Gustavo Flores
Quelopana
Mi trabajo intelectual
Fondo Editorial IIPCIAL
Lima 2022
El intelectual es una
subespecie de la fauna pensante que suele sustituir el sentido común por
caricaturas teóricas que terminan superponiendo lo abstracto sobre la vida.
Muchas veces ello es necesario e incluso insustituible para comprender la
realidad, pero lo que no es justo ni imprescindible es olvidar que primero está
la vida y a ella se debe el pensamiento. Más aún en el presente contexto donde
se vuelve imperioso defender la Paz y la armonía con la Naturaleza. Esta
afirmación no encierra ninguna idolatría vital a fortiori, sino que es
resultado de la constatación existencial que el hombre necesita pensar para
vivir. Pues el hombre es la criatura cuyo déficit instintivo lo obliga a crear
cultura y pensamiento, teorías y utopías, ciencia y religión. Generalmente quienes conforman pequeñas bandas de especialistas autistas no son los intelectuales sino los mimados académicos.
Ciertamente que el empirismo moderno, especialmente de los filósofos de la ciencia, trató de corregir los excesos del racionalismo de más antigua data. Pero incluso en la propia Antigüedad griega Aristóteles buscó arraigar el pensamiento sobre una base empírica más fuerte y en contraste con el idealismo objetivo de su maestro Platón. En el orbe cultural de la China milenaria no faltó el vuelo metafísico, ahí tenemos el Taoísmo, pero su característica fue el sentido común, social y comunitario del ejercicio del pensar, bastante evidente en el confucianismo. En cambio, en la tradición cultural de la India se aprecia el peso específico del carácter supraético del misticismo de la identidad, que aspira a la unión del alma individual con Brahma, muy evidente en las darsanas astikas, o sea, los que aceptan la autoridad de los Vedas -Nyaya, Vaisesika, Sankya, Vedanta, Yoga, Mimansa-. Y en las darsanas nastikas, o que no aceptan dicha autoridad -Charvaka, Budismo, Jainismo-, predomina el materialismo, el ateísmo y la aspiración a la Nada del Nirvana.
Ciertamente que el intelectual viene respaldado por cierta aureola de prestigio al reconocérsele el representante de la racionalidad. Razón que a partir de Grecia se opone al Mito desde los presocráticos, Jenófanes, Sócrates y Platón, que combatieron ácidamente a Homero. Pero este abolengo quedó fuertemente cuestionado con la crisis en la razón que se desató por los hechos históricos de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Lo que llevó a la Primera Escuela de Frankfurt a hablar sobre el carácter mitologizante de la propia razón filosófica.
A ello se aúna la crisis de la ciencia, que de la idolátrica creencia en el método científico y el “hecho puro” se pasó a la afirmación de que “no hay hechos sin teoría”, a la demoledora crítica de la inducción (Popper), del análisis lógico de las proposiciones científicas (Círculo de Viena) a las reconstrucciones históricas (Kuhn) y luego a atender su historia interna (Lakatos), hasta culminar en el paradigma de la inconmensurabilidad (Lakatos-Feyerabend), donde la ciencia es una tradición entre muchas más (Feyerabend). A esto se suma que la ciencia experimental luce aislada, sin interés por la persona humana, sin preocupación filosófica y convertida en un gigantesco negocio a favor de las corporaciones privadas. En suma, se cuestionó la racionalidad en la ciencia, donde el anarquismo epistemológico negó que haya racionalidad en la ciencia, que sea ésta un conocimiento privilegiado, no hay método científico, y en la exigencia de una racionalidad ampliada a todas las formas de conocimiento. Estos fracasos y limitaciones de la razón filosófica y científica, que dejaron de ser vistas como un conocimiento privilegiado, repercutieron en el prestigio de la figura del intelectual. En la modernidad instrumental se terminó deslegitimando el propio pensamiento científico, sólo se puede hablar de modelos y redes conceptuales.
En este contexto, en el Occidente moderno basado en el nominalismo y el empirismo, se ha ido demasiado lejos en el esfuerzo por arraigar el pensamiento en la vida para erigir un giro antimetafísico, antiesencialista, lingüístico, hermenéutico y nihilista -en cuya paternidad se inscriben Feuerbach, Nietzsche, Marx y Freud-, que acabó en la ínsula Barataria del “todo vale” posmoderno, sin valores, hedonista, individualista y anético. Se derivó así hacia el mito culturalista, donde todo es constructo social y cultural, incluso el sujeto moderno acabó disolviéndose en invento subjetivo. Del exilio de las esencias hemos terminado en el exilio del propio sujeto pensante, como antesala del imperio de la inteligencia artificial y del ciborg. El impulso autófago terminó devorando la filosofía, la ciencia y los valores. El resultado fue un mundo sin certezas, donde la complejidad del mundo se niega a entregarnos la verdad.
Esta crisis del saber y la cultura es un sucedáneo de un mundo corrompido que se desintegra y se derrumba. Es un efecto de la economía dineraria que diluyó los valores culturales en cálculo y cuantificación. Y, a su vez, esta economía dineraria es resultado de la evolución terminal del capitalismo imperante que condena al hombre a una vida sin esencia y convierte los valores en mercancías. En tales circunstancias el intelectual queda reducido a mero tecnócrata al servicio del interés del capital.
Estas cosas apenas lo intuyen el sentido común, y de ahí la necesidad de la iluminación que brinda el intelectual. Pero el intelectual se debate en una disyuntiva, un claroscuro, la dialéctica afirmativa y negativa. Las ideas abstractas tratan de atrapar la disyuntiva del momento presente, pero llegada la hora son también parte del bártulo que hay que superar. De modo que guardar el equilibrio a su interior y, también, en relación con el sentido común es tarea compleja. Somos un mal necesario con el cual hay que aprender a convivir en el esfuerzo titánico por conocer la realidad.
En este sentido, si alguna peregrina tesis se puede destilar de este breve libro es que el intelectual debe estar atento al movimiento mismo de lo real, que en las actuales circunstancias destila irracionalidad, alienación y cosificación, para estar en condiciones de proponer un sentido de la vida y valores que superen el inmanentismo enajenante de la modernidad subjetivista, y advertir la necesidad de una metafísica de lo inmanente enlazado con lo trascendente. Proponer un nuevo mito, que no es algo lógico sino existencial, tiene imperiosos motivos para superar el materialismo, hedonismo y nihilismo actual que nos deseca el alma. Es hora de volver a reconciliarnos con Dios y con la visión religiosa del mundo.
LIBRO
PRIMERO
ACADEMOLATRÍA
Mi trabajo intelectual
Se suele pensar que
escribir es una cuestión que atañe especialmente a la tarea del intelecto.
Cuando en realidad es una labor que concierne principalmente al espíritu. Bien
decía Cervantes que la pluma es la lengua del alma. Esto naturalmente está
completamente abolido en las revistas indexadas de las universidades, que con
sus reglas y exigencias encorsetan el talento hasta el punto de producir puros
envases sin contenido.
No hay mayor placer que
escribir para uno mismo. Pero en la imperante sociedad de consumo dicha
satisfacción esta suprimida. Ahora todo debe convertirse en mercancía que satisfaga el gusto ajeno. El presente escrito es
indagar en mí mismo y no es prestar consejos a nadie. Cada quien debe descubrir
su propio camino. Y es así no por egoísmo o por subestimación, sino porque está
motivado por una conversación sostenida con el destacado sociólogo peruano y
amigo Osmar González. El cual ha despuntado como un insigne representante de la
sociología de los intelectuales.
Efectivamente, numerosas contribuciones suyas publicadas dan testimonio
de ello. Estando reunido con él con motivo de una esperada entrevista que yo le
iba a efectuar por su libro voluminoso Ideas, intelectuales y debates
en el Perú (URP, Lima 2016), en la librería peruanista Libros Peruanos
que dirige nuestra común amiga Virginia Vílchez. En los preliminares comentó
que su esposa Isabel Eguren, que estaba presente, emprendía una inusual
investigación sobre las diferentes facetas de la vida privada de su abuelo, el
gran poeta simbolista José María Eguren. Y entonces Osmar mencionó lo
importante que hubiera sido conocer la forma cómo escribían nuestros diversos
escritores y pensadores.
Así, por ejemplo, Tomás Alva Edison necesitaba ver todos sus lápices bien
tajados para poder concentrarse, a Berlioz se le agolpaban las ideas musicales
tan de súbito que no se daba abasto para escribirlas, Picasso relata que la
idea de la cabeza de toro le vino sola, y cosas por el estilo acontecen en los
creadores más famosos. Y cómo habrán creado Manuel González Prada, José Santos
Chocano, Alomías Robles y otros. Quizá nunca lo sabremos. De ahí la importancia
que los creadores de cultura presten un poco de atención a su proceso creativo.
Así su legado no se perderá y será instructivo tanto para la nueva educación,
la psicología de la creación como para sociología de los intelectuales.
Yo soy escritor y en mi fuero interno se encendió una interrogante sobre
mi propio proceso creativo. Así que su comentario echó inquietudes en mi
espíritu y retrotrajo mi memoria al libro leído de Jean Guitton, El
trabajo intelectual. Consejos a los que estudian y a los que escriben (Rialp,
Madrid 1977) y otro, Psicología de la creación por Gabriel
Veraldi y Brigitte Veraldi (Ediciones Mensajero, Bilbao 1984). E incluso a otro
más, ligado a mis intereses directos, Guía para el estudio de la
Filosofía de Ignacio Izuzquiza (Anthropos, España 1986).
De lo escrito en Guitton puedo dar fe de una constatación personal, a
saber, cada mente y espíritu es diferente y debe encontrar su propio camino. Lo
intelectual debe ser inseparable de lo espiritual. Cierto. No es el intelecto
el que debe decretar al espíritu, sino que es el espíritu el que debe guiar el
intelecto. El intelecto es como la buena pluma, la inspiración como el buen
papel, pero el espíritu es la antena diestra y lúcida encargada de captar las
ideas. Cuando pienso no necesito de más estímulo que la concentración misma. Mi
abstracción es total. No siento el tiempo y cuando lo
siento me asombra como si fuesen horas sin tiempo.
Quizá lo más misterioso de la creación es el
poder que tienen las ideas
para establecer una relación singular con el tiempo.
Se deviene sin devenir, y se es sin transcurrir. No bebo café ni fumo para
ello, pero puedo interrumpir todo por una buena barra de chocolate. Muchas
veces he olvidado de almorzar cuando escribo. Me basta saber que mi entorno
familiar está seguro y tranquilo para proseguir mi tarea intelectual.
Muchas veces me he sorprendido de lo que la concentración es capaz de hacer. Suprime
el hambre, elimina el tiempo, me desconecta del espacio, se disfruta más
hondamente del silencio y en soledad vibra intensamente la vida del espíritu.
En mi tarea intelectual he experimentado que tras diez o quince horas seguidas
de trabajo se agota el cuerpo, pero no el alma. El filósofo y embajador peruano
Alberto Wagner de Reyna también cuenta en sus memorias que podía teclear
catorce horas sobre la máquina sin ser perturbado (Bajo el Jardín. Memorias,
Lima 1997, pág. 96). Esto me recuerda una famosa fotografía que existe del
genial inventor Edison tomada a las cinco y media de la madrugada del 16 de
junio de 1888, donde se le muestra con los ojos totalmente hundidos y con
grandes ojeras después de trabajar setenta y ocho horas seguidas en su primer
fonógrafo. La obra de Edison como la de Henry Ford muestran el mismo efecto de
desconexión con el espacio y el tiempo por perseguir las ideas, aunque en sus
casos las ideas cobran una aplicación determinada para satisfacer las
exigencias sociales.
Esta sensación fue la que motivó uno de los títulos de mis poemarios, Horas
sin tiempo. Y es que cuando escribo poesía sólo lo hago por un llamado muy
poderoso y extraño del alma, el cual no logro comprender, pero al que obedezco.
Realmente tanto en el ensayo como la poesía experimento la inspiración, pero
sólo soy un poseso en estado de poesía. Por supuesto, la inspiración puede
quedar en estado de esbozo si se carecen de los conocimientos técnicos
indispensables. Realizar la inspiración requiere técnica. Inspiración sin
técnica es como tratar de dormir en una cama pequeña. No obstante, yo sólo sé
que cuando la inspiración llega se parece a una catarata de perlas que
deslumbran por su brillo y la mayor parte de ellas quedan fuera del canasto. Se
cuenta que Beethoven y también Brahms encontraban inspiración paseando por el
bosque. Allí hallaban la visita de las musas. Se comprende así que la
inspiración es personalísima, única e irrepetible.
A propósito, se cuenta que cuando el Presidente Charles de Gaulle vino de
visita al Perú durante el primer gobierno de Fernando Belaunde Terry se tuvo
que mandar hacer una cama especial, pues su tamaño físico excedía las medidas
usuales de este tipo de mobiliario en Lima. Una correspondencia similar debe
haber entre inspiración y técnica. Por lo demás, me he preguntado qué significa
pensar. Y respondo, es formar parte del mundo de las ideas. Esto es, se piensa
no para aprehender sino como acto primero de contemplación. Por eso pienso que
ejerzo el filosofar. Porque encuentro que en la filosofía el pensar
contemplativo encuentra su lugar privilegiado. Heidegger decía que pensar es
ubicarnos en la vida del pensamiento. Más yo creo que pensar es situarnos en la
vida de la realidad misma.
En efecto, no se trata de leer, aprender y escribir, sino de algo más
básico e interno. Se trata de conectar el espíritu o la voz interior con una
curiosidad que ansía extenderse y profundizar. La curiosidad es la charme o
encanto que permite la bonhomía o bondad del espíritu. Es una
facultad que todos los seres racionales tienen, la facultad de admiración.
Claro está que la capacidad admiración está en todos, pero no en los mismos
grados e intensidad, e incluso hay casos en que circunstancias externas o
internas la deben despertar y en otros casos terminan lamentablemente por
adormecerla. Alma que no sabe admirarse de las cosas es como la bella puerta de
una casa pero que no se puede abrir.
Creo que la ciencia de la caracterología ha escrito en abundancia sobre
este punto y explica bastante bien las propiedades distintas en los diversos
espíritus. Basta el simple ejemplo de que a un flemático intelectual le será
más fácil la concentración y la vida teorética que a un apático indolente. Y a
un sentimental soñador le será más accesible el mundo de los sentimientos que a
un amorfo perezoso.
Entonces vuelvo al punto: cada mente debe encontrar su propio camino. De ahí que la escuela y la universidad deben ser instrumentos no rígidos sino flexibles y motivadores para diseñar un proyecto libre de aprendizaje propio. Aunque es verdad lo que, además, ha puesto en evidencia la Nueva Educación. No es posible lograr niños inteligentes sin el decisivo papel formativo de la madre, generadora de la crucial capacidad de la empatía, verdadero crisol de humanitarismo. No obstante, el rol de la madre está siendo destruido por una civilización entregada al frenesí de la producción y de lo económico. Todo lo cual indica que hay que replantear nuestro modelo de civilización. Yo recuerdo a mi dulce madre leyéndome cuentos al dormir. Pero también fui un niño en que mis padres siempre me demostraban que mis ideas valían, respetaban mis preguntas incesantes, elogiaban mis ideas originales, y me daban mucho espacio para las tareas libres.
Es decir, en el niño es fundamental cubrir no sólo sus necesidades
fisiológicas, de seguridad y afectivas, sino también de estima y realización
personal. Sólo así se puede suscitar y guiar la creatividad. Es inhumano e
inaceptable dar al niño seguridad material y afectiva, y negarle autoestima y
realización personal. Yo creo que el trauma de la Conquista y nuestra tradición
autoritaria y represiva, que impide la sana formación de la autoestima y la
culminación de la realización personal, es la raíz del anatopismo (pensar
imitando lo extranjero) tan bien denunciado por Víctor Andrés Belaunde.
Si yo hubiera nacido en el campo seguramente mi mente se hubiera aficionado a
la observación directa de la naturaleza y al disfrute de otras criaturas vivas.
Pero mi destino fue ser una criatura de la urbe. Mi sed de conocimiento
aprendió a satisfacerse a través de los libros. Además, tuve la fortuna de que
mi padre contara con una gran biblioteca y que en mi cumpleaños número seis se
me obsequiara con una biblioteca propia bien provista. Hasta hoy recuerdo el
aroma de aquellos hermosos libros y la emoción e interés que sentía por repasar
cada una de sus páginas. La niñez, sin duda, es la mejor edad para aprender a
amar a los libros.
De modo que ya en la escuela y en la universidad ingresé amando
previamente el conocimiento que me proporcionaban los libros. Incluso me
molestaban las lecturas que se me imponían y me placía con las lecturas que
escogía por mí mismo. En otras palabras, creo que el hogar es el principal y
primer lugar donde el niño aprende a escuchar la voz interior para cosas
determinadas. Y yo en ella aprendí a escuchar en mi espíritu la voz de los
libros. Pero además recuerdo que mi madre y mis hermanas me hacían dormir
mientras me leían libros. Lo cual redoblaba mi curiosidad por esos objetos
llenos de letras y hermosas ilustraciones. Mi padre siempre llegaba a casa
trayendo un libro nuevo y yo me abalanzaba a él tratando de desentrañar su
importancia. Pero, escritor como él era, también lo veía escribir a la
velocidad de un rayo en la máquina de escribir. Y cuando él no estaba yo me
sentaba frente a ella y jugaba a ser un gran y raudo escritor.
De mi padre recibí dos grandes legados. El amor a los libros y a la música
selecta de los grandes maestros. Siempre estaba trayendo a la casa discos y
libros. Incluso estatuas, bustos y cuadros. Recuerdo nítidamente el busto de
Beethoven y uno muy grande de Aristóteles. Y le complacía verme de niño dirigir
la música clásica. Incluso me mandó a fabricar dos batutas de director de
orquesta. Y yo orgulloso las blandía como menudo director de conciertos.
También me regaló muy tierno un violín. Pero se olvidó ponerme un maestro. Al
cabo convertí el violín en metralleta y el instrumento terminó destruido. Hoy
ya maduro me compré un violín. Lo guardo con cariño en recuerdo de mi antiguo
violín de niño. El mundo perdió un violinista, pero ganó al cabo un escritor.
Cierta vez, cuando tenía diez años, decidí escribir en la máquina de mi padre.
El resultado es que me deleité tanto que al cabo de tres meses había terminado
cerca de 60 fascículos ilustrados y escritos por mí. Por fin estaba creando mis
propias historias. Podía compartir el orgullo de ser escritor como mi padre. Yo
no me inicié en la literatura leyendo cómics como los demás niños, sino con
libros y enciclopedias. Cuando llegaron a mis manos, mucho más tarde, los
cómics éstos no me gustaban, los hallaba insulsos. Y entonces conjeturo que si
los niños de hoy vieran a sus padres traer a casa un libro al mes, en vez de
una cerveza o un periódico amarillista, estoy seguro que otra nación
cultivaríamos entre nosotros.
En este aspecto es inevitable rememorar la Poética del espacio de
Gastón Bachelard. Pues no sólo existe la voz interior del espíritu, sino que
también las cosas tienen su propia voz, y entre todas esas cosas la primera voz
que se interioriza es la voz de la casa familiar. La dialéctica entre ambas
voces es compleja, no siempre coincidente y muchas veces conflictiva. Si las
dotes del niño Mozart hubieran tenido que afrontar un hogar distinto al que
tuvo quizá su genio no hubiera brotado o quizá lo hubiera hecho de forma menos
prodigiosa.
Me parece que es suficiente este trivial ejemplo para comprender hasta
qué punto es importante la formación de la voz interior del espíritu en la
casa. Y es así porque la casa es hogaño familiar o sea el micromundo de la vida
cotidiana. Allí lo que está en potencia en el alma deberá ser estimulado para
despertar en acto. Su formación y desarrollo será ya cuestión de los años y
estudios venideros. Pero la importancia de despertar las potencialidades se da
muchas veces en el hogar. ¿Puede la calle ser substituto del hogar? Siempre,
aunque corrientemente no para bien. Rousseau escribió: "Lo malo no es el
hombre sino la sociedad, pues está hecha para que el hombre caiga". Aunque
quien mejor plasma la idea de sociedad es Aristóteles cuando escribe: "Los
hombres no han establecido la sociedad sólo para vivir, sino para ser
felices". Y este es el gran ideal que se persigue en todas las utopías
políticas: humanizar la vida social.
Este breve preámbulo me sirve para explicar por qué nunca soporté las
enseñanzas impartidas en la universidad sobre la confección de fichas. Era el
curso de “Metodología del trabajo intelectual”. Acostumbrado como estaba a
tener el libro en manos propias y garabatearlo de pie a cabeza, el fichar me
resultaba empobrecedor, demasiado sinóptico y rompiente con la idea viva del
libro. La verdad es que casi nunca recurro a fichas para escribir, acudo
directamente al libro. Pero, es más. Cuando vuelvo a algún libro lo hago porque
me plantea alguna pregunta más que una respuesta. Por eso, cuando estoy en la
biblioteca es como estar en un templo, repleto de hierático misterio.
Y aquí encuentro algo que da unidad a toda mi producción intelectual.
Mis libros han nacido de preguntas antes que de respuestas. Otras veces me
encuentro leyendo un libro y una línea determinada me sugiere una idea nueva,
me asalta una idea inesperada. No me queda más que atraparla en el aire,
apuntarla y dejarla que anide en el espíritu hasta que dé brote. Muchas ideas
de ese tipo han pasado por mi mente y muy pocas se han dejado desarrollar. Como
las ideas también son objetos, ellas también tienen su propia voz interior y
hablan cuando quieren, a quien quieren y a quien mejor las entienda.
En las cosas del espíritu muchos son los misterios, más nada es más misterioso
que las ideas. Y aquí me pregunto hasta qué punto estoy dispuesto a seguir a
las ideas hasta el final. ¿Estaría dispuesto a dar la vida por ellas? Decirlo
en el papel es fácil, más demostrarlo en la vida es lo decisivo. No obstante,
esto me remite a la historia del eximio poeta romántico germano Conde de von
Platen-Hallermünd, el cual murió joven suicidándose en las tibias aguas del
Golfo de la Spezia, que los italianos llaman el Golfo del Poeta. Escuchemos sus
versos: El que la belleza ha visto con sus ojos/está ya entregado a la
muerte/para ningún oficio servirá en la Tierra/el que la belleza ha visto con
sus ojos. Yo creo que algo parecido acontece con el filósofo que ve las
Ideas con el ojo del espíritu.
Otro detalle que no me parece baladí es que en mi trabajo intelectual
suelen entrar muchos bichos, pero nunca pienso ni anhelo conseguir éxito, fama,
premios, títulos y honores. Siento con repugnancia tal cosa por inmoral. Será
por eso que soy tan reactivo a la lógica del condumio capitalista. Las ideas no
deben ser prostituidas, deben circular y nacer tan libres como vienen. Jamás
concursé a un premio literario o cosa por el estilo. Me atraen las ideas por sí
mismas, creo en ellas y, aunque publico mucho, nunca pienso en ellas como el
tesoro de Midas. La gratuidad de la vida de las ideas implica la gratuidad de
nuestro comportamiento con ellas.
Muchas veces debo tantear, improvisar, andar a ciegas, casi siempre voy
con el lazarillo de la inspiración, pero nunca me dejo arrastrar por la
tentación de la perfección. Me gustan más las cosas inacabadas. Creo que se
acomodan más al ritmo enigmático de la realidad. La cual es como la Esfinge que
no revela todos sus secretos. No es fácil, pero me gusta escribir como hablo.
Pero eso sí, tengo un gran defecto, debo esperar tener tranquilidad para
emprender una obra. La alegre soledad y el melodioso silencio son el camino
regio que reflejan la seráfica eternidad. Bien decía Erich Fromm, que
paradójicamente la capacidad de estar solo es la condición primera de la
capacidad de amar.
Esto para mí no es, quizá, un gran sacrificio, porque no soy dado a las
diversiones, la vida social, a la goma de mascar de la mente, como es la
televisión, ni a las novedades, ni a la información sin formación. Rehúyo de la
cháchara insubstancial y no soporto las bromas chocarreras de cantina. De ahí
que casi nunca leo los periódicos -abrevadero la mente manipulada-, salvo el
repaso de noticieros que yo mismo selecciono de las agencias internacionales en
internet. Ni disfruto de algún programa cómico televisivo, repleto de sexismo,
travestismo y vulgaridad. Nunca como antes el cuarto poder del periodismo se ha
mostrado tan impotente e incapaz de controlarse a sí mismo, y más bien ha
demostrado que la libertad de expresión es un mito, una treta para expandir el
clima cultural de barbarie que predomina en el capitalismo decadente.
Raras veces mis libros han nacido de proyectos premeditados. Casi
siempre dejo que la heteróclita y dispersa producción se vaya juntado sola.
Nunca tienen fruto en mí los temas que me sugieren, sino solamente los temas
que nacen en mi espíritu. Pero puedo ayudar a otros con sus temas y en el
desarrollo de sus ideas. Pero cuando sucede en mí lo imprevisto de la
sistematicidad, entonces me debato hasta acabarla y llegar a una solución
satisfactoria. Casi siempre no es la inteligencia sino la intuición la que
comienza y termina la obra. Y por ello, el camino intermedio del desarrollo de
mis libros es obra de la inteligencia. Sin algún tipo de extraña iluminación no
hubieran brotado mis libros. Por lo general, me considero un intermediario de
escasas fuerzas para manifestar lo que intuyo. También me pregunto en qué
medida las mujeres han influido en mis obras. Nunca han sido musas de la razón
-su presencia en mis ensayos es casi nula- pero admito que sí han sido musas del
corazón -su presencia en mi poemática, novela y cuentística es innegable-.
Mis intuiciones se dan de diversas formas. Cuando leo un buen libro
éstas brotan constantemente y casi no puedo leer. Debo remitirme a la
computadora para escribirlas de inmediato. Bien decía Poincaré: Probamos
por medio de la lógica, pero descubrimos por medio de la intuición. También
cuando leo un libro flojo mi voz interior se desespera, protesta y, sin
interrumpir la lectura, termina registrando la discrepancia. En otros casos no
se me presenta ninguna intuición y es cuando la inteligencia se regodea con la
información que forma el espíritu. En lo referente a mis lecturas no excluyo
ningún campo, todas las áreas me interesan y soy feliz cuando descubro el ritmo
que tiene cada libro.
Me complace descubrir nuevas relaciones de ideas, acuñar neologismos,
atisbar nuevas realidades, pero cuando no lo logro no me frustro porque siento
que lo hecho, sin ser suficiente, ha allanado en algo mi camino. Además, me
gusta ser hereje de mí mismo. Busco ser el primer crítico de mis ideas. Y
cuando no lo logro me siento anquilosado. Soy mejor oidor que conversador.
Cuando era más joven me atraía la polémica, con los años he comprendido su
relativa infecundidad. Ahora más me atrae el trabajo silencioso y aislado.
Bailo tan mal como podría hacerlo un camello, pero ante una dama hermosa mis
pies cobran vida. No soy el misántropo de Moliere ni el lobo estepario de
Kafka, pero no siento ansiedad por la relación social. Me place meditar,
observar, analizar, aunque reconozco que no soy un inactivo. Por el contrario,
mi carácter apasionado me lleva hacia una poderosa acción en todo lo que
emprendo. Incluso disfruto a mis 56 años -ahora tengo 63- compartir con mi hijo, que ya es un
joven, un partido de fulbito con los vecinos. Leo bastante pero no lo
suficiente por el cansancio de mi vista. No me interesa leer rápido ni calmo.
Ya dije que cada libro impone su velocidad y descubrir eso me da felicidad. Me
gusta escribir a vuela pluma, incluso sobre cosas complicadas y densas porque
me fastidia la pose doctoral. Me fastidia cuando se me exige un lenguaje más
llano y directo. Creo que el lenguaje debe ser auténtico como el espíritu del
escritor. Por tanto, debe reflejar un modo de ser antes que un modo de
aparecer. La aprobación ajena rara vez me es estimulante. Al contrario, la
juzgo peligrosa. Si tanto me alaban, decía Aristóteles, será por alabarse a sí
mismos, pues al alabarme dan a entender que me comprenden. Juzgo que sin
intuición mi voz interior sería ciega. Con el tiempo aprendí a no enfadarme con
la crítica mal intencionada. Me dejo atraer por la luz como polilla. Voy
directo al objetivo. Suelo ser constante en lo que emprendo. En mi camino
apenas dejé dos obras sin concluir. Y cuando lo hago no es por determinación racional
sino por latido espiritual. Tengo la manía de escribir en soledad y rodeado de
libros. Por ello casi siempre leo y escribo en mi biblioteca. Sólo voy a la
biblioteca pública para sacar copias o dejar mis propias obras. Soy ordenado y
el desorden, incluso físico, bloquea mi mente para escribir. Por una idea que
me arriba suelo interrumpir el sueño a cualquier hora con el fin de escribirla.
Luego retorno al lecho y me reconcilio con el sueño fácilmente. Si no hago esto
no puedo dormir.
Mis obras, como decía Rodin, nacen del concierto entre el alma y la
mano. Tengo obras que las empecé a escribir desde el medio y no desde el
principio. Suelo pasar sin mucho esfuerzo de la inspiración a la creación. Pero
también mi espíritu languidece de modo insufrible cuando no me visita la
inspiración. Reconozco que mis composiciones no son rigurosas, aunque en todas
ellas he puesto esfuerzo y canalizada energía creativa. Quizá sea cierto de que
escribo para ser consciente de mi propio valer, pero sería injusto reducir las
obras a este propósito porque ellas tienen vida propia. No soy perfeccionista.
Por ello no corrijo lo escrito hasta límites extremos, apenas corrijo la
ortografía. Pero casi siempre suelo añadir más ideas. Sí, es cierto. Soy
sumiso, humilde y paciente con mis intuiciones e inspiraciones. Entiendo su
capricho, imprevisibilidad y fugacidad. En este sentido, tienen un hálito
femenino. Pero las suelo atrapar con la red viril de una profunda motivación.
Con las ideas practico el rapto de Proserpina. Sin certeza de la propia
vocación es difícil atrapar la propia inspiración. A veces simplemente el leer
el título de un libro me brinda una nueva idea. Goethe recomendaba una actitud
vigilante ante la inspiración para que no se escape ninguna chispa. Yo prefiero
su asalto distraído para gozar más de su coqueta espontaneidad y sorpresa.
Si alguna conclusión puedo extraer de estas heteróclitas líneas es que
mi trabajo intelectual me ha demostrado que la creatividad consiste
esencialmente en una nueva forma de ver la realidad, antes que en una técnica o
un modo de pensar. Esto me recuerda al rompimiento que hizo Beethoven desde la
sinfonía número 3 llamada Heroica, con el seráfico mundo de
sonidos aristocráticos y tranquilos que llegaban a su cúspide con Mozart y Haydn.
La revolución beethoveniana fue una nueva manera de expresar sonoramente la era
de grandes cambios políticos modernos. Lo que digo no es nuevo, pero me
complace constatarlo personalmente. Además, debo confesar que me resulta más
cómodo escribir en computadora, pues el ensayo puede ser constantemente
cincelado como un escultor -como hago ahora-, porque una vez publicado en libro
no queda otra alternativa que esperar una segunda edición para introducir
alguna modificación o añadido.
No obstante, esta nueva forma de ver la realidad está relacionada con la
experiencia estética y la experiencia amatoria. Para mí tienen especial
importancia aquellos autores que consideran lo bello como origen del
conocimiento. En mi trabajo intelectual siempre está presente la experiencia de
lo bello. Y esto acontece tanto en lo particular de la intuición como en lo
universal del entendimiento. Y esto lo digo sin compartir el subjetivismo
estético de Kant. Para mí, el ser que puede ser comprendido es bello. Se
contempla una idea como se contempla la belleza de una mujer. El éxtasis que
produce también incita a la acción. Admiración, atención y acción se fusionan
en uno. Así, lo bello no solamente es producto del sentido estético, sino que
también está en las cosas. Y entre estas cosas objetivas están las ideas, las
cuales son intrínsecamente bellas. En la formulación de un concepto y en la
captación de una idea está presente la experiencia de lo sublime. La cual eleva
el espíritu a lo infinito.
El infinito fue el Leitmotiv de la filosofía romántica.
Pero también es una constante indesarraigable del alma humana. Reencontrarse
con esta tendencia del alma a través del trabajo intelectual me ha
proporcionado el sentido teleológico del cosmos y me ha revelado la
inteligencia arquetípica de Dios, capaz de una intuición total de la realidad.
Es por eso, que un verdadero trabajo intelectual es no sólo una experiencia
estética sino también erótico-religiosa. Porque religa con la realidad y hace
uno con ella y con la divinidad. En otras palabras, todo empieza con una
intuición de lo real sin mediación conceptual, pero luego se ponen en juego
todas las facultades de la conciencia para formular una comunicabilidad de lo
universal que nos devuelve hacia el absoluto. Es por esto que, además, el
trabajo intelectual es una experiencia profundamente moral porque nos devuelve
hacia la realidad del ideal, que en el fondo es la sublime unión de la
libertad, la naturaleza, lo estético y lo ético.
Los
intelectuales y el imperio
1
Tecnocracia intelectual
El interés del Imperio es formar una tecnocracia intelectual al servicio
del sistema. Seguir a los intelectuales no es nuevo, pero se ha vuelto más
intensivo y sistemático por el imperio, al ser considerados éstos como un
termómetro de la aprobación o rechazo de sus intereses hegemónicos globales.
Tras la caída del Muro de Berlín el capitalismo neoliberal proclamó el
fin de la era de las ideologías, pero ello no fue más que una estrategia
mezquina para imponer su propia ideología mercadólatra de darvinismo social. La
realidad es todo lo contrario, las ideologías son asumidas como una guerra de
posiciones en el dominio de la conciencia social de los individuos. Pero ¿acaso
vivimos una guerra ideológica? Por supuesto, y en los últimos cincuenta años la
han venido ganando los ricos contra los pobres. Pero la guerra de posiciones en
el terreno ideológico prosigue y esta vez asume una curva política que no es
favorable al mantenimiento del estatus quo.
Con la huida militar de Afganistán, la derrota en Siria y la guerra de
Ucrania el interés del Hegemón por el seguimiento global de los intelectuales
se ha incrementado por varios motivos, entre ellos:
1. Sus agencias de inteligencia, absorbidos por la rutina y el trabajo
burocrático, no alcanzan a ver fenómenos que sí son advertidos por los
intelectuales.
2. El seguimiento de los intelectuales constituye el territorio
privilegiado para medir el avance de las opiniones antisistema que incitan
reformas desde el Estado.
3. Es prioritario la necesidad de controlar y dominar la dimensión de
las ideas populistas con proyectos políticos que convencen a las mayorías y son
contrarios a los intereses de las megacorporaciones mundiales.
4. Ante el retroceso vertiginoso de las ideas conservadoras, a causa del
terremoto geopolítico que significa el enfrentamiento del Viejo Orden Unipolar
y el Nuevo Orden Multipolar, se vuelve imperativo el seguimiento y control de
la superestructura ideológica para mantener el dominio sobre la voluntad
general de los pueblos.
5. Resulta crucial en la lucha política saber hasta qué punto se puede
mantener la servidumbre voluntaria -de la que hablaba Boétie, y
tematizan Gramsci, Ernesto Laclau (La razón populista, 2005) y Chantal
Mouffe (La paradoja democrática, 2003)- y manejar con legitimidad
la voluntad general.
6. La importancia de la lucha en el nivel ideológico reside en la
ventaja de hacerse obedecer sin recurrir a la coerción y a la violencia. Pero
esa obediencia luce actualmente fracturada y los intelectuales son las primeras
antenas en detectarlo.
7. El avance de las ideas antisistema representan en fracaso final de
los poderosos Grupos think tanks financiado por los principales poderes
económicos y formados como élite de inteligencia social conservadora para ganar
la batalla de las ideas. Sin dominio estable y duradero de la hegemonía
cultural es imposible reproducir el sometimiento voluntario de la población.
8. No obstante, la erosión de la democracia en el Hegemón -muy bien
señalada por Naomi Wolf (El fin de América, 2007)- corre parejo con el
incremento de su violencia -extensamente documentada por Naomi Klein (La
doctrina del Shock, 2007- y de la violación de la privacidad -como sostiene
Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia, 2019)-. Así,
en el corazón del Hegemón se experimenta un avance del fascismo
intrademocrático -cultura del miedo, prisiones secretas, vigilancia ciudadana,
control de prensa, contratistas militares, etnofobia, suspensión del imperio de
la ley nacional e internacional- traza una línea en que la hegemonía cultural
tiene que ser impuesta por la fuerza. Lo cual no es favorable en la actual
correlación de fuerzas geopolíticas.
En suma, en la batalla por el control de las ideas el Hegemón mantiene
el seguimiento de la superestructura ideológica, convencido de que si no basta
el dominio sobre el control de la fuerza de las ideas queda la alternativa de
la fuerza de las armas. Cosa que ha quedado suficientemente demostrado en
múltiples golpes de Estado, asesinatos políticos y silenciamiento de
opositores.
Esto nos recuerda el caso de Sartre cuando De Gaulle, ante el
recrudecimiento de la guerra de independencia argelina, dijo: "A Voltaire
no se le encarcela". Tal respeto por el pensador no fue compartido por el
talante británico que puso en ergástula a un Bertrand Russell.
Lejos estamos de sobrevalorar el papel del intelectual, pues las ideas
pueden detentar suficiente hegemonía, pero no siempre suficiente poder.
2
Creatividad y capitalismo
El capitalismo ha reservado el término "creativo" para los
expertos en mercadotecnia destinados a crear la "seducción" al
consumidor por un producto determinado. Si entramos a las oficinas de una
compañía de publicidad nos parece haber ingresado a un nosocomio mental,
podremos ver a los "creativos", generalmente jóvenes, extravagantes y
excéntricos, que se agitan de aquí para allá en busca de la "idea"
creativa.
Su trabajo se parece a la del artista porque se trata de lograr una
"seducción" única para su producto. Pero hasta allí no más llega el
parecido, pues mientras el artista expresa un sentimiento e intuición profunda
de su personalidad inspirada, el "creativo" del marketing busca la
manera original de hallar los signos publicitarios para manipular los deseos
del consumidor. Su función no tiene que ver con la creación de un mundo más
humano, sino con la de seres humanos más manipulables.
Esta perversión del sentido de "creación" tiene que ver con la
disminución de la aparición de genios mediante un sistema educativo en función
de una economía consumista, la multiplicación de los imbéciles y la
estupidización galopante del homo sapiens bajo el capitalismo.
Pero la degradación de la "Creatividad" bajo el sistema
capitalista no es una maldad, sino que responde a la lógica misma de la
valorización del plusvalor. Se trata de una estructura socio-económica que
necesita imbecilizar a la sociedad para convertirlos en dóciles y manipulables
consumidores.
Por eso que bajo su esquema se llama trabajo "creativo" a
aquella labor destinada a fortalecer la red de manipulación que desborda la
voluntad del hombre individual. De hecho, bajo el capitalismo el trabajo
creador -en la universidad, por ejemplo-, del inventor -en la industria o las
finanzas-, tiende a caer bajo la forma de trabajo asalariado, aunque sin
someterse necesariamente al tiempo de trabajo socialmente necesario. Vemos, por
ejemplo, al pobre catedrático cómo a cambio de un salario hipoteca su
conciencia y su "creatividad" limando su filo crítico para no
incomodar al statu quo y al poder establecido.
En países como el Perú con un fortísimo componente de trabajadores
independientes -mal llamados "informales"- su creatividad compite con
el gran empresario a través de micro unidades productivas. Sin embargo, estas
formas económicas previas supervivientes que no han sido eliminadas por la gran
industria, se subsumen al capital en lo fundamental: en vez de crear un mundo
más humano, reproducen la forma enajenante del hombre al servicio de la
economía. No producen plusvalor para un capitalista, ellos mismos se convierten
en capitalistas, y con ello fortalecen la lógica alienante del capital que no
está al servicio de las necesidades del hombre, sino de las necesidades del
capital.
Cuando Schumpeter sostenía que el capitalismo tiende a destruir su
propia estructura social aludía a una destrucción creativa a cargo de los
intelectuales y de la burguesía. Y todos se escandalizaron cuando afirmó que no
será el fracaso sino el éxito del capitalismo lo que provocaría el socialismo.
Sin duda, esta es una forma de ennoblecer la "creatividad" bajo el
capitalismo, pero no es exacta. La supresión del capitalismo no será de una
domesticada intelectualidad, ni de una coludida burguesía, ni de las masas
desproletarizadas. Vendrá de la propia revolución técnica, de la automatización
completa de la economía por la inteligencia artificial.
La creatividad humana bajo el capitalismo se atrofia y pervierte para satisfacer
la necesidad de la acumulación de capital mediante el consumo de mercancías. De
ahí que la creatividad humana sólo volverá a estar al servicio del hombre
cuando se finiquite en la historia el modo de producción capitalista.
3
Academicismo capitalista
El académico es el catedrático que, al margen de estar o no de acuerdo
con el capitalismo, se convierte en mercancía tecnocrática especializada porque
vende su fuerza de trabajo -en este caso- a la universidad. La universidad desempeña
el papel del capitalista que compra por un salario la fuerza de trabajo
-intelectual en este caso- del llamado académico. Pero, además, el tecnócrata
es formado en vistas de la conservación del sistema imperante.
El trabajador académico ha ALIENADO su fuerza de trabajo vendiéndola a
cambio de un salario. Es mercancía educativa. Aquí se trata de una alienación
OBJETIVA con las relaciones de producción capitalista, muy al margen de que su
conciencia esté o no de acuerdo con ella. Si su conciencia asume esta
alienación objetiva con conformidad se llama ALIENACIÓN SUBJETIVA. Si, por el
contrario, es un inconforme antisistema, se llama CONCIENCIA REVOLUCIONARIA.
Pero, por lo general, si el académico no sobrelleva bien su alienación
subjetiva, tiende a asumir una vida dividida entre su forma de pensar
-antisistema- y su forma de vivir -burguesa-. Cosa que no depende muchas veces
de él, sino de circunstancias externas que tienden a convertir la lucha teórica
en lucha política y práctica.
Pero ¿por qué el catedrático tendría que estar en desacuerdo con vender
su fuerza de trabajo a cambio de un salario? Sencillamente porque es la piedra
de toque de un sistema que no está pensado para la satisfacción de las
verdaderas necesidades humanas, sino las del capital. Los sofistas griegos
impartían clases a cambio de un salario, pero esa venta de su fuerza de trabajo
no los volvía mercancía, porque no existían las relaciones del capitalismo que
convierten el trabajo abstracto en fuente el plusvalor. Toda esta situación se
reveló con claridad en las furibundas manifestaciones estudiantiles de mayo del
68, que remecieron el sistema universitario y la sociedad occidental, porque el
objetivo final era poner la academia al servicio de la sociedad y de la vida, y
no del capital. Diversas fueron las reacciones de los intelectuales ante los
hechos del 68. Así, Adornó condenó, Derrida y Lacan fueron reticentes, Sartre,
Althusser, Marcuse, Foucault apoyaron.
Todas estas observaciones no tienen propósito normativo, justificatorio,
ni condenatorio, sino explicativo.
El intelectual y el académico
En los tiempos nihilistas
que vivimos casi no se escucha la palabra “Intelectual” y en su lugar se oye
hasta la saciedad y de una manera espumosa y gris el término “Académico”. Yo sospecho
que esta sustitución tiene ver con un profundo cambio cultural, asociado
precisamente a la decadencia del espíritu y al colapso de la razón burguesa en
el capitalismo tardío.
Este hecho no cuesta
trabajo constatarlo no sólo en eventos humanísticos de filosofía, supuestamente
el más intelectual de todos los saberes, sino que se ha llegado al colmo de
oírlo hasta en celebraciones poético-literarias. Vemos el extremo ridículo de enlazar
todo lo que no es académico con lo popular, entendido éste como sinónimo de
improvisación, mala formación, empirismo y cuando no ignorancia. En pocas
palabras, se volvió común entender que todo lo que no es académico es
sospechoso de incultura, subcultura o seudocultural.
Hasta mediados del siglo
veinte la palabra intelectual gozaba de un prestigio incomparable frente a la
condición de académico. Eran considerados intelectuales los pensadores, los
creadores de cultura y no los eruditos que impartían cátedra en las
universidades. El intelectual participaba en el debate público, dejaba oír su
voz y era un faro espiritual en el discernimiento de las situaciones abstractas
y concretas. El académico era un erudito sin par en su materia, digno de
crédito en el área de su especialidad, pero no participaba con protagonismo en
el debate público.
Los intelectuales y
artistas eran hombres de partido, apasionados, perseguidos por sus ideas, no
temían exponer sus convicciones, defendían ideales y grandes causas. En cambio,
hoy los académicos son expertos de opinión, neutrales, apartidistas,
predicadores de la tolerancia, febles citomaníacos, obsesionados con obtener
poder en la estructura universitaria, escriben de mala gana y publican
obligados por los requisitos de la academia. Pero sobre todo, no son creadores.
Sin duda que en su descargo hay que decir que han sido proletarizados por el
sistema universitario, han sido fagocitados en cuerpo y alma a cambio de un
buen salario, se han vuelto presupuestíveros y ya no responden a su vocación e
intereses profundos, sino al dictado y necesidades exteriores de su
institución. Sus venas ya no son jardines que perfuman el prado de las ideas,
sino invernaderos malolientes que reproducen el rechinar maquinal de la cultura
instrumental.
Tampoco en la era de los
intelectuales todo fue color de rosas. Ahí tenemos el célebre libro de Julien
Benda, La traición de los intelectuales, donde desfilan grandes
figuras de las letras y las ciencias que no supieron oponerse al militarismo, la
xenofobia y el fascismo europeo, y al contrario apoyaron su vesania y maldad.
Lo contrario vemos en María Zambrano que, en su libro Los intelectuales
y el drama de España, cuenta que
el estallido de la Guerra Civil la había sorprendido lejos de su patria, y al
volver a mitad de la contienda, le preguntaron por qué regresaba, si sabía muy
bien que su causa estaba perdida. «Pues por esto, por esto mismo», respondió
ella. Ahí vemos el compromiso ético fundamental que es el sustrato de todo
intelectual orgánico, que se niega a mantenerse al margen en la lucha contra el
fascismo y la barbarie. Lo que permite acotar que hay académicos con altura
intelectual que saben abrazar y defender causas universales. Dos ejemplos
bastan, a saber, Bertrand Russel y Albert Einstein.
En cambio,
ahora los que se sienten intelectuales proclaman en medio de la cultura light
de la posmodernidad el “adiós a la verdad” (Vattimo) y el “adiós a la razón”
(Rorty). Esos son los ejemplos sombríos que como pálidas lamparitas de bufete
grisácea la atmósfera del soberbio académico. Sin duda que algo profundo
ha sucedido, algo huele muy mal, un espíritu hediondo y de catafalco
subyace en toda esta carcomida mueca de cultura.
El
académico es el producto auténtico de la universidad. Entonces, qué pasa con
ella. La Universidad vive sus horas más
tristes. En todas partes crece la convicción de que la universidad en el mundo
está en declive. Se piensa que ello es atribuible a la desaparición del
humanista, del pensador, del erudito, de la libre cátedra, y su reemplazo por
el unidimensional especialista académico. Lo que sucede es el empobrecimiento
especializado. Es cierto que el académico especialista encabeza el
empobrecimiento de la universidad, pero también no hay que olvidar que la
universidad con todo su ritualismo apostólico académico es una fuerza
conservadora que no favorece la innovación. Recibe siempre las nuevas ideas de
mala gana y el innovador no es bien recibido por el académico engreído. También
se ha pensado que su agostamiento es culpa de la intromisión del Estado o del
Mercado, ante los cuales la Universidad ha sucumbido. Además, ante la extinción
del trabajo a nivel global, los costos de la formación universitaria ni la
investigación justifican los beneficios que se obtienen de ella.
Es la tragedia de la
Universidad funcional. Pero todo esto son las consecuencias y no es la causa
fundamental. La causa real es la esencia misma de la racionalidad moderna:
funcional, calculadora e instrumental. La cual no favorece al humanista sino al
especialista. La salida no es la interdisciplinariedad, sino una nueva
jerarquización del saber, donde lo espiritual esté sobre lo material e
instrumental. Pero esto ya no es posible en los marcos de la presente
civilización, sino en una nueva y quizá venidera. La Universidad ha muerto y los académicos del presente son sus
sepultureros. En la modernidad decadente la universidad ha muerto porque ha
dejado de ser un saber educarse para el saber, para convertirse en marioneta de
las descoyuntadas especialidades. En la decadente modernidad tardía la
universidad monopoliza la intelectualidad a tal grado que lo
confunde con lo académico, hasta el punto de hacerlo desaparecer. Pero lo peor
de todo es que impone un tipo de intelectual conformista y conservador. La
universidad ya no forma simplemente informa. Su colaboración con la ciencia es
su nueva servidumbre. Lejos de proporcionar orientación ética al saber
científico se subsume a la lógica instrumental científico-técnico.
Ahora se
entiende que un autor como Enzo Traverso en su libro ¿Qué fue de los intelectuales? Se
plantee su ausencia en la escena contemporánea. Y ciertamente que se refiere a
los académicos de nuestro escrito. Porque en su neoconservadurismo tibio e
insípido, mantienen una neutralidad engañosa, y una ferocidad de salón que
defienden las “mentiras ambientes”. Yo prefiero llamarlas las mentiras de la
agenda global de la élite mundial. En su engañoso humanismo defienden la
eutanasia, el aborto, la ideología de género, el control de la población, el
lenguaje inclusivo, la punición de la masculinidad, y otras lindezas del
sistema imperante, y con ello se sienten como los grandes voceros de la
humanidad libre. La hinchazón de tanta mentira ya comenzó a explotar
ensuciándolo todo.
Con
semejantes luciferinos corifeos del anetismo y del “todo vale”, no es extraño
que la cultura colapse. En compensación los benditos académicos se han vuelto
“hermeneutas", o sea en descifradores alquimistas de lo que otros dijeron,
pero esta vez expresado en un lenguaje esotérico y rebuscado. Los académicos
tienen trabada la lengua por tecnicismos más indescifrables que los quipus. Se
han vuelto en tecnócratas del pensamiento. Se convierten en los sumos
sacerdotes de lo indefinido, ambiguo, en su esfuerzo por desrealizar la
realidad a lo Derrida. Su gusto por la oscuridad refleja el tiempo del
cansancio, agotamiento y decrepitud. Todos estos hombres inteligentes, y, por
supuesto, cultos, tendrán que convenir en que no conocen el mundo.
Realmente
produce estupor constatar cómo la cultura instrumental de mercado al destruir
las humanidades aniquila el espíritu crítico, destruye la educación, introduce
el gusano de las competencias en el ámbito donde no debe existir, a saber, la
cultura. Y es la hegemonía de la nueva cultura de la máquina, con la potenciada
inteligencia artificial, vuelve superfluo el saber, instaura la barbarie
civilizada del mal gusto, la obscenidad de la citomanía, el supremo valor de
grados y títulos, opinar con originalidad e ideas propias pasa a muy segundo
plano, eso ya no interesa, al contrario, es visto como un peligro. Vivimos en
un ambiente cultural donde se entroniza el saber técnico-científico y se
denosta el saber espiritual. A ello también contribuye el sistema de los
Premios Nobel.
Pero lo que no se advierte
es que cuando una cultura entra en su fase civilizatoria y se torna decadente
-como la actual- se tiende a disolver el saber humanístico y la figura del
intelectual es reemplazada por la del burócrata del saber, el catedrático
erudito, repetidor y mero transmisor de conocimientos ajenos. La confianza es
ahora depositada en el técnico, el ingeniero, el burócrata y el saber mecánico.
El especialista tomó el lugar del generalista. La cultura dejó de ser causa
espiritual para convertirse en un espectáculo más del entretenimiento de las
masas.
Contaré una pequeña
anécdota personal vivida hace muy poco, precisamente durante el proceso
electoral. Generalmente siguiendo el consejo de los ingleses no suelo hablar de
política ni de religión con mis amistades, incluso intelectuales. Mis
convicciones íntimas las reservo para mis libros. Pero un apreciado amigo
filósofo me asediaba con la propaganda anticomunista electoral de la
ultraderecha de mi país. Yo no respondía. Preferí dirigir, como filósofo, mi
atención al tema de la justicia. Y de ahí salió mi libro "Igualdad sin
lágrimas. Justicia como copertenencia". Hasta llegó el ingrato momento del
intercambio de pareceres con este amigo filósofo, que incluso es cristiano como
yo. Pero fue una lástima comprobar cómo una persona tan inteligente y creyente
repetía los tabloides derechistas, racistas y despreciativos hacia un gobierno
de autoridades de extracción andina. El susodicho académico amigo no mostraba
ningún razonamiento original, ninguna piedad cristiana, fue una desilusión.
Incluso le recordé que Cristo no buscó a sabios ni doctores, sino a gente
ignara, a simples pescadores. Pero el académico en sus trece seguía repitiendo
los mostrencos titulares de la prensa derechista. La amistad ya no es la misma,
y dejo al tiempo que la restaure.
Lo que se comprueba aquí es
cómo la hegemonía de las ideas conservadores puede paralizar el razonamiento
hasta de las personas más inteligentes. Eso se comprueba en los famosos think
tanks o grupos de reflexión del imperialismo. Me alegro que eso no haya
sucedido con el modesto pueblo del Perú. Y esto lo subrayo contra quienes se
refieren al pueblo humilde en términos peyorativos. Pero hay algo más. Quedó
demostrado en las recientes elecciones peruanas, que el auge de la izquierda en
América Latina y en el mundo -los países escandinavos tienen todos
recientemente gobiernos socialistas y en Alemania también ganó la izquierda- no
fue resultado de la hegemonía intelectual de los académicos, siempre a la zaga
del cambio social, sino del instinto político del pueblo humilde de Dios.
Efectivamente, el relevo
del intelectual por el académico responde a las necesidades de la sociedad de
masas, la cual está más urgida de soluciones que de reflexiones. Su hegemonía
responde al imperio del hombre anónimo. El hombre anónimo es un ser desvalido,
que sólo tiene confianza en las recetas del mercado. Carece de opinión propia.
En el caso del académico repite a Heidegger, Wittgenstein, Gadamer, Vattimo,
Rorty, etc. La consecuencia es que su orden valorativo se vuelve tan delgado
que termina eximirse de su propia libertad y responsabilidad. Son los gurús de
los nuevos campos de concentración del pensamiento: las universidades
entregadas en alma al mercado. Viene a mi memoria que esto último ya lo habían
señalado cuatro connotados autores: Ortega y Gasset, La rebelión de las
masas, José Ingenieros, El hombre mediocre, Oswald
Spengler, Decadencia de Occidente y Herbert Marcuse, El
hombre unidimensional.
La novedad de nuestro
tiempo es el protagonismo cobrado por el nihilismo, el cual dejó de ser moda de
intelectuales para convertirse en fenómeno cultural narcisista y hedonista de
las masas. Sin duda que este auge nihilista se dio de la mano con el fenómeno
político-económico del neoliberalismo y últimamente del capitalismo digital.
Los cuales son dos mutaciones que se han sucedido sin pausa en la estructura
misma del capitalismo imperialista. Si el neoliberalismo global es el
neo-totalitarismo de las megacorporaciones privadas, el capitalismo digital es
lo mismo, pero de las megacorporaciones cibernéticas globales, las llamadas
GAFAM -Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft-.
Los tiempos nihilistas que
vivimos son dantescos y como muestra tenemos la desaparición de los
intelectuales por los académicos. Se podría pensar que era natural esperar
después de la separación del hombre respecto a Dios, viniera la siguiente fase
de separación del hombre respecto del pensar. Ciertamente, nunca como hoy ha
sido tan difícil cultivar el pensamiento. Se dice que estamos en la era del
conocimiento. Yo digo que esto es mentira. Vivimos la era del desconocimiento y
la imbecilidad. La estupidización del hombre avanza a pasos agigantados,
cabalgando sobre los medios masivos de estupidización social, que con sus
mentiras diarias intoxican y embotan la verdad. Si a esto le sumamos el nuevo
imperio del internet, las redes sociales y la web, lo que se tiene al final es
una completa ofensiva contra el pensar.
Tristeza y congoja da ver
las kilométricas horas que dedican los jóvenes a estos medios tecnológicos que
atrofian su memoria, debilitan el pensamiento, anestesian la concentración,
adormecen la sensibilidad y superficializan la mente. El daño cerebral que se
está produciendo es inmenso. Pero los rozagantes académicos siguen en su
sosiego sin alarmarse en lo más mínimo.
No quiero abrazar falsas
ilusiones cerrando la presente reflexión con manidas esperanzas consoladoras.
Tampoco soy pesimista para pensar que esto no tiene remedio. Tendrá que venir
un aluvión para que tape el gran foso excavado por la presente hora tenebrosa.
Entonces gotitas del inmenso regalo solar volverán a cubrir con nuevos brotes
los verdes prados del pensamiento. Será el momento en que los intelectuales
volverán a levantar vuelo para hacer fulgurar el relámpago de la verdad.
En mi caso, reconozco que
soy un intelectual, tengo la rara disposición de sentirme atraído más por las
ideas que por la vida. Muchas veces lo percibo como un gran defecto en vez de
una gran virtud. Me hubiese gustado ser más simple, disfrutar del mundo sin los
aparejos de las circunvoluciones cerebrales. Pero no soy así. A veces me
pregunto si eso tiene que ver con la pérdida de la alegría que significó la
separación de mis padres. Creo que fue un factor, pero hubo otros
condicionantes que me hacían más cerebrotónico en vez de somatotónico. La vida
académica me hubiera asfixiado. Me alegra no haber ido por aquel camino. Mi
espíritu necesita sentirse libre para pensar. Por eso siento placer al lanzarse
a una obra sin previo plan, y solamente en alas de la inspiración y la
intuición. Nunca diseño proyectos rígidos o escribir con un plan determinado. Me
gusta la emoción del descubrimiento y lo inesperado. Prefiero seguir mi voz
interior. Tanteo, improviso, rehúyo de las citas, busco la expresión directa,
no espero la perfección y procuro despejar un camino propio. Admito sin
dificultad mis errores, trabajo intelectualmente con alegría. Leer me hace
pensar. Generalmente espero la inspiración y dejarme llevar por dónde el
espíritu sople.
Esencia del autodidactismo
Cientos de miles de diplomas de grado en el mundo son
obtenidos con propósitos meramente laborales, o sea de ascenso social y, por
consiguiente, nada tienen que ver con el amor al conocimiento o al ideal. No
obstante, los superficiales prejuicios sociales conceden una estima superlativa
a la creencia que el único que sabe es el que exhibe una acreditación
universitaria y, con ello, se subestima el valor superior que tiene el
autodidactismo, hasta el límite nefando de marginarlo de la vida académica.
A esto llamo “academolatría” o adoración idolátrica del
mundo académico, que en buena cuenta es efecto de la tecnificación de los
conocimientos y de la pérdida paulatina del marco humanista en los mismos. La
consecuencia, como regla general, ha sido la hegemonía social del mediocre
justamente en donde menos debería darse, esto es, en la vida universitaria.
Varios son los casos, y todos ellos ilustres, que
ejemplifican lo que afirmamos. La historia del autodidactismo en el Perú es muy
rica y variada, el genio y el talento rebosa y se desborda incontenible por
todas las calzadas, tanto así que las rutas maestras en el mundo de las ideas,
la geografía, la antropología, la historia, el arte, fueron abiertas por
autodidactas como Antonio Raimondi, Oscar Lostaunau, Teodoro Núñez Ureta, José
Carlos Mariátegui, Haya de la Torre, Emilio Choy, María Rostworowski, Iyari
Sánchez González, etc.
Otros ejemplos ilustrativos más recientes lo tenemos en
Jorge Luis Borges, el Nobel de Literatura José Saramago, Woody Allen que nunca
fue a una escuela de cine, Stanley Kubrick, Quentin Tarantino que encontró en
las salas de cine su salón de clases para hacer nuevos films. Esta manifestación creadora del autodidactismo se
desparrama por toda América y otras partes del mundo. Se recuerda, por ejemplo,
el caso del matemático argentino Misha Cotlar a quien la Universidad de Buenos
Aires, con estrechos criterios burocráticos, le urgía por el título para
continuar con su labor docente. Pues bien, fue la Universidad de Michigan la
que le otorgó el título de doctor en matemáticas sin haber hecho estudios
universitarios por la alta excelencia de sus investigaciones. Retornó Cotlar a
la UBA y les entregó el título exigido, documento que en realidad no refrendaba
nada, al contrario, más bien denunciaba el mendaz y estrecho criterio académico
que antepone el requisito formal al talento y a la investigación.
Lo cual demuestra que las universidades latinoamericanas,
miméticas y anatópicas por antonomasia, anquilosan y petrifican todo lo que
tocan por su estrecha mentalidad burocrática, y en vez de promover la
creatividad, la invención y la innovación estimulan la copia y la repetición
del saber anglosajón y eurocéntrico.
Lo dicho tiene especial importancia debido no sólo porque
se vislumbra el ingreso de la humanidad a la era del conocimiento, sino porque
la institución universitaria sufre una degradación orgánica muy profunda, que
la ha convertido en un kiosco comercial donde se expenden títulos y grados sin
importar la real apropiación del conocimiento. Y así vemos desfilar legiones
enteras de graduados universitarios que atropellan las reglas básicas de la
ortografía, retuercen la semántica y pulverizan lo poco aprendido en la
academia con un comportamiento social poco ético.
En realidad, una universidad comercializada y convertida en
un negocio más dentro de la sociedad consumista y de la cultura del “todo
vale”, tiene que relativizar el conocimiento mismo, poniendo énfasis únicamente
en la masificación de la educación superior. Un efecto colateral del
industrialismo y de la cosificación social sobre la academia
es que se priorice lo cuantitativo sobre lo cualitativo. Hay que decirlo con todas sus letras: el modelo masivo de
educación superior ha fracasado no por estar dirigido a las masas, sino, porque
los estándares del saber han perdido su eje humanístico, la falta creciente de
contacto crítico con el mundo real, la incomunicación con el autodidactismo que
introduce nuevas energías y vitalidad creadora, y el espíritu burocrático
del homo academicus, son tendencias que se van fortaleciendo
ante la pérdida de prestigio e importancia del mundo humanístico y la
desproporcionada hegemonía que cobra el mundo científico-técnico. El homo academicus bajo el neoliberalismo se mostró en todo su rostro
antipopular, conservador y reaccionario.
La crisis de la universidad en el orbe es consecuencia del
avance de la racionalidad instrumental y el retroceso de la racionalidad
substancial o humanística. La nueva universidad no está pensada para el
espíritu humano sino para el creciente poder de las cosas sobre el hombre, y
ante ello, constituye una amenaza los aportes generalmente humanísticos de las
mentalidades autodidactas.
Volviendo al genio y figura del autodidacta hay que
recordar que en los inicios del mundo moderno lo fueron en filosofía Leibniz,
Hume, Spinoza, Rousseau. En realidad, el autodidactismo puede ser sistémico o
ensayístico, es indiferente en cuanto a sus formas, simplemente se da. Así como
la calidad intelectual del autodidacta se da independientemente de obtener un
título académico, de la misma forma su expresión puede ser mediante el trabajo
sistemático que construye con rigor y metodismo o mediante el ensayismo con sus
giros brillantes, intuiciones profundas y atrevidas representaciones generalizadoras.
Lo cual no niega que el espíritu latino sea más espontáneo, abierto,
fragmentario e improvisador que el espíritu nórdico más sistemático, preciso y
metódico.
Antes de intentar atrapar la esencia del autodidactismo es
preciso destacar un rasgo común, a saber, la férrea voluntad. No es
casual que antes de ser magnates, exitosos ejecutivos y laureados con el Nobel,
hombres que fueron rechazados por la universidad como el multimillonario Warren
Buffet, para quien ser impugnado por Harvard resultó ser mejor de lo que
esperaba; Lee Bollinger, cuyo rechazo también por Harvard cimentó su convicción
de que dependía tan sólo de él definir sus talentos y potencial; el Nobel de
medicina Harold Varmus, cuyo rechazo a la universidad de sus sueños lo hizo
involucrarse más en el centro de enseñanza que lo cobijó; y el empresario
fundador de CNN Ted Turner, quien después de dos rechazos universitarios,
Princeton y Harvard, se unió a la empresa de la familia y la transformó en un
coloso, años después le otorgarían un grado universitario.
Y cuando hablamos de una “férrea voluntad” estamos
aludiendo a una acendrada disposición de índole moral, esto es, la capacidad de
la libre voluntad para imponerse a sí mismo su propia ley y
obligación. Efectivamente, el autodidacta es aquella persona que suple el aula,
los horarios, la supervisión, los exámenes, etc., con una disciplina escolar
autoimpuesta que no es de índole externa sino de índole interna.
Y en verdad ningún cambio en lo externo prospera cuando no va acompañado de un
visceral cambio interno. Pero hay algo más
interesante en la formación del autodidacta. Y es que su autoformación
intelectual, que no conoce horarios, limitación de sacrificios, ni presiones
externas, va puliendo sin cesar el diamante interior que todos llevamos dentro
y que muy pocos lo despiertan, va forjando con placer un
carácter substancial, profundo, firme, constante, indagador, va incrementando
su energía de realización interior, su concentración, tenacidad, ardor y
entusiasmo por el ideal. Por ello, es una tarea
profundamente de índole espiritual, que llega a su culminación cuando acepta
con humildad que junto a la razón está la fe.
Esto es, la férrea
voluntad del autodidacta no es más que su aspecto externo, dado que su amor
por el ideal constituye su aspecto interno y la capa más profunda de
su esencia. El ideal no solamente se opone a lo real y se identifica con el
poder de atracción del valor, sino que el ideal es la conciencia de la
insuficiencia de lo realizado y de lo real y el llamado nostálgico del
bien a rebasar lo real. Por eso, el autodidacta generalmente llama la atención
por las ideas nuevas, fuera de los paradigmas vigentes, otea más allá de los
compromisos compartidos, trae nuevas generalizaciones simbólicas y casi siempre
constituye un desafío para la matriz disciplinar. Y precisamente porque el
autodidacta, cuando es genio, puede estar fuera del paradigma vigente, o sea
más allá de la constelación de los compromisos de grupo, trae interpretaciones
que parten de una nueva intuición, percepción o experiencia. Mientras un
académico trabaja para su institución y sus colegas, el autodidacta lo hace
para la humanidad y precisamente por eso su admisión es más difícil, puesto que
cambia el punto de vista consuetudinario.
Generalmente su aporte a
la revolución teórica es invisible y pasa desapercibido, hasta que los nuevos
hechos históricos influyen para que sean recuperados para la historia de las
ideas. Muchas veces el autodidacta nace muerto para su presente y vivo para su
futuro. Pero el autodidacta tiene el especial don de poner en cuestión el
paradigma vigente e incrementar la tensión teórica en un mundo descoyuntado.
También promueven micro revoluciones teóricas de carácter acumulativo para la
formulación de un nuevo paradigma.
Por ejemplo, el eurocentrismo filosófico (la filosofía es
de origen griego) funciona actualmente como un modelo vigente y aceptada por la
filosofía normalizada y académica. Otras visiones no eurocéntricas
(existencialismo jasperiano, culturalismo católico, nativismo, homeomorfismo,
interculturalismo, Mitocratismo, etc.) ya están presentes, pero no constituyen
un paradigma vigente. No por ello dejan de ser revoluciones teóricas
silenciosas. Esto hace pensar que una revolución teórica requiere tantas
condiciones teóricas internas y externas (sociales, culturales, económicas,
políticas, etc.).
Finalmente, para nosotros la superioridad intrínseca del
autodidacta radica en un puro ethos axiológico, no sólo porque es
él quien percibe con más claridad el don de perfectibilidad sino
porque su acción siempre es conforme a una ética donde prima el deber y
no el sentimiento, o mejor, donde el amor al ideal es ideal ético de
perfección. La formación intelectual del autodidacta es adhesión autónoma
de la libertad a la ley interna que es abrazada con pasión ética. Esta pasión ética se convierte en misión
ética con validez incondicional, puesto que su autoformación
intelectual no sirve sin la base de su libertad moral. El Pathos o
experiencia del autodidacta moviliza su Ethos o deber ser, a
través del cual se expresa el Logos o razonamiento, proceso en
el cual queda evidenciado que lo que el hombre puede saber no
está divorciado de lo que el hombre debe ser.
LIBRO SEGUNDO
EPITAFIOS
INTELECTUALES
Teodoro Hampe Martínez
Esta vez la fría Parca ha pasado sigilosa y rauda para llevarse a los
tan sólo 56 años al historiador y catedrático Teodoro Hampe. Los medios no
informan sobre el motivo de su fallecimiento, pero ese detalle poco importa
cuando lo relevante de veras es el brillo ejemplar de su estela académica y humana.
Sí, hace cinco días que emprendió su encuentro con el Creador el amigo y
connotado historiador Teodoro Hampe Martínez.
Ciertamente no es mi pluma la más idónea para hablar del genio y figura
de tan ilustre personaje, más el escaso tiempo en que lo traté dejó testimonio
de su seriedad intelectual, sobriedad cultural y bonhomía personal. Ahora,
Teodoro ha salido del tiempo, ha cruzado el umbral de la aterradora muerte y
espera, como esperaremos muchos, el momento de la eternidad.
La Historia, como la poesía y la vida cósmica –escribía Mariano Iberico-
es una de las grandes formas del aparecer universal. A Teodoro Hampe le tocó
explicarnos con gran erudición y maestría la vivencia teorética del pasado
histórico. En sus diversos libros y artículos el pasado no carece de
objetividad, no es mero alarde interpretativo, y no es una mera región del
tiempo de lo no existente, sino que, por el contrario, el pasado se constituye
en presente, en sus múltiples perspectivas iridiscentes, como una ola que viene
detrás y empuja hacia adelante.
Efectivamente, en la pluma de Hampe el pasado es una forma viviente del
ser, donde su ser actual es reflejo de su sustancia. Él nos demostró –como en
su tiempo lo hicieron Guillermo Leguía, Basadre, Vargas Ugarte, Rostworowski, Lohmann,
Waldemar Espinoza, Macera, y tantos otros connotados- que el pasado puede
actuar sobre el presente y lanzarnos hacia el futuro. En otras palabras, el
pasado se salva de sucumbir petrificado en el olvido por la tradición histórica
que lo actualiza. Y en esto le cupo un lugar de honor al Dr. Hampe Martínez en
sus diversos escritos de historia, educación, cultura y sociedad. Dicen que el
estilo es el hombre. Pues bien, Teodoro no era un orador nato, prefería leer
sus escritos e investigaciones, pero su solvencia ideológica era claramente
notoria en las entrevistas, preguntas y conversaciones. Su pluma era precisa
como la de un cirujano, escribía con sobriedad y pulcritud. Prefería la palabra
documentada que la furibunda especulación. En mi caso el conocimiento de su
persona data del año 2009. Fue un día en que recibí por primera vez su llamada
telefónica solicitándome un escrito mío que le había llamado la atención y que
requería tenerlo para un trabajo a presentar para una revista argentina.
En su hábito intelectual detectivesco había leído por la web mi escrito
“Premonición, teofanía y astrología en la caída del Imperio Inca” y necesitaba
saber si estaba publicado en libro y demás detalles. Dicho trabajo fue
publicado en mi libro Ensayos de Filosofía Mitocrática, 2009. Su
honestidad intelectual no escatimó en enviar a mi domicilio a su secretaria,
quien me portó un libro en obsequio (Relación de la ciudad del Cusco, 1649),
cosa que yo correspondí con algunos de mi autoría.
Después de algunos años lo volví a encontrar en 2015, aunque esta vez
fue personalmente, cuando en coordinación con Virginia Vílchez, directora de la
librería Libros Peruanos, le propuse una entrevista sobre su libro dedicado al
gran héroe peruano del mar, Miguel Grau, protagonista político (Municipalidad
Provincial de Piura Fondo Editorial, 2013). Era un momento idóneo porque el
veredicto de la Corte de la Haya estaba por conocerse. Era la primera vez que
lo tenía delante de mis ojos y pude observar en su postura corporal una delgadez
acompañada de un aire de tristeza. Desconozco de sus cuitas, pero a la vista
eran notorias. Tenía una mirada de lince, modales elegantes, frente elevada, y
sus labios finos dejaban lucir una sonrisa mordaz e incisiva.
La lectura de su libro sobre nuestro gran Almirante Grau me dejó una
grata impresión. En primer lugar, llenaba un vacío sobre su protagonismo
político. En segundo lugar, la esencia de su mensaje es que lo cardinal de lo
político en Grau no está en su civilismo, que es coyuntural, ni en la defensa
del orden constitucional, sino en su voluntad de servir al país con sentido
peruanista y patriótico. En tercer lugar, la obra contribuye a ampliar la
investigación sobre la historia política en la era del guano basándose en
sólidas bases historiográficas (Puente Candamo, Ortiz Sotelo y Thorndike).
El segundo punto es sobremanera importante en los actuales momentos
electorales en que vive el país. Y creo que en esto reside el mensaje póstumo
del Dr. Hampe en su último libro. Pues en la presente era del gas y de
crecimiento económico sostenido, se hace notoria la necesidad de contar con el
peruanismo y patriotismo ejemplar de una figura como Grau. Esto es, la curul
congresal del perínclito marino debe irradiar ejemplo político para despejar el
miasma pútrido que por momentos hace irrespirable la carrera por el sillón de
Pizarro. Teodoro nos recuerda que Grau defendió en orden constitucional a toda
costa, pero con sentido crítico al rechazar la constitución anatópica de 1856.
El Dr. Teodoro Hampe Martínez ha partido tempranamente, deja un legado
intelectual valioso, invita a un estudio serio de nuestra patria y nos insta
insobornablemente a cultivar un sentido peruanista y patriótico ad portas del
Bicentenario de nuestra Independencia.
A la morada de los inmortales
Todo resplandece y arde allá arriba, mientras aquí en la tierra se
acurruca la tristeza en el frío oscuro de la pena: ¡Antonio Belaunde Moreyra,
ha fallecido! Tarde o temprano le seguiremos y se irán apagando los cirios de
esta vida que es como un sueño.
Don Antonio Belaunde Moreyra apagó la luz de sus ojos en este mundo el
pasado jueves 28 de noviembre a los 86 años. Atendiendo a su ferviente sed de
escritor y pensador, Cristo lo recogió en corta agonía, porque para él la mayor
infelicidad era no poder seguir pensando, dictando y publicando. Muchas veces
con el puño hundido en la mejilla –semejante a la célebre escultura “El
Pensador” de Rodin- y apoltronado en su sillón napoleónico solía decir con aquella
amable sonrisa que lo caracterizaba: “Mi mayor deleite es pensar y dictar lo
pensado. El trabajo mental me hace mucho bien”. El trabajo intelectual lo hacía
vivir y sin él se sentía morir.
Este hombre inteligente y, por supuesto culto, no tardaba en convenir
que era más grande el misterio que lo cognoscible. Y deja una ingente obra
filosófica, poética, jurídica, lógica y matemática –no toda publicada- que
honra al Perú por su originalidad, profundidad y belleza. Fue en todas sus
letras un pensador original, un genio, un afable maestro y un gran amigo. En lo
que sigue trataré de ordenar lo afirmado entre la barahúnda de recuerdos que se
agolpan en mi memoria. Seis días antes de su deceso y habiendo llegado yo de
viaje quiso el destino que sostuviera una conversación telefónica con él. Se
alegró que lo llamara, como siempre lucía muy lúcido, lleno de sueños y
proyectos, pero, como nunca, advertí en sus palabras un cierto aire de
fatalidad. “En todo lo que me resta me encomiendo a la ayuda del Altísimo”. Y
lo dijo con una serenidad que infundía infinita calma y respeto, a lo cual yo
asentí inmediatamente. Al despedirme sentí una extraña sensación de nostalgia,
de honda pena, como si nunca más lo volviese a ver en esta vida, pues yo no
sólo había sido su editor, sino que, sobre todo, era mi amigo y mi maestro.
Hoy el doctor, como siempre le llamé, ya no está más entre nosotros. Mora
en la casa de los inmortales. Me lo imagino en el Parnaso celeste cantando en
alemán, como varias veces lo hacía en esta vida, el Himno Coral a la Alegría de
la Novena Sinfonía de Beethoven, y cantando con esa voz de tenor profundo que
tenía, abrazado con el genial compositor de Bonn, con Goethe, Herder, Novalis,
el conde de Platen, Baudelaire, Blake, Verlaine, Whitman y otros, hacia quienes
sentía gran predilección. El mismo era poeta de fina vena lírica y aunque
escribió un solo poemario –De Rapto y Tedio (Bogotá, 1982; Lima, 2008)- no
obstante, lo que allí vertió es suficiente para considerarlo como un vate digno
de mención. Reproduzco tan solo unos versos del “Hipersoneto al Ser”:
El Ser folgaba entonces libremente
A la sombra de la Nada enamorada,
La Nada le ocultaba su mirada
Y suspiraba triste, hondamente….
Mas la Nada mentía, era evidente,
Por ocultar su amor, desconsolada;
Ya el Ser la consolaba sabiamente,
Colmándola de ser su desposada.
Su predilección por la hondura metafísica no lo abandonó nunca. Y esto
fue lo que llevó desde los escritos jurídicos y matemático-lógicos a las
composiciones poéticas hasta culminar en reflexiones filosófico-teológicas. Era
un espíritu con un fuerte llamado hacia lo alto, se sentía bien en los abisales
del pensamiento, dotado de una impresionante capacidad para bucear
intelectualmente en los intrincados vericuetos de los silogismos, no le costaba
mucho trabajo llegar a la idea esencial del asunto que llevara en mientes. Ah,
pero eso sí, lo hacía después de muchas horas y muchos días de honda
meditación, horas en las que solía sumirse en el mutismo, y es que su mente
preñada de ideas requería tiempos precisos de gestación.
Yo tuve la fortuna de asistir en varias ocasiones a esos momentos de
parto, digno espectáculo de la mayéutica socrática. Muchas veces, también,
solía crear de una sola sentada. Así, nunca olvidaré las célebres reuniones que
sostuvimos a lo largo de tres o cuatro meses en la cafetería Starbucks del
distrito de Chacarilla, donde me dictó de un solo tirón el mejor libro que se
haya escrito hasta el momento en el Perú y en el mundo, según expresiones de su
finado colega diplomático el Dr. Luis Solari Tudela, sobre la Historia del
Derecho del Mar intitulado “Acerca del Mar. Sobre todo, el nuestro”.
Aquellas magistrales cuatrocientas páginas –según la primera edición del
2011, que se redujo en un poco más de la mitad en la letra menuda de la edición
del 2012- yo las vi salir de su sesera con inconmensurable amor al Perú, a lo
largo de cada sesión animada por un vaso de café y unas galletitas. Tenía la
memoria prodigiosa de su célebre padre, el pensador peruanista y cristiano
Víctor Andrés Belaunde. Pero lo superaba en conocimientos filosóficos,
teológicos y artísticos. Así se engendró aquel libro maravilloso. Y lo mismo
ocurrió con otros libros suyos: la refundición de su libro peruanista “Perú,
persona, sombra y alma”, las traducciones para “Conatos literarios” y “Nuevos
Conatos”. Aunque su alambique creativo era más complejo.
Efectivamente, cuando recién lo conocí allá por los años 96 y 97 me
quedé asombrado por la cantidad de escritos inéditos de la más variada estirpe.
Amontonados en recipientes de plástico, lucían dentro multitud de papeles con
ideas plasmadas que pugnaban por salir. Por aquella época yo me hacía cargo de
mis propias ediciones en el estilo económico de tiraje por demanda, método que
hacía muy económico la publicación frente a los descomunales costos
comerciales, y le ofrecí tal sistema para hacer frente a tanta y tan alta
calidad de los escritos. Al doctor Belaunde le entusiasmó la idea, sobre todo
porque venía de una experiencia muy onerosa con la publicación de su libro
“Nuestro problema con Ecuador” de 1995 y con la cual no estaba contento.
Entonces, en realidad, su labor creativa combinaba la creación nueva junto a la
reelaboración de muchos escritos ya existentes pero inacabados. Lamento
recordar que muchos de sus manuscritos se extraviaron misteriosamente y espero
que los que aún permanecen inéditos no corra la misma suerte. Especialmente un
voluminoso e importante escrito muy estimado por él e intitulado “El
Territorio”, y de cuya publicación debería interesarse la Academia Diplomática,
a la cual él tanto estimó.
No recuerdo exactamente cómo lo conocí al Dr. Antonio Belaunde, no sé si
fue en San Marcos, a través de la doctora Rivara de Tuesta o en el Búho Rojo.
Pero lo que mi memoria no borra es aquella sesión en la Sociedad Peruana de
Filosofía donde expuso por primera vez la versión resumida de la interpretación
jungiana de la identidad peruana y que más tarde se convertiría en su libro
“Perú, persona, sombra y alma”. De dicha sesión él salió muy conturbado por las
críticas desconsideradas y la incomprensión del tema, especialmente por parte
del Dr. Gustavo Saco que tildó la temática como no filosófica, a lo cual yo
reaccioné recordando a Hegel y su reflexión sobre el “Espíritu de los pueblos”.
Desde entonces el Dr. Belaunde me expresó su decisión de formar un cenáculo
propio de filosofía, que años después se haría realidad. Después nos reuníamos
en su casa a ayudarlo a catalogar tantos originales, donde su amable y
simpática esposa Ivonne nos servía unas tazas de chocolate caliente acompañados
con bizcochos. Al poco tiempo le publiqué su breve escrito “Deuda y Derecho. Un
llamado a la equidad” (1999), donde sensibilizado por la crítica de la Iglesia
ante semejante exacción financiera hacia los países pobres invocaba a la
justicia y a la caridad. Siempre estaba de lado de las causas justas, aunque
nunca simpatizó con el socialismo ni el marxismo.
De entonces datan nuestras extensas conversaciones sobre temas
filosóficos y teológicos. Gracias al doctor Belaunde yo pude superar mis otrora
dicotomías entre fe y razón. Su bonhomía, amplia cultura, humildad y sincera fe
cristiana constituyeron para mí un verdadero ejemplo y estímulo para volver al
cristianismo. Cuando nace mi hijo varón en 1989 sentí el llamado de Dios, pero
todavía en 1990 publicaba un libro historicista del que nunca estaré lo
suficientemente arrepentido, a saber, “Mito y realidad del cristianismo”, en el
que disociaba erróneamente el Cristo histórico con el Cristo postpascual.
Cuando lo conozco yo ya estaba en la siguiente etapa de mi pensamiento,
la llamada fase culturalista e influido por la escuela de Frankfurt. Pero
reconozco que fue su ejemplo y sapiencia lo que me ayudó a superar cualquier
resabio de ateísmo. Y entonces se abrió a mi alma toda una dimensión inagotable
y a la vez insondable. Don Antonio me ayudó a recuperar la fe perdida. Jamás
predicaba, siempre razonaba como todo un buen escolástico, pero cuando no
hallaba respuestas a mis preguntas solía hundirse entre sus hombros y confesar
la impotencia de la razón humana, auxiliada incluso por la fe, para encontrar
soluciones. Era un gran lector de la Sagrada Escritura, muchas veces lo vi dar
abundante limosna a los pobres, practicaba la caridad y temía como hombre sabio
a Dios.
Después de un tiempo nos volvimos a ver por los años 98 y reanudamos
nuestras fructíferas conversaciones. En ese entonces yo plantaba batalla contra
el eurocentrismo afirmando la existencia de la filosofía precolombina y Don
Antonio se puso de mi lado. El creía en el pensamiento participativo, como años
después lo testimoniaría con un libro intitulado “La mentalidad participatoria”
(2010). Había leído a Levy Bruhl, Lévi-Strauss, Mauss, Mircea Eliade y admiraba
mucho a Dumézil. Cuando publiqué en 2013 mi “Hermenéutica remitizante y
filosofía mitocrática” recibí varias llamadas suyas en las que no ocultaba su
gran entusiasmo, incluso quería hablar con varios personajes y con el cardenal
para la recomendación, cosa a la cual yo lo disuadí dado los inocultables
intereses más políticos que culturales del Opus Dei. Pero la verdad es que él
resultaba siendo muy sensible a la posibilidad de un modo de filosofar no
eurocéntrico.
Por aquella época data la pérdida de su señora esposa y me imagino que
el dolor en que se sumió fue lo que llevó a la familia a ponerlo a mejor cuidado
en una casa de reposo. Fue allí, en aquella casa de reposo, donde el doctor
decidió poner en funcionamiento su añorada idea de un cenáculo de filosofía. El
grupo de inconformes con la intolerancia izquierdista del Búho Rojo fue el que
migró a su cenáculo. Con gran entusiasmo nos reuníamos cada viernes bajo su
patrocinio y mi colaboración.
El cenáculo del Dr. Belaunde se parecía a aquellos ilustres salones
franceses del enciclopedismo en el que desfilaban personajes célebres junto a
intelectuales jóvenes y talentosos que se nutrían de él con gran entusiasmo.
Allí el doctor gozaba de un auditorio selecto para que lo escuchen en su
variedad de escritos y para escuchar las ideas de otros. Una invitada especial
era su amiga Lita Ganoza, de penetrante inteligencia y gran sentido realista.
De los filósofos veteranos estaban Francisco Nicole, Luz María Álvarez
Calderón, María Luisa Rivara de Tuesta, Antonio Peña Cabrera, el reconocido
sociólogo Aníbal Ismodes Cairo; y entre los jóvenes se hallaban Luis Enrique
Alvizuri, Luis Solari (hijo), Víctor Montero Cam, Fidel Gutiérrez, Julio
Chávez, Julio Rivera Dávalos, Odilón Guillén, José Luis Herrera, Mario Garvich,
Enrique Álvarez Vita y Enrique Pfeiffer, especialmente. Muchos de sus
integrantes darían testimonio de su talento y amor a las letras con sendas
publicaciones. No hizo discípulos, sino algo mejor, promovió pensadores. Yo le
propuse varias veces llamar al cenáculo por su nombre, pero él siempre lo
rechazó, no era personalista, y no le incomodaba en absoluto que fuese conocido
por el sobrenombre de “El Cenáculo Sanborjino”.
Sin embargo, la actividad del cenáculo no lo distrajo de su actividad
creadora y siguió elaborando libros para su publicación. De este periodo data
su libro peruanista “Perú, Persona, Sombra y Alma”, que conoció las ediciones
del 2002, 2003, 2005; “Conatos literarios” del 2003, “Comentarios a la
definición de la agresión” del 2003, “Alcance Filosófico en César Vallejo y
Antonio Machado” del 2005, “Lo nouménico y lo fenoménico” del 2006, “El Mar del
Perú. Informe Preliminar” del 2006, y “Parménides y el argumento ontológico”
del 2006. Tenía la costumbre de no pasar a un nuevo proyecto sin haber
terminado el que tenía pendiente. Y este trabajo metódico lo ayudo en su labor
intelectual.
Cierta vez en que lo acompañé a la Casa Mariátegui a escuchar una
ponencia sobre el Amauta por parte del Dr. David Sobrevilla, él se le acercó y
le preguntó si había leído su “Perú Persona”, a lo cual el conferencista le
respondió que Don Antonio había empezado a publicar muy tardíamente. Lo cual
era cierto sólo en parte, porque lo viejo se hace antiguo y por tanto eterno.
Además, lo importante no es la edad sino la sinceridad. Y a Don Antonio la
sinceridad le brotaba en abundancia.
Don Antonio ya septuagenario se empezó a preocupar por publicar sus
escritos filosóficos, su labor diplomática lo había absorbido y distraído más
de la cuenta, y quizá antes no había encontrado el estímulo necesario. Pero lo
que hizo en sus últimos trece años compensaba largamente dicha tardanza, y
hubiese hecho más si no hubiera hallado en su camino tantos obstáculos. Su
mente había laborado intensado sobre una vastedad de temas que iban desde las
matemáticas, la lógica, la filosofía y la teología. Y al final de su vida
estaba planeando una autobiografía, que ya había empezado a dictar, primero a
su secretaria Betsabé y luego a su colaboradora Margaret, un libro sobre lógica
y otro sobre disquisiciones filosófico-teológicas. Hasta el último momento su
cerebro no cesó de trabajar a pesar de sus menguadas fuerzas.
Después de una interrupción de un año en las comunicaciones, creo que
fue en el 2006, y de la mudanza del cenáculo a la casa del contertulio Julio
Rivera Dávalos, reanudó su trabajo intelectual. Ingresa en una etapa muy creativa
de su pensamiento a los 79 años y lleno de decisión y energía logra publicar
una cantidad impresionante de escritos: “Propuesta para renovar el
bicameralismo” (2006), “Bolívar y varios temas conexos” (2007), “Cuatro ensayos
socio-jurídicos” (2007), “De Rapto y Tedio” (2008), “Nuevos Conatos” (2008),
“Conatos en Ciencias Exactas” (2009), la versión definitiva de “Perú, Persona
Sombra y Alma” (2009), “La mentalidad participatoria” (2010), “Acerca del Mar.
Sobre todo, el nuestro. Cuatro ensayos sobre el régimen general” (2011) y la
versión completa de “Acerca del Mar. Sobre todo, el Nuestro. I y II Parte”
(2012). Y quedaron en el tintero muchos más escritos tanto o más importantes
que los anteriores, que la incomprensión ajena se encargó de atajar su paso. Lo
que me recuerda aquel aserto que reza: “Cuando una civilización pierde la
capacidad de convertir la riqueza material en riqueza espiritual, entonces se
abren las puertas de la decadencia y la barbarie”. ¡Salve Don
Antonio! Porque ni octogenario claudicó en la vida del pensamiento.
Con su modestia habitual no aceptó varias veces ser Presidente de la
Sociedad Peruana de Filosofía, pero sí conformó su Comité Directivo. Y al final
de su vida me mostró su honda preocupación por la inactividad de dicha venerable
institución organizada por su padre en 1940 y estaba decidido a hablar con las
instancias pertinentes para renovar sus cuadros directivos con gente joven. No
le alcanzó la vida para ver cumplidos sus buenos deseos.
Me consuela pensar que ante Dios no cuentan los libros, los éxitos, los
elogios y los reproches literarios, sino la vida sincera de amor al Bien, y en
esto Antonio Belaunde alcanzó elevadas cimas. Algún día, todos amaneceremos al
final de los milenios ante la Gloria del Creador. Y allí entre el gorjeo de los
pájaros y el casto silencio de la mañana todos recordaremos la lección de su
vida, a saber, que de poco sirve una mente poliédrica sin caridad.
Don Antonio era sincero y bueno como un niño. Los estudiosos del
romanticismo dicen que en la ingenuidad reside la esencia de lo sentimental,
entonces Don Antonio era sentimental. En su estudio entraban a menudo muchos
bichos, pero nunca la mentira ni la maldad. Jamás dedicó flechas emponzoñadas a
nadie. Sus caminos filosóficos no eran taciturnos ni compungidos, sino llenos
de alegría y esperanza. En su contacto tengo la impresión de haber pasado
diecisiete años de mi vida en medio de mundos poblados de ideas profundas,
amistad sincera y verdades sublimes. Los filosofazos y los filosofillos nunca
entenderán que en esta vida el tiempo es espíritu, es paso, puente y puerta
hacia la eternidad.
Valéry nos dice que el primer verso lo facilitan los dioses y los demás
los hace el poeta. Y la mujer de Juan Sebastián Bach decía que cuando escuchaba
sus dulces melodías le inundaba un éxtasis tan extremo que llegaba a desear en
aquellos instantes la terminación de la vida. Yo creo que hay algo parecido al
relámpago fugaz de la perennidad del Sol cuando se leen los libros de Antonio
Belaunde. El brinda el ayuno justo a la mente: la idea precisa bellamente
expresada. Nunca fue un polluelo de pico blando que alborotó con ciertos
quiquiriquíes en falsete nuestro gallinero cultural. Al contrario, fue un gallo
que despertó discusiones duraderas sobre temas perennes.
Eran las cuatro de la tarde de aquel fatídico jueves 28 de noviembre y
recibía en el celular la llamada de mi amigo Enrique Álvarez Vita anunciándome
el deceso. Al día siguiente fue el velatorio en la Capilla de la Medalla
Milagrosa de San Isidro y el entierro. A los cuales no asistí. Se suele decir
que estamos más preparados para aceptar la muerte de un padre que de un hijo.
Pero confieso que la noticia me dejó conturbado, anonadado. Más fácil resulta
soportar la idea de la muerte, que la muerte de real de un ser querido. Valga,
entonces, mi homenaje póstumo en estas modestas páginas a quien fue un mentor y
un maestro de la vida y del pensamiento. La Pasión Redentora de Nuestro Señor
hará el resto. Amén.
Paco y la diosa razón
El justo homenaje a un pensador es pensar su legado intelectual. La
muerte arrebata la vida física pero no se puede llevar a las ideas que
sobreviven a su guadaña. Francisco Miroquesada Cantuarias ha dejado de existir
(1918-2019). Un derrame cerebral fue el detonante. Llevó una vida
extraordinaria dedicada a comprender el funcionamiento de la razón humana. En
este sentido podría pensarse que acaba de desaparecer el paladín del
racionalismo peruano. Veamos hasta qué punto esto es cierto. Además, despejar
este asunto servirá para esclarecer cuál fue su aporte fundamental.
Ahora bien, existen dos serios excesos y peligros: excluir la razón –fideísmo-
y no admitir más que la razón –racionalismo-. Ambas son trampas que cercan el
alma humana. Por lo demás, el hombre está lleno de error, todo lo engaña en ese
cruento combate entre la sensación y la razón. No sólo las pasiones turban y
los sentidos mienten, sino que la razón se equivoca. Dentro de nuestra alma hay
feroces animales -como el orgullo y la vanidad- que perturban el correcto
pensamiento.
Y es normal que así sea porque queremos vernos grandes, pero en realidad somos
pequeños. Somos tan presuntuosos que siempre queremos ocultar la nada de
nuestro ser. Pascal decía que si se somete todo a la razón la vida humana
pierde todo lo misterioso y sobrenatural. La religión se extingue. Y si se
ofende a los principios de la razón, nuestra religión será absurda y ridícula.
Lo cual resulta indiferente y normal a nuestra era secular, arreligiosa y
antimetafísica. Justamente fue Ortega el que vio el vínculo entre razón y
creencia, aunque lo entrevió de modo algo confuso. Pues creyó que el ocaso de
la razón científica, cartesiana y abstracta sería reemplazado por la razón vial
o razón histórica. Cuál fue el caso de Paco. Pero Paco –como cariñosamente le
decían sus amigos- aun cuando sostenía que su teoría de la razón sólo se
refiere al nivel lógico matemático, nunca se opuso a que una teoría general de
la razón rebasara el nivel formal y abordara el nivel real. Al uso escéptico de
la razón lo llamó "razón impura". Para él es imposible que la razón
se destruya a sí misma. Pero el proyecto completo de la razón no lo realizó y
por ello nunca dio a conocer su versión definitiva. Más no se cansaba
de subrayar que sólo existe una razón que se manifiesta de diversas maneras. O
sea que la lógica era relativa. Y esa es su intuición más profunda, por más que
no concilió las creencias ni admitió lo irracional en el funcionamiento de la
razón.
Para Paco no hay ocaso de la razón científica ni su reemplazo por una nueva fe,
sino que percibió la novedad de las diversas formas que tiene la razón de
operar. Cuando aborda la ética para afirmar que es no arbitrariedad y
simetría, admite la paradoja de que los valores morales se imponen por sí
mismos algo similar al de las verdades evidentes. Pero no existe una
racionalidad a priori de la normatividad. La intuición práctica es una
estimativa a priori y universal, en la que todos tenemos derecho a
decidir.
Manifestó un ateísmo nostálgico porque Dios no existe aun cuando deseara
que existiera. A lo sumo sería un ideal ético como en Cohen, pero que no puede
eludir en convertirse en la proyección feuerbachiana de las necesidades
humanas. Esto es, Dios sólo tiene jungianamente vínculo con los acontecimientos
psíquicos y no con la realidad trascendente del alma humana. Fue un hombre
culto que confundió el momentáneo eclipse moderno de Dios -idea buberiana- con
la muerte de Dios nietzscheana. Como Heidegger, Sartre y Freud se negó a
aceptar la existencia genuina de un Absoluto de origen no humano. Y con ello
queda atrapado en la telaraña de la subjetividad moderna deificando la razón
humana. Así sucumbe a la santidad demoníaca de la razón. No compartió la
convicción de Gabriel Marcel de que Dios no es una esencia iluminada sino la
presencia absoluta iluminante.
Pero si su ateísmo moral destruía la idea de Dios, después manifestó un
panteísmo que preserva la idea de lo divino como verdadera preocupación
religiosa. Así más tarde, admitió -respondiendo a Lorenzo Peña- que ya no era
ateo sino panteísta, porque la belleza de los fractales mostrados por los
conjuntos de Julia y de Mandelbrot no podía ser obra sino de un dios
impersonal. Y añadía que es imposible creer en un Dios personal no
contradictorio mientras que no se reconozca la incompatibilidad de la libertad
humana con la divinidad omnisciente y omnibenevolente. O sea, el Paco maduro
kantiano -recordemos que Kant escribió: "Dios no es una sustancia externa,
sino sólo una condición moral dentro de nosotros"- retrocedió ya provecto
hacia Spinoza.
La imagen final de Dios a la que arriba Paco en sus septuagenarios años
continúa inclinándose a los imperativos de la razón humana, sin llegar a
comprender que la razón del Absoluto tiene que ser diferente a la razón de lo
finito. Su panteísmo no lo pone ante el Dios de Abraham, Jacob y de Issac sino
ante el dios de los filósofos. Determinar la esencia de la razón sólo por la
medida humana resulta insensato para decretar lo que es o debe ser la razón
divina.
Para el panteísmo de Spinoza la esencia del amor y la razón humana debe ser la
misma que la del amor divino. El núcleo del razonar panteísta es la forma de
pensar basada en la univocidad. Pero entre Dios y su creación no hay univocidad
sino analogía. Pero al rechazarlo se cae en la absolutización del dominio
racional de la filosofía. Ahora se comprende cómo el racionalismo conduce al
desastre y hace que el espíritu se pierda en las tinieblas.
Bergson en su testamento manifiesta su adhesión moral al cristianismo, Paco no.
Le faltaba la fe en la religión revelada pero no la fe de la religión natural y
racional. Su Dios idea es filosófico, no ama ni
puede ser amado. No responde y sólo ofrece una fría visión de las esencias. Se
trata del Ser, la unidad descubierta por la inteligencia. Pero con esta unidad
comienza el delirio de la deificación humana. Delirio que llega a su madurez
con el regnum hominis de la modernidad secular y
escéptica.
Paco no descubre la religión como lo sagrado, sino
como la idea filosófica del Ser. Pero una cosa es conocer a Dios y otra amarlo.
Pues el orden de la inteligencia no es el orden de la caridad. No sólo la razón
es capaz de instruirnos, pues también lo hace el corazón. En cambio, la piedad
es la relación del hombre con lo divino. Con el racionalismo la
piedad quedó convertida en una virtud del ser humano. La sociedad secular hizo
de la Nada la última aparición de lo sagrado, que engaña al hombre con su
ausencia de límites, lo convierte en un proyecto de ser, hacia el superhombre.
Pero el superhombre es el acecho del demonio.
Paco era un hombre de buen corazón, generoso y justo, que batalló en la
fundamentación humanista de la razón y contribuyó con el regnum
hominis de la modernidad secular y escéptica. Hay personas que son
felices y razonables por haber encontrado a Dios y servirlo. Otras son
desdichadas y razonables por vivir buscándolo, pero sin encontrarlo. Por
último, están las personas locas y desdichadas por vivir sin buscarlo ni
encontrarlo. De este último talante es el hombre actual posmoderno que vive en
la indiferencia y diversión sin buscar la verdad. Paco pertenece al segundo
tipo porque buscaba la verdad, aunque quizá en un lugar equivocado. Ante la
proximidad de la muerte en su centenaria vida es inevitable que se haya puesto
a pensar en la inmortalidad del alma, en nuestras dos naturalezas de alma y
cuerpo, si basta la penetración de la verdad por vías racionales y en que si la
parte que en nosotros razona no es sino espiritual.
Ahora bien, ¿por qué no puede conocerse a Dios sin saber lo que es, si hay un
infinito numérico sin saber si es par o impar? Conocemos la existencia de lo
infinito divino sin saber su naturaleza. Y así como por la fe conocemos su
existencia, por la gloria conoceremos su naturaleza. Pero sobre estas
cuestiones límite nunca sabremos sus respuestas, ni cuál fue su apuesta final,
las mismas que sólo en esta vida tenemos la oportunidad de hacerlas. Sus
últimos pensamientos moran en lo desconocido. Sólo el Creador las conoce.
A propósito de Creador recuerdo la sustentación de mi ponencia de ingreso a la
Sociedad Peruana de Filosofía por invitación del mismo Paco. La misma llevaba
como título "Humanismo de la postmodernidad". Las críticas acerbas de
María Luisa Rivara y su incondicional Mario Mejía Huamán incidían en que
hablaba de Dios y por ello no se trataba de un tema filosófico. ¡Para qué
dijeron semejante cosa! Se armó un caluroso debate y para cortarlo Paco pidió
votación y fue el primero en votar a favor de mi incorporación. O sea, él no
creía en Dios, pero respetaba la reflexión filosófica que sí hacía una mención
favorable del Creador.
Su otro gran proyecto de madurez era fundamentar la praxis revolucionaria al
margen de la dialéctica, lo que lo llevó al reformismo infecundo. Miroquesada a
diferencia de Salazar no toma en cuenta las condiciones materiales que
condicionan a la filosofía, ni fue crítico con el magisterio de la filosofía
occidental –fue eurocéntrico- y en él la teoría no tiene ninguna conexión con
la praxis. Por ello Sobrevilla tildó su postura de híbrido.
Como profesor Paco no era efusivo como el filósofo hartmanniano Luis Alarco, ni
vehemente como el helenista Russo Delgado, ni polémico como el filósofo de la
dominación Salazar Bondy, sino con su voz atenuada y nerviosa, impartía con una
oratoria académica una docencia calmada e informada, más parecido a las maneras
aristocráticas de su maestro Mariano Iberico. Sobre lo sobrenatural Paco a
diferencia de los estoicos no admitía la realidad de la adivinación y sobre lo
paranormal era como Cicerón un escéptico, pero no a fortiori sino por pedirle
al médium alguna demostración de un problema matemático hasta el momento
insoluble y no obtener respuesta alguna.
Pero volviendo al tema central de la razón que lo obsedió hasta el fin
de sus días, se ratificó en la opinión de que la proliferación de los sistemas
lógicos heterodoxos no afectaba a la unidad interna de la razón (principios de
simetría y no arbitrariedad). Defendió la persistencia de un núcleo de
principios comunes invariables. Así afirmó: “La razón tiene una estructura
básica que se manifiesta en sus diversos dinamismos. Cuando capta una nueva
región de objetos capta, asimismo, el tipo de lógica que debe utilizar para
estudiar teóricamente dicha región.
Lógica y ontología se imbrican mutuamente”. O sea, aceptaba que había lógicas
inmutables sin por ello afirmar el esencialismo ni la metafísica. Tuvo el gran
acierto de considerar que la lógica está relacionada con la ontología, porque
pensaba que cada universo exige una lógica especial y constituye una lógica
natural. Entonces por qué no incluyó el universo de la religión revelada con su
propia lógica especial. Por su acendrada convicción en el ideal griego de una
vida racional y por su falta de fe en lo sobrenatural. Creo que este fue
su principal defecto. Era sin duda un hombre bueno, con virtudes
incuestionables, pero sin aceptar las virtudes teologales.
Para Paco el hombre antes que un capax dei es un capax
ratio. Consideró que la razón nunca puede llevar a la sinrazón. Incluso
consideró a la poesía y al mito como formas no algorítmicas de la razón.
Destacó que es la sociedad industrial la que transforma la razón humana en
razón algorítmica, marchitando la creatividad de la razón poética. A este
ataque contra el ideal de vida racional lo llamó paradoja praxeológica. Además,
asoció el racionalismo al humanismo. En realidad, su principio de autotelia
deriva en humanismo y éste en filosofía de la liberación (con Zea y Dussel
firmó la declaración de Morelia). Pero con ello no se sobrepasa el humanismo
profano y se emascula el vínculo que tiene la razón con el misterio y lo
sobrenatural. Lo irracional existe y ello no ofende ni disminuye a la razón.
Dios se oculta a los sabios y soberbios, indignos de conocer su santidad. Dos
clases de personas conocen a Dios: los que tienen el corazón humillado y saben
de sus propias bajezas humanas, y los que tienen el espíritu bastante abundante
para ver la verdad. Ni los pirrónicos ni los pelagianos están entre éstos
últimos.
Para Paco el racionalismo nunca puede llevar a la sinrazón. Quien lo lleva es
más bien la mente humana. Esto nos conduce hacia la advertencia de no confundir
las condiciones necesarias de logicidad con las condiciones ontológicas
suficientes de la razón. El racionalismo es un humanismo secular y sin Dios.
Justamente por ello el racionalismo puede llevar a la sinrazón, como se aprecia
en la sociedad moderna. La forma más generalizada de la presencia de lo irracional
en la sociedad moderna es la omnipresencia de la consulta horoscópica y de la
magia que ni la ciencia ni el progreso han podido eliminar. Pero el secularismo
es en realidad la desespiritualización del pensamiento mismo.
Y es que la razón y la realidad no coinciden y eso causa angustia en el hombre,
Si coincidieran totalmente sólo imperaría el sentido unívoco. Pero no es así.
Tampoco se oponen, de contrario imperaría el sentido equívoco. Razón y realidad
son isomórficos, por ello el sentido es analógico. Y por ende el enigma de la
razón persiste junto al enigma de la realidad. ¡Gracias Paco! por habernos
hecho coincidir contigo reparando en que la razón se manifiesta de diversas
maneras, pero también discrepando en que esas maneras no tienen que colisionar
ni excluir a la religión ni restringirse al sentido eurocéntrico.
El enigma más sugestivo de la razón es que tiene que convivir con el
misterio. ¡Brindemos por ello! El racionalismo de Paco al admitir que la razón
maneja varias lógicas a la vez, hizo que cayera en la trampa que no permite
iluminar el enigma de la razón en el misterio y en lo irracional. Su confianza
en la razón al describirlo en términos de relativismo lógico proscribió lo
alógico y el enigma que anida en su propia entraña. Los teoremas de incompletud
de Gödel debieron ya habernos exorcizado al respecto. La intuición y la
imaginación salen al primer plano. La verdad suprema consistente y no
contradictoria es propia sólo de Dios y no de la mente humana. Por ello es importante que el entendimiento enfrente
el misterio contradictorio y comprenda que el esplendor del misterio es hacer
ver nuestra finitud en la infinitud de Dios. La razón también se
convierte en un demonio cuando no admite más que ella misma.
Para Paco el tema de nuestro tiempo no es el ocaso de razón, sino su
funcionalidad por diferentes lógicas. Por ello nunca fue un heraldo
irracionalista del asalto a la razón, sino, por el contrario, un apologeta de
la fe en la razón. Fue un defensor de la diosa razón. Spengler solía decir que
las culturas cuando entran en su decadente fase civilizatoria se vuelven
racionalistas. Y esto es lo que vemos en occidente. Siguiendo el pensamiento de
nuestro tiempo incrédulo hizo de Dios algo irreal o como Kant algo existente
dentro de nosotros y por último regresionó a Spinoza, a Hegel y a Bergson, para
concebir a Dios como una energía cósmica, razón universal o effort
créateur. O sea, un absoluto que se ve arrastrado al proceso
dialéctico de la naturaleza y la historia. Volvemos a la astucia de la razón
donde los individuos son simples sacrificados y medios para un fin externo.
El dios final de Paco es un espíritu universal que utiliza todo como medio y lo
consume todo. E igual que Hegel termina sus días vaciando a la religión de todo
contenido existencial. Pero limitar a Dios a una fuerza productora es
eliminarlo de un mundo anhelante de salvación. Con ello el Paco senil corrige
al Paco maduro, porque saca a Dios de la inmanencia de la subjetividad -idea
señalada por Heidegger- para remitirlo al mundo objetivo de lo impersonal.
Y así el encuentro con el Dios existencial y vivo queda relegado a la
ficción. Desconoció la realidad existencial de Dios, de Aquel que se encarnó y
redimió a la humanidad. Como Hegel pensó que aquello que llamamos Dios debe ser
accesible a la razón y como Marx supuso que si no es accesible entonces no
existe. Pero nuestra generación camina sin Dios, sin luz, en el infierno de la
noche como decía Hölderlin. Más el Paco senil se negó a ello, no quiso ser
comparsa de este tiempo sin Dios, pero con su panteísmo final tampoco se alejó
mucho.
Se distanció del eclipse total de Dios y prefirió el eclipse parcial. Pero la
filosofía no es ciega ante Dios y sostiene que actualmente se carece de una
orientación espiritual. El Paco provecto dejó de rehusarse a la realidad
efectiva de la trascendencia. Pero lamentablemente no se trató de una
trascendencia existencial sino como mera energía cósmica. Los asesinos de Dios
que seguimos habitando en la oscuridad de la muerte no podremos redimirnos con
ningún sacrificio externo sino únicamente interno, o sea ofreciéndonos a
nosotros mismos.
Por eso cuando escribe sobre Ortega concluye: "Lo que Ortega llama razón
vital yo le llamo logos humano". Si quisiéramos ver al hombre en su
"circunstancia" en el esfuerzo racionalista de Paco vemos un drama.
Dice Gómez de la Serna: "¡Hay mucha vida en una vida!". En su obra
todo es serenidad, fría reflexión, seco análisis aderezado de humor. Sus libros
son paisajes idílicos, pero en el fondo hay un volcán emocional. Pero el
arrebato, la fiebre, la imaginación y la pasión corrían galopantes
subterráneamente: Por eso me atrevo a decir que en él conviven dos hombres
antagonistas, a saber, la mente preclara racional del ideal griego y el
temperamento impulsivo hacia lo alto que su talento teórico siempre controló.
Lo que en el fondo siempre afirmó su corazón es que en este mundo violento e
irracional debe reinar la serena razón.
De ahí que la obra de Paco no es Paco, pero el filósofo está
siempre entrometido en su obra, en un gesto dramático, alegre y empeñoso. En
las fotografías de sus últimos días luce como un viejo insigne y un joven que
dice "aun pienso y aprendo". Un derrame cerebral le interrumpió el
último pensamiento, el de su propia muerte. No vivió su agonía. Es casi seguro
que su razón no temía la muerte, quién sabe si fue lo mismo con su corazón.
Sobrevilla y la filosofía
peruana
David Sobrevilla era un filósofo de indudable talento histórico, pero se
trataba de un talento crítico y no de un talento propositivo o creativo. Su
capacidad para el dato, la información, la pesquisa, la reflexión puntual era
de su indisputable coto, minucioso como un notario, pero carente de
originalidad creadora. Lo suyo era enjuiciar y comparar, no crear y proponer.
Su acuciosidad por el detalle y la actualidad de su información me hizo
abrigar un tiempo la esperanza que de su pluma podría salir alguna idea
original. Pero luego me convencí que ese no era su don, y sí, más bien, la
crítica incisiva y, algunas veces, no bien ponderada. Quizá ese era el tipo de
inteligencia que necesitaba la filosofía en el Perú, arrasado por un marxismo
dogmático en las universidades públicas, y que le hiciera recordar las
principales figuras de su quehacer filosófico. Esa fue su misión y cumplió su
objetivo reivindicativo. Pero como nada es perfecto en este mundo, cometió
muchos juicios, que merecieron algunas veces respuesta contundente y filosa
-aludo al caso paradigmático de la respuesta que le dirigió el filósofo Walter
Peñaloza Ramella-. Se trató de una respuesta alturada, pero también
completamente tajante y fastidiado de sus arbitrariedades.
Confieso que me cansó leerlo, y por un buen tiempo me alejé de sus
obras. Luego retorné, pero sólo para confirmar mi juicio de que se trató de un
importante historiador de la filosofía peruana, pero no un creador.
La filosofía peruana después del fallecimiento de Augusto Salazar Bondy
y la hegemonía del pensamiento marxista en las universidades peruanas tuvo el
infortunado destino de verse avasallada por los historiadores de las ideas.
María Luisa Rivara (1929-2014) y David Sobrevilla (1938-2014) son sus
exponentes máximos. Y digo infortunio porque la filosofía nunca será mera
hermenéutica de autores del pasado, sino descubrimiento de esencias sempiternas
que son siempre nuevas.
Y aun cuando nuestros puntos de vista han sido muy diferentes y hasta
encontrados en muchos aspectos del debate filosófico, es de justicia reconocer
sus méritos. Sus obras dejan una estela que deberá ser tomada en cuenta, para
bien o para mal. No fue un filósofo creativo sino un cabal historiador de la
filosofía, y un hipercrítico no siempre de buena guisa. No fue un genio porque
le faltó el contacto universal con las cosas que se plasmara en una visión
filosófica única.
El hipercriticismo de Sobrevilla en el seno de la filosofía peruana da una
impresión de rigidez y falta de originalidad. Hay algo en él de detenido y
reaccionario. No sale de su pluma a la luz ninguna verdad verdaderamente nueva.
Los filósofos peruanos del 40 eran auténticos porque expresaban el principio
viviente de la normalización filosófica. Pero bajo Sobrevilla se adivina un
manierismo, un extremismo de juicio que oculta un elemento de degeneración.
Mientras las obras de Mariano Iberico, Francisco Miró Quesada, Wagner de Reyna,
Salazar Bondy, buscan pensar problemas, el pensamiento de Sobrevilla busca
catónicamente enjuiciar al pensador. Incluso, en el colmo de la petulancia,
llega pesadamente a reprochar a algunos el no estar bien informados de la
bibliografía de la época. Eso será importante para un profesor, pero no para un
creador de filosofía. Así se van acumulando juicios absurdos en sus páginas,
pero que en el fondo tienen que ver con su incapacidad para crear.
Para fines de los setenta y a todo lo largo del ochenta el germen de la
decadencia de la filosofía peruana ya estaba manifiesto en el predominio del
marxismo dogmático en la ínsula Barataria de la historia de las ideas. Lo que
hará Sobrevilla será desarrollar esta última como mueca mentirosa llena de
inanidad, pero sin que manase de ella ninguna idea profunda y original. El real
desarrollo de la filosofía peruana debía encontrarse en el descubrimiento de
categorías y visiones de esencias nuevas en vez del limitado cultivo de la
historia de las ideas. Desde entonces la filosofía académica peruana lleva
consigo una extraña lasitud, como la psicosis de un pesado fardo, donde no
acontece nada que tenga alas.
Sobrevilla más que un pensador es un crítico deforme. El pensador asume que el
contacto con la verdad es más real que su expresión formal perfecta. El crítico
deforme, en cambio, es sumiso al ambiente, bastardea la verdad, hipotecándola a
elementos formales subalternos -como estar al día de la última obra sobre el
tema, la expresión formal del pensamiento, etc.-. Esta degeneración conformista
a lo formal no sólo es un reflejo plácido del mundo, sino que responde a un
debilitamiento de la fuerza creadora en todos sus aspectos. Esta degeneración
académica respondía a que en un mundo filosófico dogmatizado era imposible un
resurgimiento de la energía creadora. Y este fardo la sofoca hasta convertirla
en una enseñanza exangüe y osificada. Pero la filosofía en cuanto conocimiento
del fundamento del mundo no es un saber conformista, utilitario y constreñido a
lo inmediato. Y eso es lo que hay que reivindicar.
En una palabra, en él nunca se logra percibir la tensión creadora del espíritu
humano. Es un alma que no lleva en sí la tragedia ínsita a la creación
cristiana, a saber, la nostalgia por alcanzar el mundo trascendental. Por el
contrario, su espíritu refleja la mórbida placidez burguesa por la perfección
clásica inmanente. Es la última flor retrasada de una época dominada por la
idea de confort. Espíritu fatigado que es víctima del pecado secular decadente
del mundo burgués. Pero su presencia ha sido necesaria para demostrar que hoy
la cuestión es saber si es posible o no la filosofía peruana en cuanto contacto
con el ser.
En filosofía nunca se tratará de obedecer reglas ni ser ortodoxos. El
academicismo no da más que obras muertas. Nuestra cultura dionisíaca, ahíta de
presentimientos catastróficos, impulsa a la filosofía a ser transgresora. No
hay posibilidad de retorno a un ideal agotado. Así pues, la filosofía nueva no
es una filosofía académica, porque la filosofía auténtica no cree anquilosarse
en una doctrina real. Pero invade un olor a descomposición que advierte una
muerte espiritual. No hay retorno posible ni al ideal clásico griego ni al
cristianismo integrista, ni al romanticismo ni al posmodernismo. La filosofía,
que es como el domingo de la vida, siempre será contacto con el Ser y ahí se
advertirá a Dios. El cristianismo planteó con una agudeza inigualable el
problema de la trasmutación de la vida en mística o vivir el mundo en unión con
Dios. Y la fuerza creativa de la filosofía deberá fijarse en este ideal para
enfrentar la crisis apocalíptica que nos agobia. Nunca como antes la filosofía
se ha visto ante el imperativo de asumir un camino supracultural en vez de
infracultural, no mediante la victoria del nihilismo bárbaro, sino de una
creación dirigida hacia el Ser más elevado.
Es por ello que su obra representa la declinación y decadencia del academicismo
fosilizado, no sólo por el abuso obsceno de las citas sino por la ausencia de
ideas nuevas. En apretadas palabras se puede afirmar que su aspiración máxima
fue su consejo que los filósofos peruanos sean creadores y no repetidores del magisterio
filosófico occidental -cosa que él mismo incumplió-, sobre la base de una
verdadera apropiación crítica de la tradición filosófica nacional y universal.
Pero su consejo llega en la década de los noventa, cuando la filosofía peruana
no se recuperaba del dogmatismo marxista ni del mimetismo de la filosofía
analítica. En otras palabras, el anatopismo reinaba a sus anchas en el
pensamiento filosófico peruano y quienes cultivaban la historia de las ideas
creían ilusamente hacer filosofía desde el Perú limitándose al estudio de la
filosofía peruana. En sentido estricto, la filosofía nunca será nacional o
extranjera, sino universal.
Afirmo sin vacilar que, en el cultivo de la historia de las ideas en el
Perú, David Sobrevilla ocupa un lugar bastante importante. Aunque sus gruesos
volúmenes no siempre dejan la imparcial observación esperada. Hay que señalar,
sin embargo, que comentar una obra tan extensa como la suya exigiría escribir
un libro entero. Por tratarse aquí de un breve
comentario rememorante, tenemos que limitarnos a desarrollar un
análisis lo más sintético posible. Esto supone que el lector, en todo lo que
sigue, estará familiarizado con su producción como crítico y como pensador.
Desde ahora nos adelantamos a aseverar que, en lo esencial, estamos
completamente de acuerdo con Sobrevilla. Estamos convencidos que las tareas
actuales de la filosofía en América Latina es la de replantear y reconstruir los
problemas filosóficos teniendo en cuenta los más altos estándares del saber,
siempre móviles, y nuestra situación concreta, siempre dinámica.
Salvo que, y en esto reside nuestra primera discrepancia, esto ya se ha
venido haciendo en nuestra América desde todos los frentes y desde todas las
épocas; por ejemplo con J. C. Mariátegui, Francisco Miró Quesada, Augusto
Salazar Bondy, la “generación Romero”, Dussel, Cerruti, Zea, Adolfo Sánchez
Vásquez, Juan Rivano, Scannone, etc., y la segunda divergencia consiste en
tomar en cuenta que nuestra realidad concreta, lejos de ser una ínsula, sólo es
una vía que debe conducirnos hacia un topismo integrador que
nos haga ver la dignidad humana universal.
Empezaré con Sobrevilla-crítico, tarea nada fácil porque se encuentra
entrelazada con la de Sobrevilla-pensador. La crítica es un arte que revela no
sólo un estado del alma, sino que es un martillo que permite comprender la
verdad. Pero también puede ser el camino más sencillo para echar a perder todas
las cosas. Dicho esto, hay que reconocer que el comentario y la crítica de
obras filosóficas son necesarios e incluso indispensables. Siempre que, sin
embargo, la crítica sea correcta y exacta. Pues, si no lo es, si además es
utilizada para el reproche y la diatriba, su presencia puede tener
consecuencias lamentables.
En nuestro medio, estamos muy poco habituados a la crítica alturada,
todo lo tomamos a pecho, nos resentimos inmediatamente, cunde la inseguridad
psicológica y material, la crítica es temida y sofocada. Pero hay otros
factores que conspiran contra la crítica filosófica sana. El agrafismo
académico, incentivada por una universidad deshumanizada, empresarial y
que no promueve la investigación, la sorprendente falta de costumbre en
los congresos de filosofía de no incluir en su programa la presentación de
libros, ni siquiera se invita a los autores a una decente exposición de
sus obras, la discontinuidad cuando no la inexistencia o elitismo de las
revistas de filosofía, hace que las reseñas de la producción filosófica se
queden en la gavetas del escritorio, sean escasas, cuando no ignoradas, o se
contenten con el comentario infecundo entre los corrillos, la apostilla a media
voz, o si hay suerte sea tocada por algún solitario profesor
diligente. Hace falta un Observatorio de Investigaciones Filosóficas.
Esto último es el caso de David Sobrevilla, cuyos indudables méritos son
profusos. Primero, su esfuerzo loable por tomar en cuenta toda la producción
filosófica nacional, pues a partir de él resulta más fácil tener en cuenta lo
que se escribe sobre filosofía en el país y en América Latina, y esto no debe
perderse, dada nuestra proclividad a ignorar el mérito de un compatriota.
Segundo, insistir justicieramente en romper con el pensamiento
anatópico. Tercero, ha acercado a toda la comunidad filosófica hasta un grado
que todos se pueden tener presentes. Y cuarto, proponer unas nítidas
tareas a la filosofía peruana y latinoamericana.
Querámoslo o no estos aspectos positivos de su labor han influido sobre
nosotros, la cuarta generación de la filosofía peruana el siglo XX y en la
primera del siglo XXI. La historia de las ideas tiene sus ilustres antecesores
en Augusto Salazar Bondy, Francisco Miró Quesada y Felipe Barreda y Laos. Pero
nadie como Sobrevilla ha estudiado de modo tan extenso y completo la producción
filosófica peruana. Sus libros, como autor y compilador, son valiosos, muy
informativos, actualizados, exhaustivos y, por lo general, sus críticas suelen
dar en el blanco. Es cierto que ha difundido entre nosotros más la cultura
filosófica alemana, que la francesa, inglesa o norteamericana.
El hecho que haya existido entre nosotros más profesores que se han
formado en Alemania, como Luis Felipe Alarco, Wagner de Reyna y David
Sobrevilla, condicionó para que en nuestro mundo académico se sepa poco sobre
un Austin, un Ryle, un Putnam, un Davidson, dentro de la tradición analítica, o
de un Levinas, un Baudrillard, un Touraine, un Lacan, un Derrida, un Foucault o
un Bordieu dentro de la filosofía francesa actual. Pero estos sesgos son algo
normal en toda cultura cuya tradición filosófica está en camino de madurez. Un
detalle más. Alarco y Wagner estudiaron en Alemania, pero nunca perdieron el
espíritu de su raza latina. En cambio, Sobrevilla, al retornar de Alemania, se empeñó
en una campaña contra lo mejor que tiene el espíritu latino, esto es, el
ensayo. Su ensayofobia lo llevó al extremo de predicar al final contra el
propio genio de su raza. Y por eso nunca pudo ir más allá del eurocentrismo
filosófico.
Además, él ha señalado con claridad las tareas que tiene la filosofía en
América Latina. Claro, dichas tareas quedaron nítidamente trazadas tras la
actuación polémica de insignes figuras de la filosofía peruana (la “generación
Romero”, Francisco Miró Quesada y Salazar Bondy) y latinoamericana (Zea y
Dussel). De modo, que a su gran capacidad de trabajo Sobrevilla une un esfuerzo
sincero de sistematización y síntesis programática. Sólo falta la cereza en la
torta, esto es, una filosofía propia o lo que él llama: el replanteo de la
tradición filosófica occidental.
Y este punto corresponde al Sobrevilla-pensador. Más aun, personalmente
creo que lo ha intentado a nivel estético e histórico (véase su libro Repensando
la tradición occidental, Amaru editores 1986). Nacido en 1938 en el Perú
profundo, la ciudad de Huánuco, le corresponde el mérito de reivindicar para la
estética contemporánea la artesanía y el arte popular. Además, lo ha señalado
como tarea para toda la comunidad filosófica, nos ha lanzado el guante. Como él
mismo lo señala en uno de sus libros: “No constituyen de por sí obviamente la
propuesta de una filosofía, sino apenas ideas muy generales sobre lo que
debemos hacer para lograr la madurez de la filosofía de Nuestra América” (D.
Sobrevilla, Repensando la tradición de Nuestra América, BCR, Lima
1999, p. 266).
No obstante, la obra de Sobrevilla-crítico goza entre los filósofos de
una bien establecida reputación de crítico algo recargado. Lejos de mí querer
rebelarme contra esta apreciación, salvo en un aspecto, y es que la creo
maximalista. Pues, la obra crítica de Sobrevilla es por lo general serena y
sesuda cuando no está signada de un tufillo de animosidad, que la vuelve
incontestablemente denigrante; sobre todo cuando trata a ciertos
filósofos peruanos. Sinceramente en muchas de sus páginas, especialmente
en Repensando la tradición nacional, el lector se queda perplejo
por la innecesaria virulencia del ataque corrosivo. Todos sabemos que él sigue
el consejo de Jacques Barzun, en cuanto tomar en cuenta también lo mediocre y
peor en toda cultura. Pero el caso es que conviene no exagerar, porque de lo
contrario pensadores significativos descienden a las oscuridades de lo
peyorativo.
Ciertamente, la Historia de las ideas es un territorio muy resbaladizo.
No sólo porque la reconstrucción de un pensamiento pasado está penetrada por la
óptica inevitable del presente, que en muchos casos es bienvenido por arrojar
nueva luz. Pero, aun cuando no se incurra en anacronismos, acontece que el
límite de las ideas es casi imperceptible, casi inconmensurable. ¿Podemos acaso
estar seguros de todos los matices de una idea? Maurice Blanchot, uno de los
principales escritores y críticos de la posguerra que ha ejercido enorme
influencia sobre Foucault y otros, ha dicho que el carácter exacto de una obra
no está jamás presente para ningún autor, y nosotros añadiríamos, ni para
ningún crítico.
La obra de Sobrevilla-crítico, resulta ser, en este sentido,
paradigmático. Tanto es así, que, entre sus contribuciones, probablemente
cuenta que demuestra que un historiador de las ideas, si bien es cierto, no
debe mostrarse neutral, tampoco debe tratar de imponer su criterio. Este error
metodológico se caracteriza por tratar de ver las cosas como nos hubiese
gustado que sean. El historiador de las ideas es útil cuando nos demuestra que,
si queremos hacer justicia a la empresa histórica, debemos tomarlas tal como
son y no como quisiéramos que hubiesen sido. Es como un pájaro que vive en una
encina y que desde las primeras horas de la mañana cuenta todo lo que ve con su
gorjeo claro y sostenido. Naturalmente en su verso no todo es infusión de
flores; pero de ahí a bajar para ponerse como un gallito carioco a enmendar las
cosas ya es otro cantar. Y esto significa que hay que resistir a la tentación
de registrar el pasado en busca de reproches, porque la distorsión resulta
pedante y pesada, y no estaría respondiendo a la naturaleza de su misión.
Naturalmente, Sobrevilla es muy inteligente, ama escribir obras
voluminosas, de extensa y valiosísima bibliografía. A propósito de obras
voluminosas, Ganivet decía que un libro grande da importancia, pero siendo malo
o bueno pasa muy pronto a formar parte de las obras muertas de las bibliotecas;
en cambio, un libro pequeño está obligado a ser bueno, de lo contrario morirá
al primer embate (Ángel Ganivet, Idearium español, Aguilar 1964, p.
136). Volviendo digo que sus análisis y comentarios son agudos y penetrantes,
sus distinciones profundas, leer sus obras es provechoso.
Su estilo no es bello como en Platón, ni elegante como en Bergson, ni
ágil como en Russell, ni humorístico como en Ortega, ni ameno como en Miró
Quesada. Al contrario, es directo como un geómetra y cáustico como un ironista.
Pero también es un signo de los tiempos; hay poca vida en él. Gélido como un
iceberg. El frío clima se debe en gran parte a una filosa crítica acompañada de
una propuesta muy general. Los grandes planteamientos se quedan en ideas
muy generales. Pues el cuidado que se toma en buscar si lo que explica es
conforme o no a la nueva bibliografía en boga o a lo que dijo alguna figura
sobresaliente, es probablemente una máscara que lo deja exánime. Es un aspecto
que lo distancian de la figura del intelectual, y lo encasillan en la silla
eléctrica del académico. Incluso su exactitud de notario para citar y señalar
el error en los demás, son las de un erudito que aun, está en camino de
redondear su plan original: reformular la tradición filosófica occidental (D.
Sobrevilla, Repensando la tradición nacional, 2 tomos, Editorial
Hipatía, Lima 1988). Cosa que nunca lo logró. Yo nunca tuve la ocasión de
confraternizar con él como amigo o contertulio en algún almuerzo. Pero quienes
lo hicieron cuentan que era entretenido y ameno.
Si se estudia su técnica de prueba veremos perfilarse un método en que
prendido del prestigio y hallazgo de los grandes pensadores analiza a los
autores que selecciona. Así éstos aparecen pequeños e insignificantes. Como
señaló en su momento el filósofo argentino Ezequiel de Olaso (Con rigor y
sin ilusiones, artículo en el suplemento del diario El Comercio, Lima, la
fecha no es legible en mi recorte), todo lo que toca lo convierte en polvo. A
veces, como un rey Midas al revés, todo lo que toca lo vuelve rescoldos.
Nada ni nadie se salva de su criba implacable y algunas veces excesiva
–como le reprochó Walter Peñaloza (Una respuesta tardía a Sobrevilla, en
Revista de Epistemología, Año 1, nº 1, 1997, Lima, Optimice editores, pp.
55-104). Pero su construcción crítica, siendo muy sólida aun, tiene
importancia, porque cuando no se interpone el calor polémico sus comentarios
brillan con luz propia. Lo que parece cierto es que un buen análisis filosófico
debe ser a la vez formativo y no sólo informativo. La simple sobrecargada
exposición de citas de poco ayuda cuando no contribuye a repensar los problemas
y doctrinas con una sana crítica. Además, lo formativo debe estar ligado a la
situación espiritual de nuestro tiempo. En estas unilateralidades excelentes
eruditos han sucumbido.
No hay duda que Sobrevilla es un pensador, pero como pensador esperamos
que luzca como gran filósofo Sin duda, es un gran historiador de las ideas, y
en la historia de la filosofía el lugar que le corresponde resulta ser la de un
importante crítico dedicado al comentario minucioso. La mayor parte de los
críticos hacen álgebra mental sentada ante una mesa, pero se olvidan que lo
esencial es tratar de elevar las pupilas hacia el vislumbre inspirador del
pensador. Grandes filósofos peruanos que iluminaron su época, un Augusto Salazar
Bondy, un Francisco Miró Quesada, un Walter Peñaloza, un Juan Bautista Ferro,
un Wagner de Reyna o un Mariano Iberico, también incursionaron en la crítica de
las ideas, pero pronto desplegaron las alas de Pegaso hacia planteamientos
propios.
Pero tampoco es exacto decir, como sus detractores, que Sobrevilla no
inventó nada. Pues, que carezca de una sistematización filosófica propia no lo
excluye de haber realizado contribuciones. Así, todo su pensamiento gira sobre
el pivote del anatopismo, las filosofías heterogéneas y el repensar la
tradición filosófica. Sin embargo, las ideas vertebrales son de Víctor Andrés
Belaunde, Augusto Salazar Bondy y la actuación de la “generación de Romero”.
Contribución original constituye su concepto de “filosofía heterogénea”, como
actividad importada e injertada en el seno de una cultura extraña.
Y esto es una cuestión difícil, porque para decir que algo es “filosofía
heterogénea” hay que partir de un concepto previo de lo que es la filosofía. Él
por supuesto que lo hace. Pero, el asunto es que los filósofos no están de
acuerdo sobre la naturaleza de la filosofía. Es más, podría exigirse una previa
teoría de la razón o de la racionalidad a todo aquel que pretenda definir lo
que es la filosofía. Por ende, no hay que esperar hasta las calendas griegas.
Así, nos asiste pensar que nuestro septuagenario crítico esté entrando a la
tercera etapa y nos proporcione su propio replanteo filosófico. Pero quiso el
destino que nunca arribara a ese paraje.
Pero no seamos demasiados severos y sólo tratemos de retener que una
buena crítica no sólo debe ser comestible y depurativa como la achicoria, sino
también digestiva y relajante como la manzanilla. Sin duda, Sobrevilla luce
como un gran historiador de las ideas, y efectivamente lo es. Por ello es
tenido en gran estima por sus contemporáneos. Sin lugar a dudas el juicio de
los contemporáneos se equivoca a veces, casi siempre es llevado por la moda.
Pero en este caso su contribución es innegable. Es efectivamente el referente
crítico más actual de la filosofía peruana, que ejerce desde la última década
del siglo XX una influencia considerable. Su legado a la filosofía peruana es
haber aportado el complemento actualizado a la historia de las ideas
Ciertamente, su revisión bastante completa de la bibliografía nacional comporta
dos aserciones que no son menos independientes una de otra y deben, por esto,
ser cuidadosamente distinguidas.
La primera concierne a la situación actual de la filosofía
peruana. Y en este punto estamos frente al
Sobrevilla-pensador. Afirma que ésta va dejando atrás el dogmatismo, la
imitación anatópica, y la falta de información, pero aún le falta superar el
aislamiento, ensayismo, historicismo y el anatopismo y a pesar de ello se hace
filosofía (D. Sobrevilla, La filosofía contemporánea en el Perú,
Carlos Matta editor, Lima 1996). Con lo que estamos parcialmente de acuerdo.
Pues, por ejemplo, no se ve la necesidad de que la filosofía peruana abandone
el ensayismo filosófico, cuando las grandes obras del pensamiento occidental
han sido ensayos. Miró Quesada demostró que es posible el cultivo, a la vez, de
temas universales como de temas concretos que afectan nuestra realidad. Tampoco
me parece que los filósofos de la “generación de Romero”, que logran la “normalidad
filosófica”, estaban atrapados en el dogmatismo y la falta de información. A lo
que se ajusta, más bien, es a la situación de excesiva ideologización a la que
devino la filosofía peruana en el último tercio del siglo XX.
La segunda, tiene que ver con su teoría que la filosofía en nuestra
América es injertada y heterogénea, sólo queda asumir crítica y creadoramente
la tradición occidental, pues predicar o practicar otro tipo de filosofía es
efectuar un pensamiento prefilosófico y pre-teórico (D. Sobrevilla, Repensando
la tradición de nuestra América, BCR, Lima 1999). Aquí no voy a insistir
sobre mi discrepancia basada en la distinción en el logos humano: del logos del
mito y el logos de la ratio; ni sobre la filosofía mitocrática y la filosofía
logocrática. Que la filosofía latinoamericana pertenezca al ámbito de Occidente
no la exime de investigar sobre otras formas no occidentales de filosofar.
Conque volvemos al punto de partida de su libro programático Repensando
la tradición nacional.
El programa de Sobrevilla-pensador resulta sin duda muy sugerente e
interesante, aunque tengo mis objeciones que aquí no vienen al caso. No
obstante, no cabe vacilación que también existen otras vías. Recuerdo que Karl
Jaspers recomendaba al aspirante a filósofo un método menos progresivo, a
saber, escoger a un gran filósofo y estudiarlo a fondo, y a través de él vería
como en un prisma todo el problematismo filosófico. Schopenhauer, por su parte,
al ser importunado por un reportero sobre lo que se necesitaba para ser un gran
filósofo respondió: tener una visión profunda de la realidad. De modo que el
programa de Sobrevilla viene a enriquecer las vías del filosofar. De cualquier
forma, nos haría bien aclarar en qué consiste su asunción creadoramente de la
tradición occidental.
Nos da algunas pistas. No imitar, ni repetir ideas ajenas, ni hacer
que las circunvoluciones cerebrales solamente sirvan como escaparates de
libros, como supuestamente caracteriza a la corriente universalista, y del cual
fue Sobrevilla su exponente máximo. Pensar por cuenta propia, pero con los más
altos estándares conceptuales y metódicos del saber, conectándose con la propia
realidad nacional, como aspira la corriente regionalista. Lo cual también
quiere decir que no siempre estudiar en el extranjero es la varita mágica que
convierte en filósofo, sino al contrario, el desafío recién empieza al volver a
pisar suelo patrio. Retornar con un puro formalismo externo y reaccionar con
reflejos de axiomas aprendidos no es hacer verdadera filosofía ni asumir
crítica y creadoramente nuestra tradición occidental.
Sobrevilla dedicó libros sobre Vallejo, Basadre. Mariátegui, como
contribución a la bibliografía nacional, pero son obras que supuran excelente
información combinada con una débil interpretación. Allí donde nos hubiera
gustado verlo como un conspicuo intérprete, se oscurece, se eclipsa y repite
lugares comunes. Tanto es así, que en el voluminoso libro de homenaje a David
Sobrevilla, "La filosofía como repensar y replantear la tradición",
apenas cuatro autores escriben sobre él, excluyéndose cualquier análisis
crítico de su obra.
En realidad, sobreponiéndonos a su regusto por glosar y al
exhibicionismo de referencias bibliográficas, lo que su obra enfatiza es la
necesidad de que el filósofo que emprende una investigación u obra creadora
esté bien informado y lo suficientemente bien actualizado. No hay que caer
en el complejo adánico, ni convertirse en papagayo repetidor de ideas
ajenas. Pero aquí se me viene a la mente una vieja conseja: Lo perfecto es
enemigo de lo bueno. ¿Realmente es posible, acaso, al mismo tiempo emprender
una obra creadora y estar enterado de todo lo que se escribe sobre filosofía en
Occidente? Personalmente no sólo creo que es imposible, sino que hasta resulta
suicida para el creador. Es cierto que la filosofía es un conocimiento que
exige entrenamiento y preparación, pero la misma no debe ahogar a la creación.
Y esto no hay que olvidarlo.
Realmente no es difícil adivinar lo que el lector finalmente se está
preguntando: ¿entonces qué es ser un crítico serio? ¿Qué es ser un pensador? A
boca de jarro podríamos responder que un crítico serio es aquel que no va a la
diatriba, lee entendiendo, traduce correctamente, no es sabihondo ni
distorsionador y no sobre exige al autor comentado. Eugene Ionesco decía
que el crítico debe describir y no prescribir. Esto nos lleva a pensar también
que un buen crítico no debe sólo juzgar, por cuanto más se enjuicia menos se
ama, y el mejor medio para comprender algo es la empatía. Ya lo decía Bergson,
para comprender algo hay que amar ese algo.
Un crítico no puede entrar como un
gladiador dispuesto a vencer y descuartizar al oponente, porque un buen crítico
no tiene oponentes tiene compañeros de ruta. Ortega también lo decía de otra
forma; “Cada día me interesa menos ser juez de las cosas y voy prefiriendo ser
su amante”. Sin embargo, parafraseando a Federico Schiller, se me ocurre acotar
que en lo que parecemos, todos tenemos un juez, pero en lo que somos nadie nos
juzga salvo nuestra propia conciencia y Dios.
¿Y qué es ser un pensador? Esto es algo más difícil de responder.
Obviamente que aquí nos preocupa el pensamiento creador y no cualquier forma de
pensamiento. Es más, pensamiento creador no sólo es de naturaleza teórica, hay
creación en el arte, el deporte, etc. Pero como nuestro asunto es la filosofía
nos centramos en la creación teórica, aunque valga la acotación que en ella hay
también mucho de intuición artística de la idea original. Pues bien, lo cierto
es que no hay acuerdo sobre lo que es la “creatividad”. Todos los hombres
crean, pero no todos son creadores. Todos los hombres filosofan, pero no todos
son filósofos y todos los filósofos saben de filosofía, pero no todos son
pensadores.
Un estudio exhaustivo de la obra de Sobrevilla –yo no lo puedo hacerlo
aquí- demostraría que su obra persigue devolverle a la filosofía peruana el
nivel que le corresponde en el concierto latinoamericano y mundial. Creo que
este es el sentido noble, profundo y último del esfuerzo filosófico de
Sobrevilla, expresado en la hora más dramática de la vida nacional, a saber, la
segunda mitad de los años ochenta y la primera década de los noventa,
asolada por el terrorismo y la guerra sucia. Lo que produjo en las
universidades el decaimiento ideologización y retraso curricular de la
filosofía. No creo deformar su pensamiento aseverando que es un importante
censor y comentarista riguroso, con algunas flechas emponzoñadas. Charles Péguy
decía: “Nunca juzgo a un hombre por lo que dice, sino por el tono en que lo
dice”. Me parece que a estas alturas se impone una conclusión. Parecido al pan
que está a punto de salir del horno, así Sobrevilla nos dejó en el
laberinto del replanteo crítico de la tradición filosófica. Brindo por su feliz
término, en bien de la filosofía peruana.
En resumen, Sobrevilla es el más importante crítico vivo, mejor
informado, que nos recordó tomar en cuenta la producción filosófica nacional, a
combatir los hábitos mentales anatópicos, muy valioso en este sentido, y que
anhela que el destino de la filosofía peruana sea alcanzar los más altos
niveles del saber.
En suma, el pensar iberoamericano no tiene que parecerse a la rigorista
filosofía germánica. Ni siquiera el mismo Sobrevilla pudo escribir un tratado
filosófico, como preconizaba. Al estudiar en Alemania -donde desposó a una
antropóloga germana- quería pensar como un alemán, pero a lo que más se
aproximó fue a un tudesco agotado. Por lo demás, el carácter nacional alemán es
extremista y falto de equilibrio. La calma en la superficie es reflejo de una
inseguridad interior, lo que se traduce en violencia y ferocidad. De ahí su
crítica cruel, inhumana y despiadada. No obstante, por sus venas corría sangre
indígena, romántica, festiva. A nadie le hubiera gustado estar en semejante
tensión de espíritu.
Al contrario, lo que más le favorece al pensar latinoamericano es
fortalecer su propia personalidad ensayística. Nuestra filosofía, a
pesar de su normalización, está más unida a la literatura, a la vida y al
pensamiento en general. De modo que no resulta ser una ocupación exclusiva de
filósofos profesionales, ni sólo de temas abstractos, sino que también desborda
lo académico y, felizmente, se halla inextricablemente unido a la realidad
social. Este último remanente anatópico no hay que extirparlo del todo del
parque zoológico de la filosofía nacional. Así por lo menos tendremos variedad
y exotismo.
Un patriota en el cielo
Al escribir las presentes líneas siento que cumplo
un deber sagrado ante quien no sólo fue un gran intelectual, sino un amigo
sincero, como los que ya están en vías de extinción en esta vida. Cuando un
amigo de esa talla se nos va, hemos perdido también algo de nosotros mismos. Su
amistad era una hermandad que esperamos verla restaurada en la vida eterna.
Ayer seis
de marzo del 2021, en plena marcha hacia el Bicentenario de la Patria, dejó
este mundo a las diez de la mañana de un sábado, el insigne amigo, distinguido
intelectual y perseverante patriota, Julio César Rivera Dávalos. Su vida fue
segada por la inclemente mano asesina de la pandemia del covid 19, que con
setentinueve años a cuestas él no pudo resistir, a pesar del tanque de oxígeno
que le asistía.
A todos
quienes lo conocimos y compartimos de su generosa amistad nos ha conmovido su
partida. Y ello por varias razones. Primero, siempre honró el significado
profundo de la palabra “amistad”. Su mano perennemente estuvo siempre presta
para auxiliar a tirios y troyanos. Segundo, a todos admiró su indoblegable fe y
convicción por la idea que batalló durante los últimos treinta años: las letras
de un nuevo Himno Patrio como punto de inflexión para el forjamiento de una
nueva mentalidad nacional valorativa y desarrollista. Tercero, fuimos testigos
de la ingente cantidad de recursos mentales, editoriales, docentes, económicos
y legales que desplegó para ver triunfar su ideal patrio. Cuarto, le dolía como
a nadie la mefítica ola de corrupción que asolaba a nuestra vida política
republicana. Y quinto, fue un personaje muy estimado en los medios de prensa
nacionales e internacionales.
Se nos
fue el último gran himnólogo vivo que le quedaba al Perú. Él fue quien demostró
que el General Don José de San Martín no nos dio un Himno, sino una Canción
patriótica en vistas que los peruanos la reconsideraran. Él fue el primero en
insistir que el debate sobre la legitimidad del Himno Patrio surge en 1867
cuando la Academia de Ciencias y Bellas Letras presenta los primeros intentos
de reforma. Él fue el primero en demostrar filosóficamente las leyes internas
que le son propias a todo himno nacional. Fue también el primero en demostrar
que la Ley de Intangibilidad es jurídicamente nula, psicológicamente opresiva u
espiritualmente conformista. Todo lo cual volvía urgente su cambio de letra.
Todo esto
los demostró en su primera obra “El mito de un símbolo Patrio” del 2004. La
verdad es que durante el segundo gobierno de Alan García levantó tal polvareda
periodística su segunda obra intitulada “El poder de un símbolo Patrio” del
2008, que el gobierno hizo cambios sólo en el orden de las estrofas para calmar
superficialmente los ánimos. Esta su segunda obra fue la más profundamente
filosófica que presentó, porque allí se explaya en el análisis fenomenológico,
hermenéutico, dialéctico y axiológico de la esencia y forma del Himno Patrio.
El nivel al que llevó la himnología en el Perú y el mundo no tiene paralelo en
ninguna parte. La conclusión de fondo es que sin desarrollo espiritual no hay
verdadero desarrollo material. A diferencia del connotado himnólogo Raygada,
Julio Rivera consuma la ruptura con el paradigma hímnico anterior proponiendo
una letra elevadamente valorativa. Para él era nítido el poder de un símbolo
patrio como clave de la identidad e integridad.
Pero su
filosofía hímnica no se detuvo ahí. Ya había demostrado la esencia valorativa,
antes que estética, de los Himnos Patrios. Ahora se trataba de ahondar en dos
aspectos, a saber, que el valor moral ínsito en el símbolo patrio trasciende lo
consuetudinario y se constituye en el baluarte de la identidad nacional.
Importante es su distinción entre “tradición” y “tradicionismo”. La primera es
de naturaleza dialéctica y en desarrollo, que permite el desarrollo y
rectificaciones, mientras que lo segundo es una actitud congeladora de la
historia. Para Julio Rivera nuestro Himno nacional se hallaba prisionero de un
enfoque tradicionista en vez de tradicionalista. Pero al descubrir en esta obra
la categoría de la “emocionalidad cívico-ética” libra al símbolo patrio de ser
un mero signo consuetudinario. Aquí madura su idea eje de profunda influencia
scheleriana: un Himno Patrio no es más un símbolo estético, sino eminentemente
un símbolo cívico de contenido ético. Aplicó la teoría de los valores al
análisis del símbolo hímnico. Pero esta obra tiene también la virtud de señalar
con valentía y coraje de dónde viene la amenaza que mella el amor patrio, a
saber, de la cúspide neoliberal que encabeza la pirámide social global. Julio
Rivera no era precisamente un anticapitalista, pero sí era indudablemente un
antimperialista.
En el
pensamiento de Julio Rivera se puede rastrear el influjo de Husserl, Scheler,
Gadamer, Habermas, Levinas, Morris, Peirce, Popper y Spranger. Pero empleó todo
este acervo para forjar toda una nueva mentalidad nacional -de ahí que fundara
el Instituto de la Mentalidad Nacional o INIMEN-. O sea, empleaba a autores de
la subjetivización para realizar una empresa de des-subjetivación, a lo
Nietzsche, Bataille o Blanchot. Aunque es innegable que su empresa de
desubjetivización estuviera dirigida a edificar una nueva subjetividad
valorativa y libre. Es decir, jamás derivaría hacia una negatividad radical
donde ya no hay nada que negar. Por el contrario, la salvación nacional no
puede venir entonces sino de su transformación en civismo comprometido. La gran
revolución copernicana que representan los estudios de Julio Rivera consiste en
que nos enseña que no es tanto el Himno cosa del hombre cuanto el hombre es
cosa del Himno.
En 2016
publicó “¡Himnos en la actualidad! Para qué”, fue una edición bellamente
presentada y puedo decir que se trata de una obra que trasciende a su autor.
Salió en pasta dura, y con ello cumplía su sueño. Un día me lo dijo: “Tengo la
ilusión de publicar una obra con carátula maciza como los diccionarios”. Y lo
hizo. Era una persona que rumiaba lentamente su pensamiento y sus libros.
Generalmente le tomaba casi un quinquenio. Tengo la impresión que le gustaba
vivir dentro de su proyecto el mayor tiempo posible. No era perfeccionista,
pero se aproximaba a ello.
En el
2019 viajó a la Argentina, por mi sugerencia, al Congreso Mundial de Semiótica
que se realizó en Buenos Aires, siendo recibido por el buen amigo, el filósofo
bonaerense Juan Maya. Fue llevando su ponencia “Semiótica del Himno Patrio”,
que preparaba como libro y que quedó inédita. Y en mí guardo la esperanza que
su querido hijo Jean Pierre junto a su madre Alicia Rivera -ésta última aún
afectada de covid- puedan algún día publicarlo. Ese mismo año 2019 lo incorporé
a la Sociedad Peruana de Filosofía, siendo miembro del Comité Directivo.
Muchos
fuimos los amigos que colaboramos en su empeño y que acompañan en el luto:
Antonio Belaunde Moreyra, Luis Enrique Alvizuri García Naranjo, Francisco Reluz
Barturén, Kiko Álvarez Vita, Víctor Montero Cam, Fidel Gutiérrez Vivanco, José
María, Mariela Cepedo, Sebastián Zileri, Mario Garvich, Carlos Gómez, Claudio
Chipana, Gladys Rázuri, Ricardo Segura, Víctor Samuel Rivera, Odilón Guillén,
Toribio Torres, José Luis Herrera, su inseparable y eficiente secretario Ysaí
Quiroz Carreño. Todos fuimos integrantes del cenáculo de filosofía “Yachay
Wiñay” o Casa del saber, que por diez años funcionó en su casa cada viernes, y
que siguió en el relevo del cenáculo de filosofía sanborjino cuando se cerró.
Estos cenáculos arrebataron a la academia la filosofía para ponerla en
circulación en la vida cotidiana, cosa similar a lo que hizo el existencialismo
francés en los años de guerra y postguerra. Todos fuimos cultivadores del
pensar filosófico, del amor por el saber y la búsqueda de la verdad. Allí
fortaleció y se desarrollaron las grandes ideas que Julio Rivera las
convertiría en libros.
El Perú
en el año de su Bicentenario envió al Cielo a un gran patriota, desde allí
velará por su país que tanto amó, al que tantos esfuerzos dedicó y contemplará
a la legión de amigos que dejó en sus esfuerzos por edificar un mundo mejor.
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