NIHILISMO Y SINSENTIDO
VITAL
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
Ahora bien, si la vida humana es un continuo
hacerse ¿por qué se ha vuelto problemático el sentido de la vida? ¿Qué ha
cambiado en la vida humana para que ese “continuo hacerse” se vuelva
insatisfactorio y avance pletóricamente el sin sentido?
En el otrora sistema comunista la falta de libertad
hizo que la justicia misma terminara por desplomarse. Y en el desaparecido
capitalismo de bienestar la abundancia y la prosperidad aceleraron el
consumismo y menoscabó los valores humanos.
En cambio hoy ¿Es el sistema hipercapitalista el
responsable de la concentración de bienes materiales en un puñado de
megamillonarios y de la penuria de bienes espirituales?
¿La globalización neoliberal de los últimos 30
años, y que hoy se tambalea gravemente, al reducir el gasto social, eliminar el
salario mínimo, descartar el seguro de desempleo, incrementar la pobreza en el
mundo, desmontar el capitalismo de bienestar, multiplicar el trabajo precario
bajo la línea de pobreza, y aumentar la brecha entre ricos y pobres, no ha
acelerado acaso el sinsentido de la vida? ¿Una sociedad que se sigue rigiendo
por patrones cuantitativos, que pone lo económico sobre lo humano y social, que
entroniza el consumismo pero que acentúa la desigualdad social, no genera
acaso desesperanza, desilusión, y el achatamiento de las aspiraciones humanas?
¿Acaso la crisis del sentido de la vida no se
traduce en una vulgar libertad para consumir, que se convierte en lo que
Castoriadis [1] llama el “avance de la insignificancia”, “la
crisis de las significaciones imaginarias”, “la necesidad de reorganizar las
instituciones sociales” y crear nuevas significaciones de índole humanista? ¿Es
el sinsentido de la vida una forma de anomia social e individual? ¿Es el
sinsentido de la vida un problema eminentemente sociológico antes que
filosófico? ¿Agota su manifestación fenomenológica todo su contenido esencial?
Berger y Luckmann [2] han señalado
que grupos civiles religiosos, ecologistas, de derechos humanos,
asistencialistas, etc., constituyen “depósitos sociales de sentido” que
permiten que las sociedades modernas sigan funcionando impidiendo la
propagación pandémica de la crisis de sentido. Esta visión optimista e ingenua
ignora que estos grupos civiles son más bien “amortiguadores del sinsentido”,
que desprovistas de una visión de cambio estructural son incapaces de promover
un real cambio del sentido de la vida y constituyen así un elemento “bisagra”
en la consolidación del mundo irracional.
¿Acaso las transgresiones morales de las iglesias,
instituciones caritativas y diversas ONGs, vistas generalmente como “reservas
sociales de sentido”, no minan también el sentido de la vida convirtiéndose en
“depósitos sociales del sinsentido”? ¿Es la modernidad occidental, al colocar
la subjetividad humana en el centro, la responsable del sinsentido de la vida?
¿Representa el escepticismo, el hedonismo y el nihilismo las expresiones
culturales más legítimas de una vida sin sentido? ¿Es el sentido de la vida
solamente una variante sociológico-antropológica o expresa algo más profundo? [3].
¿Es es el sinsentido de la vida lo mismo que la
anomía? Si tomamos la anomia, como lo sugirieron Durkheim y Merton [4],
como la desintegración cultural y social y como falta de integración grupal,
local y nacional, entonces habría una correlación entre anomía y sinsentido de
la vida. Fue lo que sucedió, por ejemplo, cuando se impusieron condiciones de
explotación o de esclavitud en el derruido contexto social andino, cuando el
equilibrio premoderno incaico se vio sustituido por la nueva cultura española
conquistadora.
Imperó el sinsentido de la vida, las enfermedades,
fallecimientos y suicidios fueron masivos y lo que sucedió fue una verdadera
hecatombe del mundo andino premoderno. Lo singular es que este tipo de anomia
puede ser considerada como una fase de destrucción de lo viejo (mundo andino
premoderno) y desarrollo de lo nuevo (mundo andino moderno) que va desde la
ruptura de una determinada solidaridad cultural (ayllu) hasta la asimilación de
una nueva cultura (competitiva) por parte de la población dominada. A este tipo
de anomia correlacionada con el sinsentido de la vida podemos llamarla anomia o
sinsentido de la vida de tránsito histórico.
Ya los análisis freudianos [5] habían
sugerido lo determinante de la relación entre libido y cultura, en el sentido
de que al aceptar los límites que impone la sociedad a la expansión espontánea
de la libido es condición esencial para poder construir la civilización, la
moral y la religión. En otras palabras, los complejos procesos psicológicos
entrañados son consecuencia de la causación social del malestar
cultural. Quizá la raíz socio-psicológica más profunda del sentido de la
vida esté en la rapidez del cambio del sistema económico y en
las crisis de sentido que provienen de la anarquía que produce
tal sector.
En efecto, la aparición de inestabilidad familiar y
profesional, la violencia, la criminalidad, la conducta irregular evidencian signos
de anomia y sinsentido de la vida a nivel psicológico cuyo origen está en el
origen social del proceso. Lo cual nos conduce a la afirmación de que el
sinsentido de la vida, aun cuando no se identifique exactamente con el fenómeno
de la anomia, sin embargo está latente en la estructura
misma de toda sociedad e individuo, como fenómeno transitorio y sintomático que
amenaza en cobrar dinamismo y desarrollo en aquellas sociedades que carecen de instituciones
mediadoras de solidaridad social. Si el sinsentido de la vida crece
desorbitadamente en la globalización neoliberal actual es porque muestra que no
se trata de un fenómeno coyuntural sino estructural de la dinámica de las
sociedades competitivas estratificadas.
Y es aquí que podemos advertir con más claridad la
mayor amplitud del sinsentido de la vida respecto al fenómeno de la anomia.
Pues la anomia entendida como desviación no podría surgir en sociedades autoritarias,
ni sociedades solidarias, sino tan sólo en sociedades competitivas donde
la desigualdad de oportunidades sea la nota característica. No obstante,
también hay formas de sinsentido de la vida en las sociedades autoritarias y en
sociedades solidarias, aunque en menor escala social.
Por ejemplo, si Gorbachov no hubiese puesto en
marcha la Perestroika y el Glasnost en su
país –el cual era una sociedad autoritaria a pesar de sus mecanismos de
solidaridad social- difícilmente se hubiera derrumbado la Unión Soviética y se
hubiese puesto fin al sistema burocrático muy organizado, pero el descontento
social si bien no tenía formas políticas ni ideológicas de escape sin embargo
conseguía hacerlo a través de un altísimo índice de alcoholismo, entre otras
desviaciones existentes. Y en las sociedades solidarias, como las escandinavas,
la amenaza de las conductas desviadas y del sinsentido de la vida no deja de
estar presentes siquiera en mucha menor escala, tanto social como individual.
Por ejemplo, suicidas hay por todas partes pero no
todo suicida es anómico o ha perdido el sentido de la vida. Si nos atenemos a
las tres formas de suicidio durkheimianas: egoísta, altruista y anómico, sólo
el primero y el último es susceptible de ser calificado de sinsentido de la
vida. El suicida altruista (el héroe, el mártir) no carece de sentido de la
vida ni es anómico.
Esto es, se dan manifestaciones autodestructivas
que no implican sinsentido de la vida porque ponen su muerte al servicio de una
causa noble y humanitaria.
Aquí el sentido de la vida implica el sacrificio de
la propia vida. Nuevamente hay que subrayar que el sinsentido de la vida y la
anomia coinciden al ser a la vez una característica latente de
los sistemas sociales y un estado de los individuos, pero no
coinciden al comprobar que no todo sinsentido de la vida es conducta desviada o
anómica. Por ejemplo las clases inferiores son presa fácil de la anomia o
conducta desviada, pero existen otras formas de desviación y desorientación de
las clases medias y de las clases superiores que presentan procesos distintos
al de la anomia.
En otros términos, si la anomia es desviación, no
toda desviación es anómica. Así las desviaciones de desorientación,
frecuentes en las clases medias y superiores, sin ser anómicas implican un
sinsentido de la vida. En otras palabras, tanto la anomia como el sinsentido de
la vida tienen una raíz distinta según sea la sociedad imperante (autoritaria,
solidaria, competitiva).
En la sociedad competitiva surgirá de la desigualdad de
oportunidades, en la sociedad autoritaria de la falta de
oportunidades, y en la sociedad solidaria de la latencia inevitable
en los individuos y disfunciones sociales estructurales. Tampoco se puede
subestimar las motivaciones ideológicas en el fenómeno del
sinsentido y de la anomia. Así, cuando el consumismo mercantilista de las
clases medias y superiores determinan el contenido de la cultura, entonces las
metas de éxito, eficiencia, promoción social se convierten en moral social, lo
cual crea las condiciones artificiales para la condena de los fracasados o
los rebeldes, como proyecto punitivo para marginar a los
inconformistas.
Una mirada más atenta al fenómeno de la
inconformidad permite apreciar sutiles variaciones según la relación entre
fines y medios: el conformista es el que acepta los fines y
medios que la sociedad le ofrece; el inconformista ritualista es
que acepta los medios aunque rechaza los fines; el inconformista
renunciante es el que no acepta ni los medios ni los fines pero modo
pasivo; el inconformista rebelde es el que no acepta ni los
medios ni los fines de modo activo y propugna otro orden social; el inconformista
innovador es el que acepta los medios pero no los fines, buscando
nuevos fines; y el inconformista creador es el que es el que
no acepta ni los medios ni los fines y propone nuevos fines y medios.
Esto lleva a distinguir entre grados de
sinsentido de la vida: la simple, que refleja un estado de
confusión de un individuo, un grupo o una sociedad que viven sometidos a
conflictos entre sistemas de valor, y se manifiesta como inquietud o como
sentimiento de inseguridad y hasta desesperación; y la aguda, que
refleja deterioro y hasta desintegración de sistemas de valores y que se
experimenta con una angustia notable.
En este último caso se ubica al hombre auténtico de
Heidegger, el cual repara en las estructuras inauténticas de la cotidianidad
para descubrir nuevas estructuras existenciales posibilitadas por la angustia.
Lo cual implica que en el fenómeno de la inconformidad hay presencia del
sinsentido de la vida y según el grado de manifestación puede jugar su presencia
un rol positivo o negativo. La tipología del inconformismo
describe conductas desviadas no sólo de personas sino también de instituciones,
pero tal desviación puede ser positiva o negativa, así, no todo sinsentido de
la vida es negativo y no todo sentido de la vida es positivo.
Elijamos, por ejemplo el caso de las universidades
que optan por ofrecer una formación técnico empresarial con total descuido de
la formación humanística. No es difícil darse cuenta aquí de la orientación
economicista y mercantilista que la promueve dando la espalda al espíritu de
formación integral que es consubstancial a la universidad. No es muy diferente
el caso de un profesor de filosofía que se supone que ha seguido dicha carrera
por amor a la sabiduría y sin afanes subalternos, pero a mitad de su carrera
universitaria cambia de objetivos y mercantiliza su profesión para sólo
conseguir comodidad material y placeres efímeros.
Aquí estamos ante un inconformismo
regresivo, ritualista, que acepta los medios (el saber como una forma de
erudición) pero rechaza los fines (el saber como una forma de ser) [6].
Por eso, el arte de vivir en su auténtico sentido subordina siempre los medios
a los fines, mientras que toda vida inauténtica supedita los fines a los
medios.
Ahora bien, el sinsentido de la vida aguda puede,
así, tener dos manifestaciones centrales: la patológica, de
carácter negativo, que señala un estado avanzado de alienación social, personal
y mental, y que puede degenerar en neurosis, misoneísmo, fanatismo y consumismo
sin freno; y la creativa, de carácter positivo, que implica
renunciaciones valorativas muchas veces sucesivas que implican un avance ético,
mental y volitivo notable, que se traduce generalmente como autorrealización
personal y descubrimiento de un nuevo sentido de la vida. La que caracteriza a
la crisis de Occidente es la patológica o la alienación cosificante.
Aquí ya no se trata de un sentimiento de
desesperación, de abandono y consternación, propio del capitalismo en su fase
de acumulación originaria de los siglos XVI-XIX; ni de un sentimiento de
rechazo de los objetivos que prescribe la cultura de consumo, propio del hippismo de
los años sesenta de la guerra fría; sino de la sensación de que los líderes, el
orden social, las metas, los roles, las relaciones interpersonales, son ficticios,
narrativos, voluntaristas, propio de la nueva fase cultural posmoderna y de la
económica del capitalismo global y cibernético llamado hiperimperialista
[7] de las megacorporaciones privadas.
Esta sensación ficcional de la realidad social y
personal aumenta la ilusión de que todo es posible, el “cielo es el
límite”, propio de un proceso de desorientación personal donde el vaciamiento
interior va acompañado de un injustificado sentimiento de omnipotencia de la
voluntad individual. En esta fase de desarrollo de la sociedad competitiva la
anomia, la desviación y el sinsentido de la vida pertenecen tanto a las clases
inferiores, clases medias y superiores, esto es, son parte orgánica de
una civilización enferma.
Esto es que de coyuntural se ha
vuelto en fenómeno estructural. Pero así como el tipo de sociedad
condiciona el mayor o menor desarrollo del sinsentido de la vida, de modo
similar el tipo de personalidad básica también desempeña un papel importante.
Etnólogos, sociólogos y psicólogos, cuyos representantes más destacados son
Ralph Linton y Abram Kardiner, hablan de la personalidad básica. Se trata de
captar de qué modo se influyen mutuamente individuo y sociedad.
Desde este punto de vista se establece una
distinción entre instituciones primarias, que forman la personalidad básica,
disciplinan las necesidades fundamentales y las necesidades sociales,
produciendo frustración (educación, economía, etc.), y las instituciones
secundarias, que se forman por las reacciones de la personalidad básica como
mecanismos de defensa y seguridad (mitos, tabúes, etc.). El resultado son
sistemas que determinan el grado de integración del individuo con su cultura.
Con la globalización actual se experimenta una
homogeneidad de la cultura de consumo, esto es, que las instituciones primarias
y las instituciones secundarias desembocan hacia una integración del individuo
en la sociedad competitiva. Pero las bases de esta integración son en sí misma
frágiles, por cuanto en vez de tomar en cuenta las necesidades profundas del
individuo antepone las necesidades de la economía y del mercado. La
consecuencia es el aumento de la frustración personal y la pérdida creciente
del sentido de la vida. La alienación económica se lleva a su pináculo, se vive
para trabajar, se trabaja para gastar y se gasta para olvidar que ahora lo
importante es el dinero, la fama y el éxito y ya no la autorrealización
personal.
La cosificación humana galopa como
caballo desbocado en la sociedad de consumo, la cual reduce al mínimo la fuerza
laboral humana en el sector industrial sustituyéndola por robots, pero también
mediante la telemática va disminuyendo la fuerza de trabajo del hombre incluso
en el sector terciario o de servicios. Esto es, que el hombre en el capitalismo
cibernético se va experimentando como sustituible, prescindible y no
indispensable. Y lejos de constituir la sociedad del conocimiento lo que se
forma es una sociedad de la cosificación, donde el hombre es una cosa entre las
demás cosas. Su experiencia de sujeto se pervierte, su subjetividad se oblitera
y el sentido de la vida se extravía.
La robótica en vez de estar puesta al servicio de
la liberación del hombre, está al servicio de los egoístas intereses
corporativos y a favor de la destrucción espiritual humana. Para que el hombre
se sienta cosa entre las demás cosas se tiene que haber operado el vaciamiento
de su realidad interior, y esto se hace con gran eficacia a través de los
medios de comunicación social que dictan al hombre lo que debe pensar, sentir y
soñar.
La despersonalización del hombre va de la mano con
su cosificación, ser una pieza de un gigantesco mecanismo social que lo
manipula externa e internamente es la culminación del totalitarismo
intrademocrático en los mercados de occidente. La cosificación humana llega a
su verdadera cumbre yendo más allá de lo que previó el marxismo, por cuanto el
hombre ya deja de ser una mercancía del aparato productivo y se vuelve en mero
reproductor del sistema de consumo.
Y la manifestación más perversa de este proceso de
cosificación del hombre se encuentra en el tráfico de drogas, señalada como el
negocio más lucrativo del mundo y muy lejos de la industria turística y de
armamentos. La industria de las drogas inutiliza al hombre productor, al homo
faber, y lo reduce a ser un hombre consumidor, claro está, de su propia
autodestrucción.
La división del trabajo internacional del
narcotráfico funciona concentrando al alto consumo en los países del llamado
Primer Mundo y la alta productividad en los países en desarrollo. Es en estos
últimos donde se constituye el narcopoder, que corrompe las instituciones del
Estado y la moral de la sociedad en su conjunto. El Occidente de la modernidad
tardía está culminando con más de un tercio de su población adicta, sumida en
la corrupción, con el desbocamiento del sistema de los deseos humanos y la
perversión de la vida misma. Y todo este desquiciamiento acontece teniendo como
telón de fondo al hiperimperialismo, como fase superior del capitalismo
megacorporativo privado, donde el capital diluye todo valor y toda humanidad.
En este mefistofélico triunfo del tener sobre
el ser se yergue toda una pavorosa realidad humana y social
donde el prójimo se torna en enemigo y el amigo en cómplice. Dinero, poder y
placer son los nuevos ídolos que tiranizan en una subjetividad hecha jirones.
La mediocridad triunfa y las élites desertan de su misión directriz. La chatura
mental y moral es la norma.
La universalización de la sociedad de consumo,
donde se extiende como plaga el sinsentido de la vida, se da en la comunidad
global. La comunidad global es un producto tardío de la comunidad misma. A la
comunidad tribal le siguió la comunidad campesina, a ésta la comunidad urbana y
luego vino la comunidad global. Las naciones crean sus tipos nacionales, aun
cuando el nacionalismo es ya un particularismo para el hombre de la comunidad
mundial. Y desde el seno mismo de la comunidad mundial surge un tipo único de
hombre, interiormente vacio, superficial, consumista, descreído, pragmático, anético
[8], desespiritualizado, hedonista y nihilista.
Y así como el carácter nacional es un sistema
típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un
Estado-nación (por ejemplo se considera que Alemania es excesivamente teórica y
emocional, Inglaterra es práctica y sin complicaciones teóricas, Francia es
racionalista y a la vez romántica, España es pura pasión, Italia es humanista y
erótica, Rusia es mística y autoritaria, Norteamérica es práctico, moralista y
organizado, Latinoamérica es vital, impulsivo e intuitivo, etc.), del mismo
modo el carácter global es un sistema típico de conductas que influye sobre el
tipo de personalidad de un Estado que se globaliza.
Esto es, que el individuo de la modernidad tardía
se encuentra actualmente presionado en sus conductas, actitudes y pensamientos
tanto por la personalidad atávica del Estado-nación como por la personalidad
que impone el Estado-global, lo que incide indudablemente en su desorientación
vital. El sentido de la vida nacional se va disolviendo paulatinamente.
Pero la nueva autoconciencia global prosigue su
avance secundado por la economía, la política, los medios de comunicación y la
contribución filosófica de los posmodernos (Lyotard, Baudrillard, Lipovetsky,
Vattimo y compañía) y pragmáticos (R. Rorty) se va consolidando la síntesis
cultural del mundo de masas mundial. En la autoconciencia global mundial vuelve
a representarse el drama del hombre de Occidente, a saber, responder a las
necesidades simultáneas de expresión y razón, sólo que en la presente hora
histórica el hombre prometeico occidental pone dionisíacamente la teoría al
servicio de la práctica y con ello se quiebra la tensión entre las necesidades
teóricas y prácticas.
¿Acaso esto significa que el sugestivo tema weberiano
del “desencantamiento del mundo” se ha detenido? No, por el contrario, prosigue
pero en clave irracional. O mejor dicho, las pautas racionales y no racionales
que exhibe la sociedad global siguen el constante impulso de desencantar el
mundo hasta en los aspectos fascinantes de lo irracional, los medios normativos
se debilitan y lo único importante es el placer, el poder y el éxito, sin
importar los medios institucionales ya disminuidos.
Entre las instituciones arrugadas está la Iglesia
católica. Su otrora enorme fuerza espiritual y moral se ha visto mellada, no
tanto por sus escándalos financieros, de pederastia y homosexualismo, que
obviamente son graves, sino por un proceso de secularización creciente, que no
ha sido enfrentado con resolución porque se ha percibido nítidamente que en el
fondo es un reclamo, de imprevisibles consecuencias políticas, por una nueva
imagen de Dios, menos lejano, inmutable, trascendente, y más humano, sufriente
e histórico, que sólo puede salir de un nuevo concilio ecuménico. Desde Nicea
hasta Vaticano I y II esta imagen no se ha modificado y refleja un retraso
grave para responder a los desafíos de los nuevos tiempos.
Se ha cedido la iniciativa a los movimientos
carismáticos por todo el mundo, pero éstos por su misma estructura, fines y
objetivos son incapaces de resolver el asunto a nivel teológico, el cual es el
decisivo pensar crítico ante la parte dogmática. No hay duda que fuerzas
políticas conservadoras también hacen su tarea para que estos cambios en la
Iglesia no prosperen, sobre todo por los indeseables efectos sociales,
económicos y culturales que traería consigo sentir a Jesús andando junto al
oprimido en la lucha por un orden social sin opresión ni explotación.
¿Hasta cuándo, por ejemplo, seguiremos viendo insensiblemente
un Primer Mundo en que los niños revientan de obesidad mientras que en el África
negra millares de esqueléticas criaturas dejan de respirar por la falta de un
exiguo alimento? ¿Por qué nunca hubo un Plan Marshall para tal subregión, en
medio de astronómicos y demenciales presupuestos militares hegemónicos de la
primera potencia del mundo? Al mundo cristiano, y no creyente también, le urge
escuchar una condena de la Iglesia a estos desquiciados gastos militares
improductivos que deberían ser destinados a los pobres de la Tierra.
No hay que tener mucha clarividencia para darse
cuenta que toda esta situación injusta socava la moral, la fe y el sentido de
la vida. O en otros términos, sentirse bien en una sociedad profundamente
oprobiosa es ya estar afectado por el mal imperante. Y todo esto es demasiado
en un mundo globalizado donde las dos terceras partes de la riqueza mundial se
concentran en manos de menos de 1% de la población mundial. Esta afrentosa
situación anticristiana ya ha sido señalada por las teologías de la praxis [9]:
procesal, de la liberación, de la esperanza, de la política, del mundo, de la
reconciliación, etc. y constituyen el pensar crítico que pugna por una nueva
imagen de Dios, como Dios liberador interesado profundamente por las cuestiones
vivas de la tierra y la historia.
Cristo no vino a construir un reino terrenal en
sustitución del reino celestial, pero tampoco fue indiferente a las injusticias
del poderosos y a los sufrimientos del pobre y oprimido. Un enorme gentío que
percibe que en vez de que se imponga el mensaje de amor y solidaridad de Cristo
ve, por el contrario, que la Iglesia se alió muchas veces con el absolutismo
político y la desigualdad social, olvidó en la práctica al hombre de las
sandalias, que despreció reinos y tesoros mundanales, observa triunfar a las
fuerzas que toleran, promueven y fomentan el mal, la injusticia y la opresión,
tenía casi por fuerza que dejar de ser cristiana, perder su fe, dejar
amortiguar el sentimiento de lo sagrado, desembocar en el sinsentido de la
vida. Y lo que es peor, que los opresores en Occidente han utilizado la imagen
del Dios tradicional, jerárquico, inmutable, lejano al hombre, unidos con una
curia reaccionaria, para defender un orden social profundamente irracional y anticristiano.
¿Deberíamos entonces sorprendernos por la profunda
desespiritualización y descristianización que acontece en la civilización
occidental, cuna del cristianismo? ¿No es acaso la propia institución religiosa
romana responsable y cómplice del descalabro espiritual de Occidente? ¿No fue
su afán por aferrarse al poder temporal lo que acabó descalabrando su poder
espiritual? El hombre común, que no puede olvidar la inmensa compasión del Hijo
de Dios, su encarnación, crucifixión y resurrección, aun percibe que la
institución romana no respalda en la práctica al Hijo del Hombre encarnado del
amor divino o que es muy tibia en sus intentos por hacerlo.
Entonces, no llama la atención que una muchedumbre
sin esperanza pierda la fe y deje abrir las puertas de sus corazones al gélido
y luciferino nihilismo, cuando no al fanatismo sectario. En estas horas
dramáticas para la civilización occidental, en el orden humano y espiritual, es
ineludible vincular el sinsentido de la vida con el hondo deterioro de una de
sus instituciones clave. Sin duda que ella ha influido en el derrotero de la
conciencia occidental de los últimos cinco siglos de forma decisiva, la ha
preformado, le dio objetivos, una promesa y una sinuosa conducta que alejó a
sus fieles.
Esta conducta tiene sus raíces en una determinada
lectura teológica sobre la doctrina de Dios, demasiado trascendente, lejano,
absoluto, jerárquico y desconectado de la historia humana. Versión que en su
momento fue necesaria en la lucha contra las herejías cristológicas pero cuya
actualización goza de un retraso considerable.
[1] C. Castoriadis, El avance de la insignificancia, Eudeba, B.
Aires 1997.
[2] Peter Berger y
Thomas Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido,
Las orientación del hombre moderno. Paidós, Barcelona 1997.
[3] Sobre el
impacto de la globalización en la vida social y cultural véase: David Riesman, Abundancia ¿para qué?, FCE, 1965; E. Rojas, El hombre light, 1999; G.
Flores Quelopana, La globalización del hiperimperialismo, IIPCIAL, 2009;
S. Amin, El capitalismo en la era de la globalización, Paidós, 2001;
U. Beck, ¿Qué es la globalización?, Paidós, 2000; G.A. Cohen, Si eres
igualitarista ¿cómo eres tan rico?, Paidós, 2000;
N. Chomsky, Estados Canallas, Paidós, 2001; V. Forrester, El Horror económico, FCE, 2007; C.
Furtado, El capitalismo Global, México, FCE,
2001; H. Küng, Una ética
mundial para la economía y la política, FCE, 1997; Martin, H; Schumann H. La trampa de la globalización, Taurus, 1998; Negri, A. y Hardt, M. Imperio, Paidós, 2000; Strange, S. Dinero loco, Paidós, 2001; Soros, G. La crisis del
capitalismo global, Plaza Janés, 1999.
[4] Sobre el concepto de anomia Durkheim lo elaboró en dos obras
fundamentales: La división social del trabajo (1893), Shapire, Bs. As. 1967, y El suicidio (1897), Shapire, Bs. As. 1965. La concepción mertoniana se explaya en Teoría y estructura social (1957), FCE, México, 1964.
[5] Cf. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza,
Madrid, 1973.
[6] Max Scheler en
su magnífica conferencia El saber y la
cultura (Siglo Veinte, Bs. AS. 1975) dice: “La
cultura no es erudición, no es una forma de saber, es una forma de ser”.
[7] La fase
hiperimperialista del capitalismo global es cualitativamente distinta
(desterritorializado, descentrado, soberanía corporativa, especulativo) al del
imperialismo descrito por Lenin (alianza del capital bancario con el capital
industrial, centralizado, territorializado) en su obra Imperialismo fase superior del capitalismo (1917).
[8] El anetismo es
el acto moral por el cual la mentalidad moderna convierte al hombre en una
criatura sin absoluto, haciendo que se pierda el nexo ontológico entre Dios y
la criatura. Esto no afecta la capacidad humana de sentir lo divino sino su voluntad hacia lo
divino. Por ello, no se trata de la muerte de Dios sino de la muerte del hombre hacia Dios. El anetismo
también señala el tránsito de la cultura de la increencia a la cultura del
nihilismo integral, donde ser, verdad y valores son relativizados. En una
palabra el anetismo se centra en la finitud cismundano obviando lo
transmundano.
[9] Las teologías
de la praxis eclosionan después de la Revolución cubana y de Concilio Vaticano
II y una de sus últimas expresiones es la teología procesal. Estas teologías
fueron activa y sistemáticamente combatidas bajo el pontificado de Juan Pablo
II –quien opuso su personal teología de la cruz- por ser dudosas de marxismo y
porque la Santa Sede estaba activamente interesada en la liberación del
comunismo de los países del Este. Otras versiones son: la Teología de la esperanza de Moltmann (Sígueme, Salamanca, 1974); Hacia una
teología de la acción (1964), Teología de la Revolución de Comblin (París, 1970); Teología
Política (1969) y Teología del
mundo (1970) de Metz; Marxismo y
cristianismo (Taurus, Madrid, 1968), Amor cristiano y violencia revolucionaria (1971) de Girardi; The Theology of
Revolution de Mc Cormik (1968); Misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo (1967) de Chenu; Jalones para
una teología del laicado (1965) y La Iglesia en el mundo de hoy (1970) de Congar; Los cristianos
en la revolución de América Latina (1966) de E.
Pin; Cristianismo y sentido de la historia (1966) de M. Ossa; Teología de la
renovación (1972) de K. Rahner. La teología de la
liberación fue un fruto auténtico de América Latina. Leonardo Boff, Gustavo
Gutiérrez, Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría denunciaron las injusticias
estructurales del capitalismo a la luz de una nueva lectura del evangelio. Pero
el temor anticomunista del Papa polaco determinó su condena radical y
persecución global. Fue un grave error que debe ser rectificado, porque el
verdadero pecado es la injusticia. La Iglesia contribuyó a derribar al
comunismo, ¿contribuirá a derribar al capitalismo? El escepticismo natural no
debe cerrar las puertas a dicha posibilidad.
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