PRÓLOGO
El sentido de la vida es un asunto profundamente existencial
y no meramente de elucubración teórica. El hombre es la única criatura que
tematiza el sentido de su vida y la pérdida de la misma está relacionada con la
pérdida de la esperanza. El siglo veintiuno despierta desarrollando en un
espacio ilimitado el capitalismo cibernético, esto es, de un sistema que
promueve el desarrollo parcial del individuo y que su avance resulta destructor
para el hombre y su autorrealización integral. Los datos demuestran que el
alcoholismo, suicidio y homicidio han sido superados por la adicción a las
drogas, esto es, por el tipo de vicio que es el prototipo de la huída al
sentido de la vida. La prosperidad económica del mundo occidental no ha podido
ocultar su fracaso y el serio desequilibrio espiritual que padece el hombre en
un mundo que coloca la ganancia sobre la dignidad, el precio sobre la persona, la
utilidad sobre la justicia, el tener sobre el ser. Pero este serio
desequilibrio se agrava, porque al no conseguirse la felicidad por medios
materiales, entonces, la presente cultura sin fe, Dios, ni religión, la busca
desesperadamente en el placer, el éxito y la vida sin sentido.
Nunca como antes la vida sin sentido ha sido tan
indispensable para el hombre a lo largo de su historia. Pero ésta lo deja
exánime, sin esperanza, propósito, ni ideal superior. La cultura del sin
sentido de la vida es producto de la “muerte de Dios” y hermana de la “muerte
de lo humano”. Una sociedad que vive de espaldas a las verdaderas necesidades
del hombre tenía que extraviar el sentido de la vida y así lo ha hecho. El
consumismo capitalista ha distorsionado las necesidades profundas del hombre. Y
si tuviéramos que señalar cuál de sus necesidades intrínsecas ha sufrido mayor
daño, entre todas, se tendría que decir que es la decisiva necesidad de trascendencia. Equivocadamente la
modernidad tergiversó esta necesidad como una alienación y evasión del mundo,
no sin razón debido al apego de la Iglesia a la imagen demasiado teísta de
Dios, pero la trascendencia del hombre de la cultura cristiana y del Evangelio
no es evasión ni alienación con el mundo, sino, al contrario, lucha a brazo
partido por el bien en el mundo. Y ciertamente que esta verdad esté saliendo a
la luz tardíamente en medio del avanzado declive de la descreída civilización
occidental.
Con esto no se afirma superficialmente que se trata de una
crisis religiosa más, de una crisis de fe, sino, por el contrario, detrás de
esta crisis de fe está una crisis de religación, es una crisis ontológica de unión entre lo
trascendente y lo inmanente, sin lo cual ni el mundo de arriba ni el mundo de
abajo se reivindican. En otras palabras, en medio del avance de la cultura del
sin sentido de la vida, estamos ante la urgencia de un cambio no de Dios, sino
de la imagen de Dios, encarnado, evangélico, histórico y que celebra la
libertad responsable del hombre. Por ello, trascender
para el hombre no es dar la espalda al mundo y adaptarse a un imperativo
divino, eso no es, por el contrario, es reconocer que el hombre sigue siendo un
fin en sí mismo para Dios y jamás transigirá en convertirlo en un medio para fines
impersonales y externos. De modo que lo que aliena al hombre no es el
Crucificado del Evangelio, sino, un sistema que convierte al hombre en
instrumento de un gigantesco mecanismo económico impersonal. La barbarie
civilizada del presente, que termina deificando a las máquinas y empobreciendo
al hombre, devora el sentido de la vida en medio del dominio de las cosas, la
desintegración social, la frustración humana, la pobreza espiritual, la tiranía
económica, el triunfo del hombre masa, el impersonalismo, la propaganda, la
decadencia y el egoísmo. Muere el humanismo
y sobrevive un elemental hominismo,
triunfa la antropotecnia y la esclavización mental del hombre. En otras palabras el enfoque debe
calar más hondo que el de las teologías de la praxis y dirigirse hacia el
fundamento ontológico que está en crisis. Y esto es debido a que aun cuando el
fundamento ontológico permanezca inalterable, sin embargo nuestra relación con
el mismo sufre un deterioro.
El título de este libro Vida
sinsentido y olvido de Dios no expresa algo que sea evidente por sí mismo. Son
dos cosas aparentemente sin relación y por ello es un título que requiere
previamente de una explicación. Los testimonios de nuestro tiempo sobre
experiencias del sinsentido de la vida son a menudo demasiado individualistas y
personales, y hasta demasiado contradictorios, como para que nos permitan
obtener una idea fiable sobre el olvido del ser y de Dios. No basta con
reconocer que el hombre es una inmanencia con una dimensión trascendente. De lo
que se trata es de indagar por qué esa inmanencia ha terminado en la
civilización occidental por dar la espalda a la trascendencia, a lo religioso y
a Dios, para enconchabarse en una inmanencia se autodestruye, sin sentido de lo
divino, en una afirmación de la vida y del mundo sin contenido ético.
Para mí el actual desquiciamiento de la libertad humana es resultado
de una finitud que se ahonda en el
olvido de la trascendencia, la misma que refleja el olvido de Dios. Esto es, es
un fenómeno metafísico de olvido del ser que acontece en el meollo mismo de la
finitud humana y cuya manifestación existencial más fundamental es el olvido de
Dios. El olvido religioso de Dios se refleja en el olvido filosófico del Ser y
en el olvido normativo del Bien, lo cual es consecuencia de una idea errónea
sobre la imagen de Dios, y por tanto habiéndose puesto demasiado énfasis en la dimensión trascendente de Dios se
terminó por relegar y divorciar injustificadamente la dimensión inmanente del hombre respecto a Dios y de Dios respecto
al hombre. En otros términos, el sinsentido de la vida en la civilización cristiana
occidental es consecuencia de una imagen errónea de Dios, que terminó
divorciando al hombre de la divinidad y convirtiendo su libertad en una
necesidad vacía ineluctable.
Lo que se requiere no es un nuevo Dios, sino una nueva imagen
de Dios, unido a la libertad humana y a la historia, que sirva de base para la
recuperación del sentido de la vida. Y esta nueva imagen de Dios no deberá ser
demasiado teísta, como lo ha venido siendo, no deberá poner el énfasis
solamente en su dimensión trascendente, sino, también, en su dimensión
inmanente, en su nexo inextricable que tiene con el destino humano. Sólo así el
hombre podrá recuperar la dimensión inmanente de Dios, su propia dimensión
trascendente, unir su libertad a Dios, es decir, a ninguna necesidad
inevitable, y dirigir responsable e inteligentemente su protagonismo histórico.
Esto no contradice ni empobrece el misterio del ser, la encarnación, la
teodicea, la soteriología, ni la escatología, al contrario, la potencia, porque
tiene que ver con la importancia que tiene la realidad humana para la
divinidad. En este sentido hay que diferenciar las dimensiones en que se
manifiesta el sinsentido de la vida, a saber, el ontológico, ético, social,
antropológico y religioso. Lo primero afecta la actitud de lo finito ante lo
infinito, el segundo a la vida normativa afirmativa, el tercero a la vida
comunitaria solidaria, el cuarto al destino de la existencia y el quinto a la
religación con una Persona providente. Todas estas dimensiones están
entrelazadas, en relaciones entrecruzadas pero jerarquizadas, y cuando la
dimensión religiosa sufre un cambio ésta afecta a todas las demás. Cuando todas
estas manifestaciones de malestar, que llamaremos ontológico-fenomenológicas, se reúnen en una sola se produce
entonces un fenómeno histórico-antropológico de profunda raíz metafísica que se
llama nihilismo integral. El
nihilismo integral es la síntesis inusitada en uno solo del escepticismo moral, gnoseológico y metafísico. Este
nihilismo nace, en realidad, como reacción a una imagen de Dios demasiado
teísta, trascendente y remota. Y esto es justamente lo que caracteriza a la
cultura posmoderna de la actualidad. No es casual que la profunda y grave
crisis espiritual de nuestro tiempo relativista, hedonista y pragmático sea
equivalente a la honda crisis espiritual de la civilización cristiana de
Occidente. Una muy ingeniosa salida de la nihilista
finitud inmanente para borrar a Dios del horizonte pensar y del sentir ha
sido subsumirlo por debajo del problema del ser y declararlo un ente entre los
demás entes, donde pensar lo divino representa un pensar ontoteológico y no un
pensar ontológico fundamental. Juicio erróneo basado en un criterio de univocidad metafísica cuando lo que
exige la realidad de Dios es el criterio metafísico de analogía. Dios no es un ente entre los demás entes, es lo que
fundamenta a los entes.
Nuestra cultura se está descristianizando aceleradamente,
porque en el fondo pide una nueva imagen de Dios, no un nuevo Dios, y este proceso
va siendo acompañado de una pérdida constante del sentido de la vida. Es como
si la Razón y la Ciencia también resultasen insuficientes para dar cuenta de
las necesidades profundas de la condición humana. Esto nos remite a la antigua
constatación de que la religión es importante para darle sentido a la vida.
Pero lo que pulula entre el espíritu alicaído de la posmodernidad es el retorno
a los brujos, al paganismo, al panteísmo, al politeísmo, al esoterismo, la
magia y el sincretismo a la carta. La sed espiritual está viva, pero lo que experimentamos es un retroceso espiritual en lo
concerniente a la pedagogía divina y al sentido de lo divino. En este contexto
la religión, siendo importante, no basta para darle sentido a la vida por el
enorme extravío religioso imperante. Las respuestas racionalistas o laicas
tampoco resultan satisfactorias. Es evidente que estamos ante la negación
nihilista del olvido del ser, que ya era anunciada con la predicada muerte de Dios. Pero lo que ha muerto es
la imagen teísta de Dios, esa imagen lejana y remota, pero no Dios. De ahí que
sea necesario tomar conciencia de que el sinsentido de la vida está estrechamente
unido a la crisis de esa imagen de Dios y al olvido del ser. Olvido que, por
cierto, se acentúa en el final de los tiempos.
Pero todo nos esto lleva también a enfatizar que la dimensión
religiosa no sólo es cuestión de fe, la fe del carbonero de la que hablaba
Unamuno ha quedado atrás, y no tanto por la alfabetización y educación
universal de la mayor parte de los habitantes del planeta, sino porque una fe
no ilustrada se vuelve árida, se estanca y se marchita. La fe es fruto delicado
que requiere cuidado y maduración. Es falso que la fe no admita dudas, al
contrario, la mayor prueba de la fe es la duda y la duda admitida. El hombre
religioso que no duda se vuelve fanático, y el que se deja arrastrar por la
duda termina perdiendo a Dios. La duda atemperada por la fe evita el
escepticismo y la fe acerada por la duda elude el irracionalismo. Por ello, aunque
sólo con santidad se puede ser salvo, también de pensamiento, conocimiento y
sabiduría se nutre la fe religiosa. Sin conocer el universo de la religión no
se puede amar más a Dios ni comprender el esplendor del misterio divino. Y esto
es justamente lo que requiere la racionalista y cientificista cultura descreída
de la posmodernidad como también la Iglesia demasiado teísta. La herencia
antirreligiosa de la Ilustración es todavía bastante fuerte. No obstante, sería
ingenuo creer que el reloj de la historia pueda ser retrocedido hacia una nueva
Edad Media. De eso no se trata, por el contrario, lo que se busca primero es
traer a la conciencia el hecho de la íntima proximidad entre el sinsentido de
la vida y el olvido de Dios, equivalente al olvido del ser. Y segundo, indagar
y promover la inquietud de luchar por el bien temporal, que resulta directamente
de una nueva imagen de Dios, que es Cristo encarnado, más enlazado con el
destino humano. Es necesario volver la mística activa de Jesús en un Occidente
sin espiritualidad ni interioridad, que representa una afirmación del mundo y
de la vida sin contenido ético. Sólo una nueva asunción religiosa entendida a
la vez como fe y sabiduría, trascendencia e inmanencia, puede liberar al hombre
de las restricciones del racionalismo, de las liberalidades del escepticismo
nihilista y del conservadurismo de la Iglesia.
En estos tiempos de nudos gordianos este libro se parece a un
arma de fuego, con una estructura en cuatro partes. La primera es breve como un
gatillo, compendia importantes cuestiones preliminares como la diferencia entre
fenomenología y metafísica del sentido de la vida y culmina en la explicación
de la vida como objeto metafísico. La segunda es como la mirilla que precisa el
objetivo, se explaya sobre los efectos del nihilismo en la modernidad tardía
como expresión de una vida sin sentido. La tercera es el cañón del adminículo,
donde se entra en discusión con las soluciones inmanentistas, panteístas,
orientalistas y valorativas del sentido de la vida. Y la última constituye la
munición pretendidamente mortal, aborda la dimensión religiosa en relación con
el mal radical, la idea de Dios y el Final de los Tiempos. En última instancia,
aun cuando cualquier discurso sobre Dios sea analógico, en tiempos de
tribulación Dios aparece solidario al hombre para liberarlo de las tinieblas
del escepticismo. Esto es lo que se percibe en la conclusión, la fumarada que
deja el disparo, que la nueva imagen de Dios de íntimo entroncamiento con el
destino humano puede acabar con la errónea impresión de su lejanía con la
historia humana y puede devolverle al hombre un protagonismo responsable de su
destino terrenal.
En realidad son inauditos los efectos revolucionarios que
significaría volver a la imagen del Jesús evangélico a través de una nueva
imagen de Dios para nosotros,
histórica e inmanente al mundo. Y esto ya lo subrayaron en la década de los
sesenta y setenta las teologías de la praxis, pero lo que no esclarecieron –por
tratarse de otra época- fue la condición ontológica existencial que dificulta
que el hombre del capitalismo cibernético pueda recuperar el sentido de lo
divino y descubrir una vida con sentido. El hombre occidental se ha
desespiritualizado por efecto de una divinidad percibida como demasiado
trascendente, teísta, lejana, inmutable, en
sí y para sí. Esto ha sido casi determinante en la desacralización del
mundo y el sinsentido de la vida. El mundo de hoy clama volver a ser
sacralizado, pero por la presencia de un Jesucristo vivo y terrenal, que está
junto al necesitado y al que sufre. Ya no se trata del otrora temor eclesial de
declarar que la trascendencia de Dios se volvió inmanente con Cristo, por las
imprevisibles consecuencias políticas y revolucionarias que traería un Jesús
que camina junto con el oprimido y que como los Profetas lucha por un orden
social justo, sino de lo que se trata ahora es del avance casi incontenible de
un mundo luciferino que se consolida y que exige, de quienes no arrían las
banderas del humanismo, de la esperanza y de la fe, una lucha activa por el
bien en el mundo en medio de estos tiempos finales para la civilización
occidental.
Gustavo Flores Quelopana
Lima, Salamanca 28 de abril 2012
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