MISTICISMO Y ANTONIO RUÍZ DE MONTOYA
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
Es absurdo excluir de la filosofía virreinal la
corriente mística. Mística designa la actividad espiritual que aspira a la
unión del alma con la divinidad por medios diversos (ascetismo, devoción, amor,
contemplación). No es una teoría sino una experiencia personal incomunicable.
Intentar su explicación es violentar el lenguaje humano. Una historia de la
mística cae propiamente fuera del campo de la presente búsqueda del espíritu de
la filosofía peruana del virreinato, pero no la reflexión y el análisis de la
propia experiencia mística y su presencia en este período cultural. Si bien la
experiencia de la mística católica en la Colonia se sitúa en el terreno de la
fe sobrenatural, no obstante hay que tener presente varios aspectos. Primero,
que aparece en pugna con otras formas de mística, (mística indígena, judía,
árabe, oriental, etc.). Segundo, la diferencia de la mística cristiana barroca
del Virreynato con la mística aborigen y la mística cristiana medieval de
Occidente. Tercero, la presencia en la mística de Colonia del motivo de la
mística neoplatónica del vuelo trascendente hacia la inefable luz de Dios.
Cuarto, si hay conocimiento en la mística y si aparece antes o después del
lenguaje. Quinto, si fue un movimiento tranquilo y tolerado o perseguido por la
Santa Inquisición, como pasó en Occidente con grandes figuras de la época: Luis
de León, Luis de Granada, san Ignacio de Loyola, santa Teresa, san Francisco de
Borja y san Juan de la Cruz. También muchas obras estuvieron bajo sospecha de
herejía y no pudieron ser publicadas, como las de santa Teresa y san Juan de la
Cruz cuyos libros fueron póstumos.
Efectivamente, la presencia de un potente fenómeno
místico católico con una pléyade incomparable de santos en tan temprano período
histórico de la Colonia, refleja una intensa vida espiritual, un hondo anhelo
hacia lo profundo y divino, y una dimensión intensiva de la interioridad
humana, sólo presentes en tiempos de cúspide cultural y que tienen la virtud de
revelar que lo místico constituye el ser mismo de la persona y la mejor
realización de la humanidad. Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606) que como
arzobispo de Lima convocó y presidió el Tercer Concilio Limense (1582-1583),
estableció las líneas pastorales para la evangelización de los indios, recorrió
sin descanso y con gran austeridad la fragosa y hostil topografía peruana,
celebró hasta trece sínodos, hasta que agobiado por la austeridad de sus
penitencias entrega su alma a Dios un jueves santo como infatigable misionero,
excelente organizador de la iglesia sudamericana y conspicuo defensor de los
indios. Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726.
Santa Rosa de Lima (1586-1617), cuyo nombre de pila
era Isabel Flores de Oliva, hija del arcabucero de la guardia virreinal,
recibió el sacramento de la confirmación del arzobispo santo Toribio de
Mogrovejo, vive en el pueblo serrano de Quives –donde su padre administraba un
obraje donde se refinaba la plata- los sufrimientos que padecían los trabajadores indios, experimentó en Lima
un ambiente de efervescencia religiosa –alrededor de sesenta personas
fallecieron en “olor de santidad” entre fines del siglo dieciséis y mediados
del siglo dieciocho-, se sentía atraída por el modelo de la dominica Catalina
de Siena, lo cual la decidió a cambiar el sayal franciscano por el hábito
blanco de terciara de la Orden de los Predicadores, sus confesores fueron
dominicos pero trato espiritual con jesuitas y con el médico Juan del Castillo
que compartió sus secretos de su relación con Dios, en 1617 celebra su místico
desposorio con Cristo, predijo que su vida terminaría en casa de su bienhechor
y confidente Gonzalo de la Maza (contador del tribunal de la Santa Cruzada), al
morir un 24 de agosto una abigarrada muchedumbre colmó las calzadas, balcones y
azoteas. Fue canonizada por Clemente X en 1671.
San Martin de Porres (1579-1639), primer santo
negro de América, fraile de la orden dominica, representado con la escoba en la
mano como símbolo de humildad, entró en la orden bajo la categoría de “donado”,
perseveró en su vocación pese a la oposición paterna, en 1606 se convirtió en
fraile, cierta vez cuando el Convento atravesaba por una crisis pecuniaria se
ofreció ante Prior para ser vendido como esclavo, el prior conmovido rechazó su
ayuda, enseñaba la doctrina cristiana a la gente rústica, indios y negros,
consiguió que varios ricos de la ciudad
donaran para aliviar el dolor de los desamparados, frugal, abstinente y
vegetariano elaboraba medicinas herbolarias para atender a los enfermos, es uno
de los santos más taumatúrgicos y milagrosos que ha tenido el Perú, por el don
de la bilocación fue visto en México, China, Filipinas y Japón, justamente
aspiraba a llevar su labor misionera a Filipinas, China y Japón, se resistió a
cambiar su gastado hábito por otro nuevo, tuvo como modelos de santidad a santo
Domingo de Guzmán, santa Catalina de Siena y san Vicente Ferrer, confidente de
san Juan Macías y amigo de santa Rosa de Lima, su personalidad carismática
convocaba a todos los estratos sociales, su disposición a ayudar
incondicionalmente lo reputó de hombre santo, levitaba, tenía videncia,
sanación y se le atribuyó poder sobre la naturaleza, pero a sus milagros no les
daba mayor importancia, a los sesenta años cae enfermo y anuncia que llegó su
hora de encontrase con el Señor, su deceso conmocionó la ciudad de los Reyes,
el Virrey Juan Fernández de Cabrera y Bobadilla fue a besarle la mano en su
lecho de muerte, pidió a sus dolidos religiosos que entonaran el credo y
entregó su alma a Dios. Todas las clases sociales se mezclaron en su adiós,
redoblaron todas las campanas de la ciudad y la devoción popular fue tan
intensa que ello obligó a un rápido entierro. Fue canonizado por Juan XXIII en
1962.
San Juan Macías (1585-1645), a los ocho años
anunció a sus parientes que se marcharía una noche de navidad, llega al
Virreynato del Perú y su primera acción en Lima es indagar por la orden de los
predicadores, de acuerdo a una voz que escuchó a los veinte años y le ordenaba
servir a Dios en el Perú, en 1622 toma los hábitos en el convento de los
dominicos, amigo íntimo de san Martín de Porres y coetáneo de santa Rosa de
Lima, llevaba una vida de profunda oración, penitencia y caridad, siempre
auxilió a los necesitados desde el portón del convento, tenía propensión al
retiro y a la soledad, perseveró como portero por más de veinte años, durante
un fuerte sismo se quedó en el jardín del claustro y no salió con todos los
demás clérigos corriendo porque dice que la voz de la Virgen María lo detuvo y
se sintió protegido, 33 años después de muerto sanó a un novicio al que se le
había dado los santos óleos pero que previamente se le dio un pequeño cuadro
con el retrato de Fray Juan Macías, otro milagro es la multiplicación del arroz
cuando una monja dominica recordó su nombre al faltar el cereal para los
pobres, fallece a los sesenta años cuando sus hermanos clérigos cantaban la
plegaria “Salve Regina”. Fue canonizado por Pablo VI en 1975.
Francisco Solano (1549-1610), natural de Montilla,
educado por los jesuitas y toma los hábitos franciscanos a los veinte años,
cursa filosofía y teología en el convento de Loreto en Sevilla, igual que su
fundador san Francisco de Asís desarrolló una relación especial con los animales,
cuentan que ordenó a una serpiente de gran tamaño ir al convento para ser
alimentada y cuidada en vez de seguir asolando al ganado de la comarca, en 1589
el rey Felipe II pide a los franciscanos enviar misioneros a América y Solano
es elegido, recorre la Argentina, Bolivia, chile, Paraguay hasta llegar al Perú
en 1595, llegaba a las tribus más guerreras e indómitas con el crucifijo en la
mano y terminaba bautizando a cientos y miles, tenía hermosa voz y sabía tocar
el violín y la guitarra, cierta vez un toro bravo se escapó del corral
repartiendo cornamenta a diestra y siniestra a cuanto se le encontrara en el
camino, entonces fue llamado y el toro mansamente le comenzó a lamer las manos
y fue llevado por Solano al corral en el pueblo llamado San Miguel, en Lima fue
nombrado Guardián del Convento de la Recolección, su austeridad era tan
proverbial que en su celda tan solo tenía un camastro, una colcha y una cruz,
llevaba una vida penitencial y de oración pero siempre estaba alegre con los
demás, se le veía predicando en todas partes, hasta en garitos y corrales de
teatro, en 1605 cayó enfermo del estómago por su dieta frugal a base de
hierbas, cinco años después era casi un esqueleto viviente, falleciendo el 14
de julio de 1610, día de San Buenaventura. Ese mismo día y esa misma hora se
produjo un extraño toque de campanas en el convento de Loreto, en Sevilla,
donde estudió filosofía y teología. Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726.
El Virreynato del Perú es epicentro del
renacimiento espiritual con tal constelación única e irrepetible de santidad y
misticismo que culmina con el misionero jesuita y pensador peruano Antonio Ruiz
de Montoya (1585-1652). El Nuevo Mundo se mostró como un Geos, un Ethos y un Pathos propicio no sólo para la
realización y desarrollo del espíritu de las ideas autonómicas de los
pensadores de Salamanca y de Coimbra y de la utopías neoplatónicas de indios,
mestizos y criollos, sino también para la revelación de una intensiva
interioridad, en momentos en que el Viejo Continente vive el resurgir del
movimiento científico matematizante con Galileo, el ocultismo a lo Paracelso y
Boheme y el brío a una gran altura de la mística española con San Ignacio, San
Francisco de Borja, Francisco de Osuna, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de
Jesús. De modo similar Lima virreinal es el foco de un anhelo de trascendencia
y de un ideal humano de conquista. El Santo Oficio no frenó el movimiento
quietista convencido de que no tenía que ver con las ideas reformistas de los
protestantes, ni con judaizantes, ni con alucinaciones de carácter natural. La
Inquisición tuvo en América un desempeño más benévolo que en España. Durante
toda la vida colonial sólo hubo 32 ejecuciones, 23 por judaizantes, 6 por
protestantes, 2 por explícita herejía y uno por falsa santidad correspondiente
a un teólogo con estudios en Valladolid y rector de la Universidad de San
Marcos en Lima. A eso hay que añadir 3 judaizantes quemados en hueso o ya
fallecidos, y 14 quemados en efigie por ausencia. Los ajusticiados en su
mayoría fueron piratas luteranos capturados en actos de guerra. Por tanto, el
misticismo en el Nuevo Mundo no fue zarandeado por el Santo Oficio porque éste
actuaba más como una policía política que como policía de la vida civil.
Antonio Ruíz de Montoya dedicó su vida a trabajar por las
tribus indígenas guaraníes.
Su obra escrita refleja su interés intercultural y su afán místico, tratando de temas espirituales y de gramática guaraní. Nace en 1585 en Lima, Perú, y a los
24 años ingresa a la Compañía de Jesús. Después de seguir el noviciado en el Colegio Máximo de San Pablo de Lima,
viajó a la actual Argentina por cuatro años, en donde siguió los
estudios de teología y filosofía en Córdoba. Concluidos sus estudios es inmediatamente destinado a las reducciones del Paraguay a trabajar con los indígenas guaraníes. Con fervor
misionero se mantuvo veinticinco años en las reducciones. Fundador de trece
reducciones, con colegios y haciendas que los guaraníes llamaban “tierras sin mal”. Con el fin de
protegerlos de los bandeirantes que empezaban a esclavizar a los aborígenes
para venderlos a los grandes hacendados, Ruíz de Montoya encabeza en 1628 la hazaña de conducir en un éxodo mosaico a doce mil guaraníes por cerca de mil kilómetros desde Brasil hasta Misiones en
la Argentina. La travesía culminó con la refundación de las reducciones de San Ignacio Miní y Nuestra
Señora de Loreto, a orillas del arroyo Yabebirí, en la provincia de
Misiones, Argentina. El
año 1636 comienza su época más difícil, en las veintiséis
reducciones que le son asignadas entre Paraguay y Uruguay tiene que armar a los
guaraníes para defenderse de los bandeirantes. En 1637 abandona las reducciones
guaraníes y viaja a Madrid, donde publica en 1640 una gramática, un diccionario guaraní, una crónica geográfica,
etnográfica y biológica, un catecismo. Hacia 1643 parte con destino a Perú. En 1648, escribe un tratado
de mística,
llamado Sílex del divino Amor y rato del ánimo en el conocimiento de
la causa primera, correspondiendo a su amigo Francisco del Castillo quien quería tener un mejor método
para orar. En 1650 su salud se resiente falleciendo en 1652. Sobre su cadáver
se dan dos versiones: una dice que sus restos fueron solicitados y recogidos por misioneros y nativos guaraníes, que los enterraron en las tierras donde vivió los años más importantes de su vida. Otra versión da
cuenta que en vez de descansar en
la provincia argentina de Misiones, sus restos yacen en la
iglesia de San Pedro de Lima. La
Universidad jesuita Antonio Ruiz de
Montoya de Lima lleva
su nombre como homenaje. El descubrimiento del manuscrito llamado Sílex del divino Amor es debido al Padre Rubén Vargas Ugarte, jesuita limeño. Pero toda su
obra es un alegato en las Indias contra la injusticia y una defensa de los
desvalidos. Su figura representa a un peruano de dimensión continental,
heredero de la caritas cristiana y de la justicia de las sociedades
aborígenes de la América recién descubierta. Si nuestro continente tiene en la
lucha por la libertad y la independencia a figuras epónimas como el argentino
San Martín y el venezolano Bolívar, cuenta también con el combate por el divino
amor con el peruano Ruíz de Montoya. Este jesuita misionero de fecunda labor
apostólica defendió con heroísmo a los guaraníes y los protegió en las
reducciones del Paraguay. Allí se forjó su principal Ejercicio Espiritual
Ignaciano.
San
Ignacio en las Constituciones de la Compañía invitaba a “buscar a Dios
en todas las cosas y a todas las cosas en Él”. Se cuenta que Ruíz de Montoya
ofrecía a Dios todo cuanto hacía. Se conducía por la vida sintiendo la
presencia constante de Dios. Esta predisposición a la interiorización de la vía
mística aflora a lo largo del Sílex, obra tardía escrita alrededor de
sus sesentaicinco años. La palabra alusiva a esta variedad de cuarzo capaz de
producir chispas por fricción, alude a la condición humana preparada para
prenderse en la voluntad del fuego divino. No se trata de obrar contra las
propias aficiones, se trata de proceder con naturalidad, sin hacerse violencia.
No obstante, la constante invitación para dar el salto al vacío está dirigido
hacia quienes llevan años de fidelidad y purificación, pruebas interiores y
dones concedidos por Dios. Por ello, un tema central de la obra es hacia quién
va dirigido el llamado a la contemplación. Sus líneas no están pensadas para
todo público sino para su amigo el jesuita limeño Francisco del Castillo, a
quien percibía su necesidad espiritual. Al concluir su obra no pensó de
inmediato publicarla, pero el General de la Compañía sometió la licencia para
la impresión, finalmente fue remitida a Sevilla donde se perdió por causa de la
gran peste. La única copia que se dispone del Sílex es la hallada por el
Padre Vargas Ugarte en el Archivo Arzobispal de Lima. Además, sorprende que desde
el título se haga referencia al apelativo filosófico de Dios como Primera
Causa, como para destacar la situación metafísico-ontológica privilegiada de la
divinidad y su ascendiente sobre su creación. Pero algo más, de todas sus
criaturas es el hombre el ser con vocación mística. A lo largo de la obra
aflora un diálogo espiritual entre el viejo misionero y su discípulo. Lo cierto
es que en su autor el santo ejercicio de la oración de unión y quietud se hizo
carne propia.
A pesar
de la costumbre de la época de no citar a los autores, en el Sílex está
presente, además de la Santa Escritura y los Evangelios, Casiano, san Agustín,
san Bernardo, Francisco de Osuna, Fray Luis de Granada, Juan de Alloza y santa
Teresa de Jesús. San Juan de la Cruz no es mencionado pero es más que probable
que lo tuviera presente, y lo mismo se puede pensar del Pseudo Dionisio cuya
autoridad apostólica era incuestionada. Pero es notorio el influjo del
neoplatonismo en el Sílex por el lenguaje paradójico, la contemplación de los
seres en Dios, la acentuación de la trascendencia, la huída de lo sensible y
encontrar la esencia divina libre de todo accidente. Dionisio Pseudo-Areopagita
(s. V-VI), como san Agustín y Boecio, es un platónico cristiano, pero sin la
originalidad del primero, ni la labor metodológica del segundo, e influyó sobre
el pensamiento de la Edad Media mediante un platonismo cristianizado que
concilia la doctrina de la emanación con la Trinidad y la creación. También
insiste con el maestro Eckhart y San Juan de la Cruz en la renuncia a los
gustos sobrenaturales. Nuevamente aparece con sabor neoplatónico el deseo de
total autoaniquilación. Reducido a la nada de la teología negativa encuentra
como Suso la nada de Dios. De Tauler y santa Teresa recoge las señales que indican
el paso de la meditación a la contemplación. Además, Ruíz de Montoya en el Opúsculo
I sigue de cerca la obra de su hermano jesuita Juan Eusebio Nieremberg, con
quien convivió en el colegio Imperial de Madrid y el cual publica en 1641 el
tratado De la hermosura de Dios y su amabilidad por las infinitas
perfecciones del ser divino. El carácter abstracto de los tres primeros
opúsculos se completa con el análisis psicológico de las “mansiones” de la
mística. De manera que la obra de Ruíz de Montoya es heredera de una ingente
tradición espiritual.
El
mensaje fundamental del Sílex es que la fe madura lleva hacia la
mística, la unión con Dios se puede vivir en el quehacer cotidiano, porque
vivir en la presencia de Dios significa ver todo por la luz transfigurada de su
bondad que lo convierte a uno en el “temprano morador de la gloria”.
Entre los
moradores tempranos de la gloria Ruíz de Montoya hace referencia a tres casos
americanos, esto es, al varón extático Gregorio López, al indio principal
Ignacio, que guardó la ley natural en su pureza y recibe el bautismo en edad
madura, y a la mística limeña, Luisa Melgarejo, que la ubica junto a la
canonizada Teresa de Jesús. Cada uno de ellos representa los grados de la
ascensión mística: el pensamiento (cogitatio) que tiene por objeto
imágenes provenientes del exterior y está dirigido a considerar la huella
de Dios en las cosas; la meditación (meditatio) que es el recogerse del
alma en sí misma y que tiene por objeto a la imagen misma de Dios; y la
contemplación (contemplatio) que se dirige a Dios mismo. Esta
significativa inclusión de un personaje indígena en los grados de la ascensión
mística no sólo es un taxativo reconocimiento de la condición humana del indio
y de la vocación humanista de Ruíz de Montoya, sino la afirmación expresa que
muchísimos indios gentiles guardando la ley natural en su pureza son capaces de
dedicarse al estudio y práctica de la ley divina con mucha mejor aplicación que
los propios españoles. Lo cual nos remite de soslayo hacia las formas de
mística autóctona. Para el caso basta con dos breves ejemplos que ilustran la
presencia del misticismo en el mundo prehispánico. El primero tiene que ver con
el vuelo místico del chamán extático Antarqui, el cual es llamado por el hijo
del Inca Pachacútec, Túpac Yupanqui, antes de emprender su travesía hacia la
Polinesia, y el cual tiene que hacer uso de sus poderes místicos para confirmar
después de un vuelo extático la existencia de dichas tierras y sus riquezas. El
segundo caso tiene que con el don de la profecía. Se trata del conocido
vaticinio sobre la caída el Imperio Incaico que fue conocido primero por el
octavo Inca Viracocha y dado a conocer después por el décimo segundo Inca
Huayna Cápac. Al Inca Viracocha le descifraron el oráculo de su sueño los
amautas y el sumo sacerdote que oficiaban como adivinos. Puede parecer una
verdad de Perogrullo insistir en la presencia de vida mística en la edad de los
gentiles pero afortunadamente no lo es, porque no sólo estuvo presente sino
porque el antiguo Perú fue territorio de intensa vida religiosa y misticismo.
El aporte del misticismo cristiano consiste en dar muchísima menos importancia
a los dones sobrenaturales para concentrase en la vida unitiva con la divinidad[1].
No
obstante, en la descripción de la vivencia mística ocupa un lugar destacado su
propia experiencia personal. El énfasis y la seguridad expresiva lo delata y
remite al lector a su propia experiencia interior. Nos habla de “un vuelo
repentino”, “donde sin ver le mostró la experiencia tantas cosas”, “aunque hizo
concepto de ellas no tiene facultad para decirlas”, “en que la Vida increada
habita”, donde “la voluntad desea morir más en sí para unificarse más en la
Vida” (II, 107-108). Es su propio universo contemplativo el que vierte en la
efusión mística del Sílex.
El Sílex
nace de las conversaciones que tuvo con Francisco del Castillo, no es un
tratado sistemático y sí, más bien, un conjunto de reflexiones inspiradas
expuestas en cuatro opúsculos y un epílogo. El primero opúsculo en su primer
capítulo encarece el apartamiento de lo sensible, el segundo capítulo propone
el conocimiento de las criaturas para comprender la aseidad y eternidad de
Dios. El segundo opúsculo penetra en el mundo interior, donde analiza en cinco
capítulos la memoria, el entendimiento y la voluntad. La voluntad debe
renunciar a las propias dulzuras espirituales para abrazarse con el acto
desnudo de amar. Una voluntad así puede unirse plenamente a lo divino. Hasta
llegar al holocausto de la propia voluntad en la divina. Para ello se requieren
actos fervorosos de amor, de renunciación de todo lo visible, de complacencia
de no tener la voluntad propia sino en Dios. El tercer opúsculo versa sobre las
potencias del alma ya purgada. Aquí destaca la idea del “centro del alma y de
la mente”, donde prima la aniquilación de sí y es a través de ella que conviene
dirigirse a Dios. También habla del “trueno”, que brota del Ente divino como
preanuncio del rapto. Las secuelas que deja en el alma la contemplación la
prepara para la “mística metamorfosis”. Quien se aniquila por Dios no deja de
deificarlo. Honra, riquezas, comodidades, descanso, amor a las criaturas, hasta
el propio deseo de perfección queda subsumido a lo que Dios mismo quiere. Es el
momento en que dios derrama en abundancia sus tesoros en el alma y es el tema
del cuarto opúsculo o las mansiones del divino amor. Aquí reside su
originalidad mayor, en la forma cómo distribuye las mansiones. El término
“mansión” es afín al de las “moradas” teresianas. Son descritos trece grados
contemplativos, cuya división sólo es pedagógica y nunca orgánica. Es un
itinerario que lleva agustinianamente al alma hacia el recogimiento y silencio
interior dado por Dios, para la consideración de las cosas celestes más allá de
todo discurso y raciocinio, es el no lenguaje o la experiencia negativa del
lenguaje, es la culminación del viaje de las potencias –como en San
Buenaventura- cada vez más perfectas hacia la divinidad. Crece la práctica de
la virtud a medida que el amor a Dios se hace más fuerte en el alma. Aumenta el
deseo del cielo, el celo de las almas y de la gloria de Dios. Queda el
entendimiento “con una ciencia divina”, como la mayor que se puede alcanzar en
esta vida. Dios no aparece fuera sino dentro del alma y se ve las divinas
procesiones y cómo las personas divinas son una única sustancia y un único
Creador. Visión de duración e intensidad variable, meses, años o toda una vida
puede persistir para que el alma se recoja en su propio interior. Raptos y
apariciones se han de evitar con reverencia. En cuanto a los efectos de la
gracia menciona la pacificación de los afectos, recoge los sentidos y llena el
corazón y la parte inferior de un purísimo deleite. El alma olvidada de sí
misma ya no desea morir y se vuelve a la Fuente o última mansión del divino
amor. Por el Epílogo es un conjunto de consejos prácticos para el joven
discípulo, donde destaca la vanidad de las honras y riquezas de este mundo, el
tiempo, lugar y modo de oración, los tres lenguajes en la oración (vocal,
intelectual y mental) y las tres palabras que se han de llevar en el afecto:
renuncio, imito y entrego. Encarece la amistosa intimidad con Jesús y advierte
sobre la limitación del lenguaje humano para expresar lo inexpresable e
inefable divino. Por todo ello, la vida contemplativa es un resultado de la
maduración de la fe.
El valor
del Sílex no se restringe a ser testimonio de la madura evangelización
en América y ofrecer una vía de purificación de los desórdenes a nivel
ascético, sino, también, por ser valedero para quienes no tienen años de
práctica de las virtudes y en la oración mental pero reconocen el valor de la
auténtica ascensión espiritual. Esto es, no sólo es una herramienta útil para
aquellos que tratan almas, sino valioso también para quienes aspiran a tratar
su propia alma. No es una obra apropiada para una persona sin formación
espiritual, es más bien idónea para una persona que aspire a su formación
espiritual. El valor universal del Sílex es que describe el itinerario
contemplativo auténtico, valedero para todos los tiempos y circunstancias,
tanto ayer cuando el indio era reconocido como súbdito de segunda clase, como
hoy cuando en el fragor anético de la sociedad consumista las almas se yugulan en
el hedonismo, el nihilismo y el relativismo. La inmarcesible perennidad del Sílex
radica en el afán indesarraigable del hombre por buscar a aquel que es
origen y fundamento de su ser.
Lima,
Salamanca 26 de Junio 2014
[1] Sobre esta temática del misticismo chamánico en
el Perú Antiguo he discurrido en los siguientes trabajos: “Premonición,
teofanía y astrología en la caída del Imperio Incaico”, www.gusfilosofar.blogspot.com;
“Antarqui: el misterioso chamán Incaico”, www.gusfilosofar.blogspot.com;
y en “Chamanismo pachacutista y el absoluto dinámico en el Perú antiguo”, www.gusfilosofar.blogspot.com
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