LA DISONANCIA DE LOS VALSES DE STRAUSS
En los salones dorados de la Viena imperial, mientras los candelabros centelleaban sobre los rostros maquillados de la aristocracia y la burguesía, los valses de Johann Strauss II giraban como el tiempo suspendido. Su música, envolvente y elegante, parecía ofrecer una promesa de eternidad. Pero bajo esa superficie de belleza, se ocultaba una profunda disonancia: la música de Strauss no celebraba el pináculo de una cultura en expansión, sino que embellecía el ocaso de una civilización que se negaba a morir.
Strauss compuso en una época marcada por contradicciones. Entre 1850 y 1890, Europa fue sacudida por guerras que reconfiguraron su mapa político: la Guerra de Crimea, las guerras de unificación italiana y alemana, y especialmente la Guerra Austro-Prusiana de 1866, que humilló al Imperio Austrohúngaro y lo desplazó del liderazgo germánico. En 1871, con la caída del Segundo Imperio francés y el ascenso del Imperio alemán, Austria quedó relegada a un segundo plano. Sin embargo, en Viena, se seguía bailando.
Los valses de Strauss ofrecían una continuidad estética frente a la derrota política. El Danubio Azul, compuesto en 1867, justo después de la derrota frente a Prusia, se convirtió en un himno no oficial de Viena. Su melodía fluida y su ritmo hipnótico no hablaban de guerra ni de decadencia, sino de ríos eternos, de primavera, de bosques encantados. Era música para olvidar, para suspender el juicio, una epojé antes de la fenomenología de Husserl, para negar el presente. En lugar de confrontar la realidad, Viena se refugió en la belleza.
Esta disonancia entre forma y fondo, entre estética y historia, recuerda la distinción que Oswald Spengler trazó en La decadencia de Occidente entre “cultura” y “civilización”. Para Spengler, la cultura es el momento vital, creativo, espiritual de una civilización. Es cuando el arte nace del alma, cuando la música eleva, cuando la filosofía busca lo eterno. La civilización, en cambio, es la vejez de la cultura: su fase técnica, repetitiva, decorativa. Es cuando la belleza ya no revela, sino que disimula. En este sentido, los valses de Strauss no son música para ascender al cielo, sino para bailar en la tierra, una tierra divorciada de Dios, en medio de la barbarie civilizada de una Europa que saqueaba continentes, traficaba esclavos y se adornaba con oro robado.
La Viena de Strauss es el ejemplo perfecto de esta paradoja: una ciudad que perdió su imperio, pero que se convirtió en metrópoli cultural. Mientras el poder político se desvanecía, el arte florecía. Mahler expandía la sinfonía hacia lo metafísico, Freud desnudaba el inconsciente, Klimt pintaba el deseo y la muerte con oro y erotismo, y Wittgenstein redefinía los límites del lenguaje. Era como si el espíritu vienés, consciente de su ocaso, se volcara hacia la introspección, hacia la forma pura, hacia el pensamiento radical.
Pero Strauss no fue un revolucionario. Su música no confronta, no denuncia, no transforma. Ofrece consuelo, sí, pero también silencio frente al sufrimiento. En una Europa marcada por el colonialismo brutal y el tráfico inmisericorde de esclavos, los valses giran como si nada ocurriera. Son música para cuerpos en movimiento, no para almas en contemplación. Son rituales sociales, no expresiones espirituales. En lugar de elevar, entretienen. En lugar de iluminar, decoran.
Walter Benjamin escribió que “todo documento de cultura es también un documento de barbarie”. Los valses de Strauss, por bellos que sean, no están exentos de esa ambigüedad. Son testigos de una época que brilló estéticamente mientras se oscurecía moralmente. Son la música de una civilización que ha perdido su centro espiritual, pero que se niega a reconocerlo. Son la danza de un mundo que gira sobre su propio vacío.
Belleza sin redención
En la Viena de Johann Strauss II, la belleza no era una promesa de trascendencia, sino un refugio estético frente a la pérdida de sentido. Sus valses, por más encantadores que fueran, no aspiraban al cielo ni a lo eterno. No eran plegarias musicales ni meditaciones metafísicas. Eran danzas terrenales, rituales sociales, coreografías del olvido. En medio de un continente que se expandía brutalmente por África y Asia, que traficaba esclavos y explotaba cuerpos, la música de Strauss ofrecía una cortina de terciopelo para no mirar el horror.
La disonancia de sus valses no está en la armonía musical —que es impecable— sino en el contexto que los rodea. Mientras Europa se presentaba como civilizada, refinada, ilustrada, sus imperios cometían actos de barbarie sistemática. El Imperio Británico consolidaba su dominio en la India, Bélgica perpetraba atrocidades en el Congo, Francia extendía su poder en Indochina, y Alemania comenzaba su carrera colonial en África. Austria, aunque menos activa en el colonialismo externo, participaba del mismo espíritu imperial, con una estructura interna que oprimía a sus pueblos eslavos, húngaros, rumanos y croatas.
En ese escenario, los valses de Strauss no denuncian ni confrontan. No hay en ellos la angustia de Mahler, ni la disonancia de Schönberg, ni la crítica de Adorno. Hay belleza, sí, pero una belleza que no redime. Una belleza que no transforma. Una belleza que no se arriesga. Es la belleza de la civilización en su fase terminal, como diría Spengler: decorativa, repetitiva, autoconsciente. Es la música de una cultura que ha perdido su alma, pero que aún sabe cómo vestirse.
Strauss perfeccionó el vals, lo elevó a niveles sin precedentes, lo convirtió en símbolo de Viena. Pero en ese perfeccionamiento hay también una clausura. El vals gira sobre sí mismo, como la propia Viena imperial. No avanza, no evoluciona, no se abre al mundo. Es música para salones, para élites, no para plazas. Es música para cuerpos en movimiento, no para almas en búsqueda. Es música para olvidar, no para recordar.
La Viena de Strauss es una ciudad que se representa a sí misma. Su arquitectura historicista, sus pinturas decorativas, sus rituales cortesanos, todo está diseñado para mantener la ilusión de eternidad terrenal. Pero esa eternidad es ficticia. Bajo el mármol y el oro, hay fisuras. Hay tensiones nacionalistas, hay derrotas políticas, hay decadencia espiritual. Y los valses, en lugar de iluminar esas grietas, las cubren con melodía.
La danza sobre el abismo
Si los valses de Strauss giran sobre sí mismos como la Viena imperial, entonces cada compás es una negación del tiempo histórico. En lugar de avanzar, la música gira. En lugar de confrontar, adorna. En lugar de elevar, entretiene. Esta danza circular, hipnótica, es la metáfora perfecta de una civilización que se niega a mirar el abismo que se abre bajo sus pies.
Tomemos El Danubio Azul (1867), quizás el más célebre de todos los valses. Su melodía fluye como el río que le da nombre, pero también como una corriente que arrastra la conciencia hacia la fantasía. Compuesto justo después de la derrota de Austria frente a Prusia, este vals no expresa dolor ni reflexión. Ofrece belleza, sí, pero una belleza que no nace de la verdad, sino del deseo de olvidar. Es música para una ciudad que ha perdido su hegemonía política, pero que aún quiere creer en su esplendor cultural.
Otro ejemplo es Vida de artista (Künstlerleben, 1867), que celebra la existencia bohemia y creativa. Pero en el contexto de una Viena que se representa a sí misma como metrópoli del espíritu mientras su imperio se desmorona, esta obra adquiere una dimensión irónica. ¿Qué vida de artista puede florecer en una ciudad que gira sobre su propia imagen, que repite sus formas sin renovarlas, que embellece su decadencia?
Incluso Cuentos de los bosques de Viena (Geschichten aus dem Wienerwald, 1868), con su evocación de la naturaleza y su uso de la cítara, parece una fantasía pastoral que ignora el conflicto social y político. Es música para una aristocracia que quiere creer que aún vive en armonía con el mundo, cuando en realidad se ha divorciado de él.
En contraste, otros artistas vieneses del mismo período comenzaron a romper con esta estética evasiva. Gustav Mahler, por ejemplo, llevó la sinfonía romántica a sus límites, incorporando angustia existencial, ironía, y una búsqueda espiritual que ya no podía sostenerse en la belleza pura. Su música no gira: avanza, se quiebra, se interroga. Mahler no embellece la decadencia: la revela.
Gustav Klimt, en la pintura, también encarna esta tensión. Sus obras, como El beso o Judith, están cargadas de erotismo, oro y ornamento, pero también de muerte, ambigüedad y descomposición. Klimt no niega el abismo: lo decora, sí, pero lo muestra. Su arte es la máscara que revela, no la que oculta.
Sigmund Freud, desde la psicología, desnudó el inconsciente burgués, revelando que bajo la superficie de la civilización hay pulsiones, traumas, deseos reprimidos. En una Viena que baila para olvidar, Freud escucha para recordar.
Ludwig Wittgenstein, desde la filosofía, cuestionó el lenguaje mismo, desmantelando las certezas racionales sobre las que se construía la civilización. Su pensamiento no gira: corta, delimita, interrumpe. Estos creadores no ofrecieron consuelo. Ofrecieron verdad. En una ciudad que se negaba a morir, ellos comenzaron a escribir su epitafio.
El canto del cisne imperial
Cuando en 1918 el Imperio Austrohúngaro se desintegró tras la Primera Guerra Mundial, el vals dejó de ser una danza imperial y se convirtió en un símbolo nostálgico. La música de Johann Strauss II, que había girado sobre sí misma durante décadas, ahora giraba sobre un vacío. El esplendor que adornaba ya no existía. La belleza que disimulaba ya no tenía qué ocultar. El vals se convirtió en epitafio.
La caída del imperio confirmó lo que muchos artistas vieneses ya intuían: que el mundo que representaban estaba desapareciendo. La arquitectura historicista, los rituales cortesanos, la música decorativa… todo eso era parte de una civilización que había alcanzado su fase terminal. Spengler lo había anunciado en La decadencia de Occidente: cuando la cultura se convierte en civilización, el arte ya no crea, sino que repite. Ya no revela, sino que adorna. Ya no transforma, sino que consuela.
Strauss, sin saberlo, fue el músico de esa transición. Sus valses no son himnos de una cultura en expansión, sino cantos de una civilización que se niega a morir. Son música para salones que ya no existen, para imperios que ya no gobiernan, para cuerpos que ya no bailan. Son la danza final de una Europa que se creía eterna, pero que estaba a punto de colapsar.
Y sin embargo, esa música sigue sonando. Cada 1 de enero, en el Concierto de Año Nuevo de Viena, El Danubio Azul se interpreta como símbolo de continuidad, de elegancia, de identidad. Pero también —aunque no se diga— como símbolo de pérdida. Porque esa belleza, por más perfecta que sea, ya no pertenece al presente. Es una belleza que recuerda, no que inaugura. Es una belleza que gira, no que avanza. Es una belleza que canta, no que grita.
La Viena que quedó tras la guerra era una ciudad sin imperio, sin ejército, sin poder. Pero con arte. Con pensamiento. Con memoria. Mahler, Klimt, Freud, Wittgenstein… todos ellos compensaron la pérdida política con una ganancia espiritual. Austria dejó de ser una potencia, pero siguió siendo una metrópoli del espíritu. Y en ese sentido, los valses de Strauss, por más disonantes que sean, también forman parte de ese legado. Son la música de una civilización que bailó sobre su ruina. Pero también la música de una ciudad que supo convertir su ocaso en arte.
La belleza que gira sobre el vacío
Los valses de Johann Strauss II no son el pináculo de una cultura en ascenso, sino el eco refinado de una civilización que ha perdido su alma. Muy al contrario de la música barroca. Su perfección formal, su elegancia melódica, su popularidad masiva —todo eso no celebra la vitalidad espiritual de Europa, sino que la disimula. Son música para una clase dirigente y aristocrática que ya no gobierna, para un imperio que ya no domina, para una ciudad que ya no crea. Son la danza final de una Europa que gira sobre su propia ruina.
Strauss no compuso para elevar al hombre hacia lo trascendente, sino para entretenerlo en la tierra, divorciado de Dios, rodeado de esplendor vacío. Mientras Europa saqueaba continentes, traficaba esclavos y se hundía en su propia barbarie civilizada, Viena bailaba. Y en ese baile, la belleza dejó de ser revelación para convertirse en anestesia. El vals no redime: adorna. No transforma: repite. No ilumina: suspende.
La disonancia de los valses de Strauss es la disonancia de toda civilización que ha alcanzado su fase terminal: una cultura que ya no puede crear, pero que aún sabe cómo embellecer su decadencia. En ese sentido, su música no es testimonio de grandeza, sino de negación. No es himno de eternidad, sino epitafio de un mundo que se creyó eterno.
Y, sin embargo, esa música persiste. Porque en su giro hipnótico, en su perfección formal, en su negación del tiempo, los valses de Strauss nos recuerdan que incluso en el ocaso, el arte puede brillar. No como promesa, sino como memoria. No como futuro, sino como advertencia. Strauss no fue el músico de la esperanza. Fue el músico del último baile.
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