Reconstruir un ethos académico
Reconstruir un ethos académico no es
rehabilitar modales institucionales ni inventar códigos de convivencia
progresista. Es una tarea espiritual que exige restaurar la dignidad del saber
como forma de vida orientada hacia lo alto. Y en este camino, buena parte de
quienes han escrito sobre la crisis universitaria —aun con honestidad y lucidez
parcial— han permanecido prisioneros del paradigma que dicen criticar: el
inmanentismo moderno.
Autores como Martha
Nussbaum, Henry Giroux, J. C. Mèlich o incluso el tardo-ilustrado Terry
Eagleton han propuesto valientes defensas de una universidad más crítica, más
democrática, más humanista. Pero al evitar toda referencia a una instancia de
sentido trascendente, sus propuestas se deslizan —aunque con otros ropajes—
hacia el mismo vacío que denuncian. El humanismo sin metafísica deviene en pedagogía
cosmética: educa el gesto, no el alma. Todo un simulacro.
Mèlich, por ejemplo, exige
que la educación se base en la ética del acontecimiento, en la alteridad
radical, en lo incalculable del otro. Pero su “acontecimiento” es puramente
horizontal: no remite a una llamada desde el Ser, sino a una interrupción subjetiva.
Una pedagogía que se niega a nombrar la verdad como misterio compartido termina
justificando cualquier experiencia como formación, y con ello, renuncia a una
noción fuerte del bien. Hay sensibilidad en Mèlich, pero falta verticalidad;
hay compasión, pero no logos. Giroux, por su parte, ha desarrollado una
pedagogía crítica comprometida con la justicia social, la ciudadanía
democrática y la resistencia cultural. Todo eso es digno y necesario. Pero al
no romper con la antropología funcional moderna —el sujeto como agente
emancipador autónomo— su proyecto se instala cómodamente en la gramática del yo
sin alma. Quiere cambiar el currículo, pero no la concepción del hombre; quiere
una universidad crítica, pero no contemplativa. Y sin contemplación, no hay
ethos: solo agenda.
Incluso pensadores más
refinados como Spaemann, que sí vislumbran una ética de la persona como alguien
y no como algo, se quedan cortos cuando no enlazan esa dignidad con su origen
trascendente. Defender a la persona sin nombrar su procedencia última —ya sea
en clave teológica o ontológica— convierte el respeto en formalismo: la ética
deviene protocolo. Lo mismo ocurre con muchos defensores contemporáneos de la
"sabiduría práctica" o del "pensamiento lento":
bienintencionados, pero rehenes de un lenguaje pedagógico secularizado que no
se atreve a decir Dios, Verdad, Alma o Eternidad. Se habla de comunidad, pero
se teme a la comunión. Se habla de diálogo, pero se rehúye la Verdad. Se enseña
apertura, pero no se vive adoración. Reconstruir un ethos académico exige
precisamente lo que han evitado: volver a una metafísica del ser como
fundamento de toda educación. No se trata de imponer dogmas, sino de restaurar
el asombro. No de enseñar doctrinas, sino de formar almas. Un maestro no es
quien facilita el aprendizaje, sino quien encarna el logos. El ethos no nace
del reglamento, sino del temblor ante el misterio.
Si la universidad quiere
ser algo más que un centro de certificación avanzada, debe hacer espacio para
esa actitud de reverencia que los antiguos llamaron pietas sapientiae.
Sin ella, toda reforma será superficie. El ethos se reconstruye no con talleres
de habilidades socioemocionales, sino con testigos del ser que enseñen como
quien ha visto el rostro de la verdad. Quienes hoy lideran programas de
innovación educativa hablan de creatividad, pensamiento crítico, cooperación,
pero siguen formateando al hombre como agente sin trascendencia. Por eso, su
ethos es evanescente. Brilla un rato, luego se adapta. Porque sin eje
ontológico, todo valor deviene consigna. Y sin raíz en el espíritu, la ética
universitaria no eleva: se disuelve en reglamentos con perspectiva
institucional. Reconstruir un ethos académico no es tarea de estructuras: es
tarea de almas despiertas. Solo cuando el saber vuelva a ser amado no por su
aplicación, sino por su verdad, la universidad dejará de ser simulacro y
comenzará a ser templo. Y eso no depende de sistemas: depende de hombres.
La alergia contemporánea a
la visión metafísica del ser no solo ha contaminado a las universidades, sino
también a los grandes sellos simbólicos del reconocimiento cultural moderno,
como el Premio Nobel. Basta observar el exiguo lugar que ha tenido la filosofía
en el Nobel de Literatura —apenas cinco galardonados propiamente filosóficos—
y, dentro de ellos, ninguno que represente de modo claro una cosmovisión
cristiana o católica vinculada al ser como misterio participable. Tagore
ofreció una mística poética teñida de panteísmo oriental. Bergson, si bien
planteó una filosofía de la duración y el impulso vital, evitó el terreno firme
de la metafísica clásica. Russell combatió sin tregua al pensamiento religioso
y metafísico. Camus encarnó con intensidad el absurdo, y Sartre fundó una
ontología existencialista descarnadamente inmanentista. No hay Tomás de Aquino,
no hay Maritain, no hay Simone Weil, no hay Guardini. Lo trascendente es, a lo
sumo, ornamentación simbólica, no horizonte normativo. Esta omisión —no hay que
temer nombrarla— es más que casual: es programática. El Nobel ha funcionado
como un oráculo secular de canonización cultural. Y su silencio hacia lo
metafísico no es neutral: refleja el sesgo de una modernidad tardía que exalta
el fragmento, el relativismo y la conciencia desgajada. En nombre de la libertad,
ha ocultado el Ser; en nombre de lo plural, ha borrado el Logos. No se premia
la verdad que hiere, sino la voz que entretiene o desconstruye con brillantez. No
sorprende, entonces, que esa misma matriz cultural haya moldeado a las
universidades modernas, convertidas en vitrinas de lo novedoso, pero incapaces
de mirar hacia lo eterno sin rubor epistemológico. Estocolmo ha bendecido el
naufragio con medallas, mientras la universidad, como templo del saber, ha sido
saqueada sin resistencia.
Estocolmo, ese Vaticano
laico del prestigio global, ha erigido una catedral sin Dios donde oficia como
sumo sacerdote el inmanentismo condecorado. Sus premios, envueltos en papel de
filantropía y neutralidad, huelen menos a cultura que a desinfectante espiritual.
Allí no se honra la sabiduría: se premia la obediencia cultural al consenso
relativista. El Nobel ha consagrado a escritores, poetas y filósofos cuya más
alta hazaña ha sido negar el ser con prosa elegante y descreer del misterio con
gramática perfecta. ¿Qué se celebra en Estocolmo? ¿La búsqueda de la verdad o
la sofisticación del escepticismo? Lo que en otro tiempo fue reconocimiento del
genio espiritual hoy es vitrina cosmética del nihilismo educado. Se premia la
conciencia sin culpa, la libertad sin alma, el pensamiento sin vértigo. Como
bien diría González Prada: han puesto cátedra los mudos, han tomado el podio
los vacíos, y en las bibliotecas canta la nada vestida de modernidad. De la
filosofía no quieren ni el polvo. Solo toleran al filósofo si renuncia a la
metafísica, si desintegra el misterio, si trivializa a Dios como categoría
literaria o figura mítica. Nada más ofensivo para Estocolmo que un pensador con
fe sin vergüenza, con alma sin ironía, con trascendencia sin disculpas.
¿Maritain? Demasiado teológico. ¿Pieper? Muy reverente. ¿Simone Weil? Demasiado
santa. ¿Guardini? Inaceptable: pensaba con la rodilla doblada. Los han borrado
no por falta de genio, sino por exceso de verticalidad.
Lo que premian no es
cultura: es atestación de apostasía. Se condecora al artista que
descree, al poeta que exhibe su angustia como símbolo de lucidez, al filósofo
que reduce la metafísica a residuo fósil. El Nobel se ha vuelto el incensario
de la apostasía elegante: nadie osa tocar la palabra Verdad sin comillas, ni
decir Ser sin ironía. Y si acaso asoma la mística, debe venir envuelta en
budismo dietético o en espiritualismo digital. Estocolmo ha sido cómplice del
silenciamiento del alma en la academia. Aplaude a quienes con voz culta
amortajan al logos y presentan su cadáver como innovación narrativa. Mientras
tanto, las universidades, obedientes como perros de show, replican la doctrina:
forma sin fondo, método sin sentido, ciencia sin contemplación. ¿Y qué queda
del saber? Un simulacro boutique, apto para rankings internacionales pero
incapaz de transformar el corazón. De los Premios Nobel no brota ya ningún
ímpetu ontológico. Sus galardonados podrían haberse formado en cualquiera de
las universidades nihilistas que plagan Occidente: brillantes, progresistas,
devastadoramente vacías. Es el striptease del vedetismo intelectual consagrado.
Estocolmo ha sido más que un cómplice activo del inmanentismo moderno en la
universidad decadente, se convirtió en su promotor más activo. Y sus discursos,
tan bien redactados, son epitafios del espíritu que alguna vez se llamó
sabiduría. El inmanentismo no es solo el contenido del premio: es su atmósfera,
su perfume, su ley no escrita.
Mientras tanto, en las catacumbas intelectuales, sobreviven los que aún piensan con alma, los que aún se atreven a nombrar lo innombrable. Pero para Estocolmo, son parias: no caben en la lista porque no asisten al aquelarre correcto. No beben del cáliz del escepticismo, el ateísmo, el relativismo, ni brindan por el fin de la trascendencia. Por eso se les excluye. Son incómodos: recuerdan que el pensamiento no nació para entretener, sino para arrodillarse ante el ser. Y así Estocolmo, vestido de progresismo, se convierte en sepulturero de lo eterno. Entrega medallas como el César pan, para que nadie pregunte por el alma. La gloria moderna ya no se gana buscando la verdad, sino evitando mencionarla. Se premia al que canta la ausencia, no al que busca la presencia. Como escribiría Prada con su hierro candente: ¡Fuera los premiadores si no premian la Luz! En otras palabras, reconstruir el ethos académico exige también desacralizar el inmanentismo de los Premios Nobel de Estocolmo.
Nada más triste del
patético papel nihilista de Estocolmo es haber otorgado el Premio Nobel de la
Paz a Barack Obama y a Henry Kissinger, dos grandes violadores del derecho
internacional, conspiradores y cómplices de la violación de los derechos
humanos.
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