sábado, 21 de diciembre de 2024

ARGUEDAS Y LA NADA DIFUSA

 

ARGUEDAS Y LA NADA DIFUSA

Gustavo Flores Quelopana

 

Si Arguedas se mató como antiplatónico entonces siguió el curso de la Modernidad. En cambio, si lo hizo como platónico entonces lo hizo como antimoderno. A primera vista se suicidó como antiplatónico y como Moderno al decirle en carta a su amigo Alberto Escobar: “Y eso, que no creo en Dios”. Su ateísmo socialista lo coloca en la esfera de la Modernidad. Pero también se puede leer la versión contraria, esto es, se mató como antimoderno y cristiano sincrético al afirmar: “No han podido borrar el rostro de Dios”. Su visión de lo sagrado y espiritual lo pone en la bóveda de lo antimoderno.

Es verdad que en Arguedas no hay una posición clara y definida, tajante y deslindante sobre la inmanencia y la trascendencia. Por momentos parece un antropólogo culturalista, en otras un panteísta, más allá un ateo, y por último un cristiano sincrético. Arguedas como filósofo -así se llama una obra mía publicada en 2021- es un filósofo literario, esto es, fue filósofo más en el espíritu que en la letra. Vio la totalidad como una unidad interconectada.

Su espíritu se esforzó por entender y esclarecer el valor del mundo andino desde una visión sincrética donde lo mágico se mezcla con un tamizado racionalismo cercano al materialismo dialéctico, donde la vida y la muerte se combinan de un modo particular. Como filósofo contempló lo universal contenido en el sincretismo de lo andino con lo universal. Pero en el balance nos deja en una significativa ambigüedad extrema, donde -como hemos visto- en un mismo renglón se combina el éxtasis religioso con la confesión atea: “No han podido borrar el rostro de Dios. Y eso, que no creo en Dios”.

Ese particular estar y no estar ante Dios en el espíritu de Arguedas sospecho que se relaciona con observaciones embriológicas que podemos hacer siguiendo a Ferenczi y relacionarlas con su traumática infancia. La idea de Ferenczi en Thalassa: ensayo sobre la teoría de la genitalidad es que el feto experimenta la repetición de experiencias traumáticas, las mismas que influyen en el desarrollo físico y emocional del individuo.

Ahora bien, si al trauma de la genitalidad fetal le añadimos la temprana muerte de su madre María Isabel Delgado a los dos años y medio de edad nos podemos dar cuenta del enorme vacío que se abrió alrededor del alma de esa pequeña criatura. Su momentánea tabla de salvación serían sus hermanos y su padre. Pero su precaria flotación duraría poco porque su padre se volvería a casar con la cruel Grimanesa Arangoitia, que sería una madrastra desalmada y con un hijo psicópata. Con ella viviría un infierno desde los seis hasta los dieciocho años.

De la relativa tranquilidad acuática y amniótica era arrojado al mundo para sufrir la orfandad prematura y luego el maltrato y la humillación que lo llevó a desear la muerte siendo niño. Así, con tan sólo diez años experimenta el deseo de morir debido al maltrato, humillaciones y soledad. Ya a los siete años el psicótico hermanastro le dice “no vales no lo que comes”.

Su microclima infantil estuvo rodeado de vacío y este vacío hubiera sido completo si no hubiera recibido el cariño de los sirvientes indígenas que lo rodearon. El hombre andino fue su consuelo y salvación ante el hundimiento total y prematura en la locura o en el suicidio del pequeño niño mestizo.

La maldad que lo acosó desde niño no era ajena al macromundo de la sociedad oligárquica y feudal del Perú de entonces, era la nota común, donde señores de horca y cuchillo eran dueños de las vidas de los desprotegidos indígenas. O sea, era un mundo donde el instinto de muerte era imperante e imponía una topología social basada en la ley del más fuerte, prepotente y abusivo.

Pero, además, era el denominador común de una época que ante los abusos ominosos provocaría la revolución mexicana de 1910 y la revolución rusa de 1917. Y cuando Arguedas cumple los dieciocho años la revista Amauta de José Carlos Mariátegui ya había sido fundada en 1926 con su ideal de integrar la cultura indígena a la identidad nacional.

En otras palabras, su niñez y adolescencia coinciden con los años de ascenso de la ola revolucionaria, el marxismo, el socialismo y la lucha proletaria. Producto de esos tiempos es que Arguedas haya colaborado con la sección cusqueña del Partido Comunista Peruano entre 1937-1938 y que a continuación haya sido encarcelado por participar en la protesta contra el enviado del dictador italiano.

Arguedas nunca fue marxista convicto y confeso, sólo simpatizó con algunas de sus ideas, especialmente las expresadas por Mariátegui. Nunca dejó de ser crítico del capitalismo y la explotación, abogando por una sociedad más justa e inclusiva con la cultura andina. Lo cual confirma que hay individuos que no se dejan absorber del todo por las corrientes imperantes, y que los hombres no son simples partículas que se dejan atraer hacia ciertos polos.

En otras palabras, Arguedas era un individuo con su propia espesura. La macroesfera social no lo sometió, pero no se puede decir lo mismo de su microesfera de la intimidad. Esos son ríos profundos que discurren en el alma independientemente de la voluntad del individuo. De ahí que su novela Los ríos profundos (1958), que deslumbra por su innovador uso del quechua, no sólo es la exploración de la lucha por la dignidad y la justicia, sino que representa la inmersión en su propia esferología profunda. Desde la tranquilidad del líquido amniótico hasta la tormentosa travesía que casi le cuesta la vida en la niñez. 

En esa novela está tocando de modo tangencial su propia oquedad emocional, donde su burbuja personal amenazó con estallar desde tierna edad. Si el hombre es ya una oquedad ontológica que tiene que completar su esencia con su existencia, imaginemos cómo se catapultó en su caso su ser como oquedad al tener que enfrentar una niñez de soledad desesperante. Estos no son juegos lingüísticos con la ontología cotidiana, sino maneras de ver lo subyacente en el hecho de estar-arrojados-al mundo.

El perder prematuramente a su madre deja la impronta ontológica del estallido del espacio primario diádico con la madre. La madre ya no está y la dualidad primigenia ha sucumbido. La madre es el ser cuidador y dador de amor por excelencia, y su ausencia o desaparición lastra la evolución psíquica y ontológica del individuo. Al evaporarse de la intimidad ese lado afectivo de la experiencia ontológica interior hace su ingreso de manera bastante amplia la Nada en el meollo del alma. Pero la placenta fetal deja su huella espiritual en el desarrollo psíquico del individuo. Esta es sinónimo de protección, protección que deberá ser continuada en la esfera de la niñez. La ontogénesis se prolonga en la filogénesis como amor y cuidado.

Más, cuando este proceso es interrumpido en el alma del hombre comienza a participar más en la Nada que en el Ser. Naturalmente que esta Nada se agiganta en la cultura moderna con su gran tema que se llama autonomía. En contraste, el gran tema de las culturas premodernas era la participación. Antes todos se sentían ligados, ahora todos se experimentan desligados. De suyo se comprende que de este proceso participan las propias culturas. Así, la ciencia moderna con su idea matriz de predominio de lo empírico y la inserción de lo infinito en lo finito hizo que el hombre moderno se sintiera sin centro en el cosmos y casi flotando en el vacío.

El hombre antiguo y medieval es ontológico, centrado en el ser, y se siente seguro en el mundo, el hombre moderno es epistémico, centrado en la duda y despojado de centro metafísico. O sea, la condición de la soledad humana aumentó en la Modernidad, con toda su secuela de trastornos psíquicos. Foucault señaló bien que la Modernidad de Occidente dio inicio a la segregación y exclusión del loco, mientras en la sociedad antigua estaba bien integrado que en el contexto cultural. Pero si esto es el desequilibrio de la propia razón en la Modernidad arrostrada por la voluntad de poder, entonces hay locuras epocales, y la de la Modernidad es la locura de la autonomía que incrementa la sensación de soledad, vacío existencial e irrupción de la nada en el alma.

Muy bien, si la madre es la redondez protectora ¿cómo será suplida ante su falta? ¿Acaso por otra macroesfera? ¿Será la esfera de Dios? Las simbiosis psíquicas son misteriosas, alambicadas y escabrosas, pero siguen su curso. Lo cual tampoco significa que sea un destino inevitable que suprime la libertad humana. Sólo existe un necesitarismo psíquico en caso de extrema debilidad del individuo. La mayor parte de los procesos transitan en una simbiosis entre lo inconsciente y lo consciente, donde buscamos que primer la razón. Sin duda, siempre estamos ante un espacio simbiótico, pero ello no anula nuestra libertad y nuestra razón, aunque la condiciona.

En otras palabras, el espacio anímico de toda persona es complejo, pero puede serlo más en circunstancias especiales, como las presentadas en la biografía de Arguedas. Esto no quiere decir que su pérdida de la dualidad acuática primigenia protectora lo haya conducido directamente y de modo mecánico hacia su afirmación: “No han podido borrar el rostro de Dios”. Pero sí de modo indirecto. No es casual que su expresión la haya inspirado las aguas del rio Sena en París frente al espectáculo de la modernidad del hombre transformador. Es como si las aguas de aquel río físico lo hayan retraído a las aguas amnióticas de su propia embriología acuática que quedó sin prolongación por la ausencia materna. Y es justamente dicha retroproyección lo que, ante la falta de la dualidad primigenia, haya hecho surgir la experiencia extática de Dios, o sea la de Unidad restauradora y supletoria de la divinidad. Con ello no estoy afirmando que dicha experiencia mística de Arguedas se reduzca a lo psíquico, su manifestación es psíquica, pero su significado es espiritual.

Estamos ante un universo aurático donde el lenguaje simbólico se entrecruza con el lenguaje discursivo. El mundo mágico y mítico no es culturalmente hegemónico en la modernidad occidental, pero no sólo no se ha extinguido en la cultura sino tampoco en el alma. El material onírico tiene un significado propio ya destacado por Freud, Fromm y la etnología contemporánea. Es como incursionar en la ontología precartesiana de estructuras ginecológicas. No es casualidad la metáfora de la physis materna, lo que nos hace pensar que no solamente estamos-en-el-mundo, como dice Heidegger, sino que estamos-con-el-mundo, como destaca Sloterdijk.   

Pero además de estar-en-el-mundo y estar-con-el-mundo existe la dimensión de volver al líquido amniótico, en un esfuerzo de eterno retorno, con el salir-del-mundo mediante el suicidio. El salir del mundo tampoco puede necesariamente ser visto como un retorno a la gran madre universal, especialmente si se recubre de lenguaje ateo. Como es el caso de Arguedas.

¿Pero si ello es sólo una estrategia inconsciente para ocultar una maniobra más profunda en lo onírico? Lo acuoso remite a una imagen primitiva del ser, de allí se sale al ser, al mundo. Fue nada menos que el presocrático Tales de Mileto que vio el arjé en el agua. Simbolismo que tiene representaciones egipcias y mesopotámicas. ¿Será el suicidio un intento de volver al agua circundante universal? ¿Se cumple esta inmanencia matriarcal? ¿Puede ser visto el suicidio como un intento de retornar a la cohabitación intrauterina con la placenta cósmica?

De ahí que no deje ser sumamente singular y significativo esa mezcla de teísmo y ateísmo en la religiosidad de Arguedas. Es algo que va más allá de la ambigüedad consciente y racional. Es algo que brota del rio profundo de su esfera psíquica y ontológica. Con el disparo definitivo que se pega Arguedas sale-del-mundo y rompe con la armonía burguesía de lo mesurado y calculado. ¿O es otra forma de cálculo? En todo caso destruye su yo, cree dirigirse a la Nada difusa que no cesa de divisar a lo lejos el rostro de Dios. Su suicidio se parece a las exploraciones de Salvador Dalí, Joan Miró, Marcel Duchamp o de Hans Bellmer que busca desmitificar el yo coherente y buscar un yo escindido y despedazado. A Ortega y Gasset le pareció el arte surrealista como un movimiento de deshumanización del arte, como ruptura de la realidad donde el hombre ya no interroga al ser sino el ser pregunta al hombre.

¿Procedió Arguedas como un surrealista? ¿Fue su suicidio una interrogación del ser al hombre? Por lo pronto su suicidio es su última y terminante experiencia subjetiva, el distanciamiento definitivo de la realidad, y busca trascender su propia subjetividad. Su salir-del-mundo es ruptura con el mundo del ser natural inalterado, el mundo de la voluntad, el mundo de la representación, el mundo de la técnica y el mundo como proyecto. ¿Es el epítome del mundo como Nada? Es como si dijera que nosotros no estamos en el mundo, sino que pasamos por él.

En Arguedas hay al mismo tiempo un sentimiento de cueva y un sentimiento de lejanía. Se inserta con su suicidio en la cueva de la enigmática muerte y, al mismo tiempo, extiende una lejanía ontológica en lo desconocido. Nunca sabremos si fue su último intento por volver a la esfera inclusiva de Dios, ese Dios que entrevió estando frente al Sena. Pero la esfera vacía de la nada es bastante frágil ante su visión extática. Quizá pudo ver su propia muerte como su último acto de trascendencia, como Empédocles. Quizá como un retorno al elemental mundo de la materia.

En realidad, la complejidad contradictoria de su postura religiosa no puede tener una solución racional, sino metafísica. En la totalidad del globo divino del cosmos se dejó ir hacia los brazos de la muerte con la fascinación de niños que destruye un juguete para ver qué hay dentro de él. Lo significativo de sus varios intentos de suicidio es que el definitivo es el que resulta infalible. Como si la destrucción crónica se justifica porque ha llegado a su término la fascinación del hombre por el hombre. Y ese hombre era él mismo. Su desequilibrio de filiación a la vida sólo encuentra en la depresión la punta del iceberg, porque lo que hay en el fondo es la búsqueda de un asilo de apertura ante la quiebra de su propia finitud.