martes, 16 de septiembre de 2025

PEDAGOGÍA DEL AMOR Educar desde el corazón de Cristo

 

Gustavo Flores Quelopana

 

 

PEDAGOGÍA DEL AMOR

Educar desde el corazón de Cristo

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  PEDAGOGÍA DEL AMOR. Educar desde el corazón de Cristo.

 

Primera edición en castellano: Lima, setiembre, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en setiembre de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-

PEDAGOGÍA DEL AMOR

Educar desde el corazón de Cristo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

 

T

odo comenzó un domingo. No fue en una biblioteca ni en una sala de conferencias, sino en una iglesia, durante la homilía. El sacerdote, con voz firme y serena, dijo: “Jesucristo es el fundador de la pedagogía del amor”. Esa frase me atravesó. No era una simple afirmación teológica, era una provocación existencial. Sentí que algo se abría dentro de mí: una necesidad de pensar, de escribir, de comprender qué significa educar desde el amor, y cómo esa pedagogía puede transformar no solo al individuo, sino a la sociedad entera.

Desde ese momento, comencé a rastrear las huellas de esa pedagogía en la historia del pensamiento cristiano, en la filosofía latinoamericana, y en mi propia obra, donde he buscado articular una propuesta educativa profundamente humanista, cristológica y encarnada. Mi visión no fragmenta al ser humano: lo abraza en su totalidad —cuerpo, mente y espíritu— y propone una educación que forma para la dignidad, la comunión y la trascendencia.

En este recorrido, dialogué con pensadores como San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Gabriel Marcel, San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena, Pascal, Maritain, Ikeda, Samuel Ramos, Comblin, Metz, Girardi y Dussel. No como ejercicio erudito, sino como búsqueda viva de una pedagogía que responda a los desafíos de nuestro tiempo.

También incluí la tesis de José Chocce Peña sobre el modelo pedagógico humanista de Gustavo Flores Quelopana, así como el ensayo que él escribió sobre mi pensamiento, porque considero que su lectura crítica y comprometida aporta una mirada valiosa al diálogo entre educación, filosofía y espiritualidad en el Perú.

Y no puedo dejar de mencionar que, en la ciudad de Trujillo, la profesora y amiga Rocío Katherine Rodríguez Zavaleta ha sido una dinámica impulsora de la pedagogía del amor. Su compromiso con una educación centrada en la ternura, la dignidad y la espiritualidad dejó sembrada en mí la inquietud de hacer una contribución teórica a ese proyecto que no solo educa, sino que humaniza y transforma.

A ello se suma la inspiración que recibí del joven filósofo trujillano Juan Carlos Asmat Zavaleta, quien hace unos años publicó su libro El aporte de Jesucristo a la educación. Su obra, valiente y luminosa, reafirmó en mí la certeza de que el mensaje pedagógico de Cristo sigue siendo actual, urgente y revolucionario. Todo ello —la homilía, el testimonio de Rocío, el libro de Juan Carlos, la tesis de José— confluyó como el verdadero disparador de este libro que hoy presento con humildad y convicción.

Esta obra es mi testimonio, mi reflexión y mi compromiso. La escribo con la certeza de que educar para amar es formar para la plenitud del ser, y que esa plenitud solo se alcanza cuando reconocemos en el otro —y en nosotros mismos— la presencia viva de Dios que educa, que transforma y que salva.

Si tuviera que expresar con una sola frase el contenido esencial de esta obra, diría sin dudar que la pedagogía del amor es educar desde el corazón de Cristo. Porque fue Él quien, con sus actos y su palabra, dio un giro fundamental en la historia: no desde el poder, sino desde la caridad. Su vida fue enseñanza encarnada, su ternura fue método, y su cruz, la más alta cátedra del amor. Educar desde el corazón de Cristo implica formar desde la compasión, la justicia, la entrega y la esperanza. Esta obra busca ser una humilde contribución a ese proyecto: el de una educación que no solo instruye, sino que transforma, libera y salva.

Esta obra se articula en torno a una convicción profunda: la pedagogía del amor no es una propuesta abstracta ni una consigna piadosa, sino una arquitectura espiritual, filosófica y política que interpela el modelo educativo contemporáneo desde sus raíces. A lo largo de los capítulos, he desarrollado una visión que parte del corazón de Cristo como fuente de sentido, pero que se despliega en diálogo con la historia, la cultura latinoamericana, la crítica al nihilismo académico, y la urgencia de una educación que forme sujetos capaces de resistir, amar y trascender. Aquí se plantea que educar es encarnar la caridad como método, que la ternura es fuerza revolucionaria, y que el aula puede ser espacio de redención. Esta obra no busca agradar al sistema, sino desafiarlo desde la esperanza.

Además, soy plenamente consciente de que la propuesta que aquí desarrollo es contracultural. Se opone frontalmente a la corriente hedonista, nihilista y anética que caracteriza a la decadente posmodernidad occidental, donde la educación ha sido reducida a técnica, consumo y rendimiento. Frente a ese vacío, esta obra reivindica una pedagogía que nace del corazón de Cristo, que forma desde la caridad, y que se atreve a hablar de trascendencia, de sentido, de comunión. No pretendo agradar al sistema, sino desafiarlo desde la ternura, desde la dignidad, desde la fe encarnada. Porque educar no es domesticar: es liberar. Y el amor, cuando se convierte en método, es la fuerza más subversiva que puede habitar una escuela.

PEDAGOGÍA CRISTIANA DEL AMOR

Respuesta a la modernidad nihilista posmoderna

 

 

V

ivimos una época anética. Una era donde la ética ha sido desplazada por la conveniencia, donde el bien ha sido relativizado, y donde el alma humana ha sido despojada de su brújula moral. La modernidad tardía y la posmodernidad líquida han producido una cultura que corre sin dirección, que habla de libertad sin verdad, y que educa sin amor. En este escenario, el ser humano se ha convertido en un dato, en una función, en un perfil. Ya no se le contempla como misterio, sino como recurso. Ya no se le forma para la eternidad, sino para el mercado.

La educación, que debería ser el espacio donde florece la dignidad, ha sido colonizada por el pragmatismo. Se enseña a competir, no a compartir. Se forma para producir, no para servir. El aula, que alguna vez fue santuario de vocaciones, se ha transformado en un laboratorio de rendimiento. Y el maestro, que antes era testigo del sentido, ha sido reducido a gestor de indicadores.

Pero en medio de esta noche cultural, hay una luz que no se ha apagado. Una llama que arde desde hace más de dos mil años, encendida por un Maestro que no enseñó desde la superioridad, sino desde la entrega. Jesucristo, el pedagogo divino, no fundó escuelas, pero transformó corazones. No diseñó currículos, pero reveló vocaciones. Su método fue el amor, y su aula fue el mundo. Frente al nihilismo que niega el sentido, Él ofreció plenitud. Frente al relativismo que diluye la verdad, Él encarnó la Verdad. Frente a la fragmentación del sujeto, Él ofreció reconciliación.

La pedagogía cristiana del amor no es una alternativa más: es una respuesta revelada, encarnada, redentora. Es educar desde la caridad, desde la ternura, desde la cruz. Es mirar al otro no como problema, sino como promesa. Es formar no para el éxito, sino para la santidad. Es enseñar que la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino descubrir para qué fue creado.

Este libro nace como un grito de esperanza. Como una defensa apasionada de la pedagogía del amor en tiempos de desamor. Cada capítulo será un encuentro con pensadores cristianos que han comprendido que educar no es transmitir información, sino encender vocaciones. Que el amor no es una emoción pasajera, sino una fuerza redentora. Que el aula no es un espacio neutro, sino un lugar donde puede revelarse el Reino.

Porque en esta época anética, recordar que fuimos amados primero (1 Juan 4:19) no es solo un consuelo: es el principio de toda renovación. Donde falta el amor, todo se derrumba. Pero donde reina el amor de Cristo, todo florece.

 

Parentesco entre la propuesta pagana y la moderna

Aunque separadas por siglos, las visiones pagana y moderna del amor comparten una raíz común: ambas se centran en el deseo humano, la autonomía afectiva y la inmanencia del amor, sin referencia trascendente.

 

Similitudes clave

Aspecto

Propuesta Pagana

Propuesta Moderna

Origen del amor

Fuerza natural o divina caprichosa

Emoción humana, vínculo psicológico

Finalidad

Placer, belleza, destino

Bienestar, conexión, realización personal

Ética

Variable, mitológica

Relacional, basada en el consentimiento

Relación con lo divino

Amor entre dioses y humanos

A menudo secular o psicológica

 

Ambas visiones tienden a divinizar lo humano o humanizar lo divino, diluyendo la distinción entre criatura y Creador. En la modernidad ha insurgido el hombre prometeico nihilista. Y así el amor se vuelve mutable, relativo y dependiente del contexto cultural, sin una guía ética objetiva ni una vocación trascendente.

 

La propuesta cristiana: superioridad revelada

La visión cristiana del amor no nace de la especulación humana, sino de una revelación divina. Su fundamento no es una idea, sino una persona histórica: Jesucristo, Dios encarnado, que vivió, enseñó y ofreció el amor como camino de plenitud. Toda la potencia de la propuesta pedagógica cristiana viene de lo más profundo no sólo del hombre sino del cosmos: el logos amoroso del Creador.

Fundamentos esenciales

Hallo básicamente cinco fundamentos esenciales de la propuesta cristiana, los cuales son claramente distinguibles de los demás porque tienen como eje fundamental el mor de Cristo.

 

1. Revelación divina encarnada

“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14)

Cristo no solo habló del amor: lo vivió, lo encarnó y lo ofreció. El amor cristiano es ágape: amor incondicional, sacrificial y universal. Esta pedagogía no es una construcción humana, sino una manifestación divina, con autoridad y profundidad únicas.

 

2. Amor como entrega total

“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13)

Cristo muere por sus enemigos, perdona a los que lo crucifican y se ofrece como redentor. El amor cristiano es donación radical, no busca placer ni reciprocidad, sino redención y comunión.

 

3. Distinción entre Dios y el mundo

A diferencia del paganismo y muchas corrientes modernas, el cristianismo afirma que Dios es distinto del mundo, pero se acerca por amor. Esta distinción permite una relación auténtica, no una fusión confusa.

 

4. Fundamento ético y comunitario

El amor cristiano no es solo emoción: es mandamiento, virtud, camino de vida. Se vive en comunidad, en servicio, en justicia. Es capaz de transformar sociedades, sanar heridas y unir lo diverso.

 

5. Trascendencia y esperanza

El amor cristiano no termina en la muerte ni se agota en lo humano. Tiene una dimensión eterna, porque está unido a Dios. Es fuente de esperanza, consuelo y sentido.

 

Ante lo cual es pertinente proceder a hacer una comparación de las propuestas pedagógicas para captar sus orientaciones esenciales disímiles y preformadas por civilizaciones que han representado una concepción del mundo distinta, dirigidas a objetivos diferentes y animadas cada un por un espíritu epocal o que viene de la razón natural, de la razón sobrenatural o de la razón científica.

Comparación de propuestas

Propuesta

Aportes clave

Limitaciones clave

Pagana

Celebración del deseo y la belleza

Falta de ética universal, idealización

Cristiana

Amor como ética, redención y revelación

Idealismo exigente, tensión con el deseo

Moderna

Libertad, diversidad, salud emocional

Fugacidad, individualismo, pérdida de lo espiritual

 

La pedagogía cristiana del amor como respuesta cultural

Frente a la curva de decadencia cultural y moral, la pedagogía cristiana del amor ofrece una renovación antropológica y cultural:

  • Restauración del sentido: El ser humano no es un accidente ni un consumidor: es imagen de Dios, llamado a amar y ser amado.
  • Educación integral: El amor cristiano forma personas capaces de donarse, perdonar, servir y construir comunión.
  • Transformación social: Propone una ética del cuidado, la justicia, la dignidad y la verdad, capaz de sanar las heridas del mundo moderno.

Autores como David Luque han desarrollado esta visión en textos como Dios-Amor y Filosofía de la Educación, donde se propone una renovación del pensamiento pedagógico desde una olvidada filosofía cristiana del amor.

 

Conclusión

En medio del colapso silencioso de una cultura que ha extraviado su alma, la pedagogía cristiana del amor se alza como un acto de resistencia espiritual. No es una propuesta entre muchas, ni una nostalgia piadosa: es una revolución del corazón. En una época que ha despojado al ser humano de su raíz, su horizonte y su centro, esta pedagogía no se limita a enseñar: resucita. No transmite datos: despierta vocaciones. No forma para el sistema: forma para el Reino.

Cristo, Verbo encarnado, no vino a teorizar el amor, sino a encarnarlo hasta la última gota. Su pedagogía no se escribe en manuales, sino en heridas abiertas, en abrazos redentores, en silencios que restauran. Él no educó desde el poder, sino desde la cruz. Y desde allí, reveló que el amor no es una emoción ni una técnica, sino la estructura misma del sentido.

Frente a la modernidad nihilista que ha convertido al hombre en espectro de sí mismo, y a la posmodernidad líquida que lo disuelve en la inmediatez, el amor cristiano propone una antropología de fuego: el ser humano como imagen de Dios, llamado a la comunión, a la entrega, a la eternidad. Esta pedagogía no teme al dolor, porque sabe que en la cruz se aprende a amar. No huye del fracaso, porque cree en la gracia. No busca resultados, porque anhela transformaciones irreversibles. Frente al relativismo ético, ofrece verdad encarnada. Frente al vacío existencial, ofrece sentido eterno. Y todo esto no por mérito humano, sino porque “nosotros amamos porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19). Esa es la raíz, el motor y el destino de toda educación verdaderamente humana.

Recordar que fuimos amados primero no es una frase devocional: es una llamada a reconstruir la civilización desde su núcleo espiritual. Porque el amor de Cristo no solo redime al individuo: reordena el cosmos, reconcilia lo fragmentado, fecunda lo estéril. Y en un mundo que ha olvidado cómo amar, esta pedagogía no solo responde: profetiza.

Por eso, educar desde el corazón de Cristo no es una opción pedagógica: es una urgencia profética. Es volver a mirar al otro como misterio, al aula como santuario, y al acto educativo como liturgia de sentido. Porque donde el amor se hace carne, la historia cambia. Y donde el amor educa, el alma despierta.

 

Bibliografía

Biblia de Jerusalén, Evangelio según San Juan, Bilbao, Desclée De Brouwer, 2009

Catecismo de la Iglesia Católica, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice vaticana, 1992

Luque, David, Dios-Amor y filosofía de la educación: diálogo abierto con algunas discusiones pedagógicas actuales desde una olvidada filosofía cristiana del amor, Edetania: estudios y propuestas socio-educativas, Nº 59, Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, España, 2021, pp. 127–146, disponible en: ResearchGate

Ratzinger, Joseph, Fe, verdad y tolerancia, Madrid, Ediciones Sígueme, 2005

San Juan Pablo II, Encíclica Fides et Ratio, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice vaticana, 1998

Segundo, Juan Luis, El cristianismo de la liberación, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1980

Von Balthasar, Hans Urs, El corazón del mundo, Madrid, Ediciones Encuentro, 2003

 

 

LA CARIDAD

Esencia de la pedagogía del amor

 

 

 

E

n el corazón de toda auténtica educación late una fuerza que no puede ser reducida a técnica, método o estrategia: el amor. Pero no cualquier amor, sino aquel que se expresa como caridad, es decir, como donación libre, como entrega generosa, como acto que reconoce en el otro una dignidad inviolable. La pedagogía del amor, cuando se comprende en su plenitud, no es una propuesta emocional ni una moda educativa, sino una vocación trascendente que encuentra en la caridad su esencia más profunda. Y esta caridad, en su forma más pura, tiene un nombre: Cristo.

Cristo no solo enseñó el amor, sino que lo vivió como método pedagógico. Su forma de educar no fue la del adoctrinamiento ni la del control, sino la del encuentro, la ternura, la compasión. Las parábolas del Evangelio —la oveja perdida, la moneda hallada, el hijo pródigo— son verdaderos tratados pedagógicos donde el amor se manifiesta como búsqueda, como restauración, como fiesta.

En la parábola de la oveja perdida, el pastor deja las noventa y nueve para buscar la que se extravió. No la reprende, no la castiga, sino que la carga sobre sus hombros y se alegra profundamente. Esta imagen revela una pedagogía que no se basa en la eficiencia, sino en la misericordia activa, en la atención personalizada, en el amor que no se conforma con lo que queda, sino que se moviliza por lo que falta.

En la parábola de la moneda perdida, una mujer enciende una lámpara, barre la casa y busca con diligencia hasta encontrarla. Al hallarla, llama a sus amigas para celebrar. Aquí se muestra el valor único de cada persona: aunque parezca pequeña o insignificante, cada alma es preciosa y digna de ser buscada con esmero. La pedagogía del amor no clasifica ni descarta: reconoce, busca y celebra.

En la parábola del hijo pródigo, el padre no espera explicaciones ni exige condiciones. Corre al encuentro del hijo, lo abraza, lo reviste de dignidad y organiza una fiesta. Esta es la cúspide de la pedagogía del amor: el perdón que restaura, la caridad que no humilla, la reconciliación que transforma. El padre no educa desde el resentimiento, sino desde la ternura redentora.

Sin embargo, la civilización occidental moderna, en su afán por secularizar todo, ha querido apropiarse de la pedagogía del amor despojándola de su raíz cristiana. Se habla de educación afectiva, de empatía, de vínculos emocionales, pero se omite —a veces deliberadamente— el nombre de Cristo, como si el amor pudiera ser explicado sin su fuente. Esta operación no solo es inconsecuente, sino también mutilador y antihistórica. Porque fue Cristo quien inauguró una pedagogía donde el amor no es una técnica, sino una presencia redentora.

Los enfoques contemporáneos —historicistas, psicologistas, relativistas y nihilistas— han contribuido a empobrecer esta visión. El historicismo reduce el amor a una construcción cultural, negando su carácter eterno. El psicologismo lo convierte en una emoción gestionable, olvidando su dimensión ontológica. El relativismo lo vacía de contenido, permitiendo que cualquier cosa se llame amor. Y el nihilismo, en su negación del sentido, lo convierte en un gesto absurdo. Todos estos enfoques, al intentar explicar la pedagogía del amor sin Cristo, terminan por desarraigarla de su fundamento metafísico, que es la caridad como reflejo del amor divino.

Incluso cuando se habla de “pedagogía del sentido”, si se omite el amor como su esencia, se corre el riesgo de convertir la educación en una búsqueda vacía. El sentido sin amor es discurso; el amor sin sentido es sentimentalismo. Pero cuando el amor es el sentido mismo de lo pedagógico, entonces educar se convierte en un acto de revelación, donde el educador no transmite información, sino que acompaña al otro en el descubrimiento de su vocación trascendente.

Un aporte contemporáneo significativo a esta visión lo ofrece el filósofo trujillano Juan Carlos Asmat Zavaleta, considerado precursor de la pedagogía del amor en el ámbito latinoamericano. En su obra El aporte de Jesucristo a la educación, Asmat afirma que la esencia educativa de Jesucristo es “amar al prójimo”, y que el fin último de toda educación cristiana es espiritual, expresado en la frase: “Nacer de nuevo para ver el Reino de Dios”. Para él, la fe está por encima del intelecto y la razón, lo que sitúa la experiencia educativa en una dimensión trascendente. Este enfoque tiene un mérito indiscutible: rescata el fundamento teológico del acto educativo y lo vincula directamente con la misión redentora de Cristo. Sin embargo, también presenta una limitación si se absolutiza la primacía de la fe sin integrar armónicamente la razón, la experiencia y el diálogo con el mundo contemporáneo. La pedagogía del amor, en su plenitud, no excluye la razón, sino que la transfigura desde la caridad, permitiendo una educación que sea al mismo tiempo inteligente, espiritual y encarnada.

Y como no hay amor sin perdón ni caridad, la cúspide de esta pedagogía es la reconciliación. No una reconciliación superficial, sino aquella que se da en la verdad, en el bien y en el perdón. Educar desde la caridad implica reconocer que el otro puede fallar, puede herir, puede extraviarse. Pero también implica creer que puede renacer, que puede ser restaurado, que puede volver a casa. La reconciliación es el acto pedagógico más sublime, porque allí el amor se hace justicia, se hace paz, se hace comunión.

En este sentido, la pedagogía del amor no es una propuesta metodológica, sino una antropología cristiana. Es educar desde la certeza de que cada persona es imagen de Dios, que su vida tiene un sentido eterno, y que el amor —vivido como caridad— es el único camino para formar seres humanos libres, responsables y santos. Es una pedagogía que no teme al sufrimiento, porque sabe que en la cruz está la lección más profunda. Es una pedagogía que no se rinde ante el fracaso, porque cree en la gracia. Es una pedagogía que no busca resultados, sino transformaciones.

Por eso, recuperar la caridad como esencia de la pedagogía del amor no es un gesto nostálgico, sino una urgencia cultural y espiritual. En un mundo que educa para competir, para consumir, para dominar, necesitamos volver a educar para amar, servir y reconciliar. Y eso solo será posible si volvemos a mirar al Maestro, al Cristo pedagogo, que nos enseñó que el amor no se explica: se vive, se entrega, se encarna.

Así, la caridad no es solo el alma de la pedagogía del amor. Es su forma, su contenido y su destino. Porque educar, en su sentido más alto, es ayudar al otro a descubrir que ha sido amado desde siempre, y que está llamado a amar para siempre.

 

Bibliografía

Asmat Zavaleta, Juan Carlos, El aporte de Jesucristo a la educación, Trujillo, Almandino Editores, 2020

Biblia de Jerusalén, Evangelio según San Lucas, Bilbao, Desclée De Brouwer, 2009

Burga Guevara, José Luis; Quiroz López, Eriko, La pedagogía del amor como fundamento de la educación cristiana, Tesis de licenciatura, Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo. Chiclayo, Perú, 2023.

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Flores Quelopana, Gustavo, “La necesidad de trascendencia: clave de la calidad educativa”, Revista UNIFE Educación, Facultad de Ciencias de la Educación, diciembre 2010, pp. 157–167

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Maritain, Jacques, Educación y el hombre moderno, Madrid, Rialp, 2001

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Milani, Lorenzo, Experiencias pastorales, Madrid, Fondo de Cultura Popular, 1975

Rodríguez Zavaleta, Rocío Katherine, Nací para ser docente, Trujillo, Almandino Editores, 2024

Stein, Edith, La estructura de la persona humana, Madrid, Ediciones Palabra, 2002

Torres Parra, Gianmarco, Pedagogía del sentido. Lima, Iipcial, 2025.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SAN PABLO Y EL AMOR RADICAL

 

 

V

ivimos en una era donde el alma humana ha sido desfigurada por sistemas que prometen libertad, pero cultivan esclavitud emocional; que exaltan el deseo, pero desprecian la entrega; que celebran la razón, pero olvidan la compasión. La posmodernidad anética —sin ética, sin caridad, sin trascendencia— ha convertido el amor en un producto, la vida en una competencia, y al otro en un obstáculo. En este paisaje cultural, el ser humano ya no se forma para la comunión, sino para el rendimiento. Ya no se educa para la entrega, sino para el éxito. Ya no se ama para redimir, sino para consumir.

La racionalidad moderna, que alguna vez prometió emancipación, ha mostrado su rostro más oscuro en los horrores del siglo XX. El Holocausto no fue solo una tragedia histórica: fue el fracaso absoluto de la razón sin ética y del amor sin caridad. Fue la prueba de que el pensamiento sin misericordia puede convertirse en maquinaria de exterminio. Y hoy, bajo nuevas formas, ese mismo vacío amenaza con repetirse: en la indiferencia institucional, en el narcisismo afectivo, en la lógica mercadólatra que regula incluso los vínculos más íntimos.

El neoliberalismo, con su darwinismo social encubierto, ha impuesto una pedagogía del yo: el individuo como empresa, el vínculo como transacción, el amor como inversión emocional. La comunidad se fragmenta, la empatía se debilita, y la caridad desaparece. En este contexto, hablar de amor parece ingenuo. Pero es precisamente aquí donde el amor radical de San Pablo se alza como resistencia profética.

Pablo no propone un amor cómodo ni decorativo. Propone un amor que exige, que purifica, que salva. Un amor que no se adapta al mercado ni a la emoción del momento, sino que permanece fiel en la noche del sufrimiento. Un amor que no se limita a respetar al otro, sino que lo abraza como imagen de Dios, incluso cuando ese otro es enemigo, extraño o herido.

La pedagogía del amor radical no es una utopía piadosa: es una revolución antropológica. Es el único camino capaz de restaurar la dignidad, reconstruir la comunidad y redimir la historia. Porque donde el pensamiento se ha vuelto cálculo y el amor se ha vuelto deseo, amar con caridad es el acto más revolucionario. Y donde reina el amor de Cristo, todo florece, todo se eleva, todo se vuelve fecundo.

Este texto es una invitación a mirar de frente el abismo moral y cultural de nuestro tiempo, y a responder con la única fuerza capaz de transformarlo: el amor que no busca lo suyo, que todo lo soporta, que nunca deja de ser.

 

La conversión: del perseguidor al apóstol del amor

Antes de ser Pablo, fue Saulo: un fariseo celoso, formado en la ley mosaica, convencido de que los cristianos eran una amenaza para la pureza del judaísmo. Su participación en la persecución de los seguidores de Jesús culmina en el episodio dramático del camino a Damasco. Allí, una luz lo derriba, y una voz —la de Cristo— lo interpela: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4).

Este momento no es solo una experiencia mística, sino una ruptura epistemológica. Saulo no solo cambia de nombre: cambia de visión, de misión, de corazón. El perseguidor se convierte en discípulo, y el legalista en profeta del amor. Desde entonces, Pablo no predicará una doctrina, sino una persona: Cristo crucificado, expresión máxima del amor radical.

 

El amor ágape: núcleo de la pedagogía paulina

En su primera carta a los Corintios, capítulo 13, Pablo ofrece una definición del amor que trasciende cualquier marco filosófico anterior. No se trata del eros griego, centrado en el deseo y la atracción, ni del philia, amor entre amigos, ni siquiera del storgē, amor familiar. Pablo habla del ágape: un amor que se entrega, que no busca lo suyo, que perdona, que permanece.

“El amor es paciente, es bondadoso. No es envidioso ni jactancioso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se irrita ni guarda rencor.” — 1 Corintios 13:4-5

Este amor no es una emoción, sino una decisión. No se basa en la reciprocidad, sino en la fidelidad. Es el amor que Cristo mostró en la cruz, y que Pablo propone como modelo educativo para formar comunidades cristianas maduras. Pablo no niega de ningún modo el valor del eros, cosa que será subrayada -como veremos más adelante- por Benedicto XVI, pero lo purifica. En sus cartas, especialmente en Efesios 5, propone que incluso el amor conyugal debe reflejar el amor de Cristo por la Iglesia: un amor que se dona, que se sacrifica, que redime. El amor conyugal donde el eros juega un rol importante no será presidido por la lujuria, sino por el respeto y la continencia de las bajas pasiones. Es decir, se promueve vivir el amor erótico conyugal con pureza, sinceridad, comprensión y amor de Dios.

Cuadro comparativo: amor antiguo vs. amor cristiano

Aspecto

Amor grecorromano (eros)

Amor cristiano (ágape)

Origen

Deseo humano, atracción estética

Don divino, revelado en Cristo

Finalidad

Unión con lo bello, satisfacción personal

Entrega total, servicio al otro

Naturaleza

Condicional, posesivo, selectivo

Incondicional, generoso, universal

Duración

Efímero, dependiente de la emoción

Permanente, fiel incluso en el sufrimiento

Modelo

Afrodita, Eros

Cristo crucificado

 

 

El amor moderno: pragmatismo y banalización

En contraste con la visión paulina, el amor en la modernidad ha sido reducido a una experiencia emocional, utilitaria y fugaz. Influenciado por el mercado, la tecnología y el individualismo, el amor se ha convertido en un producto de consumo afectivo. Se ama mientras el otro “sirve”, mientras “me hace feliz”, mientras “me conviene”. Este amor pragmático:

  • Se mide por resultados: ¿me satisface?, ¿me da paz?, ¿me hace sentir bien?
  • Se basa en la reciprocidad inmediata: si no hay retorno, se abandona.
  • Se confunde con deseo: el amor se erotiza, se comercializa, se trivializa.
  • Se vuelve desechable: relaciones líquidas, vínculos frágiles, promesas vacías.

Frente a esta banalización, el mensaje de Pablo resuena como un grito contracultural: “El amor nunca deja de ser” (1 Corintios 13:8). No es el amor que cambia con las estaciones, sino el que permanece incluso cuando todo lo demás se derrumba.

 

Amar al enemigo: el vértice del amor radical

Uno de los aspectos más desafiantes de la pedagogía paulina del amor es su insistencia en amar al enemigo. En Romanos 12:20-21, Pablo escribe:

“Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber... No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien.”

Este amor no es ingenuo ni débil. Es el amor que rompe el ciclo de la violencia, que desarma el odio, que construye paz. Es el amor que educa en la misericordia, en la compasión, en la reconciliación. En un mundo polarizado, este amor es más urgente que nunca.

 

Cuadro pedagógico: elementos del amor radical según Pablo

Elemento pedagógico

Descripción

Aplicación práctica

Paciencia

Esperar sin desesperar, tolerar sin resentimiento

Educación en la empatía y la escucha

Bondad

Actuar con benevolencia, buscar el bien del otro

Servicio comunitario, solidaridad

Perdón

Liberar del rencor, restaurar vínculos

Resolución de conflictos, justicia restaurativa

Fidelidad

Permanecer incluso en la dificultad

Compromiso en relaciones, vocación duradera

Universalidad

Amar sin fronteras ni favoritismos

Inclusión, respeto a la diversidad

 

El amor como virtud suprema: superior a la fe y a la esperanza

Uno de los momentos más reveladores de la teología paulina se encuentra al final del capítulo 13 de la primera carta a los Corintios. Allí, Pablo no solo describe las cualidades del amor, sino que establece una jerarquía espiritual en la que el amor ocupa el lugar más alto:

“Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.” — 1 Corintios 13:13

Este versículo condensa una revolución teológica. En el contexto judío, la fe era el vínculo con Dios, la confianza en sus promesas. La esperanza, por su parte, era la certeza escatológica de la redención futura. Ambas virtudes eran fundamentales. Pero Pablo las subordina al amor, porque el amor no solo conecta al creyente con Dios, sino que lo transforma en imagen viva de Cristo.

La fe puede mover montañas, pero sin amor, es ruido vacío. La esperanza puede sostener en la adversidad, pero sin amor, se convierte en espera estéril. El amor, en cambio, es eterno, porque es la esencia misma de Dios:

“El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.” — 1 Juan 4:8

Pablo no niega la importancia de la fe ni de la esperanza. Las reconoce como virtudes esenciales del camino cristiano. Pero afirma que el amor es la plenitud, el cumplimiento, el fin último. En la pedagogía paulina, educar en el amor no es solo formar buenos creyentes, sino formar personas capaces de vivir en comunión con Dios y con los demás.

Este amor no es abstracto ni idealista. Es concreto, exigente, encarnado. Es el amor que se manifiesta en el servicio, en el perdón, en la entrega. Es el amor que permanece cuando la fe se pone a prueba y cuando la esperanza parece lejana. Por eso, Pablo lo presenta como el camino más excelente (1 Cor 12:31), el criterio definitivo de madurez espiritual.

 

Derechos Humanos: Inspiración en el amor paulino, sin llegar a superarlo

La pedagogía del amor radical propuesta por San Pablo ha dejado una huella profunda en la historia del pensamiento ético y jurídico occidental. Aunque los Derechos Humanos como formulación moderna emergen en el siglo XVIII con la Ilustración y se consolidan en el siglo XX tras las atrocidades de las guerras mundiales, sus raíces más profundas se encuentran en la visión cristiana de la dignidad humana, especialmente en la teología paulina.

Pablo proclama que todos son uno en Cristo (Gálatas 3:28), sin distinción de raza, género o condición social. Esta afirmación revolucionaria anticipa el principio de igualdad universal que sustenta los Derechos Humanos. Además, su insistencia en el amor como vínculo perfecto (Colosenses 3:14) inspira la idea de que la justicia debe estar guiada por la compasión, no solo por la ley.

“La idea de que todos los seres humanos son creados a imagen de Dios implica que cada persona tiene un valor intrínseco y una dignidad que debe ser reconocida y respetada.”

Sin embargo, aunque los Derechos Humanos se nutren de esta visión cristiana, no la alcanzan en plenitud. Los Derechos Humanos establecen mínimos éticos universales: derecho a la vida, a la libertad, a la no discriminación. Pero el amor paulino va más allá: no se limita a respetar al otro, sino que lo abraza, lo sirve, lo perdona, incluso si es enemigo.

Aspecto

Derechos Humanos

Amor paulino (ágape)

Fundamento

Dignidad humana universal

Imagen de Dios en cada persona

Relación con el otro

Respeto, no agresión, igualdad

Entrega, compasión, perdón

Alcance ético

Normas mínimas para la convivencia

Llamado a la santidad y al sacrificio

Aplicación

Jurídica, institucional, política

Espiritual, comunitaria, personal

Límites

No exige amar al enemigo

Exige amar incluso al enemigo

 

Los Derechos Humanos son un reflejo parcial del amor cristiano: toman su luz, pero no su fuego. Son necesarios, urgentes, irrenunciables. Pero el amor paulino no se conforma con garantizar derechos: busca transformar corazones. Donde los Derechos Humanos dicen “no hagas daño”, Pablo dice “haz el bien, incluso al que te odia”.

Por eso, en la pedagogía del amor radical, los Derechos Humanos son punto de partida, no de llegada. Son el umbral ético que permite construir sociedades justas, pero el amor paulino es el camino más excelente que lleva a la comunión, a la reconciliación, a la plenitud.

 

El Holocausto: fracaso de la racionalidad moderna y del amor sin caridad

El Holocausto, perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial, no fue solo una tragedia histórica de proporciones inimaginables. Fue también una ruptura moral, una crisis de civilización, y un fracaso radical de la racionalidad moderna. Más de seis millones de judíos fueron exterminados en campos de concentración como Auschwitz, mediante un sistema meticulosamente diseñado por una maquinaria burocrática, científica y tecnológica que operaba con eficiencia, pero sin compasión.

Filósofos como Theodor Adorno, Jean-François Lyotard y Zygmunt Bauman han reflexionado sobre este acontecimiento como el momento en que la razón instrumental —la que calcula, organiza y ejecuta sin preguntarse por el bien— mostró su rostro más perverso2. Adorno llegó a decir que “después de Auschwitz no es ya posible el pensamiento”, señalando que el horror no solo fue impensable por su crueldad, sino por la complicidad de la cultura racionalista occidental que lo permitió.

Bauman, por su parte, sostiene que el Holocausto fue una prueba de la modernidad, no su negación. Fue posible gracias a la división funcional del trabajo, la deshumanización burocrática, la obediencia ciega y la supresión social de la responsabilidad moral. La racionalidad moderna, sin ética ni caridad, se convirtió en instrumento de exterminio.

Pero no solo fracasó la razón. También fracasó el amor moderno, entendido como afecto selectivo, como vínculo condicionado por la utilidad o la cercanía. El amor sin caridad —sin entrega, sin misericordia, sin ágape— fue incapaz de detener la indiferencia, el odio y la exclusión. La ausencia de un amor que vea en el otro la imagen de Dios permitió que millones fueran tratados como objetos, como cifras, como enemigos invisibles.

Este fracaso revela que sin caridad, el amor se vuelve ciego; y sin ética, la razón se vuelve peligrosa. El Holocausto nos recuerda que la pedagogía del amor radical de Pablo —que exige amar incluso al enemigo, que proclama la dignidad de todos, que pone el amor por encima de la ley— no es una utopía, sino una necesidad urgente para evitar que la historia repita sus horrores.

Frente a Auschwitz, el amor paulino se alza como la única respuesta capaz de redimir la humanidad. No basta con pensar mejor: hay que amar mejor. No basta con respetar al otro: hay que servirlo, protegerlo, abrazarlo. Solo así la civilización puede sanar sus heridas y construir un futuro donde el amor no sea una emoción frágil, sino una fuerza transformadora.

 

La monstruosa posmodernidad anética: el todo vale sin amor, a expensas del deseo egoísta

La posmodernidad ha dado lugar a una de las crisis más profundas del pensamiento humano: una descomposición ética que se manifiesta en el relativismo moral, el narcisismo afectivo y la exaltación del deseo como único criterio de verdad. Esta cultura anética —es decir, sin ética, sin fundamento moral, sin horizonte trascendente— ha vaciado el amor de su dimensión espiritual y lo ha reducido a una experiencia subjetiva, volátil y utilitaria.

En este escenario, el amor ya no es vínculo, ni compromiso, ni donación. Es deseo disfrazado de afecto, es consumo emocional, es placer inmediato. El “todo vale” posmoderno no es una celebración de la libertad, sino una renuncia a la responsabilidad. Se ama mientras se siente, se desea mientras se obtiene, se vincula mientras se disfruta. Cuando el otro deja de satisfacer, se desecha.

“La posmodernidad anética ha convertido el amor en un espejo del yo, no en un puente hacia el otro.”

La ética del ágape —el amor que Pablo proclama— desaparece en esta lógica. Ya no hay lugar para la paciencia, la fidelidad, el perdón, la entrega. El amor se vuelve frágil, líquido, incapaz de sostener vínculos duraderos. La pedagogía del amor radical queda desplazada por una pedagogía del deseo, donde el otro es medio, no fin.

 

Rasgo de la posmodernidad anética

Manifestación cultural

Consecuencia en el amor

Relativismo moral

Rechazo de normas universales

El amor se vuelve subjetivo y caprichoso

Narcisismo afectivo

El yo como centro absoluto

El otro es accesorio, no esencial

Deseo como ley

Placer inmediato como derecho

El amor se confunde con posesión

Fragmentación del sentido

Pérdida de narrativas trascendentes

El amor pierde profundidad y permanencia

 

Esta monstruosa posmodernidad anética no es solo una desviación filosófica: es una amenaza antropológica. Al disolver la ética, al vaciar el amor de caridad, al absolutizar el deseo, se ha generado una cultura del descarte, de la indiferencia, de la soledad. El ser humano, sin vínculos sólidos ni horizontes trascendentes, queda atrapado en su propio vacío.

Frente a esta deriva, el amor paulino —radical, exigente, universal— se presenta como antídoto y camino. No como nostalgia, sino como profecía. No como moralismo, sino como revolución espiritual. Porque donde la posmodernidad anética dice “todo vale”, Pablo responde: “Todo me es lícito, pero no todo me conviene” (1 Corintios 6:12). Y donde el deseo se impone como ley, Pablo proclama que el amor no busca lo suyo, sino que se dona sin medida.

 

El darwinismo social del neoliberalismo: individualismo narcisista y mercadólatra deshumanizante

El neoliberalismo, como paradigma económico y cultural dominante desde finales del siglo XX, ha promovido una visión del ser humano profundamente marcada por el individualismo competitivo, el narcisismo afectivo y la idolatría del mercado. En su núcleo ideológico, se encuentra una forma encubierta de darwinismo social, que traslada la lógica de la “supervivencia del más apto” al ámbito de las relaciones humanas, sociales y económicas.

Este darwinismo social no se presenta como violencia explícita, sino como una naturalización de la desigualdad, una justificación moral de la exclusión, y una exaltación del éxito personal como único criterio de valor. El otro ya no es prójimo, sino competidor. La comunidad ya no es espacio de solidaridad, sino escenario de lucha. La vida se convierte en una carrera, y el amor en una transacción.

“El neoliberalismo ha convertido al ser humano en un empresario de sí mismo, en un producto que debe venderse, exhibirse y rendir. El amor, en este contexto, se vuelve una inversión emocional con retorno esperado.”

La mercadocracia neoliberal ha colonizado incluso los afectos. Se ama según la lógica del rendimiento: ¿me aporta?, ¿me mejora?, ¿me valida? El narcisismo se vuelve norma, y el vínculo se mide por su utilidad. La empatía se debilita, la compasión se ridiculiza, y la caridad desaparece. El amor, sin gratuidad, se convierte en cálculo.

 

 

Rasgo del neoliberalismo deshumanizante

Manifestación cultural

Efecto sobre el amor

Darwinismo social

Éxito como valor supremo

El amor se vuelve meritocrático

Individualismo competitivo

El yo como empresa

El otro es medio, no fin

Narcisismo afectivo

Validación constante en redes sociales

El amor se mide por reconocimiento externo

Mercadólatra

El mercado como regulador absoluto

El amor se convierte en transacción emocional

 

Este modelo deshumanizante ha debilitado los vínculos comunitarios, ha erosionado la solidaridad, y ha vaciado el amor de su dimensión espiritual. En lugar de formar personas capaces de amar, ha producido sujetos que negocian afectos, que administran emociones, que instrumentalizan relaciones.

Frente a esta lógica, el amor paulino —radical, gratuito, universal— se presenta como resistencia y alternativa. Es el amor que no compite, sino que sirve. Es el amor que no calcula, sino que se entrega. Es el amor que no busca validación, sino comunión. En un mundo donde el mercado pretende regular incluso el corazón, Pablo proclama que el amor no busca lo suyo, que todo lo soporta, que nunca deja de ser.

Este amor no es solo espiritual: es profundamente político, profundamente humano. Es el único capaz de restituir la dignidad, de reconstruir la comunidad, de redimir la historia. Por eso, la pedagogía del amor radical no es una utopía piadosa, sino una revolución ética frente al darwinismo social del neoliberalismo.

 

Conclusión: El amor radical como única respuesta ante el abismo moral y cultural

La pedagogía del amor radical que San Pablo propone no es una opción espiritual entre muchas. Es el amor como forma de vida. Es una respuesta urgente y profética ante los fracasos más profundos de la historia y de la cultura contemporánea. Desde su conversión en el camino a Damasco, Pablo abandona el legalismo religioso y abraza una visión del amor que no se limita a la emoción ni a la norma, sino que se encarna en la cruz: un amor que se entrega, que redime, que transforma.

Este amor —el ágape— se alza como la virtud suprema, superior incluso a la fe y a la esperanza, porque es eterno, porque es divino, porque es el rostro mismo de Dios. Educar en este amor no es formar creyentes funcionales ni ciudadanos obedientes: es formar testigos de una nueva humanidad, capaces de amar incluso al enemigo, de perdonar lo imperdonable, de construir comunión donde solo hay fragmentación.

Frente al eros griego, centrado en el deseo y la posesión, Pablo proclama un amor que no busca lo suyo. Frente al amor pragmático moderno, que se mide por la utilidad y la satisfacción personal, Pablo ofrece un amor que no se consume, sino que se dona. Frente a la posmodernidad anética, que celebra el “todo vale” y absolutiza el deseo egoísta, Pablo propone un amor que exige, que purifica, que salva.

Y frente al Holocausto, símbolo del fracaso absoluto de la razón sin ética y del amor sin caridad, el amor paulino se presenta como la única fuerza capaz de redimir lo humano. No basta con pensar mejor: hay que amar mejor. No basta con respetar al otro: hay que servirlo, protegerlo, abrazarlo. Solo así la civilización puede sanar sus heridas y evitar que el horror se repita.

En el presente, el darwinismo social del neoliberalismo ha impuesto una lógica mercadólatra, individualista y narcisista que convierte al ser humano en competidor, al amor en transacción, y a la vida en rendimiento. El otro ya no es prójimo, sino obstáculo o instrumento. La comunidad se fragmenta, la empatía se debilita, y la caridad desaparece. En este contexto, el amor paulino no es solo espiritual: es profundamente político, profundamente humano. Es resistencia frente al mercado, frente al ego, frente al descarte. Por eso, el desafío pedagógico del amor radical sigue siendo el más revolucionario y el más necesario. Porque solo ese amor —el amor que no busca lo suyo, que todo lo soporta, que nunca deja de ser— puede restituir la dignidad, reconstruir la comunidad, y redimir la historia. En tiempos de polarización, de vínculos frágiles y de afectos instrumentalizados, Pablo nos llama a amar como Cristo: hasta el extremo, sin condiciones, sin medida, sin miedo. San Pablo no solo reformuló la teología cristiana: redefinió el horizonte educativo de la humanidad. Su visión del amor como don total, como vínculo redentor, como virtud suprema, no es una propuesta devocional, sino una arquitectura espiritual capaz de sostener civilizaciones. En tiempos donde el pensamiento se ha vuelto cálculo y el vínculo se ha vuelto contrato, su pedagogía del amor radical irrumpe como un llamado a la transfiguración del ser humano.

Este amor no se aprende en manuales ni se transmite en fórmulas. Se encarna. Se vive. Se testimonia. Es el amor que no se rinde ante la lógica del poder, que no se diluye en la fragilidad del deseo, que no se negocia en el mercado de afectos. Es el amor que permanece cuando todo lo demás se derrumba. El que construye puentes donde solo hay muros. El que convierte enemigos en hermanos. El que transforma el aula en altar y la enseñanza en acto de comunión.

Educar desde este amor es formar para la eternidad. Es sembrar en cada corazón la certeza de que la dignidad no depende del rendimiento, que la verdad no se adapta al consenso, y que la libertad solo florece en la entrega. Es resistir la cultura del descarte con la ternura que restaura. Es desafiar el narcisismo con la fidelidad que permanece. Es responder al vacío con la plenitud que solo el amor puede ofrecer.

El desafío pedagógico que Pablo nos deja no es fácil. Es exigente, contracultural, profundamente humano. Pero es también el único capaz de regenerar lo que la historia ha herido, lo que la ideología ha fragmentado, lo que la indiferencia ha enfriado. Porque cuando el amor se convierte en fundamento educativo, no solo se forman mentes: se despiertan almas.

Y en un mundo que ha olvidado cómo amar, volver a Pablo es volver al origen. No para repetir, sino para encender. No para recordar, sino para renovar. Porque el amor que él proclamó —ese que no busca lo suyo, que todo lo soporta, que nunca deja de ser— sigue siendo hoy la única fuerza capaz de redimir lo humano y fecundar el futuro.

 

 

Bibliografía

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Von Balthasar, Hans Urs. El corazón del mundo. Madrid: Ediciones Encuentro, 2003.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SAN AGUSTÍN Y LA PEDAGOGÍA

DEL CORAZÓN

 

 

E

n una época luciferina y anética —donde la soberbia se disfraza de libertad y la ética ha sido desplazada por el cálculo utilitario— el pensamiento de San Agustín resurge como un faro encendido en medio de la oscuridad cultural. Vivimos tiempos en los que el deseo ha sido absolutizado, el amor ha sido trivializado y el corazón humano ha sido dejado a la deriva, sin brújula interior ni horizonte trascendente. En este contexto, la pedagogía agustiniana del corazón no es una curiosidad histórica, sino una respuesta urgente, radical y profundamente humana.

Para Agustín, el amor no es una emoción pasajera ni una virtud decorativa. Es el principio que estructura la voluntad, el criterio que ordena la vida interior, y el camino que conduce al alma hacia su verdadero descanso. Amar bien —bene amare— es el arte más difícil y más necesario. Porque no basta con amar: hay que saber qué se ama, cómo se ama y por qué se ama. El corazón humano, herido por el pecado y desorientado por el mundo, necesita ser educado para que no se pierda en los ídolos del deseo, sino que se eleve hacia el Bien supremo.

La pedagogía del corazón que Agustín propone no se articula como un método técnico ni como una estrategia didáctica. Es una antropología espiritual, una visión integral del ser humano que reconoce la fragilidad de la libertad, la potencia del deseo y la necesidad de la gracia. Educar, en este marco, no es transmitir información: es transformar la interioridad, es sanar la voluntad, es enseñar a amar en orden. Porque el desorden del amor —amar lo que no merece ser amado, o amar lo bueno de forma desmedida— es la raíz de toda miseria humana.

Esta pedagogía nace de una experiencia existencial profunda. Agustín no habla desde la teoría, sino desde la conversión. Su vida es testimonio de una búsqueda incansable: del placer al vacío, de la retórica al desencanto, de la filosofía al encuentro con Dios. Su corazón inquieto, que no hallaba reposo en nada creado, encontró finalmente descanso en el amor que no pasa. Y desde esa experiencia, su obra se convierte en una invitación a todos los corazones errantes: venid, aprended a amar en verdad.

En tiempos donde el amor se ha vuelto líquido, el yo se ha convertido en ídolo, y la educación ha perdido su alma, volver a San Agustín es volver al origen. Es recordar que el corazón humano no fue hecho para consumir, sino para comulgar. Que el deseo no es enemigo, sino camino. Que la libertad no se realiza en la autonomía absoluta, sino en la entrega amorosa. Y que educar no es formar individuos funcionales, sino despertar almas capaces de amar lo eterno.

Esta parte de la obra propone una lectura sistemática del pensamiento agustiniano sobre el amor como centro vital de la existencia humana. A través de sus textos, su experiencia y su sensibilidad pastoral, San Agustín nos enseña que la verdadera pedagogía no comienza en la mente, sino en el corazón. Y que solo quien ha aprendido a amar en Dios, puede enseñar a amar en libertad.

 

La experiencia fundante: conversión y desorden del deseo

La pedagogía del amor en San Agustín nace de su propia biografía. En Las Confesiones, su obra más íntima y filosóficamente penetrante, el obispo de Hipona narra con crudeza su juventud marcada por la búsqueda de placer, prestigio y poder. Su célebre súplica —“Dame castidad y continencia, pero no ahora”— revela la fractura interior entre el querer y el poder, entre el deseo y la razón, entre la libertad y la esclavitud.

Agustín no parte de una teoría ideal del amor, sino de la constatación de su desorden. El alma humana, creada para amar a Dios, se dispersa en amores inferiores, se apega a lo transitorio, se pierde en lo sensible. La conversión no fue para él un cambio de conducta, sino una reorientación radical del amor: descubrir que el corazón está hecho para Dios y que solo en Él encuentra descanso. Esta experiencia fundante será el punto de partida de toda su antropología y de su visión educativa.

Este giro existencial no solo transforma su vida, sino que inaugura una nueva forma de pensar la educación: educar no es instruir, es redimir el deseo. Para Agustín, el drama humano no radica en la ignorancia, sino en el amor mal dirigido. Por eso, toda pedagogía auténtica debe comenzar por el corazón, allí donde se decide qué se busca, qué se teme, qué se adora. La conversión agustiniana revela que el desorden del deseo no se corrige con normas externas, sino con una iluminación interior que reordena la voluntad. En este sentido, su pedagogía no es una técnica, sino una mística: formar es encender el fuego del amor verdadero, para que el alma no se consuma en lo efímero, sino que se eleve hacia lo eterno. Y es así, porque la verdadera educación es mística del alma, para el alma y por el alma.

Decir que la verdadera educación es mística del alma, para el alma y por el alma, es afirmar que el acto de educar no se reduce a moldear conductas ni a transmitir saberes funcionales. Es, ante todo, un proceso de interiorización, una travesía hacia el centro del ser, donde el alma se descubre, se purifica y se orienta hacia su plenitud. Esta educación no se impone desde fuera, sino que brota desde dentro, como una luz que se enciende en lo más profundo del deseo humano.

Es mística del alma porque reconoce que el conocimiento verdadero no es solo racional, sino también contemplativo. Educar es tocar el misterio del corazón, despertar la sed de infinito, encender el anhelo de verdad que habita en cada ser humano. No se trata de acumular información, sino de transformar la mirada, de aprender a ver con los ojos del espíritu.

Es para el alma porque su finalidad no es la utilidad ni el rendimiento, sino la configuración interior. Se educa para que el alma ame en orden, para que desee lo que merece ser deseado, para que encuentre descanso en lo eterno. Esta educación no busca formar consumidores de afecto, sino personas capaces de comunión, capaces de vivir desde la profundidad.

Y es por el alma porque solo quien ha sido tocado por la verdad puede transmitirla. El educador, en esta visión, no es un técnico ni un transmisor de contenidos: es un testigo, un acompañante, un sembrador de sentido. Su autoridad no proviene del cargo, sino de la coherencia entre lo que vive y lo que enseña. Educar, entonces, es un acto espiritual, una forma de amar, una vocación que exige haber recorrido el camino interior antes de guiar a otros.

Así entendida, la educación no es una herramienta del sistema, sino una liturgia del sentido. Es el arte de formar corazones que no se conformen con lo inmediato, sino que se abran a lo eterno. Y en tiempos de ruido, dispersión y superficialidad, esta mística del alma es más urgente que nunca.

 

El amor como fuerza estructurante del alma

En Agustín, el amor no es una pasión que se añade a la voluntad: es la voluntad misma en acto. Amar es querer, y querer es moverse hacia aquello que se considera bueno. Por eso, el problema no es amar, sino amar mal. En De doctrina christiana, Agustín afirma que el pecado no consiste en amar lo equivocado, sino en amar lo correcto de manera desordenada. El desorden moral es, en última instancia, un desorden del amor.

“Mi peso es mi amor; por él soy llevado adondequiera que voy.” — Confesiones XIII, 9

Esta metáfora del peso revela la concepción dinámica del amor: es aquello que inclina el alma, que la arrastra, que la orienta. Si el amor está bien ordenado —si ama a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas en Dios—, el alma se eleva. Si el amor está desordenado —si ama lo inferior como si fuera supremo—, el alma cae. La pedagogía del amor consiste, entonces, en educar el deseo, en formar la voluntad, en ordenar el corazón.

Este principio agustiniano transforma radicalmente la comprensión de la vida moral y espiritual: no se trata de imponer normas externas, sino de reconfigurar el centro gravitacional del alma. El amor, como fuerza estructurante, no solo determina lo que el alma busca, sino también lo que se convierte en su destino. Por eso, educar en el amor no es adornar la voluntad con virtudes, sino reorientar el movimiento interior hacia el Bien supremo. Cuando el corazón ama lo que debe, todo el ser se armoniza; pero cuando ama lo que no merece ser amado como fin último, el alma se fragmenta, se dispersa, se pierde. La pedagogía del amor, en Agustín, es una tarea de restauración ontológica: devolver al alma su peso verdadero, para que no caiga en lo transitorio, sino que ascienda hacia lo eterno.

 

La libertad herida: querer el bien y no poder

Uno de los aportes más profundos de Agustín a la antropología cristiana es su análisis de la libertad. El ser humano fue creado libre, capaz de elegir el bien, imagen de Dios. Pero el pecado original ha herido esa libertad, ha debilitado la voluntad, ha inclinado el deseo hacia lo inferior. El alma está dividida, desgarrada, incapaz de hacer el bien que reconoce como tal.

En Las Confesiones, Agustín describe esta experiencia con una lucidez psicológica impresionante: “Quería, pero no podía. Me mandaba a mí mismo, pero no me obedecía.” Esta paradoja revela que la libertad no es simplemente la capacidad de elegir, sino la capacidad de elegir el bien. Y esa capacidad ha sido comprometida por el pecado. La pedagogía del amor, por tanto, no puede presuponer una libertad intacta: debe reconocer la herida, acompañar la lucha interior, preparar el alma para la sanación.

En San Agustín, la gracia no anula la libertad: la libera. No la sustituye, sino que la restaura en su verdad más profunda. La voluntad humana, herida por el pecado, permanece activa, pero debilitada; necesita ser sanada, no reemplazada. Por eso, la gracia no actúa como imposición externa, sino como luz interior que permite al alma volver a elegir el bien con plenitud. Agustín no concibe la acción divina como una coacción, sino como una cooperación misteriosa entre Dios y la criatura, donde el querer humano se ve elevado, no suprimido. La libertad, lejos de ser eclipsada por la gracia, encuentra en ella su condición de posibilidad: solo cuando el amor de Dios toca el corazón, el ser humano puede querer lo que debe y hacerlo con alegría. Así, la pedagogía del amor no es una pedagogía del sometimiento, sino de la reconciliación entre el querer y el poder, entre la libertad herida y la gracia que la sana sin violentarla.

La mala interpretación de San Agustín respecto a la relación entre gracia y libertad se debió, en gran parte, a lecturas fragmentarias y descontextualizadas de su obra, especialmente durante las controversias teológicas posteriores. Algunos pensadores, influenciados por corrientes deterministas o por una visión rígida de la predestinación, redujeron su pensamiento a una supuesta negación de la libertad humana, como si la gracia operara de manera mecánica o irresistible. Sin embargo, Agustín nunca concibió la gracia como una fuerza que anula la voluntad, sino como el auxilio divino que la sana, la eleva y la capacita para elegir el bien. El error radica en confundir la necesidad de la gracia con la abolición de la libertad, cuando en realidad, para Agustín, la libertad auténtica solo se realiza plenamente cuando está iluminada y fortalecida por el amor de Dios.

 

La gracia como medicina y principio pedagógico

La gracia, en Agustín, no es una ayuda externa ni un suplemento moral. Es una fuerza interior que transforma la voluntad, que sana el deseo, que capacita al alma para amar bien. Sin gracia, el amor se vuelve posesivo, egoísta, desordenado. Con gracia, el amor se convierte en caridad: amor que busca el bien del otro por amor a Dios.

Esta visión tiene implicaciones pedagógicas decisivas. Educar en el amor no es simplemente enseñar normas o fomentar virtudes naturales. Es invitar a la apertura a la gracia, es cultivar la interioridad, es formar en la humildad que reconoce la necesidad de ser sanado. El educador, en esta perspectiva, no es un técnico ni un moralista: es un acompañante espiritual, un testigo de la misericordia, un mediador del encuentro con Dios.

En este horizonte, la gracia no solo cura: educa desde dentro. En San Agustín, la pedagogía no puede prescindir de la acción divina, porque el alma herida no se reordena por esfuerzo voluntarista ni por disciplina moral, sino por una transformación que viene de lo alto y actúa en lo profundo. La gracia es principio pedagógico porque no impone, sino que ilumina la libertad, no reemplaza la voluntad, sino que la capacita para el bien. Educar, entonces, no es moldear conductas desde fuera, sino despertar la apertura interior al don que sana. El educador, lejos de ser un ingeniero del comportamiento, se convierte en testigo del misterio, en alguien que acompaña el proceso de sanación del deseo, que reconoce que toda formación verdadera comienza cuando el alma se deja tocar por la misericordia. Así, la pedagogía agustiniana se convierte en una escuela del corazón, donde la gracia no es un añadido, sino el fundamento mismo del acto educativo.

 

La tensión fecunda entre gracia y libertad

La relación entre gracia y libertad ha sido uno de los temas más debatidos en la tradición agustiniana. ¿Si todo depende de la gracia, qué lugar queda para la libertad? ¿Si la voluntad está herida, cómo puede cooperar? Agustín no resuelve esta tensión con una fórmula, sino con una experiencia: la libertad no es anulada por la gracia, sino liberada por ella. La gracia no impone, sino que capacita; no sustituye, sino que eleva.

La pedagogía del amor debe asumir esta tensión como parte del proceso educativo. No puede caer en el voluntarismo —que exige amar sin reconocer la herida— ni en el determinismo —que espera pasivamente la acción divina. Debe enseñar que el amor verdadero es respuesta libre a una iniciativa divina, que la libertad redimida es cooperación con la gracia, que el corazón humano puede ser reordenado desde dentro.

Esta tensión ha sido malentendida cuando se ha intentado resolverla desde esquemas rígidos, como si gracia y libertad fueran fuerzas opuestas que compiten por el control del alma. Pero en Agustín, no hay antagonismo: hay sinergia espiritual. La gracia no actúa en lugar de la libertad, sino que despierta su capacidad dormida, la sana, la fortalece. El error de ciertas interpretaciones posteriores fue leer la acción divina como una imposición irresistible, olvidando que, para Agustín, el amor de Dios no violenta, sino que seduce. La libertad no desaparece ante la gracia, sino que florece en ella, como la tierra que, tocada por la lluvia, da fruto. Por eso, toda pedagogía que quiera formar en el amor debe enseñar a vivir esta tensión como misterio fecundo: no como dilema, sino como danza entre el don y la respuesta, entre la iniciativa divina y la acogida humana.

 

Educar el corazón: pedagogía del amor ordenado

La educación, para Agustín, no es transmisión de información ni adiestramiento moral. Es formación del corazón, es ordenación del amor, es cultivo de la interioridad. El educador debe ayudar al educando a descubrir qué ama, cómo ama, por qué ama. Debe guiarlo en el discernimiento de los amores legítimos y en la purificación de los amores desordenados.

Esta pedagogía exige tiempo, paciencia, profundidad. No se trata de corregir conductas, sino de transformar deseos. No se trata de imponer normas, sino de despertar la sed de Dios. El amor ordenado no es represión del deseo, sino su elevación. Es amar lo que debe ser amado, en el grado que debe ser amado, por el motivo que debe ser amado.

Educar el corazón, en la visión agustiniana, es entrar en el santuario del alma donde se decide el destino de la vida. No basta con modificar comportamientos externos si el deseo permanece desorientado. La verdadera formación consiste en reordenar el amor, porque todo lo que el ser humano hace, busca o teme nace de lo que ama. Por eso, el acto educativo no puede ser superficial ni apresurado: requiere una pedagogía del discernimiento, una guía paciente que ayude al educando a reconocer sus afectos, a confrontar sus apegos, a purificar sus intenciones. Cuando el amor se ordena, la vida se armoniza; cuando el corazón ama en verdad, todo el ser se orienta hacia el bien. Esta pedagogía no forma sujetos funcionales, sino personas capaces de comunión, capaces de amar con libertad, profundidad y sentido.

 

El amor como retorno a Dios: caridad como plenitud

En última instancia, el amor bien ordenado conduce al alma hacia Dios. La caridad, para Agustín, no es solo una virtud ética: es la forma de la vida cristiana, la plenitud de la libertad, la realización del ser humano. Amar en caridad es participar del amor de Dios, es vivir en comunión, es descansar en el Bien supremo.

La pedagogía del amor, entonces, no tiene como fin la adaptación social ni el bienestar emocional. Tiene como fin la santidad, la comunión, la vida eterna. Educar para amar es educar para Dios. Es formar personas capaces de vivir en la verdad, en la libertad y en la caridad.

Desde esta perspectiva, la educación no puede reducirse a una herramienta de integración social ni a una terapia afectiva: es una iniciación al misterio del ser, una preparación para la comunión con Dios. La caridad, como plenitud del amor, no se enseña como una técnica, sino que se transmite como experiencia vivida, como fuego que enciende el corazón y lo orienta hacia lo eterno. Educar en la caridad es formar almas capaces de trascender el ego, de amar sin poseer, de entregarse sin perderse. Es enseñar que la libertad no alcanza su plenitud en la autonomía, sino en la donación; que la verdad no se impone, sino que se revela en el amor. En San Agustín, la pedagogía del amor culmina en la caridad porque solo quien ama en Dios puede vivir en plenitud, y solo quien ha sido educado para el cielo puede transformar la tierra.

 

Conclusión: formar para amar con libertad redimida

San Agustín ofrece una pedagogía del amor profundamente espiritual, existencial y transformadora. No parte de la autonomía moderna ni del sentimentalismo contemporáneo. Parte de la experiencia del corazón humano: herido, dividido, deseante. Y propone un camino de sanación, de orden, de plenitud.

Educar para amar, en su visión, es educar para la conversión, para la humildad, para la apertura a la gracia. Es formar corazones capaces de elegir el bien, no por obligación, sino por amor. Es enseñar que la libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en querer lo que se debe. En tiempos de confusión afectiva, de vínculos frágiles y de culturas anéticas, el desafío pedagógico de San Agustín sigue vigente: formar para el amor ordenado, para la libertad redimida, para la comunión con el Amor que nos amó primero.

Esta pedagogía del amor, tejida desde la experiencia, la teología y la antropología espiritual, revela que el acto educativo no es neutro ni técnico: es profundamente humano y divino. San Agustín nos enseña que el corazón es el lugar donde se decide el destino del alma, y que educar es ayudar a ese corazón a amar en verdad. Desde el desorden del deseo hasta la conversión iluminada por la gracia, desde la libertad herida hasta la caridad como plenitud, su pensamiento traza un itinerario de redención interior que transforma la educación en camino de santidad. No se trata de formar individuos funcionales ni ciudadanos adaptados, sino personas capaces de comunión, capaces de amar con libertad sanada, con voluntad reordenada, con deseo elevado. En un mundo que ha olvidado el alma, San Agustín nos recuerda que educar es tocar el misterio del amor, y que solo quien ha aprendido a amar en Dios puede enseñar a vivir en plenitud.

 

Bibliografía

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SANTO TOMÁS DE AQUINO: FORMAR LA VOLUNTAD HACIA EL BIEN SUPREMO

 

 

E

n el corazón de la tradición cristiana, el amor no es una virtud entre otras, ni una emoción decorativa: es el principio estructurante del ser, el eje sobre el cual se ordena la vida moral, espiritual y metafísica. Entre los pensadores que han explorado esta verdad con mayor rigor y amplitud, Santo Tomás de Aquino se erige como arquitecto de una visión del amor que no se agota en lo afectivo ni se reduce a exhortaciones éticas. Para Tomás, el amor es la forma de la voluntad en acto, el dinamismo que orienta al ser humano hacia el bien, y la expresión más alta de la participación en Dios.

Este ensayo propone una lectura integral de la pedagogía del amor en Tomás de Aquino, entendida no como técnica educativa ni como moralismo ilustrado, sino como el proceso de formación interior por el cual el alma aprende a amar en verdad. Amar bien no es espontáneo: requiere discernimiento, orden, elevación. A través de su obra monumental —especialmente la Summa Theologiae— Tomás ofrece una arquitectura del amor que permite pensar la educación como formación del querer, como cultivo de la libertad orientada al bien supremo, y como preparación para la comunión con Dios.

En tiempos donde la educación se ha vuelto funcional, el deseo se ha vuelto errático y el amor se ha vuelto líquido, volver a Tomás es volver a la raíz: formar la voluntad para que ame lo que debe, en el modo que debe, por el fin que debe. Porque solo quien ha aprendido a amar en orden puede vivir en plenitud.

 

El amor como acto de la voluntad racional

Para Santo Tomás, el amor no es una pasión irracional ni una emoción espontánea. Es, ante todo, un acto del apetito racional, es decir, de la voluntad que se inclina hacia el bien conocido por el intelecto. En este sentido, el amor es el primer movimiento de la voluntad, el principio de todos los actos humanos voluntarios. Se ama aquello que se percibe como bueno, y ese amor genera deseo, elección, gozo, y perseverancia.

“El amor es por naturaleza el primer acto del apetito y de la voluntad.” — STh I, q.20, a.1

Esta concepción implica que educar en el amor es educar la voluntad, no solo los sentimientos. La pedagogía del amor debe enseñar a reconocer el bien verdadero, a desearlo con rectitud, y a elegirlo con libertad responsable. No se trata de fomentar afectos espontáneos, sino de formar el juicio moral que permite amar lo que debe ser amado.

Esta visión transforma radicalmente la comprensión del amor en el ámbito educativo: no como impulso emocional que se cultiva por repetición afectiva, sino como acto deliberado de la voluntad iluminada por la razón. En Santo Tomás, el amor no se improvisa: se discierne, se elige, se forma. Por eso, educar en el amor exige una pedagogía que no se conforme con sensibilizar, sino que enseñe a pensar el bien, a quererlo con firmeza, y a perseverar en él con libertad madura. El amor auténtico no nace del capricho ni del instinto, sino de una voluntad que ha sido instruida en la verdad. Así, la pedagogía del amor en Tomás de Aquino no es una educación sentimental, sino una formación ética del querer, una escuela del alma donde el amor se convierte en principio de acción virtuosa y camino hacia la plenitud del ser.

 

El orden del amor: jerarquía de bienes y rectitud del querer

Uno de los aportes más originales de Tomás es su doctrina del orden del amor (ordo amoris). No todos los bienes son iguales, y por tanto, no todos los amores deben tener la misma intensidad ni prioridad. Amar bien es amar en orden, es decir, amar a Dios sobre todas las cosas, amar al prójimo como a uno mismo, y amar los bienes materiales en función del bien espiritual.

Este orden no es arbitrario ni impuesto desde fuera: responde a la estructura misma del ser humano y a su vocación trascendente. El desorden moral —como el egoísmo, la avaricia o la lujuria— surge cuando se ama lo inferior como si fuera supremo, o cuando se ama lo supremo con tibieza. La pedagogía del amor debe, por tanto, formar en el discernimiento de los bienes, en la jerarquía de los afectos, y en la rectitud del querer.

Esta doctrina del ordo amoris no es una simple clasificación ética: es una arquitectura espiritual del alma, una cartografía del deseo que permite al ser humano orientarse hacia su fin último sin perderse en lo fragmentario. En Santo Tomás, el amor bien ordenado no solo preserva la integridad moral, sino que configura la libertad interior, porque amar en desorden es esclavizarse a lo efímero, mientras que amar en orden es caminar hacia lo eterno. Por eso, la pedagogía del amor no puede limitarse a corregir excesos afectivos: debe enseñar a jerarquizar los bienes, a distinguir entre lo útil, lo placentero y lo verdaderamente bueno, y a elegir con sabiduría lo que conduce al alma a su plenitud. Educar en el orden del amor es formar una voluntad que no se deja arrastrar por lo inmediato, sino que se eleva hacia lo supremo con rectitud, templanza y gozo espiritual.

Aunque tanto Santo Tomás de Aquino como Max Scheler reflexionan sobre el ordo amoris, sus enfoques responden a fundamentos filosóficos radicalmente distintos. En Tomás, el orden del amor está anclado en la naturaleza objetiva del bien: se ama en proporción al valor ontológico de las cosas, y ese orden está inscrito en la estructura misma del ser. En cambio, Scheler concibe el amor como una intuición emocional de valores, donde el sujeto capta directamente la jerarquía axiológica sin necesidad de mediación racional. Para Tomás, el amor se ordena mediante la razón práctica iluminada por la ley natural y la gracia; para Scheler, el amor revela los valores en una experiencia afectiva inmediata. Así, mientras Tomás propone una pedagogía del amor que forma la voluntad hacia el bien supremo, Scheler privilegia una fenomenología del amor que descubre valores en el sentir. La diferencia no es solo metodológica, sino antropológica: Tomás educa el querer racional, Scheler interpreta el sentir emocional.

 

La caridad como forma de todas las virtudes

En la teología moral de Tomás, la caridad ocupa el lugar más alto entre las virtudes. No es simplemente una virtud ética, sino una virtud teologal, infundida por Dios, que permite amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Dios. La caridad no solo acompaña a las demás virtudes: las informa, las vivifica, las perfecciona.

“La caridad es la forma de las virtudes.” — STh II-II, q.23, a.8

Esto significa que la justicia sin caridad puede volverse fría; la templanza sin caridad puede degenerar en rigidez; la prudencia sin caridad puede convertirse en cálculo egoísta. La pedagogía del amor debe enseñar que toda virtud moral alcanza su plenitud cuando está animada por la caridad, cuando se orienta al amor de Dios y del prójimo. Educar en el amor es, entonces, educar para la santidad.

La caridad, como virtud teologal, no se limita a perfeccionar la ética humana: transforma ontológicamente al sujeto, lo configura desde dentro como partícipe del ser divino. En Santo Tomás, la caridad no es una disposición adquirida, sino una infusión sobrenatural que eleva la naturaleza humana por encima de sus propias capacidades. Su fundamento no es psicológico ni social, sino metafísico: la caridad une al alma con Dios en el orden del ser, no solo en el orden del obrar. Por eso, no es simplemente la forma moral de las virtudes, sino su forma ontológica, el principio que las integra en una vida teologal. Educar en la caridad, entonces, no es solo formar en el bien, sino configurar el alma para la comunión, para que cada acto virtuoso sea expresión de una participación real en el amor eterno. En este horizonte, la pedagogía del amor no apunta solo a la excelencia ética, sino a la transfiguración del ser humano en Cristo, donde la caridad se convierte en el alma de toda virtud y en el camino hacia la plenitud ontológica.

 

Amor y conocimiento: unidad del intelecto y la voluntad

Tomás sostiene que no se puede amar lo que no se conoce. El amor presupone el conocimiento del bien, y el conocimiento del bien suscita el amor. Esta unidad entre intelecto y voluntad implica que la formación en el amor requiere también una formación intelectual rigurosa. No basta con emocionar: hay que enseñar a ver el bien, a comprender su valor, a discernir su profundidad.

La pedagogía del amor debe integrar razón y afecto, conocimiento y deseo. Debe formar mentes lúcidas y corazones rectos. En este sentido, el amor no es ciego: es iluminado por la verdad, y la verdad no es fría: es calentada por el amor. La educación debe ser, por tanto, una síntesis de sabiduría y caridad.

Esta unidad entre intelecto y voluntad, tan central en Tomás, marca una diferencia sutil pero profunda respecto a San Agustín. Mientras Tomás parte de una antropología en la que el conocimiento racional del bien precede y orienta el amor, Agustín subraya la primacía existencial del amor como fuerza que mueve incluso al conocimiento: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, podría decirse en clave agustiniana. Para Agustín, el amor inquieto busca conocer para descansar; para Tomás, se conoce para amar en orden. Esta diferencia no es contradicción, sino complementariedad teológica: Agustín revela la dinámica interior del deseo que anhela el Bien, Tomás estructura el camino racional que conduce a él. Por eso, una pedagogía del amor verdaderamente cristiana debe integrar ambas perspectivas: la pasión del corazón que busca y la claridad de la mente que guía, formando personas capaces de amar con inteligencia y de pensar con caridad.

 

El amor como participación en el amor divino

En su visión teológica, Tomás afirma que Dios es amor (Deus caritas est), y que el ser humano, creado a imagen de Dios, está llamado a participar en ese amor. La caridad no es solo una virtud humana elevada: es una participación en la vida divina, una comunión con el Amor eterno. Amar bien es vivir en Dios, es dejar que Dios ame en nosotros.

Esta dimensión mística del amor tiene implicaciones pedagógicas profundas. Educar en el amor no es solo formar para la convivencia o la ética social: es formar para la comunión con Dios, para la vida eterna, para la plenitud espiritual. La pedagogía del amor, en Tomás, culmina en la deificación del alma, en la transformación del ser humano por el amor divino.

A diferencia de la participación platónica, que concibe el acceso al mundo de las Ideas como una elevación del alma hacia realidades abstractas y eternas, Santo Tomás entiende la participación en el amor divino como una comunión ontológica y personal con Dios mismo. En Platón, el amor es el impulso que mueve al alma hacia lo inteligible, pero permanece en el plano de la reminiscencia y la contemplación ideal. En Tomás, en cambio, la caridad no es solo conocimiento elevado ni deseo espiritual: es una gracia infundida, una transformación real del ser por la acción divina. No se trata de ascender a lo divino por esfuerzo filosófico, sino de ser asumido por Dios mediante la gracia que une al alma con su Creador. Esta diferencia es decisiva: mientras el amor platónico busca lo eterno por analogía, el amor cristiano —en Tomás— participa realmente en la vida trinitaria, haciendo del ser humano no solo espectador del Bien, sino morada del Amor eterno. Por eso, la pedagogía del amor en Tomás no es una educación hacia lo ideal, sino una formación para la inhabitación divina, para que el alma ame con el mismo amor con que es amada por Dios.

La deificación en Santo Tomás, entendida como participación en la vida divina por gracia, se distingue radicalmente de las concepciones orientales de realización espiritual presentes en el Vedanta, el taoísmo y el budismo. En el Vedanta, la unión con lo divino implica la disolución del yo en el Brahman, una identidad absoluta donde el individuo pierde su distinción ontológica. En el taoísmo, el sabio se armoniza con el Tao mediante la no acción (wu wei), fundiéndose en el flujo impersonal del cosmos. En el budismo, la iluminación consiste en la superación del deseo y del yo, alcanzando el nirvana como extinción del sufrimiento y del ego. Frente a estas visiones, Tomás sostiene que la participación en Dios no anula la identidad personal, sino que la consuma y perfecciona: el ser humano permanece como criatura, pero elevado por la gracia a una comunión real con Dios. La deificación cristiana no es absorción ni disolución, sino relación personal, donde el alma ama y es amada, conoce y es conocida, en una intimidad que respeta la alteridad. Por eso, la pedagogía del amor en Tomás no busca la fusión con lo impersonal, sino la configuración del sujeto en Cristo, en quien la plenitud divina se comunica sin destruir la libertad ni la individualidad.

 

Implicaciones educativas: formar el querer, ordenar el corazón

La pedagogía del amor en Santo Tomás de Aquino no se limita a la formación afectiva ni a la instrucción moral. Es una educación integral, que abarca:

  • La formación del juicio moral, para discernir el bien verdadero
  • La educación de la voluntad, para elegir con libertad responsable
  • La purificación de los afectos, para amar en orden
  • La iluminación del intelecto, para conocer el bien profundamente
  • La apertura a la gracia, para participar en el amor divino

Esta pedagogía exige tiempo, profundidad, acompañamiento espiritual. No se trata de imponer normas, sino de cultivar la libertad interior. No se trata de controlar conductas, sino de transformar el corazón. El educador, en esta visión, es un mediador del bien, un testigo de la verdad, un formador de almas.

Esta pedagogía, enraizada en la antropología teológica de Tomás, no concibe al educando como un ente funcional que debe adaptarse a un sistema, sino como un sujeto espiritual llamado a la plenitud del ser. Formar el querer no es domesticar impulsos, sino despertar la potencia interior de amar en verdad; ordenar el corazón no es reprimir afectos, sino configurar el deseo según el Bien supremo. En este horizonte, educar se convierte en una tarea sagrada: es cultivar la libertad como capacidad de comunión, es preparar el alma para que pueda responder al don de la gracia, es enseñar a vivir no desde la utilidad, sino desde la vocación trascendente. Por eso, el acto educativo no puede reducirse a técnica ni a ideología: es una liturgia del sentido, donde el maestro no transmite contenidos, sino que acompaña el nacimiento del alma nueva, capaz de amar con rectitud, elegir con sabiduría y vivir en comunión con el Amor que la llama.

 

Conclusión

La pedagogía del amor en Santo Tomás de Aquino no es una técnica emocional ni una estrategia moralista: es una antropología formativa que reconoce al ser humano como criatura deseante, racional y abierta a la trascendencia. Amar bien, en su pensamiento, no es un acto espontáneo ni una inclinación afectiva: es el fruto de una voluntad iluminada por la verdad, ordenada por la razón y elevada por la gracia. Amar bien es vivir bien, porque el amor rectamente dirigido configura el destino del alma.

Educar para amar, entonces, es educar para la plenitud ontológica. Es formar personas capaces de vivir en la verdad que libera, en la libertad que dona, y en la caridad que une. En una época marcada por el sentimentalismo superficial, el relativismo moral y la dispersión interior, el pensamiento de Tomás se alza como una brújula metafísica: el amor verdadero no se improvisa, se forma; no se impone, se cultiva; no se consume, se entrega.

Educar en el amor, desde la visión tomista, es preparar el alma para la comunión con el Bien supremo, es encender el querer hacia lo eterno, es despertar la vocación más profunda del ser humano: amar como Dios ama. Y solo quien ha sido formado en este amor puede transformar el mundo sin perder el alma.

 

Bibliografía

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Tomás de Aquino. Summa Theologiae. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001.

 

SAN BUENAVENTURA:

 EL ITINERARIO DEL ALMA HACIA DIOS

 

 

E

n San Buenaventura, el amor no es una emoción decorativa ni una virtud periférica: es el principio ontológico que estructura el alma, el camino iluminado hacia el conocimiento verdadero, y la fuerza transfiguradora que eleva al ser humano desde su miseria hasta la comunión con Dios. Influido por el ardor espiritual de San Francisco de Asís, Buenaventura rompe con el racionalismo escolástico dominante y propone una teología afectiva, donde el amor no se piensa: se arde, se asciende, se contempla.

Su pedagogía del amor no se reduce a la ética ni a la doctrina: es una educación mística del corazón, una purificación del deseo que no domestica, sino que libera y consagra. En su obra cumbre, Itinerarium mentis in Deum, el amor se revela como camino iniciático, como itinerario interior que no se recorre con argumentos, sino con lágrimas, con fuego, con gracia. Educar en el amor, para Buenaventura, es encender el alma, es enseñarla a ver con los ojos del corazón, es conducirla hacia su origen divino no por instrucción, sino por transformación.

En tiempos donde el saber se ha vuelto cálculo y el amor se ha vuelto consumo, Buenaventura nos recuerda que solo el corazón purificado puede conocer en plenitud, y que solo quien ha aprendido a amar en Dios puede ascender hacia Él.

 

El amor como principio de conocimiento

Para Buenaventura, el conocimiento no se alcanza solo por el intelecto, sino por el amor. El alma no comprende a Dios por deducción lógica, sino por iluminación interior, por experiencia afectiva, por contemplación amorosa. El amor es una forma de ver: no solo une, sino que revela.

“El amor es la causa del conocimiento, porque el alma conoce en la medida en que ama.” — Itinerarium mentis in Deum, VII

Esta afirmación subraya una pedagogía radical: no se conoce verdaderamente sin amar, y no se ama verdaderamente sin conocer. El educador, por tanto, no transmite información, sino que despierta el deseo de Dios, cultiva la sensibilidad espiritual, guía hacia la contemplación.

Esta concepción del amor como fuente de conocimiento transforma radicalmente la epistemología educativa: no se trata de acumular conceptos, sino de encender el alma para que vea con los ojos del corazón. En San Buenaventura, el amor no es un complemento afectivo del saber, sino su condición interior, su luz originaria. Conocer sin amar es permanecer en la superficie; amar sin conocer es errar en la oscuridad. Por eso, el acto educativo no puede reducirse a la transmisión de datos ni a la instrucción técnica: debe ser una iniciación espiritual, una pedagogía que purifica el deseo, afina la mirada interior y prepara al alma para la contemplación. El maestro, en esta visión, no es un repetidor de contenidos, sino un mediador del fuego, alguien que ha sido tocado por el amor divino y puede encender en otros el deseo de lo eterno. Porque solo quien ama en profundidad puede conocer en verdad, y solo quien ha sido educado en el amor puede ascender hacia Dios.

 

El itinerario del alma: pedagogía mística del ascenso

El Itinerarium mentis in Deum describe siete etapas por las que el alma asciende hacia Dios. Cada etapa es una purificación del amor, una profundización del conocimiento, una transformación interior. Este proceso es pedagógico en sentido pleno: forma, guía, eleva.

1.        Contemplación del mundo exterior: El alma comienza amando la belleza de la creación.

2.       Contemplación del alma: Reconoce su dignidad como imagen de Dios.

3.       Contemplación de Dios en la razón: Descubre la huella divina en el orden del mundo.

4.       Contemplación de Dios en la fe: Se abre a la revelación.

5.       Contemplación de Dios en Cristo: Encuentra el rostro del amor encarnado.

6.       Contemplación de Dios en la cruz: Ama en el sufrimiento redentor.

7.        Contemplación de Dios en la unión mística: El alma se funde en el amor perfecto.

Este itinerario no es solo teológico: es pedagógico, porque forma al alma en el amor, la purifica del egoísmo, y la dispone para la comunión. Este itinerario no es una mera progresión espiritual: es una arquitectura mística del alma, una pedagogía del amor que transforma cada facultad humana en instrumento de ascenso. En San Buenaventura, educar no significa instruir desde fuera, sino despertar desde dentro; no se trata de moldear conductas, sino de encender el deseo de Dios. Cada etapa del Itinerarium es una purificación del querer, una iluminación del entendimiento, una elevación del afecto. El alma no asciende por acumulación de saber, sino por transfiguración del amor. Por eso, esta pedagogía no forma sujetos funcionales ni creyentes informados: forma contemplativos ardientes, capaces de ver a Dios en la creación, en la cruz, en Cristo, y finalmente en la unión mística. Es un camino que no se recorre con los pies, sino con el corazón inflamado, porque solo quien ha sido educado en el amor puede alcanzar la plenitud de la comunión divina.

 

El amor como fuego: afectividad y transformación

Buenaventura describe el amor como fuego que consume, como llama que purifica, como pasión que transforma. Esta imagen revela una pedagogía profundamente afectiva: el amor no se enseña como norma, sino que se enciende, se contagia, se vive.

“El amor es fuego que arde en el alma, y cuanto más arde, más purifica.” — Collationes in Hexaëmeron

La educación cristiana, en esta perspectiva, no puede ser fría ni meramente intelectual. Debe ser ardiente, vivencial, mística. El maestro no es solo transmisor de saber, sino testigo del fuego, guía del deseo, modelo de vida transformada por el amor.

Esta imagen del amor como fuego no es una metáfora decorativa: es una categoría pedagógica esencial en la visión de San Buenaventura. El fuego no solo ilumina: consume lo impuro, transforma lo duro, enciende lo dormido. Por eso, educar en el amor no consiste en regular emociones ni en imponer doctrinas, sino en provocar una combustión interior, una experiencia que purifica el ego, dilata el corazón y dispone el alma para la comunión con Dios. En esta pedagogía, el maestro no es un técnico del conocimiento, sino un portador de llama, alguien que ha sido abrasado por el amor divino y cuya sola presencia despierta hambre de eternidad. Porque solo el fuego puede encender fuego, y solo una educación ardiente puede formar almas capaces de amar con profundidad, libertad y entrega total. En Buenaventura, el amor no se explica: se vive, se arde, se asciende.

 

La cruz como escuela del amor perfecto

Para Buenaventura, el amor alcanza su plenitud en la cruz. Allí, Cristo revela el amor que se dona sin medida, que sufre por el otro, que redime desde la entrega. La cruz no es solo objeto de veneración, sino escuela de amor, modelo pedagógico, síntesis de la caridad perfecta.

“La cruz es la cátedra del amor, donde el Maestro enseña con su sangre.” — Lignum vitae

Educar en el amor, entonces, es educar para la entrega, para la compasión, para la donación. Es formar corazones capaces de amar incluso en el dolor, de permanecer fieles en la prueba, de vivir el amor como sacrificio redentor.

Esta visión de la cruz como escuela del amor perfecto redefine el acto educativo como una iniciación en el misterio del sufrimiento redentor. En San Buenaventura, la cruz no es un símbolo trágico, sino una cátedra viva, donde el amor se enseña no con palabras, sino con sangre, con silencio, con fidelidad hasta el extremo. Educar en esta perspectiva no es preparar para el éxito, sino para la donación total, para amar sin condiciones, incluso cuando el amor duela. El maestro cristiano, entonces, no forma para la comodidad ni para la autosatisfacción, sino para la configuración con Cristo crucificado, para que el educando aprenda a amar desde la herida, a permanecer desde la entrega, a vivir desde la esperanza que brota del sacrificio. Porque solo en la cruz el amor se revela en su forma más pura: como don absoluto, como compasión encarnada, como pedagogía del corazón traspasado.

 

Implicaciones pedagógicas: formar para la contemplación y la comunión

La pedagogía del amor en San Buenaventura implica:

  • Formar en la sensibilidad espiritual, para percibir la presencia de Dios en todas las cosas
  • Cultivar la interioridad, para que el alma se conozca y se ordene
  • Despertar el deseo de Dios, como motor del aprendizaje y de la vida
  • Guiar hacia la contemplación, como meta del conocimiento y del amor
  • Educar para la comunión, como plenitud del amor humano y divino

Esta pedagogía no se limita al aula ni a la catequesis. Es una pedagogía de vida, que transforma al educador en testigo, al discípulo en peregrino, y al amor en camino. Esta pedagogía no forma simplemente creyentes informados, sino almas encendidas, capaces de vivir desde la profundidad del misterio. En San Buenaventura, educar no es transmitir contenidos religiosos, sino despertar la vocación contemplativa del ser humano, esa capacidad de ver más allá de lo visible, de amar más allá de lo sensible, de vivir más allá de lo inmediato. El educador se convierte en guía iniciático, en testigo de lo invisible, en sembrador de eternidad. Y el discípulo, lejos de ser un receptor pasivo, se transforma en peregrino interior, en buscador del rostro de Dios, en caminante hacia la comunión. Esta pedagogía no se impone: se irradia; no se enseña: se encarna. Porque solo quien ha sido formado para contemplar puede amar con profundidad, y solo quien ha aprendido a amar puede entrar en comunión con el Amor que lo llama. Así, el amor deja de ser contenido educativo y se convierte en forma de vida, en camino de ascenso, en fuego que transforma.

 

El amor como contemplación interior y camino de comunión universal

En San Buenaventura, el amor no es solo una virtud ni una emoción: es una forma de conocimiento, una fuerza de comunión y un camino de transformación interior. A diferencia del enfoque escolástico que privilegia el intelecto como vía principal hacia la verdad, Buenaventura afirma que el alma conoce en la medida en que ama. El amor revela, ilumina, abre los ojos del corazón para contemplar la presencia de Dios en todas las cosas. Educar en el amor, por tanto, es formar la mirada interior, enseñar a ver lo invisible en lo visible, a comprender desde el afecto lo que la razón sola no alcanza. Esta contemplación amorosa no conduce al aislamiento, sino a la comunión universal. Influido por la espiritualidad franciscana, Buenaventura concibe el amor como vínculo que une sin confundir, distingue sin dividir, acoge sin poseer. Todo lo creado refleja la bondad divina y está llamado a la armonía. La pedagogía del amor, en este sentido, forma para la fraternidad, para el respeto de la diversidad, para la construcción de paz. Educar en el amor es educar para el servicio, para la reconciliación, para el reconocimiento del otro como don.

Pero este camino comienza en lo más profundo: en la interioridad. Solo allí el alma puede escuchar la voz de Dios, ordenar sus afectos y disponerse para el amor verdadero. La educación cristiana, en la visión de Buenaventura, no puede ser superficial ni técnica: debe ser espiritual, personalizada, contemplativa. El educador no es un instructor, sino un guía del alma, un testigo del misterio, un compañero en el ascenso hacia Dios. En esta pedagogía, el amor no se enseña: se enciende. No se impone: se revela. No se transmite: se contempla. Porque solo quien ha aprendido a amar desde dentro puede vivir en comunión con todo lo creado y ascender hacia el Amor que lo llama. Así, la educación deja de ser un proceso externo y se convierte en una iniciación interior, donde el conocimiento nace del amor, y el amor conduce al conocimiento pleno de Dios.

Conclusión

San Buenaventura propone una pedagogía del amor que no instruye desde la superficie, sino que transforma desde lo profundo: una educación mística, afectiva y ascendente, donde el amor no se enseña como contenido, sino que se enciende como experiencia viva. Frente a una cultura que trivializa el amor y lo reduce a emoción fugaz, su pensamiento recuerda que amar es ascender, que educar es encender, que formar es acompañar el alma en su itinerario hacia Dios. El educador, en esta visión, no es un técnico del saber, sino un testigo del fuego; no transmite información, sino que guía hacia la contemplación, la cruz y la comunión. Educar para amar, en Buenaventura, es formar para la plenitud: para que el alma vea, arda y ascienda.

La gran tragedia de la modernidad ha sido convertir la educación en un proyecto de autosuficiencia, enseñando al ser humano a vivir de espaldas a Dios, como si la plenitud pudiera alcanzarse sin trascendencia. Al absolutizar la razón instrumental y relegar la interioridad, se ha apagado el deseo de lo eterno y se ha sustituido la búsqueda del sentido por la lógica del rendimiento. En este contexto, la pedagogía del amor de San Buenaventura resplandece como un llamado urgente: volver a formar almas que no solo sepan, sino que contemplen, amen y asciendan.

 

Bibliografía

Buenaventura. Itinerarium mentis in Deum. Traducción y edición de Ignacio Gutiérrez. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2000.

Buenaventura. Lignum vitae. En Obras de San Buenaventura. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1999.

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Cascante, Luis D. “La filosofía de San Buenaventura.” Revista Senderos, núm. 93, mayo-agosto 2009, pp. 179–243. Disponible en: Academia.edu

Ratzinger, Joseph. La teología de la historia en San Buenaventura. Madrid: Ediciones Cristiandad, 2005.

 

 

 

 

SANTA CATALINA DE SIENA: OBEDIENCIA Y COMUNIÓN REDENTORA

 

E

n tiempos de oscuridad espiritual y fractura eclesial, cuando la fe parecía desfigurarse entre el poder y la tibieza, Santa Catalina de Siena irrumpe como llama viva, como voz profética que no habla desde la erudición, sino desde la intimidad abrasadora con Dios. Su vida no fue una teoría, sino una entrega radical; su palabra no fue discurso, sino fuego que purifica, denuncia y consuela. En El Diálogo sobre la Divina Providencia, dictado en éxtasis, Catalina revela una teología ardiente donde el amor no es concepto, sino principio creador, camino de redención y forma encarnada de vida cristiana. La pedagogía del amor en Catalina no se articula como método ni como técnica: es vocación universal, llamada interior que exige obediencia, sufrimiento, servicio y abandono total al Amor que se dona sin medida. Amar, para ella, es dejarse consumir, es vivir crucificada con Cristo, es transformar la historia desde la comunión redentora. En su visión, el alma no se forma por instrucción, sino por fuego; no se educa por repetición, sino por revelación. Catalina enseña que la verdadera educación cristiana es profética, ardiente y eucarística: una escuela del amor que salva.

 

El amor como origen y destino del ser humano

En el Diálogo, Catalina afirma que Dios creó al ser humano por amor, lo redimió por amor, y lo llama a la comunión eterna por amor. El amor no es accesorio: es la razón misma de la existencia. Dios, movido por su “abismo de caridad”, contempla a la criatura en sí mismo y se deja cautivar por ella. Esta visión teológica configura una antropología del amor: el ser humano es amado, y por tanto, está llamado a amar.

“¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo.” — Diálogo, cap. 4

La pedagogía del amor, entonces, comienza por revelar al alma su origen amado, su dignidad recibida, su vocación a la comunión. Educar es despertar la conciencia de haber sido amado primero, y desde ahí, formar para la respuesta. Esta antropología del amor no es una idea piadosa, sino una revolución espiritual: si el ser humano ha sido creado por amor, redimido por amor y llamado al amor eterno, entonces toda educación que ignore esta verdad está condenada a formar corazones vacíos. En Santa Catalina, la pedagogía comienza no con normas, sino con una revelación fundante: “has sido amado primero”. Esta certeza no solo dignifica, sino que convoca; no solo consuela, sino que exige. Educar, en esta clave, es encender la memoria del amor originario, purificar el deseo, y formar para la comunión. Porque solo quien se sabe amado puede amar en libertad, y solo quien ha sido educado en el fuego de la caridad puede responder con una vida entregada, profética y redentora.

 

El amor como obediencia: libertad en la voluntad divina

Catalina insiste en que el amor verdadero no se mide por sentimientos, sino por obediencia amorosa. Amar es hacer la voluntad de Dios, incluso cuando cuesta, incluso cuando duele. La obediencia no es sumisión ciega, sino libertad iluminada por el amor. En su vida, Catalina obedece a Dios por encima de su familia, de las convenciones sociales, y de sus propios deseos. “La obediencia es la llave que abre la puerta del cielo.” — Diálogo, cap. 86. Esta pedagogía es exigente: educar en el amor es educar para la obediencia, para la fidelidad, para el discernimiento de la voluntad divina. El educador no forma para la autonomía absoluta, sino para la libertad que se dona, que se entrega, que se une al querer de Dios. Esta pedagogía de la obediencia amorosa se distancia radicalmente de las grandes tradiciones filosóficas que han marcado la educación en Oriente y Occidente. En Confucio, la formación moral se basa en la armonía social y el respeto jerárquico, donde la virtud se cultiva por repetición y ejemplo, pero sin una referencia explícita a la voluntad divina. En la Grecia clásica, la educación socrática busca el conocimiento por el diálogo interior, la platónica aspira a la contemplación de las Ideas eternas, y la aristotélica forma el carácter por el hábito virtuoso y la razón práctica. Todas ellas valoran la libertad racional, pero ninguna alcanza la profundidad mística de Catalina: una libertad que se consuma en la obediencia al Amor absoluto. Para ella, educar no es solo formar ciudadanos virtuosos o pensadores lúcidos, sino configurar el alma con Cristo obediente, enseñar a amar hasta el extremo, y guiar hacia una libertad que no se afirma en sí misma, sino que se entrega por entero a la voluntad de Dios. Esta pedagogía no busca formar sabios, sino santos.

 

El amor como sufrimiento redentor

Catalina vivió el amor como participación en el sufrimiento de Cristo. Recibió los estigmas invisibles, ayunó durante años, ofreció su cuerpo como sacrificio por la Iglesia. Para ella, el amor no es solo gozo: es cruz, es intercesión, es redención compartida. El alma que ama verdaderamente está dispuesta a sufrir por el otro, a cargar con sus pecados, a ofrecerse como puente entre Dios y el mundo.

“El alma que ha conocido el amor no puede dejar de sufrir por los pecados del prójimo.” — Cartas espirituales

La pedagogía del amor, en esta clave, forma para la compasión activa, para la solidaridad espiritual, para el dolor ofrecido como acto de amor. No se trata de buscar el sufrimiento, sino de transformarlo en don, en intercesión, en comunión.

A diferencia de Santa Catalina, cuya pedagogía del amor se funda en la participación mística en el sufrimiento redentor de Cristo, los pensadores humanistas como Erasmo, Rabelais, Montaigne y Mme. de Maintenon concibieron la educación como perfeccionamiento moral, cultural o social, pero sin asumir el dolor como vía de comunión. Erasmo promovía una formación racional y pacífica, centrada en la virtud ilustrada; Rabelais celebraba el saber enciclopédico y la libertad jovial, ajeno al sacrificio; Montaigne defendía la introspección serena y el escepticismo moderado, evitando toda forma de exceso afectivo. Mme. de Maintenon, aunque cercana a la espiritualidad, orientaba su pedagogía hacia la disciplina cortesana y la virtud femenina, sin llegar a la radicalidad mística de Catalina. Solo Fénelon, en su doctrina del “amor puro”, se aproxima a esta visión, pero aún desde una mística más contemplativa que crucificada. Catalina, en cambio, educa para la entrega total, para el amor que se hace cuerpo ofrecido, para la compasión que no se enseña, sino que se vive en carne y alma. Su pedagogía no forma ilustrados ni virtuosos: forma corredentores.

 

El amor como fuego que consume el yo

Catalina habla del amor como fuego que consume el ego, que purifica el alma, que transforma la voluntad. El amor no se vive desde el yo posesivo, sino desde el yo entregado. Amar es salir de sí, es perderse en Dios, es dejar que el Amor sea todo en uno. Esta visión mística tiene una fuerza pedagógica inmensa: educar en el amor es educar para la desposesión, para la humildad, para la entrega radical.

“El alma que ama no se busca a sí misma, sino que se pierde en el abismo de la caridad divina.” — Diálogo, cap. 78

El educador, en esta visión, no forma egos fuertes, sino corazones abiertos, voluntades dóciles, vidas disponibles para el amor que transforma.

A diferencia de Santa Catalina, cuya pedagogía mística del amor exige la desposesión radical del yo, los grandes reformadores educativos de la modernidad —Rousseau, Basedow, Pestalozzi y Froebel— centraron su visión en el desarrollo del individuo como sujeto autónomo, sensible y activo. Rousseau exaltó la bondad natural del niño y propuso una educación que preservara su libertad interior, pero sin referencia al abandono espiritual en Dios. Basedow y Pestalozzi promovieron una formación integral basada en el amor afectivo y el aprendizaje por experiencia, pero orientada a fortalecer la personalidad y la conciencia moral. Froebel, por su parte, vio en el juego y la creatividad el camino hacia la autorrealización, celebrando la individualidad como reflejo de lo divino. Catalina, en cambio, no educa para la autorrealización, sino para la autoentrega; no para el yo fortalecido, sino para el yo consumido por el fuego de la caridad. Su pedagogía no busca formar individuos autónomos, sino almas disponibles, capaces de perderse en Dios para encontrarse en Él. Frente al ideal moderno del yo que se afirma, Catalina propone el alma que se deshace en amor.

 

El amor como comunión eclesial

Catalina vivió su vocación en profunda comunión con la Iglesia. Amó a la Esposa de Cristo incluso cuando estaba herida, dividida, corrompida. Su amor no fue ingenuo ni pasivo: fue profético, activo, doloroso. Escribió al Papa, intercedió por la unidad, ofreció su vida por la renovación espiritual. Para ella, amar a Dios implicaba amar a la Iglesia, servir al cuerpo místico, reparar con amor lo que el pecado había roto. La pedagogía del amor, entonces, no es individualista ni intimista. Forma para la comunión, para la responsabilidad eclesial, para el servicio comunitario. El amor no se vive en soledad, sino en cuerpo, en historia, en misión.

Frente al espíritu de la Ilustración, que exaltó la autonomía del individuo, la razón crítica y la emancipación frente a toda autoridad —incluida la eclesial—, la pedagogía de Santa Catalina se erige como contracultura espiritual: no forma sujetos aislados, sino miembros vivos del Cuerpo de Cristo. Mientras los pensadores ilustrados como Voltaire, Rousseau o Kant promovían una educación laica, racional y universal, Catalina enseña que la verdadera libertad nace de la comunión, que el conocimiento sin amor eclesial es fragmentario, y que la razón sin caridad se vuelve estéril. Su pedagogía no busca ilustrar mentes desligadas, sino encender corazones vinculados, capaces de sufrir con la Iglesia, de servir en ella, y de sanar sus heridas desde la entrega. En tiempos de ruptura, Catalina no se separa: se ofrece. Porque para ella, amar a Dios sin amar a la Iglesia es desconocer el misterio de la Encarnación.

 

Conclusión

Santa Catalina de Siena nos entrega una pedagogía del amor que arde desde lo profundo: mística en su origen, profética en su expresión, encarnada en su entrega. Para ella, amar no es sentir, sino obedecer con libertad, sufrir con propósito, servir con pasión, arder con Dios. Educar para amar, en esta clave, es formar almas capaces de perderse en el abismo de la caridad divina, de vivir la comunión como misión, y de transformar el mundo desde la cruz. Sin embargo, esta pedagogía ha sido objeto de crítica, especialmente cuando se ha reducido el amor a obediencia ciega, anulando la conciencia y la libertad personal. En ciertos contextos históricos, educar para amar se interpretó como educar para someterse, perpetuando estructuras autoritarias y silencios dolorosos. Catalina, sin embargo, no propone una obediencia servil, sino una obediencia ardiente, nacida del amor y sostenida por el discernimiento. Su pedagogía no forma súbditos pasivos, sino corazones libres que eligen amar hasta el extremo. En tiempos de confusión espiritual y afectiva, Catalina nos recuerda que el amor verdadero no se improvisa ni se impone: se discierne, se forma, se ofrece. Educar para amar, siguiendo su fuego, es educar para la libertad que se dona, para la comunión que redime, para la santidad que transforma. Porque solo el amor que nace de Dios puede enseñar a vivir para Él.

 

Bibliografía

Catalina de Siena. Diálogo sobre la Divina Providencia. Trad. Giuliana Cavallini. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1991.

Catalina de Siena. Epistolario. Trad. José Salvador y Conde. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1985.

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Catalina de Siena. Transforma tu corazón. Madrid: Ediciones Palabra, 2005.

Ediciones San Pablo. Escritos escogidos de Santa Catalina de Siena. Madrid: San Pablo, 2002.

Peña, Ángel. Santa Catalina de Siena: Doctora de la Iglesia. Lima: Editorial Agustiniana, 2015.

Raimundo de Capua. Vida de Santa Catalina de Siena. Trad. Fray Luis de Granada. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2003.

Vauchez, André. Catalina de Siena: Vida y pasiones. Madrid: Ediciones Encuentro, 2010.

SAN JUAN DE LA CRUZ, LA NOCHE Y UNIÓN TRANSFORMANTE

 

 

San Juan de la Cruz, carmelita reformador y místico del siglo XVI, encarna una pedagogía del amor profundamente exigente y transformadora, donde amar no es sentir ni saber, sino despojarse radicalmente del yo para que Dios lo ocupe todo. En obras como Subida al Monte Carmelo, Noche oscura, Cántico espiritual y Llama de amor viva, el amor se revela como fuego que purifica, como noche que vacía, como unión que diviniza. No se trata de formar afectos ni transmitir doctrinas, sino de educar el alma en el silencio, en la espera, en la desnudez interior, hasta que pueda entrar en comunión con el Amado. Su pedagogía no fortalece la voluntad humana: la trasciende, guiando al alma por un itinerario de desposesión que culmina en la plenitud del amor absoluto.

 

El amor como desposesión: vaciar para recibir

Uno de los principios fundamentales en San Juan de la Cruz es que el alma debe vaciarse de todo para ser llenada por Dios. El amor no se vive desde la posesión, sino desde la renuncia. Todo apego —material, afectivo, espiritual— impide la plenitud del amor divino. La pedagogía del amor, entonces, comienza por el despojo, por la liberación del deseo, por la purificación de la voluntad.

“Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada.” — Subida al Monte Carmelo, I, 13

Este principio pedagógico es profundamente contracultural: educar para amar no es acumular experiencias, sino enseñar a soltar, a esperar en el vacío, a confiar en la presencia que se revela en la ausencia.

Esta pedagogía del despojo contrasta radicalmente con la visión marxista, que concibe el amor —si acaso lo aborda— como una construcción social atravesada por relaciones de poder, propiedad y lucha de clases. Mientras San Juan de la Cruz enseña que el alma debe vaciarse de todo para ser llenada por Dios, el marxismo propone que el ser humano se realiza en la praxis material, en la transformación de las condiciones históricas, y en la apropiación colectiva de los bienes. Para el místico carmelita, el apego —incluso espiritual— es obstáculo; para el marxismo, la posesión alienada es el problema, y la solución está en la redistribución. San Juan no busca emancipar al sujeto desde la estructura, sino liberarlo desde el alma, enseñando que la plenitud no se alcanza por conquista, sino por renuncia. Su pedagogía no forma revolucionarios sociales, sino desposeídos interiores, capaces de amar sin retener, de esperar sin exigir, de vivir en la pobreza fecunda que abre espacio a Dios.

 

La noche oscura: pedagogía del silencio y la purificación

La famosa noche oscura del alma no es una crisis emocional ni una metáfora poética. Es una etapa necesaria en el camino del amor, donde el alma, privada de consuelos, de certezas y de luces, aprende a amar a Dios por sí mismo, sin apoyos ni intermediarios. Es una pedagogía del silencio, de la confianza desnuda, de la esperanza sin señales.

“Contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios.” — Noche oscura, II, 19

En esta etapa, el educador no guía con palabras, sino con presencia. No ofrece respuestas, sino que acompaña en la oscuridad, sostiene en la espera, confirma en la fe. Amar, en la noche, es permanecer, es no huir, es dejar que Dios actúe en lo profundo.

La pedagogía de la noche oscura en San Juan de la Cruz —centrada en el silencio, la purificación y la espera desnuda— se opone frontalmente a las corrientes racionalistas y progresistas de la modernidad. Kant, Fichte, Herbart, Spencer y Renouvier concibieron la educación como un proceso de esclarecimiento, autonomía y desarrollo del sujeto racional. Kant, por ejemplo, proponía formar ciudadanos libres mediante el cultivo de la razón moral; Fichte veía la educación como herramienta para construir el Estado ético; Herbart sistematizó la instrucción como ciencia del carácter; Spencer la subordinó al progreso evolutivo; y Renouvier defendió la libertad como afirmación personal frente al determinismo. Todos ellos, desde distintas perspectivas, confiaron en la luz del pensamiento como motor educativo. San Juan, en cambio, enseña que hay una sabiduría que solo se alcanza en la oscuridad, una transformación que no se logra por acumulación de ideas, sino por desnudez interior. Su pedagogía no forma sujetos autónomos, sino almas disponibles, capaces de amar sin ver, de esperar sin comprender, de permanecer cuando todo se ha apagado. Frente a la educación como iluminación racional, San Juan propone la educación como purificación mística.

 

El amor como unión transformante

El fin del camino en San Juan de la Cruz no es la virtud ni la paz interior, sino la unión mística con Dios, donde el alma se transforma en el Amado, participa de su vida, y vive en comunión plena. Esta unión no es fusión ni pérdida de identidad, sino plenitud del amor, donde el yo ya no vive para sí, sino en Dios.

“Ya sólo en el Amado tengo mi ser.” — Cántico espiritual, estrofa 27

La pedagogía del amor, en esta etapa, forma para la donación total, para la transparencia espiritual, para la vida en Dios. El educador es testigo de esta posibilidad, guía hacia ella, y vive como modelo de alma unificada.

A diferencia de San Juan de la Cruz, cuya pedagogía culmina en la unión transformante donde el alma participa plenamente de la vida divina, Catalina de Siena, San Agustín y San Buenaventura ofrecen itinerarios distintos pero convergentes hacia el amor como comunión. Catalina vive el amor como fuego profético y redentor, donde la unión con Dios se expresa en la entrega activa por la Iglesia herida; su pedagogía forma corredentores, no contemplativos puros. San Agustín, por su parte, concibe el amor como retorno interior: el alma se une a Dios al reencontrarse consigo misma en la memoria iluminada por la gracia, y su pedagogía forma buscadores inquietos que aman porque han sido amados primero. San Buenaventura, influido por la visión franciscana, ve el amor como conocimiento afectivo y comunión universal: el alma asciende hacia Dios amando lo creado como reflejo de su bondad. San Juan, en cambio, lleva esta experiencia al extremo místico: no basta con servir, buscar o contemplar—hay que ser transformado, dejar que el yo se consuma en el Amado, y vivir desde una identidad nueva, divinizada. Su pedagogía no forma servidores ni sabios: forma almas unificadas, que ya no aman desde sí, sino desde Dios mismo.

 

El amor como ejercicio: virtud que se cultiva

Aunque profundamente místico, San Juan de la Cruz no descuida la dimensión ética del amor. En sus escritos, insiste en que el amor es también ejercicio, virtud, tarea diaria. No basta con sentir: hay que practicar, perseverar, cultivar el amor en lo concreto.

“El amor es también tarea. Necesitamos aprender a amar como Dios quiere ser amado.”

La pedagogía del amor, entonces, no es solo contemplativa: es también activa, disciplinada, encarnada. Se aprende a amar en la oración, en el servicio, en la escucha, en la fidelidad cotidiana.

Esta visión del amor como virtud que se cultiva encuentra un eco profundo en la pedagogía de Santo Tomás de Aquino, quien concibe el amor —la caridad— como la virtud teologal por excelencia, infundida por Dios, pero perfeccionada por el ejercicio constante. Para Tomás, el amor no es solo afecto ni impulso, sino acto voluntario conforme a la razón iluminada por la gracia. Así como San Juan de la Cruz insiste en que amar requiere disciplina espiritual y fidelidad concreta, Tomás enseña que la virtud se forma por repetición de actos buenos, guiados por el intelecto y ordenados al fin último. Ambos coinciden en que el amor verdadero no se improvisa: se forma, se ejercita, se encarna. Sin embargo, mientras Tomás estructura la virtud en una jerarquía racional y ética, San Juan la vive desde una experiencia mística que trasciende el orden natural. Su pedagogía no contradice la de Tomás, sino que la lleva al límite, mostrando que la virtud del amor, una vez cultivada, puede convertirse en fuego transformante que une al alma con Dios.

 

Implicaciones pedagógicas: formar para el silencio, la espera y la comunión

La pedagogía del amor en San Juan de la Cruz implica: Formar para la desposesión, enseñando a soltar lo que impide la plenitud. Educar en el silencio, como espacio de escucha y transformación. Acompañar en la noche, como proceso de purificación y madurez. Cultivar la virtud del amor, como tarea constante y encarnada. Guiar hacia la unión, como meta espiritual y plenitud del ser

Esta pedagogía no se impone ni se explica: se vive, se testimonia, se acompaña. El educador es un caminante, un testigo, un compañero en el ascenso. Esta pedagogía sanjuanista, centrada en el silencio, la espera y la comunión, se distancia profundamente de las corrientes filosóficas como el estoicismo, el eclecticismo y el epicureísmo, que también reflexionaron sobre el amor, pero desde horizontes antropológicos distintos. El estoicismo, por ejemplo, enseña a dominar las pasiones mediante la razón, buscando la imperturbabilidad del alma frente al dolor y el placer; San Juan, en cambio, no busca controlar el afecto, sino purificarlo por el fuego del amor divino, aceptando el sufrimiento como vía de transformación. El eclecticismo, al combinar elementos de diversas doctrinas, propone una pedagogía flexible y pragmática, pero sin una dirección trascendente; frente a ello, San Juan ofrece un camino unitario y absoluto, donde todo se ordena hacia la unión con Dios. El epicureísmo, por su parte, busca la felicidad en el placer moderado y la ausencia de dolor, mientras que San Juan enseña que la verdadera plenitud se alcanza no evitando la noche, sino atravesándola, no buscando consuelo, sino abrazando el vacío fecundo. Su pedagogía no forma sabios autosuficientes, sino almas abiertas al Misterio, capaces de amar en la oscuridad, esperar sin garantías, y vivir en comunión con el Amado que se revela en el silencio.

 

Conclusión

San Juan de la Cruz propone una pedagogía del amor que no admite concesiones: es radical, purificadora y totalizante. Amar, en su visión, no es acumular afectos ni buscar consuelos, sino despojarse de todo, atravesar la noche del alma, y dejar que Dios lo sea todo en uno. No se trata de formar mentes ilustradas ni voluntades fuertes, sino de educar para la transformación interior, para la comunión silenciosa con el Amado, para la plenitud que nace del vacío fecundo. En una época marcada por el ruido, el sentimentalismo y la superficialidad espiritual, San Juan nos recuerda que el amor verdadero no se improvisa ni se impone: se purifica, se cultiva, se encarna. Su pedagogía no es método, es camino; no es técnica, es testimonio; no es discurso, es fuego. Frente a la pedagogía del yo que se afirma, él ofrece la pedagogía del alma que se consume para amar.

 

Bibliografía

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Carmona Muela, Antonio. San Juan de la Cruz: mística y poesía. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2000.

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Serrano, José Vicente. San Juan de la Cruz: itinerario hacia la unión con Dios. Madrid: Editorial CCS, 2008.

 

 

BLAISE PASCAL, LA PARADOJA Y CUIDADO DE LO INFINITO

 

B

laise Pascal, pensador cristiano del siglo XVII, nos ofrece en sus Pensées una antropología espiritual donde el amor no se define por la virtud ni por la mística, sino como la fuerza más profunda y ambigua de la condición humana: motor de deseo, signo de miseria, y posibilidad de salvación. Tras su conversión en 1654, Pascal abandona la vida mundana para consagrarse a la búsqueda de Dios, y desde esa experiencia interior articula una pedagogía del amor que no se enseña, sino que se vive en la tensión entre razón y corazón, en el cuidado de la herida erótica del alma, y en la paradoja de un ser que solo encuentra plenitud en lo que lo trasciende.

 

El corazón como órgano del conocimiento

Una de las afirmaciones más célebres de Pascal es: “El corazón tiene razones que la razón no conoce.” — Pensées, frag. 277

Esta frase no es una exaltación del sentimentalismo, sino una crítica al racionalismo que pretende comprender al ser humano solo desde la lógica. Para Pascal, el corazón es el centro de la persona, donde se unen la inteligencia, el deseo, la fe y el amor. El corazón conoce por contacto, por intuición, por experiencia. El amor, entonces, no se enseña solo con argumentos, sino con presencia, con testimonio, con encuentro. La pedagogía del amor debe formar el corazón, no solo la mente. Debe enseñar a sentir con profundidad, a discernir desde dentro, a reconocer la verdad que se revela en el amor.

Esta concepción pascaliana del corazón como órgano de conocimiento encuentra resonancias y contrastes en pensadores como Jean-Jacques Rousseau y William James. Rousseau, en su Emilio, también reivindica la sensibilidad como vía de acceso a la verdad, pero lo hace desde una pedagogía naturalista que confía en la bondad innata del corazón humano, educado en libertad y en contacto con la naturaleza. Para él, el amor es una extensión del amor de sí, mediado por la imaginación, y la educación debe preservar esa espontaneidad afectiva frente a la corrupción social. William James, por su parte, desde el pragmatismo psicológico, reconoce el papel de la experiencia subjetiva y afectiva en el conocimiento, y propone una pedagogía moral centrada en el “profesor con tacto”, que educa no solo con ideas, sino con presencia empática y atención a los estados interiores del alumno. Frente al racionalismo ilustrado, Pascal, Rousseau y James coinciden en que el corazón conoce, pero mientras Rousseau lo idealiza y James lo estudia empíricamente, Pascal lo contempla como el lugar donde se juega la salvación, donde la verdad no se demuestra, sino que se reconoce en el amor.

 

La paradoja del amor humano: miseria y grandeza

Pascal describe al ser humano como un ser caído pero llamado, miserable pero capaz de Dios, limitado pero abierto al infinito. El amor humano refleja esta paradoja: es deseo de plenitud, pero se vive en la carencia; es búsqueda de comunión, pero se experimenta en la soledad; es impulso hacia el otro, pero se contamina de egoísmo. “El hombre supera infinitamente al hombre.” — Pensées, frag. 131

La pedagogía del amor, en esta clave, no puede ser ingenua ni idealista. Debe reconocer la herida del deseo, acompañar la fragilidad del corazón, formar para la esperanza en medio del límite. Amar no es poseer, sino aprender a esperar, a respetar el misterio del otro, a vivir la paradoja sin desesperar.

Esta visión pascaliana del amor como paradoja —miseria y grandeza entrelazadas— encuentra ecos profundos en Pedro Abelardo y Victor Hugo, aunque desde registros distintos. Abelardo, en su Historia de mis desgracias y en su correspondencia con Eloísa, revela un amor marcado por la tensión entre razón y pasión, entre vocación intelectual y deseo carnal. Su pedagogía del amor nace del conflicto: amar es sufrir, aprender, sublimar. Hugo, por su parte, en obras como Los Miserables, presenta el amor como fuerza redentora que brota en medio de la injusticia, la exclusión y el dolor humano. Para él, amar es acoger al otro en su miseria, es elevarlo sin juzgarlo, es ver lo divino en lo caído. Frente a Pascal, que contempla el amor como signo de la condición caída pero abierta a Dios, Abelardo lo vive como drama interior y Hugo como acto de justicia poética. Los tres coinciden en que el amor no es simple ni puro: es herida que salva, fragilidad que transforma, paradoja que educa. La pedagogía del amor, entonces, no forma corazones ingenuos, sino almas capaces de amar en lo roto, de esperar en lo incierto, de reconocer la grandeza que se esconde en la miseria.

 

El amor como cura: cuidar la condición erótica del alma

Según una lectura ética contemporánea de Pascal, el amor no es solo impulso, sino también fragilidad que debe ser cuidada. Cada ser humano actúa movido por el deseo de amar y ser amado, pero ese deseo puede enfermar, desviarse, frustrarse. La vida feliz depende del cuidado de esta condición erótica, y ese cuidado se realiza a través del pensamiento, la fe y la apertura a Dios. La pedagogía del amor, entonces, es también una cura amoris: una educación que cuida el deseo, que acompaña el corazón, que guía hacia el amor verdadero. No se trata de reprimir el amor, sino de formarlo, purificarlo, orientarlo hacia el bien.

Esta pedagogía del amor como cura —como cura amoris— encuentra resonancias profundas en San Pablo, Goethe y Benedicto XVI, aunque cada uno desde una perspectiva singular. San Pablo, en sus cartas, presenta el amor como don divino que sana la ruptura original: “El amor es paciente, es bondadoso… todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13), y su pedagogía consiste en formar comunidades reconciliadas, donde el deseo se ordena por la gracia y se convierte en vínculo de comunión. Goethe, por el contrario, en obras como Las penas del joven Werther, muestra el amor como fuerza ambigua, capaz de elevar o destruir, y su visión romántica revela la necesidad de educar el deseo para que no se consuma en sí mismo. Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, retoma esta tensión y propone una síntesis: el amor humano, marcado por eros, debe ser purificado por el ágape, para que no se convierta en posesión, sino en don. Frente a la exaltación del impulso o la represión moralista, Pascal —como estos tres pensadores— propone una pedagogía que cuida el deseo sin negarlo, lo acompaña en su fragilidad, y lo orienta hacia el amor que salva. El corazón, herido pero llamado, no debe ser domesticado ni idolatrado, sino educado para amar en verdad.

 

El amor como apertura al misterio de Dios

Pascal no concibe el amor como virtud humana autónoma, sino como respuesta al amor de Dios que se ha revelado en Cristo. El ser humano está hecho para el infinito, y su corazón no descansa hasta encontrarlo. El amor, entonces, es camino hacia Dios, apertura al misterio, respuesta a la gracia. “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y sabios.” — Memorial, 1654

La pedagogía del amor debe formar para esta apertura: enseñar que el amor no se agota en lo humano, sino que se plenifica en lo divino. Educar para amar es educar para la trascendencia, para la fe, para la comunión con el Dios que ama primero.

Esta pedagogía del amor como apertura al misterio de Dios encuentra una profunda continuidad en San Agustín y Santo Tomás de Aquino, aunque desde perspectivas complementarias. San Agustín, en sus Confesiones, afirma que “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, reconociendo que el amor humano es deseo de plenitud que solo se colma en Dios. Para él, educar en el amor es guiar el alma desde la dispersión hacia la interioridad, donde Dios habita y llama. Santo Tomás, por su parte, en la Suma Teológica, concibe el amor —la caridad— como virtud teologal que une al hombre con Dios por participación en su misma vida. Si Agustín forma para el retorno interior y Tomás para la elevación racional por la gracia, Pascal propone una pedagogía que no razona el amor, sino que lo recibe como don, lo vive como respuesta, lo reconoce en la experiencia del corazón tocado por el Misterio. Frente a la autosuficiencia del saber, los tres coinciden en que amar es abrirse a lo que excede, y que educar para el amor es formar para la comunión con el Dios que se revela no en la lógica, sino en la gracia.

 

Implicaciones pedagógicas: formar para la paradoja, el cuidado y la trascendencia

La pedagogía del amor en Blaise Pascal implica: Formar el corazón, como órgano de conocimiento y de comunión. Reconocer la paradoja del amor humano, entre deseo y fragilidad. Cuidar la condición erótica del alma, como tarea ética y espiritual. Educar para la apertura al misterio, como camino hacia Dios. Acompañar en la búsqueda del infinito, como vocación del ser humano. Esta pedagogía no se impone ni se sistematiza: se vive, se testimonia, se acompaña. El educador es un guía del corazón, un testigo del misterio, un cuidador del deseo.

Frente a la pedagogía del amor en Pascal —centrada en la paradoja, el cuidado y la trascendencia—, tanto el conductismo como el psicoanálisis ofrecen modelos educativos que, aunque influyentes, se sitúan en planos radicalmente distintos. El conductismo, representado por autores como Skinner, reduce el aprendizaje a la modificación de conductas observables mediante estímulos y refuerzos, excluyendo la interioridad, el deseo y la dimensión espiritual. En este marco, el amor no se educa: se condiciona. El psicoanálisis, en cambio, especialmente desde Freud y Lacan, reconoce la complejidad del deseo, la herida del sujeto y la importancia del inconsciente en la formación, pero lo hace desde una lógica de la falta, del conflicto y de la pulsión, sin abrirse necesariamente a la trascendencia. Pascal, por su parte, no busca ni controlar la conducta ni interpretar el síntoma: acompaña el corazón, lo cuida en su fragilidad, lo forma para el infinito. Su pedagogía no se basa en técnicas ni en interpretaciones, sino en presencia, testimonio y apertura al misterio. Mientras el conductismo forma sujetos funcionales y los psicoanálisis sujetos conscientes de su herida, Pascal forma almas capaces de amar en lo profundo, de vivir la paradoja sin desesperar, y de abrirse al Dios que ama primero.

 

Conclusión

La pedagogía del amor en Blaise Pascal es una invitación radical a formar seres humanos conscientes de su deseo, capaces de habitar la paradoja de su fragilidad y abiertos al misterio de Dios. Amar, en su visión, no es técnica ni norma, sino camino interior, cuidado del corazón, respuesta a una gracia que precede. En una época marcada por el racionalismo frío, la afectividad superficial y la pérdida del sentido trascendente, Pascal nos recuerda que educar para amar es educar para vivir: no desde la autosuficiencia, sino desde la herida que busca plenitud; no desde la lógica, sino desde el corazón que conoce lo que la razón no alcanza; no desde el dominio, sino desde la comunión con el infinito que nos llama.

 

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SØREN KIERKEGAARD: DEBER, LIBERTAD Y RELACIÓN ANTE DIOS

 

 

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øren Kierkegaard concibe el amor no como emoción pasajera ni como virtud socialmente aceptada, sino como una exigencia ética absoluta, una tarea espiritual que interpela al yo en su relación directa con Dios. En Las obras del amor, se distancia del amor romántico y natural para proponer una visión cristiana del amor como deber interior, como acto libre que transforma al sujeto y al otro en la verdad del encuentro. Su pedagogía no enseña a sentir, sino a decidir; no forma afectos, sino voluntades fieles; no busca técnicas, sino autenticidad existencial. Amar, en Kierkegaard, es responder al llamado divino y asumir la libertad como responsabilidad ante el amor que manda.

 

El amor como deber: más allá del sentimiento

Kierkegaard afirma que el amor verdadero no depende de los sentimientos, que son cambiantes, frágiles y condicionados. El amor cristiano es un deber, un mandato interior, una decisión libre que se sostiene incluso cuando no se siente. Amar no es reaccionar, sino actuar desde la voluntad.

“El amor es un deber. No se ama porque se siente, sino porque se debe.” — Las obras del amor

Esta concepción transforma la pedagogía del amor: educar para amar no es cultivar emociones, sino formar la voluntad, enseñar la fidelidad, acompañar en la perseverancia. El amor como deber no esclaviza: libera del capricho, fortalece el vínculo, humaniza la relación.

Esta concepción kierkegaardiana del amor como deber se sitúa en tensión y diálogo con Dante Alighieri y Immanuel Kant, quienes también reflexionaron sobre el amor desde perspectivas éticas y trascendentes. Dante, en la Divina Comedia, concibe el amor como fuerza cósmica que ordena el universo, pero advierte que mal dirigido puede condenar: el amor debe ser educado para elevar el alma hacia Dios. Su pedagogía es simbólica y poética, pero profundamente moral: amar bien es amar en orden. Kant, por su parte, en su ética formal, sostiene que el deber moral debe ser cumplido por respeto a la ley racional, independientemente de inclinaciones o afectos. Aunque Kant no tematiza el amor como virtud central, su noción de respeto por la dignidad del otro se aproxima a una ética del amor racionalizado. Kierkegaard, sin embargo, va más allá: el amor no se funda en la ley universal ni en el orden cósmico, sino en el mandato divino que interpela al yo singular. Amar es obedecer a Dios, no a la razón ni al sentimiento. Frente a Dante, que ordena el amor desde la armonía del cosmos, y Kant, que lo subordina a la autonomía racional, Kierkegaard lo afirma como deber existencial, como acto libre que se sostiene incluso en la ausencia de emoción, y que transforma al sujeto en su relación con el prójimo y con Dios.

 

El amor como relación tripartita: Dios como el tercero

Una de las ideas más originales de Kierkegaard es que el amor verdadero no es una relación entre dos, sino entre tres: yo, tú y Dios. Dios es el “común denominador” que sostiene, purifica y plenifica el vínculo. Sin Dios, el amor se vuelve posesivo, frágil, cerrado. Con Dios, el amor se convierte en comunión, en servicio, en donación libre.

“El amor verdadero es una relación persona–Dios–persona.” — Las obras del amor

La pedagogía del amor, entonces, debe formar para esta apertura: enseñar que el otro no me pertenece, que el amor no se agota en lo humano, que Dios es el fundamento del vínculo. Educar para amar es educar para la trascendencia.

Esta concepción kierkegaardiana del amor como relación tripartita —yo, tú y Dios— dialoga profundamente con las filosofías de Martin Buber, Emmanuel Levinas y Gabriel Marcel, quienes también colocan la alteridad en el centro de la experiencia ética y amorosa. Buber, en Yo y Tú, propone que el verdadero encuentro humano ocurre cuando el otro es recibido como un “Tú” absoluto, no como un objeto; sin embargo, su relación es horizontal, mientras que Kierkegaard introduce a Dios como el vértice que sostiene y transfigura el vínculo. Levinas, por su parte, en Totalidad e Infinito, afirma que el rostro del otro revela una trascendencia que exige responsabilidad infinita, pero sin mediación teológica explícita: el otro es el lugar donde Dios se insinúa, no donde se nombra. Marcel, en cambio, en El misterio del ser, concibe el amor como fidelidad encarnada, como presencia que acoge y sostiene, y reconoce que solo en la apertura al misterio —que él llama “transcendencia encarnada”— el amor se vuelve comunión. Frente a estos tres, Kierkegaard radicaliza la estructura: el amor no es solo intersubjetivo ni ético, sino teológico, y su pedagogía forma para una relación que no se cierra en el yo y el tú, sino que se abre al Dios que llama, sostiene y purifica. Educar para amar, entonces, es formar para la comunión que trasciende la reciprocidad, para el vínculo que se funda en lo eterno.

El amor como elección: amar a pesar de todo

Kierkegaard insiste en que el amor cristiano es elección consciente, no reacción emocional. Se ama al prójimo no por simpatía, afinidad o reciprocidad, sino porque Dios lo manda. Esto implica amar incluso al enemigo, al indiferente, al difícil. El amor no selecciona: incluye, abraza, transforma.

“Amar al prójimo es amar al que no se elige.” — Las obras del amor

La pedagogía del amor, en esta clave, forma para la universalidad, para la incondicionalidad, para la responsabilidad ética. No se trata de enseñar a amar al que me agrada, sino de formar el corazón para amar al que me desafía.

Esta visión kierkegaardiana del amor como elección libre y obediente ante Dios se distancia radicalmente de las concepciones de Schelling, Schopenhauer y Nietzsche, quienes abordan el amor desde perspectivas metafísicas, voluntaristas o vitalistas, pero sin el componente teológico y ético que define a Kierkegaard. Schelling, en su filosofía del idealismo trascendental, concibe el amor como fuerza unificadora entre sujeto y absoluto, pero lo entiende como manifestación ontológica, no como deber existencial. Schopenhauer, por el contrario, ve el amor como engaño de la voluntad de vivir, una ilusión biológica que sirve a la especie más que al individuo; su pedagogía sería más bien una desilusión del amor, una renuncia al querer. Nietzsche, finalmente, desconfía del amor cristiano por considerarlo expresión de debilidad y resentimiento: para él, el amor verdadero es afirmación de la vida, impulso creador, voluntad de poder. Frente a estos tres, Kierkegaard propone una pedagogía que no idealiza, no niega, no instrumentaliza el amor, sino que lo afirma como mandato divino que exige libertad, fidelidad y sacrificio. Amar no es fusionarse, ni resignarse, ni dominar: es elegir al otro como prójimo, incluso cuando no se lo desea, y hacerlo por obediencia al Dios que llama a amar “a pesar de todo”.

 

El amor como tarea: formación del yo ético

Para Kierkegaard, el amor no es solo relación: es también formación del yo. Amar es superar el egoísmo, salir de sí, vivir para el otro sin perderse. El amor forma al sujeto, lo madura, lo convierte en persona. Esta tarea es exigente: requiere introspección, decisión, sacrificio.

“El amor es la tarea que forma al yo en su verdad.” — Las obras del amor

La pedagogía del amor, entonces, no es solo interpersonal: es intrapersonal. Forma para la autenticidad, para la madurez, para la libertad interior. El educador no solo enseña a amar: ayuda al otro a convertirse en sí mismo.

Esta visión kierkegaardiana del amor como tarea formativa del yo encuentra afinidades y contrastes con las reflexiones contemporáneas de Charles Taylor, Charles Thiebaut y Michael Walzer, quienes también abordan la constitución ética del sujeto desde distintas perspectivas. Taylor, en Las fuentes del yo, sostiene que la identidad moderna se construye en diálogo con marcos morales profundos, y que el yo auténtico emerge cuando reconoce los bienes que lo interpelan desde fuera de sí. En este sentido, el amor, como tarea ética, no es solo expresión interior, sino respuesta a una vocación trascendente que da forma al sujeto. Thiebaut, desde una ética hermenéutica, propone que el yo se constituye en la interpretación de sí mismo en relación con los otros y con el mundo, y que educar es formar para esa apertura reflexiva, donde el amor aparece como vínculo que revela y transforma. Walzer, por su parte, en su teoría del pluralismo moral, defiende que la justicia y la solidaridad se construyen en comunidades concretas, y que el amor ético implica reconocer al otro como miembro legítimo de una esfera de sentido compartido. Frente a estos tres, Kierkegaard radicaliza la exigencia: el amor no solo forma al yo en diálogo o en comunidad, sino en relación directa con Dios, como tarea interior que exige sacrificio, fidelidad y decisión. Su pedagogía no busca solo identidad, interpretación o justicia, sino verdad existencial, donde el yo se convierte en sí mismo al amar al otro como prójimo, por obediencia al amor que lo llama.

 

El amor como comunicación ética y formación del sujeto trascendente

Para Kierkegaard, el amor cristiano no se comunica desde la estética que seduce, sino desde la ética que interpela: no busca agradar, sino llamar al otro a su verdad, despertar su libertad y asumir la responsabilidad del vínculo. Esta comunicación respeta, acompaña y transforma, porque no manipula ni adorna: se vive con seriedad, se transmite con testimonio, se encarna en la relación. La pedagogía del amor, en esta clave, forma la voluntad para amar como decisión libre, educa para el deber como fidelidad al llamado divino, acompaña en la elección como acto ético y espiritual, abre a la trascendencia como fundamento del vínculo, y cultiva la responsabilidad como forma de amar al prójimo. El educador, entonces, no es un técnico ni un motivador emocional: es un testigo del deber, un guía de la libertad, un mediador del amor que transforma.

Esta visión se distancia de modelos como el de Miguel de Zubiría, quien propone una pedagogía afectiva centrada en el desarrollo emocional y relacional del sujeto, pero sin la exigencia trascendente que Kierkegaard plantea. Jean Piaget, por su parte, concibe la formación ética como resultado del desarrollo cognitivo y de la autonomía progresiva, donde el amor se aprende por interacción y maduración racional, no como mandato divino. En cambio, Erich Fromm, en El arte de amar, se acerca más a Kierkegaard al entender el amor como acto voluntario, como disciplina interior y como responsabilidad activa, aunque lo sitúa en un marco humanista sin referencia explícita a Dios. Frente a estos tres, Kierkegaard propone una pedagogía radical: el amor no se enseña por etapas ni por afecto, sino por comunicación ética que forma al yo en su verdad, en su libertad y en su relación con lo eterno.

 

Conclusión

La pedagogía del amor en Søren Kierkegaard es una llamada radical a vivir éticamente, a existir con autenticidad y a amar como deber ante Dios. En su visión, el amor no se reduce a emoción ni a reciprocidad: es elección libre, fidelidad perseverante y relación trascendente que transforma al yo y al otro en la verdad. Frente a una cultura marcada por el sentimentalismo superficial, los vínculos frágiles y las relaciones posesivas, Kierkegaard nos interpela a formar sujetos capaces de amar con responsabilidad, de vivir desde la libertad interior, y de responder al llamado divino que convierte el amor en tarea, en comunión y en camino de salvación. Educar para amar, entonces, es educar para la verdad del ser.

 

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ROMANO GUARDINI: FORMACIÓN INTERIOR Y APERTURA AL MISTERIO

 

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omano Guardini concibe el amor como una forma interior que configura la persona desde su centro espiritual, unifica su existencia, la abre al mundo y la dispone para el encuentro con Dios. Influido por la liturgia, la fenomenología y la antropología cristiana, propone una pedagogía del amor que no se limita a emociones ni virtudes morales, sino que forma el yo en profundidad, educa el sentido y cultiva la apertura al misterio. En obras como Mundo y persona, La existencia del cristiano y El sentido de la Iglesia, el amor aparece como estructura espiritual, como respuesta libre y reverente al valor, como forma que ordena la vida desde dentro y la orienta hacia lo eterno. Amar, en Guardini, es vivir con hondura, con verdad y con disponibilidad interior.

 

El amor como forma: unidad en la tensión

Guardini parte de una visión dinámica del ser humano: somos figura en tensión, entre cuerpo y alma, razón y afecto, libertad y necesidad. El amor es la forma que integra esas tensiones, que da unidad al yo, que permite vivir con autenticidad. No se trata de eliminar los opuestos, sino de vivirlos en equilibrio, en apertura, en comunión. “La forma es la ley interior que da unidad a la multiplicidad.” — Mundo y persona. La pedagogía del amor, entonces, no busca uniformar ni reprimir, sino formar desde dentro, cultivar la interioridad, educar para la integración personal. Amar es vivir como figura abierta al ser.

Esta concepción guardiniana del amor como forma que unifica la tensión constitutiva del ser humano dialoga con profundidad con pensadores como Maurice Blondel, Martin Heidegger y Karl Jaspers, quienes también abordan la estructura dinámica de la existencia. Blondel, en La acción, concibe la vida humana como tensión entre lo que se quiere y lo que se debe, y propone que el amor auténtico surge cuando la acción se orienta hacia el sentido trascendente que da unidad al querer. Heidegger, en Ser y tiempo, describe al ser humano como “ser-en-el-mundo”, arrojado en una existencia marcada por la finitud y la apertura al ser; aunque no tematiza el amor directamente, su noción de autenticidad implica asumir la tensión entre el ser propio y el ser del otro. Jaspers, por su parte, en Filosofía de la existencia, afirma que la verdad del yo se alcanza en el “encuentro existencial”, donde el amor aparece como comunicación profunda que respeta la libertad y la trascendencia del otro. Frente a estos tres, Guardini no solo reconoce la tensión como estructura ontológica, sino que la forma desde dentro mediante el amor, entendido como ley espiritual que integra sin suprimir, que ordena sin imponer, y que abre al misterio sin clausurar la libertad. Su pedagogía no busca resolver la tensión, sino educar para habitarla con reverencia, como figura viva en comunión con el ser.

 

El amor como apertura al ser y al misterio

Para Guardini, el amor auténtico es apertura al ser, es decir, capacidad de reconocer al otro como valioso, como portador de sentido, como presencia que interpela. Esta apertura no es curiosidad ni posesión, sino reverencia, acogida, diálogo profundo. El amor forma al sujeto para vivir en relación, en respeto, en comunión. “El amor verdadero no se apodera: se inclina ante el misterio del otro.” — La existencia del cristiano. La pedagogía del amor debe enseñar a ver con profundidad, a escuchar con atención, a respetar la alteridad. Amar es abrirse al misterio del otro y al misterio de Dios.

Esta concepción del amor como apertura al ser y al misterio en Romano Guardini encuentra una profunda resonancia en Gabriel Marcel, Nicolai Hartmann y Martin Buber, quienes también exploran el vínculo entre interioridad, alteridad y trascendencia. Marcel, en El misterio del ser, entiende el amor como presencia fiel y acogida reverente del otro, donde el misterio no se resuelve, sino que se habita; su filosofía del “tú” encarnado coincide con Guardini en que el amor no posee, sino que acompaña con disponibilidad interior. Hartmann, desde su ontología de los niveles, sostiene que los valores superiores —como el amor, la reverencia y la libertad— no se imponen desde fuera, sino que se descubren en la estructura espiritual del ser, y que la formación ética consiste en abrirse a ellos con profundidad y respeto. Buber, por su parte, en Yo y Tú, propone que el verdadero encuentro humano ocurre cuando el otro es recibido como un “Tú” absoluto, no como objeto; esta relación dialogal, que se funda en la presencia y no en la utilidad, se aproxima a la pedagogía guardiniana que forma para la comunión, no para la manipulación. Frente a estos tres pensadores, Guardini articula una pedagogía que no solo reflexiona sobre el amor, sino que lo forma como estructura espiritual, como actitud reverente ante el ser del otro y como apertura al misterio de Dios. Educar para amar, en esta clave, es educar para la profundidad, la comunión y la trascendencia.

 

El amor como experiencia litúrgica

Guardini fue uno de los grandes renovadores de la liturgia en el siglo XX. Para él, la liturgia no es solo rito, sino escuela del amor, donde el alma aprende a contemplar, a responder, a vivir en comunión. En la liturgia, el amor se educa en el gesto, en el silencio, en la palabra compartida. “La liturgia forma al hombre para la reverencia, para la comunión, para el amor que no se impone.” — El espíritu de la liturgia

La pedagogía del amor, entonces, no se limita al aula ni al discurso: se vive en el rito, en la comunidad, en la celebración. Educar para amar es educar para la presencia, para la adoración, para la comunión. Esta visión de Romano Guardini sobre el amor como experiencia litúrgica se inscribe en una tradición teológica que encuentra raíces profundas en San Pablo, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, quienes también vinculan el amor con la comunión, la adoración y la transformación interior. San Pablo, en sus cartas, presenta la liturgia como participación en el cuerpo de Cristo, donde el amor se expresa en la edificación mutua y en la entrega sacramental: “El amor no hace mal al prójimo; así que el amor es el cumplimiento de la ley” (Rom 13,10). Para él, la comunidad litúrgica es el lugar donde el amor se vive como servicio y unidad en Cristo. San Agustín, en Las Confesiones y La ciudad de Dios, concibe la liturgia como acto de amor que une el alma a Dios, donde el canto, la palabra y el gesto son expresión de la caridad que ordena el corazón hacia el bien. El amor, en su pensamiento, es la fuerza que mueve la voluntad hacia Dios, y la liturgia es su escuela. Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, afirma que la liturgia no solo honra a Dios, sino que santifica al hombre mediante los sacramentos, que son signos eficaces del amor divino. Para él, el amor se perfecciona en la adoración, y la pedagogía litúrgica forma al alma para la virtud, la reverencia y la comunión con lo eterno. Frente a estos tres gigantes, Guardini actualiza la tradición: la liturgia no es solo doctrina ni devoción, sino forma educativa del amor, donde el gesto, el silencio y la palabra compartida enseñan a amar sin imponer, a vivir en comunión, y a abrirse al misterio con profundidad espiritual.

 

El amor como respeto, interioridad y comunión

Romano Guardini concibe el amor como respeto profundo por la dignidad de la persona, no como posesión ni utilidad. Amar es reconocer al otro como fin en sí, como portador de sentido, como interlocutor del misterio. Esta visión configura una pedagogía espiritual que forma para la justicia, la libertad y la responsabilidad, y que se vive no en el adoctrinamiento ni en la técnica, sino en la reverencia, el silencio y la comunión. El amor, en Guardini, es forma interior que integra tensiones, abre al ser, y se expresa litúrgicamente en el gesto, la palabra compartida y la adoración. Educar para amar es formar la interioridad como espacio de profundidad, cultivar la reverencia como actitud ante el misterio del otro, vivir el amor en la liturgia como escuela espiritual, y acompañar con respeto como estilo educativo. El educador no domina: acompaña, escucha, guía con reverencia. Es formador de figuras, testigo del misterio, mediador del amor que configura.

Esta pedagogía encuentra ecos luminosos en Santa Catalina de Siena, San Buenaventura y San Francisco de Asís, quienes también vivieron el amor como respeto sagrado por la persona y como apertura al misterio divino. Catalina, en sus Diálogos, enseña que el alma se transforma en el amor cuando reconoce al otro como imagen de Dios, y que el verdadero maestro es aquel que guía con humildad y fuego interior. San Buenaventura, en su Itinerario de la mente a Dios, propone una pedagogía mística donde el amor es camino de ascenso, contemplación y comunión, y donde el respeto por la criatura es expresión del amor por el Creador. San Francisco, en su vida y escritos, encarna el amor como ternura radical, como reverencia por toda forma de vida, como pedagogía del gesto humilde y del vínculo fraterno. Frente a ellos, Guardini actualiza esta tradición: el amor no se enseña desde el poder, sino desde la presencia; no se impone, se testimonia; no se adorna, se encarna. Educar para amar, en esta clave, es formar para la santidad cotidiana, para la comunión profunda, para la reverencia que transforma.

 

Conclusión: Romano Guardini propone una pedagogía del amor que no instruye desde la técnica ni adoctrina desde el discurso, sino que forma desde dentro, cultivando la figura interior del ser humano en su apertura al misterio, en su reverencia por el otro y en su comunión con Dios. Amar, en su visión, es vivir con hondura espiritual, integrar la existencia en torno al valor, y responder con libertad y fidelidad al sentido que interpela. En una época marcada por la superficialidad, la fragmentación y la pérdida de lo trascendente, Guardini nos recuerda que el amor verdadero no se impone ni se consume: se contempla, se respeta, se celebra. Educar para amar es educar para la plenitud del ser.

 

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BENEDICTO XVI: VERDAD,

DON Y COMUNIÓN

 

 

 

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enedicto XVI, teólogo profundo y pastor de la Iglesia, propone una visión del amor como principio vital que articula la verdad, el don y la comunión en todas las dimensiones de la existencia humana. En sus encíclicas Deus caritas est y Caritas in veritate, el amor no se reduce a afecto ni a impulso, sino que se presenta como don recibido de Dios, tarea ética que compromete la libertad, y fundamento de la vida personal, comunitaria y social. Amar, en su pensamiento, es vivir en la verdad que libera, entregarse con responsabilidad, y construir vínculos que reflejan la imagen divina en la intimidad, la cultura y la política. Su pedagogía del amor es cristiana en su raíz, intelectual en su profundidad, y pastoral en su vocación transformadora.

 

El amor como síntesis entre eros y ágape

En Deus caritas est, Benedicto XVI afirma que el amor humano tiene dos dimensiones: el eros, que es deseo, atracción, impulso vital; y el ágape, que es donación, entrega, caridad. Ambas no se excluyen, sino que se purifican y elevan mutuamente. El eros necesita ser educado para no volverse posesivo; el ágape necesita encarnarse para no volverse abstracto. “El eros necesita disciplina, purificación y maduración para alcanzar su verdadera grandeza.” — Deus caritas est, n. 5. La pedagogía del amor, entonces, debe educar el deseo, cultivar la entrega, y formar para la integración afectiva y espiritual. Amar no es elegir entre eros o ágape, sino vivir ambos en unidad redentora.

Esta visión de Benedicto XVI sobre el amor como síntesis entre eros y ágape se enriquece al dialogar con pensadores como Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac y Karl Rahner, quienes también profundizan en la relación entre deseo humano, donación divina y plenitud espiritual. Balthasar, en El dramatismo de la existencia, afirma que el amor cristiano participa del dinamismo trinitario, donde el eros es asumido y transfigurado por el ágape, revelando que la belleza del amor está en su entrega libre y total. De Lubac, en Meditación sobre la Iglesia, sostiene que el ser humano está hecho para la comunión, y que el deseo encuentra su verdad cuando se orienta hacia el otro como misterio, no como objeto. Rahner, desde su teología existencial, afirma que el amor es apertura radical al misterio absoluto, y que el eros no debe reprimirse, sino integrarse en la experiencia de gracia que es el ágape. Frente a estos pensadores, Benedicto XVI ofrece una pedagogía que no fragmenta el amor, sino que lo purifica y unifica, formando al sujeto para una vida afectiva y espiritual donde el deseo se convierte en don, y la entrega en plenitud. Educar para amar, en esta clave, es educar para la redención del deseo y la encarnación de la caridad.

 

El amor como don recibido y ofrecido

Benedicto XVI insiste en que el amor no nace del esfuerzo humano, sino que es don de Dios, gracia que transforma, fuente que se recibe para ser compartida. El amor cristiano no se impone: se acoge, se vive, se transmite. Esta visión configura una pedagogía del amor como formación en la gratuidad, en la apertura, en la reciprocidad. “El amor no es una actividad secundaria, sino la expresión más profunda de nuestra esencia.” — Deus caritas est, n. 25. Educar para amar, entonces, es enseñar a recibir, a reconocer el don, a vivir desde la gratitud. El educador no solo forma: se convierte en testigo del amor recibido.

Esta concepción del amor como don recibido y ofrecido en Benedicto XVI encuentra una profunda sintonía con pensadores como Pierre Teilhard de Chardin, Antonin Sertillanges, Edward Schillebeeckx y Jean-Luc Marion, quienes también entienden el amor como gracia que transforma y como apertura al misterio. Chardin, en El medio divino, afirma que el amor es energía espiritual que une al ser humano con Dios y con la evolución del cosmos, y que solo en la gratuidad del don se alcanza la plenitud personal. Sertillanges, en La vida intelectual, propone que el amor es la raíz de toda búsqueda de verdad, y que el educador debe ser testigo de una vida interior nutrida por el don recibido, no por el esfuerzo voluntarista. Schillebeeckx, desde su teología sacramental, sostiene que el amor cristiano es experiencia de gracia encarnada, donde Dios se da en lo cotidiano, y donde el educador es mediador de esa presencia transformadora. Marion, en El fenómeno del don, lleva esta intuición al extremo: el amor no se define por el sujeto que lo da, sino por el don que irrumpe, excede y precede toda voluntad.

Frente a estos pensadores, Benedicto XVI articula una pedagogía del amor que no se enseña desde la técnica ni desde la moral, sino desde la gratuidad que forma, desde el don que se acoge, y desde la comunión que se construye. Educar para amar, en esta clave, es enseñar a vivir desde la gracia, a reconocer el don, y a convertirse en testigo de lo recibido. Subraya que el amor como gracia que transforma y como apertura al misterio es clave en una pedagogía del amor.

El amor como principio de justicia y desarrollo

En Caritas in veritate, Benedicto XVI amplía la pedagogía del amor al ámbito social. La caridad no es solo virtud privada: es principio de justicia, criterio de desarrollo, fundamento de la vida política y económica. Sin amor, la verdad se vuelve fría; sin verdad, el amor se vuelve ciego.

“La caridad en la verdad es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad.” — Caritas in veritate, n. 1

La pedagogía del amor debe formar para la responsabilidad social, para la solidaridad, para la construcción de una civilización del amor. Amar es también transformar estructuras, servir al bien común, vivir la fe en lo público.

Esta ampliación social del amor en Benedicto XVI, donde la caridad se convierte en principio de justicia y motor de desarrollo integral, dialoga con fuerza con pensadores como Hans Küng, Gustavo Gutiérrez, Yves Congar, Marie-Dominique Chenu y Jürgen Moltmann, quienes también vinculan la fe con la transformación histórica y estructural. Küng, en La Iglesia, insiste en que la comunidad cristiana debe ser fermento ético en la sociedad, y que el amor exige compromiso con la verdad, la justicia y los derechos humanos. Gutiérrez, desde la teología de la liberación, afirma que el amor cristiano no puede ser neutral ante la pobreza y la opresión: amar es luchar por la dignidad, por la equidad, por la vida plena de los excluidos. Congar, en Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, sostiene que la caridad debe renovar las estructuras eclesiales y sociales, y que el amor es fuerza crítica y constructiva. Chenu, en su lectura histórica de la teología, propone que el amor cristiano debe encarnarse en la cultura, en la economía, en la política, como principio de humanización. Moltmann, en La teología de la esperanza, afirma que el amor es anticipación del Reino, y que la pedagogía cristiana debe formar para la esperanza activa, para la justicia histórica, para la solidaridad concreta.

Frente a ellos, Benedicto XVI articula una pedagogía del amor que no se limita a la intimidad ni a la moral privada, sino que forma para la transformación del mundo, para la construcción de una civilización del amor donde la verdad y la caridad se abrazan como fundamento ético y social. Educar para amar, en esta clave, es educar para servir, para construir, para redimir lo público desde la fe. Se trata de una concepción del amor enlazada también con la transformación social acorde con los ochocientos años de trasegar de la Patrística en su defensa de la caridad y justicia social.

El amor como comunión eclesial y transformación cultural

Benedicto XVI concibe el amor como principio que configura la vida personal, social y eclesial, y propone una pedagogía que forma desde la verdad, la gratuidad y la comunión. La Iglesia, en su visión, es comunidad viva donde el amor de Dios se hace visible y operante, no solo en la intimidad espiritual, sino en los vínculos concretos que unen a los creyentes en servicio, pertenencia y participación activa. Educar para amar, entonces, es educar para la vida eclesial, para la integración afectiva y espiritual, para la justicia social y para la comunión que transforma. Esta pedagogía implica purificar el eros, formar en el ágape, cultivar la gratuidad como actitud ética, enseñar la caridad como principio de desarrollo, y vivir el amor en comunidad como espacio formativo. No se impone ni se improvisa: se cultiva en la verdad, se transmite en la vida, se encarna en la relación. El educador cristiano es testigo del amor que une, que transforma, que plenifica.

Frente a esta propuesta, pensadores contemporáneos como Gianni Vattimo, Richard Rorty, Byung-Chul Han y Zygmunt Bauman ofrecen miradas críticas sobre la fragilidad de los vínculos en la modernidad. Vattimo, desde su “pensamiento débil”, defiende una ética de la caridad desvinculada de estructuras dogmáticas, pero reconoce que, sin comunión concreta, el amor corre el riesgo de diluirse en relativismo. Rorty, en su pragmatismo liberal, valora la solidaridad como forma de amor público, aunque sin anclaje trascendente, lo que limita su profundidad formativa. Han, en La expulsión de lo distinto, denuncia cómo la hipertransparencia y la lógica del rendimiento destruyen la posibilidad de comunión auténtica, y reclama una pedagogía del cuidado y la contemplación. Bauman, en Amor líquido, advierte que la fragilidad de los vínculos contemporáneos convierte el amor en consumo, y que, sin comunidad estable, el sujeto queda desarraigado. Frente a estas críticas, Benedicto XVI propone una pedagogía del amor que resiste la fragmentación, que forma para la comunión estable, y que encarna la caridad en estructuras vivas de Iglesia, cultura y sociedad. Educar para amar, en esta clave, es educar para permanecer, para servir, para construir vínculos que reflejen el amor eterno.

 

Conclusión

Benedicto XVI propone una pedagogía del amor que no se limita a lo afectivo ni a lo moral, sino que configura integralmente a la persona en su verdad, en su libertad y en su vocación a la comunión. Amar, en su pensamiento, es vivir desde el don recibido, transformar el deseo en entrega, y construir vínculos que reflejen la caridad divina en lo íntimo, en lo social y en lo eclesial. En una época marcada por la confusión afectiva, la fragmentación cultural y la pérdida del sentido trascendente, su propuesta resuena como un llamado urgente a formar corazones capaces de unir eros y ágape, verdad y caridad, justicia y gratuidad. Educar para amar, en esta clave, es educar para la plenitud humana y cristiana: para una vida reconciliada con Dios, con el otro y con el mundo.

 

Bibliografía

BALTHASAR, Hans Urs von. El dramatismo de la existencia. Madrid: Ediciones Encuentro, 2002.

BENEDICTO XVI. Deus caritas est. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2006.

BENEDICTO XVI. Caritas in veritate. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2009.

BENEDICTO XVI. Introducción al cristianismo. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2018.

BENEDICTO XVI. Jesús de Nazaret. Escritos de cristología. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2021.

CHARDIN, Pierre Teilhard de. El medio divino. Madrid: Editorial Trotta, 2002.

CHENU, Marie-Dominique. La teología como ciencia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1994.

CONGAR, Yves. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia. Madrid: Ediciones Cristiandad, 2014.

GUTIÉRREZ, Gustavo. Teología de la liberación. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1971.

HAN, Byung-Chul. La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder, 2017.

KÜNG, Hans. La Iglesia. Madrid: Editorial Trotta, 2001.

MARION, Jean-Luc. El fenómeno del don. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2001.

MOLTMANN, Jürgen. La teología de la esperanza. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1970.

RORTY, Richard. Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona: Paidós, 1991.

RAHNER, Karl. Curso fundamental sobre la fe. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1981.

SERTILLANGES, Antonin-Dalmace. La vida intelectual. Madrid: Rialp, 2000.

SCHILLEBEECKX, Edward. Cristo, la historia de Dios. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1981.

VATTIMO, Gianni. Después de la cristianidad. Barcelona: Paidós, 2009.

 

 

 

JEAN VANIER, FRAGILIDAD, PRESENCIA Y COMUNIÓN ENCARNADA

 

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ean Vanier, filósofo, teólogo y fundador de L’Arche, vivió el amor no como teoría ni emoción idealizada, sino como presencia encarnada que acoge la vulnerabilidad del otro y transforma desde el encuentro cotidiano. Su pedagogía del amor nace de la experiencia compartida: del gesto humilde, del sufrimiento acompañado, de la alegría sencilla vivida en comunidad con personas con discapacidad intelectual. Para Vanier, amar es reconocer al otro como don, acoger su fragilidad sin temor ni superioridad, y dejarse interpelar por una comunión que no se impone, sino que se celebra en lo concreto. El amor, en su visión, es práctica radical de humanidad, escuela de ternura, y camino espiritual hacia lo esencial.

 

El amor como acogida: recibir al otro como don

Vanier insiste en que el amor comienza cuando dejamos de ver al otro como problema, como amenaza o como carga, y empezamos a verlo como don, como presencia que revela lo esencial. La fragilidad del otro no es obstáculo, sino lugar de revelación, espacio de comunión, fuente de transformación. “El amor verdadero no busca cambiar al otro, sino acogerlo como es.” — La comunidad, lugar del perdón y de la fiesta

La pedagogía del amor, entonces, debe formar para la acogida, para la escucha, para la presencia sin juicio. Educar para amar es enseñar a recibir al otro con reverencia y gratitud.

Esta pedagogía de la acogida en Jean Vanier no es una estrategia educativa ni una actitud compasiva superficial: es una revolución espiritual que transforma la manera de estar en el mundo. Acoger al otro como don implica desarmar las defensas del ego, renunciar al control, y abrirse a una relación donde la fragilidad no se oculta, sino que se honra. En este horizonte, la vulnerabilidad deja de ser debilidad y se convierte en lugar teológico, en espacio donde Dios se manifiesta a través del rostro del excluido, del herido, del que no encaja en los cánones de eficiencia o éxito. Vanier nos enseña que el amor verdadero no busca corregir ni redimir desde arriba, sino descender al nivel del otro, compartir su ritmo, su silencio, su dolor, y dejarse transformar por la comunión que nace del encuentro. Educar para amar, en esta clave, es formar para la humildad activa, para la ternura encarnada, para la presencia que no juzga, sino que abraza y dignifica.

El amor como presencia: estar con, no hacer por

Vanier distingue entre ayudar desde arriba y acompañar desde dentro. El amor no es asistencia técnica ni solución rápida: es presencia humilde, compañía fiel, estar con el otro en su camino. Esta pedagogía exige tiempo, paciencia, vulnerabilidad. “Estar presente es más importante que hacer cosas. El amor comienza cuando dejamos de huir del sufrimiento del otro.” — El corazón de L’Arche

Educar para amar es formar para la presencia real, para el acompañamiento silencioso, para el compromiso cotidiano. El educador no es experto: es compañero de camino. Esta pedagogía de la presencia que propone Jean Vanier no solo transforma la relación educativa, sino que reconfigura el sentido mismo del vínculo humano. En un mundo obsesionado con la productividad, la velocidad y el control, Vanier nos recuerda que el acto más radical de amor es detenerse y estar, sin exigencias, sin soluciones, sin máscaras. La presencia auténtica implica exponerse al dolor del otro, renunciar al protagonismo, y permitir que la relación se convierta en espacio de revelación mutua. En este horizonte, el educador deja de ser figura de poder y se convierte en testigo de la humanidad compartida, en artesano de vínculos que sanan. Educar para amar, en esta clave, es enseñar que el verdadero acompañamiento no se mide por resultados, sino por la fidelidad silenciosa que sostiene, dignifica y transforma desde lo más hondo.

La pedagogía de la presencia en Jean Vanier, centrada en el estar con y no en el hacer por, dialoga con la estarlogía de Rodolfo Kusch y con la teología de la inculturación de Juan Carlos Scannone, aunque desde fundamentos distintos. Kusch propone una ontología del estar marcada por la inmanencia naturalista, donde el sujeto se define por su arraigo a la tierra, al misterio telúrico y a lo cotidiano, sin referencia explícita a lo trascendente. Vanier, en cambio, vive el estar como presencia espiritual encarnada, donde la fragilidad del otro se convierte en lugar teológico y camino hacia Dios. Scannone, por su parte, articula una inculturación del Evangelio que se abre a las culturas populares, especialmente latinoamericanas, como mediaciones válidas de la fe; Vanier no parte de una reflexión cultural, sino de una experiencia comunitaria concreta con personas excluidas por su discapacidad. A pesar de estas diferencias, los tres coinciden en que el amor verdadero se vive en lo concreto, se encarna en el vínculo, y se cultiva en la cercanía que transforma. Educar para amar, en esta clave, es formar para la presencia situada, para la ternura activa, y para la comunión que dignifica desde lo humano.

 

El amor como comunión con la fragilidad compartida

Jean Vanier propone una pedagogía del amor profundamente encarnada, donde la fragilidad compartida no es obstáculo, sino fuente de comunión, aprendizaje y transformación mutua. El amor verdadero no se vive en la perfección ni en la superioridad, sino en la presencia humilde, en la apertura al otro como don, en la confianza que nace del dolor compartido y la ternura vivida. Para Vanier, el educador no enseña desde arriba, sino que aprende desde dentro, se deja transformar por el vínculo, por la reciprocidad, por el encuentro que humaniza. Esta pedagogía forma para la honestidad emocional, para la acogida sin juicio, para la comunión que abraza y dignifica. No se transmite en manuales, sino en el gesto cotidiano, en la fidelidad silenciosa, en la comunidad que sana. Educar para amar, en esta clave, es formar para la presencia real, para la vulnerabilidad compartida, y para el amor que transforma desde lo más humano.

 

Conclusión

Jean Vanier propone una pedagogía del amor que se encarna en la fragilidad, se vive en comunidad y transforma desde la ternura. Amar, en su visión, es acoger al otro como don, estar presente con humildad y dejarse transformar en el encuentro. Frente a una cultura marcada por la exclusión, la prisa y la superficialidad, Vanier nos recuerda que el amor verdadero se cultiva en lo pequeño, en lo compartido, en la vulnerabilidad asumida. Educar para amar, entonces, es educar para la humanidad reconciliada, para la comunión que dignifica, para la plenitud que nace del corazón abierto.

 

Bibliografía

KUSCH, Rodolfo. Obras completas. Rosario: Editorial Fundación Ross, 1998.

SCANNONE, Juan Carlos. La inculturación del Evangelio en la cultura latinoamericana. Buenos Aires: Editorial Guadalupe, 1994.

SCANNONE, Juan Carlos. Pensar desde América Latina: una hermenéutica raigal de la cultura. Buenos Aires: Editorial Bonum, 2007.

VANIER, Jean. La comunidad, lugar del perdón y de la fiesta. Santander: Sal Terrae, 1995.

VANIER, Jean. Hacerse humano. Santander: Sal Terrae, 2000. ISBN 8429314384.

VANIER, Jean. El corazón de L’Arche: cómo amar a alguien. Santander: Sal Terrae, 2008.

GUSTAVO FLORES QUELOPANA: DIGNIDAD, TRASCENDENCIA ENCARNADA Y TRANSFORMACIÓN EDUCATIVA

 

 

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ustavo Flores Quelopana (1959) propone una pedagogía del amor profundamente cristológica, donde educar no es solo formar en valores éticos o competencias técnicas, sino abrir el corazón al misterio divino encarnado en lo humano. En su visión humanista cristiana, el amor verdadero educa reconociendo la presencia de Dios en la historia, en la carne, en el rostro del otro, revelada en Cristo. Esta clave teológica no es adorno doctrinal, sino el núcleo del modelo: educar para amar es educar para la dignidad, la libertad y la comunión, en una experiencia donde lo trascendente se manifiesta en lo cotidiano.

 

El amor como dignidad: educar para el respeto del ser humano

El modelo humanista parte del reconocimiento de la dignidad ontológica de la persona, creada a imagen de Dios. Cada ser humano es portador de valor, no por sus capacidades ni por su utilidad, sino por su ser. La educación, entonces, debe formar para el respeto, la empatía y la inclusión.

“El amor a la naturaleza y la preservación del medio ambiente compromete al respeto de su propia naturaleza y dignidad humana.” — Modelo pedagógico humanista

La pedagogía del amor forma para la conciencia ética, pero también para la reverencia espiritual ante el misterio del otro. Educar para amar es educar para reconocer la imagen de Dios en cada rostro.

Flores Quelopana encuentra resonancias y contrastes con pensadores como Blaise Pascal, Gustavo Gutiérrez y Benedicto XVI. Pascal, desde su antropología cristiana, afirma que el ser humano es una paradoja viva: grande por su capacidad de pensar, pero frágil por su miseria moral. Para él, la dignidad no se basa en el poder ni en el saber, sino en la conciencia de nuestra condición ante Dios. Gutiérrez, desde la teología de la liberación, radicaliza esta dignidad al afirmar que el pobre es sacramento de Cristo, y que educar para amar implica opción preferencial por los excluidos, reconociendo en ellos el rostro de Dios que interpela a la justicia. Benedicto XVI, por su parte, en Caritas in veritate, sostiene que la dignidad humana es inseparable de la verdad del ser, y que el amor auténtico educa para la libertad responsable, para la comunión social y para el desarrollo integral. Frente a ellos, Flores Quelopana articula una pedagogía donde la dignidad ontológica no es solo principio ético, sino manifestación teológica: educar para amar es formar para la reverencia ante el misterio del otro, para el respeto que no se negocia, y para la inclusión que nace de reconocer a cada persona como imagen viva de Dios.

 

El amor como humanismo con Dios encarnado en la historia

Flores Quelopana no propone un humanismo secularizado ni autónomo. Su modelo educativo está atravesado por una convicción cristológica: el ser humano alcanza su plenitud cuando reconoce que Dios ha entrado en la historia, se ha hecho carne, y habita en lo humano. Este humanismo no niega la trascendencia, sino que la descubre encarnada en la vida concreta, en la cultura, en la educación.

“La pedagogía del amor reconoce que la historia humana está habitada por Dios, y que educar es ayudar al otro a descubrir esa presencia encarnada.” — interpretación del modelo

Este enfoque transforma la educación en una experiencia espiritual, donde el aula se convierte en espacio de revelación, y el educador en mediador del misterio. Amar, en esta clave, es educar para ver a Dios en lo humano, para reconocer lo divino en lo cotidiano, para formar personas capaces de vivir la trascendencia en la historia.

Este humanismo cristológico de Gustavo Flores Quelopana se distancia radicalmente de tres grandes corrientes filosóficas modernas: el fenomenismo de Kant, el panteísmo de Hegel y el inmanentismo de Nietzsche. Kant, desde su revolución copernicana, limita el conocimiento a los fenómenos, dejando lo nouménico —lo trascendente— fuera del alcance de la razón, lo que convierte la experiencia religiosa en una cuestión moral más que ontológica. Hegel, por su parte, diluye la trascendencia en un panteísmo racional, donde Dios se identifica con el proceso dialéctico de la historia, anulando la alteridad divina en favor de la totalidad del Espíritu. Nietzsche, en cambio, radicaliza la inmanencia: niega toda trascendencia, proclama la muerte de Dios y propone una pedagogía del poder, donde el amor es sustituido por la voluntad de dominio. Frente a estos modelos, Flores Quelopana afirma que Dios no es idea, ni proceso, ni ausencia, sino presencia encarnada en la historia, en la carne, en la comunidad. Su pedagogía del amor no busca formar sujetos autónomos ni héroes trágicos, sino personas abiertas al misterio, capaces de reconocer lo divino en lo humano, y de vivir la educación como camino espiritual hacia la plenitud.

 

El amor como vínculo entre trascendencia e inmanencia: Cristo como síntesis pedagógica

En el corazón del modelo pedagógico de Flores Quelopana se encuentra una afirmación teológica decisiva: el Dios que se encarna en la historia a través de Cristo representa el amor de lo trascendente por lo inmanente, y ese amor no anula la diferencia, sino que la une sin confundirla. Esta visión cristológica no es una abstracción doctrinal: es la clave formativa que permite educar al ser humano como criatura histórica, abierta al misterio, capaz de vivir en comunión con Dios sin dejar de habitar el mundo.

“La encarnación es el acto supremo del amor: Dios no se queda fuera, sino que entra en la historia, asume la carne, y transforma desde dentro.” — interpretación teológica del modelo

Desde esta perspectiva, la pedagogía del amor no puede desligar lo espiritual de lo humano, ni reducir lo divino a lo ético, ni confundir lo eterno con lo temporal. Debe formar para una síntesis respetuosa, donde el educando aprenda a vivir en la historia con conciencia de lo eterno, a reconocer a Dios en lo cotidiano sin banalizarlo, y a responder al amor divino con libertad humana.

Esta síntesis cristológica que propone Gustavo Flores Quelopana —donde lo trascendente se encarna sin perder su alteridad— se distancia críticamente de tres concepciones modernas de la trascendencia: la trascendencia subjetiva de Husserl, la trascendencia existencial de Heidegger y la trascendencia nominal de Vattimo. En Husserl, la trascendencia se reduce al horizonte de la conciencia intencional: el mundo se da como fenómeno para el sujeto, pero Dios queda fuera del campo fenomenológico, como problema no tematizable. Heidegger, por su parte, concibe la trascendencia como apertura del ser en el Dasein, pero sin referencia personal a lo divino: el misterio se vive como angustia ontológica, no como comunión. Vattimo, desde una hermenéutica débil, propone una trascendencia nominal, despojada de metafísica, donde Dios se reduce a un nombre que habilita la caridad sin exigir verdad ontológica. Frente a estas visiones, Flores Quelopana afirma que la trascendencia se revela en la inmanencia, no como proyección subjetiva ni como estructura ontológica impersonal, sino como presencia viva y transformadora en Cristo. Su pedagogía del amor forma para una experiencia espiritual encarnada, donde el educando aprende a vivir la historia como espacio habitado por Dios, y a responder con libertad y comunión al misterio que se le ofrece desde dentro.

 

El amor como humanismo político: transformar la sociedad desde la educación

Flores Quelopana articula su modelo con una visión política renovadora, donde el amor se convierte en principio de justicia, equidad y participación democrática. La educación no debe reproducir estructuras de poder excluyentes, sino formar ciudadanos capaces de transformar la realidad desde el amor al prójimo y a la patria.

“La educación debe ser el motor de una nueva política basada en el respeto, la solidaridad y el amor al bien común.” — Modelo pedagógico humanista

La pedagogía del amor forma para la ciudadanía activa, pero también para la esperanza escatológica: el compromiso con el Reino de Dios que se construye en la historia.

La dimensión política del amor en Gustavo Flores Quelopana se enriquece al dialogar con pensadores peruanos como Augusto Salazar Bondy, quien denuncia la dependencia cultural y propone una educación crítica que libere al sujeto latinoamericano de la alienación; y Francisco Miró Quesada Cantuarias, que defiende un humanismo pluralista, agnóstico y racional, donde la educación forma para la convivencia democrática y el respeto mutuo. Mientras Salazar Bondy enfatiza la necesidad de una conciencia histórica emancipadora, y Miró Quesada apuesta por una ética del diálogo, Flores Quelopana articula estas preocupaciones en clave cristológica: el amor no solo transforma estructuras, sino que revela la presencia de Dios en la historia, orientando la acción política hacia el Reino. En sintonía con Barrantes, Freire y Gutiérrez, su pedagogía del amor forma para una ciudadanía activa, pero también para una esperanza escatológica, donde el compromiso con la justicia se vive como respuesta espiritual. Educar para amar, en esta clave, es formar sujetos históricos, críticos y creyentes, capaces de transformar el mundo sin perder de vista lo eterno.

 

El amor como formación integral: cuerpo, mente y espíritu

El modelo no fragmenta al ser humano. Propone una educación que integre lo cognitivo, lo afectivo, lo espiritual y lo corporal. El amor es el principio que unifica la experiencia educativa, que da sentido al aprendizaje, que forma personas completas. Educar para amar es educar para la plenitud, para la santidad, para la comunión con Dios y con los otros. Esta visión integral del amor en la educación, propuesta por Gustavo Flores Quelopana, encuentra ecos y contrastes fecundos en San Agustín, Santo Tomás de Aquino y Gabriel Marcel. San Agustín concibe la formación como un retorno interior hacia Dios, donde el amor ordena el alma y unifica el ser: “Ama y haz lo que quieras”, porque el amor verdadero orienta la voluntad hacia el bien. Santo Tomás, desde su antropología teológica, afirma que el ser humano es cuerpo y alma en unidad, y que el amor —como acto de la voluntad iluminado por la razón— perfecciona todas las dimensiones del sujeto en su camino hacia Dios. Marcel, desde una filosofía existencial cristiana, defiende que el amor no es posesión ni técnica, sino presencia encarnada, vínculo que respeta el misterio del otro y que forma desde la fidelidad y la esperanza. Frente a ellos, Flores Quelopana articula una pedagogía donde el amor no solo ordena ni perfecciona, sino que integra: cuerpo, mente y espíritu se educan juntos, en comunión, para formar personas capaces de vivir la santidad en lo cotidiano, la plenitud en lo humano, y la trascendencia en la historia. Educar para amar, en esta clave, es formar para la totalidad reconciliada del ser.

 

El amor como compromiso con la naturaleza y la paz

Flores Quelopana extiende el amor hacia la creación, promoviendo una ecología integral. El amor se convierte en cuidado, respeto, armonía. Esta dimensión ecológica no es solo ética: es teológica, porque reconoce que la creación es lugar de revelación, espacio de comunión con Dios. Educar para amar es educar para cuidar la tierra como casa común, como don divino, como sacramento de la presencia.

Esta dimensión ecológica del amor en Gustavo Flores Quelopana encuentra profundas resonancias en San Francisco de Asís, quien vivió la creación como fraternidad cósmica, llamando “hermano” al sol y “hermana” a la luna, y reconociendo en cada criatura una huella del amor divino. En Santa Catalina de Siena, el amor a la creación se expresa como compromiso con la paz interior y social, donde el cuidado del mundo comienza por la conversión del corazón y la armonía con Dios. Blaise Pascal, desde su visión cristiana del ser humano como “caña pensante”, advierte que la grandeza humana no está en dominar la naturaleza, sino en reconocer su misterio y nuestra pequeñez ante lo infinito. Frente a ellos, Flores Quelopana articula una ecología teológica, donde la tierra no es solo entorno, sino sacramento vivo, espacio de revelación y comunión. Su pedagogía del amor forma para una espiritualidad ecológica, donde cuidar la creación es responder al amor de Dios que se manifiesta en lo visible, y construir la paz es vivir reconciliados con la tierra, con los otros y con el misterio que nos habita.

 

Fundamento doctrinal: Educación, Humanismo y Trascendencia (2011)

El pensamiento pedagógico de Flores Quelopana encuentra su expresión más articulada en el libro Educación, Humanismo y Trascendencia. Ejes en la Era del Conocimiento (2011), donde plantea que la Era del Conocimiento está en crisis no por falta de información, sino por pérdida de sentido. La educación, afirma, ha sido reducida a técnica y competencia, olvidando su vocación más profunda: formar seres humanos capaces de vivir con dignidad, libertad y apertura al misterio.

“La principal limitación de las propuestas educativas es soslayar el problema del sistema social más adecuado para el modelo pedagógico.” — Educación, Humanismo y Trascendencia

En esta obra, Flores Quelopana denuncia el desfase entre los modelos educativos importados y la realidad cultural del Perú, y propone una alternativa basada en tres pilares:

·           Humanismo integral, que reconoce al ser humano como fin en sí mismo

·           Educación como formación del ser, no solo del saber

·           Trascendencia encarnada, donde Dios no se impone desde fuera, sino que habita la historia y transforma desde dentro

Este libro no solo ofrece una crítica lúcida al sistema educativo contemporáneo, sino que fundamenta filosófica y teológicamente su propuesta pedagógica, convirtiéndose en una referencia obligada para quienes buscan una educación que forme para la vida, la comunión y la esperanza.

La propuesta de Gustavo Flores Quelopana en Educación, Humanismo y Trascendencia se inscribe en una tradición que dialoga críticamente con pensadores como Jacques Maritain, Daisaku Ikeda y Samuel Ramos, cada uno desde su propio horizonte humanista. Maritain, desde el personalismo cristiano, defiende una educación integral que forme al ser humano como persona abierta a la trascendencia, reconociendo su dignidad ontológica y su vocación espiritual; sin embargo, su énfasis en la metafísica del ser se distancia del enfoque más histórico y encarnado de Flores Quelopana. Ikeda, desde el budismo humanista, propone una pedagogía de la paz y la compasión, donde el amor y el diálogo son motores de transformación social; aunque comparte con Flores Quelopana la dimensión ética y comunitaria, su visión carece de la clave cristológica que articula trascendencia e historia. Samuel Ramos, por su parte, desde una filosofía mexicana de la identidad, denuncia la imitación cultural y propone una educación que afirme la autenticidad del ser latinoamericano; Flores Quelopana retoma esta crítica, pero la eleva hacia una síntesis teológica, donde el ser humano no solo se afirma en su cultura, sino que descubre en ella la presencia transformadora de Dios. Así, su modelo pedagógico no es solo humanista, sino humanismo con Dios, capaz de formar sujetos históricos, espirituales y comprometidos con la dignidad, la comunión y la esperanza.

 

Implicaciones pedagógicas: formar para la dignidad, la comunión y la trascendencia

La pedagogía del amor en Gustavo Flores Quelopana implica: Formar para la dignidad humana, como base ética y espiritual. Educar para la justicia social, como expresión política del amor. Reconocer a Cristo como modelo educativo, como revelación de la trascendencia en lo humano. Cultivar la integralidad del ser, como camino hacia la plenitud. Promover la paz y el respeto ambiental, como horizonte educativo. Transformar la sociedad desde la educación, como misión cristiana. Unir sin confundir lo eterno y lo temporal, como síntesis pedagógica del amor encarnado

Esta pedagogía no se impone ni se tecnifica: se vive en la comunidad, se encarna en la práctica educativa, se proyecta en la transformación espiritual y social. El educador es formador de conciencia, testigo del amor encarnado, constructor del Reino en la historia.

Esta propuesta pedagógica de Gustavo Flores Quelopana, centrada en la dignidad, la comunión y la trascendencia, dialoga con pensadores como José Comblin, Johann Baptist Metz, Pedro Casaldáliga Girardi y Enrique Dussel, quienes también conciben la educación como acto teológico, ético y político. Comblin insiste en que la educación cristiana debe ser liberadora, profética, y encarnada en las luchas del pueblo; su teología del pueblo de Dios resuena con la visión comunitaria de Quelopana, aunque con un énfasis más sociopolítico. Metz, desde la teología política, reclama una memoria peligrosa que eduque en la compasión y la resistencia ante el sufrimiento histórico, lo cual se complementa con la pedagogía del amor como formación para la esperanza activa. Girardi, desde su praxis pastoral, convierte el amor en compromiso con los pobres, en ternura militante, en espiritualidad encarnada en la justicia; su testimonio vital encarna lo que Quelopana teoriza. Dussel, por su parte, desde la filosofía de la liberación, propone una educación que parta del rostro del otro, desde la exterioridad ética que interpela y transforma; su crítica al eurocentrismo y su apuesta por una pedagogía latinoamericana coinciden con el llamado de Quelopana a formar desde la realidad cultural y espiritual del Perú. En conjunto, estos pensadores refuerzan la idea de que educar para amar es formar para la transformación integral: del sujeto, de la comunidad y de la historia, en fidelidad al Dios que se encarna, acompaña y libera.

 

Conclusión: Educar para amar es formar para la plenitud del ser

La pedagogía del amor propuesta por Gustavo Flores Quelopana no es una técnica ni una ideología: es una visión integral, cristológica y transformadora del ser humano en la historia. Frente a los reduccionismos tecnocráticos, secularistas o fragmentarios, su modelo educativo afirma que amar es educar para la dignidad, la comunión y la trascendencia, reconociendo en cada persona la imagen de Dios encarnado. Esta pedagogía forma sujetos libres, conscientes, espirituales y comprometidos con la justicia, la paz y el cuidado de la creación. El educador, en esta clave, no transmite contenidos: testimonia el amor que transforma, acompaña desde la ternura, y construye el Reino en lo cotidiano. Educar para amar, en definitiva, es formar para la plenitud del ser, para la esperanza encarnada, y para una humanidad reconciliada con Dios, consigo misma y con el mundo.

 

Bibliografía

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CHOCCE PEÑA, José Esteban. Gustavo Flores Quelopana: filósofo del abismo y profeta de la tragedia de la civilización actual. Lima: IIPCIAL, 2020.

CHOCCE PEÑA, José Esteban. El modelo pedagógico humanista “Gustavo Flores Quelopana” en la renovación política educativa ante el Bicentenario del Perú 2021. Chimbote: Universidad San Pedro, 2021. Tesis de Licenciatura en Educación.

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SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma teológica. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1955.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PEDAGOGÍA DEL AMOR

EN SUS PRINCIPIOS

 

 

1. La pedagogía cristiana del amor es una forma de resistencia espiritual que transforma la educación en un acto redentor, centrado en el amor encarnado de Cristo, capaz de despertar vocaciones, restaurar el sentido humano y reconfigurar la cultura desde su núcleo espiritual.

2. La educación auténtica nace de la caridad y tiene como fin revelar al ser humano su vocación al amor eterno (Cristo).

3. La pedagogía del amor proclamada por San Pablo es una propuesta radical y transformadora que convierte la educación en un acto de comunión, restauración y transfiguración del ser humano, capaz de regenerar lo herido y fecundar el futuro desde la fidelidad, la entrega y la ternura.

4. Educar, según San Agustín, es guiar el corazón humano hacia una libertad redimida por el amor, formando personas capaces de comunión, conversión y plenitud espiritual.

5. Educar para amar, según Santo Tomás de Aquino, es formar la voluntad en la verdad, la razón en el orden, y el corazón en la gracia, para que el ser humano alcance su plenitud ontológica y viva en comunión con el Bien supremo.

6. La educación, según San Buenaventura, debe encender el alma en el amor como experiencia viva, guiando al ser humano hacia la contemplación, la comunión y la trascendencia, para que no solo sepa, sino que vea, arda y ascienda.

7. Educar para amar, según Santa Catalina de Siena, es formar corazones libres que, guiados por el discernimiento y encendidos por la caridad divina, eligen amar con entrega radical, comunión redentora y libertad transformadora.

8. Educar para amar, según San Juan de la Cruz, es guiar al alma por un camino de despojo, purificación y comunión silenciosa, donde el amor se encarna como fuego transformador que consume el yo y fecunda la plenitud interior.

9. Educar para amar, según Blaise Pascal, es formar seres humanos que, desde su fragilidad y deseo, se abren al misterio de Dios, cultivando el corazón como lugar de comunión, gracia y plenitud trascendente.

10. Educar para amar, según Søren Kierkegaard, es formar sujetos éticos y auténticos que, desde la libertad interior y la responsabilidad trascendente, asumen el amor como tarea divina, comunión redentora y camino hacia la verdad del ser.

11. Educar para amar, según Romano Guardini, es formar desde el interior del ser humano, cultivando su apertura al misterio, su reverencia por el otro y su comunión con Dios, para que viva con hondura espiritual y alcance la plenitud del ser.

12. Educar para amar, según Benedicto XVI, es formar integralmente a la persona en su verdad, libertad y vocación a la comunión, transformando el deseo en entrega y construyendo vínculos que reflejen la caridad divina en todas las dimensiones de la vida.

13. Educar para amar, según Jean Vanier, es formar desde la fragilidad compartida, cultivando la ternura, la humildad y la presencia, para que el encuentro humano se convierta en camino de comunión, dignidad y plenitud.

14. Educar para amar, según Gustavo Flores Quelopana, es formar integralmente al ser humano en su dignidad, libertad y vocación trascendente, reconociendo en cada persona la imagen de Dios y acompañando su transformación hacia una humanidad reconciliada y plena.

En suma, educar para amar es formar integralmente al ser humano en su dignidad, libertad y vocación trascendente, guiando su corazón hacia la comunión con Dios y con los demás, mediante una pedagogía que transforma desde la ternura, la verdad, la gracia y el testimonio, para alcanzar la plenitud del ser y fecundar el mundo con el amor que redime.

Educar para amar es sumergirse en el arte de formar almas que no solo piensen, sino que vivan desde lo profundo. Es cultivar una humanidad reconciliada, capaz de abrazar su fragilidad sin perder su grandeza, de ejercer la libertad como don y no como capricho, y de descubrir en cada vínculo la huella de lo eterno. Esta pedagogía no se impone ni se improvisa: se encarna en el testimonio, se fecunda en la ternura, y se eleva en la gracia. En un mundo que fragmenta, acelera y vacía, educar para amar es levantar una cultura del encuentro, donde el corazón se convierte en santuario, la verdad en camino, y el amor en fuerza redentora que transforma la historia desde dentro.

La pedagogía del amor es rechazada con violencia por la civilización pragmática de la modernidad porque representa todo lo que este paradigma ha decidido ignorar, suprimir o ridiculizar. En una cultura que absolutiza la eficiencia, el placer inmediato, la utilidad y el rendimiento, hablar de amor como don, como comunión, como vocación trascendente, es una provocación intolerable. Esta pedagogía no encaja en sistemas que miden el valor humano por su productividad, que educan para competir y no para contemplar, que exaltan el yo mientras desprecian el misterio. La modernidad instrumental, secular y nihilista teme al amor porque el amor revela lo que ella no puede controlar: la gratuidad, la vulnerabilidad, la trascendencia. Por eso lo trivializa, lo reduce a emoción o consumo, y lo excluye de sus proyectos formativos. La pedagogía del amor no es solo alternativa: es resistencia. Y en tiempos donde el alma ha sido exiliada del aula, su sola presencia incomoda, desestabiliza y denuncia.

La pedagogía constructivista, en su versión más radical y desarraigada de toda trascendencia, es hija directa de una cosmovisión moderna que ha desplazado el misterio por el método, la interioridad por la técnica, y la verdad por la utilidad. Nacida en el cruce entre el escepticismo epistemológico, el agnosticismo espiritual y el cientificismo positivista, esta pedagogía asume que el conocimiento es una construcción autónoma del sujeto, desvinculada de toda verdad objetiva, de todo sentido último, y de toda referencia a lo divino. Al negar la metafísica, reduce la educación a procesos cognitivos, a esquemas mentales, a habilidades funcionales. El ser humano deja de ser alma encarnada y se convierte en sistema operativo: un ente que aprende a adaptarse, pero no a trascender; que resuelve problemas, pero no se pregunta por el sentido; que calcula, pero no contempla.

Esta pedagogía, al absolutizar la autonomía del sujeto y relativizar toda verdad, termina por deshumanizar al hombre, porque lo priva de su vocación más profunda: amar, buscar, entregarse, elevarse. En lugar de formar personas, forma individuos funcionales; en lugar de despertar almas, optimiza competencias. Y así, bajo la apariencia de libertad, instala una nueva forma de esclavitud: la del yo encerrado en sí mismo, sin misterio, sin comunión, sin eternidad. Frente a esta lógica, la pedagogía del amor no solo es alternativa: es profecía. Porque recuerda que educar no es construir desde la nada, sino responder al don recibido, abrirse a la verdad que llama, y dejarse transformar por el amor que salva.

La principal objeción que se le dirige a la pedagogía del amor basada en el cristianismo es que no crea espíritus libres, estanca la ciencia, la libre investigación y el desarrollo del pensamiento. Esta objeción, aunque frecuente, nace de una profunda incomprensión tanto del cristianismo como de lo que significa verdaderamente educar para amar. Se acusa a la pedagogía cristiana del amor de sofocar la libertad, de frenar la ciencia y de inhibir el pensamiento crítico, como si formar desde la caridad fuera incompatible con la razón, la creatividad o la autonomía. Pero esta crítica confunde libertad con autonomía absoluta, y pensamiento con autosuficiencia intelectual. En realidad, la pedagogía del amor cristiano no anula la libertad: la purifica, la orienta, la eleva. No impide pensar: enseña a pensar desde el sentido, desde la verdad, desde la comunión con lo real. No frena la ciencia: la humaniza, la vincula al bien común, la protege del delirio tecnocrático que instrumentaliza al ser humano. Los grandes pensadores cristianos —Agustín, Tomás de Aquino, Pascal, Edith Stein, entre muchos otros— no fueron enemigos del pensamiento libre, sino sus más profundos cultivadores. La pedagogía del amor no impone dogmas cerrados, sino que invita a una búsqueda que nace del corazón, que se abre al misterio, y que reconoce que la verdad no se posee, se recibe. En lugar de estancar la investigación, la pedagogía cristiana la enraíza en una ética del cuidado, en una metafísica del sentido, y en una antropología que reconoce que el conocimiento sin amor es vacío, y que la libertad sin verdad es una ilusión peligrosa. Por eso, lejos de ser una amenaza, esta pedagogía es la única capaz de formar espíritus verdaderamente libres: no los que hacen lo que quieren, sino los que quieren lo que deben, porque han aprendido a amar en verdad.

Otras objeciones que se le dirigen son: Falta de neutralidad ideológica. Se acusa a esta pedagogía de imponer una cosmovisión religiosa, lo que supuestamente vulnera la laicidad educativa y excluye otras perspectivas filosóficas o culturales. Riesgo de adoctrinamiento. Se teme que formar desde el amor cristiano implique manipulación emocional o moral, anulando el pensamiento crítico y la autonomía del estudiante. Desconfianza hacia lo afectivo y espiritual. En contextos dominados por el racionalismo y el cientificismo, se considera que lo espiritual y afectivo no tiene lugar en la formación seria, y se ve como una distracción o debilidad.

Incompatibilidad con la educación científica y tecnológica. Se sostiene que esta pedagogía no prepara para el mundo moderno, competitivo y tecnificado, al centrarse en valores “intangibles” como la ternura, la comunión o la trascendencia. Idealismo poco práctico. Se la tilda de utópica, ineficaz o ingenua frente a los desafíos reales del aula: violencia, desigualdad, desmotivación, presión institucional, etc. Exclusión de otras religiones o visiones del mundo. Se critica que al centrarse en Cristo y en la caridad cristiana, puede invisibilizar o marginar otras tradiciones espirituales o éticas. Confusión entre educación y evangelización. Se objeta que esta pedagogía diluye los límites entre formar académicamente y evangelizar, lo que puede generar tensiones en contextos pluralistas. Dependencia de la figura del educador-testigo. Se considera que esta pedagogía exige una calidad humana y espiritual del docente difícil de sostener en sistemas masificados, burocratizados o precarizados. Rechazo del conflicto y la crítica. Se acusa de promover una visión “blanda” del amor que evita el conflicto, la confrontación ideológica o la denuncia profética. Desconexión con el mercado laboral. Se objeta que formar para la comunión y la trascendencia no responde a las exigencias del mundo profesional, competitivo y meritocrático.

Aquí tenemos una respuesta clara y firme a cada una de las objeciones que se le suelen dirigir a la pedagogía cristiana del amor:

1. Falta de neutralidad ideológica

Respuesta: Toda pedagogía parte de una visión del ser humano, y, por tanto, nunca es completamente neutral. La pedagogía cristiana del amor no impone una ideología, sino que propone una antropología abierta a la trascendencia, al misterio y a la comunión. Lejos de excluir, invita a integrar lo espiritual como dimensión constitutiva de la persona, sin negar el diálogo con otras cosmovisiones.

2. Riesgo de adoctrinamiento

Respuesta: Educar para amar no es adoctrinar, es despertar. Esta pedagogía no busca imponer creencias, sino formar conciencias libres, capaces de discernir, elegir el bien y vivir con sentido. El amor cristiano no anula la libertad: la purifica y la fortalece. El verdadero adoctrinamiento ocurre cuando se excluye la trascendencia y se absolutiza lo técnico o lo ideológico.

3. Desconfianza hacia lo afectivo y espiritual

Respuesta: Reducir la educación a lo cognitivo es mutilar al ser humano. La dimensión afectiva y espiritual no es un adorno: es el núcleo desde donde se comprende, se elige y se ama. La pedagogía del amor integra razón y corazón, ciencia y contemplación, formando personas completas, no solo mentes funcionales.

4. Incompatibilidad con la educación científica y tecnológica

Respuesta: Esta pedagogía no rechaza la ciencia ni la tecnología, sino que las sitúa en su justo lugar: al servicio del ser humano y del bien común. Forma sujetos capaces de usar el conocimiento con responsabilidad, ética y sentido. La ciencia sin amor puede destruir; con amor, puede sanar, servir y humanizar.

5. Idealismo poco práctico

Respuesta: Lo verdaderamente práctico es lo que transforma. Esta pedagogía no es ingenua: es exigente, encarnada y profundamente realista. Forma para enfrentar el dolor, la injusticia, el conflicto, desde la ternura, la comunión y la esperanza. No huye de la realidad: la redime desde dentro.

6. Exclusión de otras religiones o visiones del mundo

Respuesta: El amor cristiano no excluye: acoge. Esta pedagogía reconoce la dignidad de toda persona, independientemente de su credo, y promueve el diálogo interreligioso desde la verdad y la caridad. No impone una religión, sino que testimonia una forma de vivir que puede ser compartida, respetada y enriquecida por otras tradiciones.

7. Confusión entre educación y evangelización

Respuesta: Educar desde el amor cristiano no es convertir, sino acompañar. Evangelizar no significa imponer dogmas, sino ofrecer caminos de sentido. Esta pedagogía forma para la vida, para la comunión, para la plenitud, y siembra valores universales que pueden ser vividos incluso por quienes no comparten la fe.

8. Dependencia de la figura del educador-testigo

Respuesta: Toda pedagogía depende del educador, pero esta lo eleva: lo llama a ser testigo, no técnico; presencia, no funcionario. Aunque exige más, también ofrece más: sentido, vocación, profundidad. En contextos difíciles, esta pedagogía humaniza al docente y lo convierte en artesano de almas, no en repetidor de contenidos.

9. Rechazo del conflicto y la crítica

Respuesta: El amor cristiano no evita el conflicto: lo atraviesa con verdad y misericordia. Esta pedagogía no es evasiva, sino profética. Forma para la denuncia de la injusticia, para la resistencia ética, para la crítica constructiva. El amor no es pasividad: es fuerza transformadora que confronta sin destruir.

10. Desconexión con el mercado laboral

Respuesta: Formar para el amor no excluye la preparación profesional: la enriquece. Esta pedagogía forma personas íntegras, éticas, creativas, capaces de trabajar con sentido, de liderar con justicia y de servir con humanidad. El mercado necesita técnicos, sí, pero sobre todo necesita personas. Y esta pedagogía forma personas.

La pedagogía cristiana del amor es rechazada por la modernidad no porque sea débil, sino porque es profundamente subversiva frente a sus pilares ideológicos. En una civilización que absolutiza la técnica, el rendimiento, el placer inmediato y la autonomía sin sentido, educar para amar aparece como una amenaza: no se ajusta a los esquemas del cálculo, no se somete a la lógica del mercado, no se reduce a la utilidad. Esta pedagogía propone una visión integral del ser humano, donde la razón se une al corazón, la libertad se orienta hacia el bien, y el conocimiento se convierte en servicio. Por eso se la acusa de adoctrinamiento, de idealismo, de incompatibilidad con la ciencia, cuando en realidad lo que incomoda es su capacidad de despertar almas, de formar conciencias, de encender vocaciones.

La objeción de que esta pedagogía impide el pensamiento libre es una inversión de la verdad: el amor cristiano no anula la libertad, la purifica; no sofoca la razón, la fecunda; no impide la investigación, la orienta hacia el bien común. Lo que esta pedagogía combate no es la ciencia, sino el cientificismo que deshumaniza; no es la autonomía, sino el narcisismo que encierra; no es la diversidad, sino el relativismo que disuelve el sentido. Frente a una educación que fragmenta, acelera y vacía, la pedagogía del amor forma desde la comunión, la contemplación y la ternura. No excluye otras visiones: las acoge desde la verdad que libera. No evita el conflicto: lo atraviesa con misericordia profética. No huye del mundo laboral: lo humaniza desde la vocación.

En definitiva, esta pedagogía no es una técnica ni una ideología: es una forma de vida, una resistencia espiritual, una profecía encarnada. Forma personas capaces de amar con profundidad, pensar con sentido, vivir con plenitud. Y eso, en tiempos de nihilismo educacional, es revolucionario.

En medio del colapso moral y material de Occidente neoliberal, tras décadas de secularismo radical, nihilismo educativo y tecnocracia deshumanizante, la pedagogía del amor emerge como una posibilidad luminosa y urgente. El modelo occidental, centrado en el rendimiento, el consumo y la fragmentación del alma, ha mostrado sus límites: ha producido riqueza sin sentido, libertad sin verdad, ciencia sin conciencia. Hoy, mientras el orden mundial multipolar se redefine bajo el liderazgo de civilizaciones que aún conservan una visión espiritual del ser humano —India, China, el mundo islámico, la ortodoxia cristiana y las tradiciones orientales—, Occidente tiene la oportunidad de redescubrir su raíz más profunda: el amor como principio educativo, como camino de comunión, como fuerza redentora. Esta pedagogía, despreciada por el racionalismo y olvidada por el mercado, puede ahora florecer como respuesta a la bancarrota existencial de una cultura que ha perdido el alma. No es una nostalgia: es una profecía. Y su tiempo ha llegado.

 

 

 

 

 

Manifiesto Mundial por la Pedagogía del Amor

 

PREÁMBULO En un mundo herido por la fragmentación, la indiferencia y la deshumanización educativa, proclamamos que el amor no es un adorno ni una emoción pasajera: es el principio fundante de toda educación auténtica. Frente a los modelos tecnocráticos, secularistas y nihilistas que han reducido al ser humano a función, competencia o número, este manifiesto afirma que educar para amar es educar para la plenitud del ser.

1. El amor como fundamento antropológico y espiritual

Educar para amar es formar integralmente al ser humano en su dignidad, libertad y vocación trascendente. Esta pedagogía reconoce en cada persona la imagen de Dios, y la acompaña hacia la plenitud del ser mediante la comunión, la contemplación y la entrega.

2. La educación como acto redentor y transformador

Inspirada en el amor encarnado de Cristo, esta pedagogía convierte la educación en un acto de restauración espiritual y cultural. Despierta vocaciones, sana lo herido y fecunda el futuro desde la fidelidad, la ternura y la esperanza.

3. La pedagogía del testimonio y la interioridad

El educador no transmite contenidos: testimonia el amor que transforma. Educar para amar es encender el alma en la verdad, la gracia y el discernimiento, formando desde la interioridad y guiando hacia la libertad redimida y la comunión con el Bien supremo.

4. Resistencia frente a la modernidad deshumanizante

Frente al secularismo radical, el cientificismo instrumental y el mercado meritocrático, esta pedagogía resiste desde la ternura, la gratuidad y la trascendencia. No excluye la ciencia ni la técnica: las humaniza. No impide la libertad: la purifica. No evita el conflicto: lo atraviesa con misericordia profética.

5. Esperanza en el nuevo orden civilizatorio

En el contexto de un mundo multipolar liderado por civilizaciones que conservan una visión espiritual del ser humano, la pedagogía del amor tiene la oportunidad de florecer como respuesta a la bancarrota moral de Occidente. No es nostalgia: es profecía. Su tiempo ha llegado.

DECLARACIÓN FINAL Educar para amar es formar desde la ternura, la verdad, la gracia y el testimonio. En tiempos de crisis espiritual y cultural, esta pedagogía no es una alternativa: es una profecía encarnada. Que florezca en cada aula, en cada comunidad, en cada corazón.

 

Índice

 

 

Prólogo                                                                                                                       5

Pedagogía cristiana de amor

San Pablo y el amor radical

San Agustín y pedagogía del corazón

Santo Tomás de Aquino, voluntad hacia bien supremo

San Buenaventura, el alma hacia Dios

Santa Catalina de Siena, comunión redentora

Pascal y cuidado de lo infinito

Kierkegaard, relación ante Dios                                                                         

Romano Guardini, apertura al misterio                                                            

Benedicto XVI, don y comunión                                                                         

Jean Vanier y comunión encarnada                                                                  

Gustavo Flores y trascendencia encarnada                                                      

Pedagogía del amor en sus principios                                                               

Manifiesto Mundial por la Pedagogía del amor                                              

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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