AGOTAMIENTO DE LA CRISIS DE SENTIDO Y RECUPERACIÓN DE LA FE
Vivimos en una época marcada por el agotamiento de la crisis de sentido. Durante décadas, especialmente en el mundo occidental, la cultura se ha deslizado hacia una secularización profunda que ha despojado al ser humano de sus vínculos con lo trascendente. La modernidad, con su exaltación de la razón autónoma, la técnica y el individuo, prometió liberar al hombre de las ataduras del mito, de la religión, de la tradición. Pero esa liberación, celebrada como progreso, ha desembocado en una soledad ontológica, en una fragmentación del alma, en una pérdida de horizonte. La promesa ilustrada de una humanidad emancipada se ha convertido en una humanidad desorientada.
La crisis de sentido no es simplemente una falta de respuestas; es una falta de preguntas verdaderas. En el mundo secularizado, todo puede ser explicado, pero nada puede ser comprendido en profundidad. La técnica responde al “cómo”, pero el “para qué” queda suspendido en el vacío. La vida se ha convertido en una sucesión de estímulos, de consumos, de experiencias, pero ha perdido su centro. El ser humano ya no sabe quién es, ni hacia dónde va. La verdad ha sido relativizada, la belleza banalizada, el bien convertido en opinión. En nombre de la pluralidad, se ha renunciado al juicio; en nombre de la tolerancia, se ha perdido el coraje de afirmar.
Sin embargo, este agotamiento no es el fin. Es el umbral. En medio de la decadencia del paradigma secular, emerge una posibilidad: la recuperación de la fe. No como retorno mecánico a dogmas pasados, ni como refugio emocional ante el caos, sino como reapertura del alma al misterio, como reencuentro con lo sagrado, como reconfiguración del sentido. La fe no es irracionalidad; es confianza en que la vida tiene una dirección, que el ser humano no es un accidente, que hay una verdad que nos precede y nos convoca.
Este movimiento no ocurre en el vacío. En el escenario global, la hegemonía cultural de Occidente —con su secularismo militante— está siendo desafiada por el surgimiento de nuevas potencias civilizacionales. Los BRICS, más que un bloque económico, representan culturas que no han roto con lo religioso, que integran la espiritualidad en su vida pública, que conviven con múltiples confesiones sin necesidad de reducirlas a lo privado. En Rusia, India, China, Brasil y otros países emergentes, la fe no es un residuo del pasado, sino una fuerza viva que estructura la identidad, la política, la ética.
Este giro civilizacional abre un horizonte inédito: una humanidad que vuelve a la fe, no como imposición, sino como necesidad espiritual. En lugar de un universalismo secular que excluye lo religioso, se perfila una convivencia confesional, donde distintas tradiciones pueden dialogar, coexistir, enriquecerse mutuamente. El cristianismo, el islam, el hinduismo, el budismo, las espiritualidades indígenas y otras formas de religiosidad pueden compartir el espacio público sin renunciar a su verdad. No se trata de sincretismo superficial, sino de pluralidad con fundamento, de apertura con identidad.
Ahora bien, esta recuperación de la fe —aunque esperanzadora— no contradice lo que ha sido profetizado en las Escrituras. El Apocalipsis advierte con claridad que, al final de los tiempos, habrá una persecución religiosa generalizada, una confrontación espiritual de escala global. La vuelta civilizacional a lo sagrado no garantiza una era de paz duradera, sino que puede ser el preludio de una intensificación del conflicto entre la luz y las tinieblas. La fe, al volver al centro, también se vuelve blanco. La convivencia confesional puede coexistir con una creciente hostilidad hacia quienes se mantengan firmes en la verdad revelada.
La paradoja es profunda: cuanto más visible se vuelve la fe, más se activa la resistencia contra ella. En un mundo que busca sentido, pero teme la verdad, los creyentes serán llamados a dar testimonio en medio de la tribulación. La persecución no será necesariamente violenta en sus formas iniciales; puede manifestarse como censura, marginación, ridiculización, exclusión de los espacios públicos. Pero según la profecía, llegará el momento en que la fidelidad a Dios será motivo de condena, y la fe auténtica será puesta a prueba como nunca antes.
Por tanto, el despertar espiritual que hoy se vislumbra no debe ser leído con ingenuidad. Es una señal, sí, pero también una advertencia. La recuperación de la fe no es el fin de la lucha, sino su intensificación. Los creyentes deberán estar preparados no solo para celebrar el retorno de lo sagrado, sino para sostenerlo en medio de la adversidad, con lucidez, con coraje, con esperanza.
La recuperación de la fe no implica negar la razón, ni retroceder en derechos, ni clausurar el pensamiento. Implica reintegrar lo espiritual en la vida humana, reconocer que el ser humano no se agota en lo biológico ni en lo psicológico, sino que está llamado a lo eterno. Implica volver a pensar el tiempo, el cuerpo, la comunidad, la muerte, el amor, desde una perspectiva que no excluya lo divino. Implica, en última instancia, reconstruir el sentido.
Este proceso será complejo, lleno de tensiones, de resistencias, de contradicciones. Pero es inevitable. El alma humana no puede vivir en el vacío. El agotamiento de la crisis de sentido no es una catástrofe: es una oportunidad. La recuperación de la fe no es una nostalgia: es una esperanza. Estamos ante el inicio de una nueva era, donde el pensamiento, la cultura y la política podrán volver a mirar hacia lo alto, sin miedo, sin vergüenza, sin evasión. Porque solo allí, en lo trascendente, el ser humano encuentra su verdad y su salvación.
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