VÍCTOR
SAMUEL RIVERA-Filósofo/PUCP
[LA LIBERTAD DE UN INTELECTUAL]
A modo de carta abierta.
Quiero dar un testimonio personal sobre
Gustavo Flores Quelopana. Mi deseo es expresar el valor que tiene su obra en el
quehacer filosófico contemporáneo en el Perú, al que ha aportado de diversas
maneras en este tiempo actual que nos ha tocado vivir a él y a mí. Como
historiador de la filosofía, presentaré mi testimonio como una muestra de
empatía, aunque oblicua, es decir, indirectamente. Es notorio que no coincidimos
él y yo en muchas cosas, algo que hasta es un bien que suceda; sin embargo,
aclararé al final un par de ellas.
En gran medida adopto este enfoque de
historiador de la filosofía por la forma peculiar que tenemos de ver la
actividad filosófica en este tiempo nuestro, marcada por la más sobria de las
locuras: la locura científica. El historiador ve su materia de estudio como un
trabajo moral en curso. El filósofo que cree de sí mismo ser “científico”
pertenece a una camada distinta. Piensa seriamente que hay un punto de vista
que es el verdadero y, por lo mismo, ve con una antipatía cansada a quien cree
que hay en curso algo moral que no esté hecho ya por la naturaleza, por alguna
divinidad perezosa o por la Asociación de Psiquiatras Americanos. Invoca alguna
sustancia probada en el cerebro y deduce de ello verdades morales, mientras que
esta misma actividad, vista desde la lejanía prudente del tiempo, aparece como
una analogía de los vicios más comunes en los Estados Unidos. Con Gustavo
Flores comparto la idea del trabajo moral, aunque creo que uno debería ser
discreto con las certezas. Aunque Flores piensa de manera distinta, la presente
es una época de grandes certezas. De certezas creadas por los psiquiatras en
alguna asamblea de dados cargados.
Es sorprendente, pero esta época de
relativismo absoluto, donde todos los males están bendecidos por la autoridad
antes que, por la verdad, resulta ser el producto social de la idea de una
sociedad ilustrada y científica. El proyecto de una sociedad de sabios es una
colmena de ignorancia. Esta aserción es central en lo que creo compartir con
Flores, aunque él se exprese bien de otra manera. La mera concepción de un
mundo instalado desde el saber implica una idea política del conocimiento y,
por lo mismo, de la ignorancia. El mundo moderno ha situado y ubicado la
ignorancia y le ha dado faz de enemiga. Dejo esta apreciación suelta como un
elogio a la ignorancia, que es la sabiduría sin presunciones. Vayamos ahora a
dar un paseo por el cientificismo, el padre que la ha gestado. Se menciona al
cientificismo y la ignorancia como esferas de sentido político, como marcos
donde la crítica política sea posible, ya sea desde un lado o desde el
contrario. Estas esferas generan el espacio de tensión que hace posible la
filosofía contemporánea. Gustavo Flores se halla bien situado en ese lugar de
tensión.
El cientificismo es la versión
ideológica de diversas formas de positivismo filosófico. Si hubiera que
definirlo, yo diría que es aquella cultura que tiene como criterio de verdad
uno o algún modelo de comprobación de la verdad. Este criterio, o procede
directamente de la ciencia, y entonces es algo como el “método científico”, o
pretende colonizar áreas de la comprensión humana que en nada se parecen a una
verdad descubierta por un investigador con una placa de petri, hacer cálculos
matemáticos, validar encuestas o disponer para el experimento de diversas sustancias
químicas, como las que usan los políticos noratlánticos algunas veces para
tomar decisiones por el resto de la humanidad.
Y es que la ciencia no es sólo logros o
método. Es también un ejercicio de poder, como ha notado alguna vez M.
Foucault. Y de poder para resolver dónde ha de emplearse el presupuesto de las
corporaciones globalistas para fomentar el sexo fluido, la “diversidad” (un
eslogan para inducir a la pérdida de valores e identidades colectivas) o, para
colocar el dedo en la llaga que más duele, decidir dónde y bajo qué términos va
a ser la siguiente guerra proxy que matará cientos de miles de inocentes.
El cientificismo se ha apoderado de la
educación a nivel planetario y, lejos de ser una postura inocente de algunos
fanáticos de la ciencia, se ha convertido en una genuina dimensión de control
sobre la sociedad humana global. Cualquier cosa que hubiera imaginado Foucault
sobre el control de las sociedades humanas, o Heidegger respecto de un mundo
hecho imagen, alcanza y gobierna hoy la fuente misma del saber, ese panóptico
que suelen ser las universidades actuales, centros de resentimiento y estupidez,
donde un libro no compite con los insanos instintos tanáticos de sus
patrocinadores. Gustavo Flores, con quien en tantas cosas me considero en
desacuerdo y con quien tantas otras cosas no comparto, me acompaña en el horror,
el desprecio que es inevitable para mí sentir por las sociedades posmodernas
actuales, cuya mayor genialidad es haber naturalizado la psicopatía.
Pienso seriamente que esto ha sucedido
con el afán de los financiadores de los vagos, de los dueños verdaderos del
sistema de ignorancia, de convertir la demencia en la norma suprema del
capital, el sustento abyecto y vacío de un mundo que los locos afirman “basado
en reglas”. No hay mejor regla que la que aparente regularse sola.
Un “orden basado en reglas” establecido
por opulentos psicópatas con grado universitario. La obra de Flores nunca ha
coqueteado con nada parecido a un orden desfondado. Ya mismo creo que todo
orden político es desfondado. Pero un orden desfundado, sin fundamento, no
puede tener nunca la pretensión de constituirse de manera global o universal,
pues la mera idea de que eso suceda es repugnante. Pero la OMS o la Unesco son
de otro parecer, de un parecer presuntamente global y que simula bien el
interés de sus patrocinadores. En esta línea, lo que más aprecio de Gustavo
Flores Quelopana, tanto como ser humano como por filósofo, es haber desafiado
el poder de las corporaciones, el poder de cientificismo que, tristemente,
viene de la academia global, o de los burócratas que mantiene Estados Unidos en
la UNESCO. Flores es el vivo ejemplo moral de una rebeldía que es el arquetipo,
el arquetipo de lo que un filósofo serio y valiente debería hacer en esta época
sombría que atraviesa la humanidad. Es una suerte de Sócrates, sólo que es el
Sócrates que escribe en lugar de predicar en la plaza.
Hace ya muchos años que los filósofos
somos sometidos a normas de escritura que impone la UNESCO. Cada vez se es más
exigente, por ejemplo, en qué palabras clave poner, para la que la UNESCO ha
creado su propio diccionario; se me permita decir, un diccionario que no
permite anotar casi ninguna idea filosófica. Los textos del saber global, así,
ocultan el saber, y quizá hasta tienen proyectada su supresión.
Uno bien podría preguntarse quién, en
derecho de qué, con qué virtud la UNESCO determina cómo o qué o para qué deben
escribir los filósofos. Comprendo que deseen someter a los zootecnistas, esta
es una idea sana si se ve desde lejos. Pero, ¿hay acaso alguien que pueda dar
la causa de por qué los filósofos (imaginarse debe el lector a Platón o
Nietzsche) deben participar en publicaciones indexadas, es decir,
“científicas”? Al filosofante se le exige en un artículo poner los antecedentes
del tema, como si los hubiera siempre, o párrafos del tamaño preestablecido para
las mentes de menor formatos, o bien la preferencia por los temas favoritos y
buenos de ellos mismos, frente a todo otro, que es por naturaleza condenable. Como
no podría ser de otro modo, los burócratas de la educación global tienen una
idea más bien estúpida de la filosofía: consideran su actividad como algo
semejante a la zootecnia. Un bostezo y continuo progreso, un interminable viaje
hacia lo mejor (y no a lo peor) para llenar un depósito de saber inútil. No
sorprende sospechar que lo mismo ocurre con lo que ellos, los burócratas, consideran
“ciencia”, donde todo se acumula con el tiempo y es básicamente un polvo que al
final crea una montaña.
[Uno pensaría que los cientificistas son
algo como vecinos temporales de Bacon, algo que sale de suyo recordando que
sólo hablan inglés. El cientificismo
sostiene una visión ingenua del saber heredada en la tradición angloparlante de
las fantasías de la Atlantis Nova, es decir, el eje de control Noratlántico. Un
cierto diagnóstico de omnipotencia hizo de esta tradición un encuentro
básicamente del positivismo de la revolución industrial y que la filosofía se
ha encargado tantas veces de desmitificar durante todo el siglo XX. No citaré
hermeneutas. Nombraremos más bien a K. Popper, T.S. Kuhn o P. Feyerabend, por
mencionar a los filósofos más prominentes en ese sentido].
El cientificista de la UNESCO desea papers científicos. Los desea y los
exige, aunque todos sabemos, incluso los burócratas, que la filosofía no es ni
puede ser una ciencia. Se le pide al filósofo escribir científicamente sobre
Plotino, sobre Leibniz, Averroes, Hume o Heidegger. Sin duda, quien es
mantenido por interés antes que por sus méritos se acostumbra a pedir demasiado
a los demás. Y como aquí lo que se pide, se lo da al filósofo, es evidente que el
solicitante no hace gran caso de lo que éste dice, salvo si coincide con sus
prejuicios y los refuerza, en cuyo caso, ciertamente, la filosofía se ha
quedado muda. Se obsesionan los cientificistas del globo con las premisas, los
modelos de argumentación, los enlaces virtuales y el recurso de citas a la
letra, que los libros citados, de ser posible, se hayan impreso mañana y no en
la época tan oscura que le tocó vivir a, por ejemplo, Platón; la civilización
que ha gestado esta locura no es por ello, más ilustrada, sino más ignorante. Para
resolver siempre el progreso indefectible los burócratas controlan la academia
en base a premios, becas y prebendas de diversa índole, que no suelen ser en
muchos casos que formas muy poco sutiles de soborno.
Atenta a la norma social, que manda el
aportante del soborno, termina siendo incapaz de criticar nada, pues es evidente
que no es ésta la razón por la que se lo remunera.
No es de extrañarse que la burocracia
del saber universal de normas para tipificar qué es o no científico el día de
hoy. Es curioso, sin embargo, que lo que es ciencia en una fecha ya no lo es en
otra, sin que a nadie le preocupen muchos los cambios de curso en el camino
único del saber de la humanidad. Me hace recordar a la Iglesia de mi juventud.
Se esmeró (y no poco) en hacerme creer que era la Iglesia de los pobres, en
línea preferencial con los pobres, por así decirlo. Nunca hubiera imaginado que
una generación después la opción preferencial de la Iglesia sea por el amor
libre, o por las formas más minoritarias, digamos, las más elitistas, de
comprender, hacer y gestar globalmente la sexualidad. La UNESCO resuelve sus
normas de citación “científica” de la única manera en que es posible en este
mundo sin certezas: a través del recurso a los psiquiatras. No hace mucho que
supe que “APA” era la abreviatura de una asociación para asuntos mentales: la
American Psychological Association. Como APA cambia los códigos universales y
necesarios de citación todas las veces que sus miembros requieren cobrar sus
dietas.
Que una asociación de médicos mentales
determina cómo los filósofos usan o no usan sus materiales de trabajo, sería de
esperar que la sociedad que representan sea la más saludable mentalmente, o al
menos una de las más saludables. Y, en efecto, los Estados Unidos sorprenden
con sus cifras sociológicas. Sólo son superados por el Imperio de Japón en
número de suicidios. Cien mil americanos noratlánticos esperan cada año su
turno en la muerte por consumo de fentanilo. Y como si no tuvieran ya bastantes
decesos, los americanos se aseguran que el resto de la aldea global que su
ciencia controla, su país presenta la mayor cantidad de bases militares
repartidas por todo el mundo. El internet, esta globalización americana del
saber, indica que esta nación “podría tener alrededor de 750
bases repartidas en más de 80 países por todo el mundo”. El internet, que
ellos mantienen, informa también que son felices poseedores de “5500 ojivas nucleares”.
A este conjunto se lo llama “orden basado en reglas”, las reglas de los
psiquiatras.
Deseo explicitar, aunque sea por esta
vez dos temas que me separan de Gustavo Flores, quizá el colega con quien más
cosas creo tener más en común, fuera de la hermenéutica, ciertamente. Gustavo
suele tener frases algo acres contra la posmodernidad, a la que llama también “posmodernismo”,
y usa con cierto tono pesado el adjetivo “posmoderno” para referirlo a esta
época lamentable de los burócratas globales y la formatización del saber por
instituciones cuyos aportantes son no anónimos y que, en todos los casos, no
son jamás filósofos. Dirijo esta sección especialmente a Gustavo, con el fin de
que algunas cosas queden claras entre nosotros. Dejo estas aclaraciones para
los futuros que han de reemplazarnos, esto bajo la suposición de que la
gobernanza global basada en reglas sea capaz de tolerar ese futuro en que ellos
no estarán. Ellos, los que piensan en todo menos en el futuro.
“Posmodernidad” es una voz que he
intentado definir y precisar para mi propio uso varias veces. Al tratar de
“posmodernidad” sobreentiendo que lo que se aclare se considera válido también
para sus parientes o derivados semánticos como “posmoderno” o “posmodernismo”.
“Posmoderno” es un término político y social, esto es, tiene una carga dentro
de la sociedad global en el dilema amigo/enemigo. El “posmoderno” es un
potencial enemigo de la democracia y los valores burgueses, por lo que entra en
calidad de enemigo en, por ejemplo, las obras de Carlos Thiebaut. El
“posmoderno” puede en otro contexto ser el relativista moral heterocurioso, en
lo que se hace enemigo de la ética de los valores o de las certezas de las
sociedades tradicionales. Buena parte de eso se ve en el gobierno que le han
dado Francisco y Benedicto XVI a la contradictoria y penosa escena de la
Iglesia Católica de hoy en día; demás está recordar que el posmoderno
relativista nunca es enemigo de la democracia o la cultura de los derechos.
Tanto para los socialdemócratas como para los conservadores católicos lo
“posmoderno” designa al enemigo político, al hombre malo e indeseable, pero nunca
al interlocutor filosófico.
Como una cuestión práctica, hay que
hacer una diferencia entre su uso como término político y social y su empleo en
el discurso de la filosofía. Cuando se trata del primer caso, estamos ante una
significación emotiva y sirve, como otras de su tipo, pace Ch. Stevenson, para
decir “eso me gusta, ojalá te guste a ti también”; en un contexto político la
significación es como sigue: “si eso te gusta, eres mi amigo y si eso desgraciadamente
no te gusta, eres mi enemigo”. En la práctica es como decir “si eso te gusta,
te doy la beca, te pongo de decano, te paso la subvención para el posgrado”,
etc. y “si eso no te gusta, no sólo te negaremos todo lo que te daríamos si te
gustara, sino que te perseguiremos incluso en tu nombre”.
Como se puede notar, es muy poco
difícil hacer abuso de esta manera de significar, que es propia de los
conceptos políticos y cuyo significado en términos de amigo/enemigo tiene una
referencia circunstancial. Así, “posmodernidad”, “posmoderno”, etc. son lo que
Ernesto Laclau llamada “significantes vacíos”, esto es, que refieren de acuerdo
a las circunstancias del discurso. Pienso que esta estrategia de significación
estuvo presente, por ejemplo, cuando Richard Rorty se autocalificaba de
“liberal posmoderno”. También creo que es lo que sucede cuando Gustavo dice que
tal o cual cosa o persona son “posmodernas”. El carácter esencialmente vacío de
la expresión puede tener una gran eficacia narrativa y, desde un punto de vista
stevensoniano, algo muy convincente para los amigos, aunque implausible para
los enemigos. Rechazo totalmente haber usado el término de esa manera.
En la filosofía política cabe esta
regla, que se podría poner como la regla de oro moral del filósofo: el uso de
términos políticos y sociales para una argumentación filosófica debe tener lo
que vamos a llamar un “diseño cognitivo”. No sostengo que haya que usarse
alguna definición completa de cada expresión, siendo esto poco probable. No
creo que sea posible abarcar todos los posibles escenarios de significación.
Esto es tan cierto que la mayor parte del trabajo de los historiadores de la
filosofía consiste en tratar de averiguar, precisar o definir qué quiso decir
tal o cual con la expresión esta o aquella. Esta situación se agrava en la filosofía
política y más aún en la que se refiere al tiempo presente, donde, como aprendí
de Gianni Vattimo, no es posible la argumentación desinteresada, la mera idea
de argumentar sin intereses es un sueño que es conveniente dejar a Jürgen
Habermas o el primer John Rawls. Un “diseño cognitivo” es una estrategia de
significación que haga posible al lector la referencia de aquello de lo que uno
en cada caso está diciendo. Se trata de una exigencia moral, pues la filosofía,
como bien sabe la UNESCO, puede servir para estafar y mentir, manipular y
amansar.
“Posmodernidad” y sus parientes o
derivados es un término que toma su sentido en filosofía de un cierto contexto
dentro de la tradición filosófica misma. Recuerdo que Rorty llamaba la atención
sobre la posmodernidad tal y como era presentada en la década de 1990 por Fredric
Jameson. Lo que estaba mal realmente era que Jameson charlataneaba, es decir,
no centraba “posmodernidad” en la tradición filosófica, lo cual hacía de sus
obras algo no recomendable. En general sus libros no sólo son difíciles de leer,
sino que su enredo estimula a dudar de la altura desde la que se enfocan los
problemas. Justamente Rorty, con buen criterio, subrayaba la deuda en este
sentido con Jean-François
Lyotard, que creó esta voz como una crítica al universalismo epistemológico y
sus instalaciones institucionales en las democracias de su tiempo. En este
momento de mi paso por el tiempo creo que quiso decir algo que ahora no estoy
seguro de que haya sido cierto, pero que en su momento revestía de gran impacto
sobre la sociedad. Rápidamente Lyotard fue asociado por los lectores perplejos
con la hermenéutica o con alguna derivación de ésta, lo cual le permitió a
Gianni Vattimo decir que este discurso, que se llamaba “posmoderno”, se había
convertido en “la nueva koiné de nuestro tiempo”. Todas las veces que en mis
textos hay referencia a la posmodernidad, cuento con un respaldo indudable en
una experiencia que tuvimos todos los filósofos en las décadas de 1980 o 1990,
excluyendo como una singularidad, ciertamente, al lastimado de Fredric Jameson.
La
posmodernidad fue concebida por los lectores de Lyotard como el extremo de un
arco temporal que presuponía el reconocimiento de la modernidad como un tiempo
histórico con el cual el presente se identificaba. En gran medida esto fue
tratado por Michel Foucault en Qué es la Ilustración: el mero planteamiento de
una posmodernidad implica el cuestionamiento de los valores que hacen sentido,
implica la posición de la crítica. Implica cuestionar o reaccionar. La
modernidad, por lo tanto, entra a la academia como un concepto político, pues
implica tomar posición frente a un fenómeno histórico. El vocabulario
filosófico sobre la modernidad es muy reciente, casi tan reciente como el de la
posmodernidad; incluso la posmodernidad no sería otra cosa que una manera
pesimista de hablar de la modernidad. Es importante recordar el Discurso filosófico de la modernidad, de
Jürgen Habermas, como lo que es, una toma de posición y un enfilamiento, que no
requiere ya de argumentos, sino de valores. No en vano los partidarios de OTAN
hoy pretextúan sus movimientos bélicos por los presuntos “valores europeos” de
un orden internacional “basado en reglas”. Mejor sería decir, basado en al
alistamiento en cuestiones de supuestos valores que, por ser de ellos, si tal
cosa fuese posible, ellos presuponen deben ser de todos.
El empleo de las palabras más fáciles
para argumentar en filosofía es un error de perspectiva. Un buen ejemplo son
las obras de un crítico literario de Corea del Sur que trabaja años ha en
Alemania y cuyo nombre busco ahora en internet. El nombre es Byung-Chul Han, y
hay que tomarlo como ejemplo de qué se hace cuando se argumenta y se usa
palabras sin diseño cognitivo. Este autor, que llegó a los 22 años a Alemania
sin saber alemán se doctoró como experto den Heidegger. Nunca hubiese tenido
noticia de él si no fuera por la presión de mis alumnos, que deseaban dedicarse
a su obra para trabajos de tesis. Asombrado por el uso exquisito de la
bibliografía, por la prosa hábil, por las salidas elegantes, comencé a sentirme
alarmado por el uso algo impreciso de conceptos de autores contemporáneos, de
lo cual Byung-Chul Han extraía luego radiografías argumentativas, es decir, fotografías
de argumentos; en sus fotogramas Byung-Chul Han desplaza los significados
originales que ha tomado de Foucault, Agamben o Heidegger para hacer con ellos
teorías sin sentido. Tomé entonces el concepto central del autor, lo que el
coreano denomina “neoliberalismo”.
Uno de los temas que más me han
separado de la completa coincidencia con Gustavo Flores es este asunto del
“neoliberalismo”.
Byung-Chul Han. Resultaba que el autor
hablaba todo el tiempo de ese concepto, pero jamás lo había definido, ni daba
trazas de qué significaba, esto con la esperanza de que el lector no se iba a
sentir defraudado por ese vacío. Para expresarnos como el segundo Wittgenstein,
el autor no ofrece ni síntomas ni criterios de qué entiende él que es el
“neoliberalismo”. En realidad, seguirle la cuerda a Byung-Chul Han sólo es posible
si uno da por sentado que, a pesar de la bibliografía minuciosa y las citas admirables,
la clave de lo que había que saber en sus libros la encerraba desde siempre
“neoliberalismo”, el significante vacío que ya todos sus amigos y enemigos
saben, si no en la maestría de los argumentos, sí en el fondo emotivo de su
corazón.
Muchas veces he reprochado a Gustavo
hablar del neoliberalismo. Siempre me reprocha no condenarlo o quizá no ser
abiertamente su adherente. Los católicos conservadores, los papistas, me acusan
de no aceptar las así llamadas “cinco pruebas” donde supuestamente Santo Tomás
de Aquino “demuestra” que Dios existe. El tema de fondo es la palabra
“neoliberalismo” o bien la voz acusadora de “demuestra”, de ninguna de las
cuales puedo responder. Es que “demuestra” o “neoliberalismo” están lejos de
ser voces, por decirlo así, “científicas”, salvo que se realice primero lo que
se ha llamado un diseño cognitivo, es decir, instalar una escenografía de
sentido en base a criterios o síntomas que uno pudiera usar de referencia. No
es mucho pedir; de hecho, esto es algo que Santo Tomás en su momento hizo y que
Byung-Chul Han no hace todavía. Debe agregarse que, en los dos ejemplos
ofrecidos, el tema semántico no se puede separar del asunto político. Tanto
“demuestra” como “neoliberalismo” son términos que, usados políticamente, son
vacíos. Esto significa que la adhesión tanto a uno como a otro depende de un
posicionamiento del tipo amigo/enemigo que es situacional, quisiera decir
mejor, que es ontológica. No consiste en un saber, sino en un no-saber que, sin
embargo, indica el lugar de uno y, en la misma línea, el espacio del otro. El
no-saber posicionado, ciertamente, es el significado en cada caso de
“demuestra”, etc.
Puedo entender que los católicos
conservadores, siguiendo enseñanzas del siglo XIX, digan “demuestra”, pues
creen así aliarse con la Iglesia, sea lo que sea que esa palabra tan antigua y
degradada pueda hoy significar. Lo de “neoliberalismo” genera la duda de quién,
qué colectivo o persona se identificaría con “neoliberal” y se sintiera estrictamente
comprometido como un neoliberal militante. Las mismas razones por las que se me
requeriría hablar sobre el neoliberalismo y posicionarme en contra (o en favor)
son las que hacen posible que Byung-Chul Han venda sus libros.
Comprendo que Gustavo y yo tenemos
distintas maneras de comunicar y pensar la filosofía. Y aquí es donde quiero
mostrar mi admiración y mi respeto. Friedrich Nietzsche es, indudablemente, un
gran filósofo. Incluso su locura, con seguridad, era una suerte de salud, quizá
la única salud. Nietzsche, quien vivió en el inicio del despliegue moderno del
saber y el poder, quien fue testigo de la revolución industrial y la expansión
militar del humanismo en África y Asia, este mismo Nietzsche vio en la palpable
verdad social que estaba delante de sí mismo la negación y la pérdida del
sentido de todas las cosas. Gustavo, a mi juicio, como acusador del nihilismo,
es un profeta, el profeta loco que dice la verdad que los demás tienen la
certeza de rechazar.
El cientificismo de nuestra cultura
posmoderna (esto significa “contemporánea”) es el espejo inverso de las
certezas que se supone no tenemos y que es común y regular, normal, exigir sí
tener. Se trata de unas certezas inversas, como decía en otra época Vattimo
(queriendo decir algo distinto), del “carácter perentorio de la verdad”. Este
carácter “perentorio” de la verdad es un rasgo que tiene sentido sólo en una
sociedad que pretende tener disposición completa de la verdad. La certeza de
que los científicos de la mente saben, y que nosotros no sabemos, sino debemos
obedecer, es una forma de nihilismo que quizá el propio Nietzsche no pudo
entrever.