miércoles, 6 de agosto de 2025

LA ILUSIÓN DE LA DIFERENCIA RADICAL: A PROPÓSITO DEL INMANENTISMO ANDINO


 

LA ILUSIÓN DE LA DIFERENCIA RADICAL: A PROPÓSITO DEL INMANENTISMO ANDINO


En ¿Qué significa pensar desde América Latina? Hacia una racionalidad transmoderna y postoccidental, Juan José Bautista Segales propone una crítica interesante al pensamiento occidental moderno, articulando una ontología situada en las cosmovisiones andinas. Su apuesta por una racionalidad transmoderna busca descolonizar el pensamiento y recuperar el horizonte epistémico de Abya Yala, donde el ser se concibe como vínculo, comunidad y reciprocidad. Sin embargo, esta crítica, aunque legítima y necesaria, está condicionada por una visión parcial de la trascendencia cristiana, filtrada por el racionalismo ilustrado que él mismo denuncia. Al igual que Rodolfo Kusch, Segales no explora otras formas de trascendencia que podrían enriquecer su propuesta ontológica. La mística cristiana, la teología simbólica medieval, o incluso ciertas corrientes filosóficas no dogmáticas —como la fenomenología hermenéutica o el pensamiento dialógico— ofrecen modos de pensar la experiencia humana que no se reducen a la lógica instrumental ni al sujeto cartesiano. Al no integrar estas posibilidades, su ontología corre el riesgo de volverse insuficiente para pensar la totalidad de lo humano.

El mito, sin una apertura trascendente, puede volverse repetición; y la inmanencia, sin una dimensión simbólica que la desborde, puede devenir clausura. En este sentido, la Estarlogía de Kusch y la racionalidad transmoderna de Segales comparten una limitación: ambas absolutizan lo propio como resistencia, pero sin abrirse a lo otro como posibilidad. La crítica al pensamiento occidental no debería implicar el rechazo de toda forma de trascendencia, sino más bien su reconfiguración desde horizontes plurales. Solo así se podrá pensar una ontología verdaderamente abierta, capaz de acoger la diversidad de experiencias humanas sin caer en esencialismos ni clausuras epistémicas.

Al desechar la trascendencia bajo esa caricatura, Kusch y Segales ignoran que existen formas de pensar lo trascendente que no se inscriben en la lógica dogmática ni en el racionalismo europeo. Pensadoras como Simone Weil, por ejemplo, recuperan la trascendencia como apertura al sufrimiento del otro, como experiencia de gracia que no se impone, sino que se recibe en el silencio y la atención radical. Paul Ricoeur, desde su hermenéutica, propone una trascendencia que no niega la finitud humana, sino que la atraviesa: el símbolo religioso “da que pensar” porque remite a una alteridad que no se puede poseer, pero que interpela éticamente al sujeto. Mircea Eliade, por su parte, muestra cómo lo sagrado se manifiesta en lo cotidiano a través de hierofanías, revelaciones que no son racionales ni sistemáticas, pero que permiten reconectar con una dimensión profunda del ser. Frente a estas perspectivas, la ontología inmanentista de Kusch, aunque busca sacralizar el “estar” americano, corre el riesgo de clausurar la apertura al misterio, de confundir la inmanencia simbólica con la inmanencia profana de la modernidad, marcada por el relativismo, el desencanto y el nihilismo. En ese gesto, su filosofía pierde la posibilidad de articular una ética del sentido, una metafísica del don, una espiritualidad del límite.

En cambio, la propuesta que aquí se desarrolla en este libro retoma la filosofía mitocrática no como proyecto restaurador, sino como línea metodológica. El mito, en esta lectura, no se impone como sistema absoluto, sino que se convierte en herramienta interpretativa para comprender un mundo precolombino ya fenecido, pero aún latente en símbolos, prácticas, y memorias. Se trata de leer el mito no como dogma, sino como clave hermenéutica, como lenguaje profundo que permite acceder a una cosmovisión extinguida en su forma original, pero viva en sus huellas. Así, la filosofía mitocrática no se propone aquí como alternativa excluyente al pensamiento occidental, sino como complemento crítico, como vía para enriquecer la comprensión del mundo andino desde sus propios códigos simbólicos. No se trata de revivir el Tawantinsuyo, sino de interpretarlo con fidelidad y respeto, reconociendo que el mito puede ser leído como ley cósmica sin necesidad de absolutizarlo como única verdad. En ese gesto, se abre un espacio para el diálogo entre saberes, para una lectura intercultural que no niega el pasado, pero tampoco lo idealiza: lo piensa, lo traduce, lo revela.

Toda ontología que se encierra en la inmanencia —ya sea en su forma sacral, como en ciertas cosmovisiones ancestrales, o en su versión desacralizada, como en la modernidad ilustrada— incurre en una mutilación de la dimensión trascendente de la realidad. Al absolutizar el mundo como totalidad cerrada, se pierde la apertura ontológica que permite al ser humano orientarse hacia lo que lo excede, lo desborda y lo interpela. Esta clausura no solo empobrece la experiencia metafísica, sino que reduce la existencia a un plano horizontal, donde el sentido se disuelve en la repetición de lo mismo o en la fragmentación de lo inmediato.

La causa más profunda de esta mutilación se encuentra en una lectura ideológica del cristianismo, especialmente aquella promovida por la Ilustración volteriana. En su afán por emanciparse de la teología dogmática, el pensamiento ilustrado no solo desacralizó el mundo, sino que redujo la trascendencia a superstición, y la fe a irracionalidad. Esta operación, aunque comprensible en su contexto histórico, terminó por vaciar el cristianismo de su potencia simbólica y metafísica, convirtiéndolo en una caricatura moralista o en una estructura de poder. Al hacerlo, se cerró la posibilidad de pensar la trascendencia como misterio, como apertura, como fundamento del sentido.

Este vaciamiento trascendente se ha visto reforzado por el modo de vida moderno, marcado por el materialismo, el consumismo, el hedonismo y el nihilismo. En los últimos dos siglos, la cultura occidental ha promovido una existencia centrada en el tener, en el placer inmediato y en la negación del sufrimiento como vía de sentido. Esta forma de vida no solo impide el acceso a lo trascendente, sino que lo ridiculiza, lo banaliza o lo ignora. El resultado es una ontología empobrecida, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser humano: ¿por qué existe algo en lugar de nada?, ¿existe Dios? ¿es Cristo nuestro Redentor? ¿qué sentido tiene el dolor?, ¿qué hay más allá de la muerte?

Frente a esta clausura, se vuelve urgente recuperar una ontología abierta a la trascendencia, no como dogma impuesto, sino como posibilidad simbólica, metafísica y existencial. Esta apertura no niega la inmanencia, sino que la transfigura, la ilumina desde dentro. Solo una ontología que reconozca la dimensión vertical del ser podrá responder a la profundidad de la experiencia humana, y ofrecer un horizonte de sentido que no se agote en lo inmediato. La tarea filosófica, entonces, no es clausurar el misterio, sino aprender a habitarlo.

Resulta sorprendente, desde una perspectiva filosófica seria, constatar el olvido sistemático de una verdad elemental: lo inmanente, por definición, es finito, temporal, contingente. Es decir, está marcado por el devenir, por la mutación constante, por la imposibilidad de fundarse en sí mismo. Y, sin embargo, gran parte del pensamiento contemporáneo —tanto en sus versiones materialistas como en sus espiritualismos inmanentistas— parece ignorar esta evidencia, como si lo que cambia pudiera sostenerse sin lo que permanece, como si el río pudiera fluir sin cauce ni fuente.

Toda realidad que se agota en la inmanencia carece de fundamento último. Lo contingente no puede ser causa de sí mismo; lo temporal no puede explicar su propio origen; lo finito no puede contener la razón de su existencia. Esta intuición, que atraviesa la historia de la metafísica desde Platón hasta Simone Weil, señala que el ser necesita de una dimensión trascendente que lo funde, lo sostenga y lo oriente. No se trata de una afirmación dogmática, sino de una exigencia racional: sin lo trascendente, lo inmanente se disuelve en la pura facticidad, en el sinsentido, en la repetición sin origen ni destino.

El devenir, lejos de ser una afirmación de autonomía, es el signo más claro de dependencia ontológica. Lo que cambia revela que no es absoluto, que no se basta a sí mismo, que necesita de algo que lo trascienda para poder ser. Esta dependencia no es una debilidad, sino una estructura ontológica: el ser finito remite, por su propia naturaleza, a un ser que no cambia, que no depende, que no se agota. Negar esta remisión es negar la posibilidad misma de la filosofía como búsqueda del fundamento, como interrogación radical sobre el ser.

Reconocer que lo inmanente no es causa ni fundamento de sí mismo es un acto de humildad filosófica. Es abrirse a la posibilidad de que el sentido no se construye, sino que se recibe; que la existencia no se explica desde dentro, sino que se ilumina desde fuera. Esta apertura no implica renunciar a la razón, sino llevarla hasta su límite, hasta ese punto donde el pensamiento reconoce que hay algo que lo excede, que lo precede, que lo sostiene. En ese reconocimiento comienza la verdadera metafísica: no como sistema cerrado, sino como asombro ante el misterio del ser.

Por ello mismo, resulta evidente la insuficiencia ontológica del inmanentismo andino. Las ontologías inmanentistas del Abya Yala —como las propuestas por Churata, Kusch, Segales y otros pensadores que buscan fundar una filosofía desde las cosmovisiones indígenas— ofrecen una valiosa crítica al pensamiento occidental moderno. Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente filosófico, estas propuestas son defectuosas, insuficientes y, en última instancia, erróneas. Al absolutizar la inmanencia como horizonte ontológico, niegan o ignoran la necesidad de un fundamento trascendente que dé sentido, origen y destino al ser. Lo comunitario, lo ritual, lo telúrico, aunque profundamente significativos, no pueden por sí solos sostener una ontología completa.

El mito sin trascendencia resulta repetición sin fundamento. En estas filosofías, el mito y la experiencia ancestral son elevados a categoría ontológica, pero sin una apertura hacia lo trascendente, corren el riesgo de volverse repetición sin fundamento. El tiempo cíclico, la sacralidad de la tierra, la comunión con los elementos, aunque ricos simbólicamente, no explican el origen ni el destino último del ser. Lo inmanente, por su propia naturaleza contingente y finita, no puede ser causa de sí mismo. Al no reconocer esta dependencia ontológica, las filosofías del Abya Yala se cierran sobre sí mismas, convirtiendo la diferencia cultural en clausura metafísica.

El error filosófico es confundir lo originario con lo absoluto Churata, Kusch y Segales confunden lo originario con lo absoluto. Lo ancestral, lo comunitario, lo premoderno, son dimensiones valiosas de la experiencia humana, pero no constituyen por sí mismas el fundamento último del ser. La ontología no puede limitarse a lo vivido, a lo ritual, a lo simbólico inmediato; necesita abrirse a lo que trasciende, a lo que no se agota en la experiencia, a lo que funda sin ser fundado. Al no hacerlo, estas propuestas filosóficas incurren en un error de categoría: toman lo relativo como absoluto, lo contingente como necesario, lo temporal como eterno.

La urgencia de una ontología abierta. Por ello, es urgente repensar estas ontologías desde una apertura metafísica que reconozca la trascendencia como condición de posibilidad del ser. No se trata de imponer una metafísica occidental, sino de recuperar la dimensión vertical del pensamiento, aquella que permite al ser humano orientarse hacia lo que lo excede. Solo así se podrá construir una filosofía verdaderamente universal, capaz de integrar la riqueza de lo ancestral sin caer en el esencialismo, y de dialogar con lo moderno sin someterse a su clausura racionalista.

De ahí que se dé la convergencia paradójica entre dos inmanentismos. Aunque el inmanentismo andino —como el que proponen Churata, Kusch y Segales— nace como una crítica al pensamiento moderno occidental, en su rechazo de la trascendencia termina haciendo el juego al mismo inmanentismo nihilista que caracteriza a la modernidad anética. Esta modernidad, despojada de alma, de símbolo y de misterio, ha reducido la realidad a lo empírico, lo útil y lo inmediato. Al absolutizar la tierra, el rito, la comunidad y el mito sin apertura a lo trascendente, el pensamiento andino corre el riesgo de replicar la clausura ontológica moderna, aunque desde coordenadas culturales distintas.

Hay, pues, una clausura compartida: sin fundamento ni sentido último. Ambos inmanentismos —el ancestral y el moderno— comparten una estructura de clausura: niegan la posibilidad de un fundamento último, de una causa necesaria, de una orientación vertical del ser. En el caso moderno, esta negación se expresa en el materialismo, el hedonismo y el nihilismo; en el caso andino, en la sacralización de lo telúrico sin apertura metafísica. Pero el resultado es el mismo: una ontología sin sentido último, sin origen ni destino, donde el devenir se convierte en repetición, y la existencia en pura facticidad.

La ilusión de la diferencia radical es espejismo. El pensamiento andino pretende ofrecer una alternativa radical al pensamiento moderno, pero al renunciar a la trascendencia, termina atrapado en la misma lógica que busca superar. La diferencia cultural no basta para fundar una diferencia ontológica. Sin una apertura al misterio, al símbolo, al fundamento que no se agota en lo visible, toda ontología se vuelve horizontal, cerrada, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser humano. En este sentido, el inmanentismo andino no rompe con la modernidad: la prolonga desde otro lenguaje. Emerge la necesidad de una metafísica del sentido. Frente a esta convergencia, se vuelve urgente recuperar una metafísica del sentido, que reconozca la trascendencia como condición de posibilidad del ser. No se trata de imponer una teología dogmática, sino de abrir el pensamiento a lo que lo excede, lo funda y lo orienta. Solo así se podrá superar tanto el nihilismo moderno como el esencialismo ancestral, y construir una filosofía que no se cierre en lo inmediato, sino que se eleve hacia lo eterno.

2 comentarios:

  1. Zenón Depaz: Me parece, estimado Gustavo, que no has comprendido el inmanentismo de Churata y Kusch. No remiten a una totalidad cerrada sobre sí misma, como pareces haber entendido (tal vez por una lectura platónico cristiana de la totalidad). La totalidad andina no es cerrada. Eso es precisamente lo que la diferencia de la Totalidad occidental. Pacha no es mundo ni cosmos (algo que equivale a orden), es caosmos: una totalidad que contiene una dimensión que excede todo orden y, por lo mismo, no es "totalizable". Por lo mismo, mas bien es Kusch (y Churata... no sé si Segales) quien desarrolla de modo potente lo que dice Ricoeur sobre lo simbólico (al contrario de lo que dices) o lo que dice Weil sobre el sufrimiento (tema con el que más bien el cristianismo tiene graves dificultades, porque si hay un solo creador, entonces ¿quién ha creado, pues, el sufrimiento? Salvo que digamos, como Agustin, que el sufrimiento -el mal- no existe, ...pero decirle eso al que sufre es -digamos- frívolo y desconsiderado con él, ¿verdad?). En la perspectiva andina no hay problema alguno con comprender el sufrimiento: hace parte de la vida (no se concibe un mundo sin sufrimiento ni penas, como el paraíso cristiano... que debe ser aburridísimo), hace parte de los desequilibrios que nunca faltan, pero como la vida es permanente crianza, hay que buscar remediarlo.

    ResponderEliminar
  2. Estimado Zenón,

    Gracias por tu comentario, que plantea con lucidez la diferencia entre la concepción andina de la totalidad y ciertas lecturas occidentales. Sin embargo, me parece necesario precisar que mi perspectiva no parte de una totalidad cerrada, como sugieres. Al contrario, desde la tradición cristiana, la totalidad no se clausura en sí misma ni se reduce a un orden inmanente: está abierta al amor de Dios, que trasciende todo sistema y toda lógica humana. La historia cristiana no es cíclica ni repetitiva, sino lineal y orientada hacia la plenitud escatológica, donde el sufrimiento no es negado ni trivializado, sino redimido.

    La noción de caosmos que propones —una totalidad que excede todo orden y se rehace en el desequilibrio— puede tener fuerza simbólica dentro de la cosmovisión andina, pero desde mi perspectiva cristiana, no puedo asumirla como horizonte ontológico. El cristianismo no concibe el sufrimiento como parte natural del equilibrio vital, sino como una herida en la creación, una consecuencia del pecado, que sin embargo puede ser asumida, transformada y redimida por el amor de Dios. No se trata de negar el sufrimiento ni de explicarlo con fórmulas abstractas, sino de acompañarlo con compasión, como lo hizo Cristo en la cruz.

    Respecto a Agustín, es cierto que su formulación del mal como privación del bien puede parecer insuficiente ante el dolor concreto. Pero también es cierto que el cristianismo, en su núcleo, no evade el sufrimiento: lo enfrenta, lo carga, lo redime. El paraíso cristiano no es un lugar sin historia ni sin sentido, sino la plenitud del amor, donde Dios enjuga toda lágrima. Lejos de ser aburrido, es el cumplimiento de la esperanza, no la repetición de lo mismo.

    Finalmente, valoro profundamente el pensamiento de Churata y Kusch como expresiones filosóficas de una tradición distinta, que merece ser escuchada y comprendida. Pero escuchar no implica asumir. Desde mi fe cristiana, afirmo que la totalidad está abierta porque está habitada por Dios, no por el caos. Y esa diferencia no es menor.

    Gracias por el diálogo, que nos permite pensar desde nuestras convicciones sin renunciar al respeto mutuo.

    Con estima,

    Gustavo

    ResponderEliminar

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.