LA PERSISTENCIA DE LA VIDA
Introducción
Este ensayo aborda la persistencia de la vida no solo desde su dimensión científica y filosófica, sino, sobre todo, desde su horizonte espiritual y escatológico. La vida en la Tierra, que surgió en océanos primitivos y resistió crisis globales como las glaciaciones extremas, se revela como un signo de una realidad más profunda: la Vida absoluta de Dios, fundamento y fuente de toda existencia relativa. Lo biológico y lo material son expresiones visibles de un principio superior que sostiene y dirige la historia hacia su plenitud.
La exposición se organiza en cuatro partes que recorren este itinerario: los orígenes y la fragilidad aparente de la vida; los polos helados y las glaciaciones que pusieron a prueba su resistencia; la vida oculta en lo profundo como testimonio de su tenacidad; y finalmente, la dimensión espiritual que muestra cómo lo superior condiciona lo inferior y cómo la Providencia asegura la continuidad del orden vital.
El propósito de este texto es mostrar que la vida no se limita a procesos físicos ni a la biología, sino que se inscribe en un designio trascendente que la orienta hacia su destino último. La persistencia de la vida es, en este sentido, un anticipo de su consumación escatológica: lo temporal se sostiene en lo eterno, lo finito en lo infinito, y lo material en lo espiritual. La vida persiste porque está llamada a plenificarse en la Vida absoluta que la origina y la sostiene.
Parte I: Los orígenes y la fragilidad aparente
La historia de la vida en la Tierra comienza en un planeta joven, formado hace 4.500 millones de años, con océanos líquidos que aparecieron alrededor de los 4.000 millones de años. En ese tiempo, mientras Marte aún conservaba mares y lagos que luego desaparecerían, la Tierra se convirtió en un laboratorio natural donde la química dio paso a la biología. La atmósfera primitiva estaba compuesta de dióxido de carbono, metano y vapor de agua, con muy poco oxígeno libre. Sin embargo, el efecto invernadero compensaba la menor luminosidad del Sol, permitiendo que el agua permaneciera líquida y que los primeros organismos microscópicos surgieran en ambientes como fuentes hidrotermales. La vida era frágil en apariencia, pero desde el inicio mostró una capacidad extraordinaria de adaptación.
La persistencia de la vida se explica por factores físicos y químicos: la gravedad de la Tierra retuvo la atmósfera, el campo magnético desvió el viento solar, y los ciclos biogeoquímicos mantuvieron un equilibrio dinámico. Mientras Marte perdía su atmósfera y se volvía árido, la Tierra conservó océanos y estabilidad suficiente para que la vida prosperara. La diferencia entre ambos planetas revela que la persistencia de la vida depende de condiciones materiales, pero también de la capacidad de los organismos de aprovecharlas y transformarlas.
La Tierra, gracias a su mayor tamaño y masa, pudo conservar una atmósfera lo bastante densa para sostener agua líquida en superficie y mantener temperaturas compatibles con la vida. Este equilibrio permitió que los océanos se convirtieran en escenarios de complejas reacciones químicas que dieron origen a moléculas orgánicas y, posteriormente, a los primeros organismos. Marte, en contraste, al ser más pequeño y con menor gravedad, no logró retener su atmósfera por largos periodos; la radiación solar y el viento cósmico erosionaron su envoltura gaseosa, imposibilitando que el agua permaneciera estable. Así, mientras la Tierra se transformaba en un planeta azul, Marte iniciaba su camino hacia la aridez.
Además, la dinámica interna de la Tierra —su núcleo activo y el campo magnético resultante— ofreció una protección constante frente a la pérdida atmosférica y a la radiación dañina. Este escudo invisible fue crucial para que la vida pudiera desarrollarse y diversificarse. Marte, con un núcleo que se enfrió rápidamente, perdió esa defensa y quedó expuesto, lo que aceleró la desaparición de sus mares y lagos. La comparación entre ambos mundos muestra que la persistencia de la vida no depende únicamente de la aparición inicial de agua, sino de la capacidad del planeta de sostener condiciones estables a lo largo de millones de años.
Parte II: Los polos helados y las glaciaciones
Hace unos 34 millones de años, la Antártida se aisló por la formación de la Corriente Circumpolar Antártica, lo que permitió la acumulación de hielo permanente en el Polo Sur. Mucho más tarde, hace unos 2,6 millones de años, el Ártico se cubrió de hielo estable y comenzaron las glaciaciones del Pleistoceno. Los ciclos orbitales de la Tierra —los ciclos de Milankovitch— existían desde siempre, pero solo cuando el planeta alcanzó un estado suficientemente frío y con niveles bajos de dióxido de carbono pudieron desencadenar glaciaciones globales.
La Tierra atravesó episodios extremos como las glaciaciones del Neoproterozoico, conocidas como “bola de nieve”, donde los océanos quedaron cubiertos de hielo casi hasta el ecuador. Sin embargo, la vida persistió en refugios profundos: microorganismos sobrevivieron en fuentes hidrotermales, bajo el hielo y en ambientes subterráneos. Estos episodios muestran que la vida no desaparece ante crisis globales, sino que se repliega, se adapta y espera nuevas condiciones para expandirse.
Las glaciaciones del Neoproterozoico ocurrieron entre hace 720 y 635 millones de años, en varios episodios que transformaron la Tierra en una auténtica “bola de nieve”. Durante estos períodos, el hielo cubrió los océanos casi hasta el ecuador, reflejando gran parte de la radiación solar y profundizando el enfriamiento global. Sin embargo, la actividad volcánica continuó liberando dióxido de carbono, que se acumuló en la atmósfera hasta provocar un efecto invernadero capaz de revertir la congelación planetaria. Este ciclo de crisis y recuperación fue decisivo para la evolución posterior: al terminar las glaciaciones, la Tierra experimentó un aumento de oxígeno y un florecimiento de organismos multicelulares, preparando el terreno para la explosión de vida del Cámbrico.
En comparación, Marte ya había perdido sus mares y atmósfera miles de millones de años antes, por lo que durante las glaciaciones terrestres era un planeta árido y frío, incapaz de sostener agua líquida en superficie. Mientras la Tierra se congelaba y luego se recuperaba gracias a su atmósfera activa y su dinámica interna, Marte permanecía en un estado de desierto helado, con agua atrapada en forma de hielo en los polos y el subsuelo. Esta diferencia muestra cómo la persistencia de la vida depende no solo de la capacidad de resistir crisis climáticas, sino también de la existencia de mecanismos planetarios —como el vulcanismo y los ciclos atmosféricos— que permitan la recuperación. La Tierra, a diferencia de Marte, pudo superar sus episodios de “bola de nieve” y convertirlos en oportunidades para la diversificación de la vida.
Parte III: La resistencia en lo profundo
La vida ha demostrado que su resistencia no depende únicamente de la superficie. En lo profundo de la Tierra, protegida de radiación y cambios extremos, los organismos encuentran estabilidad. El subsuelo mantiene temperaturas constantes, el agua se conserva en poros de rocas y el calor geotérmico provee energía. Allí prosperan extremófilos capaces de resistir altas presiones, acidez, salinidad o temperaturas extremas. Estos seres muestran que la vida puede persistir incluso si uno de los factores críticos falla en la superficie.
La resistencia en lo profundo se explica por la capacidad de la vida de usar fuentes de energía alternativas: bacterias que metabolizan azufre, hierro o metano en ausencia de luz solar. La vida se protege en nichos ocultos, como si la Tierra guardara un seguro de continuidad. Incluso si el agua líquida desapareciera en superficie, o si la atmósfera se volviera hostil, la vida microscópica podría sobrevivir durante millones de años en refugios subterráneos.
La existencia de comunidades microbianas a varios kilómetros bajo la superficie terrestre demuestra que la vida puede prosperar en condiciones que parecen incompatibles con la biología convencional. Estos organismos no dependen de la fotosíntesis, sino de procesos químicos como la quimiosíntesis, que les permite transformar compuestos inorgánicos en energía. En ambientes como minas profundas o acuíferos subterráneos, se han encontrado bacterias que llevan millones de años aisladas, viviendo en ciclos extremadamente lentos, lo que confirma que la vida puede mantenerse activa incluso en ausencia de contacto con la superficie.
Además, la estabilidad del subsuelo ofrece un refugio frente a catástrofes globales. Impactos de asteroides, glaciaciones extremas o variaciones climáticas apenas afectan a los ecosistemas enterrados, que continúan su actividad en silencio. Esta capacidad de resistencia convierte a la vida profunda en un testimonio de la tenacidad biológica: mientras las formas complejas pueden extinguirse en la superficie, las comunidades microbianas del interior aseguran la continuidad del fenómeno vital, funcionando como un reservorio que garantiza que la vida nunca desaparezca por completo.
Parte IV: La dimensión espiritual de la persistencia
Más allá de lo biológico y de los datos científicos, muchas tradiciones religiosas y posturas filosóficas sostienen que la vida no se limita a lo físico. La vida espiritual se entiende como la fuerza superior que sostiene y da sentido a la existencia. En el cristianismo, se habla de la Providencia divina que mantiene la creación; en el hinduismo y budismo, del prana o energía vital que permea todo; en la filosofía griega, del alma como principio organizador; en cosmovisiones indígenas, de los espíritus y ancestros que velan por la continuidad de la naturaleza.
La mística y la exorcística han ofrecido lo que ellas llaman evidencia empírica: experiencias observadas en comunidades, transformaciones verificables en personas y registros históricos de fenómenos espirituales. Aunque no cumplen los criterios de la ciencia moderna, muestran que la vida espiritual se manifiesta en hechos concretos que las culturas consideran reales y transformadores. Desde esta perspectiva, la vida inferior —biológica— no se extingue porque la vida superior —espiritual— así lo decide. Lo material es reflejo de lo trascendente, y la persistencia de la vida se entiende como voluntad de lo espiritual que sostiene lo físico.
Las religiones y la filosofía han abordado la vida espiritual como un principio que trasciende lo material y otorga sentido a la existencia. En la tradición cristiana, la vida espiritual se concibe como participación en la vida divina, un camino hacia la unión con Dios que sostiene y orienta la creación. En el hinduismo, el prana es la energía vital que circula en todos los seres y conecta lo individual con lo universal; en el budismo, la vida espiritual se entiende como el proceso de liberación del sufrimiento mediante la iluminación. La filosofía griega, por su parte, consideraba el alma como el principio organizador que anima la materia y la dirige hacia su perfección. Estas visiones coinciden en que la vida espiritual no es un añadido, sino el fundamento que sostiene lo biológico.
Desde la filosofía espiritual, la vida se define desde lo superior y no desde lo inferior. Lo biológico y material son manifestaciones visibles de una realidad más profunda que las origina y las mantiene. La vida superior, entendida como espíritu, conciencia o energía trascendente, es la que da coherencia y continuidad al fenómeno vital. Así, lo físico no es autónomo, sino expresión de lo espiritual que lo guía. Esta perspectiva invierte el orden habitual: no es la materia la que produce la vida, sino la vida superior la que se manifiesta en la materia.
Meditar sobre el designio de la Providencia conduce a reconocer que la persistencia de la vida responde a un orden escatológico que trasciende lo humano y lo biológico. La Providencia, en la tradición cristiana, es la voluntad divina que sostiene el cosmos y dirige la historia hacia un fin. Desde esta visión, la existencia de ciclos naturales, la capacidad de la vida de resistir crisis y la armonía de los procesos biológicos no son casualidades, sino expresión de un plan superior. La vida persiste porque está inscrita en un designio que asegura su continuidad, incluso en medio de catástrofes o transformaciones radicales.
Cristo, al decir “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, revela la dimensión última de la existencia y coloca en sí mismo el fundamento de todo lo que persiste. No se trata de una afirmación simbólica aislada, sino de la proclamación de que la vida no se limita a lo biológico ni a lo material, sino que encuentra su raíz en lo eterno. Él se presenta como el camino porque es la vía segura hacia la plenitud, como la verdad porque encarna la realidad absoluta que sostiene todo lo creado, y como la vida porque es la fuente que da origen y sentido a la existencia finita. Cristo es el eterno logos cósmico.
En esta perspectiva, lo inferior —la vida biológica y material— no se extingue porque lo superior —la vida espiritual absoluta de Dios— la sostiene y la renueva. La persistencia de la vida en la Tierra, con sus ciclos de crisis y recuperación, con su resistencia en lo profundo y su capacidad de adaptación, es reflejo de este designio providencial: lo temporal se mantiene porque lo eterno lo fundamenta. Así, la vida relativa de los seres finitos, tanto biológicos como espirituales, se comprende como participación en la Vida absoluta, y la historia de la existencia se orienta hacia su consumación escatológica en la unión con Dios, donde lo transitorio encuentra su plenitud en lo eterno.
Las evidencias de la vida espiritual se encuentran en la mística, los exorcismos y las experiencias cercanas a la muerte (ECM). La mística ofrece testimonios de unión con lo divino, descritos con precisión fenomenológica por figuras como Teresa de Ávila o Rumi. Los exorcismos, documentados en diversas tradiciones, muestran fenómenos observables que las comunidades interpretan como manifestaciones de fuerzas espirituales. Las ECM, estudiadas en la modernidad, aportan relatos de personas que experimentan conciencia más allá de lo biológico, describiendo encuentros con luz, paz o presencias trascendentes. Estas evidencias no se ajustan a los parámetros científicos y constituyen testimonios que refuerzan la prueba de que la vida espiritual existe y se manifiesta en la experiencia humana, sosteniendo la persistencia de la vida más allá de lo físico.
El principio ontológico y metafísico sostiene que el ser eterno es el fundamento del ser finito, y que lo superior condiciona lo inferior y no al revés. En esta visión, la existencia material y biológica no es autónoma, sino manifestación de una realidad trascendente que la origina y la sostiene. A diferencia de la ontología inmanente de Nicolai Hartmann, que plantea que los estratos inferiores condicionan a los superiores, aquí se afirma desde la ontología trascendente que lo eterno —el espíritu, lo absoluto, lo divino— es la raíz que da coherencia y permanencia a lo temporal. La vida física, con todas sus transformaciones y fragilidades, se entiende como expresión de un orden superior que la dirige y la mantiene, garantizando que la persistencia de la vida no dependa únicamente de factores materiales, sino de la voluntad y la fuerza del ser eterno que la fundamenta.
En otras palabras, la vida no se reduce a su dimensión material y biológica, porque lo físico y lo finito no son autosuficientes. La Vida absoluta de Dios es la fuente y el fundamento de toda vida relativa, tanto la de los seres biológicos como la de los seres espirituales. Lo eterno sostiene lo temporal, lo superior condiciona lo inferior, y lo trascendente se manifiesta en lo inmanente. Así, la persistencia de la vida en la Tierra no depende únicamente de factores físicos o químicos, sino de la raíz última que la origina y la mantiene: el Ser absoluto, que garantiza que la vida nunca se extinga del todo, sino que se transforme y se renueve en cada etapa de la existencia.
Epílogo
La persistencia de la vida en la Tierra se revela como un fenómeno integral que no puede comprenderse únicamente desde la biología o la física, sino que exige una mirada que abarque lo científico, lo filosófico y lo espiritual. Desde los océanos primitivos que dieron origen a los primeros organismos microscópicos, pasando por las glaciaciones extremas que transformaron el planeta en una “bola de nieve”, hasta la resistencia silenciosa de los extremófilos en lo profundo de la corteza terrestre, la vida ha demostrado una capacidad inagotable de adaptación y supervivencia. La ciencia explica los mecanismos que permiten esta continuidad; la filosofía interroga el sentido de tal persistencia; y la espiritualidad afirma que la vida se sostiene porque una fuerza superior, eterna y trascendente, así lo dispone.
La comparación con Marte muestra que la vida no es un resultado automático de la materia: depende de condiciones físicas estables, pero también de una dimensión que trasciende lo material. La Tierra, a diferencia de su vecino árido, ha mantenido un equilibrio dinámico gracias a su atmósfera, su campo magnético y sus ciclos internos, pero también porque lo superior condiciona lo inferior. El principio ontológico y metafísico enseña que el ser eterno es fundamento del ser finito, y que la Vida absoluta de Dios es la fuente de toda vida relativa, tanto biológica como espiritual.
Así, la persistencia de la vida no se entiende solo como un fenómeno natural, sino como un designio providencial inscrito en el orden del cosmos. Lo material es reflejo de lo trascendente, lo biológico es manifestación de lo espiritual, y lo temporal se sostiene en lo eterno. La Tierra es, por ello, un ejemplo único de cómo lo biológico y lo espiritual se entrelazan para asegurar que la vida nunca desaparezca del todo, sino que se transforme y se renueve en cada etapa de su historia.
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