SOBREVILLA Y LA FILOSOFÍA PERUANA
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
David Sobrevilla era un filósofo de indudable talento histórico, pero se trataba de un talento crítico y no de un talento propositivo. Su capacidad para el dato, la información, la pesquisa, la reflexión puntual era de su indisputable coto, minucioso como un notario pero carente de originalidad creadora. Lo suyo era enjuiciar y comparar, no crear y proponer. Su acuciosidad por el detalle y la actualidad de su información me hizo abrigar un tiempo la esperanza que de su pluma podría salir alguna idea original. Pero luego me convencí que ese no era su don, y sí, más bien, la crítica incisiva y, algunas veces, no bien ponderada. Quizá ese era el tipo de inteligencia que necesitaba la filosofía en el Perú, arrasado por un marxismo dogmático en las universidades públicas, y que le hiciera recordar la principales figuras de su quehacer filosófico. Esa fue su misión y cumplió su objetivo reivindicativo. Pero como nada es perfecto en este mundo, cometió muchos juicios precipitados que merecieron algunas veces respuesta -aludo al caso de la respuesta de Walter Peñaloza Ramella-. Confieso que me cansó leerlo, y por un buen tiempo me alejé de sus obras. Luego retorné, pero sólo para confirmar mi juicio de que se trató de un importante historiador de la filosofía peruana, pero no un creador.
La filosofía peruana después del fallecimiento de Augusto Salazar Bondy y la hegemonía del pensamiento marxista en las universidades peruanas tuvo el infortunado destino de verse avasallada por los historiadores de las ideas. María Luisa Rivara (1929-2014) y David Sobrevilla (1938-2014) son sus exponentes máximos. Y digo infortunio porque la filosofía nunca será mera hermenéutica de autores del pasado, sino descubrimiento de esencias sempiternas que son siempre nuevas.
Y aun cuando nuestros puntos de vista han sido muy diferentes y hasta encontrados en muchos aspectos del debate filosófico, es de justicia reconocer sus méritos. Sus obras dejan una estela que deberá ser tomada en cuenta, para bien o para mal. No fue un filósofo creativo sino un cabal historiador de la filosofía, y un hipercrítico no siempre de buena guisa. No fue un genio porque le faltó el contacto universal con las cosas que se plasmara en una visión filosófica única.
El hipercriticismo de Sobrevilla en el seno de la filosofía peruana da una impresión de rigidez y falta de originalidad. Hay algo en él de detenido y reaccionario. No sale de su pluma a la luz ninguna verdad verdaderamente nueva. Los filósofos peruanos del 40 eran auténticos porque expresaban el principio viviente de la normalización filosófica. Pero bajo Sobrevilla se adivina un manierismo, un extremismo de juicio que oculta un elemento de degeneración. Mientras las obra de Mariano Iberico, Francisco Miró Quesada, Wagner de Reyna, Salazar Bondy, buscan pensar problemas, el pensamiento de Sobrevilla busca catónicamente enjuiciar al pensador. Incluso, en el colmo de la petulancia, llega pesadamente a reprochar a algunos el no estar bien informados de la bibliografía de la época. Eso será importante para un profesor, pero no para un creador de filosofía. Así se van acumulando juicios absurdos en sus páginas, pero que en el fondo tienen que ver con su incapacidad para crear.
Para fines de los setenta y a todo lo largo del ochenta el germen de la decadencia de la filosofía peruana ya estaba manifiesto en el predominio del marxismo dogmático en la ínsula Barataria de la historia de las ideas. Lo que hará Sobrevilla será desarrollar esta última como mueca mentirosa llena de inanidad, pero sin que manase de ella ninguna idea profunda y original. El real desarrollo de la filosofía peruana debía encontrarse en el descubrimiento de categorías y visiones de esencias nuevas en vez del limitado cultivo de la historia de las ideas. Desde entonces la filosofía académica peruana lleva consigo una extraña lasitud, como la psicosis de un pesado fardo, donde no acontece nada que tenga alas.
Sobrevilla más que un pensador es un crítico deforme. El pensador asume que el contacto con la verdad es más real que su expresión formal perfecta. El crítico deforme, en cambio, es sumiso al ambiente, bastardea la verdad, hipotecándola a elementos formales subalternos -como estar al día de la última obra sobre el tema, la expresión formal del pensamiento, etc.-. Esta degeneración conformista a lo formal no sólo es un reflejo plácido del mundo, sino que responde a un debilitamiento de la fuerza creadora en todos sus aspectos. Esta degeneración académica respondía a que en un mundo filosófico dogmatizado era imposible un resurgimiento de la energía creadora. Y este fardo la sofoca hasta convertirla en una enseñanza exangüe y osificada. Pero la filosofía en cuanto conocimiento del fundamento del mundo no es un saber conformista, utilitario y constreñido a lo inmediato. Y eso es lo que hay que reivindicar.
En una palabra, en él nunca se logra percibir la tensión creadora del espíritu humano. Es un alma que no lleva en sí la tragedia ínsita a la creación cristiana, a saber, la nostalgia por alcanzar el mundo trascendental. Por el contrario, su espíritu refleja la mórbida placidez burguesa por la perfección clásica inmanente. Es la última flor retrasada de una época dominada por la idea de confort. Espíritu fatigado que es víctima del pecado secular decadente del mundo burgués. Pero su presencia ha sido necesaria para demostrar que hoy la cuestión es saber si es posible o no la filosofía peruana en cuanto contacto con el ser.
En filosofía nunca se tratará de obedecer reglas ni ser ortodoxos. El academicismo no da más que obras muertas. Nuestra cultura dionisíaca, ahíta de presentimientos catastróficos, impulsa a la filosofía a ser transgresora. No hay posibilidad de retorno a un ideal agotado. Así pues, la filosofía nueva no es una filosofía académica, porque la filosofía auténtica no cree anquilosarse en una doctrina real. Pero invade un olor a descomposición que advierte una muerte espiritual. No hay retorno posible ni al ideal clásico griego ni al cristianismo integrista, ni al romanticismo ni al posmodernismo. La filosofía, que es como el domingo de la vida, siempre será contacto con el Ser y ahí se advertirá a Dios. El cristianismo planteó con una agudeza inigualable el problema de la trasmutación de la vida en mística o vivir el mundo en unión con Dios. Y la fuerza creativa de la filosofía deberá fijarse en este ideal para enfrentar la crisis apocalíptica que nos agobia. Nunca como antes la filosofía se ha visto ante el imperativo de asumir un camino supracultural en vez de infracultural, no mediante la victoria del nihilismo bárbaro, sino de una creación dirigida hacia el Ser más elevado.
Es por ello que su obra representa la declinación y decadencia del academicismo fosilizado, no sólo por el abuso obsceno de las citas sino por la ausencia de ideas nuevas. En apretadas palabras se puede afirmar que su aspiración máxima fue su consejo que los filósofos peruanos sean creadores y no repetidores del magisterio filosófico occidental -cosa que él mismo incumplió-, sobre la base de una verdadera apropiación crítica de la tradición filosófica nacional y universal. Pero su consejo llega en la década de los noventa, cuando la filosofía peruana no se recuperaba del dogmatismo marxista ni del mimetismo de la filosofía analítica. En otras palabras, el anatopismo reinaba a sus anchas en el pensamiento filosófico peruano y quienes cultivaban la historia de las ideas creían ilusamente hacer filosofía desde el Perú limitándose al estudio de la filosofía peruana. En sentido estricto, la filosofía nunca será nacional o extranjera, sino universal.
Afirmo sin
vacilar que en el cultivo de la historia de las ideas en el Perú, David
Sobrevilla ocupa un lugar bastante importante. Aunque sus gruesos volúmenes no siempre dejan la imparcial observación esperada. Hay que señalar, sin embargo,
que comentar una obra tan extensa como la suya exigiría escribir un libro entero. Por tratarse aquí de un breve comentario rememorante, tenemos que limitarnos a desarrollar un análisis
lo más sintético posible. Esto supone que el lector, en todo lo que sigue, estará
familiarizado con su producción como crítico y como pensador. Desde ahora nos
adelantamos a aseverar que, en lo esencial, estamos completamente de acuerdo
con Sobrevilla. Estamos convencidos que las tareas actuales de la filosofía en
América Latina es la de replantear y reconstruir los problemas filosóficos
teniendo en cuenta los más altos estándares del saber, siempre móviles, y
nuestra situación concreta, siempre dinámica.
Salvo que, y
en esto reside nuestra primera discrepancia, esto ya se ha venido haciendo en
nuestra América desde todos los frentes y desde todas las épocas; por ejemplo
con J. C. Mariátegui, Francisco Miró Quesada, Augusto Salazar Bondy, la “generación
Romero”, Dussel, Cerruti, Zea, Adolfo Sánchez Vásquez, Juan Rivano, Scannone,
etc., y la segunda divergencia consiste en tomar en cuenta que nuestra realidad
concreta, lejos de ser una ínsula, sólo es una vía que debe conducirnos hacia
un topismo integrador que nos haga
ver la dignidad humana universal.
Empezaré con
Sobrevilla-crítico, tarea nada fácil porque se encuentra entrelazada con la de Sobrevilla-pensador. La crítica es
un arte que revela no sólo un estado del alma, sino que es un martillo que
permite comprender la verdad. Pero también puede ser el camino más sencillo
para echar a perder todas las cosas. Dicho esto, hay que reconocer que el
comentario y la crítica de obras filosóficas son necesarios e incluso
indispensables. Siempre que, sin embargo, la crítica sea correcta y exacta.
Pues, si no lo es, si además es utilizada para el reproche y la diatriba, su presencia
puede tener consecuencias lamentables.
En nuestro
medio, estamos muy poco habituados a la crítica alturada, todo lo tomamos a
pecho, nos resentimos inmediatamente, cunde la inseguridad psicológica y material,
la crítica es temida y sofocada. Pero hay otros factores que conspiran contra
la crítica filosófica sana. El agrafismo académico, incentivada por una universidad deshumanizada, empresarial y que no
promueve la investigación, la sorprendente falta de costumbre en los congresos
de filosofía de no incluir en su programa la presentación de libros, ni siquiera se invita a los autores a una decente exposición de sus
obras, la discontinuidad cuando no la inexistencia o
elitismo de las revistas de filosofía, hace que las reseñas de la producción
filosófica se queden en la gavetas del escritorio, sean escasas, cuando no ignoradas,
o se contenten con el comentario infecundo entre los corrillos, la apostilla a
media voz, o si hay suerte sea tocada por algún solitario profesor diligente. Hace falta un Observatorio de Investigaciones Filosóficas.
Esto último es
el caso de David Sobrevilla, cuyos indudables méritos son profusos. Primero, su
esfuerzo loable por tomar en cuenta toda la producción filosófica nacional, pues
a partir de él resulta más fácil tener en cuenta lo que se escribe sobre filosofía
en el país y en América Latina, y esto no debe perderse,
dada nuestra proclividad a ignorar el mérito de un compatriota. Segundo, insistir justicieramente en romper con el pensamiento anatópico. Tercero, ha acercado a toda la comunidad filosófica
hasta un grado que todos se pueden tener presentes. Y cuarto, proponer unas nítidas tareas a la
filosofía peruana y latinoamericana.
Querámoslo o
no estos aspectos positivos de su labor han influido sobre nosotros, la cuarta
generación de la filosofía peruana el siglo XX y en la primera del siglo XXI. La
historia de las ideas tiene sus ilustres antecesores en Augusto Salazar Bondy,
Francisco Miró Quesada y Felipe Barreda y Laos. Pero nadie como Sobrevilla ha estudiado
de modo tan extenso y completo la producción filosófica peruana. Sus libros, como
autor y compilador, son valiosos, muy informativos, actualizados, exhaustivos y,
por lo general, sus críticas suelen dar en el blanco. Es cierto que ha
difundido entre nosotros más la cultura filosófica alemana, que la francesa,
inglesa o norteamericana.
El hecho
que haya existido entre nosotros más
profesores que se han formado en Alemania, como Luis Felipe Alarco, Wagner de
Reyna y David Sobrevilla, condicionó para que en nuestro mundo académico se
sepa poco sobre un Austin, un Ryle, un Putnam, un Davidson, dentro de la
tradición analítica, o de un Levinas, un Baudrillard, un Touraine, un Lacan, un
Derrida, un Foucault o un Bordieu dentro de la filosofía francesa actual. Pero
estos sesgos son algo normal en toda cultura cuya tradición filosófica está en
camino de madurez. Un detalle más. Alarco y Wagner estudiaron en Alemania pero nunca perdieron el espíritu de su raza latina. En cambio Sobrevilla, al retornar de Alemania, se empeñó en una campaña contra lo mejor que tiene el espíritu latino, esto es, el ensayo. Su ensayofobia lo llevó al extremo de predicar al final contra el propio genio de su raza. Y por eso nunca pudo ir más allá del eurocentrismo filosófico.
Además, él ha
señalado con claridad las tareas que tiene la filosofía en América Latina.
Claro, dichas tareas quedaron nítidamente trazadas tras la actuación polémica
de insignes figuras de la filosofía peruana (la “generación Romero”, Francisco
Miró Quesada y Salazar Bondy) y latinoamericana (Zea y Dussel). De modo, que a
su gran capacidad de trabajo Sobrevilla une un esfuerzo sincero de
sistematización y síntesis programática. Sólo falta la cereza en la torta, esto
es, una filosofía propia o lo que él llama: el replanteo de la tradición
filosófica occidental.
Y este punto
corresponde al Sobrevilla-pensador. Más aun, personalmente creo que lo ha
intentado a nivel estético e histórico (véase su libro Repensando la tradición occidental, Amaru editores 1986). Nacido en
1938 en el Perú profundo, la ciudad de Huánuco, le corresponde el mérito de
reivindicar para la estética contemporánea la artesanía y el arte popular. Además,
lo ha señalado como tarea para toda la comunidad filosófica, nos ha lanzado el
guante. Como él mismo lo señala en uno de sus libros: “No constituyen de por sí
obviamente la propuesta de una filosofía, sino apenas ideas muy generales sobre
lo que debemos hacer para lograr la madurez de la filosofía de Nuestra América”
(D. Sobrevilla, Repensando la tradición
de Nuestra América, BCR, Lima 1999, p. 266).
No obstante, la
obra de Sobrevilla-crítico goza entre los filósofos de una bien establecida
reputación de crítico algo recargado. Lejos de mí querer rebelarme contra esta
apreciación, salvo en un aspecto, y es que la creo maximalista. Pues, la obra crítica
de Sobrevilla es por lo general serena y sesuda cuando no está signada de un
tufillo de animosidad, que la vuelve incontestablemente denigrante; sobre todo cuando trata a ciertos filósofos peruanos. Sinceramente en
muchas de sus páginas, especialmente en Repensando
la tradición nacional, el lector se queda perplejo por la innecesaria
virulencia del ataque corrosivo. Todos sabemos que él sigue el consejo de
Jacques Barzun, en cuanto tomar en cuenta también lo mediocre y peor en toda
cultura. Pero el caso es que conviene no exagerar, porque de lo contrario
pensadores significativos descienden a los oscuridades de lo peyorativo.
Ciertamente,
la Historia de las ideas es un territorio muy resbaladizo. No sólo porque la
reconstrucción de un pensamiento pasado está penetrada por la óptica inevitable
del presente, que en muchos casos es bienvenido por arrojar nueva luz. Pero,
aun cuando no se incurra en anacronismos, acontece que el límite de las ideas
es casi imperceptible, casi inconmensurable. ¿Podemos acaso estar seguros de todos
los matices de una idea? Maurice Blanchot, uno de los principales escritores y
críticos de la posguerra que ha ejercido enorme influencia sobre Foucault y
otros, ha dicho que el carácter exacto de una obra no está jamás presente para
ningún autor, y nosotros añadiríamos, ni para ningún crítico.
La obra de Sobrevilla-crítico,
resulta ser, en este sentido, paradigmático. Tanto es así, que entre sus
contribuciones, probablemente cuenta que demuestra que un historiador de las
ideas, si bien es cierto, no debe mostrarse neutral, tampoco debe tratar de
imponer su criterio. Este error metodológico se caracteriza por tratar de ver
las cosas como nos hubiese gustado que sean. El historiador de las ideas es útil
cuando nos demuestra que si queremos hacer justicia a la empresa histórica,
debemos tomarlas tal como son y no como quisiéramos que hubiesen sido. Es como
un pájaro que vive en una encina y que desde las primeras horas de la mañana
cuenta todo lo que ve con su gorjeo claro y sostenido. Naturalmente en su verso
no todo es infusión de flores; pero de ahí a bajar para ponerse como un gallito
carioco a enmendar las cosas ya es otro cantar. Y esto significa que hay que
resistir a la tentación de registrar el pasado en busca de reproches, porque la
distorsión resulta pedante y pesada, y no estaría respondiendo a la naturaleza
de su misión.
Naturalmente,
Sobrevilla es muy inteligente, ama escribir obras voluminosas, de extensa y
valiosísima bibliografía. A propósito de obras voluminosas, Ganivet decía que
un libro grande da importancia, pero siendo malo o bueno pasa muy pronto a
formar parte de las obras muertas de las bibliotecas; en cambio, un libro
pequeño está obligado a ser bueno, de lo contrario morirá al primer embate
(Ángel Ganivet, Idearium español,
Aguilar 1964, p. 136). Volviendo digo que sus análisis y comentarios son agudos
y penetrantes, sus distinciones profundas, leer sus obras es provechoso.
Su estilo no
es bello como en Platón, ni elegante como en Bergson, ni ágil como en Russell,
ni humorístico como en Ortega, ni ameno como en Miró Quesada. Al contrario es directo
como un geómetra y cáustico como un ironista. Pero también es un signo de los
tiempos; hay poca vida en él. El frío clima se debe en gran parte a una filosa
crítica acompañada de una propuesta muy general. Los grandes planteamientos se quedan en ideas muy generales. Pues el cuidado que
se toma en buscar si lo que explica es conforme o no a la nueva bibliografía en
boga o a lo que dijo alguna figura sobresaliente, es probablemente una máscara
que lo deja exánime. Incluso su exactitud de notario para citar y señalar el
error en los demás, son las de un erudito que aun está en camino de redondear su
plan original: reformular la tradición filosófica occidental (D. Sobrevilla, Repensando la tradición nacional, 2
tomos, Editorial Hipatía, Lima 1988).
Si se estudia
su técnica de prueba veremos perfilarse un método en que prendido del prestigio
y hallazgo de los grandes pensadores analiza a los autores que selecciona. Así
éstos aparecen pequeños e insignificantes. Como señaló en su momento el
filósofo argentino Ezequiel de Olaso (Con
rigor y sin ilusiones, artículo en el suplemento del diario El Comercio,
Lima, la fecha no es legible en mi recorte), todo lo que toca lo convierte en
polvo. A veces, como un rey Midas al revés, todo lo que toca lo vuelve rescoldos.
Nada ni nadie
se salva de su criba implacable y algunas veces excesiva –como le reprochó
Walter Peñaloza (Una respuesta tardía a
Sobrevilla, en Revista de Epistemología, Año 1, nº 1, 1997, Lima, Optimice
editores, pp. 55-104). Pero su construcción crítica, siendo muy sólida aun,
tiene importancia, porque cuando no se interpone el calor polémico sus
comentarios brillan con luz propia. Lo que parece cierto es que un buen
análisis filosófico debe ser a la vez formativo y no sólo informativo. La
simple sobrecargada exposición de citas de poco ayuda cuando no contribuye a
repensar los problemas y doctrinas con una sana crítica. Además lo formativo
debe estar ligado a la situación espiritual de nuestro tiempo. En estas
unilateralidades excelentes eruditos han sucumbido.
No hay duda
que Sobrevilla es un pensador, pero como pensador esperamos que luzca como gran
filósofo Sin duda, es un gran historiador de las ideas, y en la historia de la
filosofía el lugar que le corresponde resulta ser la de un importante crítico
dedicado al comentario minucioso. La mayor parte de los críticos hacen álgebra
mental sentada ante una mesa, pero se olvidan que lo esencial es tratar de
elevar las pupilas hacia el vislumbre inspirador del pensador. Grandes
filósofos peruanos que iluminaron su época, un Augusto Salazar Bondy, un
Francisco Miró Quesada, un Walter Peñaloza, un Juan Bautista Ferro, un Wagner
de Reyna o un Mariano Iberico, también incursionaron en la crítica de las ideas
pero pronto desplegaron las alas de Pegaso hacia planteamientos propios.
Pero tampoco
es exacto decir, como sus detractores, que Sobrevilla no inventó nada. Pues,
que carezca de una sistematización filosófica propia no lo excluye de haber
realizado contribuciones. Así, todo su pensamiento gira sobre el pivote del
anatopismo, las filosofías heterogéneas y el repensar la tradición filosófica.
Sin embargo, las ideas vertebrales son de Víctor Andrés Belaunde, Augusto
Salazar Bondy y la actuación de la “generación de Romero”. Contribución
original constituye su concepto de “filosofía heterogénea”, como actividad
importada e injertada en el seno de una cultura extraña.
Y esto es una
cuestión difícil, porque para decir que algo es “filosofía heterogénea” hay que
partir de un concepto previo de lo que es la filosofía. Él por supuesto que lo
hace. Pero, el asunto es que los filósofos no están de acuerdo sobre la
naturaleza de la filosofía. Es más, podría exigirse una previa teoría de la
razón o de la racionalidad a todo aquel que pretenda definir lo que es la
filosofía. Por ende, no hay que esperar hasta las calendas griegas. Así, nos
asiste pensar que nuestro septuagenario crítico esté entrando a la tercera
etapa y nos proporcione su propio replanteo filosófico.
Pero no seamos
demasiados severos y sólo tratemos de retener que una buena crítica no sólo
debe ser comestible y depurativa como la achicoria, sino también digestiva y
relajante como la manzanilla. Sin duda, Sobrevilla luce como un gran historiador
de las ideas, y efectivamente lo es. Por ello es tenido en gran estima por sus
contemporáneos. Sin lugar a dudas el juicio de los contemporáneos se equivoca a
veces, casi siempre es llevado por la moda. Pero en este caso su contribución
es innegable. Es efectivamente el referente crítico más actual de la filosofía
peruana, que ejerce desde la última década del siglo XX una influencia
considerable. Su legado a la filosofía peruana es haber aportado el complemento
actualizado a la historia de las ideas Ciertamente, su revisión bastante
completa de la bibliografía nacional comporta dos aserciones que no son menos
independientes una de otra y deben, por esto, ser cuidadosamente distinguidas.
La primera
concierne a la situación actual de la filosofía peruana.
Y en este punto estamos frente al Sobrevilla-pensador.
Afirma que ésta va dejando atrás el dogmatismo, la imitación anatópica, y la
falta de información, pero aun le falta superar el aislamiento, ensayismo,
historicismo y el anatopismo y a pesar de ello se hace filosofía (D.
Sobrevilla, La filosofía contemporánea en
el Perú, Carlos Matta editor, Lima 1996). Con lo que estamos parcialmente
de acuerdo. Pues, por ejemplo, no se ve la necesidad de que la filosofía
peruana abandone el ensayismo filosófico, cuando las grandes obras del
pensamiento occidental han sido ensayos. Miró Quesada demostró que es posible
el cultivo, a la vez, de temas universales como de temas concretos que afectan
nuestra realidad. Tampoco me parece que los filósofos de la “generación de
Romero”, que logran la “normalidad filosófica”, estaban atrapados en el
dogmatismo y la falta de información. A lo que se ajusta, más bien, es a la
situación de excesiva ideologización a la que devino la filosofía peruana en el
último tercio del siglo XX.
La segunda,
tiene que ver con su teoría que la filosofía en nuestra América es injertada y
heterogénea, sólo queda asumir crítica y creadoramente la tradición occidental,
pues predicar o practicar otro tipo de filosofía es efectuar un pensamiento
pre-filosófico y pre-teórico (D. Sobrevilla, Repensando la tradición de nuestra América, BCR, Lima 1999). Aquí
no voy a insistir sobre mi discrepancia basada en la distinción en el logos
humano: del logos del mito y el logos de la ratio; ni sobre la filosofía
mitocrática y la filosofía logocrática. Que la filosofía latinoamericana
pertenezca al ámbito de Occidente no la exime de investigar sobre otras formas no
occidentales de filosofar. Conque volvemos al punto de partida de su libro
programático Repensando la tradición
nacional.
El programa de
Sobrevilla-pensador resulta sin duda muy sugerente e interesante, aunque tengo
mis objeciones que aquí no vienen al caso. No obstante, no cabe vacilación que
también existen otras vías. Recuerdo que Karl Jaspers recomendaba al aspirante
a filósofo un método menos progresivo, a saber, escoger a un gran filósofo y
estudiarlo a fondo, y a través de él vería como en un prisma todo el
problematismo filosófico. Schopenhauer, por su parte, al ser importunado por un
reportero sobre lo que se necesitaba para ser un gran filósofo respondió: tener
una visión profunda de la realidad. De modo que el programa de Sobrevilla viene
a enriquecer las vías del filosofar. De cualquier forma, nos haría bien aclarar
en qué consiste su asunción creadoramente de la tradición occidental.
Nos da algunas
pistas. No imitar, ni repetir ideas ajenas, ni hacer
que las circunvoluciones cerebrales solamente sirvan como escaparates de
libros, como supuestamente caracteriza a la corriente universalista, y del cual fue Sobrevilla su exponente máximo. Pensar por
cuenta propia, pero con los más altos estándares conceptuales y metódicos del
saber, conectándose con la propia realidad nacional, como aspira la corriente
regionalista. Lo cual también quiere decir que no siempre estudiar en el
extranjero es la varita mágica que convierte en filósofo, sino al
contrario, el desafío recién empieza al volver a pisar suelo patrio. Retornar
con un puro formalismo externo y reaccionar con reflejos de axiomas aprendidos
no es hacer verdadera filosofía ni asumir crítica y creadoramente nuestra
tradición occidental.
Sobrevilla dedicó libros sobre Vallejo, Basadre. Mariátegui, como contribución a la bibliografía nacional, pero son obras que supuran excelente información combinada con una débil interpretación. Allí donde nos hubiera gustado verlo como un conspicuo intérprete, se oscurece, se eclipsa y repite lugares comunes. Tanto es así, que en el voluminoso libro de homenaje a David Sobrevilla, "La filosofía como repensar y replantear la tradición", apenas cuatro autores escriben sobre él, excluyéndose cualquier análisis crítico de su obra.
En realidad, sobreponiéndonos a su regusto por glosar y al exhibicionismo de referencias bibliográficas, lo que su obra enfatiza es la necesidad de que el filósofo que emprende una
investigación u obra creadora esté bien informado y lo suficientemente bien
actualizado. No hay que caer en el complejo adánico, ni
convertirse en papagayo repetidor de ideas ajenas. Pero aquí se
me viene a la mente una vieja conseja: Lo perfecto es enemigo de lo bueno.
¿Realmente es posible, acaso, al mismo tiempo emprender una obra creadora y
estar enterado de todo lo que se escribe sobre filosofía en Occidente?
Personalmente no sólo creo que es imposible, sino que hasta resulta suicida
para el creador. Es cierto que la filosofía es un conocimiento que exige
entrenamiento y preparación, pero la misma no debe ahogar a la creación. Y esto
no hay que olvidarlo.
Realmente no
es difícil adivinar lo que el lector finalmente se está preguntando: ¿entonces
qué es ser un crítico serio? ¿Qué es ser un pensador? A boca de jarro podríamos
responder que un crítico serio es aquel que no va a la diatriba, lee
entendiendo, traduce correctamente, no es sabihondo ni distorsionador y no
sobre exige al autor comentado. Eugene
Ionesco decía que el crítico debe describir y no prescribir. Esto nos lleva a
pensar también que un buen crítico no debe sólo juzgar, por cuanto más se
enjuicia menos se ama, y el mejor medio para comprender algo es la empatía. Ya
lo decía Bergson, para comprender algo hay que amar ese algo. Un
crítico no puede
entrar como un gladiador dispuesto a vencer y descuartizar al oponente,
porque un buen crítico no tiene oponentes tiene compañeros de ruta. Ortega
también lo decía de otra forma; “Cada día me interesa menos ser juez de las
cosas y voy prefiriendo ser su amante”. Sin embargo, parafraseando a Federico
Schiller, se me ocurre acotar que en lo que parecemos, todos tenemos un juez,
pero en lo que somos nadie nos juzga salvo nuestra propia conciencia y Dios.
¿Y qué es ser
un pensador? Esto es algo más difícil de responder. Obviamente que aquí nos
preocupa el pensamiento creador y no cualquier forma de pensamiento. Es más,
pensamiento creador no sólo es de naturaleza teórica, hay creación en el arte,
el deporte, etc. Pero como nuestro asunto es la filosofía nos centramos en la
creación teórica, aunque valga la acotación que en ella hay también mucho de
intuición artística de la idea original. Pues bien lo cierto es que no hay
acuerdo sobre lo que es la “creatividad”. Todos los hombres crean pero no todos
son creadores, todos los hombres filosofan pero no todos son filósofos y todos
los filósofos saben de filosofía pero no todos son
pensadores.
Un estudio
exhaustivo de la obra de Sobrevilla –yo no lo puedo hacerlo aquí- demostraría
que su obra persigue devolverle a la filosofía peruana el nivel que le
corresponde en el concierto latinoamericano y mundial. Creo que este es el
sentido noble, profundo y último del esfuerzo filosófico de Sobrevilla,
expresado en la hora más dramática de la vida nacional, a saber, la segunda
mitad de
los años ochenta
y la primera década de los noventa, asolada por el terrorismo y la
guerra sucia. Lo que produjo en las universidades el decaimiento ideologización
y retraso curricular de la filosofía. No creo deformar su pensamiento
aseverando que es un importante censor y comentarista riguroso, con algunas
flechas emponzoñadas. Charles Péguy decía: “Nunca juzgo a un hombre por lo que
dice, sino por el tono en que lo dice”. Me parece que a estas alturas se impone
una conclusión. Parecido al pan que está a punto de salir del horno, así
Sobrevilla nos dejó en el
laberinto del replanteo crítico de la tradición filosófica. Brindo por su feliz
término, en bien de la filosofía peruana.
En resumen,
Sobrevilla es el más importante crítico vivo, mejor informado, que nos recordó
tomar en cuenta la producción filosófica nacional, a combatir los hábitos
mentales anatópicos, muy valioso en este sentido, y que anhela que el destino
de la filosofía peruana sea alcanzar los más altos niveles del saber.
En suma, el pensar
iberoamericano no tiene que parecerse a la rigorista filosofía germánica. Al
contrario, lo que más le favorece es fortalecer su propia personalidad ensayística. Nuestra filosofía, a pesar de su normalización,
está más unida a la literatura, a la vida y al pensamiento en general. De modo
que no resulta ser una ocupación exclusiva de filósofos profesionales, ni sólo
de temas abstractos, sino que también desborda lo académico y, felizmente, se
halla inextricablemente unido a la realidad social. Este último remanente anatópico
no hay que extirparlo del todo del parque zoológico de la filosofía nacional.
Así por lo menos tendremos variedad y exotismo.
Lima, Salamanca
20 de Agosto 2021
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