SENTIDO DE LA VIDA
Y METAFÍSICA
§8. El horizonte metafísico.
§9. El monismo inmanentista y la univocidad del ser. §10. Las soluciones
orientalistas. §11. No es un asunto meramente valorativo.
Todo derecho que no lleva consigo un deber,
no merece que se luche para defenderlo.
M. Gandhi
§. 8
El horizonte metafísico
Afirmar que el problema del sentido
de la vida no se resuelve en el descubrimiento de una oculta verdad metafísica
sino en al vida misma es, por consiguiente falso y descaminador.
Primero, porque esto equivale a
reducir la realidad del mundo a la existencia, cuyo vivir es un continuo
hacerse, pero el mundo se compone tanto de esencias
como de existencias. Segundo, porque
el existir mismo no es un descubrimiento sino una condición preontológica que
hace posible el descubrir mismo. Tercero, porque el problema del sentido de la
vida tiene una dimensión fenomenológica
y otra metafísica, como horizonte en
el cual la primera se da y desenvuelve. Cuarto, lo de “oculto” proviene de una
mala comprensión de la metafísica de las esencias que divorcia el mundo ideal
del mundo real. Esto yerro tiene su base en el mismo Aristóteles que la
emprendió contra el mundo de las ideas platónico, pero en verdad la esencia
aristotélica jamás pierde el contenido platónico. La nueva ontología de N.
Hartmann teme que la antigua ontología se quede sin tocar la esencia por
confundirla con el concepto, y en esto coincide con Heidegger, el cual lanza el
anatema contra la metafísica porque cree que desde Platón se toma el ser como
esencia, idea o concepto. El ser nunca es esencia de algo sin un ente. Hay que
librar al ser de su olvido nihilista. Pero la esencia es esencia no por ser
universal, sino que es universal porque es esencia (eidos). La verdad total nunca será posesión del concepto, lo cual
está dicho en la alegoría de la caverna. En este sentido, la única novedad
aristotélica es aportar el género específico al concepto. Para Aristóteles el
género es anterior y más conocido, y esto no es lógico sino metafísico, es el eidos platónico. Por lo demás,
Aristóteles no ofrece una doctrina formal del concepto, recoge lo de Sócrates y
Platón, quienes afirmaron que el concepto es universal, necesario y acopia lo
esencial. El concepto es una definición por género próximo (animal) y
diferencia específica (racional). La definición es un concepto específico, pero
nunca definió lo que era género o especie. Aristóteles repite que el concepto
recoge la ousía de la cosa, atribuye
al concepto una función predicativa y sugiere que si capta la esencia debe
corresponder a la verdad. De manera que todo el sentido de la metafísica
aristotélica sería levantarse desde la substancia singular concreta a la
substancia incondicionada del primer motor inmóvil. La realidad finita de las cosas y el hombre está
religada con el ser infinito[1]. En la
opinión que sometemos a crítica prima un nominalismo
que se queda con la substancia singular
concreta para descartar la substancia incondicionada.
Postura que caracteriza justamente a la filosofía de la modernidad tardía en su
extremo subjetivismo, voluntarismo, individualismo y sinsentido de la vida, la
cual rompe la religación del sujeto con el mundo y el ser. El logos de este
nominalismo subyacente es un puro formalismo y funcionalismo que deja al hombre
solo con su interpretación, hijo de su pensamiento e imaginación.
A propósito, el subjetivismo
medieval de un Abelardo, por ejemplo, no es relativismo ni perspectivismo
moderno, para el que no existe verdad absoluta y hace de lo verdadero mera
creación humana, el pueblo o el partido. Abelardo frenó el subjetivismo ético
al admitir normas objetivas, el hombre interpreta el ser pero no lo crea, no
duda de lo real sino de nuestro conocimiento de lo real. En otras palabras, su
nominalismo es distinto al nominalismo del siglo XIV. Con Scoto y Occam vuelve
el espíritu escéptico de Abelardo, pero se va más lejos al sostener, como
Antístenes, que sólo se conoce lo individual y no lo universal. Tampoco hay
universales en Dios, él sólo crea lo individual, las ideas son las cosas
individuales. Ya Occam se mueve en la visión naturalista de Aristóteles. En
temas científicos naturales destacan la estructura de la substancia material,
gravitación, caída, matemática de las latitudes formales y explicación del
movimiento sin referirlo a una conexión eidético-ontológica, quedando libre el
criterio cuantitativo dimensional de la naturaleza. Es decir, el nominalismo
del siglo XIV acentúa más lo individual y lo subjetivo, revelando una íntima
continuidad entre la edad media y la edad moderna, y presagia las ideas futuras
de Copérnico, Galileo y Descartes. En otros términos, ni la filosofía
escolástica es más que oscuridad ni la filosofía moderna es más que error. El
otoño de la edad media fue más maduro que la primavera renacentista y el estío
de la Ilustración, y sus frutos los dio durante el idealismo alemán.
En el rechazo de la dimensión metafísica del sentido de la vida se
ubica el fracaso de la asimilación de la categoría de lo posible de Kierkegaard, quien señaló la existencia como posibilidad que puede no ser. En cambio, la modernidad tardía proclama la soberanía
absoluta de la realidad finita, conciencia
puesta de relieve por el existencialismo; trivializa el carácter incierto de la existencia humana,
señalada por el pragmatismo; compensa con las creencias y el sentido común la falibilidad
esencial del conocimiento humano, destacado por el positivismo lógico; y se
regodea hedonísticamente en la realidad como totalidad imperfecta, que el espiritualismo, neocriticismo y realismo
señalaron. El resultado más general de toda esta disolución ha sido la traición
al impulso humano hacia la verdad. Y
en el corazón reptante del nihilismo de la modernidad tardía late pétreamente
el ronco estertor del escepticismo
dogmatizado. Pero, en realidad, la vida misma no puede encontrar su sentido sin
reconocer el horizonte metafísico en que se mueve, y el asunto es que la
modernidad tardía se ha quedado sin horizonte metafísico. Es por eso que el
problema del sentido de la vida tampoco puede primariamente ser un asunto
moral, porque la moral es parte de la visión del mundo y no al revés.
Personajes únicos, grandiosos, irrepetibles y suprahistóricos, como Sócrates,
Buda, Confucio y Jesús, con su afán de salvar a la humanidad provocaron una
nueva moral pero como consecuencia de sacudir los cimientos metafísicos del
sentido de la vida. No todos fueron filósofos pero sus enseñanzas son
susceptibles de ser vertidas en lenguaje filosófico. La finalidad primaria de
todos ellos es la salvación, ya sea por el saber, la liberación, el buen
gobierno o la fe. Su influjo inmenso y transformador sólo se puede medir porque
su significación trasciende la realidad histórica y representan una
extraordinaria realización de la condición humana.
§. 9
El monismo inmanentista y la univocidad del ser
Ahora bien, ¿se puede coincidir con
el nihilismo en su rechazo del absoluto que trasciende la vida misma, y
discrepar con él para ubicar lo sagrado en lo inmanente?
Esta solución secular del culto a
la humanidad y a la naturaleza tiene su precedente en el panteísmo. No es,
claro está, la postura de Confucio, quien deposita su confianza solamente en el
buen gobierno y en el amor al prójimo, razones por las cuales se ganó el
reproche de Lao Tsé por no fundarse en el tao. Tampoco es la de Buda, quien
confía en la liberación por el abandono del mundo desde el mundo y quien jamás
cedió a las preocupaciones metafísicas de su discípulo Ananda. Menos aun son
las posiciones asumidas por Sócrates y Jesús. Por lo demás, la profunda importancia
de lo inmanente, y no precisamente su sacralización, es lo característico de la
filosofía china. Ni siquiera en la filosofía india el panteísmo es la tendencia
predominante, donde el motivo principal de su pensamiento es elevarse sobre el
mundo para lograr la quietud de lo real verdadero. En cambio en el pensamiento
occidental el panteísmo ha tenido una gran importancia y especialmente desde la
modernidad, más precisamente con Spinoza y Schelling. Al respecto, no se puede
decir [2] que
Oriente y Occidente comparten la misma metafísica dualista entre lo material y
lo inmaterial, dualismo que es ahora en occidente entre “significado” y “mundo
sígnico”, porque dualismo no es toda contraposición entre dos tendencias
irreductibles entre sí, sino la explicación del universo desde dos principios o
realidades irreductibles. Así, se puede asumir una posición dualista en el
problema de la relación alma-cuerpo,
sin serlo en la explicación del universo. En cambio, sí se puede aseverar que
en el tercer milenio el pensar filosófico occidental marcha hacia la afirmación
de la “supervivencia genética y cultural” de la persona, más cercana al taoísmo
y al confucianismo de la filosofía china. Es decir, en el nihilismo de la modernidad tardía se reafirma un
inmanentismo de la realidad finita
estrechamente ligado a la pérdida de sentido de la vida. Pero esto ya no es un
dualismo sino un monismo inmanentista,
distinto al monismo místico de Plotino, al monismo cristiano y al monismo
panteísta de Spinoza y Schelling. Ahora bien, existe una diferencia entre un
panteísmo acosmista y un panteísmo ateísta, según se coloque el acento sobre
Dios o sobre el mundo. Este último puede estar de acuerdo, incluso, en
mundanizar lo sagrado para elevar al hombre, en vez de sacarlo de la vida hacia
un paraíso teológico o laico. Pero en realidad no sólo el primado de la
Naturaleza está en su base, sino que el principio profundo que la rige está en
el concepto de alienación. Esta establece una oposición irreconciliable entre
la existencia de Dios y la del hombre. Por eso reclama mirar nuestra existencia
humana antes que creer en reinos o ideales que le den sentido. Más aun sostiene
que lo eterno es ajeno a lo humano porque se basa en el desprecio del hombre
mismo. Afirmar a Dios es degradar al hombre como cosa u objeto. Esta es
precisamente la tradicional idea que se le ha atribuido a Hegel de que el
hombre se aliena mientras no se reconoce como absoluto, autónomo y autárquico.
Pero dicho supuesto parte del equívoco de la univocidad del ser, esencia misma del panteísmo, que no comprende
la existencia de Dios y coloca las dos existencias en el mismo orden. Para el
panteísta no podemos pensar el sentido de la vida sin mirar a la vida misma, y
esto es comprensible dentro de su criterio unívoco
del ser, pero la realidad es que el ser tiene un criterio multívoco y jerárquico, en cuya cúspide está un Dios trascendente
que no aliena a su criatura, la cual es libre pero no absolutamente.
De modo que la realidad finita humana es sierva no sólo de Dios
sino de muchas cosas, es un ser dependiente e independiente a la vez. La
existencia humana es una posibilidad de no
ser dentro de facticidades que la limitan. Pero esto no significa que sea
una imposibilidad radical, como
afirmaron Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre. Es decir, la libertad no coincide
con la necesidad y por tanto se no anula a sí misma, esto es, no se revive el
fantasma hegeliano de la reducción de la realidad finita a la realidad
infinita. En otras palabras, por el
criterio multívoco del ser la realidad
humana es libre pero no absolutamente, su existencia no está en el mismo orden
que la de Dios y por tanto la libertad del hombre -aunque sierva de Dios- es
libre ante Dios, y no colisiona con la libertad divina porque no es lo mismo la
determinación finalista y la
determinación causal física. Afirmar
lo contrario equivale a exagerar la omnipotencia y providencia de Dios, como lo
hace el pensamiento protestante. En este sentido, no es extraño leer a un autor
como Ortega[3] -que tiene un escaso sentido para los valores
religiosos trascendentales- al decir que la esencia humana es” estar
radicalmente desorientado”, vivir es “proyectar lo que vamos a ser” y frases
por el estilo, que nos retrotraen a la divinización autárquica hegeliana de la
naturaleza humana.
No hay duda que con Hegel cobra
vigor el pensamiento metafísico, pero la imagen tradicional de él le atribuía
que al borrar la distinción entre Dios y Mundo también hace naufragar la
realidad trascendente. Lo cual es equívoco. Y en este punto se puede ver
nítidamente que hasta el momento la modernidad tardía no ha realizado la
completa inversión del hegelianismo, ni lo hará, sometida como está al dictado
del reconocimiento del hombre como deus
in terris o diocesillo terrestre[4] porque
dicho principio hegeliano de alienación se sigue reproduciendo mal comprendido.
Aquí hay que decir lo siguiente. La aportación más importante a la concepción
filosófica del cristianismo de la doctrina de Dios y de la Trinidad proviene de
Hegel. La Iglesia en el Concilio Vaticano I (1870) en su énfasis por refutar el
tradicionalismo y el racionalismo, asoció a Hegel apresuradamente con el
panteísmo, pero la realidad es otra y más matizada. Hegel no ve a Dios como un
ser abstracto, que existe más allá del mundo concreto y de la autoconciencia
humana, sino que toda la realidad está determinado por el Espíritu que es Dios.
Lo específico del Espíritu de Dios es estar en el otro, lo cual no niega la
trascendencia de Dios en sí, es decir, antes de la creación del mundo y de los
hombres, pero aquí sólo sería Dios un concepto absoluto y por ende
insuficientemente definido. Dios va más allá de la generalidad de la pura idea
y en su vitalidad da lugar al proceso de su manifestación objetiva. Así, de la
generalidad de su primera forma del “reino del Padre” pasa a la objetividad de
su segunda forma del “reino del Hijo”, que involucra la creación del mundo y la
encarnación, con lo cual el “Hijo de Dios” no se circunscribe a Jesús de
Nazaret, sino que designa toda la “dimensión de la finitud”. Pero en la muerte
de Jesús culmina la “finalización de la conciencia” y en la Resurrección se
realiza el salto de la finitud en infinitud. Así la idea divina se cumple en la
realidad en el “Espíritu existente” de la “comunidad cristiana”. En otras palabras,
el Dios de Hegel no es una fuerza impersonal panteística, sino Dios personal
que encuentra su autocumplimiento en la autoconciencia que sintetiza la
“universalidad” y la “particularidad”. Y este aporte hegeliano no ha sido
recogido adecuadamente por la Iglesia, que aun en Concilio Vaticano I y
Concilio Vaticano II se mantiene aferrada a la visión teísta, trascendente,
lejana e imparticipada de Dios, lo cual
no responde a la historia concreta de la revelación de Dios y que omite su
entroncamiento con el destino humano. De manera que no hace falta otro Dios,
sino esclarecer al mismo Dios en una nueva imagen que haga ver la estrecha
conexión entre la trascendencia e inmanencia de Dios y su íntimo nexo con el
destino humano. La consecuencia de esta nueva imagen sería de inmediato
devolverle al hombre el protagonismo de su propia historia, haciéndolo rechazar
toda pasividad ante la autoridad y potenciando su lucha por un orden social
justo. Orden que brilla por su ausencia en la presente crisis desatada en
Europa y Estados Unidos por la megacorporaciones financieras, y cuyo peso de
una posible solución se hace recaer sobre los hombros de los inocentes
ciudadanos. Esta pobreza que nace del abuso no sólo debe pagarla el capital y
no los trabajadores, sino que será siempre recurrente dentro de un sistema cuyo
valor máximo no es la persona sino la ganancia.
Entonces, si lo más profundo del
problema del sentido de la vida es su dimensión metafísica en consecuencia se
puede afirmar que recuperar el sentido de la vida atraviesa por la recuperación
de la metafísica; pero recuperar la metafísica equivale a romper con el dios
inmanente, del idealismo panteísta, y con el criterio de univocidad del ser,
que está detrás de este concepto. Todo lo cual significa que la recuperación
del sentido de la vida en la modernidad tardía, exige dejar a ésta atrás su
supuesto fundamental: la autarquía absoluta de la realidad humana. Pero junto a
ésta superación se debe dar la reafirmación de la trascendencia, la cual
devuelve a Dios y a la criatura a sus respectivos órdenes
(eternidad-temporalidad). Pero esta reafirmación de la trascendencia carece de
sentido sin enfatizar la manifestación inmanente de Dios, lo que ennoblece la
lucha humana por divinizar la vida en la tierra. La trascendencia del paganismo
es alienante porque desestima el mundo de la inmanencia. En cambio la
trascendencia del cristianismo lejos de alienar a su criatura que es libre,
hace posible un humanismo con Dios, porque es una trascendencia que encuentra
en la inmanencia un lugar especial, a saber, el de la muerte y resurrección de
Dios mismo. De entre todos los entes, es el hombre la única criatura que se
plantea el problema de Dios, y es así porque él mismo tiene también, a
semejanza de su Creador, una dimensión inmanente y trascendente. Es parte de
los dos mundos y debe vivir ambos en conexión. Recortarlos es no sólo
regresionar al panteísmo unívoco, sino, desconocer que su vida sólo tiene pleno
sentido como finitud plantada en lo absoluto. Si Dios es una infinitud
enraizada en lo finito, el hombre es una finitud arraigada en lo infinito.
§. 10
Las soluciones orientalistas
Si bien cada vida es única y
singular sin embargo está inserta en una determinada tradición cultural. Hoy
estamos ante un viraje profundo: la globalización ha acercado muchas
tradiciones culturales, pero no se puede negar que también se está produciendo
un choque intercivilizatorio en el contexto de la reconfiguración del orden
mundial. Tanto es así que ya se comienza
hablar de una alianza euroasiática entre Rusia y China para detener el
hegemonismo norteamericano-europeo sobre Medio Oriente. Es decir, lejos de
aproximarse la homogenización entre las civilizaciones lo que se viene es una
eventual confrontación, tal como lo predijo hace un tiempo Samuel Huntington[5]. No
obstante, la agudización de la crisis de la razón universal ha hecho que muchos
occidentales adopten una solución oriental, ya sea taoísta, búdico o teosófico,
al sentido de la vida, como si la tradición cultural fuese una prótesis intercambiable.
También lo transcultural produce casos notables de desorientación de la propia
identidad cultural. La cuestión es aquí preguntarse sobre la legitimidad de
soluciones transculturales para el sentido de la vida. No es difícil adoptar
una tradición ajena a la propia, lo dificultoso es legitimarla en la propia
tradición vernácula contrapuesta. Las dificultades que esto entraña es la razón
por la cual se atribuyó el fracaso de la tradición oriental en suelo
occidental. Las condiciones de la vida occidental impidieron que el budismo y
el hinduismo florecieran como fenómenos espontáneos, y tuvieron que refugiarse
en pequeñas comunidades sin repercusión social.
Esto nos retrotrae a las agudísimas
reflexiones de Walter Schubart[6] cuando
escribe que existe una profunda antítesis entre Oriente y Occidente. Se trata
de dos tipos de almas con distinta profundidad metafísica. El de Occidente es antropocéntrico, tiene sed de
inmortalidad personal, asume la vida como única, tiene sed de ser. En cambio el
de Oriente tiene sed de no ser, cree en la reencarnación, aspira a la Nada y es
cosmocéntrico. El alma china es armónica, la hindú ascética, la
occidental heroica. No sabemos si llegarán algún día a sincretizarse o
permanecerán antípodas. Por su parte, la cultura occidental es heroica y tiene
una fase gótica y otra prometeica. Pero la era prometeica es ya vieja y
sobrevendrá la era del arquetipo mesiánico (amor y fraternidad). Pero para que
llegue la casa ecuménica hará falta una guerra mundial universal (¿o un
desastre apocalíptico?). Así, tenemos el caso de más de un siglo de
predicamento de la Sociedad Teosófica –estrechamente ligada a la masonería-,
impulsada por Mme. Blavatsky y Annie Besant y secundados por Leadbeater,
Sinnett, Arundale, Jinarajadasa entre otros, ha terminado en un minúsculo grupo
de miembros esparcidos por diversos países del mundo occidental pero sin mayor
repercusión, como los rosacruces, la antroposofía y demás sociedades secretas.
Su objetivo supremo era formar el núcleo de la fraternidad universal sin
distinción alguna, revelar que el alma es inmortal, compuesta de un cuerpo
mental, un cuerpo astral y un cuerpo físico, que puede recibir la ayuda de
Maestros supremos para lograr la evolución del hombre perfecto, investigar los
poderes latentes del hombre, el cual puede romper la cadena reencarnacionista
para existir con el cuerpo causal en la esfera de la realidad eterna. Esta
mezcla informe de hinduismo con el budismo, que combina filosofía, religión y
ciencia, lejos de proporcionar un sentido de la vida terminó no sólo en una
intrascendente diáspora de pequeñas sectas y mezquina lucha de egos, sino que
reproduce el mismo destino mágico-vulgar del gnosticismo del siglo II. El
gnosticismo es un tipo distinto de religiosidad de carácter cíclico y
egocéntrico, que implica una antropología, cosmología y soteriología que
enfatiza la importancia de lo intemporal. Termina aislando al individuo en un
solipsismo egoísta. Es además, un fenómenos general de la historia de las
religiones y no sólo compete a ciertos gnósticos paganos heréticos, hay también
gnosis cristianas ortodoxas (Orígenes, Clemente, etc.)[7]. La
teología doceta es de carácter gnóstica. Fue una secta cristiana de la
antigüedad que sostenía, como el orfismo y el pitagorismo, que la materia era
mala, baja e impura, por tanto Cristo no encarnó realmente, su cuerpo era
apariencia. Por ende, crucifixión, resurrección y ascensión fueron ilusorias.
El Corán, por ejemplo, acepta el docetismo y su cristología gnóstica. El
estudio del pensamiento orientalista, emprendido por ejemplo por Christian
Jambet[8], subraya
que la lógica de los orientales es una lógica de lo imaginal, la cual hace
sensible el otro mundo, lógica que tiene su inspiración en el neoplatonismo,
gnosticismo, docetismo y especialmente en el deseo de éxodo que se corresponde
con el ascenso del alma al mundo sutil. Ahora bien, la gran limitación del
neo-gnosticismo occidental actual, que en el fondo es un neo-docetismo, es no someter a crítica la idea gnóstica
dualista de la preexistencia del alma y de la materia, ésta última dotada de un
carácter maligno, sin lo cual el docetismo se derrumba. Lo que Puech, Jambet y
Corbin subrayan bien es que se trata de una aspiración a trascender el tiempo
por un esfuerzo de éxtasis personal, pero no llegan a advertir que por eso
mismo es una actitud racionalista (la mente humana por su propio esfuerzo se
eleva a Dios o a lo trascendente), que se condice con el secularismo de la
modernidad laica y descreída. Entonces, en medio de la imperante sociedad de la
sensación y hedonista posmoderna, la actitud existencial teúrgica, esotérica,
aristocrática y despreciativa del cuerpo condenaba a la gnosis al fracaso como
solución al sentido de la vida. Y una razón teológico-filosófica de fondo que
la aislaba de la tradición religiosa occidental era su negación de la
posibilidad de la teología de la encarnación.
En la sociedad moderna el hombre
arreligioso encuentra gran atracción por los misterios y lo oculto, pero las
organizaciones esotéricas son de una deplorable pobreza espiritual que tampoco
ayudan a espiritualizar su vida drásticamente desacralizada[9]. Entonces,
en la actualidad esta búsqueda de satisfacción de las necesidades religiosas
inhibidas se encuentra en la “religión a la carta”, las sectas, el sexo, el
dinero, el poder, las drogas, el fanatismo deportivo, los ídolos de la música
popular, el afán de novedades, entre otros. Pero todo esto deja vacio al
individuo porque no da cuenta de la íntima necesidad humana de transmutar el
sentido de la muerte. Toda vida humana auténtica busca una transmutación
espiritual que confiera a la muerte la función positiva de preparar un nuevo
nacimiento, y esto por lo general se conseguía a través de la religión y la
filosofía; pero toda vida humana inauténtica, si no opta por lo mágico e
idolátrico, suele desvirtuarse sumergiéndose en el tráfago de lo superficial,
contingente y eventual, cuando no en una confusa mezcla de ciencia y religión.
Desde un punto estrictamente
filosófico hay quienes sostienen, como Miguel Polo S.[10], que en
este fluir de lo cotidiano no todo es superficial y se puede desarrollar una
conciencia atenta a las cosas que uno piensa, siente y hace cuando están
ocurriendo, de manera semejante al retorno a la simplicidad del taoísmo, a la
captación de lo presente por el budismo zen y al autoconocimiento enseñado por
Krishnamurti. Y así Polo, apoyándose en estas tradiciones, contrapone la
“mirada atenta” a los marcos narrativos, las creencias y los valores. No hay
necesidad de recurrir a Dios ni a valores superiores que constituyen una evasión. La “vida atenta” basta para
construir un mundo feliz y armonioso con el otro. Afirma que es una forma de
vida y no un ideal, que está entre el racionalismo y el nihilismo. Sin embargo,
Polo deja sin fundamentación óntico-ontológica a la “mirada atenta”. Esta
mirada atenta que nos permite el autoconocimiento no sólo exige mucha energía
mental, sino que implica valores y marcos de referencia sobre los cuales juzgar
y discriminar. La “mirada atenta” no es una entelequia abstrusa, sino que está
signada por estructuras fenoménicas, existenciales, eidéticas y de valor que le
da sentido. Además, esta adhesión suya a la ilusoria experiencia de eternidad
presentada por Krishnamurti merece un breve comentario.
Primero, el Krishnamurti de Polo es
el Krishnamurti de José Russo[11], según la
cual éste es un redivivo Sócrates del “conócete a ti mismo”, en vez de
preconizar la unión del yo con el universo. Segundo, otra coincidencia con esta
ética de la autognosis, que Russo le atribuye a Krishnamurti, es su rechazo de
un Dios providente y omnipotente que limita nuestra libertad personal, y en
esto revela estar atrapado en el concepto hegeliano de “alienación”. Tercero,
considera que reencarnación y resurrección son racionalizaciones consoladoras
ante el temor a la muerte. Es decir, rechaza y carece de una teología de la
Encarnación. Cuarto, dice no rechazar lo inmanente ni lo trascendente pero se
trata de la trascendencia del ego hacia una trascendencia mayor, pero dentro de
lo inmanente. Su sentido unívoco del ser, propiamente panteísta, es
inocultable. De modo que Polo no logra salir de los marcos desacralizados y
descreídos de la cultura moderna, que paradójicamente coincide con el
inmanentismo atávico de la filosofía china y del budismo primigenio oriental.
Quinto, su vitalismo de autognosis preconiza disolvernos en conexión con el
cotidiano vivir, sin embargo no precisa cuáles son las estructuras de la
cotidianidad auténticas e inauténticas. Sexto, descarta que pueda haber una verdadera
mirada atenta creyendo en Dios. Y en esto, nuevamente, se muestra dependiente
de la categoría hegeliana de alienación.
En realidad, la filosofía moderna
sometió a la teología y a la ética a una crítica despiadada con la herramienta
de la razón. La visión mecanicista de Descartes llevó a prescindir de Dios, el
panteísmo de Spinoza ayudó a la secularización, la lógica del corazón de Pascal
fue un precario baluarte de la fe al prescindir de la razón, en Leibniz su Dios
plotiniano depende de la esencia divina, los enciclopedistas destronaron a Dios
como Juez providente y en su lugar colocaron a la humanidad, Hume pretendió
demostrar que la religión natural no es más que un sueño filosófico, Kant
consideró pelagianamente a la religión como moralidad, Schleiermacher
sabelianistamente rechazó la Trinidad, Hegel convirtió la Trinidad en
dialéctica del Espíritu Absoluto y es señalado por la Iglesia de disolver a
Dios en la inmanencia –más adelante veremos si esto es justo-, Nietzsche
declara la muerte de Dios por antivital, Kierkegaard rechaza la prueba objetiva
de la existencia de Dios, critica el concepto popular de Dios-amor y en el
centro de su fe coloca la paradoja de la Encarnación. La crisis tenía que
llegar a la teología tanto protestante como católica, así K. Barth afirma que
Dios sólo es cognoscible por la gracia y no por la razón natural, P. Tillich
estima que Dios es suprapersonal y el nuevo ser es el hombre divino, R. Bultmann
negará rotundamente lo sobrenatural, Robinson afirma que la teología debe ser
secularista; mientras que en el lado católico, Dewart sostiene que hay que
deshelenizar el dogma, Dupré considera que deben crearse nuevos símbolos
religiosos, Rahner pretende que el Dios inmutable puede hacerse otro que
deviene, y para Letter el hombre es el llegar a la unión hipostática de Dios.
Ahora es la visión cuántica la que pretende prescindir e Dios basados en la
hipótesis del multiverso, geometría no conmutativa, geometría cuántica, una
reconsideración del ajuste fino y una creación ex nihilo sin Dios. La estrategia es que a partir de temas
controvertibles de la cosmología actual se desahucie a la teología natural de
la cosmología moderna.
Ante tan pesado legado racionalista
y de crisis de la fe no es extraño, entonces, encontrar en el mismo orbe
occidental soluciones filosóficas que viren hacia la tradición oriental,
especialmente china, caracterizada por su tendencia a la armonía, pero a una
armonía fundamentalmente inmanente. Esto es lo que acontece en la propuesta
sino-orientalista de Polo, donde no hay el sentimiento gnóstico de la vida, con
su deseo de separarse del mundo material y ascender a lo Uno, pero se trata de
un constructivismo intuicionista de tendencia sino-orientalista, por el que
busca explicar el sentido de la vida adecuándolo a la doctrina de la vida
atenta. Predomina en él, muy occidentalmente, la hermenéutica desmitificadora de la sospecha sobre la hermenéutica remitificadora de la escucha,
pero sólo para rechazar el teísmo, pues la vía dorada de la vida atenta
implica la conexión con nosotros mismos, con los otros y con la
naturaleza. Sus elogios a la simplicidad
del Tao, que se traduce en la conciencia atenta del fluir de lo cotidiano, hace
pensar en una interpretación panteísta con su inseparable criterio unívoco del
ser. Cabe preguntarnos también en qué medida la ética del no hacer que implica
el taoísmo puede conciliarse con el espíritu prometeico del hombre occidental.
En todo caso habría que darle la vuelta a éste como a un guante, y esto, de por
sí, equivale ilusamente casi al cambio completo de su tradición cultural. Pero
también en Polo no hay una comprensión no religiosa de Dios, como la busca
Bonhoffer en su esfuerzo secularista,
sino, la ratificación de la “muerte de Dios”, en el sentido de la
desacralización del mundo cósmico e histórico. O sea, ratifica los pareceres de
Nietzsche (hundimiento definitivo de Dios en la historia), y de Sartre (pérdida
de la experiencia divina en nuestra época), y se distancia de las
interpretaciones sobre la muerte de Dios de un Hegel (muerte de Dios como un
elemento del proceso divino) o de un Lutero (padecimiento real de Dios en la
cruz de Jesús). Luego se ha sostenido que la crisis de Jesús en la cruz
representa la muerte eterna de Dios (Moltmann). Es decir, en Polo se excluye de
plano que la verdadera creencia en Dios, es decir, sin idolatría, implique una
mirada atenta al mundo. Así, su planteamiento ante el problema de Dios puede
entenderse también dentro del itinerario
que le ha tocado recorrer a la teología de Dios en el mundo occidental.
La teología de Dios demuestra que a
través de la historia la Revelación sobrenatural de la Palabra ha tenido que
luchar contra la secularización inmanente del pelagianismo y del monoteísmo
sabelianista. En consecuencia, por su asunción del panteísmo monista del
taoísmo se halla próximo al monoteísmo sabeliano y al inmanentismo pelagiano.
Esta extraña combinación es posible gracias a la migración a otra tradición
cultural-filosófica. Pero nos preguntamos, ¿qué tipo de reintegración con el
ser se puede pretender si el límite de la trascendencia es la trascendencia del
ego?, ¿cómo puede ser lo cotidiano una experiencia auténtica del vivir si
previamente no se han despejado sus estructuras inauténticas que la inundan?,
¿no constituye una evasión mayor, que
el Dios providente y los valores superiores, recurrir anatópicamente a una
tradición cultural extraña?, ¿una sociedad desarticulada y fragmentada está en
condiciones de emprender una “purificación de la mente” o de ser arrollada por
una “recolonización mental china”?, ¿a qué se religa la “actitud atenta” en un
contexto dominado por el egocentrismo y el narcisismo?, ¿puede la “vida atenta”
resolver el problema del sentido de la vida si se limita solamente a
posibilitar el sentido dejando a los demás la afirmación de instituciones con
sentido?, ¿acaso esta inacción social no lo hace caer en el ontologismo
abstruso, el moralismo infecundo y en el psicologismo estéril? Justamente por
ello, su esfuerzo no logra escapar de la perspectiva inmanentista de la
modernidad desacralizada y descreída. En este sentido, su propuesta no logra
salir de las garras egolátricas de una modernidad que expresa combatir. Como
vemos, la carencia o rechazo de la teología
de la Encarnación, que en el fondo refuta el sentido unívoco del ser,
conduce a una teosofía del ascenso del alma a lo Uno o a un inmanentismo
filosófico de lo verdadero como únicamente lo terrenal. En otros términos, si
las soluciones orientalistas al sentido de la vida en Occidente resultan
desarraigando al hombre de su propia tradición cultural, entonces profundizan
su alienación, ahondan la irracionalidad de la totalidad del sistema imperante,
presentan soluciones ilusorias al pretender la eternidad en la inmanencia,
resultan impracticables por exigir una fuerza mental que lo aíslan del cambio
efectivo del sistema social y termina acentuando la secularización de la
modernidad tardía y el olvido del ser en una inmanencia sin trascendencia
verdadera.
§. 11
No es un asunto meramente valorativo
¿Es el problema del sentido de la
vida básicamente un asunto valorativo? ¿Qué hay detrás del valor para que sea
posible darle sentido a la vida? ¿Por qué hay valores incapaces de suscitar una
vida con sentido? ¿De qué depende que un valor se convierta en sentido de una
vida? ¿Es lo mismo “sentido” y “valor”? ¿No es el “sentido” la dimensión previa
al “valor”? Si así fuese, el valor por sí solo sería capaz de llevarnos hacia
una vida con sentido, sin embargo, no lo es.
El sentido de la vida no es un
asunto primariamente valorativo, sino un problema ontológico del ser. Cambiar
el cartesiano “pienso, luego existo” por el existencialista “existo, luego
pienso” apenas varía la perspectiva subjetivista, porque la peculiar tendencia
de la cotidianidad del hombre es creer que su valor es el correcto. De modo que
el sentido de la vida no se resuelve con los valores, sino en el
esclarecimiento ontológico del valor mismo.
Alfonso López Quintás[12] estudia la
relación entre valores y sentido de la vida, es decir su perspectiva es
axiológica, pero en ella siguen en la oscuridad los fundamentos ontológicos de
los valores. Los valores por sí solos no son capaces de restituir el sentido de
la vida porque son determinaciones de una cosa, se adhieren a las cosas, se
asientan sobre la realidad de las cosas, se quedan en las determinaciones
ónticas de un ente.
Es necesario volver a sumergir la
reflexión sobre el valor en lo verdadero o existente, meditación por lo demás
de raíz platónica, mantenida a lo largo de toda la Antigüedad y la Edad Media.
Pues la reflexión autónoma sobre el valor, unida de la mano con la
reivindicación de la existencia finita,
dio importantes frutos pero terminó desconectando el valer del ser, dentro de
una anarquía axiológica consumada en el nihilismo de raíz relativista y
nominalista. Pero si el valor está unido al ser, entonces no puede ser sometido
a una arbitrariedad subjetiva, pues lo que posee más ser tiene la mayor
dignidad metafísica, es estimado y deseable, el ser es por antonomasia lo
deseable, aquello a que lo inferior aspira.
Esta es la concepción platónica del valor cuya
moderna investigación concibe el valor como algo absolutamente independiente de
las cosas, son entidades ideales, seres en sí, situados en una esfera
ontológica y metafísica independiente. El valor está ligado al ser. Es más,
Dios es el valor último y el valor supremo. Hombre y mundo son en el ser, la
verdad y el valor por Dios, encarnación del ser y el valor mismo. En cambio, al
no tomarse en cuenta el ser en su mayor dignidad metafísica el valor termina
secularizándose. De manera que el valor en su sentido original alude a Dios
mismo, quien hace posible los modos derivados del valor. Lo contrario es el
nominalismo ético, donde el valor depende del deseo o de los sentimientos de
agrado o desagrado. El valor se funda entonces en la subjetividad, en la
reducción de todos los valores de orden superior a los valores de orden
inferior. Scheler, con su “teoría de la apreciación”, representa una posición
intermedia entre el absolutismo y el nominalismo de los valores. El valor moral
está dado sólo en o mediante aquella
apreciación, cuando no es producido por ella.
Como se advierte la cuestión ética
es una trasposición de posturas gnoseológicas y metafísicas y, por ello, el
sentido de la vida no es un asunto primariamente valorativo, sino un problema
ontológico del ser. La profunda crisis espiritual que vive la humanidad
occidental, especialmente, no se resolverá con la asunción de valores si éstos
no van acompañados de una clara visión metafísica que los arraigue en Dios. La
vida misma no puede alcanzar su más alto sentido sencillamente abriéndose a los
valores, como supone López Quintás, porque el valor mismo puede ser tomado como
una preferencia subjetiva del individuo. Por eso hay que partir del
reconocimiento de las verdades eternas, fundadas en un sujeto absoluto llamado
Dios. De lo contrario se deriva hacia el subjetivismo de las verdad, donde sin
el hombre no hay verdad, sin descubrimiento no hay verdad. Es cierto, por
ejemplo, que las leyes de Newton se volvieron verdad por obra de su
descubrimiento, pero esto no significa que no fueran verdad antes que Newton
las hiciese accesibles. En otros términos, una cosa es la verdad para el
conocimiento y otra es la verdad como realidad. Es por esto que no se puede
decir que sin descubrimiento humano no hay verdad, la realidad es verdadera en
sentido ontológico aun cuando el
hombre no lo descubra. Verdad no sólo hay
hasta donde y mientras el hombre es, sino que la verdad es incluso sin el hombre. Volvemos a decirlo: Verdad en su sentido original alude a Dios mismo, el cual no
depende del hombre. Heidegger[13] advirtió
que no pertenece a Aristóteles la tesis de que el juicio o la proposición sea
el lugar original de la verdad, pero de aquí extrajo la conclusión errónea de
que era más bien el juicio el que se basa en el “estado de abierto” del dasein, cuando en su lugar se basa en el
estado de abierto de la realidad misma.
En una palabra, no es el hombre el que hace posible la verdad sino Dios mismo.
Sólo no tomando el valor como una preferencia subjetiva del individuo, sino, reconociendo que el ser de mayor dignidad metafísica es digno de ser estimado, es que es posible revertir el
sinsentido de la vida sobre la base de la disolución del olvido del ser en cuanto
ser. Suponer lo contrario ha conducido a la edificación de una vida y de un
mundo sin contenido ético, anético. Lo anético es una exacerbación de lo
pragmático en lo moral.
A propósito es preciso señalar que
es muy general afirmar que el hombre moderno se ha constituido en torno al
problema de emanciparse del dominio que ejercía la Iglesia como depositaria de
la verdad absoluta. Más preciso es destacar que el hombre moderno ha pugnado
legítimamente por una razón de ser y propósito del conocimiento basada en la
autonomía humana. Pero este esfuerzo ocultaba una lucha de base no contra Dios
sino contra la imagen demasiado teísta
de Dios.
En otros términos, el hombre
moderno es el que con mayor nitidez ha sentido la incompatibilidad de su
autonomía con la libertad absoluta de Dios, pero eso era debido a que la
Iglesia se mantuvo aferrada desde Nicea a una imagen demasiado absoluta,
lejana, remota, ahistórica de Dios, en vez de poner énfasis -incluso en la
praxis- en el mensaje del Dios encarnado y hecho hombre, en la mística activa
de Jesús. Lo que la voluntad
emancipatoria del hombre moderno reclama es una nueva imagen de Dios, más
histórica, inmanente y cercana al sufrimiento humano, demanda poner en práctica
la prédica de caridad activa Jesucristo, estar junto con el débil y el oprimido
en la edificación de un mundo mejor. En consecuencia, es más preciso decir que
el hombre moderno se constituye en torno al problema de emanciparse del dominio
que ejercía la imagen demasiado trascendente de Dios defendida por la Iglesia
como verdad absoluta. Pero existe además otro elemento que configura la
conciencia del hombre de la modernidad tardía y es el que está relacionado con
la conciencia apocalíptica suscitada por el calentamiento global y el cambio
climático. En medio de la hoguera del infierno que recalienta la tierra, Sloterdijk[14] ha
intentado mostrar que el hombre apocalíptico se ve así mismo como espectador
del Juicio Final. Partiendo de una fenomenología del espacio vivido parte de la
idea de que la esfera es el espacio humano por excelencia, comenzando por el
útero, la caverna, la redondez de la tierra y la globalización actual. Esto es
como decir que el hombre y su burbuja componen una unidad por antonomasia. Pero
la verdad es que no sólo en Grecia, sino en la India, China y en otras
civilizaciones esta burbuja varias veces ha estallado con la idea de un Dios
ordenador, un principio indeterminado (apeiron) o un Dios Creador. Lo cual no
invalida la esferología y sí, más bien, lleva a pensar en el impulso matricida de acabar con la esfera, salir
de ella, como si el hombre buscara una nueva adultez, un nuevo nacimiento, una
regeneración, una plena realización. No hay duda que el hombre tras su
pragmatismo encierra un hondo misticismo, signado en su impulso por la
regeneración y el nuevo nacimiento. Esto es ya asunto de la soteriología y la
escatología. Sin embargo, tras la ilusión de dominar la naturaleza, el hombre
contemporáneo es aprisionado por la sensación de encontrarse más a su merced
que nunca. Ahora es cuando es más fácil convencernos de que la “Naturaleza” no
es algo de lo que se puede hacer un uso arbitrario, pues la verdadera
naturaleza es una naturaleza salvaje, libérrima, autónoma.
El ideal baconiano de “arrancar a
la naturaleza sus secretos” y de hallar un nuevo paraíso en manos de la ciencia
está fracasando rotundamente. El concepto de “desarrollo sostenible” se ha
revelado como un error fatal, que demostró ser el talón de Aquiles de la Cumbre
de Río y de la estrategia de sostenibilidad. El círculo vicioso de
deforestación, erosión, destrucción de reservas de agua, emisión de gases
invernadero, sequías, hambrunas, nuevas epidemias desconocidas, asteroides que
se acercan peligrosamente, mercado que impera sobre la ciudadanía y la cortedad
de tiempo para encontrar en el breve plazo soluciones tecnológicas
imprevisibles a través de la geoingeniería, incrementa la convicción de que
se requiere un salto cuántico para evitar que la humanidad se convierta en la
plaga que destruya al planeta[15]. Entonces
se requiere la domesticación del horror expresada en las visiones apocalípticas
de Hollywood y en la explotación de los calendarios ancestrales, como el
calendario ritual maya que calcula la gran catástrofe de la humanidad para el
21 de diciembre del 2012. Cine, documental y literatura, lastimosamente no
inventan el tema del cambio climático, porque los casquetes polares y los
glaciares se derriten de verdad y de modo dramático. Y es que cuando la
esperanza se va agotando en un mundo sin Dios, entonces lo que queda es
acostumbrarse al desastre inminente de la crisis presente. Mientras que la
mentalidad apocalíptica del creyente es de carácter salvífica, la del hombre
nihilista es perdicionista,
autoaniquiladora y nadificante, en una palabra mefistofélica.
[1]
Cf. Alberto Wagner de Reyna, El concepto
de verdad en Aristóteles, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza 1951. Para
el autor lo lógico y lo real son diversos –no están en el mismo plano
ontológico- pero idénticos en el sentido de la verdad, esto es, del
conocimiento como captura del ser en su descobertura.
[2]
Como lo hace Rom Harré en su libro 1000
años de filosofía, Santillana, Madrid, 2008.
[3]
Ibid, 29, 44.
[4]
Véase mi libro: Nihilización del deus in
terris, IIPCIAL, Lima, 2008.
[5]
Samuel Huntington, El choque de
civilizaciones, Paidós, Madrid, 1997.
[6]
Walter Schubart, Europa y el alma de
Oriente, Ed. Poblet, B. Aires, 1947.
[7]
Cf. Henri Charles Puech, En torno a la
gnosis, Taurus, Madrid, 1982. .
[8]
Christian Jambet, La lógica de los
orientales. Henry Corbin y la ciencia
de las formas, FCE, México, 1989.
[9]
Cf. Mircea Eliade, Iniciaciones místicas,
Taurus, Madrid, 1984.
[10]
Miguel Polo Santillán, Indagaciones sobre
el sentido de la vida, UIGV, Lima, 2011.
[11]
José Russo Delgado, Krishnamurti. Los
grandes temas. UNMSM, Lima, 2002.
[12]
Alfonso López Quintás, El sentido de la
vida, Revista Consensus, UNIFE,
vol. 11, nº 1, Lima, 2006.
[13]
M. Heidegger, Ser y tiempo, FCE,
México, 1993, p. 240.
[14]
Cf. P. Sloterdijk, Esferas III: espumas,
esferología plural, Siruela, 2006.
[15]
La idea del hombre como ser decadente y animal enfermo (Lessing, Klages, Daqué,
Frobenius, Spengler) encuentra actualmente desarrollo en la obra de Ricardo
Paredes Vasallo, La Plaga Humana (Pies
de Plomo, Lima 2008), desastre que lo asocia con la creencia en Dios y cree
encontrar la solución en la idea rousseauniana de retorno a la naturaleza. Sin
embargo, cabe preguntarnos si estamos preparados para dicho “retorno”, qué
garantiza que no iniciaríamos un nuevo ciclo “destructor”, bajo qué parámetros
conceptuales puede este “nuevo hombre” sin Dios dejar de ser una “plaga”. Lo
que a esta tesis le sobra de destructora le falta de constructora.
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