Contra la
racionalidad sin ética
Gustavo Flores Quelopana
P R Ó L O G O
La ética ontológica no es una reducción del deber ser al
ser, de lo ético a lo ontológico, sino que es la afirmación que lo ético no es
una instancia por encima ni por debajo de lo ontológico, sino que es una
manifestación superior de lo ontológico mismo en el hombre. Es decir, la
manifestación ontológica del ser en lo humano es la ética.
Por ello, en el hombre la metafísica del ser y la
metafísica de lo ético coinciden. Es decir, en lo humano no es que lo ético se
subsume al Ser, ni el ser se subsume en la ética, sino que el ser se vuelve ético
en lo humano. La esencia metafísica del hombre es ética y con ello no se está
negando su territorio propio en lo ontológico. En consecuencia, el territorio
ético es al mismo tiempo territorio ontológico particular del ser. La esencia
metafísica del hombre no es excluyente de la fusión de lo ético con lo
ontológico.
Si la barbarie nazi fue posible fue porque obró una
racionalidad sin ética, o sea la ontología de la raza superior colocada por encima
de lo ético. Para negar dicha distorsión ontologista, no hace falta desvincular
la ética de la ontología, sino concebirla en su verdadera relación metafísica
con el ser.
El bárbaro moral no es el que carece de la dimensión
ontológica de la ética sino el que a pesar de captar la objetividad del valor
permanece indiferente a su realización praxiológica. O sea, la persona malvada
no es que no tenga noción de lo que es el bien y el valor, sino el que
realizando fraudes, purgas, masacres y genocidios puede seguir llevando una
vida aparentemente normal. El desquiciamiento de la naturaleza ética humana no
anula la existencia de la dimensión ontológica de la ética, sino lo que bloquea
es la realización de los valores supremos del bien y el amor. Esto es, si lo
ético es el plano ontológico que posibilita la captación del valor, ello no
garantiza su cumplimiento y realización.
Incluso el cumplimiento formal del deber moral puede
llevar a monstruosidades éticas cuando lo moral se identifica con lo legal y la
obediencia estatal -justo lo que sucedió bajo el régimen nazi-. Es por ello de que
la racionalidad sin ética se puede escudar en el simple cumplimiento del deber.
Pero aun así no desaparece el horizonte ontológico de la ética como dación del
valor. Y justamente por ello es posible el fenómeno de la culpa moral.
La culpa moral se produce porque la naturaleza ontológica
de la ética es imborrable. Es decir, la dación y captación del valor no se
puede ocultar. Pero su realización praxiológica sí se puede esquivar. Se es
inmoral y anético no porque no se capta el valor, sino porque no se realiza el
bien y el amor en la acción. Es más, la racionalidad sin ética del bárbaro
moral se siente con la patente de corso de establecer un nuevo código moral, de
desmalignizar el mal y malignizar el bien, de invertir los valores, pero lo que
no le está dado a la naturaleza humana es suprimir su horizonte ético ontológico.
Ética y Ontología
La Modernidad inaugura la era del hiato más profundo entre ética y
ontología. Impulsada por el pensar calculador de la racionalidad científico-técnica
configura una racionalidad sin ética, que pone los medios sobre los fines,
tritura la vida individual en la masificación, reduce al hombre a productor y
consumidor, impone un estado policiaco, tecnológico, propagandístico y totalitario,
y en lo cultural pulveriza el ocio y el tiempo libre en actividades enajenantes
y cosificadoras. El hombre, para decirlo kantianamente, quedó convertido en un
simple medio para un fin externo.
Todo esto representa el profundo foso que en la modernidad se ha cavado
entre la ética y la ontología. Las dos guerras mundiales y el Holocausto fueron
la plasmación madura de aquellos nacionalismos agresivos que ponían la sangre,
la tierra y la tradición sobre los valores universales de la Ilustración
-Fraternidad, Libertad, Igualdad-. Con ello la ética se subsumía a la
ontología, el Ser se contraponía al Bien. El abismo entre ambos estaba trazado,
pero no correspondía a lo mejor de la modernidad ni a la real relación entrambos,
sino a su degeneración instrumental. Lo que vino después fue la masificación de
la cultura de la vulgaridad, el capitalismo inmoral, la ruina de la
ejemplaridad pública y el imperio de la antropología de la utilidad. Era la
consecuencia natural del extravío de la virtud, el desquiciamiento de la
libertad, la destrucción de los valores, la corrupción de la secularización y
la anarquía moral. Por eso, lo fundamental no es -como cree Byung Chul Han- cómo
se motiva una acción, sino bajo qué valores se lo hace.
Pero en un mundo diseñado para el mal la gente no deja de sentir el
impulso de obrar bien y en su imposibilidad lo compensan con las vías de escape
tipo mentalista. En este escapismo de la autosugestión se repite la fórmula “Yo
pienso que estoy bien, por tanto, estoy bien”. Pero las cosas no cambian y siguen
mal. En el fondo se trata de una estrategia de adaptación social que haga al
mundo más llevadero y que incluso me haga soportable mi propia indiferencia
ante la práctica del bien.
La Indiferencia moral es un fenómeno crucial para darnos cuenta de
que, en el Yo, la Conciencia o la Existencia, hay algo permanente que nos dice
cuándo algo es bueno o es malo y, sin embargo, permanecemos indolentes. El
fenómeno de la indiferencia moral remite a la comúnmente llamada “voz interior”
o “voz de la conciencia”. Justamente se trata de una apatía ante la voz
interior. La doctrina tomista afirma que la ley natural moral está ínsita en la
dignidad de la persona humana. Esta fue recuperada después de las tragedias de
las dos guerras mundiales en el Declaración Universal de los Derechos Humanos,
e incide en la existencia del hecho moral y de la ley natural moral como
universal e inmutable. La cual exige obligación y sanción moral. Lo cual lleva a preguntarnos si ¿acaso pudiera
haber “indiferencia moral” en el hombre si en el fondo de su ser no hubiera
algo permanente como la ley natural moral? No. Lo que no es permanente ni
constante no produce indiferencia, simplemente es efímero, transitorio y
fácilmente pasa al olvido. Pero la falta moral no se olvida, produce
remordimiento y genera el sentimiento de culpa.
O sea, a contrapelo de lo que sostiene el convencionalismo y el
historicismo, la conciencia moral no crea la ley moral, la enfrenta, ya sea
para asumirla o para rechazarla. Este enfrentar el valor es indicación de su
objetividad. O sea, no dependen de las preferencias individuales. Y esto es
común en todas las épocas, sociedades y en todos los códigos morales. Se trata
de un fundamento que los trasciende, que no depende de la historia ni del
tiempo. Dicha base transtemporal y transhistórica no puede ser sino de carácter
ontológica. O sea, el mundo del valor es otra forma de manifestación de lo
ontológico. Y esa otra forma se llama Ética. La ética no está divorciada de la
ontología, ni se le contrapone, ni se le subsume, ni está sobre ella, simplemente
es la forma natural que tiene el Ser de aparecer en la naturaleza valorativa humana.
La Ética es la aparición del ser en el hombre a través de los valores.
La criatura humana es por antonomasia un ser ético, un realizador de valores, como
aquella dimensión que lo hace humano. Aquella contraposición entre ser y valer
es sólo válida en la medida en que se contrapone el mundo humano al mundo no
humano. Lo cual no es óbice para que la universalidad del valor se explaye
hacia realidades no humanas, por ejemplo, la ecología. Lo cual implica que el
valer, según Lotze, es un reino ontológico independiente frente al ser real y
al ser ideal. Pero el valer no deja de ser una forma del Ser, esto es, el valor
no es independiente porque está siempre adherida a las cosas o a los actos. Por
ello, el fenómeno de la indiferencia moral sería imposible si la naturaleza
humana no tuviera como fundamento antropológico la universalidad natural de la
ley moral.
Por el contrario, desde la sofística griega hasta el historicismo débil de
Vattimo y el neopragmatista de Rorty, no existe nada universal en la ley moral.
Los valores son vistos simplemente como el ideal regulativo de las acciones. Y
dentro de su convencionalismo social denuncian que concebir a los valores como
un reino independiente conlleva hacia un reino platónico de las ideas que
acarrea el peligro del absolutismo. Si lo valores tienen ser entonces se corre
el riesgo del autoritarismo del líder, del iluminado capaz de contemplarlos.
Los valores simplemente se tienen como se tienen ideas o normas.
El nominalismo del valor remite el fenómeno de la indiferencia moral a
la constatación de que justamente es la mejor prueba de que no hay ningún
fundamento ontológico universal en la ley moral, ni que éste sea natural sino
mera convención. La consecuencia inevitable de esta postura es que la vida
valorativa no sólo sea mutable sino subjetiva y relativa. Y ese es el riesgo
que corre el hombre gnoseológico de la modernidad a diferencia del carácter
ontológico de la filosofía antigua y medieval.
Es cierto que con Nietzsche el valor se descubre como el fundamento
esencial de las concepciones del mundo. Y con ello se dio lugar al carácter
axiológico del pensamiento contemporáneo. Tres fueron las corrientes que dieron
respuesta a la cuestión del valor: la escuela de Brentano -Ehrenfels, Meinong,
Münsterberg- que encontró el valor por la vía de la reflexión de los actos de
preferencia o repugnancia; la escuela de Dilthey -por el camino de la
meditación sobre el fundamento de las concepciones del mundo y la filosofía de
la filosofía; y la línea de Lotze-escuela de Baden-Scheler-Hartmann, que ante
el peligro de disolución de toda verdad proponía la superación del relativismo
historicista. Pero lo que el historicismo posmoderno y el neopragmatismo
ofrecen es un sistema de preferencias estimativas en vez de una teoría pura del
valor. En cambio, la axiología pura -como lo señaló Scheler (Ética)- trata
de los valores como entidades objetivas, irreales, pero diferentes a las
entidades ideales, porque no son percibidos de modo intelectual sino emocional.
Sobre este rechazo historicista de la universalidad del valor en la
filosofía contemporánea, hay que decir que tiene que ver tanto con la
anormalidad morbosa como con la anormalidad adquirida que habló Scheler. Con la
anormalidad morbosa porque, aun cuando ésta tiene que ver con la enfermedad
congénita y lo psicofísico, los rasgos psicopáticos de la sociedad basada en
criterios utilitarios tienden a acentuarse desequilibrando mentalmente a las
personas, desarraigándolo de sus auténticas necesidades humanas de relación,
trascendencia, identidad y orientación. Esto lo señala muy bien Erich Fromm (Psicoanálisis
de la sociedad contemporánea). Más recientemente el filósofo español Antonio Marina en su libro La inteligencia fracasada,
con sinceridad descarnada trata de encontrar explicación de por qué incluso los
más inteligentes son también tan estúpidos. Reclama una teoría científica de la
estupidez. Serviría de profilaxis por su urgente necesidad. ¿Por qué́ nos
equivocamos tanto? ¿Por qué́ nos empeñamos en amargarnos la existencia? ¿Por
qué́ las personas inteligentes hacen cosas tan estúpidas? ¿Por qué́ tropezamos
cien veces con la misma piedra? Presenta una taxonomía de la inteligencia
fracasada, una herborización de los mecanismos de la estupidez. Hay fracasos
cognitivos y afectivos, lenguajes fracasados y fracasos de la voluntad, hay
fracasos personales y políticos. El fanatismo, el desamor, la incomprensión de
las parejas, las adicciones, la injusticia, la rutina, el miedo y la sumisión,
los heroísmos criminales, la ferocidad glorificada, todas son derrotas de la
inteligencia. Convencido que la inteligencia puede triunfar, la finalidad del
libro es ayudar a reducir la vulnerabilidad humana. Lástima que su interesante
enfoque se centre más en el fenómeno de la estupidez y de lo intelectual en vez
de lo valorativo y lo emocional. Pero lo señalado por Marina tiene que ver con
la anormalidad morbosa.
Ahora bien, en lo que concierne a la anormalidad
adquirida hay que señalar que sobre todo tiene que ver con la sumisión del
espíritu con la mentalidad científico-técnica y la racionalidad sin ética.
Estas encuentran los aparatos ideológicos idóneos de difusión en la televisión,
la web, el internet, la cultura de la vulgaridad, la masificación social, la
cosmovisión práctica, las instituciones amorales y la época narcisista de la posmodernidad.
Se trata del imperio de un clima espiritual y cultural donde la idea de persona
sufre un menoscabo profundo, porque ya nadie quiere hacerse con la tarea de que
su ser es un esfuerzo permanente y que libertad no es ilimitada sino asunción
valorativa en el cosmos. El individuo posmoderno no cree en valores objetivos,
ni siquiera en valores formales -como en Kant-, sino que los rechaza para
verlos como meramente convencionales. La filosofía contemporánea ha ido acentuando
su tendencia antimetafísica y temporalista, y tras experimentar los diferentes
giros -fenomenológico, existencialista, semiótico, estructuralista, lingüístico,
posmoderno, pragmático- ha ratificado su rumbo nihilista en la sociedad postmetafísica.
Con ello el problema axiológico y ético lejos de quedar sepultado sigue en
primer plano, porque se tratan de posturas que lejos de dar respuesta coherente
al sentido de la vida, la vacían y dejan al hombre en la incertidumbre.
Esto nos devuelve al fenómeno de la indiferencia moral, y se puede
señalar que ésta justamente revela que la ética es de modo emocional en
la naturaleza humana. Se es indiferente ante algo que nos llama, que nos hace
sentir su urgencia no intelectual sino emocional. Esto es, lo emocional percibe
el ser del valor. Lo ético es un acontecimiento singular del ser
en el hombre. Por esto mismo no está fuera ni dentro de la ontología, sino que
es otra forma de ser de lo ontológico. Es lo ontológico emocional. La
metafísica de la ética pertenece al horizonte de lo ontológico emocional.
Mientras que la metafísica del conocimiento de las cosas pertenece al ámbito de
lo ontológico intelectual. Lo ontológico emocional es el lenguaje de la ética. Lo
ontológico intelectual tiene que ver con la universalidad representativa, lo
ontológico emocional con la universalidad emocional. Ser y Acción se juntan,
tanto en el devenir de las cosas, los entes y seres irracionales, como en el
existente racional humano. Y es así porque el ser no tiene contenido sino en el
acto. Pero el acto humano es especial por la vida consciente. Bien lo expresa
Rubén Darío en su poema Lo Fatal:
Dichoso el árbol
que es apenas sensitivo,
y más la piedra
dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor
más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor
pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la
sombra y por
lo que no
conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde
vamos,
¡ni de dónde venimos!...
Lo reproduzco completo no sólo por la fuerza intensiva de su belleza,
sino porque nos comunica verdades emocionales de carácter ontológico punzantes,
hirientes y de índole ético. Efectivamente, en el hombre la unión de ser y
acción tiene una altura axiológica única. Lo práctico humano se vuelve
interioridad creadora, crisol de nuevo ser, nuestro ser es un acto ético que se
produce a sí mismo, es un bien. Por eso que en el hombre lo práctico tiene más
profundidad que lo teórico. Los fundadores de las grandes religiones
universales así lo testimonian. El logos de la ética es recreación ontológica
del ser. Si en el hombre lo decisivo no es el ser con que viene al mundo
sino el ser que construye en el mundo es porque la persona humana es un
esfuerzo permanente de construcción ética. Pero este esfuerzo permanente de construcción
ética no está de espaldas a la metafísica -como ocurre en el historicismo lingüístico
de Otto-Apel, Habermas y Luhmann-, porque si bien la esencia está en el
fenómeno y no hay cosa en sí en el mundo finito, no obstante, lo finito no
agota la realidad del ser y éste se abre a lo infinito y eterno, donde se
aprecia que el Bien absoluto es ontológico y el bien relativo es óntico. Si el
primero carece de contrario, el segundo no. Pero lo importante aquí es señalar
que el parentesco profundo que existe entre el Bien y el Ser, y que hace que el
bien no esté más allá del ser. Mientras que la razón práctica kantiana tiene
carácter ontológico porque la voluntad pura es el ser mismo, en cambio hay que
reparar que la razón práctica humana tiene sólo carácter óntico porque la
voluntad subjetiva no es el ser mismo. De manera que el bien relativo del
espacio y el tiempo sólo puede tener su fundamento en el bien absoluto eterno e
infinito. En el Absoluto ser y bien se identifican, en lo finito no. Esta
dicotomía entre esencia y existencia en el hombre la captó bien la escolástica.
El hombre es un ser cuya existencia es ir hacia la realización de su esencia.
La esencia humana es ética, pero ética entendida como horizonte ontológico
existencial. O sea, el hombre realiza su humanidad en la medida en que realiza ónticamente
el contenido ético de su esencia.
Levinas, en Totalidad e Infinito, concibe al hombre como una
existencia que va hacia lo existente. Ve al hombre como una criatura metafísicamente
moral. Lo cual es verdadero. Pero de ahí da un salto al afirmar que lo ético
está más allá de lo ontológico. Lo cual es erróneo, porque si lo ético está más
allá del ser entonces ¿cuál es su consistencia ontológica? Por el contrario, la
existencia humana consiste en un ser, es ontológico, y su ser ontológico
es ética, pero su existir ontológico no implica una realización a priori
de la ética. Todo lo contrario, implica la realización libre del valor. Esto
es, que la revolución de Levinas no sustituye en realidad la pregunta de la
ontología: ¿Por qué hay ser en vez de nada?, sino que la profundiza en: ¿Por
qué hay un ético en vez de nada? El ser ético no se puede restringir a la
comprensión del Otro porque tiene en primer lugar la comprensión de su eticidad
y de su libertad.
De manera que no es posible afirmar que la filosofía es ética antes que
ontológica, porque la ética como filosofía primera o metaética es también ontología,
pero ontología del hombre. Quizá Levinas impactado por el horror y el
cautiverio nazi tomó la decisión radical de separar ética de ontología. En
realidad, los nazis no son ajenos al reconocimiento de la Otredad. Su consciente
y deliberada decisión de exterminar a los judíos y a otras minorías así lo
demuestra. En cambio, no son capaces de asumir el valor de la vida sobre la
muerte porque previamente han abrazado la racionalidad no ética del superhombre
ario, han optado por los valores inferiores de la biología sobre los de la
cultura. Pero afirmar, como hace Levinas, que la ética surge de sí misma y no
del ser es un contrasentido, porque el ser de la ética es un nivel ontológico
especial del ser. El hecho básico del ser humano es su naturaleza moral y la
misma no existe ni subsiste de espaldas a lo ontológico. Además, dicha
naturaleza moral es de índole emocional pero que no está divorciada de su
capacidad racional. Al contrario, se dan juntas. Lo emocional sin lo racional
es ciego y lo racional sin lo moral está cojo.
El principio del sujeto se despierta con la relación no sólo intersubjetiva
sino también con la resistencia de las cosas. Y en la actualidad la crisis ecológica
ha puesto en evidencia la Otredad natural, la de la Madre Tierra. La Otredad
abarca el Otro moral y la otredad de lo cósico inerte y lo cósico con vida. Nos
preguntamos si un antiguo Templo griego es otro. Y la respuesta es sí. Es una
Otredad que forma parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad, merece respeto
y cuidado y conservación. Es, como le llamaba Sartre en su Crítica de la
Razón Dialéctica, una estructura práctico inerte que condiciona nuestra
praxis. De manera similar un majestuoso y gigante árbol secuoya, que llegan a
vivir hasta tres mil años, es parte del universo de la Otredad natural de la
Madre Tierra, es lo cósico con vida que exige responsabilidad de nuestra parte.
Por eso, la amarga experiencia del Holocausto no sólo nos remite al fondo ético
ontológico disperso en todo lo existente, sino también al nivel del ejercicio
libre del valor. Porque se puede saber que el Otro exige responsabilidad de mí
mismo, pero la indiferencia moral hacia el Otro sólo es posible salvarla con el
ejercicio libre del valor. O sea, se trata de diferenciar dos niveles éticos distintos:
el nivel ontológico metafísico, por el que el hombre está advocado a lo ético y
siente su llamado en todo lo que le rodea; y el nivel de la realización ética
por la voluntad libre, en el cual el hombre vive zarandeado por sus inercias o
potencias internas y los condicionamientos sociales. Lo cual significa que la
ontología de la alteridad es de índole ética. La alteridad es una ontología
porque el mundo se presenta como una inmensa predestinación de esencias.
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