ONTOLOGÍA INMANENTISTA ANDINA Y ANACRONISMO
La ontología inmanentista
andina, tal como la desarrollan Churata y Kusch, nos conduce hacia un marco
metafísico de tipo dualista, donde el principio es el Caos, y la deidad suprema
—en un contexto henoteísta— actúa como fuerza ordenadora. Se trata de una
estructura mítica que, aunque rica en simbolismo, ha sido superada por la
revelación cristiana y por la filosofía que de ella se deriva. En el
cristianismo, el principio no es el caos, sino el Logos. “En el principio era
el Verbo”, afirma el Evangelio de Juan. El mundo no nace del desequilibrio,
sino de una voluntad amorosa que llama al ser desde la nada. Esta diferencia
ontológica es fundamental: mientras el caosmos andino asume el desorden
como constitutivo, la visión cristiana lo reconoce como ruptura, como herida,
como consecuencia del pecado, y por tanto como algo que puede ser redimido.
En este punto, la cuestión
del sufrimiento se vuelve central. La cosmovisión andina lo incorpora como
parte del ciclo vital, como expresión de los desequilibrios que deben ser
cuidados. El cristianismo, en cambio, no lo naturaliza: lo enfrenta, lo carga,
lo redime. No se trata de negar el sufrimiento ni de explicarlo con fórmulas
abstractas —como podría parecer en ciertas lecturas agustinianas— sino de
asumirlo desde la compasión, como lo hizo Cristo en la cruz. El sufrimiento no
es un dato neutro de la existencia, sino una interpelación ética y espiritual.
Por eso, decirle al que sufre que “el mal no existe” puede ser frívolo. Pero
también lo sería decirle que el sufrimiento es simplemente parte del equilibrio
de la vida. En la tradición cristiana, el sufrimiento tiene sentido porque
puede ser transformado por el amor.
Por último, aunque
reconozco el valor filosófico de Churata y Kusch, y la riqueza simbólica de la
cosmovisión andina, no puedo asumir sus presupuestos ontológicos. Desde la fe
cristiana, la totalidad está abierta no porque contenga el caos, sino porque está
habitada por Dios. Esa apertura no es inmanente, sino trascendente. Y esa
diferencia no es menor: es la que permite pensar el sentido, no como
equilibrio, sino como redención.
La reivindicación
contemporánea de la filosofía mitocrática andina, si bien puede ofrecer
valiosos aportes simbólicos y culturales, corre el riesgo de convertirse en una
operación revisionista cuando se la extrae de su contexto histórico ancestral.
El pensamiento andino, en su forma originaria, está profundamente arraigado en
una cosmovisión que articula mito, rito, territorio y comunidad. Desvincularlo
de ese entramado vital y proyectarlo como alternativa filosófica universal, sin
mediación crítica, puede llevar a distorsiones conceptuales y a una
idealización que poco tiene que ver con su función original.
Este tipo de
reivindicación, cuando se realiza desde una perspectiva anacrónica, tiende a
reconstruir el pensamiento ancestral como si fuera una filosofía sistemática
comparable a las tradiciones metafísicas occidentales. Pero el pensamiento
mitocrático no opera bajo los mismos presupuestos: no busca la verdad como
correspondencia, ni la totalidad como estructura racional, sino que se expresa
en símbolos, narrativas y prácticas que responden a una lógica distinta.
Pretender que este pensamiento pueda sustituir o superar la filosofía cristiana
o grecolatina sin reconocer sus límites históricos y ontológicos es caer en una
forma de romanticismo intelectual que confunde lo simbólico con lo sistemático.
Además, esta reivindicación
puede derivar en una forma de esencialismo cultural que, en lugar de abrir el
diálogo entre tradiciones, lo clausura. Al presentar la cosmovisión andina como
una alternativa superior o más auténtica frente a la tradición occidental, se
corre el riesgo de instrumentalizar el pensamiento ancestral para fines
ideológicos contemporáneos. En lugar de comprenderlo en su riqueza contextual,
se lo convierte en bandera de resistencia o en modelo de pensamiento puro,
ignorando las transformaciones que ha sufrido y los desafíos que enfrenta en el
mundo moderno.
Por eso, es necesario
abordar la filosofía mitocrática andina con respeto, pero también con rigor.
Reconocer su valor simbólico, su profundidad ética y su vínculo con la tierra y
la comunidad, sin convertirla en un sistema filosófico que compita con otros
desde parámetros que no le son propios. La tarea no es reemplazar una tradición
por otra, sino comprender cada una en su contexto, y desde allí abrir espacios
de diálogo que enriquezcan nuestra comprensión del mundo sin caer en
revisionismos ni anacronismos.
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