CRITICA A LAS SOLUCIONES ORIENTALISTAS
DEL SENTIDO DE LA VIDA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Antes que nada es necesario precisar que una cosa es la solución oriental al sentido de la vida y otra muy distinta la solución orientalista del sentido de la vida. La primera es orgánica a la cultura oriental, la segunda es inorgánica a la cultura occidental. Por eso, si bien cada vida es única y
singular sin embargo está inserta en una determinada tradición cultural. Hoy
estamos ante un viraje profundo: la globalización ha acercado muchas tradiciones
culturales, pero no se puede negar que también se está produciendo un choque
intercivilizatorio en el contexto de la reconfiguración del orden mundial. Tanto es así que ya se comienza hablar de una
alianza euroasiática entre Rusia y China para detener el hegemonismo
norteamericano-europeo sobre Medio Oriente.
Es decir, lejos de aproximarse la
homogenización entre las civilizaciones lo que se viene es una eventual
confrontación, tal como lo predijo hace un tiempo Samuel Huntington[1].
No obstante, la agudización de la
crisis de la razón universal ha hecho que muchos occidentales adopten una
solución oriental, ya sea taoísta, búdico o teosófico, al sentido de la vida,
como si la tradición cultural fuese una prótesis intercambiable. También lo
transcultural produce casos notables de desorientación de la propia identidad
cultural. La cuestión es aquí preguntarse sobre la legitimidad de soluciones
transculturales para el sentido de la vida. No es difícil adoptar una tradición
ajena a la propia, lo dificultoso es legitimarla en la propia tradición
vernácula contrapuesta. Las dificultades que esto entraña es la razón por la
cual se atribuyó el fracaso de la tradición oriental en suelo occidental. Las
condiciones de la vida occidental impidieron que el budismo y el hinduismo
florecieran como fenómenos espontáneos, y tuvieron que refugiarse en pequeñas
comunidades sin repercusión social.
Esto nos retrotrae a las agudísimas
reflexiones de Walter Schubart[2] cuando
escribe que existe una profunda antítesis entre Oriente y Occidente. Se trata
de dos tipos de almas con distinta profundidad metafísica. El de Occidente es antropocéntrico, tiene sed de
inmortalidad personal, asume la vida como única, tiene sed de ser. En cambio el de Oriente tiene sed
de no ser, cree en la reencarnación,
aspira a la Nada y es cosmocéntrico.
El alma china es armónica, la hindú
ascética, la occidental heroica. No sabemos si llegarán algún día a
sincretizarse o permanecerán antípodas. Por su parte, la cultura occidental es
heroica y tiene una fase gótica y otra prometeica. Pero la era prometeica es ya
vieja y sobrevendrá la era del arquetipo mesiánico (amor y fraternidad). Para
que llegue la casa ecuménica hará falta una guerra mundial universal (¿o un
desastre apocalíptico?).
Como ejemplo de la reducida
repercusión de la soluciones orientalistas en suelo occidental tenemos el caso
de más de un siglo de predicamento de la Sociedad Teosófica –estrechamente
ligada a la masonería-, impulsada por Mme. Blavatsky y Annie Besant y
secundados por Leadbeater, Sinnett, Arundale, Jinarajadasa entre otros, ha
terminado en un minúsculo grupo de miembros esparcidos por diversos países del
mundo occidental pero sin mayor repercusión, como los rosacruces, la
antroposofía y demás sociedades secretas. Su objetivo supremo era formar el
núcleo de la fraternidad universal sin distinción alguna, revelar que el alma
es inmortal, compuesta de un cuerpo mental, un cuerpo astral y un cuerpo
físico, que puede recibir la ayuda de Maestros supremos para lograr la evolución
del hombre perfecto, investigar los poderes latentes del hombre, el cual puede
romper la cadena reencarnacionista para existir con el cuerpo causal en la
esfera de la realidad eterna.
Esta mezcla informe de hinduismo
con el budismo, que combina filosofía, religión y ciencia, lejos de
proporcionar un sentido de la vida terminó no sólo en una intrascendente
diáspora de pequeñas sectas y mezquina lucha de egos, sino que reproduce el
mismo destino mágico-vulgar del gnosticismo del siglo II.
El gnosticismo es un tipo distinto
de religiosidad de carácter cíclico y egocéntrico, que implica una
antropología, cosmología y soteriología que enfatiza la importancia de lo
intemporal. Termina aislando al individuo en un solipsismo egoísta. Es además,
un fenómenos general de la historia de las religiones y no sólo compete a
ciertos gnósticos paganos heréticos, hay también gnosis cristianas ortodoxas
(Orígenes, Clemente, etc.)[3]. La
teología doceta es de carácter gnóstica. El docetismo fue una secta cristiana
de la antigüedad que sostenía, como el orfismo y el pitagorismo, que la materia
era mala, baja e impura, por tanto Cristo no encarnó realmente, su cuerpo era
apariencia. Por ende, crucifixión, resurrección y ascensión fueron ilusorias.
El Corán, por ejemplo, acepta el docetismo y su cristología gnóstica.
El estudio del pensamiento
orientalista, emprendido por ejemplo por Christian Jambet[4], subraya
que la lógica de los orientales es una lógica de lo imaginal, la cual hace
sensible el otro mundo, lógica que tiene su inspiración en el neoplatonismo,
gnosticismo, docetismo y especialmente en el deseo de éxodo que se corresponde
con el ascenso del alma al mundo sutil. Ahora bien, la gran limitación del
neo-gnosticismo occidental actual, que en el fondo es un neo-docetismo, es no someter a crítica la idea gnóstica
dualista de la preexistencia del alma y de la materia, ésta última dotada de un
carácter maligno, sin lo cual el docetismo se derrumba. Lo que Puech, Jambet y
Corbin subrayan bien es que se trata de una aspiración a trascender el tiempo
por un esfuerzo de éxtasis personal, pero no llegan a advertir que por eso
mismo es una actitud racionalista (la mente humana por su propio esfuerzo se
eleva a Dios o a lo trascendente), que se condice con el secularismo de la modernidad
laica y descreída.
Entonces, en medio de la imperante
sociedad de la sensación y hedonista posmoderna, la actitud existencial
teúrgica, esotérica, aristocrática y despreciativa del cuerpo condenaba a la
gnosis al fracaso como solución al sentido de la vida. Y una razón
teológico-filosófica de fondo que la aislaba de la tradición religiosa
occidental era su negación de la posibilidad de la teología de la encarnación. Sin teología de la
Encarnación no existe posibilidad para el gnosticismo de reivindicar la
materia, lo terrenal y lo inmanente.
En la sociedad moderna el hombre
arreligioso encuentra gran atracción por los misterios y lo oculto, pero las
organizaciones esotéricas son de una deplorable pobreza espiritual que tampoco
ayudan a espiritualizar su vida drásticamente desacralizada[5]. Entonces,
en la actualidad esta búsqueda de satisfacción de las necesidades religiosas
inhibidas se encuentra en la “religión a la carta”, las sectas, el sexo, el
dinero, el poder, las drogas, el fanatismo deportivo, los ídolos de la música
popular, el afán de novedades, entre otros. Pero todo esto deja vacio al
individuo porque no da cuenta de la íntima necesidad humana de transmutar el
sentido de la muerte. Toda vida humana auténtica busca una transmutación espiritual
que confiera a la muerte la función positiva de preparar un nuevo nacimiento, y
esto por lo general se conseguía a través de la religión y la filosofía; pero
toda vida humana inauténtica, si no opta por lo mágico e idolátrico, suele
desvirtuarse sumergiéndose en el tráfago de lo superficial, contingente y
eventual, cuando no en una confusa mezcla de ciencia y religión.
Desde un punto estrictamente
filosófico –aunque orientalista- hay quienes sostienen, como Miguel Polo Santillán[6], que en
este fluir de lo cotidiano no todo es superficial y se puede desarrollar una
conciencia atenta a las cosas que uno
piensa, siente y hace cuando están ocurriendo, de manera semejante al retorno a
la simplicidad del taoísmo, a la captación de lo presente por el budismo zen y
al autoconocimiento enseñado por Krishnamurti. Y así Polo, apoyándose en estas
tradiciones, contrapone la “mirada atenta” a los marcos narrativos, las
creencias y los valores. Para él no hay necesidad de recurrir a Dios ni a
valores superiores que constituyen una evasión.
La “vida atenta” basta para construir un mundo feliz y armonioso con el otro.
Afirma que es una forma de vida y no un ideal, que está entre el racionalismo y
el nihilismo.
Sin embargo, Polo deja sin
fundamentación óntico-ontológica a la “mirada atenta”. Esta mirada atenta que
nos permite el autoconocimiento no sólo exige mucha energía mental, sino que
implica valores y marcos de referencia sobre los cuales juzgar y discriminar.
La “mirada atenta” no es una entelequia abstrusa, sino que está signada por
estructuras fenoménicas, existenciales, eidéticas y de valor que le da sentido.
Además, esta adhesión suya a la ilusoria experiencia de eternidad presentada
por Krishnamurti merece un breve comentario.
Primero, el Krishnamurti de Polo es
el Krishnamurti de José Russo[7], según la
cual éste es un redivivo Sócrates del “conócete a ti mismo”, en vez de
preconizar la unión del yo con el universo. Segundo, otra coincidencia con esta
ética de la autognosis, que Russo le atribuye a Krishnamurti, es su rechazo de
un Dios providente y omnipotente que limita nuestra libertad personal, y en
esto revela estar atrapado en el concepto hegeliano de “alienación”. Tercero,
considera que reencarnación y resurrección son racionalizaciones consoladoras
ante el temor a la muerte. Es decir, rechaza y carece de una teología de la
Encarnación. Cuarto, dice no rechazar lo inmanente ni lo trascendente pero se
trata de la trascendencia del ego hacia una trascendencia mayor, pero dentro de
lo inmanente. Su sentido unívoco del ser, propiamente panteísta, es
inocultable. De modo que Polo no logra salir de los marcos desacralizados y
descreídos de la cultura moderna, que paradójicamente coincide con el
inmanentismo atávico de la filosofía china y del budismo primigenio oriental.
Quinto, su vitalismo de autognosis preconiza disolvernos en conexión con el
cotidiano vivir, sin embargo no precisa cuáles son las estructuras de la
cotidianidad auténticas e inauténticas. Sexto, descarta que pueda haber una
verdadera mirada atenta creyendo en Dios. Y en esto, nuevamente, se muestra
dependiente de la categoría hegeliana de alienación.
En realidad, la filosofía moderna
sometió a la teología y a la ética a una crítica despiadada con la herramienta
de la razón. La visión mecanicista de Descartes llevó a prescindir de Dios, el
panteísmo de Spinoza ayudó a la secularización, la lógica del corazón de Pascal
fue un precario baluarte de la fe al prescindir de la razón, en Leibniz su Dios
plotiniano depende de la esencia divina, los enciclopedistas destronaron a Dios
como Juez providente y en su lugar colocaron a la humanidad, Hume pretendió
demostrar que la religión natural no es más que un sueño filosófico, Kant
consideró pelagianamente a la religión como moralidad, Schleiermacher sabelianistamente
rechazó la Trinidad, Hegel convirtió la Trinidad en dialéctica del Espíritu
Absoluto y es señalado por la Iglesia de disolver a Dios en la inmanencia –ya
vimos que esto no es exacto-, Nietzsche declara la muerte de Dios por
antivital, Kierkegaard rechaza la prueba objetiva de la existencia de Dios,
critica el concepto popular de Dios-amor y en el centro de su fe coloca la
paradoja de la Encarnación.
La crisis tenía que llegar a la
teología tanto protestante como católica, así K. Barth afirma que Dios sólo es
cognoscible por la gracia y no por la razón natural, P. Tillich estima que Dios
es suprapersonal y el nuevo ser es el hombre divino, R. Bultmann negará
rotundamente lo sobrenatural, Robinson afirma que la teología debe ser
secularista; mientras que en el lado católico, Dewart sostiene que hay que
deshelenizar el dogma, Dupré considera que deben crearse nuevos símbolos
religiosos, Rahner pretende que el Dios inmutable puede hacerse otro que
deviene, y para Letter el hombre es el llegar a la unión hipostática de Dios.
Ahora es la visión cuántica la que pretende prescindir de Dios basada en la
hipótesis del multiverso, geometría no conmutativa, geometría cuántica, una
reconsideración del ajuste fino y una creación ex nihilo sin Dios. La estrategia es que a partir de temas
controvertibles de la cosmología actual se desahucie a la teología natural de
la cosmología moderna.
Ante tan pesado lastre racionalista
y crisis de la fe no es extraño, entonces, encontrar en el mismo orbe
occidental soluciones filosóficas que viren hacia la tradición oriental,
especialmente china, caracterizada por su tendencia a la armonía, pero a una
armonía fundamentalmente inmanente. Esto es lo que acontece en la propuesta
sino-orientalista de Polo, donde no hay el sentimiento gnóstico de la vida, con
su deseo de separarse del mundo material y ascender a lo Uno, pero se trata de
un constructivismo intuicionista de tendencia sino-orientalista, por el que se busca
explicar el sentido de la vida adecuándolo a la doctrina de la vida atenta.
Predomina en él, muy
occidentalmente, la hermenéutica
desmitificadora de la sospecha sobre la hermenéutica
remitificadora de la escucha, pero sólo para rechazar el
teísmo, pues la vía dorada de la vida atenta implica la conexión con nosotros
mismos, con los otros y con la naturaleza.
Sus elogios a la simplicidad del Tao, que se traduce en la conciencia
atenta del fluir de lo cotidiano, hace pensar en una interpretación panteísta
con su inseparable criterio unívoco del ser. Cabe preguntarnos también en qué
medida la ética del no hacer que implica el taoísmo puede conciliarse con el
espíritu prometeico del hombre occidental. En todo caso habría que darle la
vuelta a éste como a un guante, y esto, de por sí, equivale ilusamente casi al
cambio completo de su tradición cultural.
Pero también en Miguel Polo Santillán no hay una
comprensión no religiosa de Dios, como la busca por ejemplo Bonhoffer en su esfuerzo
secularista, sino, la ratificación de la
“muerte de Dios”, en el sentido de la desacralización del mundo cósmico e histórico.
O sea, ratifica los pareceres de Nietzsche (hundimiento definitivo de Dios en
la historia), y de Sartre (pérdida de la experiencia divina en nuestra época),
y se distancia de las interpretaciones sobre la muerte de Dios de un Hegel
(muerte de Dios como un elemento del proceso divino) o de un Lutero
(padecimiento real de Dios en la cruz de Jesús). Luego se ha sostenido que la
crisis de Jesús en la cruz representa la muerte eterna de Dios (Moltmann). Es
decir, en Polo se excluye de plano que la verdadera creencia en Dios, es decir,
sin idolatría, implique una mirada atenta al mundo. Así, su planteamiento ante
el problema de Dios puede entenderse también
dentro del itinerario que le ha tocado recorrer a la teología de Dios en
el mundo occidental.
La teología de Dios demuestra que a
través de la historia la Revelación sobrenatural de la Palabra ha tenido que
luchar contra la secularización inmanente del pelagianismo y del monoteísmo
sabelianista. En consecuencia, por su asunción del panteísmo monista del
taoísmo Polo se halla próximo al monoteísmo sabeliano y al inmanentismo
pelagiano. Esta extraña combinación es posible gracias a la migración a otra
tradición cultural-filosófica. Pero nos preguntamos, ¿qué tipo de reintegración
con el ser se puede pretender si el límite de la trascendencia es la
trascendencia del ego?, ¿cómo puede ser lo cotidiano una experiencia auténtica
del vivir si previamente no se han despejado sus estructuras inauténticas que
la inundan?, ¿no constituye una evasión
mayor, que el Dios providente y los valores superiores, recurrir anatópicamente
a una tradición cultural extraña?, ¿una sociedad desarticulada y fragmentada
está en condiciones de emprender una “purificación de la mente” o de ser
arrollada por una “recolonización mental china”?, ¿a qué se religa la “actitud
atenta” en un contexto dominado por el egocentrismo y el narcisismo?, ¿puede la
“vida atenta” resolver el problema del sentido de la vida si se limita
solamente a posibilitar el sentido dejando a los demás la afirmación de
instituciones con sentido?, ¿acaso esta inacción social no lo hace caer en el
ontologismo abstruso, el moralismo infecundo y en el psicologismo estéril?
Justamente por ello, su esfuerzo no
logra escapar de la perspectiva inmanentista de la modernidad desacralizada y
descreída. En este sentido, la propuesta de Polo no logra salir de las garras
egolátricas de una modernidad que expresa combatir.
Como vemos, la carencia o rechazo
de la teología de la Encarnación, que
en el fondo refutaría el sentido unívoco del ser, conduce a una teosofía del
ascenso del alma a lo Uno o a un inmanentismo filosófico de lo verdadero como
únicamente lo terrenal. La mirada atenta de Polo es otra variante de esto
última.
En otros términos, si las
soluciones orientalistas al sentido de la vida en Occidente resultan
desarraigando al hombre de su propia tradición cultural, entonces profundizan
su alienación, ahondan la irracionalidad de la totalidad del sistema imperante,
presentan soluciones ilusorias al pretender la eternidad en la inmanencia,
resultan impracticables por exigir una fuerza mental que lo aíslan del cambio
efectivo del sistema social y termina acentuando la secularización de la
modernidad tardía y el olvido del ser y de Dios en una inmanencia sin
trascendencia verdadera.
[1]
Samuel Huntington, El choque de civilizaciones,
Paidós, Madrid, 1997.
[2]
Walter Schubart, Europa y el alma de
Oriente, Ed. Poblet, B. Aires, 1947.
[3]
Cf. Henri Charles Puech, En torno a la
gnosis, Taurus, Madrid, 1982. .
[4]
Christian Jambet, La lógica de los
orientales. Henry Corbin y la ciencia
de las formas, FCE, México, 1989.
[5]
Cf. Mircea Eliade, Iniciaciones místicas,
Taurus, Madrid, 1984.
[6]
Cf. Miguel Polo Santillán, Indagaciones
sobre el sentido de la vida, UIGV, Lima, 2011.
[7]
Cf. José Russo Delgado, Krishnamurti. Los
grandes temas. UNMSM, Lima, 2002.
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