sábado, 14 de diciembre de 2024

ARGUEDAS Y LA METAFÍSICA DEMONÍACA

 

ARGUEDAS Y LA METAFÍSICA DEMONÍACA

Gustavo Flores Quelopana

 

Cómo se explica que un ateo como Arguedas estando en Europa diga en una carta a su amigo Alberto Escobar que mire todo lo que ha hecho el hombre para “quitarle el rostro a Dios” y no lo ha conseguido, y añade: “Y eso, que yo no creo en Dios”. En esta paradójica aserción de afirmaciones contradictorias está expresando una honda mirada y sentimiento metafísico.

Se trata de un alma de la Modernidad en confrontación con la antropotecnia de Occidente. No se trata de una recepción deformada de la modernidad, sino de una aguda percepción del fracaso del hombre moderno por transformar el mundo “borrando el rostro de Dios”.

Esta distancia con la antropotécnica de la modernidad implica varias cosas de profunda repercusión filosófica. Primero, la intuición de la degradación ontológica del hombre moderno concebido como sujeto. Segundo, la lucha titánica del hombre contra la naturaleza como manifestación de Dios sirviéndose de la máquina. Tercero, el extravío del hombre como centro del mundo. Y, cuarto, el fracaso del humanismo secular, inmanente y pelagiano.

Lo cual significa que el hombre antropotécnico de la modernidad al pretender “quitarle el rostro a Dios” en realidad se ha degradado ontológicamente con su vana pretensión de ser centro de la creación. ¿No es esto, acaso, una fuerte recusación a su ateísmo?

Así mismo, esta contradictoria recusación arguediana del humanismo secular y ateo lleva a constatar que la lucha tecnocientífica y titánica del hombre contra la naturaleza es un cuestionamiento decisivo contra el proyecto Ilustrado de hacer imperar la razón política y técnica incrementado el poder humano hasta límites insospechados. En este cuestionamiento se encierra la convicción de que las máquinas han agigantado lo material, pero han empequeñecido lo espiritual.

Todo lo cual conduce a un interrogarse sobre el hombre como centro del mundo y dejar abierta la posibilidad del centro en Dios. Aquí colisiona la idea vertebral del pensamiento teocéntrico y teónomo de San Agustín con la convicción antropocéntrica del pensamiento moderno que hace de la subjetividad la medida del ser.

Lo que Arguedas está viendo y trasmitiendo a su amigo Alberto Escobar es que el hombre por sí mismo y en buena cuenta carece de importancia porque por encima y por debajo de toda la estrepitosa parafernalia de su alarde tecnocientífico está Dios. Más aún, hay la profunda insinuación de la afirmación cristiana de que sólo Dios y no técnica puede salvarnos.

Todos estos presupuestos implícitos en la manifestación contradictoria de Arguedas llevan a la constatación del fracaso del humanismo secular, inmanente y pelagiano del espíritu de la modernidad. El humanismo sin Dios que está en la base de la idea moderna de que el hombre sea capaz de ayudarse a sí mismo se estrellan con la realidad de que las revoluciones realizadas por los hombres caigan en saco roto, porque la labor antropocéntrica estructuralmente inmanente y que refuerza el poder del engranaje técnico marcha a contrapelo de una verdad que no puede ser ocultada, a saber, que Dios es el ser. Lo cual va en sentido contrario al Heidegger de la vuelta o viraje (Kehre), en especial a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Ya sabemos que Heidegger en su Carta sobre el Humanismo (1946) sostiene que el hombre no ha pensado suficientemente la metafísica. Y es muy poco lo que se piensa al concebir al hombre como un animal con el atributo de la razón. A partir de aquí plantea pensar al hombre como un ente-ahí (Da-Seinden) o criatura asentada en el claro (Lichtung) del ser o el propio claro en cuanto tal. Aquí está el tema de la pérdida del centro del hombre.

En realidad, las dos guerras mundiales y las dos bombas atómicas ponen en serios aprietos todo el legado de la Ilustración, el secularismo, el antropocentrismo sin Dios y la idea del hombre como ser racional. Heidegger desarrollando sus ideas con resonancias católicas y contra Nietzsche dirá que lo que importa no es tanto el hombre como aquello que supera al hombre, porque el hombre es pastor y vecino del ser. Pero Heidegger, a diferencia de Arguedas, se cuida de no identificar a Dios con el ser. Es decir, Heidegger sigue como un pelagiano o un humanista semimonoteísta.

La situación de Arguedas es más matizada en lo ideológico, aunque incipiente y no depurada en lo filosófico. Intuye que Dios está presente en una Naturaleza que no se doblega ante el dominio técnico del hombre y en la que está pr4sente Dios. Además, percibe clarividentemente el fracaso de la soberbia Modernidad que ha desplazado a Dios del centro y ha puesto en su lugar al egolátrico hombre. No sin razón San Agustín hacía notar que en el hombre existe una incurable tendencia a trastocarlo todo, un inextirpable amor a lo falso, una arraigada inclinación a preferirse a sí mismo en detrimento del Creador, y, en consecuencia, sin la ayuda de la gracia divina al hombre le resultaría del todo imposible iniciar algo provechoso.

Ciertamente, Arguedas contra el gusto del humanismo burgués se rebela ante la autolegislación subjetivista del hombre prometeico de la Modernidad, se resiste a la desfiguración y destrucción del Todo y se adhiere a la crítica de la vanidad humana y contra la defensa de la autonomía del sujeto. El centro no es el hombre, el centro es Dios. Casi como Heidegger está diciendo que el hombre es sólo el pastor del ser. Y con ello se amotina contra la herencia racionalista e Ilustrada europea.

¿Lo hace acaso bajo razón mágico-mítica andina? ¿Su trabajo antropológico y etnológico son el asidero para tal perspectiva? En su trabajo de campo no sólo revaloró la música, el folklore, el mestizaje, el arte indígena, sino también la mitología. En lo mitológico reparó no sólo en la importancia del mito de Inkarri, sino en la relación entre el cosmos y la naturaleza como entidad unificada. Advirtió el animismo y la sacralidad, donde espíritus y fuerzas vitales elevan la naturaleza a un nivel sagrado. Su visión del sincretismo religioso andino era positiva y lo veía como una forma de resistencia cultural para mantener su identidad y espiritualidad dentro de su capacidad de adaptación.

Ahora bien, esto no significa que viera un precolombino cosmocentrismo agrocéntrico redivivo en la tradición andina. Al contrario, el sincretismo andino supone un teocentrismo que admite los espíritus y fuerzas sagradas de la naturaleza. Pero ello tampoco significa que Arguedas se identificara con el sincretismo andino. Aquí se repite la frase: “Y eso, que yo no creo en Dios”.

Ante lo cual se yergue mayestáticamente la pregunta: ¿Cómo puede decir que no cree en Dios y al mismo tiempo afirmar que el hombre moderno ha fracasado al intentar quitar a la Naturaleza el rostro de Dios? ¿Cómo se concilia esta recusación del humanismo sin Dios de la modernidad con su simultánea adhesión al ateísmo? Fue Spengler el que hizo notar que el espíritu de la Antigüedad intentó salvar el abismo entre dos figuras geométricas finitas en la cuadratura del círculo, mientras que el espíritu de la Modernidad reconoció lo infinito en lo finito en el cálculo infinitesimal de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.

¿Cuál es el espíritu de Arguedas que se trasunta en afirmaciones de dimensiones inabarcables e inconciliables? No lo sabemos en realidad, y sólo podemos barruntar una posible explicación. Al ser ateo se adhiere a una metafísica inmanente, y al reconocer que no se puede “quitarle el rostro de Dios” se corresponde a una metafísica trascendente. ¿Será posible el claroscuro intermedio del panteísmo? Al respecto nunca dejó una expresión explícita sobre el panteísmo. Lo desconcertante es que pudo decir panteístamente “veo lo sagrado en la naturaleza” y en vez de ello expresó la fórmula teocéntrica “rostro de Dios”. No dijo “energía” o “espíritu divino”, sino “rostro de Dios”.

A fuerza de sujetarnos a las evidencias expresadas sólo se puede conjeturar que Arguedas anduvo a horcajadas, con pie en la metafísica inmanente del ateísmo y con el otro en la metafísica trascendente del teísmo. Aunque personalmente me inclino a pensar que su demonio interior estuvo tan agitado que no puede negar que Dios exista, aunque no quiere creer en él. Según la teología católica tal disyuntiva es propio de los ángeles caídos. Los demonios son seres espirituales sin cuerpo, que han decidido por su propia voluntad e inteligencia alejarse de Dios, siendo ese alejamiento su condena. Buscando convencerse que dios no era Dios comenzaron a odiarle buscando un destino autónomo. Así se volvieron ángeles caídos. Sabían que Dios era su Creador, pero al rebelarse no penetraron en su esencia y se fueron deformando. Los ángeles fieles avanzaron y vieron la Dios, así el pecado fue para ellos imposible.

Ahora bien, el hombre no es ángel, por ende, es cuerpo y espíritu, y por su inteligencia y voluntad también puede acercarse o alejarse de Dios. Lo singular del caso es que Arguedas dice haber visto que el hombre moderno con toda su antropotécnica no pudo quitarle “el rostro a Dios”. Lo ve y no puede negar que exista, aunque sí puede no creer en Él. A su razón le falta fe para creer y abandonar el ateísmo, y a su fe natural le falta oración para aceptar a Dios.

Stefan Zweig en su hermoso libro La lucha contra el demonio, donde aborda las figuras suicidas de Hölderlin, Kleist y demente de Nietzsche, afirma que hay genios trágicos y atmosféricos que terminan rompiendo los vínculos con el mundo, ya sea con la locura o el suicidio por no dominar su demonio interior y convertirse en sus siervos. Ciertamente, hay genios que tienden al caos y otros al orden. Arguedas fue un genio que sucumbió al caos y sus afirmaciones contradictorias analizadas reflejan su lucha por domar su demonio interior.

Algo profundo y misterioso atisbó Arguedas en aquel momento de su frase sobre Dios, y es ver en Europa el fracaso profundo de las propias entrañas del humanocentrismo. El humanismo secular es fundamentalismo de nuestra cultura occidental, religión política globalizada, donde se jacta de su poder técnico. Pero todo ello no es más más que un profundo error que nos llevó a sentirnos señores del hongo nuclear -como lo afirmó Jaspers en su obra La bomba atómica y el futuro de la humanidad- y a la explotación total del planeta y de todo lo viviente en aras de la producción, el comercio y el consumo -como últimamente lo volvió a demostrar Naomi Klein en su libro Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima-.

En suma, en el meollo del avistamiento arguediano late potente el problema del ser que no sólo no puede desligarse de la pregunta por el poder y la técnica, sino del problema de Dios.