El sinsentido de la vida y el final de los tiempos
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
¿Puede el ocaso de una civilización
acrecentar el sinsentido de la vida? Hoy, en Occidente, no sólo vivimos el
cisma del hombre con la justicia y con la naturaleza, sino el cisma del hombre
con su propia alma. El cisma en el alma
es el quid. Y esta dolorosa realidad nos lleva a pensar en el final de los
tiempos de la cultura occidental. Razón, Justicia y Amor se han vuelto
solamente declarativos, retóricos, porque en la práctica imperan los
antivalores opuestos. Hoy ni siquiera basta la caridad por sí misma, porque ella sola puede terminar en el culto a
la misma humanidad. La caridad sin Dios conduce
a la idolatría del hombre, sólo la caridad con Dios salva al propio
hombre.
La profundidad de la crisis
espiritual es tan recóndita que
actualmente se necesita de la caridad pero basada en la verdad, que es Dios. Con razón una globalización sin la guía de la
caridad en la verdad sólo está produciendo un superdesarrollo material acompañado de un subdesarrollo humano. Y sólo un subdesarrollo humano puede
consentir un despilfarro descomunal de recursos por minuto en la demencial
carrera de armamentos, sobre todo de los EEUU.
En la civilización occidental
posmoderna y globalizada el enanismo
espiritual del hombre crece proporcionalmente en razón inversa al gigantismo de desarrollo material. Hoy
los hombres están más cercanos (internet, medios telemáticos) pero no son más
hermanos, no hay auténtica fraternidad. Los defensores de los medios virtuales
afirman que las ventajas son inauditas e innegables, puesto que la información
se obtiene en segundos. Pero el hombre no es esencialmente información sino formación,
y los medios masivos de comunicación social (radio, cine, televisión, prensa,
moda, publicidad, revistas, medios telemáticos, etc.) están al servicio de la
mentira, la frivolidad, la mediocridad y el deplorable deterioro de la razón,
la cultura y la vida espiritual.
La uniformización de la mente de niños, jóvenes y adultos
diariamente y sin descanso, que son bombardeados con estulticias, banalidades y
mentiras, terminan corrompiendo la inteligencia y la voluntad humana. La
concertación de la mentira es la estrategia contemporánea para la inmoral dominación
y el lucro desmedido. La sociedad está tensando sus mecanismos de extraversión
hasta un límite que destruye la propia vida interior. Lo vano, tonto,
superficial e insubstancial se asienta inequívocamente en las mentes de una
sociedad que vive para la distracción, el relajo y éxito. Y esto está asociado
con el triunfo de la mujer en la sociedad capitalista, como lo vio Werner
Sombart[1], y a la necesidad de lujo y espectáculo
en un mundo banal.
En otras palabras, el sinsentido de
la vida en el mundo contemporáneo es alimentado constantemente por los medios
masivos de embrutecimiento social. No
sorprende entonces que mucho más humano resulta ser un individuo que vive
aislado en su comunidad selvática o andina, que un informado citadino de una
gran urbe, lleno de maldad, beligerancia, manipulación, orgullo y segundas intenciones.
Es como si reviviera el hombre rousseauniano “que nace bueno y la sociedad lo
corrompe”, lo cual también es inexacto. Pero todo esto representa que la
herencia de la ratio griega, la
justicia romana y la caritas cristiana,
que constituían las columnas de occidente, se han desplomado, en su lugar
tenemos el subdesarrollo moral, intelectual y volitivo de un mundo que ha
perdido la brújula y que se encamina hacia el despeñadero histórico o el final
de los tiempos.
El hombre posmoderno no se
encuentra en una encrucijada, sino que se halla en el hoyo de su propia tumba.
Exánime y sin vigor se acuesta en el lecho de su propio hipogeo para celebrar
las exequias de un mundo sin esperanza, fugitivo y provisorio. Es el triunfo de
la Nada sobre el ser, el hombre sin
absolutos celebra la nadificación de su propia entraña. Pero, entonces,
dónde quedaron los grandes sueños humanísticos
de Occidente, su gran arte, sus elevados ideales, su esperanza religiosa y su
visionarismo metafísico. Este legado tendrá que ser recogido por la nueva
civilización –siempre y cuando la humanidad no se extermine-, que deberá
edificar una nueva y verdadera casa
ecuménica, basarse en un humanismo
trascendental, donde el hombre será educado en la fraternidad y el amor
universal en unión con Dios.
En la civilización occidental la gracia se ha extraviado, porque su
dinamismo prometeico se ha desorbitado, derivando hacia un pesimismo metafísico
y cósmico que no sólo ha llevado hacia la muerte de Dios sino hacia la muerte
del hombre por el hombre mismo. Por esto mismo, la modernidad tardía no sólo
pisa el umbral del final de su propia historia porque ingresa a una era posthumana, donde la técnica se
sobrepone a lo humano y el beneficio al valor. Y esto es sumamente grave,
porque si la cima de la revelación divina (Jesús) se explayó en la civilización
occidental, entonces, esto quiere decir, que la apostasía general se impone a nivel cultural y se ingresa hacia el
sonar de las trompetas apocalípticas del final
de los tiempos.
El problema es la capacidad moral global de la sociedad para respetar la
ecología humana y natural. Pero, a ojos vistas, dicha capacidad se extravió, y
las posibilidades de salvación de la civilización occidental y global se
esfuman aceleradamente. Lamentablemente la civilización occidental tiene la capacidad
actualmente de arrastrar consigo a todo el planeta hacia una hecatombe
ecológica, nuclear y humana.
Filosóficamente la civilización occidental está concluyendo hacia la
negación completa de su originario sentido metafísico. A esto lo hemos llamado
consumación del nihilismo posmoderno,
donde imperan todas las variantes de ateísmo posible, a saber, el ateísmo práctico del creyente tibio y del que
procede como si no existiese Dios; el ateísmo dogmático, que afirma claramente la inexistencia de Dios; el ateísmo
escéptico, que asevera que el
entendimiento finito no resuelve el problema de Dios; y el ateísmo crítico que rechaza como insuficientes
las pruebas del teísmo. Esto, naturalmente, no borra el anhelo de interpretar
racionalmente el mundo, incluso lo religioso no excluye lo filosófico, que es
innato al espíritu humano.
En este sentido todas las civilizaciones han tenido pensamiento
filosófico-metafísico (intracósmica en China, metacósmica en India, racional en
Grecia, de inmortalidad en Egipto, Sumeria, Babilonia, Irán). Pero sólo en
Occidente se ha impuesto triunfalmente, como una era, el espíritu antimetafísico, y esto sucede en consonancia con
el triunfo de la racionalidad técnica y objetivista, donde el ser es reducido a
lo útil, al cálculo y a lo manipulable. Racionalismo y Empirismo fueron las dos
corrientes principales de la filosofía moderna, sin embargo, es el empirismo –hija del nominalismo
medieval- la que señala la gran ruptura con la metafísica tradicional de
esencias –platónico aristotélica-, al convertir lo fáctico en lo único válido y
negar las verdades inmutables, eternas y trascendentes. La filosofía
contemporánea persistió en el rechazo a la metafísica tradicional, a pesar de
su vuelta al objeto, al ser y a la existencia, rechazo que se consolidará en el
renovado nominalismo y empirismo del último hombre sin verdad, fe y razón
(hermenéutica posmoderna).
El momento más lúcido de la filosofía occidental, esto el Romanticismo,
con sus categorías de totalidad perfecta,
de infinito y razón universal, no pudo ser superado dialécticamente, o sea
asimilado, y la filosofía subsiguiente terminó fracasando ante las categorías
de posibilidad, finitud y totalidad
imperfecta. La desviación se entronizó con una especie de hermenéutica formalista que sobrepuso la palabra a la
cosa, con lo cual el sentido de la realidad y del ser se ocluyó y el olvido
nihilista prosperó. La repercusión humana fue nefasta, porque la inmediata
consecuencia fue que el hombre quedó atrapado en su cotidianidad por el relativismo,
el escepticismo y el hedonismo. Todo vale
se convirtió en su divisa y con ello el daño espiritual de índole mortal fue
dado contra sí mismo. El cisma en el alma
es nuestra tragedia y nuestro destino.
Pero la filosofía no ofrece soluciones coyunturales, no es ancilla liberationis, y en la cultura
actual es preciso subrayar que el sinsentido de la vida nace del cisma en el
alma, provocada por haber dado la espalda a la verdad y al ser. Y este ocultamiento nihilista del ser es
manifestación de la decadencia cultural de la civilización occidental, en donde
la sociedad del sinsentido de la vida avanza aceleradamente. Y este es un
problema metafísico porque significa el abandono completo de la estaticidad de
las esencias y la asunción relativista del puro devenir del ser, donde queda
eliminado también la oposición entre pensar y ser en el saber absoluto, la
trascendencia, la participación, la cesura modelo-imagen y la analogía del ser.
Por eso la idea de Dios se diluye en el mundo para dejar el campo libre al
imperio de la inmanencia sin absolutos y explicar todo el proceso del ser,
incluso el mal, en términos de un naturalismo de Hobbes.
Existe un fenómeno psicológico llamado “disonancia cognoscitiva”, el
cual consiste en que mientras más cercano se está a un desastre menos
consciente se es de él. Esto se dio en el caso del estallido de la represa
norteamericana Hoover. Los pueblos más distantes vivían casi en el pánico
mientras el pueblo más cercano vivía totalmente indiferente al peligro. Hoy
sucede algo similar con el final de los tiempos y el sinsentido de la vida, se
da una “disonancia cognoscitiva” que hace que las masas vivan indiferentes al
peligro existencial de una vida sin sentido y de un autoexterminio de la
humanidad. En la era de la guerra fría no se daba tal fenómeno porque, en el
mundo bipolar de los sistemas sociales en pugna, existía una confrontación
valorativa. En cambio, en la actualidad, el mundo unipolar ha paralizado la
capacidad de crítica y el resultado es que las masas ya no viven ni siquiera la
alienación, sino que viven sumidas en
la cosificación.
En la alienación el hombre sufre el yugo que lo oprime y en consecuencia
se subleva, pero el hombre cosificado vive orondo y lirondo en la alienación,
sin capacidad de protesta y lleno de conformismo. Este nuevo tipo humano -que
no es apto para la revolución, sino, tan sólo, para la protesta sin hondura,
para la feria y el carnaval- se retrata en el personaje de caricaturas Homero Simpson. El capitalismo de
bienestar de los años 50 y 60 también tuvo su prototipo humano en la serie Los Picapiedra, que reflejaba los
valores de un mundo satisfecho pero inculto. En la actualidad, a la incultura
se suma la indiferencia, el hedonismo y el nihilismo de una barbarie
civilizada.
Otro ejemplo palpable de cosificación humana podemos encontrarlo en la
importancia cobrada en la sociedad posmoderna de la obra literaria El Señor de los Anillos de J. R. R.
Tolkien. Para su autor la obra es “fundamentalmente religiosa y católica, no
destruye ni ofende a la razón y reaviva la fantasía de la mente humana”. Pero
el verdadero contenido de una escritura rebasa las intenciones del autor y en
la sociedad del espectáculo ya nada sorprende, nada atemoriza[2].
Y es que en esta novela, la lucha entre el bien y el mal, en la Tierra Media de hobbits, elfos y
gollums, no en el inframundo
infernal, se resuelve dicha disputa no sólo en medio de la total ignorancia de
la Causa Primera, sino que el triunfo del bien es accidental. Gollum resbala y
cae en el cráter de lava ardiente tras morder el dedo con el anillo que portaba
el hobbit, que cedió a la tentación de colocárselo. Esto es, que el fenómeno
Tolkien dibuja bastante bien la indiferencia de la humana posmodernidad ante el
problema del bien y el mal, dicotomía que se resuelve por accidente y, nada
menos que, por un ser entregado al mal. De modo, que no se trata de una obra
que es coherente con la mitología de la modernidad –que aun confiaba en la
solución humana del conflicto entre el bien y el mal- sino con la mitología
cultural de la posmodernidad –que pone más énfasis en la resolución azarosa y
contingente de los eventos-.
Es por eso que aquí no se trata de un simple regreso al mito, ni del
retorno a la división maniquea entre el bien y el mal, ni la infantil ausencia
de un erotismo adulto, o la fascinación del poder, la miseria de la guerra o la
tentación del mal, sino que lo substancial es que el triunfo del bien es
completamente accidental, involuntario, eventual y contingente. Y esto es una
falsa solución al dilema moral, que exige siempre una actitud responsable de
libre opción. Justamente esta falta de responsabilidad moral es lo que
caracteriza el ánimo de la cultura posmoderna, a individuos e instituciones de
debilitada voluntad que dominan el mundo sin responsabilidad. Esta idea de negación de la
libertad, como proceso de nadificación, todavía repercute en variantes modernistas periféricas
de la filosofía posmoderna e incluso de la teología[3]. El hombre posmoderno sume su libertad en la nada
consumista del mercado, y en esto es pariente de la personalidad fascista que
no tiene fe en la razón trascedente ni en la inmanente y delega su
responsabilidad en el Partido, el Estado y se diluye en la colectividad[4].
La nadificación de la libertad
humana equivale no solamente a su mal uso, sino, más bien, al deseo insano de
sentirse dirigido por poderes anónimos que le dictan sin descanso lo que debe
hacer. Un poder anónimo prevalente del presente es el dinero y la ganancia, y
esto hace que el alma de las personas esté enferma, enferma de tristeza, que le
impiden brillar. Es la renuncia a la libertad misma, a la responsabilidad y a
la condición primera dada por el Creador al hombre. Es el retorno ficticio a la
inocencia de un supuesto paraíso inmanente. En el fondo de trata de un profundo
temor a la libertad porque implica deber y mundo normativo; justamente lo que
repudia profundamente el hombre anético del nihilismo tardío. Su deseo adánico inmanentista es sentirse libre
de la libertad moral, y retrotraerse hacia una libertad sin responsabilidad.
Pero hay tres tipos de Nada.
La nada de la Creación, la nada del pecado y la nada ante Dios. La primera y la
última son afirmativas, puesto que implican el anonadamiento ante la
omnipotencia de la divinidad. Pero la segunda es negativa, porque subyace en la
voluntad contraria al Creador. El hombre de la posmodernidad se ubica en ésta
última, y lo hace de modo deliberado al adoptar un modo de vida sin abnegación,
sacrifico y sin sentir la inanidad ante Dios.
En la posmodernidad no se trata de estar en la disciplina ascética del
desierto de un Casiano y un san Jerónimo, sino de ubicarse en el desierto del
vivir meramente para la carne y las pasiones. Menos mal que la historia
monástica dejó en claro que el ideal de la conquista perfecta de las pasiones
en la vida presente es un concepto pagano y no cristiano; y, por lo tanto, es
un ideal de “carne” más que de espíritu. Además, Tomás de Aquino aclaró que
sólo podemos ser relativamente
perfectos en esta vida y nunca estaremos libres de ciertas deliberadas faltas,
fragilidades, limitaciones y flaquezas. San Pablo llamó a esa espina de la
carne “un mensajero de Satán que me azota”. Pero el problema no es el deseo
sino el desbocamiento del deseo mismo, su falta de límites exacerbada por el
consumismo capitalista.
Esto no quiere decir que el cristiano no pueda alcanzar la paz del
corazón y librarse de la pasión desordenada, pero en la actual sociedad
occidental descristianizada el hombre en su vida cotidiana sufre la violencia
despótica de sus apetitos y, sin el paliativo de una fuerza espiritual al cual
apelar, se entrega, para olvidar el vacio y cisma interior, a toda una serie de
vicios que asolan nuestro tiempo. Cisma en el alma provocada por haberse
entregado al más envilecido empirismo y entregar su libertad a poderes
anónimos. Se trata de la sociedad material con los envilecidos ídolos del
poder, el placer y la riqueza, en desmedro de la edificación de una sociedad
espiritual que desaloja el lujo y entroniza el amor, el conocimiento y Dios. No
es extraño entonces que la vida se torne sin sentido en medio del triunfo del tener sobre el ser.
En la decadencia de la modernidad tardía –como eclipse final de
Occidente- la cultura católica y la civilización cristiana están en profunda crisis,
vive el momento más dramático de su historia y, aunque brega sin descanso, la
Iglesia misma está gravemente herida por los escándalos sexuales y financieros,
y un pasado comprometido con el poder político. Mientras tanto crece el sinsentido de la vida y el final de los tiempos
avanza casi incontenible. Por esto no es legítimo abordar el sinsentido de la
vida en la civilización occidental sin reparar en la erosión de su vida
religiosa. Soslayarlo sólo conduce a un enfoque abstracto que no contribuye a
poner el problema en su contexto real. Lo decimos una vez más: el sinsentido de
la vida arrecia sobre todo en la civilización occidental, y su meollo es el
olvido de Dios, porque la institución que debía cautelar su vida espiritual no
ha practicado lo que predica, el mensaje de Cristo se ha devaluado y la
presencia de Dios se ha vuelto demasiado lejana, remota y trascendente, por lo
cual las masas han preferido postergarla, entregándose al racionalismo, escepticismo,
fundamentalismo o anetismo.
Cuál es, entonces, la salida. Escuchar la voz de Dios en nuestro
interior, perseverar en la fe loando el cambio espiritual y no claudicar en la
esperanza de la salvación eterna. La voluntad de Cristo es que nos amemos los
unos a los otros, y mientras se cumpla este precepto se puede esperar un cambio
fuera y dentro de nosotros. ¿Pero este mandato se cumple? Las condiciones objetivas para el cambio
están dadas, solo faltan las subjetivas
y, dentro de ellas, la vanguardia espiritual que la realice. Hace falta una revolución
espiritual y líderes espirituales que la realicen. Esto implica un cambio
en el pensar.
La tarea del pensar consistirá en
subordinar la metafísica del ente, precursor de la era técnica, a la metafísica
del ser, reedificadora de un nuevo despertar religioso. Replantear la
posibilidad de un pensar que se interrogue tanto por el ser del ente como por
el ser en cuanto ser, es la salida al callejón sin salida del nihilismo y al
sinsentido de la vida. Y paralelamente la tarea de la acción será dar nuevas
posibilidades a la libertad y a la justicia distribuyendo la propiedad privada,
promoviendo el control del monopolio, restituyendo el trabajo
cooperativo-corporativo y poniendo la tecnología al servicio de la liberación
del hombre respecto al trabajo obligatorio.
Vivir sin opulencia, una pobreza
digna no significa miseria, ni riqueza ni miseria, sino una vida simple, que
simplifique el papel de las necesidades naturales y artificiales y que permita
el recogimiento en Dios. En otras palabras, el futuro del hombre depende de su
capacidad para acercar el reino de Dios. En ninguna otra etapa de la historia
se ha mostrado con más nitidez que el futuro del hombre y su historia depende
del futuro de Dios. Dios es el futuro absoluto del hombre, de la historia y él
mismo es futuro en el tiempo. Por ello la autorrealización de Dios es un
proceso de reconciliación con el mundo. Pero la autorrealización de Dios en
Jesucristo no garantiza el éxito del proceso, a pesar de que se acentúa la
realidad de Dios. Sólo la consumación de su reino demostrará su divinidad. Pero
esto no significa que sólo el futuro de su reino sea la realidad de Dios,
porque la verdad de su vida intratrinitaria está dada fuera del tiempo y porque
además la historia de la revelación está conclusa aunque la historia de la
salvación prosiga[5]. Lo que
está en juego en el reino de Dios es la salvación y no la revelación.
Si lo más profundo del problema del
sentido de la vida es su dimensión metafísica en consecuencia se puede afirmar
que recuperar el sentido de la vida atraviesa por romper con el dios inmanente
del idealismo panteísta, y con el criterio de univocidad del ser, que está
detrás de este concepto. Pero a su vez hay que recuperar la presencia de Dios
en la historia humana, su lugar en la historia de la libertad. Este tópico de
la presencia de Dios en la historia incomoda profundamente sólo a quienes se
aferran a sus fortunas terrenales porque les obliga moralmente a compartir sus
riquezas con el prójimo. Pero “es más fácil que un camello entre por el ojo de
una aguja que un rico ingrese al reino de los cielos”.
La recuperación del sentido de la
vida en la modernidad tardía de la civilización occidental, exige dejar atrás
la autarquía absoluta de la realidad humana,
reafirmar la trascendencia ligada a lo finito, y devolver a Dios y a la
criatura a sus respectivos órdenes (eternidad-temporalidad). Un humanismo con
Dios responde a la profunda esencia y estructura de la realidad humana, como
única criatura que se plantea el problema de Dios, y es así porque Dios es una
trascendencia que viene a lo inmanente, y el hombre es una inmanencia que va
hacia lo trascendente. Siendo parte de los dos mundos debe vivir ambos en
conexión y reconocer que su vida sólo tiene pleno sentido como finitud plantada en lo absoluto. Así se puede atajar y
subsanar el cisma en el alma propugnado bajo la nihilista modernidad tardía.
Lo cual no significa que el hombre
por sí solo logre la plenitud de su vida, por el contrario, al haberse
manifestado Dios en la historia, al ser la historia una historia de salvación y
revelación, ello revela el sentido escatológico
de la vida humana. Dios está primero en tanto que Creador y él es el fin
supremo. Pero el Dios trino es amor, la historia de Dios es su venida hasta el
hombre y por ende la historicidad de Dios es su estar viniendo. Dios está
presente en la historia, es histórico, y su historicidad no conlleva a ningún
neutralismo social porque está con el débil y necesitado. Quien no ama a su
enemigo, al hambriento, al sediento y al desarrapado no ama a Dios. Santidad no
significa quietud sino lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad.
No hay otra forma de unión ontológica con Dios que darnos a nosotros mismos,
ayudar al prójimo y escuchar la voz interior de Dios. Pero sin humildad y sed
de Dios el hombre de la modernidad tardía está incapacitado para recuperar su
unión con Dios.
El ser finito es contingente y, sumido como está entre la verdad y la
falsedad, necesita de la luz de la divinidad. La creencia en Dios no nos
asegura una vida con sentido, pero es una barrera importante al sinsentido de
la vida y un baluarte seguro para la prueba final. El final de los
tiempos de la nihilista modernidad tardía persiste en el inhumano humanismo sin Dios, en pretender la
eternidad en la inmanencia, y termina acentuando la secularización, el olvido
del ser y del Dios, en una inmanencia que desconoce su verdadera trascendencia.
Porque la trascendencia está presente en la inmanencia y éste es el contenido
profundo de la Encarnación, pero no lo es para desvincular la inmanencia de la trascendencia,
como lo hizo el proyecto moderno, sino para revelar su íntima conexión.
El significado del humanismo
clásico, como lo ha subrayado Peter Sloterdijk[6], se ha
limitado a consagrar la amistad del hombre con el hombre a través del código de
la lectoescritura, pero la Humanitas implica
además de un esfuerzo de domesticación de la humanidad y consagración de la
amistad del hombre con el hombre, el reconocimiento de que el ser humano
represente el más alto poder para el hombre. Sin embargo, y esta es la
limitación del enfoque sloterdijkiano, de poco sirve reconocer que el ser
humano represente el más alto poder para el hombre sin reconocerse criatura de
Dios, finita y unida por amor al fundamento. Este reconocimiento en nada mella
al hombre, al contrario potencia sus facultades al reconocerse no sólo como
hecho a “imagen y semejanza”, sino que lo compromete en el mundo al uso
responsable de sus potencialidades. Sin este reconocimiento no podremos salir del
terrorismo luciferino de la voluntad
emancipatoria del sujeto moderno, el cual culmina en una nueva mística del
hombre, sin preocuparse demasiado de estar perdiendo su humanidad. Y con ello se
profundiza el olvido de Dios, que no sólo es un hecho meramente psicológico
sino eminentemente ontológico, pues implica una obliteración del llamado del
ser.
El sinsentido de la vida brota de la escisión en el alma, incitada por
haber dado la espalda a la verdad y al ser. Ocultamiento nihilista del ser que
es manifestación de la decadencia cultural de la civilización occidental, donde
avanza rápidamente la sociedad del sinsentido de la vida. Pero dicho nihilismo
tiene el efecto contrario de acentuar la realidad de Dios, como lo ausente indispensable, y de reclamar la
realidad del futuro de su reino.
El fin del hombre es la felicidad, y
ésta, bien entendida, se da inseparablemente unida del bien, y el bien supremo
es Dios. Simplemente es absurdo admitir la existencia de Dios y esperar que
ello no tenga consecuencias prácticas. Si Dios existe es lógico y razonable
llevar una vida conforme a este criterio, pues la admisión de su existencia
reclama una actuación que responda a los criterios admitidos por la fe en Dios.
Dios Padre no es criatura y por ende
no puede ser acápite de un pensamiento objetivante, pero Dios Hijo sí es
susceptible de un pensamiento objetivante, y por ello el punto de partida
siempre será el encuentro y la llamada de Dios para no deformar la razón en el
sentido de una teología natural. De ahí que sea cierto que ya no es creíble el
Dios de la imagen eclesiástica, que se limita sólo a subrayar la trascendencia
de Dios, y que haga falta una nueva imagen de Dios que ponga énfasis en su
entroncamiento inmanente con el destino humano. No otra cosa significa el
misterio de la Encarnación. El encuentro con Dios incluso en la teología
escolástica siempre ha sido existencial y nunca primeramente conceptual,
siempre evitó no partir del “llamado” y “encuentro” con Dios, nunca hizo la
deformación natural de la razón y siempre subrayó que el fin del hombre es la
felicidad que consiste en el goce amoroso con Dios. Es así que la contemplación
de Dios en el cielo es la meta postrera de la teología.
Ahora bien, la escolástica abordó la
esencia, propiedades y relaciones intradivinas de Dios, pero se le escapó el comportamiento
libre de Dios ante el mundo y los hombres. A lo que vamos es que secularización no es en sí misma mala, está
santificada por el encarnación de Dios; más bien, se vuelve negativa cuando se
convierte en secularismo u objeto
exclusivo de la libertad humana, pero su esencia es positiva porque implica
incentivar la verdadera responsabilidad del hombre en el mundo teniendo en
cuenta a Dios. El hombre y no Dios es el protagonista de su propia historia,
pero lo hace con la gracia de Dios.
En este sentido la modernidad y la
posmodernidad requieren de un cambio de rumbo y una rectificación de su
orientación ultrasubjetivista, de su radicalismo inmanentista, que rectifique
el comportamiento libre del hombre respecto a sí mismo, al mundo y a Dios. El
hombre es una criatura inmanente arraigado en lo trascendente, Dios es el
Creador trascendente plantado en lo inmanente. La nueva imagen de Dios no es la
imagen de un nuevo Dios, sino es el mismo Dios cristiano tomado en cuenta tanto
en su dimensión infinita y en su dimensión finita. El hombre sólo puede ser
imagen de Dios si tomamos en cuenta no sólo la trascendencia de Dios, que por
sí sola se vuelve alienante, sino considerando también su inmanencia al mundo y
al hombre. El Dios uno y trino no sólo es el de la revelación sino también de
la liberación del pecado y de toda forma de vida basada en la opresión e
injusticia.
De ahí que en la nueva imagen de Dios
sea importante no caer de la unilateralidad de dar cuenta sólo de Dios en sí y para sí a la otra unilateralidad
de dar cuenta del Dios para nosotros.
Dios es en sí y para sí y también para nosotros, de la verdad, de la historia y
de la liberación del pecado. La verdadera teología política es la que ve la praxis liberadora en la completa
salvación al final de la historia para vivos y muertos y esto sin menoscabar la
lucha permanente del hombre por el bien en la vida terrena y solidaridad con el
pobre y el oprimido.
No hay que olvidar que la predicación
de Jesús es una predicación partidista. Esto último cobra mayor relieve en
nuestro tiempo de globalización neoliberal, por cuanto las personas tienen
dignidad y no precio y considerando que no es posible hablar de Dios sin hablar
del hombre y de la concepción de Jesús, que entra directamente en conflicto con
los intereses de minorías de las élites megacorporativas que utilizan su poder
contra el bienestar de las mayorías. Por eso importa para el sentido de la vida
que así como ayer explicó Jesús en qué consiste la verdadera divinidad, del
mismo modo es necesario hacerlo hoy para desenmascarar el uso que se hace de la
divinidad para oprimir al hombre y despojarle de la vida. Si bien el misterio
último de la vida trasciende la vida concreta, ello no es óbice para
desatenderla porque Dios está también en lo pequeño. Todo lo cual exige una
nueva imagen de Dios, que integre lo que es en
sí y para sí y lo que es para
nosotros, lo cual no afecta el
comportamiento libre de Dios frente al mundo y a la humanidad, a pesar de la
temática del fin ligada a la del juicio futuro.
Pensar que una nueva imagen de Dios
pueda solucionar el sinsentido de la vida puede aparecer como excesivo ante la
dimensión de la crisis de fe en la civilización occidental. Para que lo sea
tendría que dar respuesta a las siguientes cuestiones: 1.a la aparente pérdida
de la función divina, 2. al desplazamiento de la cuestión de Dios hacia el
problema general del sentido, 3. extinción de la sensibilidad para lo divino y
lo santo, 4. no encontrar un lugar para Dios en el ámbito del lenguaje, y 5. la
cuestión de la teodicea. Una respuesta posible no nace de la dogmática sino de
la teología, que tiene que hacer frente a los cuestionamientos del ateísmo
generalizado, potenciando la fe, la esperanza y la praxis responsable de los
cristianos, para comprender cómo no hay que seguir hablando y pensando de Dios.
La tendencia actual es refugiarse
volviendo al Dios de la revelación bíblica, que despacha con precipitación todo
el valor del pensamiento de Dios de la tradición cristiana (inspirado por la
filosofía grecopagana), se convierte en un diálogo de sordos, no repercute en
la praxis social e impide construir una adecuada teología para nuestros dramáticos
tiempos. No han faltado teólogos que se han unido al coro heideggeriano para
entonar al unísono el “fin de la metafísica”. Todo lo cual aumenta la confusión
presente. Y, en parte, es cierto, pues en toda metafísica de Dios subyace el
peligro de erigir un sistema teístico
en un lenguaje no analógico, pero no toda metafísica ha de incurrir en este
error.
Una filosofía real del ser reconocerá
de modo radical a Dios como “siempre mayor” y por lo cual se hace indispensable
la visión analógica del ser; pero se trata de un ser persona, con conciencia y
libertad, que se comunica, ama y relaciona. Por eso una adecuada teología debe
cuidar de no reducir a Dios en determinadas propiedades objetivas, sino que
aparezca como quien puede reunir en sí lo contrario y opuesto. Coincidenttia opositorum o superación de
toda contradicción lo llamó Nicolás de Cusa, considerado el primer filósofo de
la modernidad. Esto no quiere decir que hay que exacerbar las paradojas en
Dios, lo cual lleva a anular la posibilidad de una teología reduciéndola a pura
mística. Teología es pensamiento crítico, como lo demuestra su desarrollo
moderno.
El nuevo lugar de Dios ya no lo es
tan sólo la Naturaleza con su Historia sino la misma libertad humana. El punto dramático
sigue siendo, sin embargo, si la descreída y nihilista civilización cristiana
occidental es capaz de asimilar la nueva imagen de Dios o por el contrario
Occidente ha perdido su capacidad de autocrítica espiritual y está condenada a
perderse mefistofélicamente en un mundo sinsentido. Al respecto se puede
afirmar que no hay cultura ni civilización sobre la tierra que vaya
conscientemente al cadalso histórico, lo que sí hay son procesos totalitarios intra y extra democráticos que son capaces de adormecer la conciencia
crítica, paralizar las energías creativas, silenciar la disidencia y llevar a
la sociedad a su colapso. El hombre unidimensional marcuseano, que pulula en
las sociedades industriales y postindustriales, con su adaptación reptilesca,
su abandono a la inercia del espíritu, su repudio a la constitución dialéctica
del mundo, es capaz de seguir reforzando las instituciones deshumanizadas,
hasta que no sea sacudido de su sueño letárgicamente apocalíptico por una nueva
imagen de Dios, de un Cristo inmanente y no meramente trascendente, que camina
junto al desposeído, al olvidado y al oprimido.
Una profunda crisis espiritual
requiere de un profundo cambio del espíritu. No hay alternativa. El hombre
descristianizado de Occidente pugna por una finitud
plenamente cumplida, pero ha llevado su esfuerzo por el lado material,
mientras tanto el deterioro de su personalidad espiritual ha ido en aumento.
Desconcertado no acierta en encontrar la salida a su autorrealización y va de
tumbo en tumbo hasta quedar exánime como un Cristo sin Dios. Pero Dios está
presente en su conciencia, lo busca y llama a su puerta, pero el moho que
acumula lo calla y se mantiene la pérdida del sentido de lo divino.
Hace falta un esfuerzo más, esta vez
institucional, que demuestre que la recristianización de Occidente requiere de
un Papado valiente que vaya más lejos, dejando a un lado mitra, báculo, casulla
y el dorado anillo para vestir humildemente con las sandalias y la túnica de
Cristo. Gesto elocuente que haría sentir al mundo que Cristo está vivo,
enlazado con el hombre concreto, conectado con su historia y que lucha
esforzadamente a su lado. Así como Pablo VI suprimió la Tiara Pontificia y la “silla
gestatoria”, el mundo sufriente de hoy exige más actos representativos de
solidaridad y humildad de su propia iglesia. El mundo actual ha acumulado tanto
moho espiritual, tanta injusticia que se ha hecho urgente dinamitarla
espiritualmente, nombrar cardenales a sacerdotes de avanzada sensibilidad
social y solidarizarse con todas las causas a favor del pueblo de Dios.
Las instituciones deshumanizadas
pueden ser remecidas y derribadas por una institución espiritual que unida al
pueblo de Dios es capaz de de impregnar el giro histórico que requiere la
gravedad de la presente crisis humana. Jesús expulsó a los mercaderes del
Templo, ha llegado la hora de volver a hacerlo, porque nuestro Templo es hoy el
Mundo.
Sólo una Iglesia que da la espalda al
pueblo de Dios está condenada a seguir hundiéndose en la obsolescencia de sus
fríos capiteles. Sólo una Iglesia que lucha junto con el pueblo de Dios es una
Iglesia de Cristo. Mientras tanto, el esfuerzo individual nunca será sustituido
por ninguna organización, y el verdadero cambio antes de empezar por fuera es
que el comienza por dentro. Una institución que demoró varios siglos en
rectificarse por el asunto Galileo y que aun mantiene un silencio sospechoso
sobre el comportamiento de Pio XII durante el nazismo no brinda las garantías
para ponerse en la vanguardia de los tiempos implementando una nueva imagen de
Dios.
Mientras no se produzca un audaz
cambio teológico en el Vaticano éste seguirá coludido por su inercia con la
acelerada descristianización de Occidente. No se trata de ser optimista ni
pesimista respecto a la recristianización de Occidente de lo que se trata es de
advertir que la nueva imagen de Dios no es realidad nueva, dado que consiste en
la misma mística activa de Jesús. Lo que en realidad es nuevo es si en este
mundo desespiritualizado y sin interioridad, que vive de espaldas a Dios y a la
verdad, donde la apostasía generalizada se agita y crece sin cesar, todavía
existen las energías espirituales indispensables para promover una afirmación
de la vida y del mundo con contenido ontológico, ético y religioso. De no ser
posible, el sin sentido de la vida aumentará al compás del decrecimiento de la
fe. Lo que revela que la nueva imagen de Dios no constituye la receta mágica ante
la secularización nihilista de la modernidad tardía, sino, que señala, por un
lado, el falso rescate desespiritualizado de la afirmación del mundo y de la
vida, y, por otro lado, indica en qué medida se ha dejado en el olvido la
mística activa de Jesús. Cristo exhibe la realización del sentido pleno de la
vida en la creación amorosa e insobornable del bien en la Tierra a través de
orden social justo. El rostro humano de Dios brilla entre los más
desfavorecidos de las megalópolis de hoy.
Finalmente, y para concluir en una fórmula todo lo examinado,
se puede sostener lo siguiente: el
sinsentido de la vida, el olvido del ser y de Dios son una misma cosa, cuando
no lo impide la creencia correcta en Dios, por cuanto en la vida humana el
sentido pleno de la vida es la contemplación perfecta de Dios, que en esta vida
inmanente se da la mano con la lucha responsable por el bien en la Tierra y la instauración
amorosa e íntegra de un orden social justo.
[1]
Cf. Werner Sombart, Lujo y capitalismo,
Alianza, Madrid, 1979. Para Sombart el capitalismo nace del señorío de la mujer
en la corte, la sustitución del amor santificado por el amor hedonístico y el
triunfo del amor libre terrenal, lo que impulsó y fomentó el lujo, el cual no
por lo suntuoso sino por el carácter exportador abre las puertas al
capitalismo. El triunfo de la mujer está así asociado no sólo al triunfo del
lujo sino también del capitalismo. La lady es la que da forma al capitalismo.
Véase también mi libro La esclavitud de
la mujer liberada, IIPCIAL, Lima, 2008.
[2]
Cf. Philippe Sollers, El Secreto,
Lumen, Barcelona, 1993; y Mujeres,
Lumen, Barcelona, 1985.
[3]
Cf. Véase mi crítica al robotismo del tradicionalismo teológico en mi libro Signos del cielo, IIPCIAL, Lima 2011.
También se claudica de la libertad en el reciente libro de Fidel Gutiérrez, El método princonser, IIPCIAL, Lima
2012. Allí afirma: “La idea de estar libre implica estar desconectado del
mundo, lo cual es insostenible, tanto biológica, social y espiritualmente. Pero
esta idea de libertad es sólo una creencia puesto que en realidad no es posible
y no existe ningún ente libre”, p.40. Este férreo modernismo ultramontano
identifica la libertad con la necesidad como oposición rígida al azar
posmoderno. En el fondo se trata de la misma crisis compartida entre modernismo
y posmodernismo de no asimilar adecuadamente y, por consiguiente, no superar
dialécticamente la categoría kierkegaardiana de “posibilidad”. Además, persiste
una confusión entre la determinación y la necesidad, lo que impide explicar la
aparición de cualquier agente libre.
[4]
Cf. Zevedei Barbu, Psicología de la
democracia y de la dictadura, Ed. Paidós, Bs. As. 1962; y Erich Fromm, El miedo a la libertad, Ed. Planeta,
México 1985. La observación que la moderna sociología hace a la democracia es
que no está exenta de fenómenos totalitarios intrademocráticos.
[5]
Para W. Pannenberg la realidad de Dios está en el futuro de su reino, pero esto
desvirtúa la realidad preternatural de Dios y la relativiza en la historia. Cf.
Grundfragen systematischer Theologie II,
Gotinga, 1980, 143. Sobre el futuro de Dios: H. J. Schultz (dir.)¿Es esto Dios?, Herder, Barcelona, 1973;
E. Schillebeeckx, Dios el futuro del
hombre, Sígueme, 1970; J. Moltmann, El
futuro de la creación, Sígueme 1979.
[6]
Cf. Peter Sloterdijk, Normas para el
parque humano. Una respuesta a la “Carta sobre el Humanismo”. Revista
Observaciones Filosóficas (http://www.obervacionesfilosóficas.net).
https://youtu.be/YD6CvAx5ro0
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