ARGUEDAS Y
LA METAFÍSICA DEMONÍACA
Gustavo Flores Quelopana
Cómo se explica que un ateo
como Arguedas estando en Europa diga en una carta a su amigo Alberto Escobar
que mire todo lo que ha hecho el hombre para “quitarle el rostro a Dios” y no
lo ha conseguido, y añade: “Y eso, que yo no creo en Dios”. En esta paradójica
aserción de afirmaciones contradictorias está expresando una honda mirada y
sentimiento metafísico.
Se trata de un alma de la
Modernidad en confrontación con la antropotecnia de Occidente. No se trata de
una recepción deformada de la modernidad, sino de una aguda percepción del
fracaso del hombre moderno por transformar el mundo “borrando el rostro de Dios”.
Esta distancia con la
antropotécnica de la modernidad implica varias cosas de profunda repercusión
filosófica. Primero, la intuición de la degradación ontológica del hombre
moderno concebido como sujeto. Segundo, la lucha titánica del hombre contra la
naturaleza como manifestación de Dios sirviéndose de la máquina. Tercero, el
extravío del hombre como centro del mundo. Y, cuarto, el fracaso del humanismo
secular, inmanente y pelagiano.
Lo cual significa que el
hombre antropotécnico de la modernidad al pretender “quitarle el rostro a Dios”
en realidad se ha degradado ontológicamente con su vana pretensión de ser
centro de la creación. ¿No es esto, acaso, una fuerte recusación a su ateísmo?
Así mismo, esta contradictoria
recusación arguediana del humanismo secular y ateo lleva a constatar que la
lucha tecnocientífica y titánica del hombre contra la naturaleza es un
cuestionamiento decisivo contra el proyecto Ilustrado de hacer imperar la razón
política y técnica incrementado el poder humano hasta límites insospechados. En
este cuestionamiento se encierra la convicción de que las máquinas han agigantado
lo material, pero han empequeñecido lo espiritual.
Todo lo cual conduce a un interrogarse
sobre el hombre como centro del mundo y dejar abierta la posibilidad del centro
en Dios. Aquí colisiona la idea vertebral del pensamiento teocéntrico y teónomo
de San Agustín con la convicción antropocéntrica del pensamiento moderno que
hace de la subjetividad la medida del ser.
Lo que Arguedas está viendo
y trasmitiendo a su amigo Alberto Escobar es que el hombre por sí mismo y en
buena cuenta carece de importancia porque por encima y por debajo de toda la
estrepitosa parafernalia de su alarde tecnocientífico está Dios. Más aún, hay
la profunda insinuación de la afirmación cristiana de que sólo Dios y no técnica
puede salvarnos.
Todos estos presupuestos
implícitos en la manifestación contradictoria de Arguedas llevan a la
constatación del fracaso del humanismo secular, inmanente y pelagiano del
espíritu de la modernidad. El humanismo sin Dios que está en la base de la idea
moderna de que el hombre sea capaz de ayudarse a sí mismo se estrellan con la
realidad de que las revoluciones realizadas por los hombres caigan en saco
roto, porque la labor antropocéntrica estructuralmente inmanente y que refuerza
el poder del engranaje técnico marcha a contrapelo de una verdad que no puede
ser ocultada, a saber, que Dios es el ser. Lo cual va en sentido contrario al
Heidegger de la vuelta o viraje (Kehre), en especial a partir del fin de
la Segunda Guerra Mundial.
Ya sabemos que Heidegger en
su Carta sobre el Humanismo (1946) sostiene que el hombre no ha pensado suficientemente
la metafísica. Y es muy poco lo que se piensa al concebir al hombre como un
animal con el atributo de la razón. A partir de aquí plantea pensar al hombre
como un ente-ahí (Da-Seinden) o criatura asentada en el claro (Lichtung)
del ser o el propio claro en cuanto tal. Aquí está el tema de la pérdida del
centro del hombre.
En realidad, las dos
guerras mundiales y las dos bombas atómicas ponen en serios aprietos todo el
legado de la Ilustración, el secularismo, el antropocentrismo sin Dios y la
idea del hombre como ser racional. Heidegger desarrollando sus ideas con
resonancias católicas y contra Nietzsche dirá que lo que importa no es tanto el
hombre como aquello que supera al hombre, porque el hombre es pastor y vecino
del ser. Pero Heidegger, a diferencia de Arguedas, se cuida de no identificar a
Dios con el ser. Es decir, Heidegger sigue como un pelagiano o un humanista
semimonoteísta.
La situación de Arguedas es
más matizada en lo ideológico, aunque incipiente y no depurada en lo
filosófico. Intuye que Dios está presente en una Naturaleza que no se doblega
ante el dominio técnico del hombre y en la que está pr4sente Dios. Además,
percibe clarividentemente el fracaso de la soberbia Modernidad que ha desplazado
a Dios del centro y ha puesto en su lugar al egolátrico hombre. No sin razón San
Agustín hacía notar que en el hombre existe una incurable tendencia a trastocarlo
todo, un inextirpable amor a lo falso, una arraigada inclinación a preferirse a
sí mismo en detrimento del Creador, y, en consecuencia, sin la ayuda de la
gracia divina al hombre le resultaría del todo imposible iniciar algo
provechoso.
Ciertamente, Arguedas contra
el gusto del humanismo burgués se rebela ante la autolegislación subjetivista del
hombre prometeico de la Modernidad, se resiste a la desfiguración y destrucción
del Todo y se adhiere a la crítica de la vanidad humana y contra la defensa de
la autonomía del sujeto. El centro no es el hombre, el centro es Dios. Casi como
Heidegger está diciendo que el hombre es sólo el pastor del ser. Y con ello se
amotina contra la herencia racionalista e Ilustrada europea.
¿Lo hace acaso bajo razón mágico-mítica
andina? ¿Su trabajo antropológico y etnológico son el asidero para tal
perspectiva? En su trabajo de campo no sólo revaloró la música, el folklore, el
mestizaje, el arte indígena, sino también la mitología. En lo mitológico reparó
no sólo en la importancia del mito de Inkarri, sino en la relación entre el
cosmos y la naturaleza como entidad unificada. Advirtió el animismo y la
sacralidad, donde espíritus y fuerzas vitales elevan la naturaleza a un nivel
sagrado. Su visión del sincretismo religioso andino era positiva y lo veía como
una forma de resistencia cultural para mantener su identidad y espiritualidad
dentro de su capacidad de adaptación.
Ahora bien, esto no
significa que viera un precolombino cosmocentrismo agrocéntrico redivivo en la
tradición andina. Al contrario, el sincretismo andino supone un teocentrismo
que admite los espíritus y fuerzas sagradas de la naturaleza. Pero ello tampoco
significa que Arguedas se identificara con el sincretismo andino. Aquí se
repite la frase: “Y eso, que yo no creo en Dios”.
Ante lo cual se yergue
mayestáticamente la pregunta: ¿Cómo puede decir que no cree en Dios y al mismo
tiempo afirmar que el hombre moderno ha fracasado al intentar quitar a la Naturaleza
el rostro de Dios? ¿Cómo se concilia esta recusación del humanismo sin Dios de
la modernidad con su simultánea adhesión al ateísmo? Fue Spengler el que hizo
notar que el espíritu de la Antigüedad intentó salvar el abismo entre dos figuras
geométricas finitas en la cuadratura del círculo, mientras que el espíritu de
la Modernidad reconoció lo infinito en lo finito en el cálculo infinitesimal de
lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.
¿Cuál es el espíritu de
Arguedas que se trasunta en afirmaciones de dimensiones inabarcables e inconciliables?
No lo sabemos en realidad, y sólo podemos barruntar una posible explicación. Al
ser ateo se adhiere a una metafísica inmanente, y al reconocer que no se puede “quitarle
el rostro de Dios” se corresponde a una metafísica trascendente. ¿Será posible
el claroscuro intermedio del panteísmo? Al respecto nunca dejó una expresión
explícita sobre el panteísmo. Lo desconcertante es que pudo decir panteístamente
“veo lo sagrado en la naturaleza” y en vez de ello expresó la fórmula teocéntrica
“rostro de Dios”. No dijo “energía” o “espíritu divino”, sino “rostro de Dios”.
A fuerza de sujetarnos a
las evidencias expresadas sólo se puede conjeturar que Arguedas anduvo a
horcajadas, con pie en la metafísica inmanente del ateísmo y con el otro en la
metafísica trascendente del teísmo. Aunque personalmente me inclino a pensar
que su demonio interior estuvo tan agitado que no puede negar que Dios exista,
aunque no quiere creer en él. Según la teología católica tal disyuntiva es
propio de los ángeles caídos. Los demonios son seres espirituales sin cuerpo,
que han decidido por su propia voluntad e inteligencia alejarse de Dios, siendo
ese alejamiento su condena. Buscando convencerse que dios no era Dios
comenzaron a odiarle buscando un destino autónomo. Así se volvieron ángeles
caídos. Sabían que Dios era su Creador, pero al rebelarse no penetraron en su
esencia y se fueron deformando. Los ángeles fieles avanzaron y vieron la Dios,
así el pecado fue para ellos imposible.
Ahora bien, el hombre no es
ángel, por ende, es cuerpo y espíritu, y por su inteligencia y voluntad también
puede acercarse o alejarse de Dios. Lo singular del caso es que Arguedas dice haber
visto que el hombre moderno con toda su antropotécnica no pudo quitarle “el
rostro a Dios”. Lo ve y no puede negar que exista, aunque sí puede no creer en Él.
A su razón le falta fe para creer y abandonar el ateísmo, y a su fe natural le
falta oración para aceptar a Dios.
Stefan Zweig en su hermoso libro La lucha contra el demonio, donde aborda las figuras suicidas de Hölderlin, Kleist y demente de Nietzsche, afirma que hay genios trágicos y atmosféricos que terminan rompiendo los vínculos con el mundo, ya sea con la locura o el suicidio por no dominar su demonio interior y convertirse en sus siervos. Ciertamente, hay genios que tienden al caos y otros al orden. Arguedas fue un genio que sucumbió al caos y sus afirmaciones contradictorias analizadas reflejan su lucha por domar su demonio interior.
En suma, en el meollo del avistamiento arguediano late potente el
problema del ser que no sólo no puede desligarse de la pregunta por el poder y
la técnica, sino del problema de Dios.