AUSCHWITZ Y EL PODER TOTAL (II)
Gustavo Flores Quelopana
Ser para la muerte
El inefable Heidegger -o el gran egoísta que nunca llegó
a escapar de sus fantasías, según palabras de Rorty en su Autobiografía
intelectual- nunca tuvo razón al afirmar que el hombre es un ser para la
muerte, o sea es una línea de meta a la que estamos avocados. Si lo fuera Auschwitz
no llamaría la atención y sería otro accidente trivial en la historia. Quizá la
frase de Heidegger encaja a la perfección en medio también de una modernidad
secularizada que endiosa al hombre y que sólo le reconoce una dimensión temporal,
junto al Ser. Ya lo había destacado Dostoievski al escribir: “Sin Dios todo
está permitido”. El hombre de la modernidad es un ser temporalista y anti
eternalista. Así, no nos debería llamar mucho la atención la afirmación de Heidegger
que el hombre es un ser para la muerte.
Para un espíritu creyente la sentencia de Heidegger
resulta, por decir lo menos, chocante. El hombre no es un ser para la muerte
sino un ser para la vida eterna. En ese sentido fue la reacción de la filósofa
alemana de origen judío, Edith Stein, que justamente fue internada en 1942 en
Auschwitz, tras ser apresada en Holanda por la Gestapo, para ser asesinada a la
semana, con apenas cincuenta y uno años. En su obra Ser finito y ser eterno,
escrita en 1936, emprendía la refutación de Heidegger de que el hombre es un
ser para la muerte. Su libro es en realidad una respuesta a la temporalización
del Dasein por Heidegger. Stein, desde una filosofía trascendentalista y
no desde una metafísica de las esencias, sostiene que el ser finito es un
hacerse presente de lo eterno en lo finito. Sólo se puede comprender al hombre
como un abrirse del ser finito al ser eterno. El sentido del ser humano es que
en él deben unirse el Cielo y la Tierra, lo inmanente y lo trascendente, Dios y
la Creación. Sólo por la gracia de la redención se abre para el ser humano la
vía de participación en la vida eterna. Cristo no fue arrojado a la existencia,
sino que eligió venir para salvarnos. De ahí la importancia del hombre.
A lo que vamos es que el exterminio industrial de Auschwitz
tiene una íntima relación con la esencia del pensamiento moderno. La tradición
moderna insiste en el problema del conocimiento, deja de concebir al hombre
como ser ontológico para hacerlo como ser gnoseológico, lo desliga del Ser porque
ha roto los lazos con la fe y la teología. Esta ruptura provocó una consecuencia
más profunda, a saber, limitado el saber a la luz natural de la razón procedió
a no rebasar el mundo de la experiencia natural y a conferir a la ciencia
positiva y atea la solución de todos sus problemas. Desde ese momento la razón
y la ciencia autónomas debían resolver todas las dificultades por sus propios
medios. Esto es, si el hombre autónomo se encuentra desligado del Ser, entonces
se vuelve en un diosecillo terrestre, en un superhombre, con capacidad de
decidir sobre la vida la muerte de sus congéneres.
Desde esa base se pueden entender mejor las objeciones de
Stein al Heidegger de Ser y tiempo. Le reprocha apartarse del
significado del Ser porque lo remplaza por la comprensión del ser del hombre. Además,
la comprensión del ser no forma parte de la finitud, de lo contrario todos los
seres finitos tendrían comprensión del ser. La comprensión del ser es de índole
espiritual y personal y no atañe a la finitud.
Para los filósofos partidarios de la tolerancia erigir “grandes
argumentos para la eternidad” no contribuye a la paz ni a la solidaridad, sino
que al creer que se posee la verdad incita a la crueldad. Auschwitz sería
resultado de creer en grandes metarrelatos y en una metafísica fundante. Nada
más alejado de la verdad y de argumentar sofísticamente en contra de la
razón. Históricamente la voluntad de
tomarse en serio las cosas ha sido un importante medio de progreso. Sin ese
espíritu de seriedad habría imperado la indiferencia y la historia luciría
estancada. El creer en la razón y en la verdad no ha sido necesariamente
enemiga de la moral ni incitadora de la crueldad. En el cristianismo, por
ejemplo, se pone énfasis en el espíritu de sacrificio desde la perspectiva de las
verdades fuertes: “El que ama su vida la pierde, pero el que aborrece su vida
la gana para la vida eterna”. Jesucristo dijo: “El que quiera vivir por mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Y Sri Ramakrishna, la figura de la
religiosidad india del siglo diecinueve, dijo: “Conócete a ti mismo y entonces
conocerás a Dios”. Los fundadores de las grandes religiones universales
demuestran la fuerza de la mística para generar todo un movimiento racional.
Los cuales han sido poderosos instrumentos de progreso moral y material para la
humanidad. Por lo tanto, no es cierto que una sociedad solidaria tenga que
brotar de un paraíso donde nadie se siente dueño de la verdad. La unidad en la
diversidad, la unidad de los opuestos es también una verdad fuerte que nace de
la razón y que no incita a la crueldad, pero que tampoco renuncia a la razón, a
la metafísica ni a la verdad. La tolerancia no requiere renunciar a la verdad.
En realidad, la historia necesita la alternancia del
espíritu épico, el espíritu trágico y el espíritu cómico. Parece existir una
especie de fatiga temporal en cada uno de ellos que los hace hegemónicos en
determinados momentos del desarrollo histórico. De ahí que no tenga sentido
oponer el espíritu irónico al espíritu de seriedad, porque es la propia
contingencia histórica la que se encarga de su alternancia estructural.
La frase de Heidegger: “El hombre es un ser para la muerte”,
es una frase seria, porque el Dasein es una existencia contingente que se
realiza en su proyecto. Y es tan seria como la empresa del Holocausto, donde el
cálculo matemático se lucía registrando todo: zapatos, dientes de oro, pelo,
tatuajes, hermanos gemelos, ropa y demás. Pero como escribe Joan Carles Mélich
en su libro La lección de Auschwitz, ¿por qué fue el acontecimiento que
desgarró la historia del siglo XX como símbolo del mal extremo? Porque se
realizó a través de una ideología racista, una filosofía, una ética y una
pedagogía donde el mal y la muerte tienen la última palabra. En Heidegger Dios queda desalojado como
Ser supremo, y ello hace que la nada mantenga su primacía sobre los entes. Los hombres
son una nadificación del ser, están advocados a la muerte y a la nada. Siempre
insistió que el olvido del ser impide el acceso a lo sagrado, a lo divino, a
Dios. Negó que el Ser se pueda igualar con Dios. Cuando por el contrario sería
al revés: es el olvido de Dios que impide el acceso al ser. Pero él afirmó que
el Ser no es el devenir, no es la apariencia, no es el pensamiento lógico, no
es el deber, sino que es latencia y principio que se alcanza por un pensar más
originario que reúne un logos.
Aquí
repárese en un detalle nada despreciable desde el punto de vista filosófico.
Mientras que Parménides en su monismo estricto afirma que el Ser no es arjé,
sino lo simplemente Uno, por el contrario, en Heidegger el ser es arjé que
posibilita lo múltiple. Para Parménides se
trata de pensar lo ontológico sin lo óntico, en cambio Heidegger estaría
pensando lo ontológico con lo óntico como los milesios. Heidegger estaría
pensando el monismo con pluralismo como el resto de la filosofía presocrática.
Este detalle no es de poca monta para comprender la primacía del ser incluso sobre
Dios, lo cual es inocultable a lo largo de toda su trayectoria intelectual. Para
él se trata de emprender un nuevo camino del pensar, en vez de tomar un nuevo
empuje a la religión. Se trata de anteponer a la clave onto-teológica la clave
ontológica. En ese empeño su mérito indiscutible es haber enfatizado la
diferencia ontológica entre ser y ente. Y su demérito filosófico, no político -que
fue ser un nazi-, es haber secularizado dicha diferencia ontológica,
demostrando con ello haber compartido la demencia prometeica de la modernidad.
Es por
ello por lo que, al hombre le sobreviene la nada en la angustia, el hombre es
el decidor del ser, el que hace salir al ser de su indeterminación, el que le
encuentra un sentido. Entonces, ante la nihilización del hombre en la angustia
sólo faltaba enlazar el chivo expiatorio humano para comenzar el exterminio y
los nazis lo encontraron en los judíos. No se trata de que los superhombres
nazis hayan sido expertos en filosofía heideggeriana, de lo que se trata es que
el odio antisemita tiene su base en una determinada cosmovisión de época que
era compartida en Europa.
Aún se sigue discutiendo si Heidegger
fue un nazi convicto y confeso. Pero en el malhadado Discurso del rectorado
aparece en la parte final: "A nuestro gran conductor Adolf Hitler, un Sieg
Heil alemán". Y pensar que tras la publicación de los Cuadernos negros
todavía hay quienes insisten en desnazificar complicadamente al tenebroso
"Mago de Friburgo" con la cómica fórmula del "antisemitismo
metafísico" o con la vía místico-alegórica de la incomprensible jerga
heideggeriana. Lo más sorprendente es cómo esta visión nazi del mundo conquistó
a la izquierda posmoderna. Esto es un verdadero castigo divino, porque ya lo
que se impone es una farsa. No hay duda de que la presencia de la imbecilidad
en la filosofía es muy poderosa.
En el cuarto volumen de los Cuadernos
negros aparecen vinculados los conceptos de técnica, desarraigo y judíos
con la idea de aniquilación. La idea de desarraigo judío se muestra desafiando
el arraigo germánico. Por eso, el fantasma devastador de la técnica fue usado
contra los judíos. Lo cual se enlaza con otra anotación de Heidegger, que a la
letra dice: “la victoria de la guerra es de los judíos y que el verdadero campo
de concentración absolutamente criminal es el estado de la Alemania vencida y
despedazada…Los judíos no podían morir porque no existían”. Lo profundo de su
doctrina -que contiene sombrías alusiones al Ser, sus destinos y aconteceres- está
vinculada a las barbaridades políticas de los nazis
Un confidente y gran amigo incondicional
como Heinrich Wiegand Petzet, en su libro Encuentros y diálogos con Martín
Heidegger, sostiene que Heidegger era un sincero nacionalista, pero no un
nazi. Que su Discurso del rectorado abogaba por la reforma de la universidad,
pero sin aludir al tema racial. Que como ciudadano tuvo el coraje de alejarse
del dictador. Que hasta el final de la guerra fue vigilado por considerársele
una figura incómoda. Que el nacionalsocialismo le impuso un silencio editorial
de una década (1934-1944). Así trata de descalificar las acusaciones que fue un
pérfido nazi y que involucran a su filosofía. No obstante, reconoce que le hizo
falta coraje, pero no se dejó convertir en marioneta. Casi nos convence, pero
lo único cierto es que en sus meditaciones de sus últimos treinta años nunca
tuvo una palabra de arrepentimiento ni condena sobre el Holocausto. Lo cual no
fue una excepción en la Alemania de la postguerra. Es bien sabido que la
Alemania Occidental hizo de la vista gorda y fue cómplice de millares de nazis
que copaban la judicatura, el ejército y la administración estatal. Y no se
trataban de exnazis, sino de nazis convencidos.
Lo cual salió a la luz con el caso del criminal de guerra Oskar Groening,
conocido como el “contador de Auschwitz”, exguardia nazi que sentía culpa moral
por los crímenes cometidos facilitando el asesinato de 300 mil prisioneros. El
caso se publicitó como el último de los nazis juzgados en el siglo XXI. Apenas
un puñado de nazis quedaban con vida. En 2015 fue sentenciado a cuatro años, pero falleció a los 96 años sin haber cumplido
su condena. Lo más valioso fue su testimonio que sacó a la luz una
investigación que reveló la gran cantidad de nazis que no habían sido juzgados,
la complicidad de las autoridades alemanas con la inacción judicial. Se
desmanteló también la campaña negacionista del Holocausto y se conoció el ridículo
porcentaje ínfimo de nazis que habían sido juzgados.
Pero la misma complicidad tuvo lugar con
la Operación Paperclip que llevó a cabo el servicio de inteligencia y militar
de los Estados Unidos para extraer de Alemania científicos nazis especializados
en armamento de avanzada. Mas 700 científicos con sus familias fueron llevados
secretamente a los Estados Unidos. Otros programas similares fueron la británico-estadounidense
Operación Alsos, la británica Operación Backfire y la soviética Operación Osoaviakhim
por la que se hizo de dos mil científicos alemanes. Werner von Braun que llevó
a los estadounidenses a la Luna fue el científico criminal de guerra que ideó
las bombas volantes que cayeron sobre Londres. En otras palabras, razones
estratégicas y militares hicieron que las potencias ignoraran su condición de
criminales de guerra a cambio de colaboración científica. De otra índole fue la
colaboración del Vaticano para la huida de miles de nazis a Latinoamérica, ello
se conoció como ha “fuga de las ratas”.
En el 2020 el Papa Francisco declaró que
se abrían los Archivos Vaticanos, cuya revisión del caso Pio XII y los nazis llevará
varios años por la envergadura de los documentos. Las especulaciones van: desde
que todo se hizo a cambio del oro nazi, hasta que fue un operativo bien montado
y aprobado por el propio Papa Pio XII, el cual calló a siete voces durante el
exterminio nazi. John Cornell en su libro El Papa de Hitler (2001),
expone la idea que Pacelli era el Papa ideal de Hitler porque estaba
obsesionado con la posible bolchevización de Europa y su creencia de que era el
comunismo y no el nazismo la encarnación del Maligno. Por su parte Saúl Friedländer
en su libro Pio XII y el Tercer Reich (1964), escribe que Pacelli guardó
silencio ante la deportación de los judíos de Roma en 1943 mientras los veía
por las ventanas del palacio papal. En 1964 Rolf Hochhut en su obra El
Vicario, también responsabiliza a Pio XII por tales hechos y además revela
que el Vaticano era el principal accionista en la industria de armamentos
alemana. Por su parte, Daniel Jonah Goldhagen en su obra La Iglesia Católica
y el Holocausto. Una deuda pendiente (2002), insiste en dos ideas, a saber,
que la Iglesia estaba informada al detalle del exterminio, que no hizo nada
para detenerlo ni prestar ayuda, y que su antisemitismo melló y desacreditó en
grado extremo su autoridad moral. Todas las responsabilidades que recaen sobre
Pio XII y su relación con Hitler agotó las líneas maestras de Concilio Vaticano
I (1869-1870) de Pio IX, y sólo podía ser subsanada por un Papa vigoroso como
Juan XXIII, cuya obra más importante fue convocar el Concilio Vaticano II (1962-1965),
la misma que renovó la orientación pastoral. Los temas de los excesos del
racionalismo, el ateísmo, el panteísmo, el materialismo y el fideísmo, quedaron
atrás por el tema ético de la renovación moral de los fieles.
Por otra parte, la tesis heideggeriana del
hombre como “ser para la muerte” recibiría atención y una respuesta contundente
del filósofo de Marburgo, Nicolai Hartmann. Su valiente libro El problema ser
espiritual, de 1933, en pleno auge del nazismo, no sólo es una controversia
con la filosofía hegeliana y sobre la comprensión del espíritu objetivo, sino
que es una respuesta decisiva a "Ser y tiempo" del nazi Heidegger, al
que acusa de querer superar la inautenticidad mediante el ser para la muerte en
lugar de hacerlo a través de la cultura. Proclamar la superación de la
autenticidad mediante el ser para la muerte es justificar el guerrerismo
homicida, la ideología criminal antisemita y el culto a la violencia que tanto
exaltaba la ideología de la pura racial germánica del nazismo. Por lo demás,
existen evidencias escritas que el olímpico Heidegger a su llegada a Marburgo
tenía el propósito explícito de barrer inmediatamente de allí a Hartmann. Cosa
que lograría con otro colega cuando fue Rector en junio del 33 con un
fulminante informe contra el notable escritor judío Richard Hönigswald,
condenándolo al ostracismo universitario. No menos diferente fue la suerte de su
propio maestro Edmund Husserl -para quien Heidegger era su alumno preferido-,
no sólo se vio excluido de la biblioteca, de la universidad, sino también de la
nacionalidad y del pasaporte. Alcanzó una muerte piadosa en 1938 a los 79 años.
Efectivamente, Husserl
dirige una sutil refutación de la tesis heideggeriana del hombre como “un ser
para la muerte” en su obra final, La crisis de las ciencias europeas y la
fenomenología trascendental. Este libro nace de su olfato ante el desastre
inminente que se avecina con el nazismo. Comienza a escribirlo en 1934 y
concluye en 1937, en pleno paroxismo fanático del odio racista nazi. Es el
último que escribió Husserl. Para entonces ya había asumido con estoicismo el
vejamen proferido por Heidegger y los nazis. También 1937 es el año en que se
enferma y en tan sólo un año, en 1938, morirá. Este libro es su legado
espiritual más intenso. Para Husserl tema de fondo no sólo es explicar la
crisis de las ciencias europeas por la grave crisis vital y la necesidad de
reivindicar fenomenológicamente el mundo de la vida, sino que hallaba muy peligroso
que la élite intelectual traicionara los valores de la verdad, la razón y el
pensamiento. Lo cual estaba representado por su exdiscípulo Heidegger. Por eso,
el libro de Husserl es también una reflexión profunda sobre la imbecilidad de
los intelectuales, que en vez de defender la vida y la cultura defienden la
muerte y la guerra. Por ello, el libro contiene un elevado valor político y una
refutación directa a la tesis del hombre como “ser para la muerte”.
En realidad, toda Europa
se encontrada sumida en una profunda crisis espiritual y material. Lo que
llevaría a una masiva traición de los intelectuales, especialmente en la Alemania
de los años treinta. Julien Benda, racionalista opositor de la intuición
bergsoniana, lo advirtió tempranamente y lo denunció en su valiente libro
titulado La traición de los intelectuales (1927). En medio del auge de
la estupidez, la sinrazón, el militarismo y el racismo, Benda tuvo el coraje de
escribir este libro para denunciar la renuncia de los intelectuales a los
valores de la inteligencia en nombre de los valores de la acción. Los
intelectuales pueden y tienen el deber de intervenir en política, pero con las
armas de las ideas, participando activamente en lo que Gramsci llamó la guerra
ideológica por la Hegemonía de las ideas. Eso es un intelectual orgánico. Lo
otro fue bien descrito por Benda como traición de los intelectuales. Pero hay
algo peor aún entre los intelectuales, y es que al pensar ponen su pluma al
servicio de los poderosos y del poder de turno.
Después de todo, la conducta de Heidegger
era consecuente con su doctrina, pues en Ser y tiempo no considera que
perteneciera a la analítica de lo existenciario, a la ontología, ni el arte, ni
el amor, ni la religión, ni la compasión, el sacrificio, la fecundidad, la paternidad,
la amistad. Será un discípulo suyo, Emmanuel Levinas el que, movido por el
asesinato de su familia en un campo de concentración, dedicará su obra al
pensamiento ético y terminará oponiendo al Ser la inquietud de lo Infinito. En
cambio, Heidegger siempre fue radicalmente finitista, un temporalista, si bien
es cierto, de la presencia presente. Para él la existencia humana se describe
en el ángulo de un cuadrado: Cielo y Tierra, Mortales e Inmortales. La
serenidad, posterior y superior a la angustia, conduce a un pensar poetizante.
Y la técnica es el peligroso envío que hace el Ser a la existencia humana.
Otro discípulo de Heidegger fue Gadamer,
el cual fue muy ambiguo con el nazismo, su ascenso universitario coincidió con
la barbarie nazi, era discípulo de N. Hartmann y se pasó a las filas
heideggerianas y llegó a primer plano gracias al Mago de Friburgo. Gadamer, de
quien dijo Habermas que había urbanizado ciertos temas heideggerianos, proclamó
que con su hermenéutica desconstructiva había dado la vuelta a la tradición
socrática y a la tradición bíblica y, con ello, había llegado el fin de la
filosofía y del viejo pensamiento, se había cerrado el ciclo de la metafísica y
de la ontoteología. El punto nodal de su pensamiento es que la razón histórica
sería fundamentalmente creencias. El valor de las creencias y el papel del
individuo frente a ellas cobra protagonismo. Heredamos el sentido de las cosas.
El riesgo de su giro historicista es que la hermenéutica gadameriana desembocara
en la destrucción de toda tradición, como efectivamente sucedió con la
filosofía posmoderna. O sea, mientras en Heidegger el existente es uno solo y
se muere, volviendo insignificante su vinculo con el mundo, en Gadamer el
individuo cobra valor en las creencias de la tradición. En Heidegger el mundo
son las verdaderas gafas o sistema de interpretación de la existencia
impersonal y mostrenca, pero de lo que se trata es de elevarse a la comprensión
de que se es-en-el-mundo, está abierto al mundo de modo radical. Y por eso,
dirá, el yo quiere la filosofía porque se muere. Esta singular conexión entre
filosofía y muerte no debe ser necesariamente así ni exclusiva.
En
Heidegger la nada de la muerte pertenece al mundo, no lo trasciende. Por ende,
la muerte no va más allá del tiempo. El tiempo forma parte de la muerte. La muerte
es indicación del extraño lazo entre el ser y el tiempo. En la muerte aparece
la relación del existente con lo finito y el tiempo. Esta doctrina donde la
muerte nunca será indicación de lo eterno e infinito es la exaltación
necrofílica de la destrucción, el crimen, el odio, las cámaras de gas, el
exterminio, ocultado bajo la jerga metafórica del acontecer, arraigo,
desarraigo de lo que no es, destinación del ser. En Heidegger el ser es un
abismo sin fondo, representa la racionalidad de la no quietud. En cambio, para
los griegos es un ser de la quietud, y para los medievales una capa ética recubre
el horizonte ontológico. Esto es importante destacarlo porque la modernidad con
la razón autónoma encarna la racionalidad de la no quietud.
El hombre
moderno al rechazar con la razón autónoma lo eterno e infinito, al rechazar a
Dios, se ha dañado profundamente a sí mismo. El hombre prometeico que ha conquistado
el mundo se ha extraviado a sí mismo. Pero ese no es el destino mismo de la
razón, y menos de su autonomía. La verdadera autonomía de la razón reside en ir
libremente hacia lo que indica otra potencia en el hombre, es ir hacia las
verdades suprarracionales de la fe. La propia filosofía presocrática lo ilustra,
en el origen mismo del filosofar está el sentimiento religioso, la mística, sin
dogmas ni ritos.
El
horror de Auschwitz aconteció en un contexto histórico donde el hombre quedó
convertido en un diosecillo terrestre. Ese contexto histórico tiene nombre
propio, y se llama: la Modernidad. Es ese hombre convertido en superhombre el
que determina lo que es lo bueno y lo que es malo, porque precisamente se proclama
estar más allá del bien y del mal. Si para Platón y Plotino Dios está más allá
del ser, para la ideología nazi la raza aria está más allá del bien y del mal
por considerarse superior. El superhombre nazi se concibe como su propia trascendencia,
donde lo ético se subordina a lo ontológico, porque la sangre, la tierra y la
tradición tienen su peso ontológico específico. Esta otra fuente nazi de
sentido está más allá de lo ético. Su inversión valorativa es inversamente
proporcional a la racionalidad de la no quietud del embotamiento moral
implícito en la concepción del mundo de la civilización técnica y calculadora.
Es la
misma racionalidad instrumental la que preside las acciones del imperio de la
fuerza en los asuntos mundiales. Se trata de una política imperialista de
dominio militar, imperialismo económico, uso planificado de la hipocresía política,
la brutalidad estatal y el abuso del poder. Guantánamo y otras cárceles
secretas que el imperio tiene regadas por el mundo representan el Auschwitz en
nuestros días. Sobre esto trata el libro: Publicidad negativa: artefactos
de entregas extrajudiciales, firmado por el fotógrafo Edmund Clark y el
periodista Crofton Black. Recojo del diario El País, la siguiente cita
del artículo del 07 de abril del 2016, “El libro que recoge el terror invisible
de la CIA”: “Estos dos británicos han pasado cinco años investigando el
programa secreto de detención e interrogatorios de la CIA, instaurado por la
administración de George W. Bush tras los atentados del 11-S y que desde 2002 y
hasta 2008 promovió el arresto de más de un centenar de sospechosos de
terrorismo, a los que se sometió a torturas en cárceles secretas distribuidas
por todo el mundo, incluida Europa, y a los que en algunos casos hizo desaparecer.
Aunque el Senado estadounidense admitió su existencia en un informe en 2014 y
durante años se denunció la connivencia de gobiernos como el alemán o el
español, los lugares y países donde se torturó a los supuestos terroristas
nunca han sido oficialmente reconocidos”.
Noam Chomsky en su libro Estados canallas, identifica el accionar de esta racionalidad luciferina en los Estados Unidos, el cual encabeza la amenaza a los pueblos del mundo, ve al nacionalismo radical como un enemigo a destruir, se pone al margen del orden jurídico internacional, socava los derechos humanos y la democracia, deteriora la paz mundial, y se convierte en el primer estado terrorista del mundo.
4
¿Nunca más?
Cuando el nazi, criminal de guerra, Oskar Groening ya
nonagenario testificó, dijo que lo hacía para que dicho horror “Nunca más se repitiese”. El desiderátum no ha
cumplido y los horrores del exterminio se repiten en cualquier rincón del
planeta.
Hay quienes piensan que para evitar
estas atrocidades hace falta una nueva educación y moral. Para el filósofo
italiano Giorgio Agamben en su libro Lo que queda de Auschwitz
definía el campo de concentración como el espacio biopolítico por antonomasia.
Vivimos la época de la biopolítica, categoría introducida por Michael Foucault.
Sostiene que el problema del significado ético-político del exterminio falta en
este caso. Es el testimonio lo que permite acercarse al sentido del sinsentido.
En esta perspectiva, Auschwitz no es sólo el campo de la muerte, sino el lugar de
un experimento, donde lo humano y lo inhumano se difuminan. Habla de la
ambición suprema del biopoder moderno es liberar a la bestia que está encerrada
en la condición humana sin que ello afecte la vida racional cotidiana.
Pero ya es tiempo de superar la categoría foucaltiana de
biopolítica para dejar paso a la categoría de la tecno-política. La
tecnopolítica en un primer momento ha sido la gestión política de la técnica. Pero
en un segundo momento se ha convertido en la gestión técnica de la política. Con
las redes sociales, la web y el internet, es la técnica la que va definiendo la
política y no al revés. En el fondo se trata de erigir una ciencia y una
técnica para convertir al hombre en un medio para un fin demoníaco: el poder
total. Auschwitz sólo fue el primer paso, ahora ya entramos en el umbral de lo
segundo. Estamos viviendo el epítome de la técnica deshumanizadora y el umbral
de la inteligencia artificial autónoma (IA). Paulatinamente lo virtual es lo
que determina el sentido del ser.
En la actualidad la vigilancia ciudadana y la violación
de la privacidad en las comunicaciones se justifica bajo el pretexto de combatir
el terrorismo, pero lo que en el fondo está en juego es la transformación de la
democracia en un régimen intratotalitario, donde los derechos civiles quedan
abolidos en la práctica, aunque se predican en la teoría. Esta es una forma de
crueldad más refinada de la que describió Orwell en su novela 1984. Y
ante lo cual no se puede argumentar que el ironista liberal del que habla Rorty
prefiera oponerse a la crueldad dura que a la crueldad sutil. Sencillamente las
contingentes circunstancias históricas no pueden ser las que determinen lo que
es cruel o no. Por eso no basta ser historicista y tolerante para oponerse la
crueldad, sino que hay que reconocer que la verdad trasciende lo contingente e
historicista para afincarse en lo permanente y universal. En vez de celebrar
que la gente se vuelva atea, nominalista e historicista, hay que preocuparse
que ese proceso no avance, sea detenido y revertido, de lo contrario lo ético
estará en manos completamente de lo pasajero y de las contingentes circunstancias
históricas.
En vez de proponer considerar el problema sobre la verdad como un tema
estéril, como pretende la sofística posmoderna y la antifilosofía con el neopragmatismo
rortyano, hay que seguir subrayando la peligrosidad de tal tendencia y
planteando la importancia que tiene para la auténtica responsabilidad para con
el mundo. Para oponerse a la crueldad con consistencia el historicismo -la
verdad se hace- debe encontrar su asidero en la historicidad -la verdad
se descubre-. Esto supone una postura realista.
Es cierto que la web y las redes sociales son fuente de la llamada “posverdad”.
Y como bien señala el filósofo italiano Maurizio Ferraris, en su libro Posverdad
y otros enigmas, para defender la verdad no hay que negar la ontología
-cosa que se hace en la hipoverdad de la hermenéutica- ni de la epistemología
-como ocurre en la hiperverdad de la filosofía analítica-, sino que simplemente
hay que relacionarlas con el medio tecnológico. Para propone el realismo de la
mesoverdad. Pero a pesar de estos presupuestos Ferraris concluye que la verdad
no es ontológica ni epistemológica, sino tecnológica -la verdad es un “hacer la
verdad”-. Esto último es un profundo error dialéctico. Y lo es porque, en
primer lugar, la tecnología no hace la verdad, sino que es un medio por el cual
se descubre la verdad. En segundo lugar, a verdad ontológica reside en la
realidad, en el ser. La verdad epistémica en el conocimiento. Y, en tercer lugar,
la verdad tecnológica no existe, o mejor dicho es la mediación instrumental de
lo ontológico y gnoseológico.
Por eso, cuando afirmo que no se trata de la vigencia en nuestros días de
la biopolítica sino de la tecnopolítica, esto no quiere decir que lo
tecnológico haga la verdad de la política, sino que condiciona la forma y el
contenido instrumental de lo político. A fin de cuentas, siguen siendo seres
humanos los que diseñan la política que se implementa a través del internet. Quizá
algún día lo haga una inteligencia artificial, pero aun no hemos llegado a
ello. Esto no es pensar la situación increíble de la película de ficción Matrix,
donde todo nuestro mundo es una simulación y los seres humanos son baterías que
alimentan a las máquinas despiadadas. Esto equivale a un cruel Auschwitz
cibernético. Pero aun si llegara ese siniestro porvenir nunca la justificación y
la esperanza pragmatista podría sustituir a la verdad y al conocimiento
clásico.
Lo preocupante de este espíritu de disolución de la verdad va acompañado de
la negación de cualquier noción de naturaleza humana. Este aspecto lo hizo
notar el teórico político de la Universidad de Manchester Norman Geras, en su
libro Solidarity in the Conversation of Humankind. The Ungroundable Liberalism
of Rorty (1995). La solidaridad con la víctima afirma Rorty, se basa en los
cambios de sensibilidad y no en el reconocimiento de una esencia humana. O sea,
el acto de reconocimiento de una víctima no se deriva del reconocimiento como
un ser humano, sino que son simples cambios de sensibilidad. Es decir, la
sensibilidad puede cambiar y hacer que se tenga más compasión por víctimas
animales que humanas. Pero el hecho de que los horrores cometidos contra la
dignidad humana sigan siendo considerados como tales en todos los tiempos, es
el mayor mentís de esta afirmación sofística y cínica del historicismo
edificante.
No hay duda de que Rorty representa la luz crepuscular de la ideología
liberal. No son los principios racionales, sino el lado utilitario de las cosas
las que dictan la acción racional. Para él la crisis del ideal universalista de
la razón no se supera con principios racionales, sino haciendo de la acción tolerante
el fundamento de la solidaridad y no de la razón. A esto hizo alusión Habermas
en su libro El discurso filosófico de la modernidad (1985), cuando
menciona que el pathos nietzscheano nubló la vista del pragmatismo rortyano. O
sea, para Rorty los horrores de Auschwitz algún día dejarán de ser reconocidos
como tales cuando cambie la sensibilidad, poniendo en primer lugar -quizá- las
víctimas animales, como, por ejemplo, cerdos, vacas, perros o gatos.
Eso es para Rorty ser lo suficientemente secularizado. Esto es, su llamada filosofía
antiautoritaria exige ser radicalmente antimetafísico. Auschwitz no es terrible
porque allí fueron asesinados millones de seres humanos, sino porque esa era la
sensibilidad del momento. Realmente esta negación de la idea de validez ética
universal y la entronización de la pura contingencia no contribuye en nada a
entender ni a fomentar el progreso moral. Y al contrario prepara peores atrocidades
que Auschwitz. En realidad, la ética discursiva de Habermas no reposa en un
postulado ontológico, sino en un postulado lingüístico de la pragmática
consensual. En esto no hay mayor desacuerdo con Rorty. Pero discrepa que Habermas
se aferre al prurito de la ley racional universal.
Pero el espíritu de disolución de la verdad no sólo acompaña al
historicismo edificante del liberal Rorty, sino también al movimiento negacionista
del Holocausto. El movimiento neonazi se dio cuenta que una rehabilitación del
nazismo depende de la negación del impopular Holocausto. Así Austin App,
profesor de literatura medieval en La Salle, fue el primer negacionista
estadounidense del Holocausto y personajes por el estilo se fueron propagando. El
negacionismo es un movimiento conspirador que niega la Solución Final de la
Alemania nazi, las cámaras de gas, el exterminio de judíos y reducen a una
décima parte los judíos asesinados. Su afirmación que el Tercer Reich tuvo como
objetivo deportar, pero no aniquilar judíos, ha causado tal indignación que ese
movimiento ha sido proscrito en países como Alemania, Austria e Israel. Los
negacionistas -que hay que distinguirlos de los revisionistas históricos legítimos-
afirman que el Holocausto fue un engaño, una conspiración y una exageración
diseñada por los propios judíos para victimizarse y promoverse. Conocido es el
caso de la historiadora estadounidense Deborah Lipstadt, autora del libro La
negación del Holocausto, que recibió una demanda por difamación que
interpuso -y que perdió- el historiador negacionista británico David Irving,
que en sus diversas obras sostiene que Hitler no sabía del exterminio de los judíos
o si lo sabía se opuso. En Austria Irving en 2005 fue declarado culpable y
condenado a tres años de cárcel por trivializar, minimizar y negar el
Holocausto.
Por su parte, los historiadores han documentado que en la medida en que la
derrota de Alemania se hacía inminente los propios nazis emprendieron la
destrucción total de los registros alemanes de exterminio masivo. Pero a estos
esfuerzos alemanes se unieron esfuerzos de los colaboracionistas franceses, que
también procedieron a la destrucción de casi todos los archivos de los arrestos
masivos y deportaciones de judíos para evitar situaciones embarazosas para el
Estado francés. El negacionismo francés se extiende en la década de los 60 con Paul
Rassinier, en 1978 con Louis Darquier de Pellepoix, refugiado en la España franquista,
y que afirmó que “sólo se gaseó a los piojos”; en 1980 con Robert Faurisson,
que se refirió al exterminio judío como “estafa política sionista”. En la misma
década Roger Garaudy advierte del peligro del “lavado de cerebro” por parte de
los negacionistas.
Ante tamaña monstruosidad que se encontró en los campos de exterminio, el
propio general Eisenhower ordenó en 1945 documentar con la mayor cantidad fotografías
lo que algún día sería objeto de una campaña negacionista. Pero en realidad la
brutal realidad del Holocausto no se hizo tan extensiva en la conciencia
pública con los Juicios de Núremberg, sino en 1961 con el juicio al criminal de
guerra Adolf Eichmann y la televisión jugó un rol decisivo en la difusión de
las atrocidades nazis. Pero en realidad la campaña negacionista fue empezada
por el propio régimen nazi durante la década de 1930 alegando que las acusaciones
de la existencia de campos de concentración eran mentiras calumniosas por parte
del gobierno británico.
También es de conocimiento público el caso de Willis Carto y su Institute
for Historical Review (IHR), fundación inspirada por el susodicho Austin App, que
prometió una recompensa de 50 mil dólares a quien pudiera demostrar que los judíos
fueron gaseados en las cámaras de gas. Se presentó Mermelstein con todos los
documentos del caso, y ante la negativa de la IHR de cumplir el trato recibió
una demanda difamación, incumplimiento de contrato y negación lesiva de hechos
establecidos. En 1985 el Tribunal dictaminó que se pagara al Señor Mermelstein
90 mil dólares y se emita una carta de disculpas al sobreviviente de
Auschwitz-Birkenau y Buchenwald.
El negacionismo del Holocausto también está presente en Medio Oriente -Egipto,
Irán, Siria, Qatar, Arabia Saudita y se extiende a los líderes de Hamas- pero
por razones muy distintas a las de los ex miembros de las SS. La cosa es que el
fenómeno ha tomado tal envergadura que, en la Enciclopedia del Genocidio y
Crímenes de Guerra contra la Humanidad, se define el negacionismo del Holocausto
como “una nueva forma de antisemitismo”. Pero en realidad el antisemitismo no
es sino una variante más de la discriminación racial. Por ello, resulta
alarmante el racismo cotidiano que subsiste en Alemania y la xenofobia que se
extiende por toda Europa ante el aumento de la inmigración latinoamericana y
africana. Es decir, el problema de fondo del negacionismo del Holocausto no es
tanto el antisemitismo, sino la xenofobia y las demás formas de discriminación.
Los hornos crematorios de Auschwitz y demás campos de concentración nazis ardieron
no sólo con cuerpos de judíos gaseados, sino con cuerpos de todas las razas,
creencias e ideologías. Ello no minimiza en absoluto el hecho del antisemitismo
declarado del régimen nazi. Después de Auschwitz la historia ha vuelto a
soportar nuevos exterminios masivos que resultan chocantes al discurso
civilizado. Simplemente sigue sucediendo con la mayor variedad de motivos. Ni
el Holocausto es un invento ni los exterminios han cesado. Por ende, no se
trata sólo de que el mundo esté a salvo del antisemitismo, sino de todo tipo de
discriminación que sirva de excusa para el exterminio.
Sencillamente no podremos decir ¡Nunca más!, si no logramos erradicar la
intolerancia y la discriminación de la mente y costumbres cotidiana de los seres
humanos. Y para ello no se necesita renunciar a la razón, a la verdad y a los
fundamentos fuertes, como piensa el posmodernismo y el neopragmatismo actual. Y
no se necesita porque la idea moral de la dignidad de la esencia humana basta para
ello. Pero la xenofobia, como temor al forastero, se extiende a la intolerancia
a que éste preserve su cultura en vez de asimilarse a la comunidad que lo acoge.
La respuesta ha sido la propuesta intercultural, que no es asimilacionismo, como
derecho a la existencia de dos o más culturas en un mismo territorio. Lo cual
sólo es posible en una cultura que se basa en valores de la democracia, la
libertad y los derechos humanos. Justamente un Auschwitz planetario supondría
la abolición completa de estos valores. Por esto, el valor del
interculturalismo es que muestra el cuestionamiento de los derechos humanos por
parte del culturalismo.
Por su parte, el Comunitarismo es un movimiento que peligrosamente coquetea
con el fascismo y toda clase de extremismo político basado en los valores de la
tierra, la sangre y la tradición, porque, sin ser contrario al liberalismo,
defiende a las comunidades y sociedades y no al individuo. Su idea básica es
que la teoría liberal de la justicia no presta suficiente atención a las
comunidades, lo cual compromete la participación ciudadana en el debate público.
Destaca así el papel de la comunidad en la formación del individuo. Por ejemplo,
el filósofo político Michael Walzer defiende en sus obras: Justicia y
tribalismo (1996) y Moralidad en el ámbito local e internacional
(1996), que la teoría política debe estar basada en las tradiciones y la
cultura concreta de cada sociedad, revitaliza la idea de la guerra justa y piensa
que no existe un criterio único para valorar la justicia social.
Fue el filósofo Carlos Thiebaut quien, desde un liberalismo universalista, en
su obra Los límites de la comunidad (1992), señala que la noción de
comunidad ligada a la tradición, la sangre y la tierra, implica peligros
retardatarios y totalitarios, y que por ello la crítica del liberalismo por el
comunitarismo no da cuenta de la complejidad moral, social y cultural de la
sociedad moderna. La alternativa sería un liberalismo permeable que conciba el
imperativo de tolerancia junto con el imperativo de solidaridad. En cambio, el
comunitarista hermenéutico Charles Taylor, que no lo anima ningún espíritu
etnicista y que no se le pasa de largo el peligro totalitario, no llega tan
lejos como Walzer, y tiende un puente entre comunitarismo e Ilustración, fe y
razón. De ahí que en su obra La ética de la autenticidad (1994) preconice
un comunitarismo democrático donde la identidad personal y colectiva es
conformada por la comunidad.
Paradójicamente, y a pesar de que el multiculturalismo se extendió después
de la Segunda Guerra Mundial en medio del horror del racismo institucionalizado
del nazismo, un Auschwitz global podría convivir con un enfoque multicultural
porque supone -por lo menos en la acepción anglosajona- un racismo intrínseco de
respetar el espacio cultural de cada sociedad que se aparta la una de la otra. Por
el contrario, América Latina promueve la integración y el mestizaje de las
diversas comunidades en una sola y favorece la ensaladera del crisol de razas.
Es por ello por lo que en esta subregión se tiene dificultades en avanzar hacia
políticas de identidad, políticas de la diferencia y las políticas de
reconocimiento, porque la tendencia idiosincrática se da hacia la integración
en vez de la segregación. En esta área geográfica el término multiculturalismo
encuentra mejor fortuna en referencia a los estados-nación. Pero el énfasis en
el estado nacional conlleva a que los diferentes grupos étnicos y culturales se
asimilen a una sola identidad cultural, lo que ocasiona la erosión y extinción
de su cultura distintiva.
No obstante, por más que Habermas diga que lo instrumental no es la esencia
de la racionalidad moderna sino su carácter autocrítico, pasando a proponer el
paradigma lingüístico de la acción comunicativa y el consenso, a pesar de ello,
el mayor dilema para la subregión latinoamericana es que busca insertarse en la
modernidad justo cuando se adquiere mayor conciencia de su lado perverso, a
saber, la racionalidad instrumental. Esto fortalece el regionalismo, la modernidad
mestiza y el Plurinacionalismo. De ahí que esté cobrando cada día más fuerza el
Plurinacionalismo, como el derecho de cada grupo nacional de permanecer como
tal bajo un mismo gobierno, estado o constitución. Bolivia desde Evo Morales es
un ejemplo de estado plurinacional en América Latina. No hay duda de que el Plurinacionalismo
es un poderoso dique de contención contra el culturalismo fascista y es otra
forma de llevar adelante el consenso sin renunciar a los postulados ontológicos.
Es más, el Plurinacionalismo al defender los derechos nacionales de cada grupo
nacional, sería reactivo al nominalismo de la pragmática consensual.
Todo esto redunda en advertir que el principal enemigo de la repetición de
otro Auschwitz no es el liberalismo, ni el comunitarismo ni el multiculturalismo
ni el interculturalismo, sino el singular Plurinacionalismo por el potencial
regenerador del estado democrático que contiene y que rebasa el liberalismo
mismo. Así, el modelo socialista del estado plurinacional de Bolivia, que
intentó ser desmontado por la CIA a través del golpe de estado de Jeanine Añez
en 2019, demostró que el nuevo marxismo no es obsoleto, no colisiona con las
creencias religiosas, puede ser republicano, realizar el estado de derecho, el
parlamentarismo, la democracia y hasta el mercado, en sentido anticapitalista.
Aunque quedaba pendiente el problema de cómo controlar el progreso técnico.
El filósofo español César Rendueles en su libro Capitalismo canalla
(2015), destaca la esencia anticapitalista de la modernidad actual. El capitalismo es canalla porque no
resuelve el problema de la desigualdad. Entonces la posibilidad misma de la
república, el estado de derecho y la justicia se vuelven imposibles. El triunfo
de la razón Ilustrada supone una futura victoria anticapitalista. Lo que se
precisa es la realización de los ideales de la modernidad -libertad, igualdad,
fraternidad- desalojando de la historia al capitalismo mismo.
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