miércoles, 15 de octubre de 2025

URBINA: ¿APOLOGÍA EN VEZ DE REFORMULACIÓN?

 


URBINA: ¿APOLOGÍA EN VEZ DE REFORMULACIÓN?

La obra ¿Dios existe? de Dante A. Urbina se presenta como una defensa racional de la existencia de Dios, dirigida tanto a creyentes como a escépticos. Su intención es noble: reivindicar el teísmo como una postura filosófica legítima, coherente y racionalmente defendible en el contexto contemporáneo. Sin embargo, a lo largo de su exposición, Urbina incurre en una serie de decisiones filosóficas que, lejos de fortalecer su causa, la debilitan. El problema no reside en la validez interna de sus argumentos, sino en el marco desde el cual los formula: una apologética rígida, anclada en el tomismo preconciliar, que ignora el pensamiento vivo y la evolución teológica del siglo XX.

La tesis central del libro es clara: la existencia de Dios puede ser demostrada racionalmente mediante argumentos filosóficos, científicos y metafísicos. Urbina recurre a los clásicos argumentos cosmológico, teleológico y moral, y los presenta como pruebas concluyentes de la existencia de un ser trascendente. En este sentido, su obra se inscribe en la tradición escolástica, especialmente en la línea de Tomás de Aquino, cuya influencia es evidente en la estructura lógica, la metafísica del ser y la noción de causalidad que Urbina adopta sin cuestionar.

No obstante, el primer problema que emerge es la falta de neutralidad filosófica. Urbina parte de premisas que ya suponen una cosmovisión teísta: la necesidad de una causa primera, la objetividad de la moral, la inteligibilidad del universo como signo de diseño. Estas premisas, aunque válidas dentro de su marco, no son compartidas por todos los interlocutores del debate. El lector escéptico, el agnóstico o el filósofo naturalista no se sentirá interpelado por argumentos que ya presuponen la conclusión. En otras palabras, Urbina logra construir una demostración racional dentro de su sistema, pero no logra una persuasión universal porque no parte de presupuestos neutrales.

Este punto es crucial. En filosofía, la fuerza de un argumento no se mide solo por su validez interna, sino por su capacidad de dialogar con otras posturas, de abrir preguntas, de generar consenso racional. Al no partir de una base compartida, Urbina limita el alcance de su defensa. Confunde demostración con persuasión, y racionalidad con dogma. Sus argumentos pueden ser lógicamente sólidos, pero no convencen a quienes no aceptan sus premisas. Y eso, en el terreno filosófico, es una debilidad estructural.

Más aún, al adoptar una postura apologética, Urbina renuncia a la posibilidad de reformular el teísmo. No se pregunta qué significa “Dios” en el mundo contemporáneo, ni cómo puede ser pensado desde la experiencia humana, la historia, la ciencia o la estética. No dialoga con la filosofía moderna, ni con la teología postconciliar. Su defensa del teísmo es una reafirmación del modelo clásico, sin apertura crítica ni sensibilidad existencial. Es una restauración, no una renovación.

Esta falta de reformulación es especialmente grave si se considera que gran parte de los teólogos católicos del siglo XX ya han emprendido esa tarea, y han sido rehabilitados y valorados por la Iglesia. Autores como Pierre Teilhard de Chardin, Karl Rahner, Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar y Edward Schillebeeckx han pensado a Dios desde nuevas coordenadas: la evolución, la conciencia, la historia, el arte, el sufrimiento. Han abierto la teología al mundo moderno, al lenguaje simbólico, al diálogo interdisciplinario. Y lo han hecho sin renunciar a la fe, sino profundizándola.

Urbina, en cambio, parece ignorar esta tradición. No dialoga con ella, no la menciona, no la considera. Su defensa del teísmo está anclada al tomismo preconciliar, como si el pensamiento teológico se hubiera detenido en el siglo XIII. Y lo más preocupante es que no parece darse cuenta de ello. No hay en su obra una conciencia crítica de su marco filosófico, ni una reflexión sobre sus límites. Todo se presenta como evidente, necesario, incuestionable. Y eso, en filosofía, es una señal de dogmatismo.

La desconexión de Dante Urbina con el pensamiento vivo no es solo una cuestión de estilo o enfoque, sino una falla estructural en su propuesta filosófica. El pensamiento vivo —ese que se arriesga, que dialoga, que se reformula— es el que ha permitido que el teísmo sobreviva y se renueve en medio de los desafíos de la modernidad. Urbina, sin embargo, parece operar como si el siglo XX no hubiera existido, como si el Concilio Vaticano II no hubiera transformado la teología católica, como si los grandes pensadores que se atrevieron a repensar a Dios desde la historia, la evolución, la conciencia y la cultura no hubieran dejado huella.

Esta omisión no es menor. Es precisamente esa generación de teólogos —Rahner, Teilhard, Balthasar, de Lubac, Congar, Schillebeeckx— la que logró que el teísmo siguiera siendo relevante, creíble y fecundo en un mundo secularizado. Ellos comprendieron que defender la existencia de Dios no consiste en repetir fórmulas medievales, sino en reformular el misterio divino desde las preguntas reales del ser humano contemporáneo. Y lo hicieron con valentía, sabiendo que serían cuestionados, pero confiando en que la fe no se debilita cuando se piensa, sino que se profundiza.

Urbina, en cambio, se aferra a una apologética que no dialoga ni se arriesga. Su defensa del teísmo clásico, aunque bien estructurada, se vuelve una pieza de museo: sólida, pero incapaz de hablar al presente. No hay en su obra una apertura al misterio, ni una sensibilidad hacia la experiencia humana, ni una voluntad de explorar nuevas vías filosóficas. Todo está ordenado, cerrado, sistematizado. Y eso, lejos de fortalecer su causa, la vuelve estéril.

Lo más paradójico es que su noble causa —demostrar racionalmente la existencia de Dios— se resiente precisamente por el modo en que la defiende. Al no partir de una postura neutral, al no abrirse al diálogo interdisciplinario, al no reconocer la evolución del pensamiento teológico, Urbina convierte su defensa en una reafirmación dogmática. Y eso no solo limita su alcance, sino que pone en riesgo la vitalidad del teísmo mismo.

Porque el teísmo no es una doctrina fija, sino una búsqueda viva. Es la pregunta por el sentido último, por el fundamento del ser, por la trascendencia que se revela en lo cotidiano. Es una intuición que puede expresarse en lenguaje lógico, pero también en poesía, en arte, en historia, en dolor. Es una apertura al misterio, no una clausura del debate. Y eso es lo que Urbina no ofrece: una reformulación del teísmo que lo haga resonar en el corazón y la mente del ser humano moderno.

La insistencia de Dante Urbina en una defensa del teísmo clásico, sin apertura crítica ni diálogo con otras corrientes, revela una postura que puede ser caracterizada como fundamentalismo filosófico. No en el sentido vulgar del término, sino como una adhesión rígida a un sistema de pensamiento que se considera autosuficiente, incuestionable y excluyente. Este tipo de enfoque, aunque bien intencionado, pone en riesgo al propio teísmo, al encerrarlo en una forma que ya no dialoga con el mundo ni con la evolución del pensamiento.

El fundamentalismo filosófico de Urbina se manifiesta en varios niveles. Primero, en su rechazo implícito de cualquier alternativa al tomismo. No hay en su obra una apertura a otras tradiciones filosóficas —como el personalismo, el existencialismo cristiano, la fenomenología religiosa o la epistemología reformada— que también han ofrecido defensas del teísmo desde perspectivas distintas. Segundo, en su estilo apologético, que busca refutar más que comprender, vencer más que dialogar. Tercero, en su falta de sensibilidad hacia la experiencia humana, que es el lugar donde el misterio de Dios se revela con mayor intensidad.

Este enfoque, lejos de fortalecer la causa del teísmo, la debilita. Porque el teísmo no es una doctrina cerrada, sino una búsqueda abierta. No es una fórmula lógica, sino una intuición profunda que atraviesa la historia, la cultura, la conciencia. Defenderlo desde una postura rígida, sin apertura al misterio, sin diálogo con la modernidad, sin sensibilidad existencial, lo convierte en una ideología más que en una filosofía. Y eso, en el contexto actual, lo vuelve irrelevante.

Lo más grave, sin embargo, es que Urbina parece no darse cuenta de que está anclado al tomismo preconciliar, es decir, a una forma de pensamiento que ha sido ampliamente revisada, ampliada y en muchos casos superada por la teología católica contemporánea. No hay en su obra una conciencia histórica de su marco filosófico, ni una reflexión sobre su lugar en el desarrollo del pensamiento teológico. Todo se presenta como si fuera la única vía legítima, como si el pensamiento católico no hubiera evolucionado desde el siglo XIII.

Esta falta de conciencia histórica es preocupante. Porque gran parte de los teólogos que reformularon el teísmo en el siglo XX ya han sido rehabilitados y valorados por la Iglesia. No son autores marginales, sino pensadores centrales en la renovación teológica que culminó en el Concilio Vaticano II. Ignorarlos no solo empobrece la defensa del teísmo, sino que desconecta a Urbina del pensamiento vivo, del pensamiento que se arriesga, que se renueva, que se encarna en la historia.

La desconexión con el pensamiento vivo que caracteriza la obra de Dante Urbina no solo se manifiesta en su falta de diálogo con la teología contemporánea, sino también en su escasa sensibilidad hacia la pluralidad epistemológica que define el mundo actual. En lugar de construir puentes entre el teísmo y otras formas de pensamiento —como el agnosticismo filosófico, el naturalismo metodológico o incluso el ateísmo existencial—, Urbina opta por levantar muros. Su defensa se convierte en una confrontación, no en una invitación al diálogo.

Este estilo confrontativo, aunque eficaz en ciertos círculos apologéticos, limita la fecundidad filosófica del teísmo. Porque el verdadero desafío no es vencer al interlocutor, sino comprenderlo, interpelarlo desde sus propias coordenadas, abrirle una vía hacia el misterio. La apologética que no escucha se vuelve ideología. Y el teísmo, cuando se presenta como una ideología cerrada, pierde su capacidad de resonar en la conciencia humana.

Además, al no partir de una postura neutral, Urbina renuncia a una oportunidad filosófica única: la posibilidad de construir una defensa del teísmo que sea intersubjetiva, es decir, capaz de ser compartida por personas de distintas tradiciones, credos y filosofías. Esta neutralidad no implica relativismo, sino apertura metodológica. Es el punto de partida que permite que el argumento sea evaluado por su coherencia interna y su capacidad explicativa, no por la adhesión previa a un sistema metafísico.

Muchos pensadores contemporáneos han comprendido esto. Alvin Plantinga, por ejemplo, reformuló la epistemología teísta desde la noción de “creencia básica”, sin recurrir a la metafísica clásica. Richard Swinburne utilizó la probabilidad bayesiana para mostrar que el teísmo es una hipótesis racionalmente preferible en ciertos contextos. Incluso Thomas Nagel, desde una postura agnóstica, ha reconocido que el naturalismo materialista no agota las posibilidades explicativas del universo. Todos ellos, desde distintas perspectivas, han contribuido a una renovación del debate sobre Dios, sin caer en la rigidez escolástica.

Urbina, en cambio, permanece ajeno a esta renovación. Su obra no dialoga con estos autores, ni con las preguntas que ellos plantean. No hay en ¿Dios existe? una apertura a la complejidad del mundo contemporáneo, ni una voluntad de explorar nuevas vías argumentativas. Todo está formulado desde una lógica interna que, aunque válida, no se somete al escrutinio de la diversidad filosófica actual.

La consecuencia inevitable de esta desconexión con el pensamiento vivo es que la obra de Dante Urbina no logra interpelar al lector contemporáneo, especialmente a aquel que no comparte sus premisas metafísicas ni su marco teológico. Su defensa del teísmo, al estar formulada desde una lógica interna cerrada, se vuelve inaccesible para quienes no están ya convencidos. Y eso, en el terreno filosófico, equivale a predicar al coro.

Una defensa racional de la existencia de Dios, si quiere ser verdaderamente filosófica, debe partir de una apertura metodológica. Debe reconocer que el interlocutor puede no aceptar la causalidad aristotélica, ni la noción de acto y potencia, ni la idea de un ser necesario. Debe construir sus argumentos desde la experiencia compartida, desde la contingencia del mundo, desde la conciencia humana, desde la pregunta por el sentido. No desde la afirmación de una tradición, sino desde la búsqueda común.

Urbina, sin embargo, no asume este desafío. Su obra no es una exploración, sino una afirmación. No es una búsqueda, sino una defensa. Y eso transforma la filosofía en apologética. Lo que podría haber sido una contribución original al debate sobre Dios —una reformulación del teísmo desde coordenadas contemporáneas— se convierte en una glosa actualizada de los argumentos tomistas. Con buen estilo, con referencias modernas, con citas científicas, pero sin novedad argumentativa.

Lo más revelador es que Urbina parece convencido de que su postura apologética no compromete la validez de su demostración, cuando en realidad la limita. No comprende que partir de una base neutral no significa renunciar a la verdad, sino abrir el camino a una defensa más sólida, más universal, más fecunda. Al no hacerlo, su obra se vuelve autorreferencial: válida dentro de su sistema, pero incapaz de dialogar con otros.

Y esto es especialmente grave en el contexto actual, donde el teísmo necesita ser reformulado para seguir siendo relevante. No basta con repetir argumentos medievales con lenguaje moderno. Hay que pensar a Dios desde la historia, desde la evolución, desde la conciencia, desde el arte, desde el sufrimiento. Hay que abrirse al misterio, no encerrarlo en silogismos. Hay que arriesgarse a ser originales, como lo hicieron los grandes teólogos del siglo XX, incluso a riesgo de ser cuestionados.

En definitiva, ¿Dios existe? de Dante Urbina es una obra que, pese a su ambición y esfuerzo argumentativo, no logra situarse en el horizonte filosófico y teológico contemporáneo. Su defensa del teísmo clásico, formulada desde una apologética rígida y un tomismo preconciliar, revela una profunda desconexión con el pensamiento vivo. No hay en su propuesta una apertura al misterio, ni una sensibilidad hacia la experiencia humana, ni una voluntad de diálogo con las corrientes que han renovado el discurso sobre Dios en el último siglo.

Situarse en el horizonte filosófico y teológico contemporáneo habría significado, para Dante Urbina, reconocer que el pensamiento sobre Dios no está clausurado, sino en constante evolución, y que defender el teísmo hoy exige mucho más que repetir argumentos clásicos: exige reformularlos desde las preguntas, tensiones y lenguajes del presente.

Lo que Urbina ofrece es una reafirmación, no una reformulación. Una glosa, no una creación. Una defensa, no una búsqueda. Y eso, aunque pueda ser útil para ciertos lectores ya convencidos, no contribuye a la revitalización del teísmo como propuesta filosófica universalmente defendible. El teísmo necesita ser pensado desde la pluralidad, desde la historia, desde la ciencia, desde la conciencia. Necesita arriesgarse a ser original, como lo hicieron los grandes teólogos del siglo XX, incluso a riesgo de ser cuestionados.

La crítica central, entonces, no es que Urbina esté equivocado en sus argumentos, sino que no comprende que partir desde una base neutral no compromete la demostración de la existencia de Dios, sino que la fortalece. Al no asumir esta neutralidad, su obra se vuelve autorreferencial, limitada, incapaz de dialogar con quienes no comparten su marco. Y eso, en filosofía, es una debilidad que no puede ignorarse.

Más aún, al ignorar la evolución del pensamiento teológico —que ha sido asumida, rehabilitada y valorada por la Iglesia misma—, Urbina se sitúa en una posición desfasada. Su obra parece escrita desde una teología anterior al Concilio Vaticano II, como si los avances de Rahner, Teilhard, Balthasar y tantos otros no hubieran ocurrido. Y lo peor es que parece no darse cuenta de ello, como si su marco fuera el único legítimo, como si el pensamiento no necesitara renovarse.

Todo esto deriva en una conclusión inevitable: la noble causa que Urbina intenta sostener —la afirmación racional de Dios— se resiente por el modo en que la defiende. Su apologética, al no dialogar con el presente, al no abrirse a la complejidad del mundo, al no reformular el teísmo, termina debilitando aquello que busca fortalecer. Y eso, más que un error filosófico, es una oportunidad perdida.

El teísmo sigue siendo una vía legítima para pensar el misterio del ser. Pero necesita ser reformulado, repensado, reencarnado en la historia. No basta con defenderlo; hay que hacerlo vivir. Y eso es lo que ¿Dios existe? no logra ofrecer.

CONCLUSIÓN

En síntesis, la obra ¿Dios existe? de Dante Urbina, pese a su ambición argumentativa y su estructura lógica bien delineada, no logra interpelar al lector contemporáneo porque está construida desde una perspectiva que no dialoga con las coordenadas filosóficas, culturales ni existenciales del presente. El lector actual, formado en una pluralidad de tradiciones intelectuales, no se siente convocado por una defensa del teísmo que parte de presupuestos metafísicos cerrados, ignora los desafíos del pensamiento moderno y adopta un tono apologético que excluye más que incluye.

Urbina parte de una ontología tomista que presupone la validez de conceptos como “acto y potencia”, “causa primera”, “ser necesario”, sin someterlos a revisión ni contextualización. Estos conceptos, aunque centrales en la escolástica medieval, no son evidentes ni intuitivos para el lector actual, que ha sido formado en marcos epistemológicos más abiertos, empíricos o fenomenológicos. Así, el lector no se siente incluido en el punto de partida del argumento, lo que impide que lo siga con interés o convicción. La defensa se vuelve autorreferencial: válida dentro de su sistema, pero incapaz de generar resonancia fuera de él.

Además, Urbina no dialoga con la filosofía moderna ni contemporánea. No hay en su obra una confrontación seria con Kant, Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, ni con corrientes como el existencialismo, la hermenéutica, la filosofía del lenguaje o la epistemología naturalizada. Esta omisión genera una falla de contexto filosófico: el lector contemporáneo ha sido formado en estas tradiciones, y espera que cualquier defensa de Dios se confronte con ellas. La ausencia de ese diálogo convierte la obra en una isla filosófica, desconectada del continente del pensamiento actual.

El estilo apologético que adopta Urbina refuerza esta desconexión. Su tono es confrontativo, orientado a refutar al interlocutor más que a comprenderlo. Busca demostrar que el ateísmo es irracional, que el teísmo es necesario, que sus argumentos son concluyentes. Pero el lector contemporáneo no quiere ser vencido, sino comprendido. Prefiere la pregunta abierta a la afirmación cerrada. Busca una filosofía que lo acompañe en su búsqueda, no que lo corrija desde una posición de superioridad. La apologética que no escucha se vuelve ideología, y el lector la rechaza por instinto.

Otro aspecto que contribuye a esta falta de interpelación es la escasa sensibilidad hacia la experiencia humana. Urbina no piensa a Dios desde el sufrimiento, la belleza, la historia, la evolución, la conciencia. Su defensa es lógica, pero no existencial. El lector contemporáneo, en cambio, busca una filosofía que hable de su vida, no solo de silogismos. ¿Dónde está Dios en el dolor? ¿Cómo se revela en la historia? ¿Qué significa creer en un mundo plural y secular? Estas preguntas no tienen lugar en la obra, y por eso el lector no se siente convocado en su humanidad.

Finalmente, Urbina ignora el desarrollo teológico postconciliar. No dialoga con Rahner, Teilhard de Chardin, Balthasar, de Lubac, ni con la teología que ha sido rehabilitada y valorada por la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. Esto genera una visión desactualizada del teísmo, que el lector informado percibe como una restauración más que como una propuesta viva. La teología contemporánea ha abierto el discurso sobre Dios a la historia, la cultura, la ciencia, la experiencia. Urbina, al no asumir esa apertura, se sitúa en una posición que ya no representa el centro del pensamiento católico actual.

Por todas estas razones, ¿Dios existe? no logra interpelar al lector contemporáneo. No porque sus argumentos sean inválidos, sino porque están formulados desde un marco que no dialoga con las preguntas, los lenguajes ni las experiencias del presente. Y eso, en filosofía, es una limitación que no puede ignorarse.

POSTFACIO

La obra ¿Dios existe? de Dante A. Urbina se propone como una defensa racional de la existencia de Dios, articulada principalmente desde el tomismo clásico. A través de argumentos cosmológicos, teleológicos y morales, Urbina busca demostrar que el teísmo es la postura filosófica más coherente y racionalmente sostenible. Su enfoque se caracteriza por una estructura lógica rigurosa, una intención apologética explícita y una reafirmación del marco metafísico tradicional, con el objetivo de refutar el ateísmo y reivindicar la racionalidad de la fe cristiana.

Sin embargo, la crítica central a su obra radica en que, al adoptar una postura apologética rígida y anclada al tomismo preconciliar, Urbina no logra interpelar al lector contemporáneo ni dialogar con el pensamiento filosófico y teológico actual. Su defensa del teísmo, al no partir de una base neutral ni abrirse a la experiencia humana, la pluralidad epistemológica o la evolución doctrinal postconciliar, se vuelve desfasada, autorreferencial y limitada en alcance. En lugar de reformular el teísmo desde las preguntas y lenguajes del presente, Urbina lo presenta como una doctrina cerrada, lo que termina debilitando la noble causa que busca sostener.


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