LA INTELIGENCIA ARQUETÍPICA
Gustavo Flores Quelopana
El eximio kuhniano Carlos Solís considera que se
puede tener a Thomas Kuhn como a un Kant secularizado porque considera que los
elementos a priori que conforman el conocimiento científico no son
trascendentales ni esquemas innatos, sino propuestas sociohistóricas implícitas
en los paradigmas, los cuales entrañan taxonomías que incorporan conocimientos
tácitos (Una Revolución del Siglo XX, en: La estructura de las
revoluciones científicas, FCE, 2006, p. 20).
Sin embargo, en vez de Kant este historicismo kuhniano de usar la
historia de la ciencia para dilucidar problemas de la filosofía de la ciencia
se remonta más bien a K. Prantl, Hegel, Marx, Comte, al neokantismo y al
historicismo norteamericano con Hanson, Toulmin, Feyerabend y el propio Kuhn.
Por más que el bienintencionado filósofo Eugenio Imaz afirme que Kant si
no hubiese muerto habría sido el Newton en el terreno de la historia (Prólogo a
la Filosofía de la historia de Kant, FCE, 1987, p. 10), la realidad es que sus
aportes sin ser escasos son poco abundantes. Su idea de cosmopolitismo
(ciudadanía mundial) y de progreso (revolución política y tecnológica) son
quizá las más fecundas, pero también las que dejan demasiados vacíos y poco
desarrollo. Por ejemplo, los móviles ideológicos de la historia son cosa ignota
para él. No así usar la historia de la ciencia (revolución copernicana) para
dilucidar problemas de la filosofía (filosofía trascendental).
No obstante, el paralelo que señala Carlos Solís es fecundo también
porque nos lleva hacia la comparación de un tema clave en el pensamiento de
ambos, a saber, el problema del fin o la teleología. Y en el cual se puede
apreciar su diferencia profunda. La gran finalidad del mundo obliga a pensar en
la causa suprema para ella, escribe Kant en su célebre Crítica del
Juicio (Nota General a la Teleología). Kuhn, en cambio, cuando comenta
en su afamado libro La estructura la dirección o fin del
progreso en las ciencias, afirma sin empacho que hay que abandonar la idea de
que los cambios de paradigma llevan a los científicos cada vez más cerca de la
verdad. E incluso pregunta: ¿Pero acaso hace falta que exista tal meta?
(capítulo XIII: El progreso a través de las revoluciones, FCE, 2007, p. 296).
Párrafos más adelante explica de dónde extrajo esta idea: “Cuando Darwin
publicó inicialmente su teoría de la evolución por la selección natural en
1859, lo que más molestaba a muchos profesionales no era ni la idea del cambio
de las especies ni la posible descendencia humana del mono…Todas las teorías
evolucionistas predarwinistas conocidas, las de Lamarck, Chambers, Spencer y
los Naturphilosophen alemanes, habían entendido que la
evolución era un proceso dirigido a un fin…Para muchas personas, la abolición
de este tipo de evolución teleológica fue la más importante y menos aceptable
de la sugerencias de Darwin” (ibíd., p.297, 298). En otras palabras, mientras
Kant es partidario de la teleología en sentido pragmático, más no teórico, Kuhn
lo es de una evolución no teleológica en el desarrollo de las ciencias, e
incluso de la naturaleza. Para Kuhn la teleología es parte de la visión
positivista, ingenua, lineal y optimista de la ciencia y su rompimiento con
ella fue lo que añadió a las revoluciones científicas.
En una apretadísima incursión por la historia del concepto de teleología
o finalismo se puede mencionar que Anaxágoras es el primero en enunciar la
causalidad del fin a través del Nous, y lo sigue Platón, pero es
Aristóteles el que, contra la tesis del azar o la necesidad ciega, hace
prevalecer la concepción finalista en la metafísica antigua y moderna a través
de dos tesis: la causalidad del fin mismo en la naturaleza (el fin es la
sustancia o el ser de la cosa, Metafísica, VIII, 4, 1011 a 31) y en
considerar esta causalidad finalista como principio de explicación (el universo
se subordina a un único fin que es Dios, ibíd., XII, 7, 1072 b). Ahora bien, en
Kant la razón misma es fin. El finalismo se vuelve subjetivo. El finalismo
procede de la razón, “ésta es la facultad de obrar según fines (una voluntad)”
(CJ § 64, B 285). Razón es petición de lo que no existe, proyecto y principio
de acción transformadora. Para Fichte poner un ser desde mi concepto se llama
fin (Das System der Sittenlehre, S. W. IV, 9=GA, 115,
27). Y es que para Kant lo incondicionado no es el objeto sino la acción del
sujeto entendido como acción originaria. Ya en la Metafísica de las costumbres insiste en la idea que el Fin es un objeto del libre albedrio. Luego
en la CJ admite que los animales no
son meras máquinas –como pretendió Descartes- sino capaces de actuar por
representaciones (CJ § 90, B 449). Pero
sólo el hombre es capaz de actuar según fines. Y en el Opus Postumum afirma que
la “Vida actúa por una representación de fin” (XXII). O sea, la finalidad
pertenece al mundo inteligible, no al mundo sensible. En la naturaleza sólo se
observan los efectos materiales y mecánicos de los fines. Pero si el concepto
de fin es voluntad, acción consciente y libre, entonces cómo es posible una
finalidad en la naturaleza. Sobre su substrato suprasensible nada nos es
posible decir. En cambio, para Spinoza la finalidad y la libertad son mera
ilusión, porque todo queda absorbido en la natura
naturans y los seres naturales son esfuerzo por perseverar en su ser (Ética III, Propo. VII). No menos
diferente ocurre en Leibniz, donde la creación es mecánica y el hombre es mero
autómata espiritual (Teodicea I, § 52). En cambio, la
solución kantiana es atribuir la finalidad en la naturaleza a una inteligencia
arquetípica divina. Esto es, se trata de una teología natural que es antesala
de la teología. Pero siempre se trata de transferir a la naturaleza el concepto
de mi mismo. O sea, la finalidad exige una unidad subjetiva y no objetiva. En
otras palabras, lo que sucede siempre no se puede explicar por el azar sino por
la necesidad de acción libre del fin.
De ahí que en la CRP sostenga que la ética carece de sentido si no se
presupone la libertad. Sin embargo, la libertad es teóricamente posible y
moralmente necesaria. Pensar en una subjetividad prerreflexiva en la propia
naturaleza no es la solución kantiana, Y, al contrario, haría encallar el
criticismo en un subjetivismo absoluto como principio de realidad. No obstante,
el desafío de la CJ es pensar en la unidad posible entre la libertad y el
fundamento suprasensible de la naturaleza objetiva, o sea, dos realidades no
meramente fenoménicas. Ese era el momento cumbre para reconocer la primacía del
Ser sobre el pensar, pero Kant se vuelve alejar del realismo y prosigue el
camino trascendental. Por el primer eje de la crítica de la razón, o sea, la
idealidad del espacio y del tiempo, de la realidad de lo suprasensible nada es
posible decir; y por su segundo eje, la doctrina de la realidad del concepto de
libertad, la libertad-acción es nuestro ser originario, haciendo posible pensar
en una síntesis trascendental de realidades suprasensibles. Y como tal se
manifiesta en la conciencia empírica como subjetiva y objetiva.
En realidad, el concepto de fin viene a tensar al máximo las
contradicciones contenidas en la filosofía trascendental y que estallan en el
idealismo alemán. Pues el concepto de finalidad lleva a pensar en un mundo que
la subjetividad no crea ni en su materialidad ni en su forma. Y con ello la
revolución copernicana del criticismo se vuelve más problemática y
controvertible. En el fondo es la sensatez misma la que se subleva sobre el activismo
y voluntarismo del regnum hominis,
del mesianismo laico que perdió a Dios y el orden espiritual racionalista y
empirista del hombre antropológico moderno. Ese asalto a la razón contra el
fundamento trascendente del orden natural y humano corresponde al lado oscuro
de la modernidad, que aun no sabe asumir su nueva libertad descubierta. En otras
palabras, si en la filosofía trascendental la finalidad de la praxis humana es un
concepto de la libertad y no de la naturaleza, entonces se encuentra en la raíz
del descontrol en que se halla el enorme poder alcanzado por el hombre
antropológico de la modernidad.
El estoicismo introduce la innovación de que las cosas del mundo han
sido hechas por la naturaleza para beneficio del hombre. Pero tampoco esta determinación
estoica innova mucho el concepto clásico del Finalismo, porque no niega que el
hombre sea parte de la naturaleza. La escolástica siguió la superioridad causal
del fin y Santo Tomás de Aquino formula el pensamiento fundamental que domina
las teorías finalistas hasta hoy: Dios imprime una finalidad inmanente a las
cosas en su necesidad natural. Hegel no entendió esta doctrina, la interpretó
como una finalidad extrínseca impuesta por un entendimiento extramundano y le
opuso la suya, que repetía la finalidad como finalidad inmanente a la
naturaleza misma. En realidad, su polémica contra el “entendimiento
extramundano” no concierne a la teleología sino a su discusión teológica contra
el teísmo.
Schopenhauer introduce la distinción entre finalidad interna y externa
pero el concepto tradicional de finalidad se mantiene sin cambios a pesar del
carácter irracional de la voluntad que rige el mundo. Bergson pretende oponer
al “mecanicismo radical” y al “finalismo radical” el reconocimiento del
carácter imprevisible y creador de la evolución vital. Pero en realidad la
realización del fin no niega el carácter imprevisible en la naturaleza, por eso
su concepción, tal como lo hace Leibniz y otros espiritualistas contemporáneos,
subordina el mecanismo natural al fin general y deja invariado la concepción
clásica del finalismo: admitir la causalidad del fin mismo y considera esta
causalidad como principio de explicación. Es Kant el que introduce una
innovación significativa en la comprensión del Finalismo. Para Kant la
explicación de los fenómenos solamente puede ser causal y el juicio teleológico
escoge no un elemento de las cosas sino un modo subjetivo inevitable para el
hombre de representárselas. El Fin no es más que un concepto regulador que
ofrece una consideración complementaria a la explicación mecánica del mundo.
El punto de vista kantiano es innovador porque equivale a negar el poder
explicativo de carácter objetivo y científico del Fin mismo. Pero esto no
significa que para Kant el concepto de Fin pierda todo poder de explicación.
Por el contrario, desde el punto de vista estético y moral, es decir subjetivo
y desde la libertad humana, el concepto de Fin es de validez necesaria y
universal. Incluso la teleología moral conduce hacia la teleología física. Tanto
es así, que para Kant el argumento moral de la existencia de Dios completa la
prueba físico-teleológica. Y a su vez, el argumento físico-teleológico lleva
hacia un creador inteligente y el argumento moral conduce a pensar la
existencia de un fin final en su sabiduría. Además, afirma que la gran
finalidad del mundo obliga a pensar en la causa suprema para ella. Todo lo cual
se condice con su convicción de que la idea de libertad es el único concepto
suprasensible que demuestra su realidad objetiva en la naturaleza. Kant sostuvo
que la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son los únicos res
fidei (cosas de fe), pero en ello también está implícito el fin final
que corresponde a la sabiduría divina, y, por tanto, todo
esto debe ser admitido como cosas de fe por la prescripción de la razón pura
práctica. En otras palabras, para Kant, así como no existe fundamento teórico
que por convicción apruebe la existencia de Dios, sino tan sólo fundamento
práctico, de modo similar ocurre con el caso del fin final en la naturaleza. La
teleología moral conduce a la teleología física pero también el argumento
físico-teleológico lleva hacia un fin final en la sabiduría divina. Es decir,
la investigación del juicio teleológico por Kant lo lleva a afirmar la idea de
una inteligencia arquetípica (tan fecunda en el idealismo postkantiano y en el
idealismo alemán) como creador moral del mundo que completa la prueba
físico-teleológica del creador inteligente. Dicho de otra forma, el carácter
ilustrado del concepto kantiano de Naturaleza no fue óbice para que se
excluyesen consideraciones teológicas. Al contrario, la teología en Kant brinda
el sustento para la reflexión teleológica en la naturaleza.
En la crítica del juicio
teleológico la finalidad objetiva de la naturaleza es estudiada no por la
causalidad mecánica, sino por la causalidad contingente, es decir, la
teleología. El fundamento descriptivo es la analogía. Por eso la teleología,
como principio regulativo y no constitutivo, es juicio reflexionante y no
juicio determinante. La Analítica del juicio teleológico explica que el
concepto de finalidad rompe con toda teología y Providencia y la naturaleza es
vista como una estructura material autosostenida. Pero la Dialéctica del juicio
teleológico declara que por el fundamento subjetivo del juicio reflexionante se
puede suponer en la base de los fines un Dios
contingente, arquitecto y providente. La naturaleza es vista como dirigida por
un entendimiento superior, tal como lo concibieron Platón, Aristóteles y la
escolástica. El famoso Apéndice de la CJ no hace más que ratificar que la
prueba físico-teleológica de un Creador inteligente tiene su fundamento que lo
completa en la prueba ética del creador moral del mundo. Dios sólo es pensable
por analogía. El principio de analogía, tan central en el teísmo cristiano, se
conserva. Y dicho concepto teológico es el sustento de la concepción
teleológica de la naturaleza.
Es por esto mismo que
resultan tan limitantes las consideraciones exegéticas de Sueo Takeda (Kant
und das Problem der Analogie, 1969), quien destaca la analogía como
mecanismo teórico para explicar la naturaleza como si fuese un inmenso
organismo vivo; y las interpretaciones que surgen con Adickes (Kants als
Naturforscher, 1925) y que suponen que el concepto de finalidad rompe con
toda teología y desemboca en una concepción de la naturaleza como estructura
material autosostenida (véase: Paul Menzer, Kants
Lehre von der Entwitcklung in Natur und Geschichte, 1911; Vittorio
Mathieu, La filosofía trascendentale e l´Opus Postumum, 1959;
Silvestro Marcucci, Aspetti epistemologici della finalitá in Kant,
1972; Gianni Dotto, “Il regno dei fini come trascendentale interpersonale”,
en Ricerche sul Trascendentale Kantiano, 1973; Gottfried Martin, I.
Kant: Ontologie und Wissenschaftstheorie, 1969). Ahora bien, la
teleología se comenzó a poner en cuestión en el siglo XIV con Occam, para quien
no tiene sentido inquirir por la causa final en la naturaleza porque fin sólo
hay en el ser deseado o amado y esto precisamente demuestra su carácter
metafórico. En Telesio, Bacon, Galileo, Descartes y Spinoza, o sea en los
orígenes de la ciencia moderna, el fin dejó de ser una vía válida de
explicación científica. En las ciencias biológicas el finalismo fue expulsado
por la explicación evolucionista no teleológica de Darwin, como lo señala el
mismo Kuhn. Y en realidad el darwinismo se constituyó en la hipótesis global
modelo de no necesitar de la presunción finalista. Como resultado de estos
cambios se terminó expulsando la causalidad del fin del dominio de la
causalidad física, la evolución orgánica e incluso del ámbito antropológico, en
el cual ha sido reducida a la motivación o comportamiento. En suma, la
explicación científica la ha rechazado y perdura en las direcciones
metafísicas. No obstante, que el finalismo haya perdido el carácter científico
que tuvo en sus orígenes en Grecia y que sea vista como esperanza, motivación,
ilusión o promesa, no significa que haya dejado de ser una hipótesis valiosa de
explicación del mundo.
En primer lugar, es posible afirmar que la consideración del Finalismo
como inútil va de la mano con el olvido metafísico del ser. En segundo lugar,
dicho olvido es parte de la visión nominalista, empirista y formalista en que
se encuentra atrapado el pensamiento moderno. En tercer lugar, la trampa
antifinalista funciona en la medida en que se profundiza la metafísica
inmanente y la hermenéutica de la finitud. En cuarto lugar, la profundización
en lo inmanente no consiste –como se cree- en negar lo azaroso, imprevisible y
contingente en el curso de la realización del fin. En quinto lugar, dicha
negación tiene su punto culminante y fuente no tanto en el rechazo de la
metafísica de las esencias, sino de toda teología, es decir, en el malentendido
(pues se exagera la providencia y omnipotencia de Dios) de que la libertad
divina es incompatible y antinómica con la libertad humana y, en consecuencia,
el hombre debe ocupar el lugar de Dios. Surge el homo in Terris o
diosecillo terrestre.
En La gaya ciencia Nietzsche
había proclamado la muerte de Dios, aunque antes ya lo habían destacado
Feuerbach y Marx. Mientras que Comte anunciaba el ingreso de la humanidad en la
era científica. De dicho proceso Nietzsche hizo responsable a la iglesia
católica, lo mismo que Berdiaev. Olvido de Dios que es visible en las
magnificas iglesias europeas, como monumentos turísticos vaciadas de toda
piedad. Dios se hizo demasiado eclesiástico con la reforma y contrarreforma,
sorbiendo de las venas del mundo la religiosidad. Ya San Pablo había dicho en
el Areópago que Dios no vive en los templos. Pero coetáneo al grito de
Nietzsche, Concilio Vaticano había apremiado al elevar a dogma de la Iglesia la
posibilidad de la religión natural, o sea, que todo hombre puede conocer a
Dios. Aunque declara necesaria la ayuda de la Revelación divina a causa del
pecado. Ante ello Karl Barth negó la religión natural al suponer que conduce a
la idolatría y a la autodivinización de la razón humana. En sexto lugar, el
paradigma antiteleológico moderno se configura en un voluntarismo antropológico
que absolutiza la libertad humana y relativiza la verdad del ser. Y en todo este proceso inmanentista el principio de
analogía es desplazado por el principio de univocidad. Con ello se anula no
solo el presupuesto de las cuatro grandes religiones antiguas –paganismo,
judaísmo, cristianismo e islamismo-, sino de la filosofía griega –platonismo,
aristotelismo y estoicismo-, a saber: el hombre como frontera entre el mundo y
el trasmundo, porque jalona de él una nostalgia hacia lo Absoluto. Pero también
hay que ver que el encuentro de la Humanidad consigo misma en el mundo moderno,
por más que niegue y rechace a Dios, debe pertenecer a los planes de la
Providencia. De manera que la época de los nacionalismos agresivos, los
imperialismos y la globalización mercadólatra, prepara el camino para una
unidad planetaria, con una nueva conciencia universal. Aquí no existe espacio
para retroceder hacia la época cosmológica y confundir a Dios con los demonios
de la Naturaleza, sino que, en la época antropológica sólo hay lugar para
asumirlo como espíritu eterno.
O sea que, viéndolo en
dimensión histórica, la actual crisis de religión, la irrupción del nihilismo y
el inaudito cinismo irreligioso, no es más que –como afirma Hans Urs von
Balthasar en su libro El problema de dios
en el hombre actual- síntoma de crecimiento de la propia idea de Dios. Es
decir, el hombre de nuestra época antropológica ya no puede concebir a Dios
como Naturaleza, sino que, ahora se impone su verdad como Persona divina,
comprensible sólo por la Revelación. O sea, el desafío del hombre antropológico
es aceptar la dimensión sobrenatural de la razón y la existencia de verdades
suprarracionales. Esto es lo que todavía no acepta el hombre demiúrgico y
fáustico de nuestra era antropológica. Por estas consideraciones,
es posible afirmar que Kuhn es prisionero del sesgo antifinalista,
voluntarista, nominalista y formalista del paradigma moderno. Es más, el mismo
paradigma kuhniano se constituye en otra forma de finalismo antropológico, que
decide el curso de la investigación científica y dictamina su dominio
privilegiado en una época determinada. En Kuhn el paradigma es la causalidad
del fin de la investigación en las ciencias. Pero realidad, el finalismo
sociohistórico de los marcos de investigación científica no invalida el
concepto mismo de Finalidad y, por el contrario, ratifica su condición de
problema ineliminable.
En síntesis, el reconocimiento de la originalidad de los fenómenos
físicos, orgánicos, antropológicos y sociales, lejos de negar el poder
explicatorio del Finalismo y de la analogía, ha fortalecido el criterio de fin
como inmanente a la totalidad (natural o artificial) de lo que constituye la
organización e instaura, en consecuencia, esta causalidad como principio de
explicación a un nivel más holístico. Vivimos actualmente bajo un paradigma
mental antifinalístico, pero ello no significa que el finalismo no recupere un
sentido más enriquecido tras dicho periodo de obscurecimiento. Ahora vemos
cuánta razón tenía Kant al comprender que es más fácil negar la gran finalidad
del mundo cuando se niega la causa suprema para ella. Y Kant admite ambas cosas
como necesidad del juicio reflexionante, más no determinante. O sea, tienen un
fundamento práctico-moral más no teórico. Pero es justamente esta restricción
lo que hace que Kant participe del proceso inmanentista porque el principio de
analogía carece de uso teórico.
Es decir, en Kant un Dios contingente, arquitecto y providente está en
la base los fines de la naturaleza. La naturaleza es vista como dirigida por un
entendimiento superior, tal como lo vieron los antiguos y la escolástica. La
prueba físico-teleológica de un Creador inteligente tiene su fundamento en la
prueba ética del Creador moral del mundo. Así, el concepto teológico es el
sustento de la concepción teleológica de la naturaleza. La analogía sirve como
mecanismo para reflexionar sobre la naturaleza como un inmenso organismo vivo
que supone el concepto metafísico de finalidad. Y, por ello, ni rompe con toda
teología ni desemboca en una concepción de la naturaleza como estructura
material autosostenida. Incluso Kant va más allá y afirma la hipótesis de una
inteligencia arquetípica capaz de una intuición total y directa de la realidad.
Hegel vio en ello la existencia de la razón absoluta.
Entonces, qué clase de pensador inmanentista puede ser Kant si no
excluye la hipótesis de un Dios arquitecto, contingente y providente que está
en la base de los fines de la naturaleza. Lo es en la medida en que supone que
todo esto debe ser admitido como cosas de fe por la prescripción de la razón
pura práctica, por necesidad interna del pensamiento. Así como no existe
fundamento teórico que por convicción apruebe la existencia de Dios, sino tan
sólo fundamento práctico, de modo similar ocurre con el caso del fin final en
la naturaleza. O sea, la hipótesis de la inteligencia arquetípica y de la
teleología no salen del marco inmanente de las necesidades internas de la mente
humana. La teleología moral conduce a la teleología física y al argumento
físico-teleológico lleva hacia un fin final en la sabiduría divina. Es decir,
la idea de una inteligencia arquetípica como creador moral del mundo es tan
sólo una hipótesis que completa la prueba físico-teleológica del creador
inteligente. En esa medida Kant provoca la reacción metafísica del romanticismo
y recrudece, también, el inmanentismo materialista de la concepción de la
naturaleza como mecanismo autosostenido -del que se mostró partidario Stephen
Hawking en su libro El gran diseño-.
Cassirer había mencionado que la totalidad del pensamiento kantiano se
resume en las profundas consideraciones sobre la posibilidad de una
inteligencia arquetípica, o sea, Dios. Pero Dios es sólo un postulado de la
razón práctica, una idea de razón de carácter regulativa y no constitutiva, sin
validez teórica. Lo cual no logra justificar un más allá sobrenatural, porque
todo se trata de la energía interna absoluta de la razón. Por ello sus
reflexiones sobre Dios y lo teleológico quedan en el plano de lo meramente inmanente.
Se tratan de juicios reflexionantes y no juicios determinantes. Si en la
Dialéctica del juicio teleológico se ve la naturaleza como dirigida por un
entendimiento superior, de poco importa cuando ésta no sale del plano meramente
regulativo y práctico. El principio a priori del Fin Final concierne a la
facultad de la Razón y no a la facultad del Entendimiento. Sólo el
Entendimiento proporciona conocimientos sobre la naturaleza, la Facultad de
Juzgar ofrece el imperativo categórico en lo moral, la Razón da tan sólo
hipótesis metaempíricas. Por eso, la Analítica del juicio teleológico rompe con
toda teología y puede ver a la Naturaleza como una estructura material
autosostenida; mientras que la Dialéctica ve a un Dios arquitecto y providente.
Pero todo esto permanece bajo la sombra de lo regulativo y no constitutivo. Por
eso su reducción de la religión a lo moral, que constituye una postura
sabeliana, complica la aceptación global del cristianismo revelado. Entonces,
¿Era Kant un cristiano disfrazado -como afirmaron Schiller y Nietzsche- o más
bien un escéptico religioso? Para Kant su obra defendía la religión frente al
naturalismo y libertinismo, porque estima que lo que salva no es la teología
sino la ley moral. Su moralismo irrenunciable señalará su postura ante la
religión.
Pero una cosa es lo que un autor cree saber sobre sus escritos y otra
cosa es lo que éstos significan realmente. Eso es lo que puede haber sucedido
con Kant, en materia de religión especialmente. Porque a esto nos ha llevado
sus consideraciones sobre el Fin Final expresadas en su Crítica del Juicio.
Veamos los puntos centrales de su filosofía. La religión
dentro de los límites de la mera razón (1793) demuestra
claramente cómo la razón está por encima de la revelación. Si hay un conflicto
entre la razón y la revelación, tiene que prevalecer la razón. Por lo tanto,
puso en tela de juicio doctrinas fundamentales tales como la Trinidad, la unión
hipostática, la obra expiatoria de Cristo en la cruz, su resurrección, y el
pecado original. En segundo lugar, con su radical división entre lo fenomenal y lo
noumenal sentenció la incapacidad de la Razón para ocuparse con seguridad de lo
que va más allá de lo fenomenal. De lo noumenal no se puede saber nada con
certeza. Dios queda en lo ignoto, y la naturaleza se vuelve absolutamente
autónoma. Así, zanjó profundamente la distinción occidental entre lo sagrado y
lo secular, y la separación neokantiana entre historie (historia
literal) y geschichte (historia existencial) que caracterizó
una gran parte de la teología protestante continental del siglo XX
(representada por Barth, Bultmann,
Bonhoeffer, y Tillich). En tercer lugar, implantó una religión moralista. La fe
y la moral del hombre andan juntas. De modo que las obras humanas toman el
lugar de la obra salvífica del Hijo de Dios. La religión solo se trata del
cumplimiento del deber. En cuarto lugar, Dios no intervienen en el mundo,
porque está relegado a la esfera noumenal. El dios kantiano sólo actúa a través
de la conciencia moral del hombre. En quinto lugar, la revolución
antropocéntrica kantiana reduce a Cristo a un simple maestro de moral. Su
importancia estribare únicamente en su cumplimiento del imperativo categórico.
Tal Jesús no tiene nada en común con el Cristo de la fe cristiana. En sexto
lugar, la Biblia se vuelve en un mero libro simbólico, centrado en el orden
racional del universo. Es un libro que enseña principios morales mediante
ejemplos e historias simbólicas. Con esta metodología Kant precursa la
desmitologización de Bultmann en el siglo XX.
En séptimo lugar, la
iglesia queda relegada a mera comunidad ética, en vez de verla como la
congregación de los llamados por el Espíritu de Dios. Kant se opuso a las
ceremonias y disciplinas religiosas, como la oración. La verdadera oración es
cumplir con sus deberes éticos. No llama la atención que Kant tuviera una
relación tensa con la iglesia evangélica de Königsberg y fuera censurado por
los luteranos por sus escritos. En octavo lugar, Kant encierra a la fe en un
subjetivismo franco porque juzga la teología desde la ética y la racionalidad
humana. Kant precursa al teólogo liberal Schleiermacher, porque su punto de
partida es el hombre, las convicciones subjetivas y no la revelación de Dios.
En noveno lugar, el Reino
de Dios no es algo real y objetivo sino una simple realidad moral. Identificó
el Reino de Dios con el progreso moral de la humanidad. Así escribe: “El Reino
de Dios llega, pero no será resultado de una revolución apocalíptica organizada
por Dios, sino que llegará por medio del desarrollo humano de la razón y de la
moralidad”. Además, Kant jamás se ocupa de las implicaciones escatológicas para
el resto de la creación. Y en décimo lugar, el proyecto teológico de Kant
significa una teología pragmática, donde lo que importa no es la veracidad de
las Escrituras sino su valor práctico. Su indiferencia doctrinal queda
retratada cuando escribe: “De la doctrina de la Trinidad, tomada literalmente,
no se saca nada para la práctica, […]. De modo que tal fe no pertenece en
absoluto a la religión, porque ni puede hacer a un hombre mejor, ni puede
probarla”. Lo que interesa es lo que funciona, lo que tiene éxito. Justo lo que
seduce al practicismo moderno pagano.
En términos bíblicos la
filosofía kantiana pertenecería al anticristo porque la razón es superior a la
revelación divina, Dios no interviene en el mundo real, promueve una
religiosidad moralista, denigra la divinidad y señorío de Cristo, descarta la
Biblia, fomenta una fe subjetivista y antropocéntrica, ofrece una visión
defectuosa del Reino de Dios, y prima un inocultable practicismo. Su
pensamiento es de una clara índole inmanentista. Las especulaciones sobre la
inteligencia arquetípica de Dios en la Crítica del Juicio no son un
cambio de rumbo de su pensamiento, sino la culminación de un giro
antropocéntrico y subjetivista, que marca a fuego el derrotero de la filosofía
moderna. El inmanentismo kantiano configura una manera de pensar, razonar,
hacer y ser en el mundo. Esta concepción centrada en el hombre y en la vida
racional misma tendría su más amplia manifestación en los siglos diecinueve,
veinte y veintiuno de la era moderna. Pero este hombre práctico y exitista ya
inició su decadencia. Nos referimos a la posmodernidad de la modernidad misma.
Aquí se abandona las ideas de Progreso, Razón, Dios y la Verdad, pero se
mantiene incólume la importancia de lo práctico y la autonomía de la voluntad.
Y en ello influye decisivamente la mentalidad científico-técnica con su rechazo
de aquello que no es verificable empíricamente, lo impráctico. De ahí, que se
mantenga cada día más fuerte la idolatría del dinero. Mientras que la autonomía
de la voluntad ha sido secuestrada por el poder impersonal, que se las ingenia
para hacer vivir la ilusión de libertad dentro de un estado de cosas cada vez
más controlado y manipulado. La modernidad vive su ocaso. Y este ocaso se
caracteriza por un inmanentismo que hace tabla rasa de la moral, la dignidad y
el hombre mismo. La modernidad en su ocaso inmanentista ha derivado hacia un
nihilismo sin tragedia, un hedonismo rampante y un antihumanismo creciente. El
inmanentismo preside la catástrofe global de la crisis de un orden espantoso
que paraliza las energías del espíritu. En tiempos de Kant el espíritu
inmanentista de la época no parecía tan enfermo como ahora. Al contrario,
representaba el ascenso de la burguesía revolucionaria. En cambio, actualmente
comporta una perturbación tan profunda en lo moral y psíquico que la corrupción
se generaliza, en medio de la falsificación de la objetividad, la
desmalignización del mal y malignización del bien. A eso se le suele llamar la
era del nihilismo. Pero hay una cara positiva del nihilismo, y es la que
concierne a ver la nada en todo lo mundano, como un sueño o velo de maya. Y eso
es importante porque abre el horizonte más allá de toda subjetividad, incluso a
priori, para volver hacia las seguridades de Dios. Lo cual lleva a asumir la
razón como horizonte abierto al ser o facultas
entis, como decía la escolástica.
Para Kant Dios no es un
objeto para el conocimiento, es un ideal regulativo para la razón práctica y un
ideal constitutivo para la razón especulativa. Pero en ningún momento llega a
insertarse en la categoría del “otro”, del “Tu”. El Dios solo moral no alcanza
a ser un prójimo. Para
Kant la
imposibilidad de la demostración del Absoluto por vía teórica es idéntica a su
contraria, es decir, a la imposibilidad de una demostración de la no existencia
de Dios. La divinidad sigue la misma suerte que cualquier
objeto metafísico. La afirmación fundamental de Kant -como subraya Paton- es
que a menos que tengamos un punto de partida en las percepciones sensibles, es
claro que no podemos afirmar o decir nada respecto de la existencia de las cosas.
Para el kantismo lo único que se precisa es que estuviera efectivamente
conectado con alguna percepción real. Y tal cosa no hay para Dios. Dios es
para Kant un simple ideal, que corona el conocimiento humano. El Absoluto es un
fruto de la mente humana, una condición de la vida moral, Pero hay que
considerarla como si tuviera existencia. La idea de Dios es un ingrediente
esencial del imperativo categórico y es el fundamento del mundo moral. La
filosofía crítica es una antropología, porque el concepto de supremo Bien es
asegurado por la autonomía del sujeto. Es decir, que el sujeto se postula la
idea de Dios para autoasegurarse
a sí mismo.
De
manera que la filosofía kantiana es la cabal expresión de la era antropológica
moderna, al asegurar el inevitable naufragio de la trascendencia, el rechazo de
la metafísica de las esencias junto a las verdades inmutables y eternas. Kant
podría defenderse para decir que su filosofía no trata del objeto sino
solamente de su representación. O sea que su alcance no es ontológico sino
meramente gnoseológico. Pero al cerrar el acceso a lo nouménico su gnoseología
crítica tiene alcance metafísico. Como los materialistas, defiende que no
existen más cosas que las de este mundo, como los empiristas admite que sin
material empírico no hay conocimiento posible, aun cuando las condiciones de la
posibilidad del objeto de la experiencia sean puras y a priori, y como los
idealistas sostiene que la finalidad objetiva es el objeto mismo configurado
teleológicamente por el sujeto. Los seres orgánicos no son deducidos desde otros
objetos, como algo cósico, sino desde la idealidad subjetiva, conteniendo en si
esa idealidad. O sea, somos lo que proyectamos en el objeto. La finalidad
objetiva no es un principio metafísico constitutivo, sino un principio
trascendental regulativo. Por ello, la finalidad es una máxima del Juicio
reflexionante. Con eso no se afirma que el criticismo sea centáurico y
heteróclito. La filosofía trascendental es orgánica, original y sistemática. Tan
sistemática que fortaleció el espíritu autonómico, pero también secularista de
la modernidad.
Bibliografía
recomendada:
De Kant:
Crítica del Juicio, Librería de Victoriano
Suárez, Madrid, 2 volúmenes, 1914.
Fundamentación de la metafísica de
las costumbres, Madrid, Espasa Calpe, 1967.
El poder de las facultades
afectivas, B. A., Aguilar, 1974.
Sobre Dios la religión, Barcelona, Zeus, 1972.
Cimentación de la metafísica de las
costumbres, B. A., Aguilar, 1973.
Otros:
Edmund J.
Forman S.J., Teología de Dios, Sal Terrae,
España, 1969.
Hans Urs
von Balthasar, El problema de dios en el
hombre actual, Madrid,
Guadarrama, 1965.
Martin Heidegger, Ser y tiempo, FCE, Mexico, 1993.
Stephen Hawking, El gran diseño, España, EGEDSA, 2010.
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