viernes, 5 de diciembre de 2025

Infinitud secularizada moderna y estupidez humana

 


Infinitud secularizada moderna y estupidez humana

Introducción

La modernidad, al secularizar el infinito, creyó emancipar al hombre de sus ataduras metafísicas y religiosas. Lo que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la infinitud como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado al terreno de la razón, de la matemática y de la técnica. Leibniz y Newton, con el cálculo infinitesimal, iniciaron la domesticación de lo infinitamente pequeño; Cantor, con su teoría de los números transfinitos, secularizó el infinito en el ámbito matemático, aunque reservó el infinito absoluto a Dios. Este tránsito, aparentemente emancipador, abrió la puerta a una ilusión peligrosa: la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es siempre posible, que la acumulación es signo de éxito. La infinitud secularizada moderna no liberó al hombre, sino que lo encadenó a una ilusión de poder sin límites, y en esa ilusión se incubó la sombra más devastadora de su condición: la estupidez humana.

La estupidez, como mostró Paul Tabori en su Historia de la estupidez humana, no es un accidente aislado ni un defecto ocasional, sino un fenómeno persistente que atraviesa épocas y culturas. Ha costado más vidas y bienes que todas las plagas y guerras juntas, y se manifiesta tanto en la política como en la cultura, tanto en la ciencia como en la vida cotidiana. Hannah Arendt, al analizar la banalidad del mal, reveló que la estupidez ilustrada puede ser más peligrosa que la ignorancia, porque se disfraza de racionalidad y se organiza en sistemas burocráticos y técnicos. Bonhoeffer, en sus Cartas y Papeles desde la Prisión, advirtió que la estupidez es más peligrosa que la maldad, porque es impermeable a la razón. Cipolla, en Las leyes fundamentales de la estupidez humana, mostró que el estúpido es más dañino que el malvado, porque actúa sin lógica y sin beneficio propio. Todos ellos, desde distintos ángulos, describieron la devastación que produce la estupidez, aunque sin alcanzar la dimensión metafísica que aquí se sostiene: la estupidez como condición existencial inseparable de la finitud y la libertad humanas.

Hoy, en la era digital, la estupidez ilustrada ha alcanzado su apoteosis. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet, lejos de emancipar la mente, la han empobrecido, convirtiendo la reflexión en consumo rápido, la deliberación en espectáculo y la verdad en mercancía viral. Nicholas Carr, en Superficiales, ha mostrado cómo la superficialidad cognitiva se instala en nuestras mentes, y James Bridle, en La nueva edad oscura, ha advertido que el exceso de información nos hunde en una opacidad creciente. Sus diagnósticos son certeros, aunque no alcancen la hondura metafísica del problema: la estupidez no es solo un síntoma cultural, sino la condición existencial inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. La infinitud secularizada moderna multiplica la estupidez humana, la organiza en masas, la amplifica con la técnica y la disimula bajo la ilusión del progreso. Y mientras dure nuestra finitud, la estupidez será amenaza constante, hasta que solo la gracia divina pueda morigerar su poder y abrir un horizonte donde la finitud se supere y la estupidez deje de ser destino.

1. La secularización del infinito y la metamorfosis de la estupidez

La modernidad, en su afán de emanciparse de lo sagrado, emprendió la secularización del infinito. Aquello que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la infinitud como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado al terreno de la razón, de la matemática y de la técnica. El infinito dejó de ser símbolo de trascendencia para convertirse en herramienta de cálculo, en horizonte de progreso, en motor de acumulación.

En el siglo XVII, Leibniz y Newton crearon el cálculo infinitesimal, que permitió domesticar lo infinitamente pequeño y tratar con rigor los límites y las variaciones. Más tarde, en el siglo XIX, Georg Cantor dio un paso decisivo al desarrollar la teoría de conjuntos y los números transfinitos, secularizando el infinito en el ámbito matemático. Sin embargo, Cantor mantuvo una distinción crucial: reservó el infinito absoluto a Dios, mientras que los infinitos matemáticos podían ser objeto de la razón humana. Esta tensión entre lo absoluto y lo secularizado marca el inicio de la modernidad como época que pretende dominar lo ilimitado.

Pero este tránsito no fue inocuo. Al domesticar el infinito, la modernidad abrió la puerta a una ilusión peligrosa: la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es siempre posible, que la acumulación es signo de éxito. En ese contexto, la estupidez humana se transformó. Ya no es la ignorancia del campesino medieval ni la simple torpeza del analfabeto; es la estupidez ilustrada, la del letrado que, saturado de información, confunde cantidad con calidad, consignas con pensamiento, ruido con verdad. La secularización del infinito, al multiplicar horizontes de exceso, multiplicó también la estupidez, que se volvió asintótica: nunca se alcanza su límite, siempre se expande, siempre se reproduce.

Las redes sociales y la educación universal son los catalizadores de esta metamorfosis. La educación, al democratizar el acceso al saber, democratizó también la posibilidad de malinterpretarlo, de banalizarlo, de usarlo como ornamento vacío. Las redes sociales, al premiar lo inmediato y lo superficial, convirtieron la estupidez en espectáculo, en mercancía viral. Así, la inteligencia y la estupidez coexisten en proporciones cada vez más desmesuradas: el mismo individuo puede ser brillante en un campo y profundamente estúpido en otro, y la sociedad de masas amplifica esa coexistencia hasta volverla predominante.

La consecuencia política es devastadora: la democracia, fundada en la deliberación racional, se degrada en oclocracia, el gobierno de la multitud manipulada por consignas. Y esa oclocracia, lejos de ser poder popular, es instrumento de la plutocracia, que se disfraza de tecno-oligarquía. Los algoritmos, el big data, las plataformas digitales son los nuevos instrumentos de dominación: la masa cree decidir, pero en realidad sus emociones son moldeadas por intereses invisibles. La sociedad de masas no es la sociedad de la sensatez, sino de la estupidez organizada, y en ese vacío la plutocracia se encumbra como tecno-oligarquía que administra la ilusión democrática mientras gobierna con capital y tecnología.

El siglo XX fue la prueba más brutal de esta lógica. El siglo más ilustrado fue también el más inhumano: guerras mundiales, totalitarismos, genocidios, bombas atómicas, campos de exterminio. La inteligencia se puso al servicio de la barbarie, y la estupidez ilustrada se convirtió en fuerza histórica. Como señaló Hannah Arendt, la banalidad del mal no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y técnicos que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. El exceso de información, de consignas, de ideologías simplificadas convirtió a la sociedad ilustrada en una sociedad estúpida, cínica, corrupta.

2. Bonhoeffer, Cipolla y la insuficiencia de sus definiciones

Dietrich Bonhoeffer, en sus célebres Cartas y Papeles desde la Prisión (Widerstand und Ergebung, 1943‑1945), escritas durante su encarcelamiento por participar en la resistencia contra el nazismo, reflexionó con lucidez sobre la naturaleza de la estupidez. Allí sostuvo que la estupidez es un enemigo más peligroso que la maldad. El mal puede ser enfrentado porque es consciente de sí mismo, mientras que la estupidez es impermeable a la razón, inmune a la refutación y resistente a cualquier intento de diálogo. El estúpido no actúa como individuo autónomo, sino como portavoz de consignas que lo dominan. En sus palabras, al conversar con un estúpido uno no se enfrenta a una persona, sino a un conjunto de frases hechas que se han apoderado de él. Para Bonhoeffer, la estupidez es un fenómeno social y político: surge cuando las masas se dejan arrastrar por ideologías, propaganda y presión colectiva, sustituyendo la conciencia individual por la repetición mecánica de consignas.

Carlo M. Cipolla, en su ensayo Las leyes fundamentales de la estupidez humana (The Basic Laws of Human Stupidity, 1976), abordó el fenómeno desde una perspectiva histórica y económica. Allí formuló cinco leyes que definen la estupidez como un comportamiento irracional y destructivo. La primera sostiene que siempre subestimamos el número de estúpidos en circulación. La segunda afirma que la probabilidad de que alguien sea estúpido es independiente de cualquier otra característica, como educación, estatus o inteligencia. La tercera define al estúpido como aquel que causa daño a otros sin obtener beneficio propio. La cuarta advierte que los no estúpidos subestiman el poder de los estúpidos, y la quinta concluye que el estúpido es el tipo de persona más peligrosa, porque actúa sin malicia pero con consecuencias devastadoras. Para Cipolla, la estupidez es omnipresente, imprevisible y más temible que cualquier organización criminal.

Ambas definiciones son lúcidas y penetrantes, pero insuficientes. Bonhoeffer reduce la estupidez a fuerza social y política, Cipolla la reduce a comportamiento irracional y dañino. Ambas perspectivas, aunque valiosas, permanecen en el plano empírico: describen la estupidez como fenómeno observable en la convivencia humana, como error colectivo o conducta individual. Sin embargo, lo que aquí se sostiene es más radical: la estupidez no es un accidente social ni un comportamiento irracional, sino una condición existencial y metafísica inseparable de la finitud humana.

La estupidez no es un defecto de la razón, porque la razón puede funcionar perfectamente y aun así el ser humano caer en la estupidez. No es una limitación gnoseológica, porque no se trata de un problema de acceso al conocimiento o de capacidad de comprender. No es una fuerza social, aunque pueda manifestarse colectivamente. No es una limitación de la convivencia, aunque se exprese en ella. La estupidez es la sombra inevitable de la finitud: el hombre, al ser finito, está condenado a la parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de alcanzar lo infinito tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de ese desfase surge la estupidez.

La libertad agrava esta condición. La libertad nos eleva como seres racionales, pero también nos expone a elegir mal, a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial. La estupidez es la amenaza inherente de la libertad: inseparable de la posibilidad de decidir, inseparable de la condición humana. La misma libertad que nos dignifica es la que nos hunde en la estupidez cuando elegimos mal, cuando nos dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la apariencia con la verdad.

Por eso, la estupidez no puede ser reducida a fenómeno social ni a conducta irracional. Es una condición existencial y metafísica: inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. Mientras Bonhoeffer y Cipolla describen la estupidez en términos prácticos, aquí se la entiende como estructura ontológica de la existencia humana. La estupidez no es accidente ni error, sino destino: el precio inevitable de ser finitos y libres.

3. La estupidez como condición metafísica y la gracia como única morigeración

La estupidez, tal como se ha venido delineando, no puede ser reducida a un defecto de la razón, ni a una limitación gnoseológica, ni a una fuerza social, ni a una restricción de la convivencia. Todas esas aproximaciones —aunque útiles en el plano descriptivo— se quedan cortas frente a la hondura del fenómeno. La estupidez es, en su raíz, una condición existencial y metafísica inseparable de la finitud humana. Es la sombra inevitable que acompaña al hombre en su tránsito por el mundo, el precio de ser finito y libre.

El ser humano, marcado por la finitud, está condenado a la parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de alcanzar lo infinito tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de ese desfase surge la estupidez. No se trata de ignorancia, porque incluso el más ilustrado puede ser estúpido; no se trata de falta de razón, porque la razón puede operar con rigor y aun así desembocar en estupidez; no se trata de mera conducta irracional, porque la estupidez puede ser sistemática, organizada, incluso tecnificada. Es, más bien, el reflejo ontológico de nuestra condición finita: al aspirar a lo ilimitado, al pretender trascender nuestros límites, generamos formas cada vez más sofisticadas de estupidez.

La libertad intensifica esta condición. La libertad nos dignifica como seres racionales, pero también nos expone a elegir mal, a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial. La estupidez es la amenaza inherente de la libertad: inseparable de la posibilidad de decidir, inseparable de la condición humana. La misma libertad que nos eleva es la que nos hunde en la estupidez cuando elegimos mal, cuando nos dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la apariencia con la verdad. La estupidez no es, pues, un accidente que pueda evitarse, sino un destino que acompaña a la libertad misma.

El siglo XX mostró con crudeza esta lógica. Fue el siglo más ilustrado y, al mismo tiempo, el más inhumano. Las guerras mundiales, los totalitarismos, los genocidios, las bombas atómicas, los campos de exterminio: todos ellos fueron manifestaciones de una inteligencia puesta al servicio de la barbarie. La estupidez ilustrada se convirtió en fuerza histórica, y la banalidad del mal —como señaló Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén— no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y técnicos que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. La educación universal y la acumulación de información no abolieron la estupidez, sino que la multiplicaron. La sociedad ilustrada se volvió más estúpida, más cínica, más corrupta, porque confundió consignas con pensamiento y ruido con verdad.

En este contexto, la pregunta decisiva es: ¿puede el hombre liberarse de la estupidez? La respuesta, desde la perspectiva aquí defendida, es negativa. Ningún sistema educativo, político o científico puede abolir la estupidez, porque está inscrita en la finitud y en la libertad. La razón no basta, la ética no basta, la política no basta. La estupidez es inseparable de la condición humana mientras dure nuestra existencia finita.

Solo la gracia divina puede morigerar la estupidez. La gracia no elimina la finitud, pero la redime; no borra la estupidez, pero la relativiza al abrirnos a un horizonte más allá de nosotros mismos. La fe ofrece una salida, no en el sentido de abolir la estupidez en esta vida, sino de abrir la esperanza de una vida después de esta vida, donde la finitud se supera y la estupidez deja de ser amenaza. La gracia es la única fuerza capaz de eximirnos en parte de la estupidez, porque no depende de nuestro esfuerzo ni de nuestra razón, sino de un don que trasciende la condición humana.

La estupidez, por tanto, no es un error corregible, sino una condición estructural de la existencia. Es la sombra inevitable de la finitud y la libertad. Mientras vivamos en este mundo, la estupidez será amenaza constante, inseparable de nuestra condición. La gracia divina es la única luz que puede atravesar esa sombra, la única fuerza que puede morigerar su poder. Sin la gracia, la estupidez es destino; con la gracia, la estupidez se convierte en condición relativizada, en sombra que ya no domina, en amenaza que ya no destruye.


4. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet como catalizadores de la estupidez ilustrada

La irrupción de la inteligencia artificial en la vida cotidiana, lejos de ser únicamente un instrumento de emancipación cognitiva, se ha convertido en un factor de empobrecimiento intelectual. Al delegar tareas de razonamiento, memoria y análisis en sistemas automatizados, el ser humano corre el riesgo de atrofiar sus propias capacidades críticas. La IA, al ofrecer respuestas inmediatas y simplificadas, fomenta la dependencia y la pasividad, debilitando el ejercicio de la reflexión autónoma. En lugar de expandir la inteligencia, la sustituye por comodidad; en lugar de estimular el pensamiento, lo anestesia. Así, la estupidez ilustrada se multiplica: individuos con acceso a herramientas poderosas que, sin embargo, pierden la capacidad de discernir por sí mismos.

Las redes sociales intensifican este proceso al convertir la comunicación en espectáculo y la opinión en mercancía. La lógica algorítmica premia lo superficial, lo emocional y lo inmediato, relegando la argumentación y la profundidad. El pensamiento se reduce a consignas, a frases breves diseñadas para captar atención, y la deliberación se sustituye por la viralidad. La masa ilustrada, en lugar de dialogar, se polariza; en lugar de pensar, reacciona. La estupidez se organiza en comunidades digitales que refuerzan prejuicios y cancelan la crítica. La inteligencia se empobrece porque se mide por la capacidad de repetir consignas y acumular seguidores, no por la búsqueda de verdad.

El Internet, como espacio global de información ilimitada, ha exacerbado la paradoja de la modernidad: cuanto más acceso tenemos al conocimiento, más se multiplica la estupidez. La abundancia de datos no garantiza comprensión, sino que genera saturación y confusión. La verdad se diluye en un océano de opiniones, rumores y falsedades, y la capacidad crítica se ve desbordada por el exceso. El hombre ilustrado, en lugar de ser más sabio, se vuelve más vulnerable a la manipulación, porque confunde cantidad con calidad y velocidad con profundidad. El Internet, al secularizar el infinito del saber, ha convertido la estupidez en fenómeno global: una estupidez ilustrada, tecnificada y amplificada, que empobrece la inteligencia y amenaza la libertad.

Nicholas Carr, en su obra Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2010), advierte que la sobreexposición a la red transforma la manera en que pensamos y leemos. La lectura profunda, la concentración sostenida y la reflexión crítica se ven reemplazadas por una atención fragmentada, dispersa y superficial. Carr describe cómo el hábito de navegar entre hipervínculos, notificaciones y estímulos constantes nos convierte en lectores impacientes, incapaces de sostener un hilo argumental prolongado. El resultado es un empobrecimiento de la inteligencia: la mente se adapta a la velocidad y la fragmentación, pero pierde la capacidad de contemplación y análisis. En este sentido, Internet no solo multiplica la información, sino que multiplica también la estupidez ilustrada, porque sustituye la profundidad por la inmediatez y la reflexión por el consumo rápido de datos.

James Bridle, en La nueva edad oscura (New Dark Age, 2018), lleva esta crítica a un plano más amplio y radical. Para él, la acumulación masiva de información y el dominio de los sistemas algorítmicos no nos conducen a mayor claridad, sino a una opacidad creciente. La promesa de transparencia digital se convierte en un espejismo: cuanto más datos tenemos, más difícil resulta comprenderlos, y cuanto más dependemos de algoritmos, más nos alejamos de la inteligibilidad. Bridle sostiene que vivimos en una nueva edad oscura, no por falta de información, sino por exceso de ella, organizada de manera incomprensible para la mente humana. La estupidez ilustrada se convierte así en un fenómeno estructural: individuos saturados de saberes fragmentados, incapaces de discernir lo verdadero de lo falso, lo esencial de lo trivial. La modernidad digital, en lugar de emanciparnos, nos hunde en una oscuridad cognitiva donde la estupidez se multiplica bajo la apariencia de conocimiento.

Las observaciones de Nicholas Carr en Superficiales y de James Bridle en La nueva edad oscura poseen un valor incuestionable en el diagnóstico contemporáneo de la crisis intelectual. Ambos autores, desde ángulos distintos, advierten cómo la sobreexposición digital y la saturación informativa empobrecen la inteligencia y multiplican la estupidez ilustrada. Aunque ninguno de ellos repara en la dimensión metafísica del problema —la estupidez como condición inseparable de la finitud y la libertad humanas— sus análisis son valiosos porque describen con precisión los síntomas visibles de esa condición en la era tecnológica. Carr muestra cómo la superficialidad cognitiva se instala en la mente moderna, y Bridle revela cómo el exceso de datos conduce a una nueva oscuridad. Sus aportes, aun sin trascender al plano ontológico, iluminan el modo en que la estupidez se manifiesta y se amplifica en la sociedad digital, ofreciendo un testimonio indispensable para comprender la magnitud del fenómeno.

Conclusión

La estupidez humana, lejos de ser un accidente corregible o una mera deficiencia de la razón, se revela como la condición existencial y metafísica inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. Es la sombra que acompaña cada intento de trascender nuestros límites, el precio inevitable de aspirar a lo infinito desde la precariedad de lo finito. La modernidad, al secularizar el infinito y convertirlo en cálculo, progreso y acumulación, no hizo más que multiplicar esa sombra, transformando la estupidez en fenómeno ilustrado, tecnificado y global. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet, lejos de emanciparnos, han exacerbado la superficialidad, la saturación y la opacidad, convirtiendo la estupidez en espectáculo y en mercancía viral. Carr y Bridle lo han diagnosticado con precisión: vivimos en una era donde la abundancia de información empobrece la inteligencia y nos hunde en una nueva oscuridad cognitiva.

La historia del siglo XX, con sus guerras, genocidios y barbaries tecnificadas, mostró que la inteligencia puede ponerse al servicio de la destrucción y que la sociedad ilustrada puede ser más estúpida que nunca. Bonhoeffer y Cipolla, cada uno desde su ángulo, advirtieron la peligrosidad de la estupidez como fuerza social y como comportamiento irracional. Pero su mirada, aunque lúcida, no alcanza la hondura del problema: la estupidez no es solo fenómeno observable, sino destino ontológico. Es la amenaza constante que brota de nuestra libertad, la posibilidad siempre abierta de elegir mal, de confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial.

Por eso, la conclusión es feroz y terrible: la estupidez es inseparable de la condición humana, y mientras dure nuestra finitud será amenaza constante, multiplicada por la técnica, amplificada por la masa, organizada por la plutocracia y disimulada por la tecno-oligarquía. Ningún sistema político, educativo o científico puede abolirla. La razón no basta, la ética no basta, la política no basta. Solo la gracia divina puede morigerar su poder, porque abre un horizonte más allá de nosotros mismos, donde la finitud se supera y la estupidez deja de ser destino. Sin la gracia, la estupidez es condena; con la gracia, la estupidez se convierte en sombra relativizada, en amenaza que ya no destruye.

La humanidad, atrapada en la paradoja de su libertad y su finitud, está condenada a convivir con la estupidez como su enemigo más íntimo y más devastador. Y mientras no se reconozca esta verdad terrible, seguiremos construyendo sociedades ilustradas que, bajo la apariencia de progreso, se hunden en la estupidez organizada, hasta que solo la gracia pueda salvarnos de nosotros mismos.

Bibliografía

  • Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen, 1999.

  • Bonhoeffer, Dietrich. Cartas y papeles desde la prisión. Madrid: Trotta, 2001.

  • Bridle, James. La nueva edad oscura: La tecnología y el fin del futuro. Barcelona: Paidós, 2019.

  • Cantor, Georg. Contribuciones a la teoría de conjuntos. Madrid: Alianza Editorial, 1986.

  • Carr, Nicholas. Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Madrid: Taurus, 2011.

  • Cipolla, Carlo M. Las leyes fundamentales de la estupidez humana. Barcelona: Crítica, 2019.

  • Flores Quelopana, Gustavo. Crítica de la razón estúpida. Lima: IIPCIAL, 2017.

  • Leibniz, Gottfried Wilhelm. Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Madrid: Alianza Editorial, 2005.

  • Newton, Isaac. Principios matemáticos de la filosofía natural. Madrid: Alianza Editorial, 2011.

  • Tabori, Paul. Historia de la estupidez humana. Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1971.

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