lunes, 26 de diciembre de 2016

ESPLENDOR DE MÍSTICA DE CONTRARREFORMA

ESPLENDOR DE LA MÍSTICA EN LOS UMBRALES
DE LA MODERNIDAD
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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El mérito imprevisto de la profunda depresión y degradación de la mística con los reformadores protestantes es provocar el mayor esplendor de la mística mediante la renovación de la espiritualidad católica durante la segunda mitad del siglo XVI.

Es decir, este esplendor místico acontece justo antes de lo que Paul Hazard llamó “la crisis de la conciencia europea” (1680-1715), con su rebelión característica frente a los dogmas y a lo trascendente. Antes que Descartes, con la duda metódica, las ideas claras y distintas, el cogito, la concepción de substancia, y las ideas innatas como verdades aprióricas, diera lugar al subjetivismo, antropologismo, gnoseologismo y racionalismo de la filosofía moderna. Antes que Pascal, con su distinción entre espíritu matemático y espíritu de fineza arribara a la lógica del corazón, que da razones que ponen a Dios como fin y grandeza del hombre. Antes que el ocasionalismo Malebranche arribara a un ontologismo, que roza peligrosamente con un panteísmo que borra las diferencias entre el ser creado y el increado. Antes que el naturalismo de Spinoza procediera a la identificación pagana entre Dios y el mundo. Antes que Leibniz advirtiera la profunda diferencia entre racionalismo y empirismo: éste último no distingue entre cuestión de hecho (orden esencial) y cuestión de derecho (orden contingente). Así, con el espíritu antimetafísico de Hume en el empirismo adquiere hegemonía lo relativo, el sentido, lo útil, lo individual, el querer, la parte, el tiempo, el poder. Antes que Kant por su cercanía al empirismo de Hume se viera arrastrado por un fenomenismo, que hacía olvidar al hombre su cercanía a Dios, dejándolo abandonado al acontecer mundano.

Antes de que se desenvolvieran todas estas profundas modificaciones en el pensamiento filosófico, que desembocaran en el rechazo de la metafísica de las esencias platónico-aristotélico-tomista, antes de todo este magnífico asalto a la razón humana que demolería el fundamento trascendente, la espiritualidad católica de la contrarreforma alcanzará la más elevada cumbre de unión mística, especialmente a través de tres figuras, a saber, el jesuita San Ignacio de Loyola, y los carmelitas Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.

Descartes no es un hombre estrictamente religioso como Pascal, que pone a la fe en un lugar preeminente junto a la razón. Pero su duda no va más allá de una duda metódica porque siempre está convencido de una verdad absoluta. En este sentido Descartes es un pensador antiguo y medieval que se atiene a la fe en las esencias y verdades inconmovibles, aunque el influjo del cogito tenga consecuencias imprevistas.

Lo que aquí llama poderosamente la atención es cómo la renovación católica llega a su pináculo místico justo antes de que se vaya a operar un profundo cambio de espíritu en la cultura occidental. Es como si en los más excelsos místicos se cumpliera la apoteósica despedida del espíritu religioso y el comienzo de una decadencia mística, como efectivamente sucederá desde el siglo XVII.

Además, si hay algo que caracteriza a estos tres santos es su potente racionalismo unido a la fe que los capacita para describir minuciosamente el fenómeno extático y a la vez conceder muy poca importancia a tales fenómenos. La madurez expresada por estos místicos ante los fenómenos extáticos es tan digna de tomar en cuenta que sin ellos se perdería su firme voluntad de obedecer a Dios con humildad.

Esto significa que la madurez mística alcanzada durante la contrarreforma católica cierra en Occidente toda una gran etapa espiritual expresada en la metafísica de las esencias y fe en las verdades eternas, y, a su vez, abre otra fase de declinación del espíritu que se anuncia con la Reforma protestante seguido por el racionalismo y empirismo filosófico.

La orden de los jesuitas ha producido una gran cantidad de místicos. Lo cual es curioso porque la obra principal de San Ignacio (1495-1565), los Ejercicios espirituales, no es un tratado de mística, es apenas un libro de instrucciones para efectuar un retiro provechoso ejercitando el entendimiento, los sentidos y la imaginación para que influyan sobre la voluntad con el fin de ordenar la vida acorde con la voluntad de Dios. El espíritu de los tiempos como un amanecer de la era de la ciencia y de la técnica se advierte en su metódico fin, apelando a la psicología y a los resortes de la acción humana. El objetivo supremo es hacer el más generoso esfuerzo en el servicio de Dios.

San Ignacio recibió muchas gracias místicas. Con frecuencia entraba en éxtasis durante la misa y recibía visiones. Además, recomendaba prudencia con una vida de penitencia extremadamente dura. A quien había de ser San Francisco de Borja le escribió que no debía permitirse el debilitamiento de las potencias naturales. Pero en esencia la mística jesuita era despertar la vida de Cristo en el hombre y con ello respondía a la principal acusación del protestantismo: la Iglesia sucumbía en la avaricia y el paganismo.

En el último estertor de la espiritualidad mística católica también resalta Santa Teresa de Jesús (1515-1582). Para esta mística también las cosas extraordinarias del éxtasis y las visiones ponen en peligro la fe, son innecesarias para la virtud, deben ser temidas y en lo posible se ha de huir de ellas. Y ello a pesar de que sus propias visiones místicas le fueron calmando sus dudas. Tuvo visiones de Cristo en la cruz y glorificado. Quizá la más importante sea la reverberación de su corazón en 1559. En la cual vio a un pequeño ángel con un largo dardo de oro atravesar su corazón y al sacarlo la dejó abrasada de un gran amor de Dios. A pesar de todo ello, más importante es reconocer que la unión con Dios no se alcanza sin grandes sufrimientos interiores.

En la obra principal sobre la doctrina extática, Castillo interior o las moradas, su aporte principal es la descripción detallada y metódica de los diversos estadios del desarrollo místico. Teresa nos presenta el alma como un castillo en cuyo interior existen diversas moradas. Fuera rondan las sabandijas y culebras que representan las distracciones y los pecados, y algunas de ellas penetran en las primeras moradas, las del conocimiento de sí y de la humildad, como fundamentos de la vida espiritual. Estas moradas conducen a las segundas, donde se practica la oración, y de ella se penetra en la tercera morada de meditación y recogimiento.

Si se soporta con fe la sequedad de esta morada se está en condiciones de avanzar hacia las cuartas moradas, que permiten al alma introducirse a los primeros estadios de la oración mística. Esta oración también llamada oración de quietud, que une al hombre directamente con Dios, es imperfecta porque sólo la voluntad descansa pacíficamente en Dios, no así la razón ni la imaginación. Para Santa Teresa muchos místicos no ascienden a la quinta morada, porque no están lo bastante liberados de todas las cosas. Se trata de alcanzar la oración de unión, que dura media hora, y que durante ese tiempo el hombre está completamente muerto al mundo. Ella lo compara con una pareja antes de los desposorios.

La sexta morada es el estadio del desposorio, asociado con trances, visiones, locuciones y demás. Y está caracterizada por la oración de éxtasis. Cuando ésta se produce cesan todas las actividades normales, no se puede hablar, el cuerpo está frío y como sin vida. Y la voluntad junto al entendimiento queda tan enajenado que su efecto puede durar todo un o varios días. Despertada la voluntad de amar se han de soportar los más grandes sufrimientos naturales y sobrenaturales. Es como una herida de amor producida por el intenso deseo de Dios. En este nivel se deben distinguir entre las visiones imaginarias y las visiones intelectuales, éstas últimas son impresas directamente por Dios en el entendimiento. Y también distingue entre “extasis” y “vuelo del espíritu”, porque se siente verdaderamente que sale del cuerpo.

La cumbre de este prodigioso itinerario interior del espíritu hacia Dios lo constituye la séptima morada. Estadio final de matrimonio espiritual donde se manifiesta al alma la visión intelectual de la Santísima Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo vienen a morar en el alma. Ya no se trata de un estadio transitorio sino permanente. Cesan los violentos arrebatos y éxtasis, que son considerados signos de debilidad de nuestra alma que no puede soportar la presencia divina, y en su lugar prima un estado de gran paz y gozo como último grado anterior de la visión directa de Dios en el cielo.

El papel central de la oración en Santa Teresa de Jesús explica el misterio de Cristo en el alma humana. La cual recorre la epifanía pascual de la muerte, sepultura y resurrección para lograr el estadio final de matrimonio espiritual con Dios. El secreto de la conversión gozosa se logra así a través de un tipo específico de oración que acompaña el recorrido místico que corresponde a cada morada. La transfiguración del hombre desde su propia alma representa la Cruz de la pasión y de los caminos que apuntan a sus cuatro direcciones salvadoras: ontológica-metafísica, ética, histórica y religiosa. Se trata de restaurar en el hombre el verdadero sentido del tiempo, donde Cristo es Alfa (Principio) y Omega (Fin) como Verbo encarnado de la vida eterna. La consumación de la comunión eucarística de cómo Dios llega al alma descrita por santa Teresa se compone de las siguientes oraciones:
Primera Morada: Oración de humildad
Segunda Morada: Oración vocal
Tercera Morada: Oración de recogimiento
Cuarta Morada: Oración de quietud
Quinta Morada: Oración de unión
Sexta Morada: Oración de éxtasis
Séptima Morada: Oración de alabanza, servicio y quietud

Santa Teresa de Jesús tiene el significado fundamental de demostrar que la oración es camino de: 1. amistad con Dios, 2. interiorización, 3. Purificación, 4. Transformación, 5. Paz, y 6. Amor al prójimo. Se trata de ahondar en la subjetividad humana para reconocer, desde el corazón, nuestra humilde participación desde la historia del Amor de Dios. Es decir, la oración es superior al éxtasis porque es una praxis de recogimiento que lleva al alma a un estado superior ontológico de unión mística con Dios.

El Castillo interior o las moradas de Santa Teresa de Jesús elevan nuestro estro poético al Cielo de modo casi inevitable para animarnos a recitar del modo siguiente:

Moradas interiores

Salve, aposento verdadero,
ignoto como misterio litúrgico,
donde tu merced, Dios mío
deja caer su dicha al alma;
¡Oh Jesús bendito!
de tu costado traspasado
vertiste agua y sangre
en las siete moradas interiores,
regaste esta tierra en sequía,
para darnos tu gozo eterno.
Bendita santísima Trinidad,
Tabernáculo de Dios,
donde el alma halla su reposo
y no se espanta de nada.
Oyendo el grandísimo silencio
hasta el fondo del alma,
gozo el último aliento anterior
de la visión directa de Tí
en el cielo.

La tercera gran figura de la apoteosis de la mística de la contrarreforma es San Juan de la Cruz (1542-1591). Llamado el místico de los místicos escribe sus primeros grandes poemas en la celda de su prisión de Toledo. Cántico espiritual, Subida al monte Carmelo,  La llama de amor viva y la Noche oscura son las obras que recogen su itinerario místico.

Para el Doctor del misticismo la plenitud de la vida mística se alcanza a través de tremendas renuncias. Se trata de entrar en la “noche oscura de los sentidos”, donde desaparece todo lo que antes se estimaba, de tal forma que se verá libre de todo apego a las criaturas, de las más ligeras imperfecciones y del pecado, tanto mortal como venial. Los principios de la vida contemplativa son siempre elegir no lo más fácil, sino lo más difícil; no lo confortable sino lo doloroso; no lo mejor entre las criaturas de la tierra sino lo peor. Tales renuncian comprenden también a los fenómenos extraordinarios de la vida contemplativa.

Visiones, locuciones y demás no son considerados medios que conduzcan directamente a Dios, porque a Dios en este mundo se le aprehende por la fe oscura. San Juan de la Cruz no se preocupa si estos fenómenos vienen de Dios, del demonio o de la naturaleza humana. Si proceden de Dios serán notorios sus efectos, de lo contrario sólo producirán peligrosas ilusiones. Los rechaza todos porque estorban al único objetivo principal, como es la unión perfecta del alma con Dios. Para esta unión Dios mismo purifica el alma. Y entonces, a la noche de los sentidos le sigue la noche del espíritu, donde previo reconocimiento de su propia maldad Dios asalta el alma para renovarla.

La noche del espíritu es una anticipación de los sufrimientos del purgatorio. Esta penosa purificación puede durar varios años, porque corresponde a un más elevado grado de perfección que Dios conduce al alma. Pero todos estos sufrimientos quedan olvidados cuando acontece el matrimonio espiritual. Aquí el alma es consciente de ser la morada de Dios. Donde el alma queda transformada por gracia y no por naturaleza y se siente unido a la Santísima Trinidad. El extraordinario deleite de aspirar el Espíritu Santo es una anticipación de la vida eterna que comunica de modo continuo conocimiento y amor.

Finalmente, el esplendor de la mística en la contrarreforma demuestra lo erróneo de la exageración luterana sobre la indignidad de sus criaturas, lo pernicioso para la libertad humana de ignorar las gracias santificantes y lo nocivo de oponerse a la razón y al estudio. Al contrario, los tres grandes místicos reseñados demuestran que en esta vida la unión con Dios no sólo es posible sino necesaria. Porque se trata de despertar la vida de Cristo en el hombre histórico, no dejándose distraer por los fenómenos extraordinarios de la mística, para concentrarse en lo principal, a saber, en la esencia del alma habita Dios mediante la gracia divina. Esto supone que para los teólogos místicos se da una división entre alma (sensitiva, racional, intelectiva) y espíritu (parte suprema del alma).

Lo que vendría después en el siglo XVII del racionalismo y XVIII de la Ilustración sería una franca época de decadencia de la mística sin la misma trascendencia y profundidad de sus antecesores.


Lima, Salamanca 26 de Diciembre del 2016

sábado, 17 de diciembre de 2016

DEGRADACIÓN MÍSTICA EN PROTESTANTISMO

DEGRADACIÓN MÍSTICA PROTESTANTE
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Los reformadores desde un comienzo fueron enemigos de la mística, aunque a veces hicieran sentir sus tendencias místicas. Pero en lo fundamental, tanto en Lutero como en Calvino, la experiencia de unión mística de amor entre el hombre y Dios se torna imposible, porque Dios se encuentra tan alejado de las criaturas que al hombre sólo le queda la justificación por la fe.

Pero también hay diferencias notables entre ambos reformadores. Lutero es quietista mientras Calvino es activista. El primero sintiéndose atraído por el neoplatonismo de los místicos alemanes, en especial por el maestro Eckhart y Tauler. Adoptó de Tauler su oposición a la razón, considera un insulto a Dios que el hombre pueda merecer algo por sus buenas obras. Defiende la extraña idea de la voluntad humana pertenece a dios y no al hombre, y por ello debería ser ejercida por Dios y no por el hombre. Y no dice ni una palabra sobre la gracia santificante.

A estas ideas de Tauler le añade Lutero la doctrina de la justificación por la fe sola, sin obras. Así, desemboca en un quietismo que desprecia toda actividad humana y abre entre el hombre y Dios un abisma que sólo puede ser salvado por la ficticia figura de que Dios imputa los méritos de Cristo al hombre, pero que contradictoriamente sigue tan pecador como antes.

En una palabra, en el quietismo de Lutero la vida espiritual humana es incapaz de cualquier progreso. El hombre se limita a permanecer pasivo en agradecimiento a lo que Cristo ha hecho por él. Este cariz de la trasformación dogmática luterana es lo que permite el mayor avance de la secularización de los países nórdicos. Y con ello el luteranismo abrió las puertas para que las masas caigan presa de los lemas mundanos.

Ciencia, poesía y filosofía ganaron terreno en la misma proporción en que se agotó la fuerza religiosa del luteranismo. La secularización luterana y la obediencia ciega al Estado inculcada por Lutero están detrás no sólo de su disolución y fragmentación confesional, sino, incluso, de la monstruosa hegemonía política que logró el fascismo hitleriano. De manera que no resulta casual el surgimiento del nazismo en Alemania. A todas luces el luteranismo señala un declive de la espiritualidad y la promoción de formas espirituales desviadas que se consolidan en ídolos culturales. El protestantismo ha contribuído poderosamente a debilitar la vida espiritual y mística de nuestro tiempo.

Posteriormente Lutero y la mayoría de sus seguidores se desviaron hacia la mística, pero la ortodoxia luterana impidió que el reconocimiento del esfuerzo humano, el esfuerzo moral y las virtudes ascéticas desempeñaran un lugar relevante en su mística como en los católicos.

No muy distinto sería el derrotero de la mística con el sentido activista del calvinismo. Calvino toma la doctrina de la justificación de Lutero pero enseñando que las buenas obras son una consecuencia de la fe. A esto añade la doctrina de la santificación progresiva. Pero ésta tiene una grave restricción, a saber, que se limita a los predestinados de la salvación y excluye a los predestinados a la condenación.

Esta doctrina conduce directamente a un acentuamiento de la angustia, la congoja y la desazón, dado que la voluntad de Dios es inescrutable. Este dilema desarrolló la mística de la consolación. La misma que apenas puede atenuar la íntima convicción de que el hombre es radicalmente débil y malvado. Ante lo cual sólo le resta elevar su mente a la bondad de Dios, que dejará su cólera a un lado y se mostrará más benevolente y lleno de amor. Pero, en buena cuenta, la ascética calvinista se hace polvo ante su doctrina de una rígida predestinación y su concepción de un Dios iracundo.

De manera que el calvinismo también contribuyó a la declinación de la fe y la pérdida de la espiritualidad. Con su rigidez promovió el efecto contrario e incentivó el desarrollo de la cultura mundana hedonista, pragmática y nihilista. Bajo su sombra prosperó la libertad política y el progreso económico.

El protestantismo en su conjunto preparó directamente el espíritu secular contemporáneo. Su ortodoxia irénica, teología racional, pietismo, neología sentimental, promovió la ilustración, el historicismo, liberalismo y comunismo. La certeza de la fe se extravía para ir a reposar en valores estéticos, políticos, económicos, sentimentales y culturales.

La promoción de la secularización en el contexdto protestante es determinada por la transformación de la dogmática misma. El rechazo del misterio, el purgatorio, los sacramentos, la devoción e intercesión de los santos, venerar a María, etc., son parte de la poderosa disolución confesional y relajamiento de la estructura dogmática que desarrolla intensamente a la cultura secularizada.

Resulta siendo uno de los errores más graves en cuestión de doctrina protestante el rechazo de las gracias santificantes. Con ello se deja al hombre tan solo y abandonado con su pecado y a Dios tan lejano en su propia gloria, que apenas queda la justificación por la fe o la predestinación a la salvación. Pero en cualquiera de las dos formas deja en el alma una profunda angustia, que se resuelve ya sea en la rigidez neurótica o en la paulatina indiferencia religiosa. Soluciones ambas que agravan la situación espiritual del hombre.

Cómo respondió el catolicismo estas rigideces del protestantismo. Para los católicos la predestinación no destruye el libre albedrío, el hombre sigue siendo responsable de elegir el bien o el mal. Veamos las otras variantes. Para el Infralapsismo (después de la caída) Dios eligió cierto número de caídos para ser salvos, y condenó a todos los demás al catigo eterno. Para el Supralapsismo (antes de la caída), propio del calvinismo radical, Dios preordenó de modo absoluto antes de la caída, que algunos ahombres fueran salvados y los demás condenados. Y para el Sublapsismo (bajo la caída), propio del calvinismo moderado, Dios sólo permitió la caída de adán, sin ser su causa real. La doctrina católica rechaza todas estas interpretaciones basadas en el determinismo del libre albedrío. El hombre pecó libremente y puede salvarse si quiere. La Redención ofrece la gracia suficiente para vencer el pecado y salvarnos. Pero esto depende de nuestra aceptación de esa gracia que Cristo nos ofrece. Bien escribe San Agustín: “El que te creó sin ti, no puede salvarse sin ti”.

De esta manera no es difícil comprender que el desarrollo intensivo de la cultura político-económica es consecuencia de las distorsiones dogmáticas del protestantismo. Y esto es tan cierto afirmarlo que en su teología racionalista radica no sólo el declive de la fe sino, también, abrir las puertas a la noche del nihilismo. De ahí proviene la rigidez neurasténica del deber ser de Kant, el temor y temblor de Kierkegaard, la oposición de la libertad humana con la divina de N. Hartmann, la ontoteología de Heidegger. Nietzsche se burla del protestantismo y le llama la hemiplejía del cristianismo y de la razón. Pero al rechazar la compasión cristiana por los débiles está actuando con el mismo determinismo predestinacionista del calvinismo, y sustituye el papel central de la voluntad de Dios de la teología occamista y del luteranismo por el papel central de la voluntad de poderío.

En la teología protestante contemporánea se aprecia la acentuación de la distancia entre el hombre pecador y el Dios de la gloria, la franca tendencia al secularismo y al ateísmo. En consecuencia, la vida mística no puede superar las dificultades de antaño.

Así, Karl Barth (La doctrina de Dios) al estudiar la cognoscibilidad de Dios rechaza la católica convicción de que el hombre conoce a Dios por la luz de la razón natural, porque ello equivaldría a sostener que es cognoscible sin revelación. De modo que tras rechazar la teología natural afirma que sólo por la gracia y misericordia divina se hace posible la cognoscibilidad de Dios.

Para E. Brunner tampoco hay teología natural válida porque entre la revelación en la creación y el hombre natural se interpone el pecado. O sea, admite la revelación de Dios en su creación, pero el pecado impide el verdadero conocimiento natural de Dios. En Paul Tillich (Dogmática) Dios aparece como suprapersonal, está más allá de todo teísmo. Considera que la esencia del cristianismo es el Nuevo ser o el hombre elevado a la dimensión divina por Jesucristo, que fue simple hombre y no Dios. En buena cuenta, en Tillich el protestantismo se quita la careta religiosa y aparece secularizado. Es ateísmo en lenguaje teológico porque culmina en un antropologismo inmanentista.

El mismo recorrido infeliz acontece en R. Bultmann (Jesucristo y mitología), quien al negar lo sobrenatural acabó en el ateísmo. Por su parte, D. Bonhoeffer (Redimidos para lo humano) debe haber una comprensión no religiosa de Dios. Con ello promovió un cristianismo sin religión y una teología secular. Según el Obispo anglicano J. Robinson (Sincero para con Dios) sostiene que la teología no debe ser naturalista ni supranaturalista sino secularista. Pues Dios es fundamento del ser más que un trascendente más allá.

En una palabra, la disolución confesional que comienza con la teología racional de los reformadores del siglo quince y que va a impedir el desarrollo de la mística en el sentido católico de unión amorosa con Dios, va a culminar tristemente en el siglo veinte en la más abierta teología secularista, atea y suprapersonal, donde se reclama la fe en los valores inmanentes y las cosas terrenales. En esta decadencia y degradación del éxtasis místico, lo místico será  vivenciar lo terrenal y mundano.


Lima, Salamanca 17 de Diciembre del 2016

viernes, 16 de diciembre de 2016

BUSCAR A DIOS EN TIEMPOS SIN DIOS

BUSCAR A DIOS EN TIEMPOS SIN DIOS
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Vivimos en tiempos sin Dios, ¡qué duda cabe! El ateísmo práctico se ha vuelto moneda corriente. El ser del hombre se ha tornado exclusivamente histórico. La dimensión de lo trascendente y lo divno parece haberse esfumado.

El mundo actual ya no arranca desde el ser, arranca desde la nada. Es natural, entonces, que se imponga el espejismo que este mundo se ha vuelto ininteligible, ha perdido fundamento. Perdieron validez las categorías griegas de teoría, logos y ser; y la categoría cristiana de la creación. En su lugar priman la praxis, lo artifical y el devenir. A esta circunstancia el Evangelio le denomina la Edad de la Apostasía o de la incredulidad. Por ende, no vivimos tiempos postcristianos sino anticristianos.

A pesar de ello, Dios no cesa de derramar su Gracia sobrenatural en pensadores, beatos, santos, mensajes sobrenaturales y vida cotidiana. Así, después del positivismo se abrió un breve interregno filosófico que planteó una vuelta a la tradición metafísica (Bolzano, Rosmini, Gioberti, Gratry) aunque la elaboración de grandes sistemas metafísicos se mantuvo ausente hasta en los filósofos de la esencia y existencia (Husserl, Scheler, Heidegger).

Pero la ola espiritual de nuestro tiempo es contraria a la búsqueda de Dios y el retorno al pensamiento metafísico. Ni siquiera el poderoso boquete que abrió la física cuántica con el principio de incertidumbre fue capaz de potenciar una corriente contraria al secularismo imperante. Esto llevó a la filósofa judía-alemana carmelita Edith Stein (Ser finito y Ser eterno) a una postura maximalista dentro de su lucha contra el ateísmo nihilista-cientificista, en la que trató de demostrar que la metafísica sólo da cuenta del ser temporal y debe dejar paso a la mística para dar cuenta del ser eterno. Pero la metafísica ha demostrado desde siempre que es capaz de pensar el ser eterno, aunque resulte insuficiente ante la vivencia de Dios.

De modo que el clíma espiritual de nuestro tiempo es francamente antiespiritual, antimetafísico, antitrascendente. Los dioses actuales son estrictamente seculares: dinero, poder y placer. ¡Oh tempore, oh mores! (¡Oh tiempo, oh costumbres!) exclamó en su momento Cicerón. Lo cual no significa que en la presente época materialista y nihilista sea imposible emprender el camino hacia un sincero amor evangélico. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, escribe Pablo (Rom. 5:20). Pero con la posmodernidad muy escasos son los que hacen caso a la gracia que sobreaunda. Y, más bien, se ha dado un paso más desde la antropolatría hacia la nihilatría, donde las sociedades sin absoluto entronizan los caminos sin Dios, enfangan a la conciencia en el charco del inmanentismo, y el único intérprete válido es el incrédulo.

En este imperio del hermeneuta relativista lo relevante no es saber cómo es el mundo en sí, sino qué puedo lograr con mi acción al margen de su contenido universal. Kant ya había herido de muerte al mundo de lo en sí con su giro epistemológico. Ahora, Heidegger, Gadamer, Dewey, Quine, Davidson, Ryle, Kuhn, Rorty hasta Vattimo, empujan hacia el precipicio lo en sí para que caiga toda teoría de lo universal y proclamar el reino de lo eventual. El hombre ya no conoce esencias sino valores o creencias. Con estos nuevos sofistas, según Habermas, periclitan todas las esperanzas reformadoras de la modernidad. Pero no se da cuenta que el veneno está metido en la raíz inmanentista de la propia modernidad y a la cual no está dispuesto a renunciar.

En realidad, la abolición de la realidad contextual a favor de la textual y discursiva sólo podía resultar seductora para una época bastante deprimida espiritualmente. Sus excrecencias son, por ejemplo, la subjetividad presunta de Barthes, el pragmatismo irónico de Rorty que niega la autoconciencia y la ontología débil de Vattimo. Y es que en realidad el capitalismo cibernético irrealizó lo real en espectro. Los filósofos de la sospecha –Marx, Freud y Nieztsche- elimnaron el sujeto. Hoy, los filósofos textuales eliminan la realidad. Ya el filósofo francés J. Baudrillard (Cultura y simulacro) señala que lo virtual produce lo real anulándolo, donde los contenidos son meras imágenes y donde masas babélicas indiferenciadas como zombis, conectados a prótesis tecnológicas, encabezan un simulacro grosero de infinitud y eternidad.

En este crepúsculo apocalíptico de la verdad, en esta época nietzscheana del anticristo, en medio del ateísmo moderno que refleja la hemorragia de subjetividad, en el reemplazo del absoluto trascendente por una nihilista multiplicidad de mónadas, se desprende la interrogante dramática y gravitante de nuestro tiempo: ¿Es posible buscar a Dios en Tiempos sin Dios? ¿No era acaso el hombre la criatura con vocación de trascendencia? ¿No demuestra la actual era de la apostasía que el hombre puede vivir sin confesión religiosa pero no sin el acto de trascendencia? ¿Acaso no son los ídolos del mundo secularizado los substitutos hacia los cuales se dirige el acto humano de trascendencia? ¿Puede el acto humano de trascendencia vaciado de todo contenido trascendental recuperar la búsqueda de Dios? ¿Qué fuerzas culturales hay que derribar para posibilitar que el acto de trascendencia recupere su dimensión trascendental?

Ya otros pensadores pusieron énfasis en que el hombre secular en esta era inmanentista no pierde su acto de trascendencia (Alfred Müller), que el conocimiento de Dios depende el sentido de lo divino (Padre Gratry) y hablando de la máquina se ha indicado que es el orden político-financiero inhumano el que traba expandir sus beneficios (Lewis Mumford).

Es por ello que cobijo la convicción de que el problema actual de Dios reside principalmente en el hombre. Y con ello no aludo a ninguna limitación endógena sino a una cultural. Por ello, no concuerdo con aquellos teólogos que creen solucionar el problema proponiendo una imagen divina centrada más en lo inmanente que en lo trascendente (H. Vorgrimler, Doctrina teológica de Dios). Con ello no rompen con la raíz de la desviación de la modernidad. Al contrario, la fortalecen. Es verdad que es necesario sentir a Dios unido a la historia y la libertad humana. La teología de la liberación lo demuestra con abundante tinta. Pero reducir a ello la dimensión divina equivale a recortar bastante la misma doctrina de la Encarnación.

Con esto quiero decir que la humanidad actual se encuentra aherrojada por un modo de pensar engañoso, falaz y dañino que no solamente lo aleja de Dios sino que incluso suprime su búsqueda. Este modo de pensar extraviado no tiene su raíz en el capitalismo, la máquina, la ciencia, el humanismo secular, el ateísmo, el nihilismo, la inversión de los valores, los cuales son consecuencias de algo más profundo.  

La lucerifenización de nuestro tiempo nace de la doctrina moderna de la autonomía de la razón. Y verdaderamente la razón humana es autónoma respecto a lo finito más no de lo infinito, de Dios. El daño que se infiere la razón humana al negar su lazo con lo infinito y eterno sólo puede ser medido por la inflación de su ego y la pérdida de la vida eterna. Pues, la mayor enfermedad de la inteligencia es no poder dirigir su voluntad hacia la virtud, hacia lo máximante bueno que es Dios. Pero sobretodo, el hombre no solamente es razón también es también Fe. El hombre comprende a Dios por la razón, pero lo vive con la Fe. Y dejar de lado a una de ellas significa dañar el propio ser del hombre.

Ciertamente que es un gran privilegio que Dios permita al hombre comprenderlo mediante la razón. Así, se puede cavilar el argumento ontológico, parafraseando a San Anselmo, que lo posible no es lo real pero lo máximamente real es lo máximamente pensable, por tanto Dios existe. Esto no significa pasar injustificadamente del orden lógico al orden ontológico, como argumentaba Kant, porque no todo lo pensable ni todo lo posible es real pero sí todo lo máximamente real es pensable y posible. Y siendo Dios lo máximamente real es lo máximamente pensable y posible. Es decir, Dios no es una idea como cualquier otra, como cree el racionalismo, es la idea máximamente pensable que solamente puede provenir de una mente infinita.

Por consiguiente, cómo puede la razón finita juzgar a la mente infinita. Solamente lo puede hacer a partir de una razón divorciada de lo trascendente y entregada al propio orgullo. Es por ello que se puede colegir, que la razón no es patrimonio de la lógica sino que es propia de las imbricadas aristas de la existencia humana. Y en verdad, la cultura es otra forma de tocar lo infinito porque su camino nunca concluye.

Pero el espiritualismo sin Dios y sin mundo apegado solamente a las esencias ya demostró toda su peligrosidad con la propia vida trágica del Nietzsche español Ángel Ganivet. Profetizó el totalitarismo, el hombre máquina, la destrucción de la naturaleza, el despertar del pueblo árabe, condenó el artificial tiempo industrial, se anticipó al nihilismo, pero la sequedad de su espíritu lo llevó al suicidio.

Y hablando de la necesidad de la Fe no es difícil reconocer que el punto de quiebre en la historia de las religiones es, incluso dentro de las religiones monoteístas, el cristianismo. Y lo es por una razón fundamental: en el cristianismo se invierte el sentido del agón cósmico (impulso) que corre hacia lo divino. El sentido del amor en la antigüedad es una aspiración de lo inferior a lo superior, pero en el cristianisnmo lo superior desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios.

Es por eso que la esencia del amor antiguo no crea sino simplemente atrae. En el cristianismo Dios no tiene sobre sí ningún logos, sino que debajo de su acto amoroso está el logos. Heidegger en un franco retroceso al agón griego hace que el ser no descienda, sino que el ente ascienda. El ente aspira del no-ser al ser. Por eso, en este pensador alemán no hay acto creador sino únicamente participación (μέτεξις).

Por consiguiente, no es Dios el que se apartó del hombre, ha sido el propio hombre el que se apartó de Dios. ¿Pero este apartamiento del hombre respecto a Dios y la configuración de una era sin Dios representan la pérdida del sentido de lo divino, el extravío del horizonte de la trascendencia o, simplemente, la obliteración momentánea de la conciencia religiosa en el hombre?

Muy agudamente Paul Hazard señala que el asalto a la razón y la crisis que experimenta la conciencia humana en el pensamiento moderno acontece en un lapso de treinticinco años, 1680-1715, en el que la civilización occidental labra su propia ruina al convertir en fundamento absoluto a la razón humana autónoma (La crisis de la conciencia europea). Quizá podemos discrepar en el pequeño detalle de la cronología pero es difícil no estar de acuerdo en lo substancial, a saber, algo grave sucedió en el horizonte mental del hombre moderno.

Y es que la modernidad lleva en su raíz la renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Pero lo óntico dejado a su suerte se disuelve en lo relativo, efímero y transitorio. Vanidad de vanidades, reza el Eclesiastés (12:8-14). El engrandecimiento del ente deviene en pura locura y desvarío al no tener en cuenta su verdadero fundamento inmutable que es Dios. Así, el relativista sólo está atento al cambio pero no a lo permanente en el cambio. Esto nos lleva a la profunda sospecha de que la modernidad subjetivista es en el fondo un resentimiento metafísico a partir del cual se efectúa la inversión del valor (ver mi obra: Resentimiento metafísico e inversión de los valores en la modernidad subjetivista, 2014).

El más hondo resentimiento es el que falsifica todos los valores, donde los valores mismos son calumniados. Esto lo demostró con brillantez Max Scheler (El resentimiento en la moral) en un profundo desenmascaramiento del resentimiento nietzscheano. Lo cual tiene un trasfondo metafísico. “Odio la mera presencia”, escribía Goethe. Y esto es vinculado en las Sagradas Escrituras con el no amar como origen de todas las culpas. La Soberbia o carencia absoluta de humildad acompañada de Odio, es la esencia absoluta de la rebelión de Satanás. Equivale a lo finito y relativo reclamando para sí los títulos de lo infinito y absoluto.

Esta locura metafísico-moral anida perniciosamente en la raíz del giro de la modernidad, presidiendo la edificación luciferina del mundo junto a la desmalignización del mal y la malignización del bien. De esta manera, el “todo vale” de la posmodernidad no sólo representa el calumniamiento de los valores, sino una profunda falsificación metafísica del mundo. Pues, la moral y la metafísica no se basan en el resentimiento –como cree Nietzsche y su sucedáneo Heidegger-, sino en la eterna jerarquía del valor y del ser.

Sobre el extravío del horizonte de la trascendencia y el predominio del horizonte de lo inmanente también es señalado por otros pensadores. Esta convicción deja entrever Zubiri cuando destaca que, en cierto sentido, el griego filosofa desde el ser, y el europeo occidental desde la nada (Sobre el problema de la filosofía.Revista de Occidente, n° 115, 118). Julián Marías es firme en su discrepancia con aquellos que han tratado de convertir a la filosofía en saber estricto (Kant, Hegel, Husserl), cuando la filosofía es un saber distinto, en constitución permanente, trascendental y accesible a la reflexión (Historia de la filosofía).

Pero de todos ellos es J. Hirschberger (Historia de la filosofía) el que mejor deja retratada la radiografía filosófica del extravío del horizonte de lo trascendente cuando señala que el racionalismo y el empirismo fueron las dos vertientes de la filosofía moderna –herederas del nominalismo medieval- que al negar las esencias inmutables y convertir lo fáctico en lo único válido produjeron la gran ruptura metafísica en lo filosófico y cultural.

Si se trata, entonces, de un fenómeno cultural es oportuno citar a Marx, para quien no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino que es su ser social la que determina su conciencia (Prólogo a la Contribución de la Economía Política). Es decir, la sociedad y la cultura es la que inculca una determinada manera de pensar, sentir y actuar en los individuos. Lo cual no significa que la conciencia sea un mero reflejo pasivo, sino que es también una fuerza activa sobre el ser.

Así, por ejemplo, nos dice el sociólogo y pensador polaco Zigmunt Bauman en su dura crítica al salvaje capitalismo neoliberal, que la modernidad extiende sobre las conciencias individuales los llamados “tiempos líquidos”, donde nada es permanente y todos es fugitivo (Modernidad líquida, 2002). Por supuesto, dicha metáfora de la liquidez es adecuada sólo en parte a una modernidad sin valores permanentes, porque lo que se vuelve sólido son los antivalores.

Pero parecido al delincuente que recubre los valores positivos para que luzcan débilmente, la cultura posmoderna anatemiza la unidad de la razón para culminar en una mera “voluntad de verdad”. Liberar lo dionisíaco, el azar, la casualidad de una voluntad de poder que trasmuta los valores y adopta el nihilismo. En el fondo este ímpetu de ir más allá del bien y del mal es una fetichización de la voluntad de poder que termina disolviendo lo normativo y divorciando la Libertad de la Justicia. Justo lo que ha acontecido con el neoliberalismo y su brutal desigualdad ecuménica.

El fin del ateísmo y del nihilismo no llegará con la disolución de la estabilidad del ser y su conversión en valor de cambio. No habrá real amanecer postmetafísico planetario si es que antes no se recupera la dimensión trascendental en el acto humano trascendente. Superar el nihilismo como experiencia crepuscular de Occidente requiere no sólo la abolición de instituciones obsoletas (capitalismo, estado, tecnología antiecológica, etc.), sino que exige una pragmática unida al pensar metafísico. Y eso lo proporciona de modo coherente el cristianismo.

Pero aquí retornamos nuevamente al punto del principio. El problema es el hombre. Una humanidad que se mantenga firme en la presecución de los ideales es casi imposible. El hombre es una criatura lábil, proclive al mal. La experiencia del Holocausto nos lo demuestra. Personas decentes, cultas y con valores pueden incurrir en la banalización del mal, tal como lo demuestra Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo) y punto en el que estuvo de acuerdo K. Jaspers. Pero no se trata de asumir un cariz pesimista, más es necesario reconocer que sin una visión providencial de la historia tampoco hay medio de superarlo.

Por este camino avanzó P. Ricoeur (Finitud y culpabilidad) al enlazar una ontología de lo finito con una filosofía del símbolo, porque éstos son el lazo que une al hombre con lo sagrado. Pero no es posible elevar la ontología de la finitud hasta lo divino sin la oración y la vida virtuosa. Ambas son las bases para elevar el alma a Dios. Pues no sólo hay una simbólica del mal, hay también una simbólica de Dios. Y ésta reside en los sacramentos. Su infusión y efecto es sobrenatural.

En conclusión, ¿Cómo buscar a Dios en una Edad sin Dios? En primer lugar, recobrando ontológicamente nuestra dimensión de criatura. Lo cual lleva, en segundo lugar, a recuperar metafísicamente un sentido de finitud y un deseo de infinitud que sólo puede saciarse en Dios. Pero moralmente como la voluntad humana es frágil, y esto en tercer lugar, hay que recurrir a la oración para que nuestra libertad sea asistida por la gracia divina. La pragmática que ha de derivarse de este giro, en cuarto lugar, es la reconquista de una civilización de amor y justicia, que deja la visión intuitiva de Dios para la otra vida.


Lima, Salamanca 16 de Diciembre del 2016