiones entre la sociedad civil y las
instituciones políticas y económicas establecidas (guerras, golpes de estado,
revoluciones). El período de felicidad, de armonía, de ausencia de contradicciones,
que quiere imponer el capitalismo cibernético está llegando a su final, se está
acabando un período no histórico y estamos ingresando a un decisivo ciclo
histórico.
En
otras palabras, la filosofía hegeliana tiene una doble faz. Por un lado, apunta
a la reconciliación con la realidad existente que quiere comprender
racionalmente. Pero, por otro lado, el movimiento dialéctico que domina el
sistema hegeliano justifica la idea de un desarrollo condicionado por los
antagonismos. Esto significa que actualmente la lucha del espíritu humano por
el reconocimiento prosigue, sólo que hoy como ayer la derecha se queda con el
lado conservador y la izquierda con el lado revolucionario. Sólo que esta
izquierda revolucionaria, que está todavía en ciernes, no debe confundírsela
con la cacareada nueva izquierda en boga que sólo aspira a subsanar al
capitalismo de sus excesos (ricos que no pagan impuestos, control de monopolios
y finanzas) y retroceder el reloj de la historia hacia el fenecido capitalismo
de bienestar. Esta izquierda reformista y transaccional será barrida, dentro de
la lógica hegeliana, por las nuevas posibilidades históricas que devienen para
resolver las contradicciones de la estructura existente.
Hegel
entendido sin mutilaciones ni manipulaciones ideológicas y, al contrario,
teniendo en cuenta ambos lados de su filosofía –el conservador y el dialéctico-
sentencia a muerte a la glamorosa, y a la vez injusta, posmodernidad neoliberal.
Pero no hace lo mismo con el hombre prometeico de la modernidad. El cual queda enaltecido
para su propio final trágico.
4.
HEGEL, HEIDEGGER,
SARTRE
Y LAS UNILATERALIDADES
DE LA EXISTENCIA
Para Hegel la realidad es la unidad de la esencia
y la existencia. La esencia no está detrás o más allá del fenómeno, sino porque
la esencia existe, la esencia se concreta en el fenómeno. La existencia es la
unidad inmediata del ser y la reflexión: Posibilidad y accidentalidad son
momentos de la realidad puestos como formas que constituyen la exterioridad de
lo real y por tanto son cuestión que afecta el contenido, porque en la realidad
se reúne esta exterioridad, con la interioridad, en un movimiento único y se
convierte en necesidad. Lo
necesario es mediado por un cúmulo de circunstancias o condiciones. Por ello en
Hegel el desarrollo del ser en la con ciencia es parte de la historia del ser.
Pero por qué surge la Existencia en
el Ser. Si el Ser es una suficiencia perfecta, qué es lo que hizo
necesario la Existencia.
La ciencia muestra la complejización
creciente de la materia desde el infinitesimal e inicial punto pre-cósmico
llamado “singularidad” hasta llegar al cerebro humano, pero nada puede decirnos
si tal proceso evolutivo es signo de un sentido solamente natural o
preternatural. En todo caso, la interrogante “Por qué surge la Existencia en el
Ser” tiene que ver con la búsqueda de los primeros principios y no solamente no
coincide con la pregunta leibniziana “Por qué hay Ser en vez de Nada”, sino que
atañe a aquella realidad tan particular que tiene la virtud de envolver y sentir
el todo con su pensamiento y con su corazón. Y esta realidad se llama: la
Existencia.
Aquí empleamos el término “existencia”
en el sentido de “existente” similar a Kierkegaard, pero a diferencia de este
no se trata de una pura subjetividad o libertad de elección, porque para
nosotros el primado de la existencia no significa la supresión de la esencia o
de la natura. La Existencia es la segunda categoría metafísica en importancia
después del Ser y es la que mejor muestra –por sus características de autoconciencia,
libertad, razón y persona- que el Ser no es una simple fuente común de la
existencia y la realidad, sino que lejos de relacionarse con una mera
participación ontológica se trata del resultado de un acto libre o de un fin escatológico
providente. De ahí que se trate de un acontecimiento que la razón finita
natural y revelada apenas roza, porque está penetrada de un infinito misterio
alumbrado por el Amor.
Por qué surge la Existencia en el
Ser. En otros términos, la Existencia no surge simplemente en el todo del Ser
como una posibilidad que la asumo por mi libertad, sino que no puede ser
plenamente comprendida sin el acto de creación amorosa del Ser que es Dios.
Sólo Dios es en sentido absoluto y sus criaturas son en
sentido relativo. Las cosas creadas devienen, o sea su ser es el ser y el
no-ser. Así, por ejemplo, los bosones apenas duran unos milisegundos y apenas
tienen existencia, pero son. Y el hombre es un existente cuya libertad se
debate en un proyecto de actualización de su esencialidad. Esto es, vive asediado
por la Nada, pero es. Es decir, en la creación la Nada está presente como privación,
pero no como la Nada absoluta, el no-ser sencillamente no es. La
nada de las cosas y la nada del existente son ontológicamente sólo privativas,
axiológicamente alude a la vanidad del mundo y místicamente enfatiza la necesidad
de negarse para hallar a Dios. En el existente se produce una de las
operaciones más paradójicas del ser.
Nos referimos a la búsqueda
deliberada de la nada como privación (supresión del tiempo, las cosas y el
cuerpo, el privarse de amor por amor a Dios) para hallar más plenitud del ser
en Dios. Es el existente el que arriba a la desconcertante convicción de que
sólo Dios es porque su creación está suspendida en la Nada y
donde la salvación llega mostrando que la Nada –presente en la muerte, el vacío,
el pecado, la cosificación y la libertad sin virtud- es vencida por la vida
eterna dada por el amor divino. La Existencia para que se constituya en mero accidente
o causalidad de la materia debería empezar por excluir la posibilidad de pensar
actividades psíquicas independientes del cuerpo. Pero el hecho es lo contrario,
pues la Existencia se manifiesta como unidad psicofísica entre alma y cuerpo,
donde el alma es a la vez dependiente e independiente del cuerpo.
Esto significa que, en los órdenes
del ser, la Existencia no sólo es el pináculo de las cosas finitas, sino que
representa un doble salto: el salto de la finitud consciente hacia lo
transfinito y es motivo central del salto de lo infinito del Ser al mundo. En
el orden ontológico no existe ninguna otra criatura que se interrogue por el
ser y por Dios, lo que indica que la Existencia no es cuerpo y que su libertad
es signo nítido del poder que tiene para darse una esencia mental y espiritual.
En cambio, en la Lógica hegeliana la
noción de Ser es la idea más abstracta, equivale a la Nada. El devenir es el
paso del Ser a la Nada o viceversa. Heracliteanamente dirá que nada es estable,
todo es proceso en devenir. El devenir es lo que desarrolla las categorías.
Esto le permite desarrollar su célebre dialéctica de la infinitud o infinito verdadero.
Lo infinito no es una progresión de lo finito a lo indefinido. Lo infinito es
realización dialéctica de lo finito mediante lo finito.
Fue Heidegger el que propuso pensar
a Dios fuera de la ontoteología, o sea fuera de su trascendencia. De modo que,
así como es posible afirmar que Kant es el comienzo del fin de la ontoteología
al concebir a Dios como una idea trascendental, de modo similar Hegel es la
versión panteísta de la ontoteología al concebir a Dios como sustancia y sujeto
a la vez inserto en el devenir dialéctico de la historia. El Espíritu necesita
una Fenomenología para convertirse en la sustancia que se conoce de manera
absoluta. O sea, no solo es lo Absoluto como sustancia lo que determina el
sentido, sino que también como sujeto es sentido que determina el ser.
Por qué surge la Existencia en el
Ser. En el interior del Ser la Existencia es lo posible, pero posible también
lo es la Realidad entera. La diferencia entre lo posible de la
Existencia y lo posible de lo Real es que mientras el primero
lo resuelve en una decisión voluntaria y libre, el segundo lo hace por una
repetición mecánica o azarosa. No obstante, en la realidad no autoconsciente de
las cosas biológicas se da un sentido creativo, a saber, la creación evolutiva,
aunque actualmente se admite que ésta tenga carácter discontinuo, no único ni
progresivo. Así, y con estas restricciones, lo biológico revela
que la evolución tiene un sentido: de lo simple a lo complejo hasta llegar al
cerebro humano. Y esto vale a pesar de que las medusas sin cerebro y sin ojos
prosperan hasta hoy, a pesar de existir desde antes de la era antediluviana de
los dinosaurios. Pero el sentido que revela una decisión moral no es de índole
material ni biológica, sino de índole espiritual. Todo esto significa que
mientras en la interioridad del Ser se aprecia
un infinito
en acto, en su exterioridad o acto de
creación se apresa un infinito en potencia. Pues toda Existencia y
Realidad está contenido en el Ser. Pero por qué surge la Existencia en el Ser. El Ser parmenídeo,
como lo Uno que lo es Todo, permite comprenderlo como causa de sí, pero no como
causa de todo –especialmente lo fenoménico encerrado en el ámbito de la opinión
y la ilusión-. La revolución metafísica del cristianismo dota a la preclara
identidad entre Ser y Pensar supra-relacional parmenídeo de una nítida personalidad
divina –Una y Trina-, que obra la Creación por Amor. Esto es, el ser divino es determinante
y no determinada, mientras la Existencia es determinada y sólo determinante en
las cosas artificiales, y las cosas de la realidad determinan nuestro conocimiento,
pero están determinadas por Dios. De modo que en el cristianismo el ser de Dios
no es lo inmediato, abstracto y vacío hegeliano, sino la plenitud de las formas
eternas trascendentes y la Creación de las formas encarnadas inmanentes. El ser
divino está en su creación, pero no es su creación.
Recién entonces se comprende que el
surgir de la Existencia en el Ser no es simplemente un movimiento del Ser al
ser del Yo, sino que se trata de algo más profundo. Es cierto, el Yo envuelve
todo con el pensamiento, es el ser de un poder ser, es un ser cuya esencia toda
es pensar. Pero se trata de un poder formal, más no material. Antes de la
participación sensorial y cognoscitiva no hay ninguna esencia en el ser del Yo,
pero ya estaba la presencia potencial de la esencia del Cogito.
Es decir, el surgimiento de la
Existencia en el Ser tiene dos dimensiones: la eterna y la temporal. La primera
acontece en la interioridad de la vida intratrinitaria del Ser divino y la
segunda en el mundo espacio-temporal de la historia. Y en ambos casos se trata
de no de acto ciego y mecánico del Ser, sino de un acto voluntario y
absolutamente libre, como corresponde a un ser Absoluto.
En la dimensión eterna o en
sí del Absoluto el ser está siempre más allá de toda esencia y por consiguiente
nunca será posesión de un concepto, pero en la dimensión histórica o del
ser fuera de sí del Absoluto el ser nunca es esencia de algo
sin un ente y, en consecuencia, cae bajo el yugo de la idea y del juicio.
Mientras el ser de los griegos y de Platón
era un ser de la quietud, en cambio el ser de Hegel es un ser de la inquietud
arrastrado por la contradicción dialéctica. Cosa parecida se ve en Heidegger
donde el ser es un abismo sin fondo de la pura posibilidad, y en Sartre donde
la libertad del para-sí es una inmanente pasión inútil. Sin duda que el gran
descubrimiento de Hegel fue la negación del ser en la contradicción, y su gran
yerro encerrar la realidad en la inmanencia. Sin percatarse de estas dos
fundamentales dimensiones de la Existencia –trascendente e inmanente- se
incurre en las conocidas afirmaciones unilaterales, según las cuales “lo
infinito es la totalidad de los momentos de lo finito” (Hegel), “lo único que
existe es el hombre” (Sartre) o “lo único que existe es el ser” (Heidegger).
Por la primera, el existir se
resuelve en la pura inmanencia. Por la segunda, es elegir el ser y
refleja el Regnum hominis o deus in terris –diosecillo
terrestre- de la modernidad postmetafísica. Por la tercera, existir es participar
en el ser y expresa el agón griego de ascenso del no
ser al ser. Una es expresión del materialismo metafísico objetivizante y la
otra del idealismo metafísico subjetivizante.
Uno enraíza la Existencia en lo finito,
el otro en el cuerpo, mientras estroto lo hace en un supraser más
allá de lo divino. A esto se puede objetar: si el supraser heideggeriano fuese
algo real junto a Dios entonces tendría que ser causa sui y sería otro dios
junto al Dios creador. Tal situación es contradictoria y repugna a la razón,
resultando imposible su realidad.
La trascendencia en Hegel una espiral
horizontal. Sartre es horizontal, hacia los seres. La trascendencia en
Heidegger no es vertical sino oblicua, hacia el supraser. Hegel diluye la
trascendencia en la inmanencia en desarrollo. Su derrotero sólo es del ser en
cuanto ente, no del ser en cuanto ser. Sartre no comprende la diferencia
sustancial que hay entre el ser divino y el ser creado, Heidegger anula al ser
su carácter divino y creador. Sartre reduce
a la libertad sin límites el centro metafísico de la
existencia, mientras Heidegger hace lo mismo, pero con la angustia, el cuidado
y el ser para la muerte. De este modo, lo que hay de común en todos es que
constituyen la consumación nihilista de la metafísica inmanente de la modernidad.
Por qué surge la Existencia en el Ser. En primer lugar, porque el ser de la
Existencia es la única realidad que puede justificar con su voluntad
libre personal hacia el bien la perfección absoluta del Ser. En
segundo lugar, porque si el Ser es el Bien y lo ontológico se identifica con lo
moral, entonces la única realidad que puede llevar a su cumplimiento
dicha identidad en el orden temporal es la Existencia. En tercer
lugar, porque el ser de la Existencia no implica la existencia del Ser
en sí, sino al revés. Esto es, que el ser fenoménico (cuerpo) y transfenoménico
(espíritu) de la Existencia son creaciones de Dios. En cuarto lugar, porque el
centro metafísico de la Existencia es el amor y el gozo, los cuales
irradian plenamente en la suficiencia perfecta del ser de Dios. En quinto
lugar, porque viendo la suficiencia perfecta del ser de Dios, la libertad
responsable de la Existencia puede hacer brillar en la historia los
valores de la justicia y la caridad.
Finalmente, la Existencia es la
principal categoría metafísica que nos hace remontarnos hacia la inseparabilidad
entre ontología y axiología.
Es decir, los modos de la realidad
son objetos no sólo del pensar sino también del querer, pero en el ser de Dios
el verdadero amor nace de la razón, porque su ser ama con conocimiento y conoce
con amor. Pero entonces, por qué hay tanto sufrimiento y dolor en el mundo. A
esta interrogante hay que hallarle respuesta en el análisis de la tercera
categoría ontológica, a saber, la Realidad.
Se puede pensar desde un criterio kantiano,
nominalista y empirista, que toda esta disquisición es un injustificado paso de
lo lógico a lo ontológico, de toda esencia a su existencia, pero resulta que
las categorías ontológicas no son un simple salto de lo epistémico a lo ontológico
puesto que se tratan de nociones que no son primeras en el orden del conocer
sino del ser y porque en el fondo el ser de Dios no coincide con el concepto
formal del ser universalísimo. La misma noción lógica analítica de existencia
–que señala que el uso analógico tradicional del término “existir” es ambiguo porque
identifica la forma lógica con la forma gramatical- es una concepción unívoca
de la existencia (Urban, Lenguaje y Realidad).
En otras palabras, el juicio
existencial no es puramente sintético (agnosticismo kantiano), objeto exclusivo
de predicación analógica, pues el concepto de esencia no implica su existencia
(tomismo), infinito actual positivo o lo finito como lo no verdadero (panlogismo
hegeliano), pseudo-proposición analítico tautológica (neopositivismo), mera
creencia (posmodernidad), sino que se tratan de nociones ineludibles y originarios
que poseen una dimensión lógica (se piensa la palabra que indica la cosa) y una
dimensión ontológica (se piensa la cosa misma).
Es decir, la Existencia no piensa la
idea de Dios y de su ser como cualquier otra idea finita, sino que la piensa
porque en su ser como posibilidad le viene impresa la
condición ontológica necesaria del propio ser perfecto.
Se trata de una unión especial y primigenia que no está presente en la
existencia de las cosas finitas. Pero esta presencia ontológica del ser perfecto
no anula la libertad de rechazarla epistémicamente por parte del Existente. El
ser perfecto viene dado como un ser que existe subjetiva y objetivamente, pero
su aceptación por la Existencia no es sólo una cuestión de representación
mental sino de conversión existencial. Sin Fe la Razón está ciega, y sin Razón
la Fe está coja. Ambas son indispensables para recuperar las dos dimensiones de
la Existencia: la inmanente y la trascendente.
El divorcio entre Fe y Razón corrompe
y denigra tanto la dimensión inmanente como trascendente y el hombre requiere
de ambas alas para conquistar la verdad de su realidad plena (Fides et Ratio):
un constituir permanente de su propia inteligibilidad. Esto demuestra que la
consistencia de la Existencia es la realización existencial de su
esencialidad, en contra de lo supuesto de que el hombre no tiene realmente
una “naturaleza” (Unamuno, Nietzsche, Bergson, Dilthey, Simmel, Marcel. Jaspers,
Heidegger, Ortega, Sartre, etc.).
Por lo tanto, la Existencia es un
ente ónticamente excepcional porque es un poder-ser que puede ir
ontológicamente contra su propia esencialidad. Su libertad no lo convierte en
“el ser que no es, que puede ser y debe ser” (Jaspers), porque su posibilidad está
siempre en referencia a su esencialidad.
Esta religación de la existencia con
la esencia fue destacada por Gilson (El Ser y la esencia, 1948), pero
aquí se trata de una filosofía existencial dentro de un esencialismo que no
engendra pero que hace inteligible la existencia. No obstante, es posible otro
existencialismo esencialista que pone énfasis en que la existencia es la
actualización personal de la esencia. Ya Max Scheler había
definido la Persona como “la unidad de ser concreta y esencial de actos de la
esencia más diversa”. En otras palabras, la consistencia de la existencia se
define por su carácter de Persona, capaz de trascender a varias instancias –cosas,
valores, Dios, Absoluto-, y que oscila entre su incomunicabilidad y su entrega.
Es la posibilidad de realización
personal de su esencialidad lo que determina la consistencia de la
Existencia. Pero es por la actualidad del amor de Dios que surge la esencia de
la existencia.
Por eso, la existencia no forja completamente
su propia esencia, ni en la historia (Hegel), ni en el existencialismo en su
cuidado (Heidegger) o en su proyecto (Sartre), sino que es un modo de ser que
conjuga lo “dado” con lo “puesto”. De esta forma se recupera lo mejor de la concepción
tradicional y de la concepción existencial, evitando sus unilateralidades
inmanentistas.
En Hegel el devenir es el verdadero
absoluto. En su inicio el ser es unidad de Ser y Nada. Nada es partida, Ser es
dirección. Hegel entrega el ser por completo al movimiento. Nunca es el motor
inmóvil aristotélico. La existencia sucumbe totalmente en los brazos de la
inmanencia. El Regnum homini ha proclamado
su efímero triunfo. La unilateralidad inmanentista de la existencia del hombre
actual está comprometida con el pensamiento de Hegel.
5.
DIALÉCTICA EN LA
ENCRUCIJADA
I.
Las dialécticas
Si
tomamos el criterio clasificatorio de Georges Gurtvich tenemos
"dialécticas ascendentes positivas" (Platón), "dialécticas
ascendentes negativas" (Pascal, Kierkegaard) y "dialécticas
ascendentes y descendentes" a la vez (Hegel).
En
Heráclito la dialéctica no es método sino Ley, Logos que
contiene la interacción y oposición permanente pero no la conciliación entre
los opuestos, la síntesis. En Platón hay una dialéctica juvenil (método de
ascenso del eidos por error) y otra de la vejez (método de deducción
racional de formas).
En
Aristóteles ésta es una técnica lógica para el diálogo. En Plotino es un
proceso de multiplicidad creciente a partir de lo Uno. En San Agustín es la
existencia contradictoria del hombre. En Fichte es movimiento real de la historia
y de la sociedad. En Hegel es el proceso de la autoconciencia de la realidad,
nace y desemboca en el Espíritu. En Proudhon la dialéctica es inmanente, anti
estatal y a la síntesis de la Revolución opone la conservación de los opuestos
a través de la conciliación y cooperación.
II.
La Dialéctica en Marx
La
dialéctica en manos de Marx no sólo es un procedimiento de análisis sino un
instrumento de interpretación supra científica del acontecer social. La
mixtificación que sufre consiste en contener un substrato ideológico que lo contamina
e invalida como método científico. Al respecto, no hay duda que la ideología
influye sobre la ciencia, pero la ciencia avanza también por caminos propios y
libres de influjos ideológicos.
Marx
enlaza a la dialéctica la praxis revolucionaria, la lucha de clases y el triunfo
final del comunismo. El comunismo se vuelve en el nuevo absoluto social, el
criterio de verdad depende de la posición de clase, la lógica dialéctica
desmerece el papel de la cooperación entre clases a favor de la contradicción, se
reifica las fuerzas productivas y se sobrestima el determinismo económico.
No
obstante, confrontada la dialéctica de Marx con la realidad sus predicciones no
se cumplieron, a excepción del capitalismo monopolista. Es más, el
neocapitalismo occidental sujetó bajo su control a las contradicciones
antagónicas y demostró su gran capacidad de adaptación en diversos planos.
Lo
más patético es que en las propias organizaciones de masas imperó el reformismo
y luego el gansterismo presupuestívero, y en los ex países comunistas el proletariado
nunca se realizó en la revolución, sino que fue oprimida por la burocracia del
partido único. Y lo previsto por Aron se está cumpliendo, a saber, que la lucha
de clases es diluida y manipulada en las sociedades postindustriales por el
desarrollo tecnocrático y cibernético.
III.
La dialéctica en Engels
Engels
con su "dialéctica de la naturaleza" valida el determinismo por cuanto
la praxis humana es neutralizada por el carácter inexorable de las leyes
científico-sociales. El resquicio que
todavía quedaba abierto en Marx es cerrado en Engels. Entonces predominan las
fuerzas objetivas del proceso social, que ya no son productos de la actividad
humana sino de un proceso puramente naturalista y materialista.
Ahora
bien, la microfísica y la microbiología niegan este determinismo de la
naturaleza, e instauran la perspectiva de que la posibilidad prevalece sobre la
necesidad tanto en el campo natural como en el social.
La
interpretación escatológica engelsiana del tránsito del capitalismo al
comunismo también colisiona con las relaciones de cooperación y con la
seudoverdad de que las fuerzas productivas se autodirigen y autocrean. Lo que
significa también que la génesis del capitalismo y la lucha de clases son sólo
de carácter tendencial y no necesario.
IV.
La dialéctica soviética
En
la dialéctica soviética imperó la desconexión de la práctica con la teoría por
el oportunismo pragmático de los grupos dominantes, donde se desmereció la
iniciativa de las masas.
La
enorme vaguedad epistemológica de los términos "cualidad, cantidad y negación”, así mismo la distinción soviética entre la
"negación constructiva y negación destructiva", el carácter
"antagónico" que se anida en los estados socialistas, contribuyó a
los atropellos políticos y al abuso ignominioso del poder. Al final, tanto el
comunismo como el capitalismo postindustrial terminaron incorporando la
protesta de las masas al orden institucional volviéndolas conciliadoras e
inmediatistas.
Además,
en las categorías de la dialéctica se confundió la esencia con "proceso y
con cosa", se supuso un kosmos
noetos, las formulaciones de "causa y efecto" adolecían de vaguedad,
sobre la "necesidad y la contingencia" se terminó restringiéndose la
libertad a lo social. El libre albedrío quedó olvidado, se confundió la
significación de la categoría de la "realidad" con el de
"necesidad", la categoría de "posibilidad" quedó avasallada
por la de "necesidad" y demasiado dependiente de la "praxis de
clase" y fue injusto su reproche a la metafísica clásica sobre la escisión
entre forma y contenido. Sobre el conocimiento resultó sumamente cuestionable
que la herramienta produzca el Espíritu, la sensación y el concepto no eran
mero reflejo sino una compleja codificación neuro cerebral-espiritual. En la
lógica se terminó aceptando la lógica formal, pero como un conocimiento de
nivel inferior, mientras que se mantuvo la imprecisión de los "conceptos
concretos" de la lógica dialéctica. Durante el marxismo soviético, especialmente
desde Stalin, en la sociedad socialista la praxis revolucionaria de las masas
fue reemplazada por la evolución social dirigida por el Estado. Una minoría
burocrática del partido sofocó el socialismo. Con ello le fue común con el
socialismo utópico la negación de la ley de unidad y lucha de contrarios. En
realidad, al arrebatar a las masas su capacidad de negación, de contradicción,
anquilosó la dialéctica en antidialéctica y dogmatismo. Con la Perestroika se
evidenció que en el socialismo existía la contradicción antagónica y su
represión significó su calamidad.
V.
La dialéctica en Mariátegui
J.
C. Mariátegui fue concebido en los años 30 como un intelectual populista, en los
40 fue adoptado por el comunismo peruano como un comunista "convicto y
confeso", desde fines de los 60 hasta los 80 se asentó su imagen de
marxista heterodoxo (por asimilar el materialismo histórico y tomar distancia
del materialismo dialéctico, así como por tomar en cuenta lo nacional, el
aspecto ético del socialismo). Y actualmente se acepta su heterodoxia como
piedra de toque de su pensamiento.
Esto
ha llevado a pensar que Mariátegui acepta la dialéctica en la historia más no
en la naturaleza, y, aun cuando este punto no está del todo agotado, está claro
que no renuncia a la dialéctica, asume toda la escatología del materialismo
histórico -incluso sus "horrores" (Véase la Carta a Samuel Glusberg
del 30 de abril de 1927)-, aunque no se detuvo en el análisis filosófico de sus
categorías fundamentales. Lo singular en el Amauta es que la praxis individual
no queda neutralizada por el carácter inexorable de las leyes científicas sociales,
de ahí su admiración por Nietzsche, Sorel, Romain Rolland, y otros. Pero no dio
el paso crucial hacia una fundamentación científica de las leyes de la
dialéctica. Además, su óptica historicista dependió del método dialéctico. Pero
tuvo la suficiente lucidez de no pensar, como después lo haría Lukács, de que
"piensa equivocadamente" toda una clase social.
Después
de la caída del Muro, el socialismo real y el reinado del neoliberalismo, el
marxismo en América Latina no ha sido capaz de llevar adelante la dialéctica
mediante el análisis filosófico de sus categorías fundamentales.
VI.
La dialéctica de Lukács
Lukács
en vez de proceder a una fundamentación científica apostó al carácter necesario
de las leyes dialécticas de la historia. Y supuso la validez de la lucha de
clases para todas las etapas de la historia. También hizo depender la óptica
historicista del uso del método dialéctico, simplificó excesivamente la
interacción entre el ser social y la conciencia de clase. Y su noción de
"conciencia de clase" fue deformada en el sentido de que toda una
clase social "piensa equivocadamente".
VII.
La dialéctica en Sartre
Para
Sartre hay otro existencialismo que no se desarrolla contra el marxismo, aunque
reconoce que el marxismo estalinista congeló la relación dialéctica entre
"teoría y práctica". Sartre evoluciona del existencialismo antimarxista
de posguerra al existencialismo marxista de los cincuenta. En éste la praxis
individual se integra al materialismo histórico. Dice el "marxismo no está
por revisar sino por hacerse" y proclama que el existencialismo es la
única vía concreta y fundada de investigación marxista.
Sartre
fue el primero en formular la fundamentación de la dialéctica marxista. Frente
al marxismo dogmático que funda su metodología en las llamadas
"condiciones objetivas" de la historia, Sartre lo funda en la "razón
dialéctica" que hace inteligible al marxismo y a la historia. La dialéctica
congelada soviética hace del hombre un producto de las determinaciones
materiales, mientras que en Sartre el hombre no sólo es hechura de los
condicionamientos objetivos, sino también de la praxis individual.
El
método progresivo-regresivo arranca de la praxis individual (abstracto) para
alcanzar la historia como totalidad (universal-concreto) y retomar a lo
individual enriquecido (particular-ampliado). La razón dialéctica a priori es el
instrumento para inteligir lo real a partir de la praxis individual.
La
praxis individual es:
1.
la fuente generatriz de los conjuntos "prácticos" (entre ellos lo
"práctico inerte"),
2. las
dialécticas individuales generan antifisis o reinado del hombre
sobre la naturaleza,
3.
la anti humanidad o reinado de la materialidad inorgánica sobre el hombre -con
sus enajenaciones, antagonismos y violencias-, y
4.
la propia antifisis para edificar el reino de lo humano.
Para
Sartre la praxis genera la antipraxis, la dialéctica ha generado la antidialéctica.
Los conjuntos práctico-inertes (la serie, la masa) son la negación de la praxis
individual y la matriz de los grupos revolucionarios. Sirviéndonos de las categorías
sartreanas podemos decir que lo anético es el reinado de la anti fisis y la antipraxis
en el hombre, más aún de la presencia de una praxis degenerativa en sentido
personal y moral. La inteligibilidad perfecta de la Historia transita por tres
momentos: praxis individual-praxis serial-praxis común, todo lo cual conduce a
la praxis concreta e histórica. La praxis individual (razón dialéctica constituyente)
al objetivarse en el mundo material se enajena; la praxis serial (lo práctico
inerte) sólo puede ser negado como antipraxis cuando las praxis individuales se
integran en una praxis común de grupo, así el hombre se libera de su
sometimiento a lo material y recupera su libertad.
En
suma, Sartre intentó fundamentar la dialéctica ubicándola en el terreno
histórico y evitando proyectarla sobre la Naturaleza, así como haber destacado,
superando a Marx, las mediaciones dadas entre el mundo humano y sus producciones
en un movimiento dialéctico que oscila entre la libertad, la subjetividad, la
serie, lo práctico inerte, los conjuntos y los grupos. No obstante, es problemático
en Sartre su intento de fundar la praxis individual en la dialéctica de Marx;
su dialéctica peculiar condena a la sociedad a una alternancia indefinida entre
libertad y alienación, praxis y antipraxis; opone injustificadamente la razón
dialéctica a la razón analítica; otorga a la dialéctica una dudosa omnipotencia
sobre el mundo de lo humano; su concepto de enajenación se mueve en un círculo
vicioso, pues resulta insuperable la contradicción "hombre-materia";
su concepción de clases y clases sociales privilegia problemáticamente la
praxis individual; y, por último, no ofrece una imagen concreta de la historia
sino un esquema abstracto.
VIII.
La dialéctica en Althusser
Para
Althusser toda contradicción se presenta en la práctica y en la experiencia
histórica como una "contradicción sobredeterminada". En este sentido,
sus aportes epistemológicos (criterio de verdad, relación teoría-práctica,
etc.) y dialécticos (la sobre determinación) son muy importantes.
No
obstante, se le han dirigido la siguientes objeciones: 1. Es la historia real y
no la ideología teórica la que fija la
necesidad de transformación teórica, por ello su aporte
epistemológico es "teoricista" (Adolfo Sánchez Vásquez); 2. Borra la
distinción entre teoría y práctica al establecer la "práctica
teórica"; 3. Su criterio de verdad deriva hacia un corpus místico y
sacralización de la teoría, al separar la verdad de una teoría científica de la
práctica histórico social; 4. Mantiene una concepción negativa de la ideología
sin observar su lado positivo; y 5. Conserva el dogma historicista hacia un destino
preconcebido, confundiendo la realidad histórica con un fin determinado (la
sociedad comunista sin clases).
IX.
Las tareas de la dialéctica
1.
A la luz de los avances en la microfísica y microbiología resulta justificado
restringir la dialéctica al campo de la historia.
2.
El status científico de la dialéctica debe corresponder a la episteme de las
ciencias sociales (es decir a su carácter tendencial).
3.
Siendo de carácter tendencial e histórico no es el único método válido y debe
ser complementado por otros métodos (tipológico, fenomenológico, estructural,
funcional, etc.).
4.
Debe evitarse su contaminación del dogmatismo ideológico (historicismo no
dependa de la escatología del materialismo histórico -G. Gurtvich, Francisco
Nicoli-).
5.
La lucha de clases y la revolución no se asientan exclusivamente en el método
dialéctico.
6.
La dialéctica no es omnipotente en el mundo de lo humano (la razón dialéctica
no es sino una de muchas en el ámbito antropológico).
7.
No oponerse tajantemente a la razón analítica (verdades a priori, independientemente
de la experiencia).
En
suma, la dialéctica debe basarse tanto en los criterios de objetividad y
coherencia interna como en los enunciados que no se adecúan a la verdad
observacional y empírica, complementarse con otras metodologías, y evitar
fundarse en ideologías. Sin perjuicio de su status gnoseológico y científico,
la dialéctica debe ser admitida como un caso especial del conocimiento filosófico.
6.
VACÍO
CÓSMICO Y NADA HEGELIANA
La Nada es el gran desafío
de la filosofía occidental. De Aristóteles a Bergson se ha negado a pensar la
Nada pura. Y cuando lo hizo se lo efectuó como corrompido por el tiempo.
Heidegger afirmó un acceso a la Nada por la muerte a través de la angustia. Pero
fue Hegel quien formuló la más perturbadora idea, a saber, el Ser puro es la
Nada. El ser puro es la nada en el inicio. El ser indeterminado es la nada como
el ser en potencia. Pero la objeción que surge es que la Nada pura no puede ser
el ser en potencia. En otras palabras, Hegel no llegó a pensar la Nada pura.
Más bien, lo que pensó fue el vacío cósmico. Su idealismo es un naturalismo del
pensamiento universal inmanente. En Hegel no hay trascendencia divina.
Por su parte, los
astrónomos han confirmado que vivimos en un inmenso vacío cósmico. Y con ello vuelven
a resonar las antiguas preguntas filosóficas: ¿si la materia surgió de la nada?
¿Qué había antes del Universo? ¿Todo se formó a partir de un fenómeno microscópico
llamado fluctuaciones cuánticas? ¿Lo explican todas las leyes de la física, es
Dios el Creador de estas leyes?
La física y la cosmología
se ocupan sólo de cosas que se pueden verificar. La filosofía de lo que se
puede explicar racionalmente sin verificación empírica, la religión de lo que
se debe tener fe por revelación.
En nuestro caso nos
interesa la antigua v perenne pregunta filosófica formulada varias veces por
grandes pensadores como Heráclito, Parménides, Platón, Aristóteles, san Agustín,
santo Tomás de Aquino, Leibniz, hasta Heidegger. Y la pregunta es: ¿Por qué hay
Ser en vez de nada? Pero justo aquí irrumpe Hegel con su extraña idea de que el
Ser y la Nada son lo mismo. Veamos primero lo que confirman los astrónomos.
Según un nuevo descubrimiento el Universo sería algo así como una descomunal pompa de jabón con toda
la materia concentrada en la superficie y casi totalmente vacía por dentro. Esta conclusión fue expuesta
en la reunión anual de la
Sociedad Astronómica Americana, que se celebra estos días en Austin, Texas.
La Vía Láctea, nuestra galaxia,
junto a todas sus compañeras, se encuentra en el borde mismo de un enorme vacío de más de mil
millones de años luz de extensión y en cuyo interior no hay
"nada".
El "agujero" que
contiene la Vía Láctea es conocido como el "vacío
KBC" (por Keenan, Barger y Lennox Cowie, de la Universidad de
Hawái), y es el mayor vacío conocido por la Ciencia. La idea fue lanzada en
2013 la astrónoma Amy Barger y su estudiante Ryan Keenan, de la Universidad de
Winsconsin-Madison, mostraba que la galaxia en que vivimos reside justo en los
límites de un gigantesco vacío, una oscura y enorme región de espacio que
contiene muchas menos galaxias, estrellas y planetas de lo que podemos ver en
nuestro vecindario cósmico más inmediato.
El Universo parece un queso
de Gruyere o de una enorme tela de araña en 3D en el que la materia
"normal" se distribuye en agujeros y filamentos. Los filamentos están
hechos de cúmulos y super cúmulos de galaxias, que a su vez están formadas por
miles de millones de estrellas, gas, polvo y planetas. Y toda esa materia “normal”
apenas supone el 5% de la masa total
del Universo. El 95% restante, que no puede ser observado directamente, está hecho
de materia y energía oscuras.
El nuevo estudio del
astrónomo Hoscheit, también estudiante de Barger, confirma la idea de que vivimos en el mayor de los vacíos
conocidos hasta ahora en el Universo. Un vacío que, además, ha
permitido resolver las discrepancias que existían al usar diferentes técnicas
para medir la velocidad a la que el Universo se expande. Hoscheit no ha podido
encontrar objeción alguna, ni obstáculo observacional que vaya en contra de la
conclusión de que la Vía Láctea reside
en el borde mismo de un gigantesco vacío. Hasta aquí llega la noticia de los
cosmólogos. Y lo primero que
se puede advertir es que el vacío cósmico actual no es el vacío cuántico del
que surgió todo el Universo. No sólo se trata de dos tipos de vacío distintos,
por lo dimensional, macrocósmico el actual y microcósmico el original, sino que,
por lo estructural, se relaciona con aquella fuente energética que dio origen a
la energía oscura y a la materia oscura. Lo segundo a conjeturar es que la duración finita de la expansión
de dicha pompa de jabón llamada Universo no tiene por qué ser relevante respecto
al destino de una de sus criaturas que la habita, a saber, el hombre. Todo
indica que el principio antrópico existe para subrayar la relevancia cósmica
del hombre al haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios.
Tercero, si el Universo reposa sobre un vacío cósmico, este mismo vacío
tuvo que haber tenido un origen y al tenerlo no es la Nada, sino que es “algo”
llamado vacío cósmico. Lo cual permite deducir que el vacío cósmico no es la
Nada absoluta. De modo que el vacío cósmico sería algo así como el repositorio
de la energía oscura y la de la materia oscura, las cuales son también
resultado de las fuerzas físicas fundamentales, las mismas que tampoco son ni
el vacío cósmico ni la nada, y sí más bien algo así como el Neutrovacío (término
acuñado por el matemático y cosmólogo peruano Enrique Álvarez Vita). Lo
singular del caso es que ese vacío cósmico es algo así como ser puro de Hegel.
Cierta unidad del ser y la nada. Donde la Nada es el punto de partida y el Ser
es dirección.
Cuarto, si el vacío cósmico tuvo un origen ese origen no pudo ser las
fluctuaciones cuánticas del neutrovacío, porque la idea misma de lo cuántico
puede suponer un vacío macroscópico, pero no un vacío microscópico. De manera
que el origen del vacío cósmico –tanto macro y microcósmico- no es ni sí
mismo ni la Nada absoluta, sino algo exterior al Universo
in nuce o en potencia. Ese algo exterior no puede ser ni el azar, ni la
causalidad, ni la indeterminación, sino la libre voluntad de un Ser superior
inteligente y con voluntad. De modo que no es un contrasentido pensar que el
Universo fue creado de la Nada por un ser omnipotente y omnisciente. Aquí Hegel
corta el nudo gordiano de un sablazo, porque su panteísmo filosófico se maneja
con el principio de univocidad y no el de analogía. Por lo cual puede
prescindir de todo sentido trascedente del ser, reduciéndolo solo a un sentido inmanente.
En su caso no hay una libre voluntad de un Ser superior inteligente. El
Espíritu es devenir absoluto, contradicción en desarrollo. Hegel entrega por
completo el ser al movimiento. Esto ha hecho decir a algunos que Hegel supera
la trascendencia del Absoluto. Sin duda que Hegel se defendió, con poca fortuna,
diciendo que su panteísmo era acosmista en vez de ateo. Sólo se puede pensar la
Nada como identidad con el Ser puro. Nuevamente, Hegel no piensa la Nada pura
sino en relación con el ser potencial.
Quinto. Las fluctuaciones cuánticas pueden haber dado origen al Big Bang
dando comienzo a todo el Universo incluido el vacío cósmico. Pero dichas
fluctuaciones no ocurren en la Nada absoluta, sino en el vacío cuántico que ya
es algo. El vacío cuántico es, en realidad, la Nada como carencia o como
privación. Entonces, qué dio origen a ese vacío cuántico. Si suponemos que ella
misma se originó, resulta siendo causa de sí misma o causa sui.
Algo así como una divinidad inconsciente, una fuerza cósmica ciega. La materia
y la naturaleza quedarían divinizadas. Esa es la solución del panteísmo o sea
Dios es todo. Muy emparentado con Hegel. El alma quedaría convertida en
epifenómeno neurológico, la inmortalidad es un mito y el espíritu quedaría
pulverizado. Esto es justamente lo que se supone en la propuesta panteísta que
en el fondo es un materialismo solapado.
Sexto. Pero también es un materialismo sutil el llamado panenteísmo (Dios
está en todo lo trascendente e inmanente) de Schelling y Krause. En el fondo el panenteísmo al afirmar que Dios está en
la naturaleza afirma que Dios cambia y se identifica con la creación. O sea, la
creación es igual con la propia esencia de Dios. Así, niega la naturaleza
trascendente e inmutable de Dios, y por ende, la necesidad del milagro, la
encarnación y la redención de Cristo. Si Dios está también en la mudable naturaleza inmanente,
entonces qué sentido tiene la encarnación y redención de Cristo: ninguna. Si
Cristo es innecesario y sólo importa el Dios que está en todo, entonces la
salvación es automática, la libertad sobra, todo está inscrito en las leyes
naturales por la voluntad infinita del Creador. Pero hay algo más grave aún. Si
Dios está en todo, entonces la creación tiene que ser infinita o sea eterna. La
materia deriva en eterna, el tiempo en un eterno retorno. Como para el panenteísmo
Dios es trascendente e inmanente, entonces hay dos eternidades. Pero como no
puede haber dos eternidades, porque es un contrasentido lógico y ontológico,
entonces aquí reluce una inconsistencia más del panenteísmo. Hegel fue más
consecuente afirmando su panteísmo acosmista.
Séptimo. Pero, además, cómo explicar que de dichas azarosas fluctuaciones
cuánticas se engendrara el principio antrópico y la libertad. Y, además, cómo
de algo ciego y azaroso se puede explicar un sentido, un propósito, un orden,
un telos que parece seguir claramente el Universo. Al espíritu
euclidiano se le escapa la explicación de la libertad del individuo y la
historia humana. Es un fenómeno que rompe sus reglas cuantitativas y empíricas.
La explicación más plausible del fenómeno humano y del universo mismo lo ofrece
la elucidación teísta. Al espíritu euclidiano de carácter cientificista le
caracteriza la rebelión contra Dios. La libertad tiene una naturaleza propia y
no puede ser reducida a explicaciones azarosas, cuánticas ni causales. Pero como
sabemos el panlogismo hegeliano es apriorista por su método y empirista por su
contenido.
Hegel rompe con la
filosofía de la identidad porque considera que lo absoluto es más sujeto o
totalidad viviente que sustancia. Pero Hegel al apartarse de Schelling también
se aparta de Spinoza. Se queda con el principio de inmanencia para añadirle la
dialéctica del sujeto en evolución. La finalidad es que la naturaleza esta
desinada para que aparezca el Espíritu. Aquí se mezcla el Absoluto dinámico de
Proclo y Boheme, la dialéctica de lo real de Heráclito y la dialéctica del
pensar de Platón y Kant. Así, el Ser es la totalidad concreta en desarrollo. De manera que el vacío cósmico ligado a las
fluctuaciones cuánticas encuentra el punto más controversial en la concepción
de lo divino como energía autocreadora, donde resulta siendo álgido el problema
de la libertad. Spinoza trató de resolverlo viendo la libertad como la
conciencia de la necesidad. Lo que resulta un verdadero contrasentido.
Pues no es
posible construir un sistema ético ni explicar la libertad basándose en un
naturalismo y determinismo panteísta. Pero en Hegel ¿es acaso el individuo libre?
Fichte identificaba la libertad con la actividad. Schelling advertía la posibilidad de anulación de
la libertad por la determinación de la
liberad misma. Y Hegel salvaba los obstáculos afirmando que “la actuación de un
ser conforme a su propia naturaleza es también
libertad”. Por ello supone que la
Naturaleza es el reino de lo contingente, porque su ser es el momento de la
alteridad y no de regreso hacia sí mismo. Su propia Filosofía de la Naturaleza
es concebida como una alteridad de la Idea, un ascenso hacia el Espíritu.
Pero si
bien en un universo regido por la necesidad no puede haber ni bien ni mal, en
un universo regido por la indeterminación materialmente sí puede haber bien y
mal, aunque formalmente dependa de factores extramateriales, como la conciencia
moral. En esta oscilación y ambigüedad subyace un materialismo ateo que no
puede comprender a Dios como sujeto. No hay nada de sublime en el panteísmo. En
un universo regido por la necesidad y la indeterminación sólo puede surgir un
dios filosófico que es finalmente materia, pura energía ciega. El absoluto
hegeliano no tiene nada fuera de sí, corre a través el ser. Pero eso no es
pensar en la Nada pura sino en su identidad con el ser puro. Y como es energía,
no es creador, sino ordenador. Él es naturaleza, no lo trasciende. Es un eterno
flujo de energía inagotable. Pero no hay ningún fin, el azar y la necesidad lo rigen
todo. No hay duda que junto a la moralidad estoica, al panteísmo metafísico
espinosista y al panteísmo acosmista hegeliano, se impulsó la secularización del
hombre prometeico actual.
En el
mundo actual el panteísmo renace sobre los escombros del mecanicismo
naturalista, el materialismo, el positivismo y el cientificismo. Incluso junto
al indeterminismo todos tienen en común el predominio del inmanentismo. Es lo
que vemos en los multiversos de Hawking y en el azar
omnipresente de Dawkins. Los mismos coqueteos con el panteísmo lo podemos
hallar en aquella divinidad más profunda que Dios, en la Gottheit de
la vía mística de Eckhart, el Ungrund de Jacobo Boehme, en el Uno de Plotino, el
Supraser en Heidegger y en el misticismo hindú.
Pero el
gran inconveniente de la afirmación panteísta es que su indiferenciación
impersonal culmina en el pasivismo, el quietismo, la negación del hombre y de
Dios. Por ello, no fue casual la coincidencia de los hegelianos de izquierda
con los hegelianos de derecha sobre el problema religioso al considerar que no
ha Dios y que Dios está en el hombre. Por su parte, los hegelianos de centro sostenían
que Dios se encarna en los seres finitos.
Sencillamente
en el panteísmo no tiene cabida ninguna vocación creadora del hombre. Todo se
absorbe en una oscura energía divina que no sabe nada de la energía creadora
del hombre, no es antropológica, es pasiva y hostil a la creación. Todo queda
absorbido en el indiferenciado divinismo original, o emergencia de las Idea absoluta, donde no se distinguen ni Dios,
ni el hombre. Las grandes distorsiones conceptuales que nacen de la
perspectiva panteísta son debidas a la concepción unívoca del ser, donde lo
trascendente es eliminado ante el imperio ubicuo de la inmanente. Es el costo
de renunciar a la concepción analógica del Ser. Y así vemos a un Hawking
confundido y sin entender que nada puede la ciencia física decir sobre la
creación, simplemente porque la creación no es un suceso físico sino
metafísico. Del mismo lastre y grave defecto adolecen las especulaciones sobre
los memes culturales de Dawkins. La existencia de una organización maravillosa en la
naturaleza y de un orden superior a la materia no puede ser obra del azar, la
causalidad ni la indeterminación, ni la astucia de la Razón hegeliana. Por el
contrario, la misma ciencia sugiere la existencia de un orden sobrenatural. Las
únicas respuestas posibles son de orden religioso y filosófico. La misma
ciencia impone la necesidad de Dios tanto en lo material como en lo espiritual.
La ciencia para completar sus explicaciones exige la existencia de un espíritu
consciente e inteligente que dio origen al Universo. Se trata de un espíritu
superior al cual el hombre debe prosternarse humilde. Einstein decía que el
primer trago de ciencia te vuelve ateo, pero en el fondo de la copa se encuentra
a Dios. No aceptarlo resulta siendo un defecto epistémico serio, pero aún más
grave secuela es el daño que se propina a la propia vida personal y espiritual.
Si el Universo es como una pompa de jabón en cuyo interior está el
vacío cósmico se puede decir que tanto el Universo como el vacío son el Ser en cuanto lo manifiesto. A esto
se llama Realidad. Y aquí
Hegel tiene razón, puesto que el ser y la nada como carencia se identifican.
Pero eso no es pensar la Nada absoluta. Pero la Realidad no es la única manifestación del Ser. Es también Existencia, como el Yo de un poder ser dentro
de un proyecto libre. Lo cual significa que el Ser es la fuente común de la Existencia y de la Realidad. El Ser es la fuente del Universo y no a la
inversa. De modo que el Ser es eterno y es objeto de la metafísica; la
Realidad es instantánea y es estudiada por la física; y la Existencia es
temporal y es estudiada por la pneumatología. Ahora bien, dentro de este marco
la Nada equivale a la no participación del Ser en la Existencia ni en la
Realidad. En otras palabras, la
Nada absoluta es la ausencia de universo, pero nunca es el vacío cósmico, ni
identidad con el Ser.
¿Pero acaso cabe
distinguir dos tipos de creaciones
ex nihilo: ¿una sin el tiempo (Universo) y otra desde el tiempo (alma
humana), una sin el vacío cósmico y otra con ella? Veamos, si el vacío cósmico
del universo nos remite a la nada antes de la creación y, por ende, antes del
tiempo, por su parte el problema del alma también nos señala una creación desde
la nada, pero en el tiempo. Me explico. Dios crea de las nada ambas realidades,
a saber, el Universo como el alma humana. Pero una cosa es la Creación a partir
de la Nada (Creatio ex Nihilo) del Universo y del vacío cósmico, y otra
cosa es la Creación del alma humana directamente por Dios en la historia y en
el tiempo. Para la Iglesia las realidades espirituales (Dios, ángeles alma
humana) no han emergido de la materia evolutiva.
Pero,
al contrario de lo que sostiene el orfismo y el gnosticismo, el
alma humana no existe antes de su unión con el cuerpo. Entre la fecundación y
el nacimiento crea Dios el alma individual de cada ser humano. Cada ser humano
posee su propia alma puramente espiritual y constituye la intimidad de la
persona. Y su destino es volver a la unidad psicofísica con el cuerpo. O sea,
volver a ser persona. Pero Hegel no creía en la inmortalidad del alma, sino
solo del pensamiento. Entonces, si Dios crea directamente el alma humana en
plena desenvoltura del Universo ello significa que se da una Creatio ex
nihilo del alma humana en la historia. Todo lo cual relieva la
importancia que tiene el hombre en el universo mismo. Es más, subraya la
importancia suprema del hombre dentro de toda la creación como realidad
vinculante de lo inmanente y lo trascendente.
En otras palabras, el mundo material ha sido arrojado en la
creación, en cambio el alma
espiritual humana ha sido especialmente creada. Hacer filosofía de la
naturaleza sobre la base de los fundamentos científicos nos lleva hacia la
confirmación del principio antrópico de Brandon Carter y el Diseño inteligente
de Michael J. Behe. Los cuales ponen énfasis en que el ajuste fino existente en
las constantes cosmológicas no puede ser fruto del azar
sino de un plan inteligente. Queda pendiente una inquietud
no menos crucial. Cuál es la relación entre el vacío cósmico y el daño
ontológico que infringió a todo el universo el pecado del hombre. Este punto
tampoco es un tema de la ciencia, aunque sí de la filosofía y de la teología.
El crecimiento exponencial del vacío cósmico que equivale al triunfo final de
la entropía o del caos, sería la consecuencia de la herida abierta por el
pecado del hombre.
El vacío cósmico no es la
Nada absoluta. Pero se comporta como la identidad hegeliana establecida al comienzo
entre el Ser y la nada. Lo cual significa que la nada pura no es la nada de la
indeterminación hegeliana del ser. ¿Qué hubo antes de la Creación? a saber,
Nada. Esa fue la respuesta de san Agustín. Pero eso no significa que no haya
habido el Ser. El Ser Absoluto y eterno está fuera de lo temporal e instantáneo,
fuera de la indeterminación del ser. En ese sentido se puede afirmar que Dios
no es el ser, es anterior al ser. Platónicamente es el Bien Supremo que decide el
ser y la naturaleza del Universo. En el Universo está el ser categorial. Por
eso un Dios providente, omnisciente y omnipotente crea el cosmos de la Nada
absoluta.
RESEÑA
David Huallpa
Vargas (PUCP)
Nota: en la
presente reseña se omite la lista de fe de erratas
Este libro está
compuesto por seis capítulos más un prólogo. Estos constituyen una
recopilación, con algunas alteraciones en la división entre párrafos, de varios
artículos publicados anteriormente en el tan nutrido blog del autor (www.gusfilosofar.blogspot.com). Así, el primer
capítulo corresponde a la entrada del 15 de marzo de 2017 (“Lógica de Hegel y
locura de modernidad”); el segundo, a la del 5 de febrero de 2013 (“Hegel y
Dios”); el tercero, con un añadido en el último párrafo, a la del 2 de febrero
de 2013 (“Hegel y la posmodernidad”); el cuarto, con algunas reflexiones más
sobre Hegel, a la del 8 de febrero de 2016 (“Heidegger, Sartre y las unilateralidades
de la existencia”); el quinto, con un párrafo añadido en la página 63, a la del
15 de junio de 2012 (“La dialéctica en la encrucijada”); el sexto y último
capítulo, con algunas reflexiones sobre Hegel a lo largo del artículo, a la del
10 de junio de 2017 (“Vacío cósmico y la Nada”).
Como se ve, son
ensayos publicados en distintos periodos de tiempo a lo largo de medio lustro.
No obstante, a todos les une una tesis principal que los atraviesa, a saber:
con Hegel se perpetúa la negación del Absoluto qua trascendente,
y sus consecuencias se extienden hasta nuestros días. Esa es, a su vez, la
crítica que elabora GFQ y es su forma de conmemorar (y homenajear) a Hegel. Esa
tesis se despliega a lo largo del libro y es abordado bajo distintos enfoques. A
continuación, veremos, primero, la interpretación de GFQ de la figura de Hegel,
luego veremos la influencia de Hegel y, finalmente, la crítica que le hace el
autor.
La concepción
de Hegel de GFQ sigue, en general, la interpretación clásica con algunos matices.
Comencemos por lo central, a saber, el Absoluto hegeliano. A diferencia de
Kant, Hegel sí consideraba que se podía llegar a conocer el Absoluto. Ello, por
supuesto, no mediante el entendimiento, sino mediante la razón que aprehende la
totalidad bajo la unidad (pp. 26-27). Es solo allí, de hecho, donde se llega a
su conocimiento pleno, a saber, mediante el concepto; por ello, la religión
para Hegel es limitada, pues solo lo imagina (p. 30). Ahora bien, el Absoluto
hegeliano (y allí también su originalidad), que es Idea y dialéctica (p. 20; p.
58), antes que sustancia es sujeto. Por ello, su Absoluto puede moverse
vivamente a partir de sí mismo: es, pues, inmanente. En ese automovimiento
dialéctico —en Hegel nada es eterno: el devenir es incluso una verdad ontológica
(p. 12)— es que deviene el mundo. Su desarrollo son solo sus momentos (p. 28).
Al inicio, qua ser puro, es lo más vació y, por ello, se
identifica con la nada y ello equivaldría, a su vez, remarca
GFQ, al pensamiento de la divinidad antes de la creación del mundo para Hegel
(p. 20). A partir de allí, y por sí misma, luego deviene en naturaleza
(material) y luego, a través del ser humano, en espíritu. Allí (en el espíritu
objetivo), Hegel es también original, pues trata de armonizar el conservadurismo
con la revolución. Su filosofía política, pues, tiene esos dos aspectos. Por un
lado, es conservadora (p. 41). Y es que busca la reconciliación con la
realidad. El saber absoluto llevaría a Hegel a una verdad que trasciende la
mera temporalidad. Ello se expresaría, por ejemplo, en la idea de un Estado
universal y homogéneo. Por otro lado, es revolucionaria (p. 41). Y es que
justifica los antagonismos como motor del desarrollo. Ello se vería expresado
en su concepción de la dialéctica (e.g., la dialéctica del amo y el siervo)
donde, en efecto, se conserva la tensión entre los opuestos. De este modo, con
todo, es claro «[…] que Hegel supera la trascendencia del absoluto» (p. 29). De
hecho —y esta es otra forma de expresar la tesis central de GFQ—, esa era la
intención de Hegel: «[…] Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de
lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo» (p. 14; p. 25; p.
28).
En el Prólogo
se había preguntado GFQ sobre Hegel: «¿Qué queda de su pensamiento a 250 años
de su nacimiento y 189 años de su muerte? ¿Su fantasma recorre nuestro tiempo?»
(p. 5). La respuesta es: efectivamente, su pensamiento ha venido recorriendo
nuestro tiempo y su sombra es ancha y familiar. Veamos su influencia en los
puntos que vimos: (1) el Absoluto, (2) la nada, (3) la dialéctica y (4) su
filosofía política.
(1) Luego del
positivismo, en el siglo XX su filosofía de la religión resurgió en Alemania
(Scheler, Jaspers, Nicolai Hartmann, Heidegger), en Francia (Bergson, Sartre,
Merleau-Ponty), en Inglaterra (Samuel Alexander, Whitehead, Collingwood) (p.
16). Más aún, la concepción hegeliana del Absoluto, de hecho, fue heredado
inmediatamente por sus seguidores, tanto por los hegelianos de izquierda (e.g.,
Feuerbach, Marx, Stirner, Strauss), como por los de derecha (e.g., Bauer) y por
los de centro (e.g., Michelet): para todos ellos, pues, ya no hay una divinidad
trascendente. Sus intérpretes posteriores también, con distintos matices,
coincidieron con la negación de la trascendencia del Absoluto (e.g., Heine,
Haering, Hartmann, Hippolyte, Wahl, Kojève, Michelet) hasta Hamelin, por
ejemplo, quien se atrevió a romper con el puro inmanentismo y llegó,
conservando la dialéctica hegeliana, a concebir una divinidad trascendente (pp.
32-34).
(2) La
concepción hegeliana de la nada también tiene un gran espectro. Con matices,
casi lo mismo, pues, encontramos en la cosmología contemporánea. Astrónomos
como Barger, Keenan o Hoscheit han sostenido que el universo está compuesto de
materia y, en gran medida, de un vacío que lo sostiene: un vacío cósmico. Ese
vacío, en tanto que sostiene al universo material, sería algo así como un
repositorio de la materia y energía oscura. De este modo, ya es algo (un
“neutrovacío”), y no, pues, la nada pura. Por ello, ese vacío coincide con el
ser puro inicial hegeliana: «Donde la Nada es el punto de partida y el Ser es
dirección» (p. 74).
(3) Respecto
a la dialéctica, la sombra del pensamiento hegeliano tiene también un amplio
espectro. Es, sobre todo, a través de Marx que su influjo se perpetúa, pero
también de Engels. En efecto, mediante el marxismo esa dialéctica llega, con
matices, hasta la U.R.S.S., Sartre, Althusser, etc., quienes lo dotan de una
vitalidad renovada. Y, en nuestras tierras, llega hasta Mariátegui (pp. 58-68).
(4) Respecto
de su filosofía política, el influjo hegeliano es así mismo notable. Dados los
dos aspectos que vimos de su propuesta política, no sorprende que la interpretación
de la filosofía política hegeliana haya admitido interpretaciones dispares:
como conservador (de la monarquía prusiana), como revolucionario (e.g., Cousin,
Rosenkranz) o como un intermedio (e.g., Dewey y Basch) (p. 39). En nuestra
realidad inmediata su influencia, incluso, la vemos en el neoliberalismo
posmoderno actual (p. 35). En efecto, a estos tiempos posmodernos no le
interesa tanto lo romántico, vital y existencial (Escritos de juventud, Fenomenología
del espíritu) ni el aspecto esencialista (Enciclopedia de las ciencias
filosóficas en compendio y Ciencia de la lógica) de Hegel,
sino precisamente el tema que tratamos: «lo que le atrae no es el aparato
filosófico o religioso, es más bien el político» (p. 37). Y dentro de ella,
solo el aspecto conservador, Fukuyama lo habría entendido bien.
Frente a ello,
GFQ hace una evaluación crítica. Nuevamente aquí reaparece la tesis central: Hegel
ha negado el Absoluto qua trascendente. Ello, si
recordamos, es evidente desde su concepción del Absoluto: es pura inmanencia de
modo que no hay cabida para lo trascendente, ya no hay ningún ser exterior,
sino un Absoluto inconsciente que se despliega por él mismo hasta llegar a
nosotros (pp. 31-32). Por ello también, Hegel solo habría llegado al
conocimiento de la creación, pero no de Dios qua Dios.
Y todo ello es
precisamente su deficiencia más sustancial. En efecto, perder el Absoluto
trascendente implica que no hay nada ajeno y que la figura más elevada no es
sino el hombre mismo: solo restaría el hombre solitario que, frente a tal
pérdida, comenzaría a endiosarse en un movimiento prometeico: he allí el germen
del ateísmo (p. 31). En consecuencia, se habría producido una sociedad
descreída con una pérdida sustancial de los valores superiores (lo que habría
llevado al relativismo del homo mensura y al nihilismo), sin
apenas capacidad de reflexionar plenamente sobre sí mismo (lo que habría
llevado al hombre anético), lo que habría ocasionado, a su vez, una
tremenda crisis moral: la centralidad del hombre sin Absoluto trascendente
equivale, pues, a la muerte del hombre. Una sociedad tal es una sociedad sin
futuro y Hegel sería uno de los representantes que lo ha promovido: «La
filosofía hegeliana es la expresión más genuina del delirio prometeico de la
modernidad» (p. 6), se dice con razón desde el inicio en el Prólogo. De este
modo, afirma contundentemente GFQ: «Sin menoscabo que tiene para la historia de
la filosofía el pensamiento hegeliano, se puede afirmar que está en la raíz de
un humanismo sin Dios que configura los problemas filosóficos, políticos y
religiosos de nuestro tiempo» (p. 34).
Con todo, GFQ
logra alumbrar aspectos que normalmente pueden pasar desapercibidos para
estudios esencialmente filológicos o áridos sobre la obra de Hegel. Su tesis
principal (i.e., que con Hegel se exacerba la negación de la trascendencia
del Absoluto) permite alumbrar críticas que se extiendan hasta nuestra
sociedad actual. Todo ello lo liga con los movimientos filosóficos
contemporáneo que critican el inmanentismo y el olvido de la trascendencia,
como, por ejemplo, Maxence Caron con su La Vérité Captive (2009)
quien sostiene que los males de la sociedad contemporánea son consecuencia
precisamente de ello (pp. 18-20). Caron sitúa ese olvido en el año 1277 con la
figura del clérigo Étienne Tempier, quien comenzó a separar la teología de la
filosofía y, así, la trascendencia de la inmanencia (pp. 141-146). El mérito de
GFQ consiste, desde este ángulo, en haber detectado la centralidad e
importancia de Hegel en ese proceso milenario.
Ahora bien,
aunque lo importante de esta clase de libros son las ideas, que revisamos hasta
ahora, se sugiere también advertir las erratas y dificultades formales como las
citas bibliográficas que se pueden advertir a lo largo del libro reseñado.
Hemos encontrado algunas, que seguramente pasaron inadvertidos al editor,
aunque ninguno es significativo a tal punto de que obstaculice la lectura:
seguramente en una eventual segunda edición o en una edición de las obras
completas de GFQ serán subsanadas. Comenzaremos observando las dificultades
relativas a las citas o referencias bibliográficas y finalizaremos con una
lista de fe de erratas.
(Este fragmento
de la Reseña ha sido omitida)
Referencias
Bataille, G. (1986). La experiencia
interior (Trad. F. Savater). Taurus,
Caron, M. (2009). La Vérité captive: De la
philosophie. Système nouveau de la philosophie et de son histoire passée,
présente et à venir. Cerf.
Descombres, V. (1988). Lo mismo y lo otro:
cuarenta y cinco años de filosofía francesa (1933-1978) (Trad. E.
Benarroch). Cátedra.
Flores Quelopana, G. (2020). Hegel y el
delirio prometeico de la modernidad: conmemoración de los 250 años de su
nacimiento. IIPCIAL.
Hegel, G. (1970). Enzyklopädie der
philosophischen Wissenschaften im Grundrisse 1830: Erster Teil. Die
Wissenschaft der Logik. Mit den mündlichen Zusätzen. Suhrkamp Verlag.
Hegel, G. (1984). Lecciones sobre filosofía
de la religión: 1. Introducción y Concepto de religión (Trad. R.
Ferrara). Alianza.
Hegel, G. (2005). Enciclopedia de las
ciencias filosóficas en compendio (Trad. R. Valls). Alianza.
Kojève, A. (1968). Introduction à la
lecture de Hegel: leçons sur la Phénoménologie de l’Esprit professées de 1933 à
1939 à l’École des Hautes Études. Gallimard.
TERCER ACTO
NIETZSCHE
Y LA METAFÍSICA INMANENTE
INTRODUCCIÓN
Tradicionalmente se piensa que Nietzsche quedó ciego para el
ser y los valores sempiternos al reducir lo ontológico a lo axiológico, dentro
de una perspectiva vitalista, psicológica y relativista. Pero ello sólo es la
mitad de la historia. La otra mitad es advertir que su propia propuesta filosófica,
que es la destrucción de la metafísica trascendente, se fundamenta sobre la
afirmación de una metafísica de la inmanencia, donde su guerra a muerte contra
los valores trascendentes desemboca finalmente en una metafísica del devenir, donde
la voluntad de poder se desenvuelve en el eterno retorno de lo mismo.
Su nueva visión inmanente
de la metafísica hace de la voluntad de poder la esencia de lo existente, pero
dentro del eterno retorno. Ante este flujo cósmico del nuevo dios Dioniso, sólo
cabe la actitud existencial del superhombre como amor fati o amor al destino.
Amar el destino como necesario y amar la necesidad misma del juego cósmico, es
la palabra cumbre y final de la asistemática y aforística filosofía nietzscheana.
Esto hace que su idea del amor fati sea la clave última que desvela su
pensamiento y a través del cual se descifra mejor las ideas de la voluntad de
poder y de eterno retorno de lo mismo. Pues pensar a Nietzsche sólo desde la
voluntad de poder lleva a identificar el ser con el valor, y expresar el subjetivismo
del pensamiento moderno, como lo hace Heidegger. Mientras que interpretarlo desde
el eterno retorno de lo mismo lleva a ver el ser como lo que está más allá de
lo axiológico, como ocurre con Eugen Fink. Ambos puntos de vista son correctos pero
incompletos, porque tanto el valor como el rebasamiento de lo axiológico se
entienden cabalmente desde el amor fati. El amor fati es la real piedra de
toque por el que cobra su verdadero significado la voluntad de poder y el
eterno retorno de lo mismo.
Sólo así sale a la
luz la gran contradicción de la filosofía nietzscheana, a saber,
que lo que al comienzo aparecía como una alegre filosofía de la libertad
termina siendo una oscura y triste filosofía de la necesidad. Efectivamente, su
pensamiento se parece a una ópera trágica que promete mucho con la muerte
del Dios, el superhombre, la voluntad de poder y la inversión de los
valores, pero que acaba en bufonada carnavalesca con el eterno retorno de
lo mismo y el amor fati.
El amor fati muestra una metafísica de la inmanencia dentro de
una filosofía de la necesidad, donde el ser es la voluntad de poder que se
repite eternamente, y donde la libertad humana resulta ilusoria y queda
reducida a escombros de la repetición cósmica. El amor fati es la versión moderna
del necesitarismo antiguo y medieval árabe adosado de ateísmo y biologismo. En
suma, Nietzsche al interpretar la ontología trascendente desde la axiología
consigue arribar a la metafísica de la inmanencia. Su camino es muy matizado,
primero desde una metafísica del esteta, luego arriba a una antropología
psicologizante, después madura en la propuesta propia del superhombre, para rematar
finalmente en la problemática del nihilismo y el amor fati.
Lo singular de la trayectoria intelectual de Nietzsche es que
su pensamiento presenta un despliegue que exige verlo desde su totalidad. Es
desde esta exigencia que hemos propuesto comprender los cuatro periodos que
generalmente se divide su pensamiento agrupándolos en dos grandes etapas. La
primera la hemos llamado “Anunciación” y la segunda etapa la “Predicación”.
Ambas guardan una inocultable referencia religiosa, porque Nietzsche no sólo es
un artista y un filósofo, sino que su filosofía se resuelve en un nuevo anuncio
religioso de Dioniso. El Nietzsche maduro es un predicador, pero que rehúsa a
los discípulos: “Para esos hombres de hoy no quiero ser luz, no quiero que me
llamen luz. A esos quiero cegarlos. ¡Relámpago de mi saber, sáltales los ojos!”
(VI, 421).[2] Como bien señala Karl
Jaspers Nietzsche se apodera de Jesús, pero con la salvedad -acotamos- de ser
un Anticristo. Su sofística sugestionante se apodera de Jesús, respeta
profundamente su regla de vida, pero sólo para mostrar que llevaba a la
autodestrucción del yo. Por eso en su pretendida paganización se convierte en
el profeta de Dioniso, asume la forma del Anticristo y saca adelante una desviación
de la propuesta de Jesús. De ahí que no sea fácil decir, como lo hace Jaspers,
que Nietzsche lucha contra el cristianismo desde exigencias cristianas porque
su espíritu piadoso es el inverso al del Nazareno. Incluso la nueva concepción
del mundo que termina esbozando es destrucción del trasmundo en el que Cristo
basó su anuncio de la llegada del Reino. En suma, el tono religioso del
Nietzsche maduro justifica verla como “Predicación”.
Por último, la significación y presencia que tiene el nihilismo
de Nietzsche para nuestro relativista y hedonista tiempo de declive del mundo
unipolar del occidente liberal, difícilmente se puede exagerar. A raíz de la
crisis del mundo unipolar sale a la luz el enfrentamiento entre los dos occidentes:
el liberal y el cristiano, el cosmopolita y el nacionalista, el que niega las
tradiciones y el que las defiende. Se trata de una lucha a muerte entre dos visiones
del mundo: la inmanentista del imperialismo mundial y la trascendente de las
potencias emergentes con el resto de los países del globo. La verdad es que el
occidente liberal ha llegado a empantanarse hasta límites aberrantes.
Ahí tenemos su repulsiva y antihumana agenda bien definida a
través de la eutanasia, la eugenesia, la ideología de género, las opciones de
identidad sexual, cambio de sexo en niños, gestación subrogada, rebaja de edad
para tener sexo con niños, pedofilia rampante, homosexualización de la cultura,
la disolución de la familia tradicional, las tradiciones culturales y espirituales.
A todo ello se opone el Occidente cristiano con la defensa de la tradición
cultural y religiosa, la nación, la familia, la identidad sexual definida, y los
valores morales. En el fondo se trata de una batalla metafísica decisiva por
definir los fundamentos del mundo.
También su presencia en los principales pensadores de nuestro
tiempo es ostensible, desde Heidegger hasta Derrida, Foucault y Vattimo. Muchos
se han reclamado neonietzscheanos. Y resulta muy sospechoso que esto haya
ocurrido en el seno del occidente liberal. A través de los cuales el formalismo
y el mito culturalista se volvió extensivo. No hay verdades, todo se construye.
El nihilismo se ha vuelto vital y viral, los valores tradicionales se hunden y
en su lugar se promueve la agenda del superhombre de la élite mundial:
eutanasia, aborto, ideología de género, eugenesia, transhumanismo. Pero al
mismo tiempo es precisamente esta agenda nihilista la que también se tambalea
con el hundimiento del inmoral y corrupto mundo liberal.
Vivimos un terremoto geopolítico revolucionario global de
amplias repercusiones que representa un cambio histórico profundo, y que es
consecuencia de la insostenibilidad de la visión del mundo moderna de índole
inmanentista. El agresivo imperialismo anglosajón es la principal fuente de
riesgo para la sobrevivencia de la humanidad. Y dentro de él la comprensión de
la visión inmanentista del mundo que porta la filosofía de Nietzsche resulta decisiva
para entender el nuevo rumbo al que se dirige y debe emprender la civilización
humana.
1.
ANUNCIACIÓN
El pensamiento
de Nietzsche no puede ser entendido de atrás para adelante ni de adelante para
atrás, menos aún de modo fragmentario. Su pensar es uno cuyo Alfa y Omega
compone una totalidad que exige una visión de conjunto. Visto fríamente y sin las
alucinaciones que provoca la escritura hipnótica de Nietzsche se puede afirmar
que su pensamiento se divide en dos grandes etapas: la
Anunciación y la Predicación. Ambos términos guardan un tono religioso, pero se
trata de una religiosidad inmanente, sin culto y en fiesta permanente. Esto
significa recomponer la comprensión de su itinerario intelectual a la luz del
espíritu inmanente, ateo y nihilista que da forma al pensamiento de Nietzsche.
Cada una de sus etapas implica dos periodos, haciendo
un total de cuatro. El periodo estético y el periodo antropológico psicologizante
pertenecen a la etapa de la Anunciación. Y los periodos del Superhombre y el
Nihilismo al de la Predicación. De manera que la Anunciación se caracteriza por
la gestación de las principales ideas y la problemática que eclosionará en la
segunda, la cual tiene un acentuado tono predicador por parte de Zaratustra que
representa el Antricristo. Sus obras finales y la obra póstuma componen el
cuarto periodo de la segunda etapa de su pensamiento.
En buena cuenta ¿qué se anuncia en la primera etapa? Se anuncia la llegada
del Anticristo. Y ¿qué se predica en la segunda etapa? Se predica la
problemática del nihilismo, en medio del amor fati que pende en el pecho de un
superhombre dejado en el oleaje del eterno retorno. Finalmente, ¿cómo se comprende todo el
movimiento de ideas que componen en conjunto las dos etapas de su pensamiento? Se
comprende como una metafísica de la inmanencia, recia enemiga del trasmundo, defensora
acérrima de lo vital, la transvaloración de los valores y del amor al destino
en medio del eterno retorno.
De este modo, Así habló Zaratustra -publicado en cuatro partes de
1883 a 1885- inaugura el tercer periodo de su pensamiento y es la obra cumbre
de su producción. Su idea clave es el eterno retorno de lo mismo, de la
cual penden el superhombre, la muerte de Dios y la voluntad de
poder. Mientras que el
cuarto periodo se abre con Más allá del bien y del mal y se cierra con
la obra póstuma La voluntad de poder. Y en ella juegan un papel decisivo
la idea del Anticristo y el amor fati. Por ello, nos detendremos a iluminar en
líneas generales la etapa de Anunciación que forma las ideas generales que tienen
el papel de gestar su metafísica de lo inmanente.
Ante ello, es necesario empezar dejando apuntado dos
observaciones preliminares sobre la primera y segunda fase de su filosofía, que
dejarán una huella profunda en su filosofía final. En la primera fase deja
sentado la reducción del ser al valor, mientras que en la segunda se anuncian
los cuatro grandes temas como son: la muerte de Dios, el superhombre, la voluntad
de poder y el eterno retorno. Su primer periodo se inaugura con el controvertido
libro El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1871).[3]
Su segundo periodo se abre con Humano, demasiado humano (primer volumen
en 1878, segundo volumen en 1881) y se completa con Aurora (1881) y La
Gaya ciencia (1882).[4]
Y en todos sus libros se conserva el tono confesional con hipnótica fraseología
aforística. Fueron menos de dos décadas de escritura y erupción editorial para producir
una inmensa obra antes del colapso mental de 1888.
En El nacimiento de la tragedia ya se plantea
una nueva experiencia ontológica original mediante un retorno a los presocráticos,
en especial a Heráclito, su repulsa a veinticinco siglos de metafísica trascendente
del ser, su lucha contra el conceptualismo socrático, contra los eleáticos,
Platón y la metafísica trascendente que comienza con él. En realidad, el tema
central de la obra quedaba ensombrecido por la intención de homenajear la ópera
de Wagner, pero el auténtico problema es su definición de la esencia de lo
trágico. Y al definirlo lo lleva de lo estético hacia lo ontológico, convirtiéndolo
en categoría de una metafísica inmanente que caracteriza la realidad. Sin arribar
a una concepción ontológica de lo estético formula una visión estético-ontológica
del ser. Así, el arte será esclarecimiento metafísico de lo existente. Al proclamar
que la esencia del mundo es trágica está formulando una concepción antagónica
de la realidad. En su cosmovisión trágica no hay redención, el ser finito se
hunde en el flujo ontológico y luego se vuelve a desgajar del flujo universal
de la vida para volver a entrar en la existencia individualizada. Siendo su
pathos trágico una afirmación de la vida se distancia del pesimismo de Schopenhauer.
En la tragedia griega descubre una visión metafísica inmanente, donde el Hades
y Dioniso son partes de la misma oleada vital. Lo apolíneo y lo dionisíaco son
figuras de la vida infinita, de un fondo cósmico donde todo se construye y se
destruye permanentemente.
De ahí que cuando en Ecce homo, de 1888,
recapitula sobre la esencia de El nacimiento de la tragedia, afirmará “el
prodigioso fenómeno de lo dionisíaco”. Se da cuenta que está ante una nueva
experiencia ontológica que es el meollo de una metafísica de lo inmanente. Esto
exige que la ecuación básica de su pensamiento del ser como valor deber ser
comprendida a la luz de un fenómeno metafísico opuesto a la trascendencia. La
metafísica de la inmanencia es visión trágica del mundo, opuesta al socratismo,
que encarna el dominio de lo lógico sobre la vida, del intelecto racional sobre
la vida que fluye en configuraciones y desconfiguraciones. En otras palabras, su
primer atisbo de la metafísica de lo inmanente se concreta en la visión trágica
del mundo, en el antagonismo entre lo apolíneo y lo dionisíaco como esencia de
la realidad, su ataque a la metafísica de lo trascendente, en el cuestionamiento
de la ciencia por hacer imperar lo lógico sobre lo vital, y en su convicción de
que la metafísica del trasmundo es una invención para escapar del sentimiento
vital decadente. Y así, ya desde su primer libro se configura la muerte del Dios
del trasmundo por medio del antagonismo de lo dionisíaco y lo apolíneo, Hades y
Dioniso, en un juego cósmico y vital interminable. Pero en esa visión trágica
del cosmos se dan las bases del eterno retorno de lo mismo en la medida en que
se realiza la configuración y desconfiguración infinita de la vida. O sea, en
la visión trágica del mundo se encuentran in nuce dos ideas clave de Nietzsche:
la muerte de Dios y el eterno retorno de lo mismo.
Veamos brevemente algunas citas de El nacimiento de
la tragedia que confirman lo afirmado:
El arte es la tarea suprema, la actividad genuinamente
metafísica.
Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la
alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o
subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre.
Lo que nosotros esperamos del futuro, eso ha sido ya
una vez realidad -en un pasado hace más de dos mil años.
Todo nuestro mundo moderno está preso en la red de
la cultura alejandrina y reconoce como ideal el hombre teórico, el cual está equipado
con las más altas fuerzas cognoscitivas y trabaja al servicio de la ciencia,
cuyo prototipo y primer antecesor es Sócrates.
Ahora se entiende por qué Nietzsche en Ecce homo
se llama a sí mismo el primer filósofo trágico:
Antes de mí no hubo esta realización de lo
dionisíaco como pathos filosófico: falta la sabiduría trágica. En vano busqué
indicios de ella en incluso en los grandes griegos de la filosofía, aquellos de
los dos siglos anteriores a Sócrates. Pero me quedó una duda con Heráclito, en
cuya cercanía me sentía más abrigado, más a gusto que en ninguna otra parte. La
afirmación de la fugacidad y la destrucción, que es lo decisivo en una filosofía
dionisíaca, la afirmación de la antítesis y la guerra, el devenir, junto con un
rechazo radical incluso del concepto de “ser”; forzosamente tengo que reconocer
en eso lo más afín a mí de entre lo que se ha pensado hasta ahora.[5]
Aun cuando en El nacimiento de la tragedia
Nietzsche opera con categorías psicológicas y artísticas, se va abriendo -como subraya
Fink- una experiencia ontológica fundamental. Pero lo que Fink no precisa es
que esa nueva experiencia ontológica corresponde a una metafísica de la
inmanencia, una vida dionisíaca infinita que construye y destruye sin propósito
ni objetivo.
El planteamiento de lo trágico como principio
cósmico y del arte como conocimiento del mundo, fue lo que provocó el rechazo de
filólogos clásicos como Wilamowitz-Möllendorf a través de un rechazo acervo en
la que se reprochaba la “genialidad imaginaria y desfachatez, ignorancia y
falta de amor por la verdad”. El reproche estaba justificado, porque bajo un
problema estético expresaba su concepción filosófica del mundo. Filosofar bajo
el ropaje del arte, aunado a un dominio incompleto de las ideas metafísicas,
fue lo que provocó el desconcierto general. Así, la oscuridad de la obra se relaciona
especialmente con la ambigüedad de su concepto del fondo dionisíaco. Más fácil
de entender resultada lo apolíneo relacionado con el principio de individuación,
mientras que lo dionisíaco quedaba como el fondo sobre el que se asienta el mundo
luminoso. El hombre artístico está montado sobre un escenario teatral en el
forma parte de la apariencia. De Schopenhauer sólo toma el velo de Maya, pero no
el mundo como voluntad y representación aun cuando lo esté suponiendo:
…todo nuestro saber artístico es, en el fondo, totalmente
ilusorio, porque nosotros, en cuanto sapientes, no estamos fusionados ni somos
idénticos a aquel ser que, como único creador y espectador de aquella comedia del
arte, se depara a sí mismo un disfrute eterno.[6]
Aquí todavía la dimensión dionisíaca tiene el problemático
matiz de un trasmundo, porque toma de Schopenhauer la idea de voluntad y la
distinción entre esencia y fenómeno, donde a través de imágenes míticas y
primordiales se alude a un trasfondo cósmico, como fondo oscuro de la voluntad
cósmica dionisíaca, habla de las madres del ser, lo uno primordial y lo uno
viviente. En una palabra, lo trágico es la manifestación del ser dionisíaco en
el mundo, pues lo apolíneo sigue siendo trágico como principio de individuación,
mientras lo dionisíaco es el fondo oscuro de la voluntad cósmica. Es por ello
que El nacimiento de la tragedia contiene casi todos los elementos de la
filosofía nietzscheana. Sócrates encarna la ilusión de la lógica, opuesto al
hombre intuitivo y vital.
En Consideraciones intempestivas ve al genio
como algo sobrehumano o manifestación de una fuerza cósmica. Deja atrás las consideraciones
antropológicas y psicológicas. Trasciende todo humanismo. El genio está ligado
a la ontología cósmica. Su segundo periodo es abierto por su obra de crisis Humano,
demasiado humano, donde expresa una ruptura con Wagner y Schopenhauer. Lo
interesante es que ya no se toma muy en serio la idea de que el tiempo es la
forma en que juega al mundo lo uno primordial. Y lo hace con el propósito de
combatir la duplicación idealista del mundo entre fenómeno y cosa en sí desde
el punto de vista del antropologismo psicologizante. El hombre no puede conocer
la cosa en sí, es un autoengaño de los metafísicos:
Vemos todas las cosas a través de la cabeza humana y
no podemos cortar esa cabeza… Pero todo lo que hasta ahora ha hecho que las
hipótesis metafísicas les resultaran [a los hombres] valiosas, aterradoras,
placenteras, todo lo que las ha creado, no ha sido más que la pasión, el error
y el autoengaño…Una vez que se haya desvelado que estos métodos son el fundamento
de todas las religiones y metafísicas que hay, entonces se les habrá refutado.[7]
En este libro lleva adelante la destrucción
psicológica de la metafísica trascendente. Cabe preguntarse: ¿Acaso, también,
no es posible llevar adelante la destrucción psicológica de la metafísica inmanente?
En ese segundo periodo la metafísica aparece como enorme ficción psicológica, una
mentira vital que esconde necesidades y anhelos humanos. De ahí el título, la
metafísica del trasmundo es para Nietzsche demasiada humana porque es una válvula
anímica para vivir. Obviamente que su interpretación psicologizante es
cuestionable, porque lo lleva directamente a desilusionarse, calumniar y desencantarse
de la grandeza humana. Metafísica y religión quedan convertidas en fantasmagorías,
mera sublimación celeste. Si su óptica en el primer periodo era el arte, ahora
lo es la psicología y la ciencia. En ninguna parte desarrolla una temática
científica, sólo se limita a desenmascarar todo idealismo. El hombre es visto
como animal de ilusiones, ideales y anhelos. Si algo tienen en común los dos
periodos es conservar el sentimiento trágico de la existencia humana.
Somos de entrada seres ilógicos y por tanto injustos,
pero poder darnos cuenta de esto es una de las disonancias mayores y más
irresolubles de la existencia.[8]
En suma, se trata de una obra donde se opera un giro
desde la metafísica del arte, donde el uno primordial juega con el tiempo
creando mundos, hasta el antropologismo psicologizante, que desenmascara el ideal
como impulso vital. El enigma del hombre queda reducido al problema de su tendencia
al autoengaño, la sublimación y la huida constante del impulso vital creando
mundos que no existen en la realidad. Este segundo periodo se cierra con dos
obras más, a saber, Aurora y La gaya ciencia. En realidad, son
libros que anuncian el Zaratustra. En Aurora reflexiona sobre los
prejuicios morales, niega su origen sacro, tras la moral está el egoísmo de los
hombres, y ataca el imperativo categórico kantiano. En otras palabras, es el hombre
mismo el que asigna los valores. Su positivismo sólo se limita en denunciar la
servidumbre a una presunta trascendencia y a invertir el idealismo.
Hemos recapacitado y hemos acabado constatando que no
hay nada bueno, nada bello, ni nada maligno por sí mismo, sino que sólo hay
estados de ánimo en los que asignamos tales nombres a las cosas que hay fuera
de nosotros y a las que hay dentro de nosotros…somos nosotros mismos quienes se
los habíamos otorgado: procuremos que al darnos cuenta de esto no perdamos la
capacidad de otorgar.[9]
En La gaya ciencia su gran intuición es la
necesidad de luchar contra una civilización que con su idealismo, metafísica,
moral y religión degradó a la humanidad hasta el límite de la esclavitud
espiritual. Dirá cosas como éstas: Vivimos la época de la tragedia con la moral
y la religión, pero llegará la época de la comedia, sin moral ni religión,
donde predomine el instinto, la locura y la sin razón. La civilización industrial
es la forma de vida más baja conocida. El realista no es invulnerable a la
pasión, al contrario, está poseído por el amor a la realidad. La vida es una
excepción, en el Universo la condición general es el Caos. La Naturaleza carece
de todo atributo divino. La moral es el instinto de rebaño en el individuo. La
ciencia es una humanización de las cosas. El cristianismo destruye la fe en la propia
virtud. El hombre se elevará cuando deje de desbordarse en Dios. El hombre
superior es más dichoso, pero más infeliz. La moral nos impide ser creadores de
nosotros mismos. Con la muerte de Dios se hundirá toda la moral europea. El
idealismo es una enfermedad porque teme a los sentidos. Somos impíos,
incrédulos e inmoralistas. Las religiones se originan de una gran dolencia de la
voluntad. No amamos la humanidad, pero tampoco el nacionalismo ni el racismo.
Primer periodo
estético:
- sentimiento
trágico del mundo / - dionisíaco y apolíneo
- reducción del ser al valor
- metafísica cósmica de unidad primordial y creación
de mundos.
Segundo periodo antropológico-estetizante:
- desenmascaramiento del ideal
- papel central del impulso vital
- rompimiento con metafísica de la duplicidad del
mundo en fenómeno y cosa en sí
- desaparición de grandeza humana
- inmoralismo y condena a la moral de rebaño
- condena de la era industrial
- apología del hombre superior
- anuncio de la muerte de Dios
- rechazo del cristianismo y su moral
- rechazo del trasmundo/ existir con riesgo
- se gesta nueva imagen del hombre
- la moral y el valor es una creación humana
- recelo en la razón, la ciencia y en el progreso
La formulación de todas estas ideas fundamentales tapiza
la senda que lo llevará a la maduración de su pensamiento en la etapa de la Predicación
que, como veremos, también comprende dos periodos.
OPINIÓN DE UNAMUNO Y REFLEXIÓN
Buscó toda
su vida la revolución de los valores para recuperar al hombre vital, oprimido
por el concepto, la esencia, la cristiana moral de esclavos, la religión, Dios
y la metafísica. Para cambiar las cosas Nietzsche se propuso la destrucción de
la civilización metafísica mediante la transvaloración de todos los valores y
el nihilismo activo de la voluntad de poder. De él dijo Unamuno que se tenía a
otro racionalista que inventó el remedo de la inmortalidad del alma con la
tesis del eterno retorno, pero al menos no era un eunuco espiritual. Sin embargo, hay que notar
que la filosofía de Nietzsche refleja la disolución de todos los valores bajo
el capitalismo imperialista. El logos nietzscheano guarda en su seno la ilusión
de lograr la emancipación humana mediante la filosofía. Es una filosofía que
trata de reaccionar contra la enajenación humana, sin darse cuenta que dicha
alienación tiene su fuente en la misma determinación económica del capitalismo.
Muere Nietzsche en 1900, justo al comenzar el siglo más inhumano de todos los
tiempos: el siglo veinte.
2.
PREDICACIÓN
La segunda
parte de su producción comprende, según nuestra clasificación, dos periodos, el
primero que se inaugura con el Zaratustra y la segunda que se abre con Más
allá del bien y del mal y se cierra con la obra póstuma La voluntad de
poder.
Así habló Zaratustra -publicado en cuatro partes de 1883 a 1885- inaugura
la tercera etapa definitiva de su pensamiento y es la obra cumbre de su
producción. Su idea clave es el eterno retorno de lo mismo, de la cual
penden el superhombre, la muerte de Dios y la voluntad de
poder. La muerte de Dios es la muerte del idealismo, lo que conduce a la
idea del superhombre y el poner en lugar de Dios no al hombre, sino a la
Tierra. A partir de aquí se trata de un inmanentismo paganizado que lleva directamente
a la voluntad de poder. Zaratustra habla en parábolas y metáforas, es un libro
que se abre con el tema del superhombre y el último hombre, éste último es un
nihilista pasivo que sólo quiere la nada. Pero tiene como0 idea clave el eterno
retorno de lo mismo. El superhombre es el que no se aferra a nada, ni siquiera
a la nada, no siente compasión. Zaratustra es el espíritu libre, el genio, y el
propio Nietzsche se denomina a sí mismo el “poeta del Zaratustra” y la define
como la parte afirmadora de su filosofía.
Frente al temor apolíneo hacia el instinto Nietzsche
propone aceptar la vida y el dolor tal cual es para trocarlo en alegría. De ahí
nace el rechazo a los valores de la cultura occidental, a los valores del cristianismo,
de la perspectiva científica y de la moral. Hay que invertir los valores de la
caridad, resignación y compasión. Este nuevo espíritu se encarna en el superhombre,
el cual está tan lejos del hombre como éste del animal. El superhombre es el
que acepta la muerte de Dios y así recupera su orgullo y se eleva a sí mismo. El
destino del hombre encarna la evolución irracional del Universo, el eterno retorno,
la negación superación. De manera que el Zaratustra es un poema en
prosa, de lírica extraordinaria e inusitada potencia expresiva, donde preconiza
que el conocer verdadero lo proporciona la poesía, la intuición. Al enloquecer
Nietzsche su hermana Elisabeth interpoló afirmaciones germanistas y antijudías
descubiertas en 1956 por K. Schlechta. En Ecce Homo dice Nietzsche que el
Zaratustra significa la autosuperación de la moral.
No me preguntaron, pero me debieron haber preguntado
qué significa el nombre de “Zaratustra justamente en mi boca… En mi boca, el
nombre de Zaratustra significa la autosuperación de la moral a fuerza de
veracidad, la autosuperación del moralista en su opuesto que soy.[10]
La primera parte es el Prólogo de Zaratustra y allí
se desarrolla la idea de que el hombre es una realidad imperfecta, lo más grande
de él es ser un puente y no una meta, es sólo un tránsito hacia el superhombre.
Esta es una de sus ideas que mayor fortuna ha tenido entre sus pensamientos. El
último hombre es el del nihilismo pasivo, que ya no cree en nada, en él la
fuerza creadora se ha extinguido, vive de puro usufructo, es el pequeño hombre
masa. Y añade, Dios ha muerto, no hay cielo, ni infierno, los valores se
quebrantan, es hora de crear. Así exclama: “¡Llega el momento en el que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo
más allá de sí mismo y en el que cuerda de su arco ya no sabrá vibrar!”[11]
Luego en el Discurso Zaratustra nos habla de las
tres transformaciones que padece el espíritu: tú debes (camello), yo quiero (león)
y juego creador (niño). No es virtud vencerse a sí mismo, eso es temor. El yo
creador es la medida de todas las cosas y no “otro mundo”. El que desprecia su
cuerpo desconoce que en él reside el sí mismo que incluso define al espíritu.
Amando las virtudes el hombre perecerá. En la plebe el espíritu se ha trivializado.
El noble crea nuevas virtudes, el bueno se aferra a las viejas virtudes. Los sacerdotes
son los predicadores de la muerte, al contrario, hay que aprender a morir ni
demasiado pronto ni demasiado tarde, morir a tiempo es un arte. Aconsejo valentía
lucha y victoria. Donde acaba el nuevo ídolo llamado Estado allí comienza los puentes
del superhombre. Todo lo que es grande se aparta del mercado, la fama, el
pueblo y huye hacia su soledad. El verdadero casto se ríe incluso de su
castidad. Capaz de amistad es aquel que no es tirano ni esclavo. La humanidad ha
tenido mil metas, falta la única meta. Aman al prójimo los que huyen de sí
mismos. La mujer es un enigma dulce y amargo, ama el ser poseída, el hombre es
sólo malvado pero la mujer es mala. El mejor amor es amargura, por eso despertad
la sed del superhombre. Virtuoso es el que está por encima del encomio y
censuras, lo agradable y lo blando, tenéis poder, un pensamiento dominador y un
alma inteligente. Así se cierra su prédica sobre el superhombre.
La segunda parte se llama El niño del espejo y
expresará la idea básica de la voluntad de poder. Aquí ahondará con las
siguientes reflexiones: No se puede crear un Dios, pero sí un superhombre. La sangre
es el peor testimonio de la verdad. La expulsión de recompensas y castigos es
precisamente el tú debes kantiano. La virtud no debe ser algo ajeno sino
nuestro sí mismo. Las tarántulas son los predicadores de la igualdad. Los
hombres no son iguales, pero hay los que predican la doctrina de la igualdad. Esto
es su rechazo de la democracia y el socialismo. Defender la jerarquía y la desigualdad
es defender la nobleza del alma. Los sabios célebres no sirven a la verdad,
sino a la superstición del pueblo. La vida es voluntad de poder. El motivo
oculto de nuestras acciones nobles es el resentimiento. Dudéis del pueblo
cuando habla de grandes hombres. Di tu palabra y rómpete. El que quiera vivir
entre los hombres debe saber beber de todas las copas. Dicho estas cosas Zaratustra
rompió en llanto y partió solo, abandonando a sus amigos. Así, su idea del superhombre
lleva al concepto de la voluntad de poder, como esencia de la vida de la Tierra.
La tercera parte del Zaratustra se intitula El
Viajero. Es la parte medular de su pensamiento. Zaratustra se dirige a su caverna
para enfrentarse a su pensamiento más enigmático. Después de haber hablado del superhombre
a todos, de la muerte de Dios y la voluntad de poder a unos pocos, hablará del
eterno retorno sólo consigo mismo. Después de haber dicho: “Todos los dioses
están muertos, ahora queremos que viva el superhombre”, advierte que la
voluntad de poder está en el tiempo y no puede ir contra éste. Y es entonces cuando
se señala que el centro del pensamiento de esta tercera parte es la idea del
retorno. La idea del eterno retorno de lo mismo es la nueva tasación de los
valores. Su última cumbre es ver el eterno retorno de lo mismo como el corazón
del mundo. Así frente al pensamiento paralizante del enano, Zaratustra evoca el
coraje de la voluntad de repetición. El pensamiento de Zaratustra sólo se asoma
a la amplitud universal cuando rechaza la infinitud del tiempo, y en su lugar
ve desde dentro el tiempo intramundano del eterno retorno de lo mismo. El ciclo
del tiempo pensado como la serpiente que se muerde la cola, el círculo del Uróboros,
símbolo de la unidad de todas las cosas que no desaparecen nunca en un ciclo
perpetuo de creación y destrucción.
En realidad, se trata de un pensamiento asfixiante
donde todo regresa y todo progreso humano es vano. Para Nietzsche el verdadero iluminado
es capaz de soportar y resistir esta idea de una transformación incesante de la
existencia. Se trata de un futuro ya fijado donde se repite lo que ya
aconteció. Si en este contexto todo riesgo es absurdo e inútil, aceptar justamente
ello, el fracaso fatalista del instante, permite ver que el manantial de la
eternidad está más allá del bien y del mal, lo axiológico sucumbe ante esta nueva
ontología de la inmanencia del eterno retorno de lo mismo. De ese modo
eternidad y temporalidad quedan unidos en el ciclo del devenir. El tiempo es lo
eterno, y la esencia del tiempo es la eterna repetición. Esa es la revelación recóndita
que Zaratustra sólo hablará consigo mismo. La esencia del tiempo como eterno
retorno mismo es el último fundamento donde se opera una inversión de la moral.
Ahora la voluptuosidad, el afán de poder y el egoísmo son valores que afirman
lo finito. Así el retorno de lo mismo no surge del tiempo, sino que es el tiempo
mismo. El superhombre es el que conserva la voluntad de voluntad a pesar de la eterna
repetibilidad. Cuando los animales llaman a Zaratustra y son ellos mismos los
que exponen su enseñanza:
Mira, sabemos lo que enseñas: que todas las cosas se
repiten eternamente y también nosotros con ellas, y que nosotros ya hemos
existido innumerables veces, y todas las cosas con nosotros… Todo va y todo vuelve.
La rueda de la existencia gira eternamente. Todo muere, todo vuelve a florecer:
eternamente corre el año del ser.
Y esta tercera parte termina repitiendo el estribillo:
¡Pues yo te amo, eternidad!
En realidad, Nietzsche no elabora explícitamente el
concepto del tiempo, ni hace el análisis ontológico de la finitud. Sus
razonamientos son cuestionables, y haciendo del devenir lo único eterno sigue
aferrado a la noción antigua del ser como lo permanente. No justifica el ser
como devenir, simplemente lo afirma, no hace el análisis fenomenológico del
instante, solamente lo sostiene. El desarrollo precario de sus conceptos de infinitud
y repetición llevan a que su doctrina sea cuestionable y equívoca. Quiere imponer
sus ideas mediante el pensamiento paradójico y lo consigue a medias. Hay mucho
de indecible en el tiempo intramundano. En el capítulo Del Gran Anhelo se alude
al deseo que tiene el hombre de asomarse al espacio y al tiempo en su apertura
cósmica, es un atisbar la eternidad por encima de todos los procesos existentes.
Es un lugar donde desaparece la diferencia entre lo pasado y lo futuro.
Predomina el presente eterno.
Por eso Zaratustra no sólo siente desprecio por el hombre,
sino también amor, porque sabe que es la imagen del superhombre que logrará la
visión de la totalidad universal en el eterno retorno de lo mismo. Ese ser
liberado de Dios y del trasmundo, sabedor del eterno retorno, y elevado por
encima de todo vínculo con lo existente se eleva al amor fati, al amor por el
destino o querer lo necesario. En su conceptualidad paradójica es capaz de ver
lo intramundano en su principio de individualidad y en su totalidad como
voluntad de poder que discurre en el eterno retorno de lo mismo. Ver el eterno
de lo mismo no es salirse de lo intramundano, sino que es ver la otra cara de
lo mismo. Lo intramundano es un presente que se repite indefinidamente.
La gran repetición eterna es descrita cantando por
Zaratustra, como la gran embarcación que flota en las aguas del devenir. Pero
el señor de la barca es Dioniso, el dios de la embriaguez y del juego. En suma,
la respuesta al gran anhelo del hombre es Dioniso, la venida del mundo es algo
dionisíaco. El canto dionisíaco que se entona en los dos últimos capítulos de
la cuarta parte del Zaratustra es la llegada en el hombre de su apertura cósmica.
Si el sufrimiento sólo ve la fugacidad del tiempo, el placer ve más hondamente
porque quiere la eternidad.
El dolor dice: ¡pasa!
Más todo placer quiere eternidad,
¡quiere profunda, profunda eternidad![12]
El gran anhelo es el gran año, y éste es la llegada
en el hombre de la apertura cósmica, cuando desaparece la diferencia entre lo pasado
y lo futuro, el hombre se libera de Dios y del trasmundo. El gran anhelo del hombre
es Dioniso, el que juega alegre de placer con el eterno retorno de lo mismo. Es
el placer el que ve más profundamente la eternidad. Pero
bien visto, se trata de la triste eternidad de lo finito en una desilusionante
repetición. Y esa es la tragedia del hombre contemporáneo y Nietzsche lo
representa. El hombre relativista y hedonista de hoy ha perdido el horizonte de
lo eterno trascendente, es temporalista y antieternalista por excelencia, y por
ese camino el occidente liberal se ha deslizado hacia el inmoralismo y el nihilismo
disolvente. La humanidad pende de un hilo por causa de la descomposición del
espíritu burgués.
Nos preguntamos, ¿Y qué sucede cuando el placer no
encuentra eternidad? Parafraseando un verso del Conde de Von Platen se puede improvisar
recitando:
El que ha visto que el placer quiere eternidad/
está ya a la locura entregado.
Pues, resulta muy significativo que Nietzsche perdiera
la lucidez mental al ver interrumpido su placer dionisíaco, tras espectar en Turín
cómo sufría un caballo que era duramente castigado por su dueño. Para comprender
su hipersensibilidad y delicada salud, que condiciona su modo de escritura,
haremos un breve excurso por su biografía. Al respecto cabe recordar que por la
rama materna y paterna Nietzsche recibió la herencia de la enfermedad mental.
Su padre muere a los 35 años y él apenas un niño de 4 años siente su ausencia.
Rodeado de mujeres -su abuela, tías, madre y hermana- era el niño idolatrado.
El niño resultó miope, serio, y gustaba del campo y la soledad. Fue alumno
destacado y su talento literario ya se había manifestado a los 8 años. Como
camillero en la guerra Franco-Prusiana le dan de alta por padecer de gastritis,
insomnio, hemorroides, dolores de cabeza, vómitos y nerviosismo. Y en esas
condiciones empieza a escribir su primer libro, El nacimiento de la tragedia.
El prestigioso Wilamowitz rechaza su dupla apolíneo-dionisíaco, que el culto de
Dioniso surgiera de lo trágico, y le pide que dejara de enseñar filosofía.
Wagner y Cósima sospechan de su sexualidad y le recomiendan que se casara para
que “volviera al mundo”. Pero Nietzsche tiene sus ojos en peor estado y se alegra
de no poder leer para sólo oír su propio pensamiento. A punto de cumplir los
treinta años el alejamiento de sus dos amigos golpea su narcisismo, uno para
ser sacerdote y el otro para casarse. Escribe su tercera Consideración intempestiva.
Para salir de la soledad piensa en el matrimonio, pero mientras una está en el
manicomio, la otra anda enamorada de su profesor de piano. Un alumno suyo describe
su contraste con Burckhardt: viste a la moda, una casa arreglada, muebles finos
y cómodos. Rompe con Wagner no por ser este germanófilo, sino por decirle a su
óptico que le recomendara contraer matrimonio y se alejara de la masturbación.
Su familia era apegada al nacionalismo y su hermana
al antisemitismo. Catedrático a los 25 se jubila a los 30. Renuncia a la
universidad, recibe una pensión, se vuelve apátrida, y no pudiendo dedicarse a
la jardinería se dedica al vagabundeo. Se vuelve un filósofo nómade. En 1881 se
encuentra a gusto en Sils María. Sólo había publicado dos libros. Las montañas
italianas le inspiran su tercer libro, Aurora, luego en Roma conoce a la
mujer fatal, Lou Salomé, que también cautivaría a Rilke y a Freud. Enamorado de
ella le propone matrimonio y ella no se interesa. Él la llama “cerebro sin alma”.
En realidad, era inepto para las mujeres. Antes se había enamorado también de
Cósima Wagner. Tras el decepcionante idilio tiene un enfrentamiento familiar
que lo tildan de “menesteroso y cobarde”. Escribe La gaya ciencia, donde
aparece su idea de la muerte de Dios, y hace su aparición el loco y Zaratustra.
Promete vivir en soledad. Se sume en el mayor aislamiento, cambia siempre de domicilio
y de lugar de descanso.
Es 1882 y con 40 años publica Zaratustra,
donde postula el ideal del superhombre. En 1883 al publicar sin éxito la
segunda y tercera parte del Zaratustra siente cercana la locura. Su amiga
Resa lo encuentra desequilibrado. En 1884 escribe la cuarta parte y el editor
se niega a publicarlo. Vienen sus últimas obras que asocian el superhombre con
la bestia rubia. Ese elemento luego sería asociado con el totalitarismo nazi, convirtiéndose
en un pensador peligroso y antihumano. Le gusta el calificativo que le hace
Georg Brandes de “radicalismo aristocrático”.
Pero su amigo Rhode se aparta al advertir su megalomanía
y locura. Nietzsche entra en una fase de locura eufórica. Escribe El ocaso de
los ídolos, donde cree completar la transvaloración de todos los valores. Todo lo
producido en 1888 en Turín, año de asombrosa fertilidad, -Ecce homo, El Anticristo-
está sellado bajo la época sifilomaníaca, paranoia autodeificadora, muecas involuntarias,
correspondencia disparatada y formas con alias delirantes. Su psicosis avanza. Vive
volcado contra el cristianismo, se siente un Dioniso-Anticristo. Entra en el
crepúsculo mental completo en 1889. Recién se disparan la venta de sus libros.
Quien luche con monstruos debe cuidarse de no convertirse
en uno él mismo. Y cuando se mira fijamente un abismo durante largo tiempo, el
abismo le devuelve la mirada a su interior.[13]
Entra en la locura al ver a un caballo siendo castigado
por el dueño. Se desploma. Se lo lleva a su habitación. Mantiene un comportamiento
descontrolado y anormal, esto hace que lo llevaran al manicomio de Basilea y
luego al de Jena. Su estado psicótico se tranquilizó hasta que le fue entregado
a su madre, y ésta lo cuidó como un niño incontinente y sumiso.
¿Puede un asno ser trágico? ¿Puede alguien sucumbir
bajo un peso que no puede ni llevar ni arrojar?... El caso del filósofo.[14]
Tan trágico como su sumergirse en la locura fue lo
que vino después con su hermana Elisabeth. Paga una suma apreciable a su madre
para manejar el Archivo de su hermano. Muere su madre Franziska. Elisabeth se
adueña del archivo y lo trafica. Lo distorsiona y alienta su nazificación.
Nietzsche desaparecido en 1900 en estado vegetativo, ni se imaginó su asociación
con el nacionalsocialismo, racista y guerrerista. No se cumplió su profecía de
que la crisis abierta por el último hombre tras la muerte de Dios solo podría
ser superada por el advenimiento del superhombre.[15]
El sucinto recorrido biográfico hace comprender tres
cosas, nada pequeñas. Primero, que su escritura aforística y apotegmática está condicionado
por su crítico estado de salud, que no le permite una redacción continuada y
sistemática. Su vista es cada vez más débil y sus jaquecas más insoportables. Lo
cual le impiden una escritura continuada y apacible. A ello se añade luego su
psicosis y delirio paranoide en franco progreso, que ya era advertido por sus
seres más cercanos. Segundo, y esto solamente es hipotético, su extravío del
sentido de lo sagrado y del ser va al compás de la agudización de sus dolores
físicos, trauma familiar, infelicidad amorosa, indiferencia ante su pensamiento
y avance de su patología mental. Lo cual significaría que no todo en su pensamiento
viene de la lucidez mental. Es como si fracaso en la vida fuera compensado por
un delirante éxito en su pensamiento. Y tercero, que en él no hay tres máscaras
como piensa Deleuze, sino tan sólo una. Para Deleuze Nietzsche tiene tres máscaras:
Dioniso en la juventud, Zaratustra en la madurez y el Anticristo en la “vejez”
o apoteosis.
Esta imagen de Deleuze distorsiona completamente el pensamiento
de Nietzsche, porque Dioniso encarna el juego cósmico final que justifica al amor
fati o amor al destino. No son ni siquiera algo así como las posibles tres
caras de Jano, sino un solo rostro que se transfigura en el juego cósmico del devenir
en eterno retorno de lo mismo.
Por eso, la conclusión del Zaratustra es que la
eternidad es la eternidad del propio mundo, y dicho personaje llega a su última
madurez cuando supera la comprensión del hombre superior aferrado a la nada. La
metafísica de lo inmanente está consumada. Ahora lo que falta consumar es la
destrucción de la tradición occidental existente. A eso se abocará en su etapa
final.
Después de su obra cumbre del Zaratustra viene
el conjunto de sus obras finales que concluyen con la obra inconclusa de La
voluntad de poder. Si Zaratustra es su parte positiva y propositiva, el
último periodo es su parte negativa y destructiva. El ataque al cristianismo
con odio diabólico se hace manifiesto. Y dice que su nuevo dios Dioniso le enseñó
nuevas verdades y valores. Está en la cúspide de su etapa sofística, sigue siendo
impreciso y ambiguo. Este último y cuarto periodo de la segunda parte que hemos
llamado de la Predicación comprende las obras siguientes: Más allá del bien
y del mal (1886), Genealogía de la moral (1887), El crepúsculo de
los ídolos (1888), El Anticristo (1888), Ecce homo (1888) y La
voluntad de poder. Todo este cuarto periodo se encierra en el esfuerzo nihilista
de destruir la tradición occidental.
Más allá del bien y del mal representa un glosario conceptual de Zaratustra y
el inicio de su última etapa. Su idea central es ambigua, porque la expresión “más
allá” de las morales decadentes representa también un retorno más acá hacia una
época premoral, sin bien ni mal. Pero la idea central es que la moral superior
está más allá del bien y del mal. Reducir la voluntad de verdad a voluntad de
poder es una nítida declaración nihilista. El tema es una crítica a la
modernidad desenvuelta con una “crueldad declarada”. Critica a los filósofos de
la verdad, defiende una época extramoral, señala las tareas de una nueva ciencia
de la moral, compara el intelectual europeo con un animal de tiro, ridiculiza
la emancipación femenina falsamente entendida, critica implacablemente al Reich
y sostiene que sólo una nueva época de casta puede sacar a Europa de su empequeñecimiento.
Termina presentando a Dioniso como el dios-filósofo, que enseña nuevas verdades
y valores.
Ya antes, en La gaya ciencia, había dicho:
¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo
podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos?
Ahora en Así habló Zaratustra vendrán
expresiones rotundas como las siguientes:
Yo predico el Superhombre. Yo os anuncio el superhombre.
El hombre es algo que debe ser superado… El superhombre es el sentido de la
tierra (III)
No hay demonio, ni hay infierno, tu alma estará
muerta aún antes que tu cuerpo. ¡Nada en absoluto tienes, pues, que temer! (VI)
El hombre es algo que debe ser superado
(De las alegrías y pasiones)
Hay una sola cosa imposible en todas las cosas: racionalidad
(72)
Todo placer quiere eternidad en todas las cosas (XI)
¡El placer es más profundo aún que el sufrimiento!...
Más todo placer quiere eternidad (XII)[16]
En Genealogía de la moral la nueva tasación
de los valores queda marcada por la idea de la “inversión”. Ataca a los judíos
como pueblo sacerdotal, interpreta la historia de Occidente de forma
extremadamente simplificada, señala que la esencia del hombre es la crueldad, instinto
básico que consiste en el placer por ver
sufrir y hacer sufrir, idea masoquista que se asocia a otra cuando enaltece al
hombre como bestia reprimida, asocia el ascetismo con la nada, el trasmundo, la
negación del mundo terrenal, y al sacerdote con el ideal opuesto a la vida, y enfatiza
que el hombre es puente hacia el superhombre.
Pero el ser del valor no se problematiza. Le falta
claridad en sus ideas, pero deja entrever una postura metafísica contradictoria
donde reduce todas las nociones de verdad a la voluntad de poder. La voluntad
de poder es un concepto ontológico que designa el dinamismo de todo ente, todo
ser es un impulso de supremacía. Pero, así como hay morales como constructos de
poder en auge hay otras que se hunden, y, por ende, están sumidas en la impotencia.
O sea, la voluntad de poder se manifiesta de dos modos: como poder e impotencia.
La nueva moral de los amos experimenta la muerte de Dios, y la moral de los esclavos
experimenta el miedo al Señor. Superhombre y hombre orientado a Dios son dos
polos opuestos. Y sobre esa base Nietzsche quiere hacer guerra contra toda
forma de humanidad alienada.
Su prosa henchida de odio demoniaco prosigue en
El Anticristo. Es una obra que sintetiza toda la obra de su último periodo.
Su mensaje más profundo es que Dios está muerto porque lo humano exige la
muerte de dios. El hombre tiene que crearse ex nihilo, tiene que volverse dios,
superhombre, tiene que trasmutar todos los valores, destruir la moral de esclavos,
de rencor propio del socialismo, anarquismo y socialismo, a sumir la moral del señor,
noble, propio del aristocratismo, no renunciar al mundo, sino aceptarlo tal
cual es.
En su crítica al cristianismo señala que la dinamita
cristiana es la idea moderna de la igualdad de las almas ante Dios, pero ese es
el principio de la decadencia de todo orden social. No se refiere a la igualdad
jurídica, sino a la espiritual. Y le parece horrible que el ideal humano no sea
la mayor desigualdad y diferenciación espiritual posible. Nietzsche fue
contemporáneo de Marx, pero no conoció el socialismo más que superficialmente,
su propaganda, pero no su esencia. Nunca su pensamiento avanzó hacia una interpretación
económico social de la sociedad y el hombre. Su crítica a la metafísica es desde
categorías vitales instintivas, y nunca desde categorías sociales. Por eso su
revuelta aristocrática radical se queda en un individualismo utópico y nihilista
incapaz de transformar al hombre y la sociedad.
Este dulce mensajero murió como vivió, como enseñó,
no para redimir a los hombres, sino para mostrar a los hombres cómo se debe
vivir (35).
Casi dos milenios y ni un solo nuevo Dios (19)
La nada divinizada en Dios, la voluntad de la nada
santificada (18)
El reino de los cielos es un estado del corazón, no
una cosa que advierte en la tierra o después de la muerte (34)
Ya la palabra cristiano es un equívoco: en el fondo no
hubo más que un cristiano, y éste murió en la cruz (38)[17]
El ocaso de los ídolos prosigue su ataque feroz anticristiano: el más allá
no existe. Se trata en el fondo de un ataque radical al platonismo y a todo
idealismo. Existe sólo lo mundanal y terreno. La muerte de Dios es superación
de la trascendencia de los valores. La ontología metafísica es sustituida por
la ontología terrenal, inmanente, el puro devenir de la voluntad de poder. El
ser permanente es una ilusión. El único ser que existe está en devenir. El fin
de los ídolos -Dios, moral, idealismo- está cerca, se aproxima el reino del superhombre,
situado más allá del bien y del mal. Pero contra lo previsto por Nietzsche el
advenimiento del siglo sin Dios no marcó el ocaso de los ídolos, sino, al contrario,
surgieron nuevos ídolos de índole inmanente y terrenal. Los totalitarismos políticos
de todo cuño así lo testimonian. Pero también tiene que ver con la metafísica de
lo religioso, donde se muestra que el hombre puede vivir sin confesión
religiosa, pero no sin el acto de trascendencia, como lo hace ver Alfred Müller-Armack.[18]
En el mundo secularizado e inmanente, doblegado por el positivismo al
relativismo, se genera la formación inmanente de ídolos. Nietzsche no se da cuenta,
pero la secularización es la nueva fe en lo terrenal. El superhombre queda
convertido en un nuevo ídolo inmanente.
La última obra publicada por Nietzsche lleva por
título Ecce homo. Considerada también como una autobiografía, pero que
no refleja al hombre Nietzsche, sino al Nietzsche escritor y filósofo. Su persona
lejos de ser el héroe de sus libros está llena de dobleces. Es una autobiografía
más unida a su ideal de superhombre que a su vida fracasada. Fracasada como hijo
y hermano, como profesor universitario, como hombre que nunca pudo casarse,
como escritor que no pudo conocer en vida el éxito editorial, como vecino que
siempre estaba cambiando de domicilio, como amigo que exigía una reverencia
incondicional, como ciudadano que se convierte en apátrida, su salud era pésima,
su vista más una carga que una ayuda. Su cuerpo no deja de torturar su mente
desde hace décadas. Sólo tenía en sus manos su vida como pensador, como
intelectual, que propone revolucionar la visión del mundo.
Empecemos por el título, muy significativo, por cierto,
porque alude no a la voluntad de un Dios inexistente, ni a la voluntad veleidosa
de los hombres, sino a la voluntad del destino, al amor fati. Efectivamente,
en el Evangelio “Ecce homo” son las palabras pronunciadas por el gobernador
romano Pilatos al presentar a Jesús junto al famoso criminal Barrabás ante la muchedumbre,
creyendo que así lo podrá liberar y evitar la muerte de un inocente.[19]
Pero el pueblo elige liberar a Barrabás y condenar a Jesús. Entonces, Pilatos
procede a lavarse las manos como señal de que no quiere hacerse responsable de
la muerte de un inocente. Esa fue la voluntad de Dios: la condenación de su Hijo
para salvar a la humanidad de sus pecados.
Pero ocurre en Nietzsche, que, cuidadosa y mefistofélicamente,
utiliza las mismas palabras para sustituir la voluntad de Dios por la voluntad
del destino. Recién ahora podemos decir que se tiene el cuadro completo, a
saber, la voluntad de poder es voluntad del destino, que está más allá del bien
y del mal, es la nueva moral de los amos, del hombre cruel, del Anticristo, que
señala el ocaso de los ídolos trascendentes, pero que abre la puerta al ídolo
terrenal de Dioniso, el cual es el Ecce homo que representa la voluntad del destino.
Por ello, Ecce homo no es una crónica temporal, ni una confesión
cristiana atravesada por la gusanera humildad, sino la expresión de una voluntad
gozosa de eternidad, una muestra de gratitud hacia la vida, donde vislumbra la
llegada del superhombre, y refirma la voluntad de poder, que volverá a vivir un
número infinito de veces en un eterno retorno de lo idéntico.
Para el padre dominico T. Urdánoz el libro es una defensa
y una exaltación de sí, pero en el sentido en que es la humanidad la que tiene
que dar cuenta de su error. Para E. Faguet se trata de un libro patológico que
precede a la vesania y el extravío mental. Para Klossowski su locura representa
una prueba irrefutable de su pensamiento, de la lucha entre su pensamiento y su
cuerpo. Mientras que para Bataille es una demostración de su derrota ante la
vida, de su impotencia, que lo lleva a compensarse levantando una cumbre
inalcanzable.
Si estas opiniones no andan tan descaminadas,
entonces, ante el descalabro mental ¿su parapeto filosófico no le sirvió de nada?
¿O ya estaba condenado en hundirse en la locura por los antecedentes familiares?
¿Era su destino volverse un insano mental y así lo percibió? ¿De ahí puede
provenir su amor fati o amor al destino? ¿Sufrió tanto como hombre que se inventó
la llegada del superhombre? ¿Renunció a Dios ante una vida tan doloroso física
y mentalmente, para compensarla con la voluntad del destino? ¿Es la voluntad de
poder una sublimación de su propia voluntad fracasada y menguada en la vida?
¿No es locura demoniaca contraponerse al propio Crucificado?
Para Nietzsche Dios designa una moral hostil a la vida,
es un vampiro de la vida, una moral ontologizante porque establece lo permanente
como lo bueno. Y así el hombre se aparta del mundo verdadero. La ontología de
Nietzsche hace al ser en devenir y temporal en ser verdadero. Esta eliminación
de la diferencia ontológica es para Nietzsche el punto culminante de la
humanidad. Su forma teológica la sustituye por la cosmológica, pues predomina
el dinamismo de lo finito como voluntad de poder en el tiempo del eterno
retorno de lo mismo. A pesar de todo, no logra un desarrollo sistemático de su
nueva ontología.
En el Prólogo afirma que es el discípulo del filósofo
Dioniso, que no habla como un fanático profeta, y que el único mandamiento será
encontrarse a uno mismo. Luego vienen una serie de títulos egolátricos y
narcisistas. En Por qué soy tan sabio, sostiene que tiene olfato
finísimo para detectar lo elevado y lo decadente. Añade que desde su lecho de
enfermo redescubrió la vida, hizo de su voluntad de estar sano y vivir una filosofía.
En Por qué soy tan inteligente, responde que los
es porque cambió todos los productos de la imaginación que la humanidad tomó en
serio -Dios, alma, virtud, pecado, inmortalidad, verdad- por el amor a la vida.
La verdadera grandeza del hombre consiste en amar el destino. En Por qué
escribo tan buenos libros dice: porque soy un antiasno, un monstruo de la historia
universal, un anticristo. Soy un psicólogo incomparable que purifica la sexualidad.
A partir de aquí viene la evaluación de sus obras. Considera que El origen
de la tragedia demostró que los griegos resolvieron la antítesis entre lo
apolíneo y lo dionisíaco mediante la síntesis de la tragedia. Sócrates es el instrumento
de la decadencia. Y prevé el advenimiento de una época trágica.
Sobre Consideraciones intempestivas advierte
el tono beligerante en su integridad y el ejercer un librepensamiento de nuevo
cuño. De Humano, demasiado humano colige que se liberó del idealismo, demostró
el mundo inteligible no existe, y que el hombre moral se aferra a erróneas
fantasías. Sobre Aurora piensa que emprendió una guerra contra la moral
o la moralina, y que la nueva moral debe sustentarse en la fuerza de los instintos
naturales. De La gaya ciencia dice que es un libro afirmativo y de
agradecimiento por el maravilloso mes de enero que vivió.
Así habló Zaratustra lo aprecia como un lugar aparte. Fueron dieciocho
meses de embarazo, donde la inspiración fue una encarnación. Pero paga caro ser
inmortal: queda debilitado y un silencio lo rodea. Más allá del bien y del
mal es visto como una crítica acerba a la modernidad a través de la inversión
de los valores. No hay objetividad, sentido de la historia ni compasión. La
genealogía de la moral tiene un final feroz, porque considera la conciencia
no como la voz de Dios, sino como el instinto de crueldad que se vuelve contra
nosotros. El ocaso de los ídolos significa que el fin de la vieja verdad
está próximo. El caso Wagner es un ataque a todo lo decadente y alemán.
Y concluye con Por qué soy un destino. Y responde por negar la moral
cristiana y que el hombre bueno sea el tipo superior. Todo eso es vampirismo e
ideas antitéticas de la vida.[20]
Ante ello no puede pasar desapercibido la consideración
de Karl Jaspers que estima que la lucha de Nietzsche contra el cristianismo es
desde exigencias cristianas, tratando de provocar una reacción contra el
nihilismo, pero él mismo no llega a ofrecer una filosofía acabada.[21]
No obstante, no es exigencia cristiana sustituir el ser por el devenir, hacer
desembocar lo axiológico en una ontología de lo inmanente. La consideración de
Jaspers está muy centrada en El Anticristo, pero dicha obra -como todas
las demás- tienen que ser vistas orgánicamente, y sólo así revela que la nueva
ontología en la que Nietzsche desemboca se resuelve desde exigencias totalmente
anticristianas y metafísicas. No se trata de afirmar como Heidegger que
Nietzsche es un pensador metafísico y no vitalista porque ve la Vida como el
ser en devenir y la voluntad de poder como arte. No, en Nietzsche la voluntad
de poder se sume en un eterno retorno de lo idéntico sin finalidad cósmica
alguna. La voluntad de poder no se resuelve en arte porque en el arte hay
finalidad, mientras que en Nietzsche el dios Dioniso teje y desteje sin
propósito y en tono de juego todo el armazón cósmico. Pero qué es la Voluntad
de Poder.
Su obra póstuma La voluntad de poder[22]
es una recopilación de sus editores, pero hay aportes como el del nihilismo y sus
etapas. Desconfía de la verdad y de su propia filosofía. Las cosas son
ficciones de la voluntad de poder. Su apología del hombre pasa por el olvido de
Dios. Pero el tercer libro aborda el tema que da título a la obra. Es cuando
arriba a conclusiones nihilistas: no hay cosas, sólo oleaje cósmico vital. Su
ontología negativa de la cosa es el contenido de su gnoseología ficcionalista.
Sólo existe el flujo del devenir. Pero Nietzsche no distingue con claridad entre
verdad del devenir y verdad del ente. Da la impresión que al final privilegia lo
ontológico sobre lo óntico. Es un Parménides al revés, es un Heráclito que
convierte el devenir en lo absoluto que arrolla la verdad del ente. Lo cual
resulta desconcertante porque lo hemos visto defender la verdad de la tierra
contra lo trasmundano. Pero Nietzsche ya nos tiene acostumbrado a sus ambigüedades.
La voluntad del devenir es movimiento creador y destructor de la voluntad de
poder, y la voluntad de poder es el devenir infinito. Se trata de una y la
misma cosa. Naturalmente que hay diferencia entre la intuición del devenir y el
concepto categorial. Las cosas son constructos mentales, no reales. El hombre
falsea el mundo porque piensa. En última instancia, no es el hombre, sino la
voluntad de poder como fuerza cósmica la que crea las ficciones. En suma, la voluntad
de poder impera en todos los fenómenos.
En este
último libro subraya que hay que adiestrarse en que el hombre dominador se
reintegra a la tierra, porque la voluntad de poder es individualización, y eterno
retorno es reintegración al flujo cósmico, a lo eterno. Entonces, el momento
óntico es el principio de individualización que opera la voluntad de poder, y
el momento ontológico es el eterno flujo cósmico. Ambos son procesos
inmanentes, su nueva ontología y metafísica son de ese matiz. El ente en cuanto
tal es voluntad de poder, y la totalidad de lo que existe es eterno retorno. El
ser como valor desemboca en ser como voluntad de poder y eterno retorno, ante lo
cual sólo queda amar el destino.
3.
SIGNIFICADO
Como hemos
visto la filosofía de Nietzsche no puede ser entendida desde sus puntos intermedios,
sino desde su cenit. O sea, desde su idea culmen del Amor fati. Ese amor
al destino es lo que retrata cabalmente su pensamiento inmanentista y ateo, y
que en buena cuenta no lleva sino al imperio de lo efímero, lo contingente, y el
devenir. El ser como devenir sin propósito ni sentido es la cumbre de su pensamiento. Por eso es metafísico, porque da fundamento
a una visión última de la realidad de índole inmanente. Pero ese ha sido el destino
de la metafísica moderna. Nietzsche representa el florecimiento de la metafísica
en su índole inmanente moderna. En este sentido Heinz Heimsoeth tiene razón
cuando escribe en su afamado libro La metafísica moderna[23] que
su desarrollo ha sido de inmensa importancia en la Edad Moderna. Las épocas
verdaderamente fecundas y creadoras de la filosofía han sido de florecimiento
de la metafísica.
Sólo que nosotros acotaríamos tres cosas:
primero, que la metafísica moderna da cuenta de los fundamentos del mundo desde
una perspectiva terrenalista, inmanente y secular; segundo, tiene su base
social en la burguesía en ascenso histórico; y tercero, que la metafísica
moderna desde el siglo XIX refleja la senda de crisis y decadencia espiritual y
material de la hegemónica burguesía capitalista. Lo cual no significa suscribir
el determinismo marxista de la estructura económica sobre la superestructura ideológica,
pero tampoco significa desconocer que la filosofía responde a las preocupaciones
de su tiempo y no se desarrolla sin conexión con una determinada época histórica.
En otras palabras, la susodicha Razón autónoma tiene su fuente en la vida
espiritual y material de su tiempo. Y Nietzsche no es la excepción, su
filosofía se corresponde con la decadencia nihilista de la razón moderna de la
burguesía tardía, profundamente amoral, descreída, cruel, egoísta e irracional.
Como bien destaca Gilles
Lipovetsky en sus célebres ensayos La era del vacío (1983) y El
imperio de lo efímero (1987), el síntoma del cambio por el cambio señala el
corazón mismo de la modernidad. Todo se vuelve momentáneo, el instantaneísmo es
lo que predomina, el presentismo borra toda memoria y toda historia. El sujeto
deshistorizado marca la nota saltante en la estructura moderna donde impera la
manipulación del individuo. Ante ello cabe acotar que Nietzsche escribe en pleno
auge de los imperialismos coloniales, mientras que Lipovetsky lo hace en plena
era de la globalización neoliberal. ¿Qué guardan en común? Nada menos que la intensificación
de una estructura económica y cultural profundamente deshumanizada, que reduce al
ser humano al triste papel de consumidor, que se ensaña en la invención de
necesidades innecesarias, ficticias y superficiales, que acelera el tiempo, la
vida y el movimiento, que el primer Marx de los Manuscritos lo condenó
por conducir al hombre a una vida sin esencia, que Simmel en su Filosofía
del dinero denunció por reducir todo valor a mercancía, que Sartori en su
ensayo Homo videns increpó la sociedad teledirigida por sustituir al homo
sapiens por el homo videns, que Agamben en su ensayo Homo sacer mostró el
aniquilamiento de la individualidad en la estructura de la modernidad, y esa
estructura se llama capitalismo, como quinta esencia de la modernidad.
Efectivamente, el amor al
destino de Nietzsche es una sublimación aristocrática de una mente que reacciona
contra el sistema, pero desde el sistema, y por ello no logra librarse de él. El
amor fati es la aceptación del destino del más fuerte, creador de nuevos
valores, pero para que al final todo sucumba como una repetición de lo mismo.
La creatividad y la libertad humana resulta siendo una parodia que no puede
sino más que la aceptación de la necesidad cósmica del juego de Dioniso. Es por
ello que la gran contradicción de la filosofía nietzscheana es que lo que al
comienzo aparecía ser una alegre filosofía de la libertad termina siendo una oscura
y triste filosofía de la necesidad. Efectivamente, su pensamiento se parece a
una ópera trágica que promete mucho con la muerte del Dios, el superhombre,
la voluntad de poder y la inversión de los valores, pero que acaba en
bufonada carnavalesca con el eterno retorno de lo mismo y el amor
fati.
De ahí que es una grave
limitación entender a Nietzsche desde la voluntad de poder, donde
el ser es valor. Esta es la interpretación de Heidegger en Caminos de bosque
(1995) y Nietzsche (1961). En Caminos señala que Nietzsche es
todavía prisionero de la metafísica de la modernidad porque define la verdad
desde el sujeto, la aletheia es sustituida por la certitudo. Lo
cual es absolutamente cierto, pero olvida señalar que el sujeto como voluntad y
representación sólo se entiende dentro de una metafísica de la inmanencia. Su Nietzsche
enfatiza que no se está ante un pensador moral, sino ante uno metafísico,
porque identifica la voluntad de poder con el ser y éste con el valor. Y esto
es pensar óntico y no ontológico.
En suma, contra Heidegger se puede
afirmar que Nietzsche es un pensador metafísico porque reduce inmanentistamente
el ser al devenir, y porque en el fondo el valor se da en el tiempo y el tiempo
resuelve la densidad del ser. Si en Nietzsche el ser cae al nivel metafísico del
valor no es porque su voluntad de poder tiene una limitación subjetivista, al
contrario, es porque hay un más allá del bien y del mal, un más allá de toda valoración,
que tiene que ver con el fondo dionisiaco del gran juego metafísico inmanente
del nacimiento y muerte de todas las cosas. Por lo demás, llama la atención
cómo el antihumanismo de Heidegger -el hombre como pastor del ser- se emparenta
con el superhombre de Nietzsche, pues el hombre es una realidad a superar. Y
tampoco puede pasar desapercibido que el ser y el tiempo en Heidegger guarda el
mismo estrecho lazo que mantiene en Nietzsche.
Pero cómo es el necesitarismo
nietzscheano. Veamos. El empirismo del nominalismo del siglo XIV fue la
respuesta extrema al necesitarismo greco-árabe mediante la defensa de la libertad
y la omnipotencia divina. Mientras Escoto subordina las ideas a Dios, Occam las
elimina, suprime los universales. Aquí ambos oponentes se unen para oponerse al
necesitarismo greco-árabe. Tienen presente al Dios puro Intelecto de Averroes y
al Dios cuya voluntad se somete necesariamente a la ley de su entendimiento de Avicena.
En cambio, el Dios cristiano no obedece a nada, ni siquiera a las ideas. Lo
cual es destacado con suma claridad por Étienne Gilson en su Filosofía en la
Edad Media.[24] Esto también llevó
a decir a Emile Bréhier en su Filosofía en la Edad Media (1959), que mientras
la filosofía griega es una filosofía de la necesidad la filosofía cristiana es
una filosofía de la libertad. Ahora bien, es interesante observar que en
Nietzsche se conserva el núcleo doctrinal del nominalismo, pero en su versión
radicalizada: no hay Ideas en Dios, porque no hay Dios, y tampoco hay universales
en las cosas, porque no hay universales, sólo existe lo concreto e inmanente.
La metafísica inmanente de Nietzsche es una versión extrema de la negación nominalista
de la metafísica de lo trascendente. La filosofía nietzscheana es sin saberlo
una influencia multiforme del occamismo en el pensamiento del siglo XIX. Hay
quienes pueden pensar que solamente hay occamismo en la medida en que se reduce
la teología a la simple probabilidad, y como en Nietzsche no hay teología por
consiguiente no hay occamismo. Pero esta es una forma de entender el nominalismo
occamista, la otra forma es su giro hacia lo individual y concreto, más que
poner el acento en lo teológico. Y en esta medida hay nominalismo occamista en Nietzsche.
No en vano el occamismo ha sido el origen de la ciencia moderna y de un
empirismo radical donde la necesidad natural rige soberanamente.
Esto llevó a Frederick Copleston a preguntarse en su
Historia de la Filosofía[25], si el
eterno retorno no es una ficción de la voluntad de poder. Pero dentro de la lógica
del amor fati no es una ficción, porque la voluntad de poder no sólo es individuación,
creación de valores y dación de sentido al mundo, sino que en última instancia
se resuelve en el eterno retorno de lo mismo que hay que amar. O sea, volverá la
ignorancia, la metafísica de lo trascendente, su lucha contra él, el último
hombre del nihilismo pasivo, el superhombre del nihilismo activo, pero todo sucumbirá
en la rueda del tiempo inclemente para volver a repetirse eternamente de modo
necesario. Por tanto, la idea del eterno retorno no parece una ficción de la
voluntad de poder, como piensa Copleston, sino una necesidad interna.
Precisamente, si la corriente secularista de la burguesía
moderna se muestra robusta y revolucionaria en el siglo XVII, luchando por la libertad
de conciencia y el republicanismo, y contra el inmovilismo monárquico,
defendido por la jerarquía eclesiástica, en el pensamiento político de Hobbes, Spinoza
y Locke, por ejemplo; en el siglo XIX América del sur, África, Asia y Oceanía padecen
el yugo colonial del imperialismo europeo, o sea el secularismo de la burguesía
capitalista se tornó conservadora, opresora, explotadora y reaccionaria. Ha degenerado
el pathos ascendente de la modernidad para mostrar su peor rostro en el punto más
álgido del colonialismo europeo durante las últimas décadas del siglo XIX y las
primeras del siglo XX. Nietzsche fallece en 1900, justo en el umbral del siglo
veinte, el más inhumano jamás conocido -por los valores que decía defender- en
la historia de la humanidad.
Pero el espíritu burgués está infectado de
resentimiento, envidia, perfidia, maldad y venganza por todo lo superior y
permanente. Con mucha precisión Werner Sombart[26]
apuntaba que la esencia espiritual del tipo humano responde al cambio del orden
racional de lo celeste a lo terrestre. El espíritu capitalista del burgués
-unión de la pasión por el dinero con el ánimo de empresa- fue lo primero que
afloró y después surgió el sistema capitalista. Esto es importante destacarlo
porque se comprende que la modernidad no es engendrada directamente por la
estructura capitalista, sino por el espíritu capitalista.
Ciertamente que para la formación del espíritu capitalista
habría también que tomar en cuenta otros factores poderosos y no menos
decisivos, como, por ejemplo: racionalización del tiempo en los conventos a
través del reloj, la invención de la banca y la aparición del préstamo a interés
desde el siglo XIII-XIV, la era de los grandes descubrimientos geográficos en
el siglo XV-XVI, como eficaz factor que convergió con otros, a saber, las fratricidas
guerras de religión entre 1562-1568, la revolución científica del siglo
XVI-XVII, los inventos como el de la imprenta, el impacto de la Reforma Contrarreforma.
Naturalmente que estos fueron siglos decisivos en la formación del espíritu
burgués, pero la mutación epocal no se detuvo y prosigue hasta nuestros días. Entre
los cambios acontecidos cabe mentar lo que Ferdinand Tönnies[27] llama la
aparición de la “sociedad”, basada en la promesa, la unión voluntaria y el
contrato, en lugar de la “comunidad”, asentada en lazos de sangre, tradición e
historia.
En la vorágine contractual caen los valores, la
familia y el matrimonio, y de esa manera lo formal predomina sobre la significación
real objetiva. En la civilización formal triunfa la mentalidad calculadora, la
vida superior desaparece porque las cosas se han hecho más grandes e importantes,
pero el hombre se volvió más pequeño e insignificante. La raíz de todo este cambio
no es la inversión de los valores, sino que el verdadero fundamento es el
predominio del orden terrenal sobre el orden celestial. Nietzsche creyó que la
raíz eran los valores, por eso se propuso invertirlos. Pero tampoco dejó de advertir
que era necesaria una visión del mundo y lo propuso. Pero su visión inmanentista
del mundo compartía la misma base terrenalista de la decadente civilización
burguesa moderna. Y de este modo su propuesta resultaba impotente e ilusoria. En
una palabra, se trató de todo un terremoto espiritual, cultural y material de
envergadura que terminó sepultando la visión medieval del mundo.
Ahora bien, la tectónica espiritual de la historia de
la modernidad burguesa no se ha aquietado, al contrario, se aceleró en su seísmo.
De ahí que un Bauman[28] salga a
nuestro encuentro para señalar el carácter líquido de la modernidad, y un Byung-Chul
Han[29] nos hable
de la sociedad del cansancio y del reino de las no-cosas. Para Bauman la
modernidad sólida terminó, y pertenece al capitalismo industrial. Hoy tenemos
la modernidad líquida, donde no hay valores absolutos y permanentes, lo cual es
propio del casino global del neoliberalismo. Su libro es publicado en 1999 y
describe el capitalismo del momento, pero ahora estamos transitando al capitalismo
digital y una modernidad que podemos llamar “gaseosa”. La realidad se esfuma en
el metaverso de la hiperrealidad de la web. Por su parte, Han anuncia que nuestra
sociedad no se corresponde con la sociedad disciplinaria de Foucault, sino a la
sociedad del cansancio, de la depresión, del rendimiento, de los emprendedores
que se autoexplotan. Hasta aquí todo se corresponde con el capitalismo
neoliberal, pero al hablarnos de la instauración de un reino de lo digital, que
catapulta el narcisismo y la teatralidad ya se instala en terreno del
capitalismo digital. Y así afirma que, en el reino de la información, de la
no-cosas nos volvemos ciegos a las cosas mismas. Mientras la cosa amplifica el ser,
la no-cosa lo suprime. Aún, cuando Han no señale la distinción entre cosa
tangible e intangible, queda bien señalado que el espíritu burgués ahonda la apoteosis
del ente y el olvido del ser. Tanto Bauman como Han describen al último hombre
de Nietzsche, aquel que ansía la nada antes que el ser. Ahora se entiende mejor
por qué en el Occidente liberal el nihilismo se posesionó de la vida real y
cotidiana, dejando de ser cosa de intelectuales.
A raíz de la guerra de Ucrania se ha esgrimido el
argumento de que vivimos en pleno tránsito histórico del mundo unipolar del occidente
liberal al mundo multipolar del occidente cristiano. Se trataría de una lucha a
muerte entre el sentido ateo, anticristiano y nihilista del imperialismo anglosajón
y sus vasallos europeos, y el sentido creyente, cristiano y de valores absolutos
del occidente cristiano unido al mundo oriental de China, India, y que se extiende
con los BRICS hacia África y América Latina. En el fondo se trataría de una guerra
mortal, de inusitadas consecuencias, entre la visión inmanente y la visión trascendente
del mundo. Son dos visiones metafísicas del mundo las que colisionan, pero como
en la historia no hay repeticiones se trataría de una nueva metafísica que sepa
armonizar la inmanencia con la trascendencia.[30]
Todos estos hechos que acontecen desde el siglo XIII
hasta el siglo XVII alumbran en la modernidad una nueva mentalidad funcionalista
en reemplazo de la otra substancialista, una forma de pensar calculadora y pragmática
sobre la otra desinteresada y más reposada, un cambio de visión del mundo que
afianza el Regnum hominis o reino del hombre, como agudamente lo caracteriza
Paul Hazard[31]. Efectivamente,
se trató de una crisis del pensamiento metafísico de occidente a gran escala,
que terminó dando lugar a la visión metafísica del hombre burgués. Sólo que en
Nietzsche aquel Regnum hominis será convertido en Regnum del Superhombre. En
otros términos, se catapultó el espíritu burgués con su visión
antitrascendentalista, inmanentista y secular del mundo. No obstante, es a Georg Simmel[32] a quien
no se le pasa desapercibido que en la expresión espiritual-cultural del espíritu
capitalista está el predominio de lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo mensurable
y calculable sobre el valor y lo intangible. Se trata del valor convertido en
mercancía. Y sólo sobre esa base pude abrirse camino la economía dineraria que
convierte todos los valores en mercancías. Sin esta mutación histórica de base
material y espiritual no habría sido posible el ataque a los valores tradicionales
por parte de Nietzsche. Su filosofía es hija del surgimiento del espíritu
burgués contra el que se revuelve infructuosamente. Sin la tragedia de la cultura
moderna que reduce el valor a objeto, sin la esencia de la economía dineraria que
es la negación de todo valor, es inconcebible comprender en su base la filosofía
nietzscheana y su transvaloración de los valores.
Nietzsche
percibe el desastre espiritual de la crisis de la civilización occidental moderna
y su filosofía lo expresa con una metafísica inmanente y un nihilismo cósmico,
porque está convencido que el mal reside en la creencia en el trasmundo, lo trascendente
y la metafísica tradicional. Está convencido que sin una nueva imagen del mundo
no se puede enrumbar la historia y al hombre. Está dispuesto a proporcionar un nuevo
sentimiento cósmico con el eterno retorno y la voluntad de poder. Y no le
importa caer en el relativismo del ciclo interminable cósmico con amor al
destino.
En realidad, antes de Heidegger y Fink había sido
Max Scheler[33] quien
advirtió que el resentimiento en la moral en Nietzsche era un resentimiento
metafísico. El que falsifica la imagen del mundo se desfoga calumniando al mundo
y despreciando la humanidad. Pero la moral no puede basarse en el resentimiento,
sino en la eterna jerarquía de los valores. Era una ojeriza y envidia contra todo
lo permanente y estable, de ahí el embotamiento moral del resentido que falsifica
el juicio de valor. En Jesús no hay resentimiento, sino perdón. Por eso el agón
cósmico o impulso espiritual de la antigüedad era una cadena en que lo inferior
aspira a lo superior. En cambio, el agón cósmico cristiano es a la inversa,
porque es lo superior quien desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios.
De ahí la inclinación de Cristo hacia los pecadores. Heidegger, por su parte,
se mantiene prisionero del agón cósmico antiguo porque es el hombre como pastor
del ser quien custodia sin fe una especie de revelación místico-ontológica. Para
Scheler estaba claro, no ver que en la moral cristiana no hay resentimiento
sino amor y el Reino de Dios, era la raíz del extravío del juicio de Nietzsche.
Scheler es el primero que llama la atención sobre la esencia de la filosofía
moderna como una renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Por ello en la
inversión de los valores de Nietzsche está el “todo es vano/todo vale” de los
decadentes filósofos posmodernos.
Pero hay más. Nietzsche no es la culminación del
subjetivismo de la filosofía moderna al reducir el ser al valor, pues ya hemos
apuntado que él va allá de lo axiológico al colocar al superhombre más allá del
bien y del mal y al concebir el eterno retorno de lo mismo como el juego cósmico
del dios Dioniso. Su orden es ontológico. Nietzsche es, más bien, uno de los
retorcimientos más pronunciados de la filosofía moderna, porque al final
culmina no con la subjetividad del superhombre, sino con su disolución en el
devenir del eterno retorno sin propósito ni finalidad. Presenta su propia metafísica.
Esta reducción del ser al devenir es un planteamiento metafísico de índole
inmanente, donde el orden terrenal burgués no es superado y sí ahondado. Su
propia filosofía está infectada por la degeneración de la inversión de los valores
del espíritu burgués. Y al no poder advertirlo considera todo el conjunto viviente
desde Sócrates, el cristianismo hasta el industrialismo como la expresión degenerada
del impulso vital. Ni el ethos ni el pathos de su pensamiento logra superar la esencia
del espíritu burgués porque se afianza firmemente a su núcleo sustancial, a saber,
la superioridad y autonomía del orden terrenal sobre el orden trasmundano. Ciertamente
que ha roto con el mundo mecánico colocado como base del mundo, pero sólo para
reemplazarlo por el mundo de la vida como nueva base del mundo. Se trata de un
cambio superficial que no va hacia la superación del propio mundo, sino que, al
contrario, se dirige al afianzamiento del orden terrenal. Nietzsche mientras filosofa
es claro y contundente en sus fórmulas expresivas, pero es pobre cuando intenta
ofrecer una imagen existencial del superhombre y ofrecer un fundamento sobre la
reducción del ser al devenir. En lugar de Dios no pone al hombre, no incurre en
un nuevo antropologismo, sino que pone a la Tierra. Por supuesto que se trata
de una metáfora que refleja un paganismo inmanentista, pero que explica menesterosa
e insuficientemente la superioridad ontológica de lo terrenal sobre lo celestial.
El aristocratismo del superhombre y la inversión de
los valores no es más que una salida fallida al espíritu burgués de la modernidad.
Ni su antropologismo psicologizante, ni su resentimiento anticristiano, ni su
repudio idealista, ni su iluminación a la problemática nihilista, ni la propuesta
del superhombre, es capaz de superar el pathos del espíritu burgués moderno porque
comparte con él su inmanentismo acendrado. No se da cuenta que al identificar
el ser con el devenir lleva al ateísmo y al nihilismo, aunque no conduce al panteísmo
porque para él no hay Absoluto dirigido a un fin como en Hegel. Lo que hay en
su pensamiento es un eterno retorno de lo mismo, donde lo único absoluto es una
repetición de un destino sin propósito ni finalidad cósmica. En realidad, sólo
cuando se presta atención a su idea del superhombre aislado del conjunto total
de su pensamiento aparece un antropocentrismo aristocrático prometeico. Así aparece
en la apreciación del pensador peruanista católico Víctor Andrés Belaunde[34] cuando
afirma que la tragedia de Nietzsche es que el superhombre encarna la
culminación de la absoluta autonomía humana del antropocentrismo renacentista,
sumergido en la materia el hombre pone su energía divina al servicio de los
instintos vitales, y así su subsuelo es un materialismo radical y un audaz
amoralismo. La civilización cristiana, agrega, se halla amenazada de muerte por
el humanismo ateo. Feuerbach y Comte proponen la divinización democrática de la
humanidad, a eso Nietzsche le opondrá la divinización aristocrática del superhombre.
Lo cual a todas luces es una apreciación justa. Pero todos devienen hacia la
antropolatría. Remata Belaunde afirmando que hoy proletariado, campesinado y burguesía
exhiben un impudoroso ateísmo práctico y prometeico, y la fe se refugia sólo en
algunas cumbres.
No es difícil coincidir con Belaunde en la consideración
de que la esencia de la cultura son los valores espirituales, los mismos que
moldean los elementos físicos, biológicos e históricos. Así, la cultura aparece
como una síntesis viviente, que en el presente está en crisis al socavarse su
cimiento moral y religioso. Más, cabe acotar que lo moral y religioso ha ido
minando al compás del cambio de la visión metafísica del mundo, desde el orden
celeste hacia el orden terrestre. Belaunde[35]
tres actitudes fundamentales humanas ante el Absoluto: inquietud, serenidad y plenitud.
¿A cuál de ellas corresponde Nietzsche? A ninguna, porque no toma en cuenta la
indiferencia vital humana hacia Dios. El ateísmo práctico es precisamente eso,
y a ello tenía que conducir el espíritu burgués reinante. Veamos.
La antropolatría de la modernidad tardía no se
caracteriza por la actitud humana de la inquietud hacia el absoluto, ni la serenidad
pascaliana que abriga la idea de poseerlo, ni la plenitud agustiniana de unidad
de espíritu y naturaleza en Dios. En Nietzsche hay rabia, odio, deifobia, que
culmina en indiferencia hacia el absoluto. Nietzsche aparece como una parodia
de Cristo secularizado, pero también como el dedo acusador sobre el hombre
moderno que sólo quiere la nada. El último hombre asediado por la sed de nihilismo.
Su filosofía no está en guerra contra Dios, sino contra lo que considera una ilusión
que impide al hombre realizarse plenamente. Aspira a liberar al hombre de Dios
por reprimir el mundo vital e instintivo. Por eso lo que recomienda es una
especie de indiferencia psicológica que de paso al impulso vital. Pero si nos
detenemos en la antropolatría subrayada por Belaunde corremos el riesgo de
perder de vista que el destino del nihilismo no es
la apología del hombre -como piensa Nietzsche-, sino su supresión y la de todos
sus grandes temas, incluso la verdad. Nietzsche piensa la voluntad de poder y
el eterno retorno como principios cósmicos del juego de Dioniso. O sea, niega
la metafísica trascendente por una metafísica inmanente. El punto culminante del
nihilismo en nuestro tiempo de vertiginoso avance de la inteligencia artificial
no es la divinización prometeica del hombre, sino la concepción por la inteligencia
artificial de que lo divino no existe. El pensamiento humano habrá sido remontado
por la inteligencia artificial.
Todo indica que en el occidente
liberal el nihilismo es un tránsito hacia muchas modalidades de transhumanismo,
donde al final imperará la inteligencia artificial autónoma. Del antropoceno
habremos pasado al ciberceno. Hay algo que Nietzsche no pudo prever, y es que el
nihilismo en su hora final vuelve irreconocible el puesto del hombre en el
cosmos, donde la única realidad pasa a ser el devenir. Se habrá pasado a la
dictadura del algoritmo cibernético. Si Nietzsche aborda la problemática del nihilismo
en el auge del capitalismo industrial, ahora mucha agua ha corrido bajo el río,
y se ha visto cómo el nihilismo se profundizó bajo el capitalismo neoliberal y
el actual capitalismo cibernético. El capitalismo digital[36] alienta el
surgimiento de las tecno-utopías basadas en el dataísmo imperante. Lo cual no
es antojadizo, sino que responde a una segunda revolución copernicana operada
en la modernidad tardía, donde el sujeto es abolido para ser reemplazado por el
chip algorítmico. Y esto no representa al superhombre nietzscheano fusionado
con la máquina como un ciborg, sino la abolición del hombre mismo por la
inteligencia artificial autónoma. El ciberceno que abre el occidente liberal
instrumentaliza al hombre para superarlo por completo, el hombre se convierte
en un medio para la máquina autónoma. No sabemos si un triunfo del occidente
cristiano sobre el nihilista occidente liberal pueda asegurar un curso distinto
en la historia, que pueda atajar el fin del humanismo sin Dios y la apoteosis
de la inteligencia artificial sin el hombre. Por el momento es sólo una
esperanza muy prometedora. No hay que perder de vista que en el conjunto de su
pensamiento Nietzsche no pone como fundamento del mundo al hombre, el mundo tiene
su propio fundamento en el devenir del ser en un destino repetitivo. Su énfasis
en el superhombre es momentáneo y no cae en la antropolatría. Quiere ser lo más
anticristiano posible, de ahí que descarta cualquier escatología y centralidad
del hombre. El hombre es una criatura a ser superada en el superhombre, pero el
superhombre es un ser a ser olvidado en el eterno retorno de lo mismo. Claro
que comparte con el giro antropológico, que acontece después de Hegel, la convicción
de que Dios es simple idea humana, el trasmundo es pura ficción de lo vital
reprimido. Pero su filosofía del superhombre no es más que otro ideal desesperado
y condenado al desastre de una humanidad entregada a vivir solamente en función
del orden terrenal.
El espíritu
filosófico burgués cae hechizado bajo el peso de la conciencia de lo finito, la
historicidad, la temporalidad del ser, lo contingente y lo relativo. Lo
permanente no sólo se esfuma, sino que huye de la historia, y así reina la decadencia
de los valores, como siempre acontece en el declinar de toda civilización. La ambigüedad
del ser se impone, el mito culturalista que afirma que la existencia precede a
la esencia termina disolviendo el sujeto y desnaturalizando la desigualdad sexual.
Todo se vuelve en “constructo social”. La erosión nihilista del mundo postmetafísico
cree verse libre de la metafísica, pero está cogido por las garras de la metafísica
de la inmanencia, donde el orden terrenal asfixia cualquier atisbo del orden
trasmundano, esencial y permanente.
Bien visto, la metafísica de la inmanencia ha
presentado en la modernidad diversas formas y, como veremos, prosigue su
desarrollo. Veamos sus formas: El empirismo que convierte lo fáctico en lo
único real; las metafísicas subjetivistas del yo; el panteísmo spinosista de la
sustancia; el panteísmo hegeliano del absoluto en despliegue dialéctico; el
positivismo que reduce lo verdadero a lo experimental; el procesualismo que ve
lo real como un desarrollo inmanente; las metafísicas de lo finito que reducen
el ser a lo temporal; la metafísica del eterno retorno de lo mismo; y,
finalmente, la metafísica del algoritmo cibernético que explica la realidad
como un proceso virtual. La cual ya luce como una amenaza para la humanidad,
pidiéndose que no se avance más en esa dirección.
En realidad, Nietzsche es más actual por el nihilismo
que por otras ideas suyas. Y lo es de tal modo que muchos se atreven a hacerse
un Nietzsche a su medida. Foucault en su microfísica del poder usa el nietzscheano
método genealógico para presentar la historia como fruto de la contingencia y
negar que exista sentido en la historia. Derrida en su Gramatología se ceba en la
idea nietzscheana de la verdad como mentira para hablar del sentido de la diferencia
como deconstrucción del “sentido verdadero”. Deleuze en su esquizoanálisis saca
provecho de la idea nietzscheana de superar al hombre para sostener que la
diferencia se afirma desplazando a todo sujeto. Lyotard en su filosofía como
metarrelato vuelve al Nietzsche esteta para desplazar la diferencia a terrenos
ético-estéticos. Baudrillard explora sin mucho éxito el nihilismo activo. Y Vattimo
desarrolla una apología de la perplejidad y una ontología debolista.
Para todo este conjunto de pensadores el sentido y la
verdad resulta siendo un juego dionisíaco del poder, la escritura, el inconsciente,
la narrativa, lo social y lo contingente. Pensar el ser como la diferencia o
más allá de la identidad es asumir el devenir nietzscheano, pero esto lleva hacia
la identificación de la diferencia con lo irracional y de lo irracional con el
ser. El ser sería lo absolutamente otro e incognoscible. Todos comparten el
mismo pathos escéptico y ethos nihilista. Uno proclamando la muerte del hombre
ante la hegemonía de la palabra y la biopolítica (Foucault), el otro privilegiando
el texto sobre la realidad (Derrida). Pero al final todos sucumben por igual al
inmanentismo moderno como nueva metafísica planteada por Nietzsche.
Pero este extremismo del legado nietzscheano era
innecesario y, al mismo tiempo, inevitable. Innecesario porque bastaba con
reconocer que la razón tiene que admitir verdades suprarracionales. Algo totalmente
intolerable para el espíritu burgués cismundano y carente de la verdadera
trascendencia. E inevitable en medio del tiempo finisecular del espíritu burgués,
que atraviesa sus horcas caudinas y sus últimos estertores históricos. Efectivamente,
el amor fati o amor al destino no es otra cosa que la resignación ante
la monstruosa repetición de lo finito en el tiempo. Esta triste eternidad de lo
finito en una desilusionante repetición de lo mismo encarna la tragedia del
hombre contemporáneo y Nietzsche es su máximo exponente. El hombre nihilista
actual extravió el horizonte de lo eterno trascendente, y por la senda temporalista
y antieternalista el occidente liberal ha desbarrado hacia la crisis de valores
y la disolución espiritual. Esa humanidad decadente del occidente liberal blande
irresponsable y provocadoramente las armas nucleares reflejando la putrefacción
del espíritu burgués.
Nietzsche fue un individualista aristocrático
consumado. Desde su primera obra que proclama la dualidad apolíneo-dionisíaco
hasta su último periodo donde habla Dioniso como deidad, el Superhombre, el
eterno retorno, lo real como interpretación, la bestia rubia, el Anticristo, y
la transvaloración de todos los valores, culmina en una delirante etapa sifilomaníaca
y psicótica.
Su advertencia de la muerte de Dios que exige al superhombre,
capaz de renunciar a la metafísica, asumir la nada y la responsabilidad de sus
actos sin subterfugios, implica el advenimiento del “último hombre”, el hombre
masa, pero sin posibilidad real de que insurja el superhombre. El hombre sin
Dios y sin religión se volvió en un monstruo que amenaza constantemente con destruir
a la propia civilización. Esta debilidad de su pensamiento fue aprovechada ayer
por el nazismo y hoy por el transhumanismo imperialista. Lo que nos lleva a la
consideración de que el hombre no está en el mundo para volverse superhombre,
porque esa consigna daña su propia humanidad.
La dureza, crueldad y odio diabólico de su última etapa le impidieron pensar
a fondo sus ideas esenciales. Y más bien lo enceguecieron para recuperar el
sentido del ser y los valores, que quedan disueltos en puro devenir dentro de
una metafísica de la inmanencia del eterno retorno y el amor fati.
ANEXO
1
PERIODIZACIÓN
PROPUESTA EN LA OBRA DE NIETZSCHE
Dos grandes etapas: la Anunciación y la Predicación. Cuatro periodos:
Estético, Antropológico, Zaratustra, y Final.
ETAPA PRIMERA DE LA ANUNCIACIÓN:
-Primer periodo estético (Obras)
El nacimiento de la tragedia (1871)
Consideraciones
intempestivas (1873)
-Segundo periodo antropológico (Obras)
Humano, demasiado
humano (1879)
Aurora (1881)
La gaya ciencia (1882)
ETAPA SEGUNDA DE LA PREDICACIÓN:
-Tercer periodo del superhombre (Obras)
Así habló
Zaratustra (1883-1885)
-Cuarto periodo del nihilismo (Obras)
Más allá del bien y del mal (1886)
Genealogía
de la moral (1887)
Crepúsculo
de los ídolos (1888)
El Anticristo
(1888)
El caso
Wagner (1888)
Ecce homo
(1888)
La voluntad de poder (póstumo)
Nietzsche en tan sólo veinte años produjo su inmensa obra. Es dudoso el
valor de la presente periodización, pero sirve para comprender el tono permanentemente
profético de su obra.
2
LA DEMENCIA DE F. NIETZSCHE
O ¿CÓMO PUEDE MODIFICAR LA CREATIVIDAD UNA DEMENCIA?
Por: MARCELO MIRANDA C. Unidad
de Parkinson, Trastornos del Movimiento y Demencias. Departamento de
Neurología.
Revista Médica Clínica
Las Condes. Vol. 27, Núm. 3, pp. 413-415, Mayo 2016 (Resumen)
Friedrich Nietzsche (1844-1900), nació en
Röcken, cerca de Leipzig. Fue uno de los más importantes e influyentes
filósofos de la historia. No tuvo reconocimiento en vida, pero logró un
extraordinario éxito al poco tiempo de morir. Si bien, hasta una década atrás
se afirmaba que la muerte de Nietzsche, como la de muchos grandes artistas del
Siglo XIX, se debió a una parálisis general por lúes, la evidencia no es sólida.
A los 24 años, en 1869, fue nombrado
Profesor de Filología; sin embargo, debió retirarse de este puesto en 1879
debido a jaquecas repetidas y a un problema de visión en su ojo derecho. Posteriormente,
vivió como un filósofo itinerante en varios lugares de la Riviera italiana y los
Alpes suizos, y desde mediados de 1888 hasta enero de 1889, en Turín, Italia. En
este lugar se hizo inmanejable la alteración mental de Nietzsche y debió ser
internado en Basilea, luego en Jena y finalmente enviado al cuidado de su madre
y hermana, el 20 de marzo de 1890. Nietzsche perdió progresivamente sus capacidades
cognitivas y su lenguaje, llegó a un estado de mutismo y no reconocía sus pocos
amigos. Falleció el 25 de agosto de 1900 de una neumonía.
Desde la infancia, Nietzsche presentó
jaquecas, en ocasiones muy invalidantes, con aura visual con el fenómeno de
espectros de fortificación. La jaqueca era de predominio derecho, acompañada de
vómitos, luego la cual debía reposar algunos días. Nietzsche contabilizó en un
año 118 episodios de jaquecas. En 1887 fue examinado por el doctor Elser, quién
diagnosticó una corioretinitis en su ojo derecho como causa de su defecto
visual, que prácticamente le provocó una ceguera. En la historia familiar predominaban
las enfermedades mentales: dos tías maternas tuvieron una enfermedad psiquiátrica,
una de ellas se suicidó; un tío materno desarrolló un trastorno mental en la
sexta década de la vida. Otro tío materno murió en un asilo. El padre de
Nietzsche murió a los 35 años; se le describió como autista y que estuvo en
ausencia meses previos al fallecimiento. La autopsia habría revelado un “reblandecimiento
cerebral”.
No existe claridad de cuándo Friedrich
Nietzsche inició los síntomas que lo llevaron a su deterioro cognitivo. Sus amigos lo describieron “extraño” en
1886, como ausente, “como que viniera de un país donde no hay habitantes”. Mencionaron
que su postura era menos orgullosa, había perdido su marcha solemne y su discurso
fluente, haciéndose laborioso y entrecortado. También se puso negligente con su
cuidado personal y el lugar donde vivía. En Turín, donde llegó el 20 de
septiembre de 1888, fue evidente su extraña conducta para Davide Fino, dueño del
hotel donde se hospedó. En diciembre de 1888, solía hablar solo, cantar y
bailar desnudo en su habitación. En sus cartas de octubre de 1888 a enero de
1889 se manifestó un claro delirio megalomaníaco. Firmó sus misivas como
“Fénix”, “Anticristo” y “Dionisio” y envió cartas irreverentes al Kaiser y a Bismarck.
Se llamó a sí mismo “el redentor de todos los milenios”. Su colapso sucedió el 3
de enero de 1889 cuando, al ver un caballo que era maltratado, se abalanzó
llorando sobre el cuello del animal con ánimo de protegerlo, cayendo al suelo
sin sentido. A los pocos días fue trasladado a un asilo mental en Basilea. El
examen neurológico de ingreso a este asilo lo mostró grandilocuente y desorientado.
No presentaba temblores y no había alteraciones motoras. Presentaba conductas
como mantenerse aplaudiendo un lapso largo, hiperoralidad y un apetito muy voraz.
En su etapa en Jena (1889-1890) presentó ataques de ira, golpeó a algunos
compañeros de asilo, confundió a su cuidador con Bismarck y presentó severos
desajustes conductuales tales como beberse su propia orina, ensuciar su cuerpo
con heces y coprofagia. Desde un principio el diagnóstico fue una parálisis
general luética, planteado incluso por autoridades médicas como Binswanger. En
el siglo XIX no existía prácticamente el diagnóstico diferencial de una demencia
y formular este diagnóstico era asumido como una sentencia de muerte, ya que no
había tratamiento. La sobrevida no superaba cuatro años. En cuanto a una
infección sifilítica primaria, no existen antecedentes clínicos sólidos y es
dudoso que Nietzsche haya tenido relaciones sexuales alguna vez, ya que los
informes de que habría contraído la infección en el año 1865 son muy
cuestionados. El principal argumento en contra de una parálisis general es que
la enfermedad de Nietzsche duró al menos 12 años, lo que sobrepasa en demasía
la sobrevida esperada. Tampoco presentó la signología típica, con temblor
facial y de la lengua al protruirla fuera de la boca, que era considerado en
esa época como signo patognomónico de la enfermedad sifilítica.
Orth y Trimble, revisaron en el año 2006
los expedientes médicos de Nietzsche y plantearon una demencia frontotemporal. Este diagnóstico se sostiene cuando el
paciente presenta un cambio de personalidad o de conducta, con alteraciones del
comportamiento (apatía o desinhibición) o del lenguaje (disnomia, laconismo), aun
cuando no exista compromiso importante de la memoria. Durante su último año
activo, 1888, escribió 7 libros, “La caída de Wagner”, “Nietzsche contra Wagner”,
“El anticristo”, “Ditirambos para Dionisio”, “La voluntad del poder”, “Ecce
Homo” y “El crepúsculo de los ídolos”. Esta productividad es incompatible
con alguien afectado por una parálisis general, pero sí compatible con una
demencia frontotemporal, en que se ha descrito la aparición de una creatividad
excesiva en sus primeras etapas. En la demencia frontotemporal es frecuente
la hiperfagia, que también estuvo presente en Nietzsche. Desde los 32 años
vivió prácticamente solo, acompañado de su piano y la música que amaba. Según
Nietzsche “la vida sin música es un error”. Por 10 años (1868-1878) cultivó la
amistad de Wagner y su esposa, pero se desilusionó por la postura antisemita y
el chauvinismo del músico.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Chamberlain L. Nietzsche en Turín.
Editorial Gedisa, Barcelona, 1998.
2. Orth M, Trimble M. Friedrich Nietzsche´s
mental illness-general paresis of the insane vs frontotemporal dementia. Acta
Psychiatr Scand 2006; 116:439-445.
3. Safranski R.
Nietzsche: biografía de un pensamiento. Tusquets Editores, Barcelona. 2000
4. Yalom I. El día que Nietzsche lloró. Editorial
Emecé, Buenos Aires. 2005.
5. Neary D, Snowden J S, Gustafson L,
Passant U, Stuss D, Black S. et al Frontotemporal lobar degeneration: A consensus
on clinical diagnostic criteria. Neurology 1998; 51: 1546-1554.
3
VEINTICINCO TESIS ANTI-NIETZSCHE
Originalmente publicado en mi blog www.gusfilosofar.blogspot.com
1. Heidegger (Caminos de bosque) comprende a Nietzsche desde
la voluntad de poder, donde el ser es valor. Fink (La filosofía
de Nietzsche) desde el eterno retorno, donde el ser está
más allá de lo axiológico. Pero quizá sea mejor hacerlo desde el amor
fati, donde se ve nítidamente cómo impera el necesitarismo antiguo.
2. El destino del nihilismo no es la apología
del hombre -como piensa Nietzsche-, sino su supresión y la de todos sus grandes
temas, incluso la verdad.
3. Nietzsche piensa la voluntad de poder y el
eterno retorno como principios cósmicos del juego de Dioniso. O sea, niega la
metafísica trascendente por una metafísica inmanente.
4. El hombre del futuro no es el portador de una gran voluntad -a lo
Nietzsche-, sino el sintiente de una gran caridad, que una la inmanente con lo
trascendente.
5. Nuestro tiempo nihilista es de transición, ambivalente, equívoco. Así,
puede ser signo de hundimiento, pero también de nueva vida. Estamos en una coyuntura
histórica en la que la humanidad o supera el último hombre del
nihilismo pasivo nietzscheano, para avanzar no hacia el superhombre del
nihilismo activo, sino hacia el nuevo hombre que armonice lo inmanente con lo
trascendente.
6. Si no detenemos el nihilismo su último período será el giro no hacia el
superhombre, sino hacia su sustitución por la máquina cibernética autónoma. El
más serio de esta amenaza es el sistema ChatGPT, el cual representa prácticamente
la sustitución y muerte del pensamiento humano por la inteligencia artificial.
7. El momento culminante del nihilismo -si es que llega- no será solamente
el final de Dios, la metafísica y la moral, sino el fin del propio hombre como
humanidad, porque su lugar será ocupado por la inteligencia artificial
autónoma. No será el superhombre de Nietzsche, ni el homo
deus de Harari, sino la supermáquina la que nos sustituirá.
8. El punto culminante del nihilismo no es la divinización prometeica del
hombre, sino la concepción por la inteligencia artificial de que lo divino no
existe. El pensamiento humano habrá sido remontado por la inteligencia artificial.
9. El nihilismo es un tránsito hacia muchas modalidades de transhumanismo,
donde al final imperará la inteligencia artificial autónoma. Del antropoceno
habremos pasado al ciberceno.
10. El nihilismo en su hora final vuelve irreconocible el puesto del hombre
en el cosmos, donde la única realidad pasa a ser el devenir. Se habrá pasado a
la dictadura del algoritmo cibernético.
11. Se llegará al nihilista final absoluto de los tiempos no con el advenimiento
del superhombre, sino cuando la inteligencia artificial destrone al hombre por
completo.
12. La técnica es nihilista al sustituir el ser por el hacer, el movimiento,
el devenir.
13. El error fundamental de la metafísica no es el desdoblamiento del mundo en
ser y devenir, como piensa Nietzsche, sino no reconocer un ser verdadero en el
propio devenir sin negar el ser verdadero del ser permanente.
14. El hombre moderno se concibe como punto culminante de la humanidad, pero
en realidad es el comienzo del error más grande: encerrarse en la jaula de la
inmanencia terrenal.
15. El fin del mundo unipolar es el fin del nihilismo liberal, pero no de
toda forma de nihilismo, y menos del ligado a la técnica.
16. La gran contradicción de la filosofía nietzscheana es que lo que al
comienzo aparecía como una alegre filosofía de la libertad termina siendo una
oscura y triste filosofía de la necesidad. Efectivamente, su pensamiento se
parece a una ópera trágica que promete mucho con la muerte del Dios, el superhombre,
la voluntad de poder y la inversión de los valores, pero que acaba en bufonada
carnavalesca con el eterno retorno de lo mismo y el amor
fati.
17. El hombre nihilista nietzscheano queda encerrado en su propio infinito y
desconectado del infinito que hay por encima de él. Lo infinito que hay por
encima del hombre no es ni puede ser el eterno retorno de lo mismo, porque sería
infinito movimiento más no lo infinito por excelencia.
18. El eterno retorno de lo mismo no es sino más que una mueca siniestra que
simula lo infinito, y que sólo se piensa como autoconservación de la voluntad
de poder. En Nietzsche la sustancia del cosmos es el poder en devenir perpetuo
y repetible.
19. Nietzsche es una parodia insoportable de un Cristo secularizado, pero también
el dedo acusador sobre el hedonista hombre moderno que sólo quiere la nada.
20. La filosofía de Nietzsche es la culminación del moderno y subjetivista
hombre sin Dios, alma sahumada y marchita en el horno de lo temporal y finito.
21. La última etapa del pensamiento de Nietzsche es de una dureza, crueldad
y odio diabólico declarado hacia lo trascendente, en el cual la voluntad
de verdad se disuelve luciferinamente en voluntad de poder.
22. El alma del occidente liberal es nietzscheana. Así, el hombre moderno culmina
reduciendo todo a los poderes omnímodos de su voluntad y de lo inmanente. Con
ello no sólo extravía a Dios, sino su propia alma. Y de un desalmado se puede
esperar lo más temible, incluso la vesánica destrucción termonuclear.
23. La decadencia de la modernidad está signada por un relativismo y un
nihilismo peligroso. No sólo termina negando toda grandeza humana, sino que las
puertas infernales de los Auschwitz quedan abiertas de par en par.
24. La lucha contra el mundo unipolar es también contra el nihilismo inmoral
y disolvente, pero no lo es contra toda forma de nihilismo. El mundo unipolar
es nihilista porque encarna un ataque sistemático y sostenido contra Dios, la
metafísica, y los valores.
25. Con la guerra en Ucrania llegó el final del nihilismo liberal y la
posibilidad del comienzo de la época de la nueva metafísica, donde convergen al
mismo tiempo fe y razón.
COMENTARIO BREVE A LA OBRA DE PRIDEAUX*
La documentada
biografía de Sue Prideaux ¡Soy dinamita! Una vida de Nietzsche (Ariel,
Barcelona, 2019) nos muestra perturbadoramente la relación existente entre
genio y locura en Nietzsche. No hay duda que existe un vínculo desde su primera
obra, donde proclama lo apolíneo y lo dionisíaco, hasta su último periodo donde
habla y se siente un Dioniso encarnado.
Es muy
sintomático que conforme se va acentuando su delirante etapa sifilomaníaca y
psicopática hable de Dioniso como deidad, del Superhombre, el eterno retorno,
renuncia definitiva de la metafísica, la muerte de Dios, asunción de la nada,
lo real como interpretación, la bestia rubia, el Anticristo y la tras
valorización de todos los valores. Nietzsche por parte de padre y madre tuvo
familiares con alteraciones mentales. Su propio padre murió demente.
No es que sus
ideas sean propias de un loco y sean pura locura, pero expresan muy bien el
espíritu enloquecido de la modernidad prometeica y secularizada. La crisis
nihilista que Nietzsche advierte es de advenimiento del "último
hombre", pero en vez de que insurja el superhombre lo que viene es una
época tan antihumana como jamás vista, con sus dos guerras mundiales, el
Holocausto, las explosiones atómicas sobre Japón y otras perlas.
El hombre sin
Dios y sin religión se reveló como un verdadero monstruo que destruye la propia
civilización. Y esto no alcanzaría ver Nietzsche. Esa debilidad de su pensamiento
fue aprovechada por el fascismo nazi y, hoy, por el transhumanismo del occidente
liberal. La dolorosa lección que nos deja es que el hombre no está en el mundo
para volverse superhombre. Al contrario, esa consigna daña su propia humanidad.
* Tomado de mi blog www.gusfilosofar.blogspot.com
5
APUNTE
SOBRE EL NIHILISMO*
El nihilismo no es
consecuencia de la muerte de Dios, como pensaba Nietzsche, ni es consecuencia
de que el mundo suprasensible haya perdido fuerza activa siendo ese el destino
de la metafísica del platonismo, como sostiene Heidegger, sino que es efecto de
la hegemonía de la racionalidad científico-técnica, que con la secularización
convirtió lo trascendente en inmanente.
La revuelta o giro
antropológico acontecido desde la muerte de Hegel culminó sumiendo a la filosofía
y al espíritu de nuestra época de la modernidad tardía en el ateísmo, el
anticristianismo y el nihilismo. Este naturalismo arrasador eliminó la temática
religiosa y el fundamento metafísico del mundo, para poner al hombre como piedra
basal de su propio ser y del cosmos en lugar de Dios. Dios quedó reducido a
mera idea subjetiva, que ya no tiene origen en la autoconciencia (Fichte), la
totalidad de lo finito (Schleiermacher) ni es la Idea Absoluta (Hegel), sino
que nace de la neurosis religiosa (Nietzsche, Freud). Desde entonces la liberación
es concebida a partir del ateísmo.
Pero este giro
antropológico no sólo conocería su fracaso, sino su mayor desastre en el
Holocausto. Acontecimiento del cual aún no se repone nuestro tiempo y, por el
contrario, va pautando nuestra época. Efectivamente, Auschwitz no sólo
representa el mayor fracaso del giro antropológico de la filosofía contemporánea,
sino la demostración palmaria del desastre al que conduce convertir al hombre
en el soberano absoluto.
Ni Descartes, Spinoza,
Leibniz, Locke, Kant, Fichte, Schelling ni Hegel fueron ateos, ni pretendieron
nunca destronar a Dios para poner al ser humano en su lugar. El ateísmo como
clima espiritual histórico es propio de la modernidad tardía o después de la
muerte de Hegel. Y encuentra a sus héroes en cuatro pensadores: Feuerbach,
Stirner, Nietzsche y Marx. Estos son los pensadores de la finitud humana. Por
ello resulta excesivo el juicio de Heidegger e impreciso el de Nietzsche.
Particularmente éste último nunca puso su desconfianza en los argumentos y condicionamientos
sociales de los maestros del ateísmo moderno (Feuerbach, David F. Strauss, Schopenhauer).
Y en lo que concierne a
Heidegger si bien en su "Carta sobre el humanismo" (1947) se defendió
de su inclusión por Sartre en el grupo de los existencialistas ateos y afirmar
en su conferencia pronunciada en 1927-1928, aunque publicada en 1969, "Fenomenología
y teología", que la filosofía no es teísta ni atea y caracterizar a la
teología como "enemigo mortal" de la filosofía por oponerse a la
"autoasunción libre del ser-ahí total", no obstante su deslinde de
las cuestiones ontológicas de la idea de Dios es un planteamiento esencialmente
ateo, producto del giro antropológico de la filosofía posthegeliana en la gnoseología
neokantiana y la fenomenología de Husserl. No por casualidad el método fenomenológico
husserliano y el de Heidegger descartaban desde un principio la pregunta por el
ser de Dios.
Dios no ha muerto sino la
fe en él, y la metafísica perdió vigencia ante el avance arrollador y hegemonía
cultural de la racionalidad científico-técnica, instrumental y calculadora,
ante la cual está sucumbiendo la propia realidad humana. La racionalidad
científico-técnica ha llevado a su epítome a la racionalidad instrumental con la
aterradora consecuencia de la hegemonía imperial del nihilismo. Y es aterradora
porque en definitiva el nihilismo es sólo una cosa: la desmalignización del mal
y la malignización del bien. Pero cómo ha ocurrido semejante desvarío. En parte,
el mismo Heidegger había señalado que la técnica es un saber del ente y un
olvido del ser. Y si a esto le añadimos la lógica dineraria -tan bien descrita
por Simmel en su "Filosofía del dinero"-, que convierte los valores
en mercancías y disuelve lo cualitativo en lo cuantitativo, entonces lo que obtenemos
es el cóctel letal del desarrollo práctico del nihilismo en todos los planos de
la vida. Es cierto que el abandono de lo cualitativo está en la base y en
origen de la ciencia moderna, determinando el avance arrollador del pensar
funcional sobre el pensar substancial. En una palabra, el ser y el valor ha
sido reducido a objeto, sin alma, sin espíritu, sin profundidad. Así quedaron
asfaltadas las anchas avenidas luciferinas para el nihilista práctico.
Bajo el clima nihilista
imperante el hombre se desprecia a sí mismo, toma partido por la cultura de la
muerte, exalta la nada, y desespera escépticamente del conocimiento. La
siniestra y tanática agenda global de la élite mundial o Cuarto Reich Bilderberg
-cultura posmoderna, posverdad, ataque a la razón, eutanasia, aborto, ideología
de género, lenguaje inclusivo, matrimonio igualitario, empoderamiento de la
mujer, volver punitiva la masculinidad, promover la procreación genética y
artificial de la humanidad, libre consumo de drogas, destrucción la familia
tradicional, guerra contra la población-, es de profundo espíritu nihilista. Es
el diseño de un mundo perverso en beneficio del gran capital imperial. No es
difícil advertir quién promueve y a quién beneficia la ideología del nihilismo,
si no es a otro sector como el de la luciferina, egoísta y avara gran burguesía
planetaria. Y a este sector le hacen el juego la legión de filósofos e intelectuales,
que como "tontos útiles" se suman a la danza dionisíaca y disolvente
del nihilismo. ¡Nunca como en ninguna otra etapa de la historia, ha sido tan
evidente y vergonzosa la traición de los intelectuales!
Contra el poder de la nada,
la secularización, el inmanentismo y el estancamiento espiritual propios del nihilismo
no hay más que un sólo camino, a saber, esforzarse en recuperar el supuesto de
la fe en Dios. El nihilismo es la nueva neurosis espiritual mortal de nuestro
tiempo y la liberación sólo es posible a través de la superación del ateísmo.
En la hora presente de apoteosis del nihilismo y del último hombre, la
Modernidad desnuda su verdadero rostro vernal, decadente, y depravada de una
auténtica barbarie civilizada. No es el ideal de la libertad humana la que se
debe abolir, sino su asunción dentro de un chato y estrecho marco inmanentista.
Lo que demuestra que el hombre moderno sólo podrá realizar su mayoría de edad
aunando su inmanencia con su trascendencia. No se trata solamente de repetir el
lema: ¡sapere aude! o ¡atrévete a saber!, sino de enlazarlo con el otro lema
indispensable: ¡atrévete a creer! Pues, el derrotero moderno es la demostración
más elocuente del fracaso de una razón que se niega a reconocer las verdades suprarracionales
que rodean al hombre y al mundo.
¡Despierta, hombre de nuestro
tiempo! El giro antropológico de la modernidad se ha convertido en un profundo
fracaso. El hombre como enemigo de Dios, a lo único que arribó es a la construcción
de un orden satanocrático más nefando que Sodoma y Gomorra. Estamos a tiempo de
desmontar las estructuras siniestras de la presente barbarie civilizada que se
enseñorea. Recobremos la fe en Dios, la profundidad metafísica, la esencia de las
cosas, reconciliémonos con la naturaleza y asumamos un nuevo ascetismo
contemplativo. Hagámoslo porque la humanidad es capaz de reencontrarse con su
elevada misión como criatura espiritual en la Creación.
* Tomado de mi blog www.gusfilosofar.blogspot.com
NIHILISMO Y GUERRA TERMONUCLEAR
Lo que nos amenaza actualmente
no es un conflicto termonuclear, sino el nihilismo. Si el terremoto
geopolítico que nos sacude con le aguerra en Ucrania logra sofocar el peligro
de un enfrentamiento nuclear aún quedará como espada de Damocles la fuente
desde la cual nace, a saber, el nihilismo. Veamos. Nuestra encrucijada tiene un
nombre preciso, y es: NIHILISMO. Éste es el arma que blande el occidente
liberal contra el occidente cristiano y el globo entero.
Ahora bien, el nihilismo
pensado en su esencia no es la historia fundamental de Occidente -como
cierto prestigioso pensador afirmó-, sino el movimiento fundamental de la civilización
misma. La civilización humana se inicia como un poderoso movimiento de voluntad
de poderío a través del ropaje de las monarquías divinizadas. Esto no significa
satanización alguna del proceso civilizatorio mismo, pues ésta puede tomar otro
cariz bajo presupuestos distintos.
De lo que se trata es de
ver con claridad que el nihilismo como voluntad de poder, como negación y
comienzo de la erosión del ser, tiene un principio acelerado con la invención
de la civilización. La civilización humana ha sido desde su comienzo remoto
hasta la actualidad, voluntad de poder en vez de voluntad de servir.
Voluntad es deseo, pero el
deseo no tiene que ser necesariamente vorágine sin término de acrecentamiento
del dominio sobre los hombres, la naturaleza y las cosas, como ha venido
siendo. También la Voluntad puede ser acrecentamiento del servir, dar y amar, como
no lo ha sido sino en personajes excepcionales (santos, héroes y profetas). No
obstante, nuestra encrucijada tiene perfiles singulares desde que está atravesada
e identificada con la técnica moderna. Bien se ha señalado que la técnica es el
predominio del ente y el olvido del ser. O sea, la médula de la técnica es el
imperio nihilista del devenir.
Si la cosa técnica es la
tachadura del ser, si es el ámbito donde el ser se vuelve nada, ¿significa ello
que el pathos de la técnica no pueda salir nunca de la ontología débil del
nihilismo? Ello es dudoso. Si nihilismo es falta de sentido, decadencia
civilizatoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad, poder de la
nada, poshistoria, secularización, utopía inmanente y estancamiento espiritual,
ello no significa que el sentido unívoco del ser -el de las cosas finitas-
tenga que imperar para siempre. Además, el devenir tampoco tiene que ser
exclusivamente un ir del ser finito hacia el no-ser.
Como la negatividad no
puede consistir en un ir de la nada a la nada, entonces ni agota el ser finito
ni niega definitivamente el ser absoluto. Ciertamente que el nihilismo es el
malestar global de nuestro tiempo y el pensamiento científico-técnico es su factor
acelerador, pero ello no significa que terminemos negando la posibilidad de la
ontología positiva, pues partir del reconocimiento de la interrupción
ontológica del tiempo lleva también al reconocimiento del ser infinito y
eterno. Sin ello no hay posibilidad ni de salir del nihilismo, ni de poner
término a la identificación entre ser y ente finito, ni de reconducir la técnica
por la senda de una nueva historia de la metafísica.
El paso temerario dado por
la Modernidad de adentrarse en el abismo de lo finito está llegando a su
término, y para evitar un desenlace catastrófico hay que ver que el problema de
fondo es de naturaleza metafísica. Nuestra actualidad liberal es nihilista, lo
es la historia del occidente colonial, por eso mismo es metafísica, pero no es
la única metafísica posible -como no lo ha sido nunca-.
CUARTO ACTO
HEIDEGGER
Y LA
METAFÍSICA DEL SUPRASER
PREFACIO
Heidegger es el filósofo que
señaló a nuestro tiempo que su descaminamiento tenía una raíz metafísica.
Nuestra era técnica no era sino el pináculo y la heredera legítima de la
sustitución del modo de pensar como “armonía” por el modo de pensar como
“cálculo”. Podemos discrepar con él en torno a por qué, cuándo, cómo y con quién
se opera dicha transformación del pensar, pero es difícil estar en desacuerdo
cuando señala que el mal que aqueja al mundo contemporáneo es de origen metafísico.
Ese es su mérito.
Ahora bien, este aporte debe
ser bien aprovechado yendo más allá de la simple asunción de sus tesis para
replantearla sobre una nueva luz. Ese es el objetivo que se pretende en el
presente libro que reúne cinco ensayos sobre el pensador alemán.
Por qué arrojar nueva luz
sobre su diagnóstico filosófico. Por varias razones, pero la principal es que
con un deficiente diagnóstico de nuestro tiempo no será posible superar las
dolencias que nos aquejan. Así tenemos, en primer lugar, que no es cierto
que desde Sócrates se comienza a pensar el Ser como razón, cálculo y principio.
Platón, Plotino, San Agustín y Eckhart, se propusieron conocer sin conceptos,
objetividad ni representación. Se plantearon pensar sin olvido del Ser. Buscaron
el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la negación de la negación y
que no termina en un puro concepto trascendente. El caso es que Heidegger no
siempre ve esto claro.
En
segundo lugar, la metafísica cristiana en su idea de Dios retiene y desarrolla esta
manera de pensar sin objetividad, pero lo peculiar de ella no es precisamente esto,
sino que lo trascendente viene al mundo, lo ama, se interesa por él, crea el
mundo por amor. Este nuevo aspecto de la metafísica del amor, que es piedra de
escándalo para la mentalidad griega –regida por el principio de la inmutabilidad
del Primer Principio-, será totalmente ignorado por el primer y segundo Heidegger.
En él no hay el menor rastro de la metafísica y la ética del amor cristiano. Y
esta carencia será en definitiva el principal motivo de lo errado de su diagnóstico
metafísico.
En tercer
lugar, el pensar onto-teológico en vez de asentarse con pleno derecho desde Sócrates,
Platón, Aristóteles y el cristianismo, tiene su verdadero punto de partida en el
pensar nominalista del final de la Edad Media y en el empirismo moderno, para
el cual las esencias dejan de ser realidades para ser reducidas a productos de
la subjetividad humana, a puros conceptos y donde lo único real será lo
fáctico, sensible y observable. Aquí y no en otra parte tiene lugar el
auténtico olvido del ser.
Y, en
cuarto lugar, lo más grave es que estas deformaciones llevan a Heidegger a desfigurar
toda la historia del pensamiento filosófico y, lo que es peor, a proponer una
falsa solución, a saber, la nueva ontología
auténtica. Esta ontología auténtica no es tal, porque en realidad conduce a
pensar el Ser en su recóndita incognoscibilidad y aislamiento absoluto. Con
ello la síntesis entre lo trascendente y lo inmanente del Ser queda rota, la
Unidad oscurece la realidad del devenir, lo múltiple queda subestimado como
ilusión del pensar nihilista y la imagen de la realidad completa queda trastocada.
Heidegger representa la imagen del mundo del mundo burgués en descomposición,
sin equilibrio y presto a exageraciones irracionalistas y a un misticismo oracular.
Por estas
razones, abordar a Heidegger es importante dado que, en polémica con él, nos
permite ver de otra forma la posible solución del presente nihilista. Otro
aspecto esencial del pensamiento heideggeriano constituye su aspiración a
volver al pensar “armónico” de los presocráticos. En esta aspiración romántica
y regresiva hacia un retorno del pensar a una edad de intimidad con el ser, se
esconde no sólo una denuncia al pensar objetivante de la modernidad
calculadora, sino que está subyacente la ambición a una ruptura con el pensar
logocrático de Occidente y contra el imperio del concepto. Al respecto, veo que
Heidegger se refiere a lo que llamo pensar mitocrático. Ya he señalado en otra
parte[37]
la
oposición del pensar mitocrático al pensar logocrático, que la filosofía
ancestral era de carácter mitocrático, que la metafísica de la alétheia
constituye lo característico del pensar mitocrático, y que en vez de aspirar a
un retorno regresivo hacia este tipo de pensar debemos afrontar su
jerarquización dentro de las diversas metafísicas presentes en la historia de
la filosofía (alétheia, eidos, persona, percipi, virtual).
Como
vemos, la intuición de Heidegger nos pone en ese camino y hay que explicitarla
para superar sus limitaciones y enrumbar el pensar humano hacia la superación
del nihilismo presentista, hedonista y relativista del presente.
1.
SUPRA
SER Y DIOS
El
problema inmanente del ser
Heidegger tendrá siempre el mérito inmarcesible de haber
acertado en el pronóstico y de haber errado en el diagnóstico. Señaló
atinadamente la necesidad de oponer un nuevo modo de pensar ante el reinante
objetivismo cientista de la era nihilista. Pero responsabilizó de ello a la
metafísica del eidos y por eso se propuso recuperar la metafísica de la alétheia.
Cuando por el contrario la raíz del descaminamiento de la filosofía occidental, por haber seguido la senda del logos
y no la de la physis o el ser, es la metafísica de la
subjetividad inmanente o del percipi propia de la modernidad. Y es precisamente
por ello que su filosofía acaba encerrándose en la jaula del inmanentismo de un
ser inescrutable e irracional en el propio seno del mundo.
Heidegger (1889-1976) declara abiertamente que “el Ser
no es Dios”, sin embargo, en Ser y Tiempo
expresa que es “el trascendente absoluto”. Pero el Ser es lo más próximo y lo
más lejano al hombre que cualquier ente, incluso el mismo Dios. El Ser es, en
realidad, el mismo mundo, no hay otro mundo más allá del mundo, es inútil buscar
un creador del mundo.
En su tesis de doctorado presentada a los 24 años
(1913), año en que se aparta de sus estudios de teología, ya Heidegger llega al
pensamiento de la atemporalidad de lo lógico, pensando la diferencia entre el campo
lógico y psicológico. Siendo estudiante de teología en Friburgo lee los dos
tomos de las Investigaciones Lógicas
de Husserl. En 1913 publica Husserl sus Ideas
relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, y es
cuando Heidegger decide tomar distancia del camino extremo de la subjetividad y
centrar su atención al método
fenomenológico. Decide dedicarse a la filosofía. En 1919 se hace asistente
de Husserl y es cuando toma su propio camino al percatarse que el
mostrarse-por-sí-mismo de los fenómenos de la fenomenología, era el camino de
la aletheia de Aristóteles, como el
desocultamiento de lo presente. Lo que aparece a la conciencia, el fenómeno, es propiamente
desocultamiento, así lo pensaron los griegos, como presencia permanente que se lleva a cabo a partir del desocultar.
Entonces su primer esfuerzo será el desocultamiento
del Ser desde el horizonte del existir humano individual; y después de Ser y Tiempo, emprenderá el desocultamiento
del Ser desde el horizonte de la historia. En ambas etapas el propósito será
pensar la presencia permanente desde
el desocultamiento del fenómeno, la realidad o el ente.
Ser y Tiempo (1927) trata de no tomar partido entre el teísmo y el
ateísmo, y deja abierta la posibilidad de un nuevo desarrollo de su pensamiento.
Su gran obra quedaba interrumpida después del análisis de la temporalidad del
existir humano individual. Los años siguientes significan para Heidegger la
salida del ámbito individual al ámbito histórico del existir humano a través
del pensar la trascendencia del existir humano. En su conferencia Qué es metafísica (1929), no se pregunta por el Ser sino por la
Nada. Al hombre le sobreviene la Nada en la angustia y así se enfrenta a la totalidad
de los entes. Ello lo lleva a la pregunta
cumbre: ¿Por qué hay ente y no Nada? La nada es el
origen de la negación y no al revés. Para la metafísica antigua la nada es
materia sin forma. Para el cristianismo la nada es ausencia de todo ente
extradivino, contraconcepto de Dios como ente increado. Pero Dios excluye de sí
toda nihilidad. La nada pertenece al ser mismo del ente, a la finitud. El ser
es por esencia finito y en la trascendencia de la existencia sobrenada en la
nada. Sólo en la nada de la existencia sobreviene el ente de un modo finito. De
modo que, como sostiene en El Sendero (1957),
sólo el “compromiso por el Ser y para el Ser” puede dar sentido a la palabra
“Dios”. Es el pensamiento el que “prepara un retorno posible de Dios”.
Por no preguntar, escribe en Introducción a la Metafísica (1936), por el “Ser del ente” sino
solamente por el ente sin más, que el cristianismo convirtió en el “ente creado”,
la tradición metafísica occidental ha sido culpable del olvido del ser. Por qué
hay ente y no más bien nada, es una interrogante que concierne a la Creación
entera.
En su disertación, De
la esencia del fundamento (1929), Heidegger se ocupa del problema del
fundamento, causa o principio, como horizonte del desocultamiento del ser del
ente. Es necesario pensar la “diferencia ontológica” entre el ser y el ente,
desde la base de la trascendencia, para comprender el paso en que el ser se
desoculta como ente. Y en su escrito, De
la esencia de la verdad (1943), complementa la explicación afirmando que la
pregunta por el ser del ente no concierne al existir humano individual sino al
existir histórico de la humanidad. En Carta
sobre el Humanismo (1947), traza el camino para resolver “la muerte de Dios”,
pues sobre lo sagrado reposa toda civilización. Y expresa que sólo a la luz de
la esencia de la divinidad se puede pensar y decir lo que la palabra “Dios”
debe nombrar. En su escrito, El origen de
la obra de arte, habla de la obra
como desocultamiento del Ser en la obra de arte. Es decir, en la obra de arte
el ser se muestra como ser. La Belleza es la manera como se presenta la verdad
como desocultamiento en la obra de arte.
En El Final de
la Filosofía y la tarea del Pensar (1964), se ratifica en su parecer de que
no se quiere negar a Dios, sino que “Dios es un ente, el ente supremo de la
ontoteología”. Y justamente por ello la filosofía debe trascender su pensar, para
interrogarse por “el Ser no del ente sino por el Ser en cuanto ser”. Es decir,
por la posibilidad de la presencia en cuanto tal. En su conferencia La Cosa (1953), Heidegger habla de las cuatro
modalidades del ser, a saber, cielo,
tierra, mortales y dioses para marcar
la diferencia con el pensar cientificista objetivador. Y añade que la muerte
como santuario de la nada, es el santuario o refugio del ser. Los mortales son
los hombres, que como mortales van siendo desde el escondite del ser. Los
inmortales son los dioses, que refleja el modo de reinar escondido del Ser. La
unión de los cuatro modos del ser es el mundo. Este desocultar de la cosa es un
distinto desocultar de la técnica moderna, la cual busca dominar a la
naturaleza y explotarla. En consecuencia, el hombre es el lugar del
desocultamiento del ser. Treinta y cinco años después, en 1962, de la publicación
de Ser y Tiempo, da a conocer Tiempo y Ser. Aquí pone énfasis en el
Ser como aquello que se da y retiene, se oculta y desoculta, constituyendo las
épocas de la historia de la humanidad y el tiempo, como lo que abre el darse
del ser, en una presencia incomprensible. La tarea del pensar es pensar el
claro y la presencia.
En suma, para Heidegger “el Ser no es Dios”, a lo sumo
Dios es “el ente supremo”, pero el Ser es “lo más lejano y lo más cercano”
incluso de este ente supremo. Sólo el pensar sobre el Ser “posibilita el
retorno de Dios”. El Ser está sobre Dios, sobre ese ente supremo necesario para
instituir lo sagrado en toda civilización. Insistir en el Ente Supremo ha
conducido al olvido del Ser y al nihilismo.
Dejar ser la cosa permite
presentar al hombre las cuatro modalidades del ser en toda su amplitud. Por
eso, para Heidegger, la recuperación de Dios transita por la recuperación del
Ser.
Desde entonces, se considera su legado como una nueva
forma de pensar al hombre como lugar de desocultamiento del ser, ente y
realidad. El Ser no es por el hombre, él sólo participa de la realidad, dejando
ser la realidad. Entonces, si el Ser es
la fuente del ente, incluso del ente supremo, qué ha de ser aquel Ser
iluminador de todos los entes, iluminador incluso de la esencia de Dios.
Incluso, en qué ha de consistir aquella divinidad subordinada.
El
dilema ético y existencial
Heidegger mismo admite que lo sagrado es el pilar de
la civilización, y por eso se preocupa por el camino de un posible retorno de
Dios. Es decir, en el fondo admite una repercusión ética en la superación de la
“muerte de Dios”. Con esto metafísica y ética quedan enlazadas. Para unos Heidegger
carece de ética, mientras para otros de su planteamiento se deriva una ética.
En este sentido, Acevedo Guerra sostiene que Heidegger
no tuvo filosofía ética, sino un vago ecologismo (Ética originaria y Psiquiatría, http: // personales.ciudad.com.ar/Heidegger
(ética-htm). No han faltado quienes han vinculado que nunca haya escrito una
ética a su nefasta asociación al nazismo y el no haber sido una persona ética
en este punto. Heidegger nunca pronunció una palabra condenando el Holocausto
ni se arrepintió de su pertenencia al partido nazi.
En el documental de la BBC sobre Heidegger Pensando lo Impensable, Richard Rorty
manifiesta duramente: “Hay muchos casos
de hombres malos que escriben obras interesantes, y Heidegger es un ejemplo
espectacular de ello. Él se encontró en una situación en el que no tuvo
carácter para salir. Siempre se le recordará asociado a esta situación nazi de
la que no pudo salir”. Y nosotros añadimos, de la que nunca tuvo voluntad
para salir porque compartía muchas de sus convicciones.
Cuando aceptó el rectorado de la Universidad de
Friburgo ofrecido por los nazis, sus alumnos de la Universidad de Marburgo,
entre ellos Gadamer, se quedaron atónitos y sorprendidos. En el mismo film el erudito
Klibanski manifiesta que él mismo escuchó un discurso del rector en Heidelberg
en 1933, instando a la juventud a abandonar sus ideas humanistas y cristianas
para mudarse al nacionalsocialismo. Heidegger sucumbió a la ilusión nazi y
sufrió de megalomanía. Si en 1920 había roto con las ideas católicas en los
años 30 se comportó como un nazi convencido. De igual forma, cuando Husserl
recibe la orden nazi prohibiéndosele impartir clases en las instalaciones de la
Universidad de Friburgo por su origen judío, Heidegger, pudiéndolo hacer, nunca
revocó dicha orden; lo cual hirió profundamente a su maestro, se sintió
traicionado por un brillante alumno por quien tanto hizo, ayudó a impulsar su
carrera y lo consideró su hijo intelectual. Cuando en 1937 Jaspers fue
pensionado por estar casado con una mujer judía, lo cual era también una
prohibición para enseñar, Heidegger no dijo ni media palabra y se sumió en el
silencio. Y Jaspers nunca más quiso un contacto cercano con él.
En 1934 se retira del rectorado con una sensación de
frustración, después de haber jugado al papel de Rey Filósofo del Tercer Reich,
por razones de no encontrar eco en los nazis, más que por repelerle dicha
asociación política. Con 45 años a cuestas se retira a su querida cabaña, construida
por sus propias manos en Selva Negra y donde escribió la mayor parte de sus
trabajos, y entonces comienza sus meditaciones sobre el lenguaje, la poesía y
la historia. Allí fue donde concibió gran parte de sus ideas, entre ellas sobre
la vida inauténtica de las masas urbanas y la vida auténtica del hombre natural.
Georg Gadamer, uno de los pocos que lo visitaba en su casa de Selva Negra, dijo
que Heidegger nunca perdió la forma de apariencia del trabajador manual rural.
Incluso solía vestir trajes campesinos bávaros. Y el nazismo ofrecía la
preservación de la vida rural. Por lo demás, compartía el antisemitismo cultural,
aunque no asumiese el antisemitismo biológico. Es inocultable cierta afinidad
entre los nazis y su doctrina.
Cuando concluye la guerra y como había ofendido a
mucha gente en su gestión rectoral de Friburgo, la Comisión de desnazificación
lo interroga negando Heidegger todos los cargos, y no pudiendo llegar a ninguna
conclusión se le pide al respetado filósofo Karl Jaspers su recomendación, el cual
prescribe una suspensión de cinco para enseñar por su pensamiento represivo y
dictatorial. Lo que provocaría en Heidegger un colapso nervioso con intento de
suicidio, que lo obligaría a recluirse por un tiempo en un sanatorio.
Un tiempo después
se reencuentra con Hannah Arendt y le confiesa su arrepentimiento, pero ella no
lo nota del todo sincero y se lo comenta en su correspondencia a Jaspers diciendo:
“Ese es su carácter”. Esas palabras
de Arendt revelan que la índole moral de Heidegger no iba de la mano con su
genio intelectual. Pero fue gracias a Sartre y otros intelectuales franceses
que resurgió su prestigio intelectual.
Por otra parte, Lizbeth Sagols en el Prólogo del libro
Heidegger y la pregunta por la ética (UNAM,
México 2001) admite que existen principios normativos que orientan la existencia
humana, y por ello es posible afirmar que en Heidegger está presente una
preocupación ética.
En una línea similar van las consideraciones de mi
amigo, el filósofo toluqueño Noé Héctor Esquivel, cuando dice en su excepcional
libro Trazos para una ética Hermenéutica
en la vida y obra de Hans Georg Gadamer, (IESU, México, 2012) “el estudio de la ética en Heidegger nos
remite necesariamente a la crítica de la filosofía moderna centrada en la
subjetividad. Los fenómenos, los objetos, las cosas han quedado a expensas de
la racionalidad del sujeto. Por eso la propuesta heideggeriana del retorno al
ser” (pp. 211-212).
Y no hay duda que le asiste razón. El planteamiento de
Heidegger es una rebeldía contra el imperialismo de la racionalidad objetivante
de la ciencia. No obstante, y al margen de los horrorosos errores éticos de un
gran pensador, es dudoso que dicho planteamiento ético esté en lo correcto. En
Heidegger estaba presente la “banalidad del mal” de Hannah Arendt. Pero como no
hay ethos sin logos el dilema sigue
siendo recuperar la unidad perdida entre filosofía teórica y filosofía práctica.
Y en este punto el problema de Dios, como fundamento de los valores, es
capital.
La existencia humana se distingue de todas las demás
existencias no por el hecho de tener conciencia de sí misma, como comúnmente se
ha afirmado, sino por el atributo axiológico de poder optar por el bien y el
mal.
Un hombre malo y perverso, tiene conciencia de sí
mismo, pero con ello sólo efectúa una función elemental, lo que lo hace humano
es su capacidad de enmienda moral, de dejar de ser un monstruo. Es por ello,
que el monstruo humano no nos parece humano, será hombre en sentido biológico,
pero no en sentido pleno, es decir, moral.
Este hecho revela que en el hombre lo ontológico y lo
axiológico están unidos. Cuando Ortega y Gasset decía que un tigre no puede des-tigrarse
ni una tortuga des-tortugarse, pero, en cambio, un hombre puede deshumanizarse,
estaba aludiendo a esta realidad. Sólo que, por su excesivo influjo heideggeriano,
no reparó que en el hombre no todo es proyecto, no todo es historicismo, pues
existe la realidad esencial en el hombre.
El pensamiento: “El hombre es y se hace en la historia”
es incompleto, hay que añadirle: “El hombre es y se hace a pesar de la historia”.
Su propia naturaleza ontológica exige su realización axiológica. La esencia del
hombre es la realización del valor, y el valor más alto y completo es el valor
espiritual. Es por esto que se puede afirmar que sin lo ético lo ontológico del
ser humano está perdido. Se vuelve únicamente una actitud arrogante del
pensamiento. El hombre pierde su ser en la medida que pierde la realización de
los valores. Y los pierde cuando opta por el mal.
No son las inclinaciones de nuestra alma, sino que son
nuestros actos los que elevan o hunden nuestra naturaleza humana. No se juzgan
las tendencias del espíritu, sino la fuerza de voluntad asistida por la fe para
manejar nuestros actos. Si realizas el bien despliegas la luminosidad de tu
ser, y si realizas el mal repliegas tu ser en la oscuridad. El espacio humano
es casi un claroscuro, ambivalente y oscilante entre la luz y la oscuridad de
su propio ser. El libre albedrío es irremplazable, no obstante, puede ser asistido
por la gracia divina.
Su oracular afirmación “el compromiso por el Ser y
para el Ser” encierra toda la clave que da sentido a la palabra “Dios”. Incluso
asevera que este giro de pensar “prepara un retorno posible de Dios”. Pero en realidad
nunca se tratará de una divinidad que se identifica con el ser, ni autónomo
frente a él, sino subordinado, dependiente y vasallo de una especie de Supraser
que da contenido al ente supremo que es la divinidad. El Ser dentro de este
planteamiento deviene en pensar el fundamento (Ungrund) de Dios. La realidad divina, de este modo, no está más
allá de la diferencia ontológica entre el ser y el ente, sino más acá. El Ser
como una nada determinada y sin determinaciones, es más básica y fundamental
que Dios en Heidegger. Incluso Dios resulta siendo una explicitación ontoteológica
del Ser que queda convertido de este modo en el Supraser más allá de Dios. Dios
será el primero de los seres, pero no será el Ser, que es indeterminado y
recóndito fundamento.
La distinción que hace el filósofo alemán
entre lo ontológico y lo óntico se basa en el aporte metafísico fundamental del
Aquinate, pero con la grave limitación de limitar lo ontológico a una dimensión
temporal y finita. Para el Aquinate el ser y la esencia no son
entes, y sólo son objeto del entendimiento en la entidad. Por ello, el
entendimiento conoce el ser, pero como ser propio de una esencia. El
conocimiento de la esencia no es el conocimiento del ser mismo que lo
trasciende. Lo que se entiende del ente es su esencia, no su ser. Por eso el
ser es misterio. No obstante, el ser es el acto de la esencia, como en
Aristóteles, pero es un acto no constitutivo de la esencia sino del ente. El
ser es un acto entitativo. Esta distinción entre ser y ente, y el misterio que
guarda con el hombre en el Aquinate sólo se vuelve a repetir en Heidegger, con
la diferencia que éste último restringe la capacidad del entendimiento humano y
convierte al Ser un Supraser por encima de Dios.
2.
HEIDEGGER,
ONTOLOGÍA Y ÉTICA
Ya hemos visto
cómo Heidegger concibe al Ser como una especia de supraser más allá de Dios. Echemos
una somera mirada a otros pensadores alemanes del momento. Si Max Scheler
abrazó el catolicismo en su filosofía, cuando su padre era protestante y su madre
judía, aunque en la última etapa de su vida abrazó un panteísmo evolucionista; si
Nicolai Hartmann dentro de su religiosidad protestante exagera la trascendencia
de Dios y la antinomia “irracional”, que lo lleva a sostener que la libertad
humana es absoluta e irreconciliable con la libertad divina; y si Karl Jaspers
aun cuando rechazó las doctrinas religiosas explícitas, incluida la noción de
un Dios personal, postuló la idea monista Trascendencia; por su parte, Martín
Heidegger fue católico desde el comienzo para luego desembocar en una especie
de misticismo del Ser.
Esto nos lleva hacia las conexiones entre ontología y
ética en el pensamiento heideggeriano. El horizonte de apertura de la realidad
humana posibilita una libertad que requiere de la luz de la razón para decidir
su destino. Sólo porque nuestro ente humano necesita de una realidad objetiva,
intemporal, trascendente y transhumana –los valores-, es dable afirmar que la
realidad particular que somos sólo es posible desde la realidad del ser. Metafísica
y antropología, ontología y axiología muestran así su profunda ligazón. El
orden ontológico humano exige el reconocimiento libre de un orden objetivo de
realidades y valores. De modo que hacerse hombre es ser libertad comprometida
no sólo con la humanidad entera, como supone Sartre, sino, también con Dios,
como fuente de todo valor.
El hombre es libertad comprometida con lo inmanente y
lo trascendente. La carencia de cualquiera de estos ámbitos lo vuelve en un
absurdo, en un ente que ocupa el lugar de Dios, limita sus posibilidades y
divorcia lo que tenemos en sí mismos con lo que hay fuera de
nosotros. El fin existe objetivamente, y
se da tanto dentro como fuera de nosotros. Y es precisamente por ello que la trascendencia no se agota en el proyecto humano, sino que lo abarca omnicomprensivamente.
El
ser pre-existente
Sólo teniendo en cuenta la diferencia ontológica entre
el ente y el ser, se puede evitar hacer caer al hombre en la Nada. Pero, de igual
manera, abrirse a la trascendencia del
ser y convertirse en el pastor del ser, como preconiza Heidegger, tiene
poco sentido cuando dicha trascendencia se reduce a un ser supermetafísico, místico y poético, que no tiene nada que ver con
la esencia divina, idea o concepto. En Heidegger no es Dios el que hace posible
el ente, ya vimos que proclama inútil buscar a un creador del mundo, más bien,
es el Ser lo que posibilita la esencia de todos los entes, incluso el de Dios.
Plotino y Heidegger son dos cumbres próximas. Cuando
Dios es concebido como un ente emanado por el ser, como el ente supremo de la
ontoteología, entonces Heidegger invierte a lo trascendente divino por
excelencia. Cuando en vez de negar a Dios se le rebaja a “ente supremo”, que
recibe su existencia del Ser mismo, que lo sobrepasa, entonces se corrompe a la
trascendencia y se orienta al hombre ya no a Dios, sino a ese ser panteístico que
está presente en todos los seres.
En Heidegger Dios no es la verdadera trascendencia,
sino, la trascendencia absoluta recae sobre el Ser. Por lo demás, dicha
trascendencia absoluta es inmanente al mundo, está en el mundo, es el mundo. No
hay eternidad, solo sobrevive la temporalidad. Heidegger se niega llamar “Dios”
a su más alto principio: el Ser, porque considera que éste es el generador de
Dios. No habla como Plotino de hipóstasis intermediarias (Bien, Inteligencia y
Alma) entre el Ser y Dios, ni entre Dios y las cosas. Pero una cosa sí es segura;
la relación entre el Ser y Dios, junto a los demás entes, no es una relación de
amor y de creación libre, sino que el Ser heideggeriano, muy parecido al Uno
plotiniano, emana de manera natural y sin amor. En Heidegger, Dios ocupa un
lugar inferior al Ser, y a diferencia de Agustín y Tomás de Aquino su metafísica
del ser excluye su identificación con Dios. Así como el éxtasis plotiniano hacia
lo Uno destruye la primacía de Dios, de modo similar la preeminencia del Ser en
Heidegger destituye a Dios del foco central de la revolución metafísica que
plantea. También siente que con su giro ontológico ha dado cumplimiento a la
denuncia nietzscheana de que el cristianismo es platonismo popular, negación de
la voluntad de vivir y nihilismo.
Heidegger piensa que ha superado a Nietzsche al
denunciar que el secreto de la metafísica occidental desde Platón ha sido la
conversión de la alétheia en eidos. Pero no repara que la buscada
metafísica de la presencia, donde la primacía de la visión o contemplación
coincide con la revelación de la verdad en la mirada interior, se da en Plotino.
Pues es justamente este filósofo helenístico romano el que emplea la metáfora
de la luz para intentar fundamentar una metafísica de la presencia. El recurso
a un Uno inefable y al logos silencioso es precisamente la razón mística a la
que el último Heidegger aspira con insistencia. Mérito de su esfuerzo sería la
urgencia de examinar una Crítica de la razón
mística. Personalmente me inclino a pensar que la filosofía mitocrática
presocrática y de las civilizaciones ancestrales fue una metafísica de la presencia,
visión al Uno inefable y divino, donde el raciocinio y la escritura se
supeditan al “ojo” del alma en la contemplación de los orígenes.
El hombre espiritual es visión antes que escritura, para
él el pensamiento discursivo no es lugar privilegiado de lo verdadero y esto
era la nota común en tiempos mitocráticos. Pues la verdad es lo que se ve y se
vive, no lo que se escribe y concibe. La verdad no mora en el lenguaje, mora en
la visión o contemplación de lo real. Y es así porque el hombre posee dentro
del alma una visión, razón o contemplación silenciosa predispuesta hacia la
develación de la verdad. La verdad viene del silencio y va hacia la palabra, pero
la palabra no es la verdad. Junto a la diferencia ontológica entre ser y ente se
encuentra la diferencia ontológica entre pensamiento y discurso. Mientras en el
pensamiento hay intimidad originaria entre el alma y el ser, en el discurso hay
intimidad secundaria.
Pero esto nos lleva a la relación entre “esencia” y
“existencia”. En otras palabras, de poco sirve eludir la afirmación sartreana
que “la existencia precede a la esencia”, para pasar a sostener
heideggerianamente que “el ser precede a la existencia”, cuando dicho ser ha
sido hipostasiado en un supraser del
cual emana incluso el “ente supremo”. Que el ser preexista a Dios es un contrasentido,
sin el cual se derrumba toda la crítica heideggeriana. El ser que precede a la
existencia, incluso a la de Dios, es un puro concepto pagano de inspiración neoplatónica, en donde
el
atributo trascendental del ser se
hipostasia incluso a Dios mismo, quedado convertido la divinidad en el ente
supremo emanado del ser.
Pero qué clase de Dios heideggeriano es éste, cuyo
atributo de Ser se le escapa, más bien depende del Ser para su existencia, y al
final su realidad ha de resolverse en una temporalidad inmanente al mundo.
Obviamente que el dios que Heidegger tiene en mente no es el Dios omnipotente
del cristianismo, no es el Dios creador judeocristiano, sino, más bien el dios
pagano del demiurgo griego. Aquella divinidad intermedia que ya encuentra en su
camino a la materia y a las ideas a las cuales les dará un ordenamiento
conveniente. El Ser de Heidegger tiene más parecido a la divinidad impersonal (Gottheit) de Eckhart, que está por
encima del Dios Uno y Trino, aquella unidad indiferenciada e incomprensible de
la cual sólo se puede hablar negativamente. En Heidegger el Ser impersonal que
está en el mundo, no es evidente para nosotros, es incomprensible e
incognoscible, y sólo se le puede evocar.
Si el Ser es previo a Dios, como lo concibe Heidegger,
entonces, en realidad no hay dios, sino aquella fuente impersonal o substancia
inmanente al mundo que incluso crea a dios o dioses. Si en Hegel Dios coincide
con la pluralidad del mundo, en Heidegger Dios y los entes coinciden en
provenir del Ser. Pero, además, si Dios
no es trascendente al mundo sino inmanente a él, entonces lo inmanente del Ser
es lo que une a Hegel con Heidegger. Lo que éste modifica de Hegel es que el
Ser no es sujeto que se desenvuelve dialécticamente, sino, como Spinoza, es substancia
inmanente.
Heidegger como Hegel fueron seminaristas y ambos
atacaran a la ortodoxia. Su concepción inmanentista del Ser hace de dios algo
inmanente al mundo. Ambos rechazaron ser considerados panteístas ateos, pero en
Heidegger el Ser es la única realidad verdadera y el mundo de los entes, incluido,
el Ente Supremo, es su manifestación.
Jamás Heidegger pudo comprender el carácter inmanente
y trascedente, a la vez, del Dios cristiano; como sí lo hizo Juan Escoto Erígena
a pesar de su panteísmo dinámico. De poco le sirvieron a Heidegger sus estudios
sobre la mística medieval y San Agustín durante los semestres de 1918 a 1921,
porque lejos de comprender la unidad de la naturaleza divina en la trinidad, explicada
especialmente por el santo, puso el énfasis en la temporalidad fenomenológica
de la existencia.
Por eso su identificación de Dios como un Ente, si bien
Supremo, fue el paso hacia un inmanentismo de la divinidad en la naturaleza. En
Heidegger, del Dios trascendente, personal y providente no queda ni rastro. No
tiene sentido pensar en un Dios creador. El único creador de todos los entes es
el Ser. Heidegger encarnó tanto la divinidad en el mundo que al final terminó
por condensarla en una fuerza más del mundo. El resultado es que termina en una
limitante metafísica inmanente del Ser. Un Ser sin conciencia, sin
inteligencia, sin libertad y sin amor, que ciegamente es lo más cercano y lo más
lejano en todos los entes. El Ser de
Heidegger no sólo carece de conciencia sino de existencia propia. Los que
existen son los entes, el Ser es la fuente del existir. El Ser de Heidegger no
es el Ser real, es el ser abstracto salido del cráneo de un hombre llamado
Heidegger. No hay duda de que sólo rompiendo con este inmanentismo extremo se
puede reconducir el Ser a su verdadero seno, esto es, a Dios. Dios está en el mundo,
pero no es el mundo, de lo contrario nos extraviamos por los oscuros vericuetos
del humanismo sin Dios de nuestro tiempo.
Heidegger
pretende sustituir la revelación religiosa por su propia revelación filosófica.
Pues aun cuando de sus reflexiones se deduzca: "siempre allí donde la teología
emerge, Dios ha emprendido ya su partida"; en realidad, Heidegger
ambiciona "salvaguardar la autenticidad de lo religioso", pero en su
propio lenguaje filosófico. Cuando promueve reflexiones como ésta: "La
relación con los dioses no puede estar mediada por el pensamiento, y, a la
inversa, el pensamiento no puede tomar sus puntos de apoyo en la experiencia
religiosa", no hace más que para desestimar la asimilación del pensamiento
griego por el cristianismo, pero no para inhibirse de hacer lo mismo con su
filosofía.
La
época de Heidegger se asocia con la hecatombe de la tierra a manos de la
técnica, de la preeminencia del cálculo y la organización, en la que el pensamiento
se independiza de la dualidad e ingresa en "otro comienzo", que acaba
con la mutua exterioridad que caracteriza la relación entre pensamiento y ser
en el período de la metafísica. Hombre y ser se aproximan, y a este suceder lo
denomina Heidegger Ereignis. El Ereignis admite el redescubrimiento de
la esencia del ser como irreductible a toda entidad, y de la esencia del
ser-ahí (hombre) como irreductible a toda sustancialidad.
Así,
hace también imposible la explicación del ser del ente en la fundación operada
por un ente supremo. De modo que la forma teológica de pensar llega a su fin, y
el cristianismo es superado. Tal es la interpretación heideggeriana de la "muerte
de Dios".
¿Esta
evaluación heideggeriana de la Ereignis es
correcta? En parte sí, pero en lo substancial no. Sí, porque mil años de filosofía
ha mostrado en Occidente que el esquema dualista trascendencia-inmanencia,
Espíritu-Materia, ha sido reemplazado por el dualismo entre Mente-Mundo meramente
inmanente. Pero no, porque dicha substitución no significa necesariamente que
el descubrimiento de la esencia del ser tenga que separarse de la esencia de
Dios. Podrá separarse de la objetivación de la esencia de Dios, pero no de Dios
mismo. Y Heidegger confunde ambas cosas apresurándose a coincidir con Nietzsche
y erróneamente aprobar la muerte de Dios. Y así es imposible la explicación del
ser del ente. Heidegger efectúa una interpretación secularizada de la Ereignis, pero esa no es la única explicación
posible de la misma. Por supuesto, cabe una explicación teológica perfectamente
coherente y plausible, en la que se
reconoce la dimensión negativa o incognoscible de Dios. Pero en ella no se agota
la naturaleza divina.
Heidegger
nunca meditó suficientemente a la Persona divina, ni las relaciones
intradivinas, ni la divinidad de Jesús. De joven ingresa como novicio a la
Compañía de Jesús, donde dura sólo unos cuantos meses y aprende la filosofía
suarista. Luego ingresa en el seminario, estudia la filosofía de Tomás de
Aquino, pero en 1911 acaba esta época. Su formación será neokantiana. En 1915
ingresa a la carrera docente y su tesis de doctorado trata de Duns Scoto. En
1916 conoce a Husserl y se adhiere a la fenomenología. Ya en 1917-19, a los 28
años, acontece su ruptura con el catolicismo y su aproximación al protestantismo.
Esos casi nueve años de aproximación a la teología protestante acentuaron su visión
suprapersonal de Dios. Su segundo giro data de 1928, a los 39 años, orientado
al voluntarismo nietzscheano y partidario de la muerte de Dios. Y el tercer
desplazamiento que pertenece a los años 1936-38, centrado en el pensar y la evocación
del ser, y en el cual su ontologismo ateo está en lugar del cristianismo.
Hay
que tener en cuenta que desde 1919 hasta 1927 Heidegger dedicó gran parte de sus
lecciones atendiendo al método fenomenológico. Empero, la fenomenología de la
religión de Heidegger no tiene como objetivo la religión en su totalidad, ni
tampoco la experiencia de Dios, sino que se centra en la experiencia
originaria de la religiosidad. Para Heidegger, y este era su reproche a Troeltsch,
antes de hacer filosofía de la religión hay que introducirse en el fenómeno
religioso.
En
sus análisis de las cartas paulinas, Agustín y la mística medieval (Cf.: Heidegger,
Estudios sobre la mística Medieval,
FCE, 1995; Introducción a la fenomenología
de la religión, México, 2006; M. Berciano, La revolución filosófica de
Martín Heidegger, Madrid 2001; J. Adrián, El joven Heidegger. Un estudio
interpretativo de su obra temprana al hilo de la pregunta por el ser, Salamanca,
2000; M. Berciano, Esperando su venida. Comentarios heideggerianos de escatología
paulina, Naturaleza y gracia 2-3 (2000), 429-459; J. Adrián, Fenomenología
de la vida en el joven Heidegger. II. En torno a los cursos sobre religión (1920-1921),
Pensamiento 55 (1999), 385-412; P. Redondo, Experiencia de la vida y
fenomenología en las lecciones de Friburgo de Martín Heidegger (1919-1923), Salamanca
2001), llega a la constatación de que el fondo del fenómeno religioso es la
realidad de Dios, pero luego deja esto de lado. Reconoce que hay que explicar
la objetividad de Dios, pero esto no lo hace porque –dice- no quiere caer en explicaciones
objetivas y metafísicas de la divinidad. Y aun cuando reconoce que la
experiencia religiosa sobrepasa los límites de la fenomenología, evita vincularla
con la realidad de Dios, con su trascendencia.
No
es casual que su última gran obra de 1961 trate de Nietzsche. "La metafísica, en tanto que metafísica, es auténtico
nihilismo... La metafísica de Platón no es menos nihilista que la metafísica de
Nietzsche." Heidegger quiere insistir en que la metafísica -desde el "olvido
del ser" con el que casi se inicia-, ha anulado el ser, lo ha esenciado, y
a ello llama nihilismo. Advierte esta caída, y anuncia el desvelamiento del
ser, o sea el fin del nihilismo. Su aspiración es volver a la realidad del ser.
Pero, por un lado, el ser queda "en manos" del hombre (el Da-Sein es
el único acceso al ser); por otro, el hombre es presentado como “pastor” del
ser. Luego, el ser está más allá del Da-Sein.
Esta
ambigüedad queda irresuelta y parece ser no menos nihilista que la metafísica
misma. En cierto modo, Heidegger constata la condición nihilista del hombre
mismo. Su propia filosofía inmanentista no deja de ser una visión nihilista del
hombre (el hombre está tejido
de tiempo). El final es un renovado
"olvido del ser" que, puesto que no hay Dios trascendente, no puede
saltar sobre la condición humana. Y la lección que deja Heidegger estriba en la
imposibilidad de querer salir de la atadura del ser sin renunciar al inmanentismo.
Pero,
y contra lo afirmado por Heidegger, la situación es que la metafísica de las
esencias no siempre anuló el ser, porque las ideas lejos de ser constructos mentales de carácter subjetivo o
entidades, se refieren a procesos de la realidad, al ser mismo. Ahora se
entiende por qué Platón y Aristóteles entendían la metafísica como “ciencia
divina”, lo mismo que la Patrística con su “creer para comprender y comprender
para creer”, y Hegel –aunque en forma panteísta-.
El
que verdaderamente ha esenciado y conduce al “olvido del ser” del nihilismo, es
el empirismo de la modernidad. Aquí acontece la caída en el pensamiento
objetivador. De modo, que el verdadero nihilismo no es el esencialismo, sino el
empirismo inmanentista que encierra al ser en la finitud, del que Heidegger
tampoco se puede sustraer al hacer del hombre el “único acceso” o “el pastor”
del ser, y al eliminar la posibilidad de que Dios sea al considerar que el ser
es finito en su esencia. Heidegger cree apuntar contra el nihilismo atacando a
la metafísica de las esencias, pero en realidad lo único que hace es fortalecerlo,
porque al enclaustrar al ser en la finitud resulta que el verdadero olvido del
ser es la metafísica de su subjetividad que convierte al hombre en el eje ontológico
del ser. Heidegger no rompe con el empirismo subjetivizante de la modernidad,
porque la posibilidad de un ser para Dios depende de que pueda pensarlo el
hombre a partir de la verdad del ser. En filosofía no entra Dios, sino sólo la
simple experiencia humana. Heidegger permanece capturado por el humanismo ateo.
Sólo en el hombre puede ocurrir esa desvelación del ser y como ese
desvelamiento no tiene término, tampoco tiene fecha el advenimiento del ser para
Dios. En otras palabras, hay que luchar contra el nihilismo viviendo siempre
bajo su crepúsculo.
Heidegger
no trata nunca del Dios divino al que uno puede rezar, el de la liturgia, no se
refiere nunca al Dios vivo del Evangelio; y se supone que la destrucción
fenomenológica de Dios como principio metafísico debía conducir hasta Él. Pero
optó por no hacerlo. Por qué. Porque se encontraba atrapado en las redes de la
filosofía inmanentista de la modernidad.
Por
tanto, su análisis fenomenológico del fenómeno religioso cristiano es incompleto
e insuficiente. Y no lo hace porque supone superar la misma hermenéutica de la
facticidad de la fenomenología, que resulta tan cara para su filosofía. Aquí
hacía falta una hermenéutica remitizante, que supere a la hermenéutica de la
facticidad y recupere a la trascendencia del Dios vivo y su misterio mismo. Visión
Personal católica de Dios, visión suprapersonal protestante de Dios y visión
ontológica atea son las tres perspectivas sucesivas que acontecen en Heidegger.
Visiones del Fundamento en Heidegger
Etapas
Católica Protestante Ontológica
(Antes de 1917) (1917-1919) (1928)
Dios Personal Dios suprapersonal El Ser
El
hijo de un sacristán católico, que pretendió ser jesuita, pero fue rechazado,
terminó enfrentándose al primer artículo de la doctrina cristiana que habla del
Dios creador. No obstante, cuando Heidegger
ingresaba en un templo su talante era invariablemente de un considerado mutismo.
Max Müller le preguntó: “si su actitud no tenía algo de inconsecuente, ya
que había rechazado los dogmas de la Iglesia”. Heidegger alegó: “Hay que
pensar históricamente. Y en un lugar donde se ha rogado tanto, lo divino se
hace presente de manera muy particular”.
En una época alejada de Dios, Heidegger se convirtió en un
filósofo distante a Dios, se convirtió en el heraldo de un tiempo declinante,
cumplió ontológicamente el programa nihilista de Nietzsche y se afincó en su
roca soledosa de la insondable historia del ser. La verdad de la metafísica,
así como la fe en el Dios cristiano, las consideró formas de la verdad
agotadas. Repitió en clave ontológica lo afirmado por Nietzsche sobre el
carácter metafísico platónico del cristianismo. Y se siente protagonista de un
nuevo comienzo en la historia humana donde se juega la verdad del ser. Concluyó
en una inmensa tautología, a saber, develar el ser del ser. En una palabra, le
faltó coraje para ir a contracorriente de su tiempo. De
este modo, para Heidegger pensar a Dios como fundamento del mundo, como lo hace
el cristianismo, lo convierte en una entidad que se extiende a toda forma de
manifestación, de modo tal que la explicación de cualquier fenómeno se ve
reducida a la posición de un cierto tipo de relaciones entre entes. Sólo hay
entes y relaciones entre ellos, no hay ser. Dios mismo se transforma en un
ente. Además, el cristianismo antropomorfiza la divinidad y pierde su esencia
propia y así la verdadera experiencia de lo divino se pierde. Por tanto, la
recuperación de una nueva experiencia de lo divino es posible a partir del
pensamiento del ser mismo, y especialmente del 'olvido del ser' en el que
consiste la esencia de la época anterior.
Pero
esta interpretación del Dios judeo-cristiano es totalmente insostenible y la
confunde con la teología natural de la filosofía. El Dios de la Revelación, por
esencia, es totalmente incognoscible, nadie sabe cómo es Dios, no es evidente
ni objetivable para nosotros, su demostración es a posteriori, es decir, por sus
efectos. Lo cual está expresado enigmáticamente en la frase “Yo soy el que
soy”. De modo que no es un ente, sino el sustentador de todos los entes, ser
eterno y espiritual. Único y soberano, es el ser por antonomasia. Tiene
atributos (simple, uno, verdad, bondad, perfección, eternidad, infinitud), pero
en sí es incomprensible. Dios mismo no puede transformarse en un ente, porque
su relación como fundamento no agota su propia naturaleza esencial. La Persona
divina es una realidad relacionalmente distinta, subsistente en la esencia
divina. Por lo demás, su encarnación en Jesucristo no es su antropomorfización,
porque el redentor es el Hijo de la tercera Persona de la Trinidad, por ello la
divinidad nunca pierde su propia esencia, ni se agota en la historia. Además, sobre
Dios sólo hay unas pocas cosas que pueden demostrarse, a saber, que existe.
Dios mismo se transforma en un ente. Por tanto, la antropomorfización de la
divinidad por el cristianismo no hace que se pierda la esencia de Dios y la verdadera
experiencia de lo divino. Al contrario, la verdadera recuperación de una nueva
experiencia de lo divino es posible a partir del pensamiento de la Persona
divina, y especialmente de Cristo, que es el mayor mentís del 'olvido del ser'
en el que consiste la esencia de la época de la metafísica objetivista. En
suma, pensar a Dios como fundamento del mundo no lo vuelve en un ente más, ni
Dios mismo se vuelve en un mero ente supremo, porque no se tratan de relaciones
de un ente actuante sino de un Acto puro. Además, su creación no agota la
naturaleza divina.
El más grave yerro de la metafísica ontológica
heideggeriana es suponer que Dios es un “ente” y lo más que dice al respecto es
que se trata del “Ente Supremo”. Entonces, Dios y los seres finitos se vuelven
seres contingentes que deben su existencia al Ser. Pero la objeción inmediata
que surge a este razonamiento heideggeriano es que un Dios cuya esencia no se
identifique con la existencia no es dios. Dios para ser tal debe ser
“necesario” y no “contingente”, por tanto, debe ser el origen del ser mismo. En
Heidegger, Dios no es un ser necesario sino contingente, porque a pesar de
considerarlo como ente supremo debe su existencia al Ser, el cual resulta siendo
preexistente incluso a Dios. Se trata de un dios de segunda clase. Si los idealistas
griegos supusieron la creación del mundo a partir de una materia preexistente
al mundo, Heidegger supone la aparición de todos los entes, incluso Dios, desde
el Ser. Heidegger, como los atomistas, niega la “creación” del mundo. Como en el
neoplatonismo, en Heidegger hay emanación. Para él el Ser es el horizonte de
temporalidad del mundo, es decir, no es eternidad, en consecuencia, el Ser es
lo más lejano y lo más próximo al mundo y a los entes. Además, dicho ente
supremo es “supremo” en qué. Si Heidegger ya le despojó de su capacidad de
“creación” será entonces una especie de “demiurgo ordenador” platónico, pero sin
dualismo metafísico (materia-forma). Su retroceso al paganismo es evidente.
Pero hay más. El Ser heideggeriano no es trascendente sino inmanente al mundo,
es anterior a la materia, al ente supremo y a los entes individuales.
Es decir, se instaura un monismo panteísta cuasi
espinosista. Se trata de un ser al que no se ama, no se ora, no se ruega, ni
nada por el estilo, sólo se le conoce gnósticamente y a cambio sólo se
obtendría una especie de iluminación ontológica con imprecisos beneficios antropológico-morales.
Pensar en el Ser estaría primero que pensar en algún dios, que por su
naturaleza derivada resulta subordinado. Entonces ya no es Dios quien ha actuado
de una manera única y decisiva en Jesucristo, sino que es el Ser quien se
despliega inmanente en la inmanencia. Y como es el hombre el centro de dicho pensamiento
del ser resulta que el Nuevo Ser es el hombre elevado por la contemplación del
ser. Un nuevo antropocentrismo inmanentista se destila de un ateísmo en lenguaje
ontológico.
Parecido intento hizo Paul Tillich al hacer un simple
hombre y no Dios a Jesucristo, el cual sería elevado a condición divina. Y Bultmann no se queda atrás al negar lo sobrenatural.
Otro protestante como Bonhoffer se suma a la cruzada para decir que se debe
llegar a una comprensión no religiosa de Dios. Los acompaña John A. T. Robinson
pidiendo una teología secularista. Así, como Dios en la teología protestante se
va esfumando, de modo similar en la filosofía heideggeriana se esfuma la
divinidad. En Heidegger la evocación toma el lugar de la revelación, como
encuentro existencial con el ser suprapersonal en lugar de las proposiciones
bíblicas. El Kairós o momento
histórico especial todavía no ha llegado, pero llegará con el pensar del ser.
Ya no es el pecado lo que impide el verdadero conocimiento natural de Dios,
sino que en su lugar es la inautenticidad existencial y el pensar objetivador
lo que impide el verdadero conocimiento del ser. De esta forma Heidegger queda
convertido en un nuevo profeta de los tiempos secularizados e inmanentistas. Hagamos
un derrotero histórico-filosófico del inmanentismo secularista en la modernidad.
Los enciclopedistas destronaron a Dios y en su lugar colocaron a la Humanidad.
David Hume pretendió demostrar que la religión natural no es más que un sueño
filosófico. Kant pelagianamente consideró a la religión como moralidad.
Schleiermacher sabelianamente rechazó la Trinidad. Hegel convirtió la Trinidad
en dialéctica del Espíritu Absoluto y disolvió a Dios en la inmanencia.
Nietzsche declaró la muerte de Dios por antivital. Kierkegaard rechazó la prueba
objetiva de la existencia de Dios, critica el concepto popular de Dios-amor y
en el centro de su fe coloca la paradoja de la Encarnación. Entonces viene Heidegger
destronando a Dios y colocando en su lugar al Ser, considerando a Dios como un
“ente supremo” pero nada creador, pretendiendo demostrar que el ser es
inmanente y que no existe lo trascendente al mundo, y concibiendo al hombre
como el lugar privilegiado de la evocación del ser inobjetivable. En suma, lo
que comenzó en la época de la razón como una negación del dogma y una
conservación de un Dios deísta, termina en Heidegger en un ateísmo ontológico
irracionalista, con un Dios que no crea y que recibe su ser del Ser. En
Heidegger es Dios el que está sujeto al influjo ontológico del Ser. Existe una
total primacía del Ser incognoscible, pero evocable, sobre lo divino.
En su pensar el hombre depende completamente de la
revelación del ser para hacer advenir el mundo de lo divino. Se trata de una
visión ontológica secularizada al extremo que prescinde de Dios. Si en Leibniz
su dios plotiniano depende de la esencia divina, en Heidegger su dios no creador
depende de la esencia del ser. La lógica inmanentista de la diferencia
ontológica heideggeriana deja sin base a la fe al prescindir de la revelación y
de la razón natural. El Ser es el mundo, el ser se identifica con el mundo,
porque es su causa inmanente y no lo trasciende. El ser no es el creador que
produce el mundo ex nihilo, pues como
es el mundo no necesita crear el mundo. Más aun, puesto que el ser es el motor
del tiempo, el mundo es producido siempre por su necesidad interior. Su
producción abarca desde el “ente supremo”, pasando por las leyes del universo,
los entes particulares hasta llegar a la existencia humana. La existencia
humana es el lugar de la evocación del ser y de su posible des-objetivización.
Ya a estas alturas el ser de Heidegger no guarda ningún parecido con el Dios del
cristianismo y se asemeja más al Tao de la metafísica china, aquel monismo
panteísta cuyo principio único se presenta como vía mundana de salvación.
Si Tomás de Aquino concibe a Dios como Acto Puro,
desde el cual el ser empieza por creación a existir; en Heidegger el Ser es identificado
con dicho acto puro, pero desde la inmanencia, y desde el cual los entes
devienen a la existencia. Si en el cristianismo el ser debe su causa a Dios, en
Heidegger Dios y los entes deben su causa al Ser. Si en el primero Dios es
increado, creador y con voluntad libre, en el segundo el Ser es increado,
emanador y causalidad inconsciente. En este sentido, el Ser de Heidegger es lo
más parecido a la Voluntad ciega de Schopenhauer o la Voluntad Inconsciente de
E. von Hartmann. Así, el Ser resulta siendo el horizonte “necesario” de lo “contingente”
de los entes, la presencia presente desde el cual la realidad es. Pero una
contingencia al infinito es un absurdo, por tanto, es necesario admitir que el
Ser heideggeriano es “necesario y absoluto”. Como tal, “supratemporal” y
“eterno”. Pero aquí Heidegger se resiste a pensar en nada por el estilo, nada
más allá de lo inmanente. Un Ser inmanente y temporal a los entes inmanentes y
temporales, es una contradicción.
Y todo este vicio lógico ocurre por su rechazo no
tanto a Dios, sino, a lo eterno, absoluto y supratemporal. El Ser de Heidegger
es lo más parecido a la materia que se autocrea y se autosostiene, y que con su
actividad produce lo existente. El ser es lo intemporal de lo histórico, lo
iluminante en la temporalidad de los entes finitos. Por su parte la escolástica
había establecido con claridad el carácter necesario de Dios. Para Tomás de
Aquino todas las cosas que existen son un compuesto de esencia y existencia, y
la causa de la existencia sólo puede ser un ser necesario, y éste es Dios.
Similarmente ocurre con Aristóteles, salvo que para él la esencia estaba exclusivamente
representada por la forma, mientras que para Santo Tomás de Aquino la esencia
de los seres contingentes comprende también la materia y sólo la esencia de los
seres espirituales se identifica con la forma. En cierta forma, Dios no es el
ser porque propiamente es Acto Puro, desde el cual el ser empieza a existir. Dios
es el “sobreser”, como decía Juan Escoto Erígena. Si todo ser es bueno, en
cambio Dios es el Sumo Bien. Todos los seres son por Dios, incluso la materia
prima. En suma, el ser mismo debe su causa a Dios, y no a la inversa, como en
Heidegger. En buena cuenta, Heidegger no supera el horizonte de “la muerte de
Dios”, ni brinda un camino real para su superación. Heidegger no es Atenas ni
Roma, es, más bien, la modernidad secularizada de Occidente, la filosofía
inmanentista de la modernidad. Queriendo ir más
allá de los griegos y del cristianismo se queda enganchado en la caverna de la
voluntad inconsciente del Ser. El dios en Heidegger ya no es Dios, es un ente
“supremo” que es posibilitado por un ser exterior a él. Esta caricatura de Dios
es posible porque Heidegger ya había perdido la fe. Su fe en la finitud ha
eclipsado totalmente su fe hacia lo trascendente. Discute con un Dios Idea,
pero ya no con un Dios vivo. Su abandono de Dios es su tragedia personal y el
de su filosofía. Está más bien atrapado por la garra del iluminismo secularista
que lo mantiene prisionero en la jaula de un panteísmo acosmista que
constantemente coquetea oscilante con el ateísmo.
Golpe
mortal al humanismo
La consecuencia nefasta de este planteamiento
heideggeriano para el hombre de hoy es que la trascendencia, eliminada ya de la
acción humana por la teología de la muerte
de Dios y el New Age, es
falsificada y convertida en la filosofía de Heidegger en un oriental otro mundo
imaginario, que alimenta el deseo de éxodo y ascenso de la mente a ese mundo
sutil del Ser, el cual está más allá de todo ente, incluso del Ente Supremo, o
sea, Dios.
La nietzscheana teología de la muerte de Dios se da la
mano con esta heideggeriana ontología
preexistente a Dios. Con este quimérico humanismo trascendente, donde se
rechaza al humanismo porque su ontologismo niega la esencia humana, declara que
el hombre debe abrirse al Ser, ser su Pastor, que rompe el vínculo entre lo ontológico
y lo axiológico, Heidegger, lejos de aliviar, más bien ahonda el malestar de la
conciencia moderna, y no hace más que añadir desorientación valorativa al ya
aturdido hombre de hoy. Es cierto que Heidegger se defendió de las acusaciones
de ser un irracionalista, un nihilista, rechazar los valores y ser un ateo.
Pero su humanismo ontologista que piensa al hombre en su proximidad al ser, vuelve
al hombre en siervo del Ser. De las propias entrañas de dicho ontologismo del
Ser saldrá el humanismo ateo sartreano, que no comprende la diferencia
sustancial entre el ser divino y el ser creado, donde se subraya al hombre la
responsabilidad moral que recae solamente sobre sí, al ser legislador de sí
mismo comprometido con la humanidad entera y, de este, modo entroniza la metafísica
de la inmanencia. Sin superar este craso error la filosofía contemporánea no
tiene oportunidad de contribuir a iluminar una salida a la crisis que alcanza
todos los órdenes de la existencia humana.
3.
FE
Y PENSAR EN HEIDEGGER
Heidegger declara abiertamente
que "el Ser no es Dios". Y con este aserto no colisiona la filosofía
que admite a Dios como un supraser. Pero con sus afirmaciones de que “no hay otro
mundo más allá del mundo”, que “Dios como ente supremo” adviene en la luz del
ser y que “es inútil ponerse a buscar un Creador del mundo”, no hay conciliación
posible.
Para
Heidegger la fe torna inútil al pensamiento. A contrapelo con esto, es, pues,
necesario comprender que tanto la fe como el pensamiento dan sentido a la
palabra Dios. La fe no suprime el pensamiento, sino que lo ilumina y eleva.
Tanto la fe como el pensar preparan un retorno del hombre a Dios. Sin la fe el
pensar se extravía y sin el pensar la fe es estéril.
Atenerse
al pensamiento del Ser, entendido como "compromiso por el Ser y para el
Ser", desacreditando a la fe, impide comprender la “Verdad del Ser",
porque sólo el pensamiento asistido por la fe puede dar un sentido pleno a la palabra
"Dios".
La
fe, por la cual Dios viene a nosotros, plenificaría el pensamiento, que se tornaría
más fecundo. ¿Qué puede, entonces, hacer dicha unión entre pensar y creer sino
"preparar un retorno posible de Dios", que no podrá realizarse jamás
sino en la Luz de la fe? Dios dirige su mensaje a nuestro espíritu por la fe y
la razón, esperando nuestra humildad de criatura hacia el Creador.
Heidegger
mezcla la crítica al Dios de la metafísica con el Dios de la metafísica judeo-cristiana.
A este respecto hay que enfatizar que el Dios de la experiencia bíblica no cae
en la objetividad. Y Heidegger al
exceptuarlo incurre en un empobrecimiento del Dios divino. Heidegger es un
católico que tiene como mentor al protestante Lutero. Y el protestantismo es la
exageración entre la finitud del hombre y la infinitud de Dios, al final el
hombre se queda solo con su pecado.
El
protestantismo es la exageración de la providencia y omnipotencia de Dios. Algo
de esto hay en Heidegger cuando dice que hay que alcanzar un pensar más allá de
la metafísica porque el Dios de la metafísica incurre en objetivación. En
Heidegger, el Dios como causa primera, de la teología y metafísica judeo-cristiana,
cae en lo innombrable del pensar y de la poesía. Su crítica final deriva hacia
la escucha-seguimiento de Hölderlin y la
esencia de la poesía (1937), dentro de la experiencia poético-religiosa. Pero
no repara en que el Dios innombrable y verdadero de la Alianza no se concilia
con la metafísica de la objetividad del ser. Y la teología escolástica siempre
fue consciente de los límites de la metafísica hacia el verdadero dios. Por eso,
en Heidegger subsiste la confusión entre la metafísica de la objetividad del
ser y la metafísica judeo-cristiana.
Es
más, el pensar no metafísico que busca Heidegger no es tanto para pensar a Dios
sino para hallar al ser. Dios resulta siendo sólo una pequeña provincia de la
región del ser. Así, resulta siendo que más inefable e inagotable que Dios es el
Ser mismo. El primer Heidegger que preguntaba por las condiciones de
posibilidad de la comprensión del ser dio paso al segundo Heidegger, que
enfrenta directamente la donación del ser. Pero el dejar ser al ser no es tanto pensar lo divino, porque pensar al ser no se identifica con pensar a Dios. Heidegger no está en
búsqueda del lugar para pensar a Dios, sino para pensar el ser. Pensar el ser
resulta ser más prodigioso que pensar a Dios, y como es el hombre el que lo puede
pensar, entonces la nueva criatura deificada es el hombre.
Si
Platón y Aristóteles pensaron el Espíritu puro trascendente y si el
cristianismo presenta al encarnado Dios salvífico actuando en la historia,
Heidegger pretende pensar al humano pensador puro del ser inmanente. Con esto
Dios vuelve al hombre, a su creador y eso lo realiza. Esto es puro nihilismo.
Desde
aquella carta del 9 de enero de 1919 a su amigo sacerdote E. Krebs, donde manifiesta
su ruptura con el catolicismo y una nueva manera de entender el cristianismo y
la metafísica, hasta que pide ser enterrado en el cementerio católico de
Messkirch describe un itinerario desde el Dios católico, al Dios protestante y
al Dios impersonal que habita en el ser, pero no es el Ser. Termina separándose
del Dios salvífico y con ello se separa de toda forma de comunicar en lo que
consiste dios.
Heidegger
no estudió específicamente la historia de las religiones, ni atendió a los
aportes de Otto y Eliade. Y así el Dios en Heidegger es vaporoso, habita en el ser,
pero no es el ser, nunca será la realidad absoluta de lo real. Heidegger no conoce
ya la experiencia del Dios vivo porque carece de fe y su concepto de fe tampoco
se lo permite. Sin fe en el corazón de poco le sirve conocer bastante bien la
tradición cristiana. Estudió a Agustín, Eckhart, Lutero, Pascal, Kierkegaard y
Bultmann, sabía que el cristianismo es el acontecimiento salvífico de la cruz,
pero sin fe en el alma carecía de la fuerza transformadora para conducir su
existencia y pensamiento hacia Dios. Al final, su importante crítica a la
tradicional objetivación de Dios se diluye no en un ateísmo existencialista,
como decía Sartre, sino en un ateísmo ontológico, que subsume a Dios en el Ser.
La posibilidad de ser para Dios se decide a partir de la verdad del ser. Lo
cual era contradictorio, pues no es el ser, como quiere Heidegger, lo que posibilita
a Dios, al contrario, es Dios quien posibilita al ser. El ser sin Dios es la
nada y el ser propiamente dicho es por
y en Dios. Terminó vaciando de contenido
al ser. De modo que quien ha experimentado la teología, tanto la de la fe cristiana
como la de la filosofía, en vez de preferir callar en el ámbito del pensar de
Dios avanza hacia su determinación como causa
sui junto a su profunda incognoscibilidad. Pues el carácter onto-teológico
de la metafísica no agota el contenido de la metafísica misma, y la metafísica
judeo-cristiana es el ejemplo. Por tanto, no ha devenido cuestionable para el pensamiento
la metafísica misma, sino tan sólo la metafísica objetivante.
Para
que en la onto-teo-logía se muestre la unidad aún impensada de la esencia
de la metafísica se requiere, por tanto, la experiencia de la razón
unida a la fe. No es necesario pensar sin Dios para estar más próximo al Dios divino.
Lo contrario es recorrer las sendas del paganismo. Conforme con ello, el pensar
sin Dios no es una necesidad, al contrario, resulta totalmente evitable, no es
imperioso abandonar el Dios de la filosofía, el Dios como Causa sui, porque
se halla quizás más cercano al Dios divino el no olvidar que éste es innombrable
e inobjetivable. Esto solo quiere decir: que la diferencia ontológica es más
explicable desde el amor de Dios. El amor es más grande que la fe, por ello sin
amor en el corazón no es posible comprender a Dios ni al ser.
Curioso
destino de alguien como Heidegger, cuya vocación por lo religioso nunca se perdió,
lo mantuvo hasta el final, pero extrañamente lo trasladó de Dios hacia el Ser.
Es aleccionador que empiece el recorrido concibiendo al ser como pensable y termine
su camino reconociendo que el ser no puede pensarse, tan sólo puede evocarse. Esto
significa que su inicial distinción entre conciencia y cosa y el descubrimiento
de la temporalidad no sirve para responder a la cuestión del ser en general.
Que el ser es tiempo o el tiempo es el sentido del ser, se revela insuficiente
y se pone, también, en cuestión el primado que tiene en su exégesis el ser del
hombre. Si la existencia es posibilidad, entonces nunca es situación, hecho,
presencialidad, y Heidegger nunca analizó directamente la categoría de
“posibilidad”. Abandonada esta vía cree luego que la única filosofía posible es
una sin implicaciones éticas ni teológicas, es decir una ontología pura: el ser
como totalidad perfecta tiene todas las posibilidades de lo existente.
Por
eso, la actualidad de Heidegger en nuestro tiempo no debe sorprender porque nos
encontramos en la época del nihilismo y del increencia, donde cualquier desafío
a Dios no desentona y al contrario es retroalimentado por la tecnificación y la
industrialización que aumenta en el hombre de hoy una vacua de sensación de
poderío y triunfo en el mundo inmanente. Heidegger ha sido asumido por muchos
como el filósofo más grande del siglo XX. Pero para un tiempo en crisis y sin
profundidad resulta hipnotizador el abuso etimológico, las tautologías vacías,
el retorcimiento en la expresión y el forzamiento retórico. El embrujo de su
filosofía se asocia al empeño loable por aprender a pensar, pero a costa por pasar
de contrabando extravíos ontológico-metafísicos del fondo oscuro de una doctrina
autoritaria y sin Dios. Su esfuerzo por aprender a pensar adolece desde el
principio de un falso punto de partida, a saber, el inmanentismo. Abolida la
trascendencia se inhabilita al pensar mismo. Al no discriminar entre el dios de
la metafísica y el Dios de la fe es conducido hacia una crítica que lo lleva
hacia la concepción del Ser como un supraser que está más allá de Dios. Innecesario
paso puesto que el Dios judeocristiano está más allá de toda objetividad: “Yo
soy el que soy”, reza el versículo. Esta confusión sufre un doble enredo cuando
traslada la exageración protestante de la infinitud de Dios hacia el Ser mismo
y lo concibe como el Ungrund de todos
los entes, incluido el divino. Y de modo similar a lo que acontece en el
protestantismo cuando al final el hombre se queda solo con su pecado, en Heidegger
el hombre al final se queda solo con el Ser.
Dios
es solamente un intermediario del que hay que prescindir porque estorba cuando
se trata de llegar al Ser. Pero como se trata de un Ser inobjetivable, entonces
se impone una especie de Fe ontológica para poder abrirse al Ser. En otras
palabras, en la ontología fundamental de Heidegger el hombre ya no debe abrirse
a Dios sino al Ser. La Fe sobrenatural es sobrepasada por esta Fe ontológica
fundamental.
Por
consiguiente, su inevitable irracionalismo no se dirige ni a la razón ni a la
fe, sino a una intuición metafísica cuasi-mística que hace que el hombre se
aproxime al Ser. Si Platón y Aristóteles pensaron la idea de Dios como espíritu
puro, a Heidegger le corresponde haber pensado el Ser como un supraser más allá
de la idea de Dios. No se trata de un Dios impersonal oriental, es, más bien,
un supraser que está más allá de toda devoción, amor y oración, indiferente a
todo y por todo y, sin embargo, presente en todo. Este objetivismo del ser, diferente
a la vía antropologista de su primera etapa, reflejará también la nietzscheana
teología de la muerte de Dios.
4.
HEIDEGGER:
ADELANTADO DEL
ANTIESENCIALISMO
POSMODERNO
Para
Heidegger la ontología antigua trabaja con el concepto de “cosas” y la ontología
contemporánea con el de “existencias” y “cosas”. Y esto vale aun cuando la
ontología antigua conciba al ente como “presencia”, o como subraya el filósofo,
bajo la forma de tiempo “presente”. De ahí que afirme que el logos es un “ver y
descubrir” los fenómenos del ente. Por eso sostiene que en el “ser en el mundo”
hay “esencias” y “existencias”. Así, dirá, el ser en sí es esencia, el ser para
sí es existencia, el ser para otro
es el prójimo, y el ser fuera de sí
es el tiempo. De modo que la negación de la esencia no opera a nivel de las
cosas, no es completa y caracteriza especialmente al Dasein. No obstante, el existencialismo heideggeriano resultó
siendo un poderoso estímulo para las filosofías antiesencialistas que advendrán
posteriormente, aunque el antiesencialismo filosófico se remonta a la sofística
protagórica, cobra impulso en el nominalismo medieval y se asienta en el
empirismo moderno.
La
tentativa de desfundamentación de la filosofía posmoderna, encarnado en lo que
llamo el deus in terris, que defiende
la pura contingencia, el evento, la pluralidad y la simultaneidad tiene su origen
en el marco de la tradición del pragmatismo americano, la filosofía poética heideggeriana
y la tradición lúdica de origen nietzscheano. Aquí prestaremos atención sobre
todo a Heidegger.
Según
Richard Rorty, adalid del relativismo posmoderno, las filosofías de Dewey, Wittgenstein
y Heidegger han situado la filosofía en una vía distinta de las clásicas y
obsoletas formas anteriores basadas en el dogma representativista. En realidad,
es el propio segundo Heidegger el que abrió camino a la investigación del ser
en una supermetafísica mística poética, estética, que termina convirtiendo la
filosofía en un arte, tal como quiere el antiesencialismo posmoderno que
termina colocando a la filosofía al nivel de la crítica literaria o como un
metarrelato lyotardiana más.
Para
empezar, conviene recordar que Heidegger considera que el proceso del nihilismo
surge de la separación entre el ser y el ente y del consiguiente olvido del ser,
que la metafísica, la ciencia y la técnica sustituyen por el problema de la
dominación del ente. Incluso el aspecto que Nietzsche considera positivo del
nihilismo (la transvaloración de los valores) es todavía negativo, pues
planteando el problema en términos de valores no piensa el ser de las cosas,
sino su valor, su ser en cuanto valor. Algo similar acontece con el deus in terris[38]
vattimiamo y rortyano, último eslabón de la metafísica nihilista occidental,
porque sigue anclado en la esencia negativa del nihilismo que, olvidado del
ser, pretende solamente dominar al ente hermenéutico de la interpretación. Pero
Heidegger compartiendo los prejuicios de Aristóteles tergiversó a Platón y la
alegoría de la caverna al sostener que toma el ser como esencia, idea o concepto,
habló de la consumación moderna de la metafísica y de su olvido nihilista. Piensa
como Nietzsche que fueron Sócrates y Platón, filósofos de conceptos que sometieron
el ser al yugo de la idea. Precisamente la forma posmoderna de la ontología
como filosofía antiesencialista está relacionada en esta tergiversación, y
viene a ser en sí misma el reemplazo de la teoría del conocimiento por la
hermenéutica. El nominalismo posmoderno, de raíz neonietzscheano-heideggeriano,
se traduce en una descalificación global de toda la tradición metafísica
filosófica de Occidente. Es la cabalística de lo inmanente sin absolutos. La
pregunta ¿Qué es metafísica? ni se convierte en ¿qué es el hombre?, porque tanto
del ser como del sujeto ya no queda casi nada, no hay principio de realidad. Se
esfuma la realidad en exégesis interpretativa. ¿Cómo
sucedió esto? ¿De qué forma se esfumó el ser del horizonte de la filosofía? ¿Cómo
un proceso que tuvo su primer chispazo en Protágoras y Pirrón, pasó al
nominalismo y empirismo para terminar en el posmodernismo? Es cierto que la
filosofía del siglo veinte comenzó con una vuelta al Ser, a la metafísica y a
la existencia, allí tenemos el vitalismo de Bergson, la fenomenología de
Husserl, el existencialismo de Heidegger, Sartre, Merleau Ponty, Berdiaev y
Marcel, el ontologismo de N. Hartmann, S. Alexander, Whitehead y la metafísica
clásica de la filosofía cristiana. Heidegger intentó recuperar el Ser
preconizando una “demolición del Sujeto”, que implicaba una destrucción de la
metafísica de las esencias, porque consideraba nominalistamente que las esencias
dependían del sujeto.
Incluso la nueva ontología de N. Hartmann teme que la antigua ontología
se quede sin tocar la esencia por confundirla con el concepto.
Sin embargo, el hombre occidental tras las terribles
experiencias nazi y comunista de la II Guerra responsabilizó de su extravío
nihilista a la metafísica de los absolutos. En esa creencia de los límites de
lo finito actúa la hermenéutica crítica de Gadamer, que estudió con Heidegger
en Marburgo, y el “pensamiento débil” de Vattimo, filósofo Turinés que se ha centrado
especialmente en la filosofía alemana moderna y contemporánea: Schleiermacher (Schleiermacher, filosofo dell´interpretazione,
1968); Heidegger (Essere, storia e linguaggio
in Heidegger, 1963 y (Introduzione a
Heidegger, 1971); Nietzsche (Il soggetto
e la maschera, 1974 y Introduzione a
Nietzsche, 1985). Alumno y discípulo de Gadamer, Vattimo ha sido traductor
al italiano de las principales obras de Heidegger. Pero, sobre todo, el
horizonte de su reflexión gira en torno a las filosofías de Nietzsche y
Heidegger, que para él constituyen los cimientos de toda la filosofía futura. A
partir de estos autores construye lo que él llama las filosofías de la
«diferencia» basadas en la fragmentación y la multiplicidad, nociones que se
oponen, en todo y por todo, a la visión «dialéctica» como visión globalizadora
basada en Hegel y Marx. A esto se le llama también «pensamiento débil» o
«condición posmoderna» y se define como una ruptura con los ideales básicos de
la modernidad: progreso, vanguardia, crítica, superación.
Para Vattimo, después de Heidegger, del ser como tal ya no queda
casi nada (no hay principio de realidad ni presencias permanentes, sino sólo
interpretación de la interpretación). Y después de Nietzsche, del yo o del sujeto
como tal, tampoco queda ya casi ninguna constancia, y es en este punto donde se
unen, en un mismo significado, la crisis de
valores, la postmodernidad, el pensamiento
débil, la ontología hermenéutica
o el nihilismo. No hay ninguna certidumbre meridiana, ni nada meta-histórico que
acote el ámbito de la razón y tampoco hay ningún sujeto racional, a priori.
Éste es pues, el significado último de un pensamiento que se piensa desde una
débil certidumbre, y fuera de cualquier fundamento u origen, y, por tanto, no
hay ni puede haber más ontología que la diversidad de los discursos. El giro de
la filosofía hermenéutica se basa en la crítica heideggeriana a la metafísica y
busca una racionalidad y subjetualidad superior a la moderna, abierta a lo otro
y a la comunidad, y cree encontrarla tanto en la consumación de la historia
nihilista del ser como en el respeto de las diferencias y pluralidades, en una
convivencia regida no por la Verdad sino por la tolerancia.
La posmoderna ontología del límite es una variante que busca
desarticular los fundamentos metafísicos del nihilismo relativista de la
hipermodernidad tardía, que convierte a la sociedad en un campo de exterminio
de todos contra todos con el fin de promover la afanosa competitividad por el
consumo en el interior de cualquier orden. Sin embargo, al desembocar en un
nihilismo pluralista termina en nombre de la liberación de cada uno nivelando a
todos los individuos en medio de las potencias y fuerzas modernas dirigidas
hacia la nada global. Es por esto que la hermenéutica
posmoderna no supera el régimen de la eternidad inmanente y agudiza la soledad
del sujeto con su insistencia en oponer una hermenéutica de la diferencia
frente a otra relativista, desembocando en la indiferencia metafísica y en el
establecimiento pragmático de la verdad como consenso, interpretación y valor.
De la concepción heideggeriana del hombre como ser interpretante a la concepción
posmoderna de la verdad como interpretación hay una distancia tan corta que
bastó la mediación de Gadamer. Qué razones están detrás del giro pragmático, en
gran parte, de la filosofía contemporánea. En el origen del giro pragmático de
la filosofía contemporánea de posguerra está la vinculación con la distinción
kantiana entre lo regulativo y lo constitutivo, y la acentuación de lo regulativo,
lo cual supone que nuestro conocimiento está limitado a los fenómenos y que la
conciencia desempeña un papel fundante en las formas de conocer, creer y actuar.
Este
ficcionalismo de lo inmanente que supone una teoría ontológica donde el
presente o el hecho vigente es estrictamente lo real, supone un substrato en el
que la crisis del ideal universalista de la razón se encuentra con el establecimiento
de la interpretación como parámetro del pensamiento postmetafísico. En el mundo
tardomoderno la hermenéutica actual intenta recuperar
la racionalidad noético-práctica de la verdad ontológica interpretativa
para hacer prevalecer sobre la Verdad objetiva una
racionalidad ético-política.
No hay duda que la supervivencia y bienestar de grupos
humanos cada vez más amplios están condicionados por el desarrollo de los
medios técnicos, pero también es cierto que el mundo dominado por la máquina ha
sustituido el culto de los valores del espíritu por el culto de los valores
instrumentales y utilitarios. El hombre posmoderno aparece y se desarrolla en
plena evolución de lo que llamo Hiperimperialismo, fase cualitativamente superior respecto del
imperialismo. Esto condiciona el hecho de que el hombre posmoderno sea un tecnólatra-cientista[39]. El hombre de la era posmoderna necesita, en
consecuencia, del pensamiento débil –cuya adquisición no requiere gran esfuerzo
a diferencia de la razón- para hacer frente con el talante de la indiferencia a
las miserias de la propia sociedad hiperimperialista, la cual necesita también
de la lógica amoral del hombre posmoderno para imponer su desarrollo sin límites.
El hombre de la modernidad todavía conservaba los ideales de Verdad, Justicia y
Razón; pero el hombre anético de la posmodernidad tiene todo ello por metarrelatos.
Pero, sobre todo, el hombre es persona por un
motivo fundamental: su trascendencia. En cambio, el hombre posmoderno no oscila,
pues se queda como una cuasi-cosa en la simple individualidad psicofísica. Por ello,
el homo in terris es por excelencia el hombre sin Absoluto. Sin la
dirección del espíritu el hombre posmoderno se despersonaliza en un ímpetu
demoníaco que orilla a la humanidad en la demencia. La barbarie posmoderna de
hoy sostiene que el propósito del hombre no es trascender espiritualmente hacia
valores absolutos, sino vivir en función de lo práctico: alcanzar una inmanente
racionalidad ético-política que sobreestima al placer, el éxito material y el
dinero.
En una palabra, el hombre autónomo del extremado
relativismo sin verdad es
un hecho propio
de la metafísica del conocimiento
de la modernidad, la cual procede mediante la subjetivización de las esencias
en conceptos, tal como procede Heidegger. El último hombre de la filosofía posmoderna
liberado de toda fe, razón y verdad ha dejado de entretenerse en juegos lingüísticos
para sostener, en nombre de la dudosa tolerancia, un abierto nihilismo. Lo cual
indica que de poco sirve la solicitada “demolición” heideggeriana del Sujeto
como fundamento, si ello no implica la recuperación de lo trascendente como principio
del mundo. Si bien Ch. Wolff contribuyó a mantener la
conexión con la tradición medieval, sin embargo, introdujo un gravísimo error
al establecer la división entre la metafísica general (ontología) y la metafísica
especial (cosmología, psicología y teodicea). Con ello se estableció un malentendido
en metafísica que hace sentir su nefasto influjo hasta Heidegger, cuya filosofía
consagra la separación entre ontología y metafísica sobre Dios.
Al respecto, Suárez, al igual que Platón y Aristóteles, no separa
el tema de Dios del tratado general del ser. No hay una ontología del ser inmanente,
por un lado, y una ontología del ser trascendente por el otro. Por el
contrario, Dios con sus eternas esencias e ideas nunca se separa de la
totalidad del ser. El análisis ontológico del ser no puede dejar de alumbrar la
región teológica, cuyos objetos trascendentes se alumbran con la analogía. La verdadera metafísica es ontología
profundizada hasta la raíz, y esa raíz involucra a Dios. Pues, la ciencia
natural de Dios es una parte fundamental de los principios del ser, pertenece a
la ontología y como tal a la metafísica. El desacierto y extravío metafísico de
Wolff es recogido por Heidegger, quien rechaza abordar el tema de Dios porque
considera que la metafísica no debe convertirse en ontoteología.
Heidegger
coincide con Tomás de Aquino en que el ser no es Dios ni el fundamento del
mundo. Dios no es el ser, es la causa de todas las cosas y no puede ser
subsumido bajo el ser categorial. Dios no es, más bien es el principio de todos
los modos de ser. Esta teoría modal de la existencia se remonta a la teoría de
las ideas de Platón. Dios es impredicable, es Espíritu que sólo puede ser
adorado en espíritu. Pero nos preguntamos, si Dios no es el ser sino su causa,
entonces qué sentido tiene conocer primero la consecuencia antes que la causa.
Obviamente
que la conquista del ser no resuelve su olvido subjetivizante, al contrario, lo
profundiza, porque en la raíz del olvido del ser está el olvido de Dios, como
su verdadera causa y fundamento último. Y esto es lo Heidegger no admite. El extravío metafísico es en el fondo un extravío
del sentido de lo divino del hombre moderno, porque la pérdida de Dios trajo
consigo la pérdida del ser. El hombre antiguo es ontologista, se siente unido a
las cosas, al ser; en cambio el hombre moderno es epistémico, se siente
enfrentado al mundo y a las cosas; mientras que el hombre posmoderno es hermenéutico,
carece de principio de realidad y
hasta de presencias permanentes, tan sólo
cuenta la interpretación de la interpretación. Sin
caer en la cuenta del profundo sentido de este giro cosmovisional no es posible
entender el ahondamiento del voluntarismo relativista del hombre autónomo, que
cualquier asunción del Absoluto le suena a fideísmo trasnochado y a
totalitarismo de los fundamentos.
Para
el predominante relativismo escéptico de nuestro tiempo es incomprensible que
Dios mismo sea ontológicamente
En
Platón, Plotino, san Agustín y Eckhart no hay olvido del ser, porque buscaron
el mismo autoeinai o ser en sí y
supieron de la diferencia ontológica del uno, más allá de todo nombre; pues
ningún nombre le es apropiado tomado en su inmediatez y los nombres que se le
aplican sólo son adecuados dialécticamente por la negación de la negación. La
metafísica de las esencias de estos filósofos considera que tanto los nombres
como los conceptos son inadecuados para aprisionar al ser. Entonces, ¿cómo iban
a ser los responsables de reducir el ser a la esencia, idea o concepto? El ser
nunca será esencia de algo sin un ente. Indudablemente que Heidegger está
operando con el prejuicio histórico aristotélico de la idea platónica como separación
de la realidad. Idea errónea. Es cierto que tal tergiversada interpretación se
fortalece con Teofrasto, que censura la teología platónica del maestro, aunque
la conserva en la modalidad de «forma» y hace hincapié en las aporías del
sistema aristotélico. Después, será Alejandro de Afrodisia el que sellará la interpretación
realista y empirista de Aristóteles para la tradición posterior. Pero, en
realidad, la raíz del problema nace de la ambigüedad del propio Aristóteles.
Así, por ejemplo, el concepto lógico lingüístico de substancia (aquello de lo que
se puede predicar), si se prescinde de las platónicas substancias segundas, sin
traba se puede entender ontológicamente como individuo o cosa concreta, pero
tal prescindencia ya no es Aristóteles. De modo que la esencia de la substancia
primera (individual y concreta) es la substancia segunda (universal y real).
Forma
y materia son principios del ser. La ciencia aristotélica es análisis del ser,
de ahí su rasgo platónico, en la idea o quiddidad está contenida toda la
realidad. Todo el sentido de la metafísica aristotélica sería elevarse de la substancia
singular concreta a la substancia incondicionada del primer motor inmóvil. La
idea platónica señala siempre una relación con la realidad concreta, aunque
esta relación no constituya su ser propio. Heidegger, sin decirlo, vuelve a
Platón cuando en Qué es metafísica
señala que «el ser nunca es esencia de algo sin un ente y que el ente nunca
existe sin el ser». Con esto Heidegger es una reedición del padre de la metafísica
occidental al que injustamente condena. Heidegger realmente no comprendió la doctrina
de las Ideas de Platón. Por lo demás, la forma que tiene Heidegger de hablar
del ser resulta casi ininteligible. Dice, por un lado, que el ser es idéntico a
la nada, cosa afirmada ya por Hegel, porque está desprovista de las
determinaciones concretas del ente, el mismo que no es el ser mismo, cosa afirmada
ya por Platón en el Parménides. Este
ser comparado con lo óntico concreto es pobre, pero es a la vez lo más rico del
mundo. Por otro lado, expresa que «el ser no es Dios ni el fundamento del mundo»,
porque su problemática es previa al tema del teísmo y ateísmo. Su afán es superar
la metafísica óntica y lograr un pensamiento más riguroso al pensar conceptual.
La última palabra del filósofo de Friburgo es no poder llegar a formular con
precisión un nuevo concepto del ser, a excepción de la pobre definición que «es
él mismo». Sólo le resta una filosofía como arte o mística, perspectiva que,
por lo demás, ha sido ricamente explotado por los filósofos posmodernos.
¿Es
posible a estas alturas pensar en una salida? Sí. Para empezar, conviene
recordar reconsiderar lo señalado por el propio Heidegger, a saber, que el
proceso del nihilismo surge de la separación entre el ser y el ente y del consiguiente
olvido del ser, pero de allí no se sigue que la metafísica junto a la ciencia y
la técnica sustituya el ser por el problema de la dominación del ente. Esto
sólo es cierto a partir de la tergiversación aristotélica de la metafísica de
las esencias. Pues planteando el problema en términos correctos tenemos que no
se piensa el ser de las cosas, sino su representación, cuando se introduce la artificial
división wolffiana entre la metafísica general (ontología)
y la metafísica especial (cosmología, psicología y teodicea). Con ello se introduce un malentendido metafísico que dominó
a Heidegger; pues consagrando la separación entre ontología y metafísica sobre
Dios se abrió la puerta al antiesencialismo posmoderno. El paradigma
crístico-humanístico es la alternativa y tiene el sentido de una cura, que
puede hallarse en no sustraer lo trascendente de lo humanístico inmanente. Sólo
así es posible dar el salto existencial de la razón natural, que llega a la noción
de Dios, a la razón auxiliada por la Revelación, por la cual Dios nos busca para
darnos la verdad. En este sentido la filosofía no es enemiga de la teología, por cuanto que ésta se basa en el
reconocimiento de que la naturaleza humana finita requiere de la Revelación para
llegar a Dios, al verdadero principio del ser que no admite reducción
conceptual. Esto naturalmente está impedido para los comunitarismos teleológicos
inmanentes deductivistas e inductivistas, las reactualizaciones habermasianas
del imperativo categórico kantiano, los preconizadores del paradigma
lingüístico, antirepresentivista rortyano y hermenéutico vattimiamo, porque su
ruptura con la metafísica de las esencias llevó hacia olvido nihilista del ser.
Todos
partieron del prejuicio aristotélico respecto a la idea platónica y la
responsabilizaron junto a Heidegger del olvido nihilista del ser. El caso es que
la metafísica de las esencias sí se propuso pensar el ser sin conceptos
mediante la negación de la negación, aquí no hay olvido del ser, porque buscaron
el mismo autoeinai o ser en sí y
supieron de la diferencia ontológica del uno, más allá de todo nombre. A
reforzar esta impresión negativa de la esencia platónica también contribuyó la
metafísica dialéctica de Hegel, que la acusó de sólo alcanzar la metafísica de
la identidad abstracta en desmedro de la identidad concreta. Cuando la verdad
era lo contrario. Pues, también el pensamiento patrístico y escolástico explicó
los seres particulares recurriendo al ser de la causa primera, ens a se, y consideró que la verdad
ontológica era aprehendida en la verdad subjetiva (lógica) del juicio, porque
en el intelecto agente brillan aquellas ideas que constituyen la verdad ontológica.
Para
Hegel la doctrina de la esencia es la esfera de la reflexión, mientras que la
doctrina de la noción es la esfera del desarrollo dialéctico de lo que ya está
en la cosa. Así, dirá, la Idea sólo existe como dialéctica, proceso, negatividad.
La esencia es la noción en cuanta noción puesta. En el desarrollo de la esencia
(principio substancial de las cosas) se produce las mismas determinaciones que
en el ser, pero en la esencia estas determinaciones se producen en forma
refleja. El punto de vista de la esencia es la reflexión. En cambio, conocer a
Dios, según Hegel, es saber que las cosas tienen su verdad en su existencia inmediata,
lo contrario es emplear la categoría de esencia de modo abstracto. Hegel es más
griego que Kant, se ha soltado del subjetivismo criticista, está más cerca a la
metafísica clásica, centrada en la consideración del objeto, pero en su
metafísica naufraga la distinción fundamental entre Dios y el mundo y con ello
la trascendencia, el logos absorbe la médula de lo real y con el principio de
la identidad monista “todo vale” y todo se elimina recíprocamente, sólo el
proceso o devenir es verdadero. El ser como totalidad termina abriendo las
compuertas del nihilismo. Ni la metafísica griega del ser, ni la especulación cristiana
sobre Dios ni la filosofía profana de la edad moderna abandonaron jamás la
estaticidad de los conceptos.
La apoteosis hegeliana del devenir guarda un íntimo parentesco con
el horizonte reflexivo de las filosofías de Nietzsche, Heidegger y los posmodernos.
Lo
eterno es el ser abstracto, el devenir es lo concreto.
Las filosofías de la «diferencia» basadas en la fragmentación y la
multiplicidad, si bien se oponen a la visión «dialéctica» como visión globalizadora
basada en Hegel y Marx, no obstante, reivindican una ontología débil del
“evento”, que admite el rechazo heideggeriano de la metafísica tradicional
de esencias platónico-aristotélica, y capitula en la búsqueda de pensar el “ser
en-sí” más allá de toda esencia, idea o concepto.
De
este modo, aunque Heidegger pretendió liberar al ser del olvido nihilista, al
romper con la metafísica griega de las esencias, destroza a la vez la
posibilidad de recuperación del ser mismo. El resultado fue que Heidegger
reforzó el olvido nihilista del ser partiendo del prejuicio aristotélico
respecto a la idea platónica, En el fondo Heidegger no llegó a liberarse del
subjetivismo kantiano y de la doctrina escéptica de la impotencia de la razón.
Finalmente,
el antiesencialismo heideggeriano se vincula con la metafísica voluntarista de
la mística alemana. Efectivamente, el anatema de su obra contra la metafísica,
que sometió el ser al yugo de la idea, resucita el “sin fondo”, lo indeterminado
o “Ungrund” del filósofo-místico
renacentista Jacobo Boehme, y la distinción entre la Divinidad y Dios del
Meister Eckhart. Boehme intrigado por dar solución al problema del mal en el
mundo concibió a Dios no como a un ser estático, sino como una voluntad dinámica
que se autodespliega en una serie de etapas que recuerdan a la dialéctica
hegeliana. Dios correlativo a la creación surge de las profundidades de la eternidad
Divina. La divinidad primera está más allá del bien y del mal, más no Dios como
creador del mundo. Idéntico ocurre con la ontología pura de Heidegger. Así,
empuja el origen más allá de todo ser o ente supremo, en un “sin fondo”, lugar
de la libertad, imposible de concebir con las categorías intelectuales de
Platón y Aristóteles dentro de una ontología de esencias.
Tal
es la idea más profunda de la mística alemana que sin cesar se repite en la
principal motivación heideggeriana: hay que ver al ser en la “diferencia ontológica”
sin pensarle a partir del simple ente, lo que es nihilismo, “olvido del ser”,
“caída” en la mundanidad, o “razón subjetiva”. Como hemos visto, el Ungrund de Heidegger está más allá
incluso del ente supremo, pero no es transcendente sino inmanente al mundo, se
resuelve en el horizonte de la temporalidad y de la finitud. La ontología
universal supera al final de su trayectoria a la ontología existencial, pero al
terminar reconociendo que el ser no puede pensarse sino evocarse, dado que es
“lo más próximo y lo más lejano a la vez”, concluye en un extraño supraser que
está en el mundo, es la inmanencia misma, y no puede ser asido por ningún ente
ni por ningún pensamiento. Es un ser tan lejano, tan inhumano, que casi se
condice con su actitud de no decir nada humano sobre el Holocausto de la
segunda gran guerra. Estas extrañas afinidades del pensamiento de Heidegger con
sesgos totalitarios ya han sido advertidas por otros autores. Pero lo más
esencial para nuestro propósito es señalar que el antiesencialismo ontológico
del Dasein delinea a un Heidegger menos griego que Hegel y más modernista que
Kant. Pues, no sólo sustrae toda esencia del hombre, sino que también lo trascendente
de lo humanístico inmanente. Al final el hombre está sólo con su finitud inmanente
y temporal, lanzado ante la angustia del existir y arrojado a ser un ser para
la muerte. Heidegger responsabiliza a Platón de iniciar el olvido nihilista del
ser, pero, bien visto, es su propia filosofía del Ser en cuanto ser la que
extrayendo del hombre toda esencia fortalece la tendencia nominalista del
empirismo filosófico, que transita por el camino del olvido nihilista del ser y
la destrucción de la metafísica de la esencia.
Al
consagrarse este divorcio entre metafísica y ontología de Dios, se entronizó
pensar ya no el ser de las cosas sino tan sólo su representación. El hombre
devino en una criatura interpretante por antonomasia abriéndose de par en par
las puertas del antiesencialismo posmoderno. De resultas que quien pregonaba
acabar con el olvido del ser terminó por consagrarlo, y junto al neonietzscheanismo
se tradujo en la descalificación completa de la metafísica filosófica de
Occidente. Heidegger es más nietzscheano de lo que parece, porque no sólo se
atiene a la “muerte de Dios”, sino, porque también culpa erróneamente a
Sócrates y Platón como los que sometieron al ser bajo el yugo del concepto. En
una palabra, Heidegger se embarca en la nihilista cabalística de lo inmanente
sin absolutos[40]
y esa es su desgracia.
5.
HEIDEGGER
Y LA ONTOLOGÍA AUTÉNTICA
¿Existe
una ontología auténtica? Si es que
existe cuál sería su contenido. Heidegger tuvo el mérito de señalar que la
metafísica occidental había perdido el rumbo y que en vez de pensar el ser pensaba los entes. Heidegger consideró que la ontología tradicional solamente
alcanza lo más general del ente y se propone una ontología auténtica que comienza
por la analítica existencial del ser que se hace la pregunta: el hombre. Pero su ontología existencial le
resulta fallida porque no le abre el camino hacia la ontología auténtica.
Entonces retoma una vía objetivista que al final no varía su posición romántica
fundamental: el ser como totalidad perfecta contiene todas las posibilidades de
los entes incluido el hombre.
Como se sabe
la filosofía medieval concluiría, al desintegrarse la síntesis del tomismo,
sustituyendo el criterio selectivo del ser
como ser auténtico y verdadero por el ser
en general del nominalismo (Escoto, Occam), lo que terminaría poniéndola en
continuidad con la filosofía empirista de la modernidad. Más precisamente fue
la filosofía del Renacimiento la que hizo el auténtico aporte del concepto cuantitativo mecanicista de ciencia
y naturaleza, creado por los fundadores de la física moderna. Esta idea
diluyó la concepción eidética del ser que era común a la metafísica de las
esencias de la antigüedad y el cristianismo.
En suma,
el concepto cuantitativo mecanicista de
ciencia y naturaleza fue un golpe a la hegemonía de la ontología tradicional
del ser como ser auténtico y verdadero a
favor de la ontología especial de los entes. El primer Heidegger de Ser y Tiempo está convencido que la
falla estriba en el esencialismo platónico que termina por conceptualizar el
ser y esta falla, según él, se repite a lo largo de toda la historia de la
filosofía, a saber: poner un determinado ente en lugar del ser en cuanto tal.
Así, según él, todos se quedaron en lo óntico en vez de avanzar hacia lo ontológico.
A partir de esto proclama la necesidad de la destrucción de toda la metafísica
precedente con el deseo de devolverle a la Metafísica una ontología fundamental.
Y lo intenta partiendo de una interpretación hermenéutica del ser existente (Dasein) y precisamente del existente
humano. El Dasein no será la conciencia sino existencia, que es a su vez Ser-en-el-mundo,
lo cual es estar en situación, entre posibilidades, impelido al cuidado, a la
angustia, al ser para la muerte, incardinado en la nada, es decir, en la temporalidad.
Su intento es ponerse más allá del idealismo y del realismo con su afirmación
de que el existente es antes.
Pero en
realidad el ser y el tiempo en Heidegger permanecen en el plano de la
subjetividad trascendental y de la metafísica subjetiva de la esencia, por tanto,
no está más allá del idealismo y del realismo. A pesar de su intención de
afincarse en una ontología fundamental y de proclamar que el tema del filosofar
no es el hombre, ni la existencia sino únicamente el ser, no obstante, no pudo
evitar caer en una antropología trágica y pesimista.
Tras el
fracaso de la ontología existencial emprende la vía objetivista en busca de la
ontología auténtica. Es en Teoría platónica
de la verdad (1942) donde aparece más claramente la aspiración ontológicamente
fundamental. Ya no escribe “existencia” sino “ex-sistencia”, retorcimiento lingüístico
que busca expresar que el ente no es jamás sin el ser o que siempre es ex –
céntrico. Si no está incardinado en el ser no puede vivir. Pensamiento
sumamente oscuro, porque cómo puede saltar al ser un ente que todavía no es. Más
sencillo era decir: el ser mismo es lo que hace posible todo. Pero a diferencia
del subjetivismo clásico el segundo Heidegger afirmará que el hombre no es el
ser, ni amo del ser, sino sólo el “custodio” y el “pastor” del ser. Si para
Sartre lo único que existe es el hombre, para Heidegger es el ser. Con esto
termina tal como concluyó la filosofía griega al debatir en torno al problema
metafísico de la Unidad (dividida en Heráclito, compacta en Parménides,
sintetizada en Platón y Aristóteles, sobrevalorada en Plotino) terminó con la
desvalorización del devenir, lo múltiple y el mundo. Heidegger, parecido a
Plotino, está centrado en una contemplación deificadora del ser, y, como él,
retorna y representa al pináculo de la desintegración de la síntesis platónico-aristotélica
entre lo Uno y lo Múltiple. Para Heidegger, como para Plotino, lo único que
tiene sentido es el Ser-Uno mientras que lo múltiple y el devenir queda
descalificado.
Pero
Heidegger no es un griego sino un hijo de la modernidad y por tanto su reacción
es doble: por un lado, reacciona volviendo al Uno helénico y por otro lado reacciona
contra la dirección óntica de la filosofía moderna, en especial, y, en general,
de toda la filosofía desde Platón, según él. Pero la verdad es que el pensar
óntico, que surge a finales del Medioevo y se fortalece en el Renacimiento con
el surgimiento del pensar cuantitativo, se establece con señoría desde la
modernidad. Es la filosofía moderna la que considera lo “dado” a los sentidos
como lo verdadero y el empirismo resulta siendo un profundo resentimiento
contra lo ontológico en general. Heidegger va en sentido inverso y emprende
otra forma de crítica resentida, esta vez contra el mundo, y con ello pierde de
vista no sólo la síntesis metafísica entre lo uno y lo múltiple, el ser y los entes,
alcanzada por Platón y Aristóteles, sino que, también al rechazar la idea
cristiana de Dios creador, desemboca hacia una completa falsificación de la
imagen del mundo, donde el Ser ontológico buscado convierte en un supraser que
da sentido incluso a la divinidad. Precisamente el absolutismo ontológico del
supraser del último Heidegger no sólo constituye la renuncia al ente, en
reacción a la filosofía moderna que lleva en su raíz empirista la renuncia al
ser y su remplazo por lo óntico, sino, que al hacer que el ente aspire del
no-ser hacia el ser (to on), de la apariencia a la esencia, es un agón cósmico que corre hacia lo divino y
con ello obvia la inversión del movimiento
ontológico impreso por el cristianismo, a saber, el sentido antiguo de
aspiración de lo inferior a lo superior es remplazo por el descenso de lo
superior a lo inferior para hacernos igual a Dios. En Heidegger el ser no desciende,
sino que el ente asciende, no hay acto
creador sino participación
únicamente. La ontología del segundo Heidegger se retrotrae al esquema griego
donde lo inferior aspira a lo superior. Mientras en el cristianismo Dios no
tiene ningún logos sobre sí sino que debajo de su acto amoroso está el logos,
en Heidegger lo divino está debajo del logos, de un misterioso y recóndito
Supraser, que no conoce acto amoroso alguno y actúa por ciega necesidad. En el
Supraser no hay ninguna inclinación hacia los pecadores, hay ser en vez de nada por un oscuro salto de los entes hacia el ser.
La razón
de todo está dada: primero, en la negación de la vinculación entre lo
ontológico y el valor, el ser no sólo es,
sino que vale, y el valor no sólo vale, sino que es. Esto conduce a Heidegger
a la falsa estimación de la metafísica de la idea cristiana del amor, lo cual
no es un error histórico ni religioso sino filosófico. Pero, además, se deja
arrastrar por positivas deformaciones de la moral y la metafísica cristiana.
Esta
deformación se deja ver claramente cuando afirma que la filosofía fue
originariamente –en los presocráticos Heráclito y Parménides- un corresponder
que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente, y a partir de esto
desarrolla su acusación de un cambio de pensar operado desde Sócrates y Platón
donde el Ser no es entendido ya como lo que suscita el pensar y el decir sino como
Principio, Razón y Cálculo. Este
cambio de pensar llega a su perfección, según él, con Aristóteles y el cristianismo
como “pensar onto-teológico”, supone a Dios como un ente, el supremo. Con esta
evaluación deformada Heidegger postula la interrogación no por el ser del ente,
sino por el Ser en cuanto ser. De este modo, se sitúa en la famosa pregunta por
el fundamento de Dios, la godhead o el
fundamento del fundamento, pensado por el maestro Eckhart y Schelling.
Heidegger
mete en un mismo saco el pensar metafísico griego y el pensar metafísico
cristiano y los hace responsables de haber creado un cambio de pensar metafísico
que ha encontrado su final en el desarrollo de las ciencias. En otras palabras,
el pensar onto-teológico es el verdadero responsable por haberse desembocado en
el pensar nihilista. A partir de esta evaluación desfigurada Heidegger
insistirá en señalar que la tarea del pensar es abandonar el pensar
onto-teológico, precursor de la era técnica, y replantear la posibilidad de un pensar
que interrogue por el Ser en cuanto ser. En su explicitación argumenta que la
filosofía antes que búsqueda (Platón)
fue armonía (Heráclito), y el temple
de ánimo que lo posibilitó fue el asombro, en cambio para el hombre moderno es
la angustia ante el ser.
En estas
consideraciones se dan mezcladas consideraciones acertadas (como aquella que considera
el pensar onto-teológico como precursor de la era técnica y del nihilismo) con
apreciaciones erróneas (como atribuir a Platón y al cristianismo la responsabilidad
del pensar onto-teológico).
En primer
lugar, no es cierto que desde Sócrates se comienza a pensar el Ser como razón,
cálculo y principio. Platón, Plotino, San Agustín y Eckhart, se propusieron conocer
sin conceptos, objetividad ni representación. Se plantearon pensar sin olvido
del Ser. Buscaron el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la
negación de la negación y que no termina en un puro concepto trascendente. El
caso es que Heidegger no siempre ve esto claro. En segundo lugar, la metafísica
cristiana en su idea de Dios retiene y desarrolla esta manera de pensar sin
objetividad, pero lo peculiar de ella no es precisamente esto, sino que lo
trascendente viene al mundo, lo ama, se interesa por él, crea el mundo por amor.
Este nuevo aspecto de la metafísica del amor, que es piedra de escándalo para
la mentalidad griega –regida por el principio de la inmutabilidad del Primer
Principio-, será totalmente ignorado por el primer y segundo Heidegger.
En tercer
lugar, el pensar onto-teológico en vez de asentarse con pleno derecho desde
Sócrates, Platón, Aristóteles y el cristianismo, tiene su verdadero punto de
partida en el pensar nominalista del final de la Edad Media y en el empirismo
moderno, para el cual las esencias dejan de ser realidades para ser reducidas a
productos de la subjetividad humana, a puros conceptos y donde lo único real
será lo fáctico, sensible y observable. Aquí y no en otra parte tiene lugar el
auténtico olvido del ser. Y en cuarto lugar, lo más grave es que estas deformaciones
llevan a Heidegger a desfigurar toda la historia del pensamiento filosófico y,
lo que es peor, a proponer una falsa solución, a saber, la nueva ontología auténtica. Esta ontología
auténtica no es tal, porque en realidad conduce a pensar el Ser en su recóndita
incognoscibilidad y aislamiento absoluto. Con ello la síntesis entre lo
trascendente y lo inmanente del Ser queda rota, la Unidad oscurece la realidad
del devenir, lo múltiple queda subestimado como ilusión del pensar nihilista y
la imagen de la realidad completa queda trastocada. Tal síntesis fue intentada
por Demócrito, Platón, Aristóteles, San Agustín y Tomás de Aquino. Pero Heidegger,
además, con su ontología auténtica
representa la imagen del mundo del mundo burgués en descomposición, sin equilibrio
y presto a exageraciones irracionalistas y a un misticismo oracular que se
atiene a la “muerte de Dios”.
Esto se
aprecia con mayor claridad en el abordamiento del sentido del ser. Su lenguaje impreciso, oscuro e ininteligible
hace difícil entender a Heidegger en este acápite. Por eso fue acusado injustamente
de nihilista, pero en realidad piensa el ser como tal (el ontológico) en oposición
al ente (el óntico). Entonces, desprovisto ontológicamente de determinaciones
concretas aparece como la nada (una nada determinado), y el ente determinado u
óntico no es el ser mismo (lo que ya encontramos en el Parménides de Platón y Demócrito). En otras palabras, el ser
ontológico en comparación con el tangible ser óntico es de apariencia pobre, pero
resulta siendo lo más rico del mundo. Esto le permite decir paradójicamente que
el ser ontológico es la nada determinada, no la Nada. Esta diferencia entre
Nada y nada determinada (ser ontológico) se prestó a muchas confusiones, pero
ya fue tratada en la filosofía griega.
No está
demás precisar que el Ser ontológico de Heidegger no es Dios, está antes de todo
lo divino; ni es fundamento del mundo (“El ser no es Dios ni el fundamento del
mundo”); ni es el ser común en abstracto (ens
in communi); ni acto esencial (actus
essendi) o fundamento ontológico del que derivan las esencias; tampoco es
ateo, como sostuvo Sartre. En su conferencia La Cosa deja en claro que el Ser no es ni el cielo ni la tierra,
pero unifica cielo y tierra, mortales e inmortales. Como ya dijimos, Heidegger
quiere moverse en el terreno previo al teísmo y ateísmo para conquistar el ser
en cuanto tal.
Esto explica
que a Heidegger le parezca Hegel un metafísico óntico. En su afán de rebasar todo
pensamiento conceptual deriva en una suerte de mística o romanticismo, donde a
final de cuentas la ontología auténtica asume un cariz objetivista, en el
sentido de asumir al Ser como totalidad perfecta que contiene todas las
posibilidades de los entes incluido el hombre. Pero esta totalidad perfecta quiere
pensarla como la historicidad de la
historia. En Sein und Zeit
muestra un camino de acceso al ser desde el tiempo. No le satisface por
estática la antigua metafísica de esencias, ni está satisfecho con la búsqueda
de un absoluto en lo relativo de la historia, como en Dilthey y Troeltsch, sino
que va en pos de un fundamento pre-ontológica histórico que permita elevarse sobre
la temporalidad y la finitud sin caer en lo estático ni en el relativismo. A esto
le llama la historicidad de lo histórico.
Su equilibrismo
entre lo estático de la metafísica antigua y lo dinámico de la metafísica
moderna quiere resolverla con una ontología auténtica del Ser en cuanto ser.
Pero como se trata de un Ser recóndito y misterioso, que no es fundamento de
nada y a su vez es fundamento de todo, no actúa por amor ni por necesidad, es
la indefinición más imaginable posible, lo más inconceptuado de lo concebible,
entonces su ontología auténtica se convierte en la búsqueda de lo inefable e
indecible. Lo cual muestra que en su intento de superar el nihilismo de la
subjetivización solipsista del concepto estático, exageró la nota hasta el
punto de desembocar en otra clase de nihilismo, el de la ontologización
objetivista. La cual en su pretensión de superar el carácter estático de la
metafísica de la esencia y evitar el carácter dinámico de la metafísica
relativista moderna, ignoró el aporte esencial de la metafísica del amor del
cristianismo –que posibilita la síntesis entre lo finito y lo infinito- para
derivar hacia el misticismo del Ser en cuanto ser, desprovisto de las
determinaciones ónticas del ente y que se constituye en una nada determinada constituyente
de la historicidad de la historia. Su ontología auténtica encalló en la oscura
definición del ser que “es él mismo”, donde resuenan los ecos del
veterotestamentario “Soy el que soy”.
El camino
de la ontología auténtica que Heidegger concibió pretendía acercarnos al ser alejándonos
de los meros conceptos y juicios condicionantes. Así, la Verdad será el desocultamiento
del ser y no el mero juicio. “La esencia de la verdad es la libertad”, nos
dice. La verdad no es el ser, pues unas veces desocultará y otras veces no lo
hará. La verdad solamente es probabilidad libre, ante lo cual sólo resta la
expectativa del acontecimiento. La verdad es el lugar donde el ser se revela.
La revelación del ser resulta, según Heidegger en Sendas perdidas, del lenguaje, que no es instrumento humano sino el
ser mismo en su revelación. Esta concepción del lenguaje como Revelación del
ser muestra la fuerte presencia de perfiles teológicos en su filosofía.
En conclusión,
Heidegger anatemiza la metafísica tradicional porque dice que desde Platón se toma
al Ser como idea, esencia y concepto. Plantea la superación del pensar que toma
al ser como ente (óntico) y propone pensar el ser en cuanto ser (ontológico).
Pero su ontología auténtica en su afán por superar la quietud de la metafísica
de las esencias y el relativismo de la metafísica dinámica deriva hacia el
inefable Ser que “es él mismo”. Con esto restaura la nueva quietud e
indiferencia del Ser en cuanto ser, donde no se sabe por qué los entes finitos
aspiran a esa nada determinada. Desprovisto de la metafísica del amor el
postulado del Supraser heideggeriano se muestra esquivo y remiso a cualquier
comprensión coherente y clara.
Y lo más
serio es que lejos de encaminar a la metafísica hacia una nueva síntesis
superadora de la ruptura entre lo trascendente y lo inmanente, la Unidad y la
Multiplicidad, lo finito y lo infinito, que nos descamina hacia el nihilismo,
resulta haciendo es un paso hacia atrás, hacia la restauración de una ancestral
metafísica mitocrática de la revelación de lo inefable. La metafísica mitocrática
de la alétheia no necesita ser restaurada,
sino equilibrada con las restantes metafísica históricas (de la esencia, del
amor, del percipi, de lo virtual). En este sentido, la ontología auténtica de
Heidegger resulta siendo inauténtica y descaminadora para enfrentar, solucionar
y superar el abismo nihilista de la posmodernidad occidental.
Indice
Proemio
PRIMER
ACTO
KANT Y
EL OCASO DE LA MODERNIDAD
Prólogo
Introducción
1.La doctrina de lo trascendente
2. Lógica trascendental kantiana
3. La metafísica de lo inmanente
4. El problema de lo absoluto
5. Las categorías kantianas
6. Kant gastronómico
Conclusión
Bibliografía
SEGUNDO
ACTO
HEGEL Y
EL DELIRIO PROMETEICO DE LA MODERNIDAD
Prólogo
1. La lógica de Hegel y la locura de la
modernidad
2. Hegel y Dios
3. Hegel y la glamorosa posmodernidad
4. Hegel, Heidegger, Sartre y las
unilateralidades de la existencia
5. La Dialéctica en la encrucijada
6. El vacío cósmico y la nada hegeliana
Reseña
TERCER
ACTO
NIETZSCHE
Y LA METAFÍSICA INMANENTE
Introducción
1. Anunciación
2. Predicación
3. Significado
Anexo
CUARTO ACTO
HEIDEGGER Y LA
METAFÍSICA DEL SUPRASER
Prefacio
1. Supraser y Dios en Heidegger
2. Heidegger, ontología y ética
3. Fe y pensar en Heidegger
4. Heidegger: adelantado de la filosofía
posmoderna
5. Heidegger y la ontología auténtica
Esta obra se terminó de publicar
con el tipo de letra Georgia
en el mes de marzo del 2024
en
Lima-Perú
[1] Esta idea la desarrollé en mi libro Kant
y la revolución burguesa (1990). La CRP con su raíz voluntarista y
activista es la sistematización filosófica más formidable de la conciencia
burguesa en ascenso revolucionario del siglo XVIII. Por ello no es conveniente
ver en su Filosofía de la historia
los argumentos más certeros de ese asunto, porque con sus escasos desarrollos y
demasiados vacíos aporta muy poco para comprender el reflejo filosófico de la
conciencia burguesa. Pues las ideas de cosmopolitismo y de progreso apenas
muestran la faceta más visible de la base social.
[2]
Jaspers en su obra Nietzsche y el cristianismo cita
según la edición dirigida por la hermana de Nietzsche, Elisabeth Foerster-Nietzsche.
El orden de esa edición es: Vol. I, El origen de la tragedia y Consideraciones
intempestivas; II y III, Humano, demasiado humano; IV, Aurora; V, La gaya
ciencia; VI, Así habló Zaratustra; VII, Genealogía de la moral; VIII, El caso
Wagner y El ocaso de los ídolos, Nietzsche contra Wagner, Desintegración de todos
los valores (El Anticristo), Poesías; IX, Obras póstumas de los años 1869-1872;
X, Obras póstumas de los años 1872-1873 y 1873-1876; XI, de la época de Humano,
demasiado humano y Aurora (1875-1878 y 1880-1881); XII, de la época de la Gaya
ciencia y de Zaratustra (1881-1886), entre ellas, Más allá del bien y del mal;
XIII, Obras póstumas, Ecce homo; XVI, Obras póstumas, La voluntad de poderío.
[3]
Los otros libros de la primera fase no modifican la línea
central de la primera obra, y son: la primera de las Consideraciones intempestivas
y David Strauss, confesor y escritor, ambos de 1873; Ventajas y
desventajas de la historia para la vida y Schopenhauer como educador,
ambos de 1874; Richard Wagner en Bayreuth (1876).
[4]
También al segundo periodo pertenecen: Miscelánea
de opiniones y aforismos (1979), El viajero y su sombra, de 1886,
que luego se juntó con Miscelánea para formar el segundo volumen de Humano,
demasiado humano.
[5]
Ecce homo, Madrid, Alianza,
2018, pp. 89-90.
[6]
El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2018, p. 81.
[7]
Obras completas, vol. III,
Madrid, Tecnos, 2014, p. 78.
[8]
Cf. Ibid., p. 91
[9]
Obras completas, vol.
III, op. cit., p. 603
[10] Cf. Ecce homo, Ediciones Busma, Madrid, 1984, p. 161.
[11] Cf. Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 2018, p. 33.
[12] Cf. Así habló Zaratustra, Sarpe, Madrid, 1983, p. 355.
[13] Cf. Más allá del bien y del mal, parte IV, sección 146.
[14] Cf. El ocaso de los ídolos, “Sentencias y flechas”, 11.
[15] Los datos biográficos están basados en la reciente
obra aparecida sobre el tema: Sue Prideaux, ¡Soy dinamita! Una vida de Nietzsche,
Ariel, Barcelona, 2019. También en Rüdiger Safranski R. Nietzsche: biografía de un pensamiento.
Tusquets Editores, Barcelona. 2000
[16] Cf. Así habló Zaratustra, Grandes Pensadores, Sarpe, Madrid, 1983.
[17] Cf. El Anticristo, Ediciones siglo veinte, Buenos Aires, 1986
[18] Alfred Müller-Armack, El siglo sin Dios, FCE, México, 1986.
[19] Cf. Mateo 27: 15, 26.
[20] Cf. Ecce homo, Ediciones Busma, España, 1984.
[21] Cf. Nietzsche y el cristianismo, Editorial Leviatán, Buenos
Aires, 1990.
[22] Cf. La voluntad de poder, Madrid, Edaf, 2006.
[23] H. Heimsoeth, La metafísica moderna, Revista de Occidente,
Madrid, 1966.
[24] E. Gilson, La filosofía en la Edad Media, Gredos, España, 2019, p.
627.
[25] F. Copleston, Historia de la Filosofía, Ariel, Barcelona, 2011,
tomo VII, p. 322.
[26] W. Sombart, El burgués, Alianza editorial, Madrid, 1972.
[27]
F. Tönnies, Comunidad y sociedad, trad. José Rovira
Armengol, Buenos Aires, Losada, 1947,
[28] Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, FCE, México, 2004; La sociedad
del cansancio, Herder, Barcelona, 2010.
[29] Byung-Chul Han, No-cosas, Taurus, Barcelona, 2021;
[30] Sobre esta nueva metafísica en ciernes en la historia he publicado los
siguientes libros: Carta sobre la Metafísica, La modernidad envejecida,
Apocalipsis de la razón burguesa, Sentido metafísico del mundo multipolar, Antropología
sin antropocentrismo, Ser y realidad; publicados en IIPCIAL, Lima, 2022;
salvo el último que pertenece al 2023.
[31] P. Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Revista de
Occidente, Madrid, 1966.
[32] G. Simmel, Filosofía del dinero, edición Capitán Swing, Madrid,
2013.
[33] Max Scheler, El resentimiento en la moral, Revista de Occidente,
Madrid, 1927.
[34] V. A. Belaunde, La síntesis viviente, Madrid, 1950, pp. 71.83.
Otros filósofos peruanos que han dedicado libros a Nietzsche han sido los sanmarquinos
José Russo Delgado (Nietzsche, la moral y la vida, 1948) y Leopoldo
Chiappo (Nietzsche liberación y dominación, 1978). No obstante, su metafísica
de la voluntad influyó sobre Mariano Iberico y José Carlos Mariátegui.
[35] V. A. Belaunde, Inquietud, Serenidad, Plenitud, Sociedad Peruana
de Filosofía, Imprenta Santa María, Lima 1951.
[36] Véase mis obras Miseria del capitalismo digital y de la tecnoutopía,
IIPCIAL, Lima, 2021; Ideas ante el capitalismo digital, IIPCIAL, Lima,
2022.
[37] Cf. Mi doctrina del filosofar mitocrático en: Filosofía mitocrática y Mitocratología. Y mi tipología de las metafísicas
en: Hermenéutica Remitizante y filosofar
mitocrático.
[38] Cf. Mi análisis en Nihilización
del Deus in terris, 2008.
[39] Cf. El ensayo Filosofía de la tecnociencia,
2012.
[40] Cf. Consúltese mi libro La hermenéutica
posmoderna del hombre sin absolutos, 2007.